Los mártires
mexicanos se distinguieron por su grandísima devoción a la Santísima
Eucaristía. Cristo, presente con su cuerpo y su alma, su sangre y su
divinidad, en el Sacramento del Altar.
Ellos, desde niños aprendieron el mensaje del Evangelio, de la presencia de
Jesucristo y de su sacrificio en la Misa y de los frutos de la Santa Comunión.
Su piedad eucarística, sobre todo, la manifestaron y la desarrollaron
participando devotamente en la Santa Misa, acercándose a la Santa Comunión,
haciendo visitas al Santísimo y promoviendo que más personas participaran en
la Santa Misa y visitaran al Santísimo.
Estos sacerdotes mártires no huyeron; no se fueron a otros lugares, sino que
se quedaron en sus parroquias, en sus comunidades, para darles a los fieles la
oportunidad de asistir a la Santa Misa, de recibir la Santa Comunión, de
recibir los Sacramentos.
En tiempos pacíficos ellos eran fieles devotos del Santísimo Sacramento.
Promovieron asociaciones piadosas, como la Vela del Santísimo, que se
encargaba que todos los días y a todas horas hubiera personas en el templo,
adorando al Santísimo Sacramento y cuidando el respeto al recinto, e invitando
a otras personas a participar en estos actos de culto.
Estos sacerdotes rezaban sus horas litúrgicas, antes llamado el breviario u
Oficio Divino, actividad que la hacían frente al altar. Asimismo, acudían al
templo para pasar largas horas en adoración, arrodillados ante el Sagrario.
Así lo confirman las actas levantadas de los testimonios de las personas que
lo vivieron y que estuvieron cerca de ellos.
Se levantaban muy temprano a celebrar la Santa Misa; hacían largos viajes a
caballo o a pie para visitar los lugares distantes y ofrecerles esta
oportunidad a todos los habitantes de las comunidades.
Fieles devotos del Santísimo Sacramento, sentían que celebrar la Misa era su
principal función sacerdotal.
La Iglesia vive de la Eucaristía porque el Señor dijo: «Yo soy el Pan vivo
bajado del Cielo».
Todos los santos mártires, vivieron una gran devoción a la Santa Eucaristía;
nacieron, vivieron y murieron por ella, en veneración al Creador.
Cristóbal Magallanes
nació en La Cementera, rancho de Totatiche, Jalisco, el 30 de julio de 1869.
Hasta los 19 años vivió en el rancho familiar cuidando ovejas, labrando la
tierra y haciendo petates, hasta que entró al Seminario de ese lugar, en
octubre de 1888.
El 17 de septiembre de 1899, cuando tenía 30 años, fue ordenado sacerdote en
Guadalajara, Jalisco; durante sus primeros cinco años de sacerdote ejerció su
ministerio en dos lapsos: uno, como capellán de la Escuela de Artes y Oficios,
y, después, como ministro, coadjutor y párroco de su tierra natal, durante 21
años.
Durante su proceso de beatificación fue catalogado como «un sacerdote conforme
al corazón de Dios», que siempre promovió, con esplendor, el culto al
Santísimo Sacramento, a la Virgen María y San José. Rezaba diariamente el
Rosario y puso en práctica las virtudes de la obediencia, humildad, justicia,
caridad y prudencia.
Celebraba lo que vivía
Se distinguió también por su celo pastoral, dirigido especialmente a tutelar
distintas asociaciones piadosas, escuelas parroquiales y de doctrina cristiana
de niños y adultos, no sólo en el pueblo de Totatiche, sino también en las
rancherías. Fundó la revista El Rosario, con el objetivo de orientar en
cuestiones católicas a sus feligreses.
Dentro del ámbito eucarístico, cada que terminaba de oficiar Misa a las cinco
de la mañana, la cual preparaba con mucho tiempo de anticipación, dedicaba
largo tiempo a dar gracias a Dios por el don divino de proclamar su Palabra y
recibir su Cuerpo, durante el Sacramento de la Comunión.
Fue especialmente cuidadoso al dictar sus homilías dominicales y, en más de
una ocasión, se le vio derramar lágrimas a la hora de celebrar el Santo
Sacrificio.
Ininterrumpidamente dispensaba servicios en el confesionario, la predicación,
la celebración de la Misa y el auxilio y consuelo a los enfermos.
Durante la
Eucaristía, el Padre Jenaro Sánchez no permitía distracciones; aunque
celebraba de espaldas al pueblo, siempre sabía quiénes estaban distraídos, y
al terminar la celebración, les corregía.
Para alimentar su fe y celo apostólico, realizaba frecuentes visitas al
Santísimo Sacramento, y era devoto de la Santísima Virgen María, a la cual se
encomendaba. De esta forma, el Padre Jenaro se preparaba para la Celebración
Eucarística y, al terminarla, daba gracias. Sus fieles le conocieron como un
sacerdote devoto, buen predicador y amante del Santísimo; casi en todos los
Rosarios y en todas las Misas, lo exponía.
Era característica su servicialidad por los enfermos, en quienes veía el
rostro de Cristo. Por ello, sin importar lo lejos que se encontraran, la hora
o las condiciones climáticas, acudía a auxiliarlos espiritualmente, junto con
sus familiares.
Además, era un hombre preocupado por la formación católica de los niños, y por
su encuentro con Cristo-Eucaristía; él mismo les enseñaba el Catecismo.
No lo venció el temor
El 1923 llegó a Tamazulita, Municipio de Tecolotlán. En ese lugar ejerció su
ministerio sacerdotal hasta su martirio, en enero de 1927. Ante la persecución
anticatólica que había desatado el Gral. Calles, lloró cuando recibió la orden
de cerrar los templos, ante la imposibilidad de desempeñar convenientemente su
ministerio.
Sin embargo, ejerció su ministerio sacerdotal a escondidas, en casas
particulares y en las afueras del poblado. Guardaba el Santísimo Sacramento en
una casa, y él lo cuidaba de cerca. Estaba consciente del peligro que corría
de morir, pero, por atender espiritualmente a sus feligreses, no se decidió a
abandonarlos.
El 17 de enero de 1927 andaba en el campo con algunos fieles, cuando se dieron
cuenta que un grupo de soldados los perseguía. No quiso huir y, al regresar al
rancho, lo tomaron preso, llevándolo a Tecolotlán. Ese mismo día lo
asesinaron. El cuerpo quedó tirado toda la mañana, pues nadie lo reconocía por
lo desfigurado que estaba.
Su preocupación era
que, tanto niños como adultos, conocieran y crecieran en Cristo-Eucaristía.
Por ello, se caracterizó por ser un hábil catequista que utilizaba diversos
recursos didácticos, como las representaciones dramáticas para formar a los
fieles.
Además, consciente de la necesidad de llevar a más personas el anuncio del
Evangelio, gran parte de su trabajo lo dedicaba a formar catequistas.
Su testimonio sacerdotal presentaba a un hombre que sabía ser ofrenda para los
demás, a ejemplo del Maestro Divino que quiso entregarse en la Eucaristía por
amor a los hombres. El Padre Sabás era desprendido de sus bienes y asiduo
confesor, dos ejemplos de su entrega como signo de misericordia.
Llegó a configurarse de tal forma con Cristo, que su martirio tuvo algunos
signos: El 11 de abril de 1927, Lunes Santo, las tropas del Gobierno rodearon
Tototlán, por lo que el sacerdote tuvo que esconderse en una casa. Ahí pasó el
día en oración. Enseguida llegaron a registrar la casa del Cura en su busca, y
la sirvienta, amedrentada, lo delató.
El camino del Gólgota
Al llegar a la casa donde se había refugiado, los militares gritaban
enfurecidos: «¿Dónde está el fraile?». El Padre Sabás apareció y, con
serenidad, dijo: «Aquí estoy, ¿qué se les ofrece?». Lo ataron y lo llevaron a
la Iglesia parroquial convertida en cárcel. Ahí lo amarraron a una columna,
negándole hasta un poco de agua. El Martes Santo, abrasado por la sed, pidió
agua, y nuevamente se la negaron. Cuando finalmente accedieron, no la pudo
pasar por tener fuertemente atada una soga al cuello.
Los soldados continuaban sus insultos y sus burlas. Durante la noche, el
general a cargo de las tropas, lo hizo conducir a su presencia; lo colocaron
en medio de un círculo de soldados para interrogarlo. Atado con una soga al
cuello tiraban del sacerdote, quien caía al suelo entre las carcajadas de sus
captores.
Lo torturaron toda la noche. Tirado a tierra encendieron fuego a sus pies y
cerca de su cara. Entre tormentos indecibles pasó el día siguiente abrasado
por los rayos del sol. Mientras el sacerdote rezaba y pedía un descanso por la
intercesión del Señor de la Salud y la Virgen de Guadalupe, un soldado, le
golpeó, lo tomó por las manos y se las metió entre las brasas; luego, entre
burlas sarcásticas, le metió los pies en otra hoguera que habían encendido. En
tanto, blasfemaban: «Tú que dices que Dios baja a tus manos, que baje ahora a
librarte de las mías».
El Miércoles Santo, a las 9 de la noche –13 de abril de 1927–, lo llevaron
finalmente al cementerio y lo acribillaron a balazos. Después de varios
disparos, todavía pudo levantarse y gritar: «¡Viva Cristo Rey!».
San Atilano Cruz
Alvarado fue ordenado sacerdote el 24 de julio de 1927, cuando la persecución
religiosa se hacía sentir con fuerza; tiempos en los cuales, ser sacerdote,
era considerado casi un crimen; mas, pese a ello, Atilano quiso ser ungido con
el Orden Sacerdotal para realizar el ideal supremo de su vida: celebrar la
Santa Misa.
Su corto ministerio sacerdotal lo ejerció en Cuquío, (Jalisco) poblado donde
llevó una vida sufrida y errante, pero al fin y al cabo, una vida feliz porque
cumplía con su deber de predicar, catequizar, celebrar la Santa Misa y
administrar los Sacramentos en compañía de su párroco, San Justino Orona.
En el Rancho Las Cruces, lugar donde murió, atendía espiritualmente un centro
de ejercicio pastoral, apostolado que dispensó a contracorriente de la
persecución religiosa que imperaba en el País.
Siempre tuvo entre sus principales deberes, oficiar Misa como centro de su
ejercicio ministerial. Asimismo, se caracterizó por sus actos de piedad
llevados a cabo con devoción y constancia; era patente su gusto por la lectura
espiritual y procuraba, asiduamente, las visitas al Santísimo Sacramento.
A San Atilano Cruz se le atribuyen grandes virtudes teologales respecto de su
fe, su devoción a la Sagrada Eucaristía y a la Santísima Virgen.
Este Siervo de Dios dio la vida, movido únicamente, por su amor a Cristo y por
dar a conocer el amor de Jesús a través de su Palabra.
Siempre estuvo consciente de que su labor era llevar la Cruz de Cristo no sólo
en el apellido, sino también sobre los hombros y en el corazón.
David Roldán era uno
de los jóvenes discípulos del Padre Luis Batis Sáinz, su párroco, con quien
compartiría no sólo el amor a la Eucaristía, sino el martirio. Aprendió de su
párroco lo que implica dar la vida por Cristo, hasta el extremo de la muerte.
Del Padre Batis, escuchaba: «Ojalá yo sea de los mártires de la Iglesia
porque, miren, muchos son los llamados y pocos los escogidos; ojalá yo sea uno
de los escogidos».
David Roldán era un joven comprometido con su fe, comulgaba con frecuencia,
era cordial con sus compañeros y servicial con todos. Comprendía perfectamente
la dimensión social de la Eucaristía, misma que le impulsaba a colaborar con
pasión en las obras sociales de su parroquia. Además, perteneció a la Acción
Católica Juvenil Mexicana (ACJM), de la que fue presidente.
No le fue robada la paz
El domingo 15 de agosto de 1926, David se encontraba en su casa preparándose,
como era su costumbre, para asistir a la Celebración Eucarística, cuando un
grupo de soldados enviados por el General Ortiz, de Zacatecas, fueron a
aprehenderlo hasta su hogar. El joven salió sonriente; al pasar frente a la
casa de uno de sus amigos, saludó con cortesía y alegremente. Fue llevado a
donde se encontraba el Sr. Cura Batis y otros muchos jóvenes, entre ellos
Manuel Morales y Salvador Lara, quien era primo hermano de David.
David recibió la absolución de su párroco y el ejemplo de su entrega ante las
armas asesinas; vio morir al sacerdote y a su amigo Manuel Morales; luego,
junto con Salvador Lara, fue conducido a unos ciento sesenta pasos del lugar
de la ejecución anterior, hacia la falda de los cerros. Caminaba con valor y
tranquilidad. Sereno y rezando, se dirigió al lugar que le señalaban para
completar con un acto de amor su vida juvenil, alimentada y sobrenaturalizada
con la Eucaristía, el trabajo y la entrega generosa al apostolado.
Con el mismo grito que acababa de escuchar de labios del Sr. Cura y de Manuel:
«¡Viva Cristo Rey y la Virgen de Guadalupe!», entregó su espíritu a Dios. El
pelotón de fusilamiento segó su vida y un soldado le dio el tiro de gracia en
la frente, desfigurándole el rostro que, sin embargo, no pudo borrarle la
sonrisa de paz y tranquilidad que David llevaba.
En el pueblo de
Tepechitlán, Zacatecas vio la luz, por primera vez, el Padre Mateo Correa, un
22 de julio de 1866. Su disposición y obediencia al obispo, lo llevó a
trabajar en distintas parroquias de la diócesis, durante los 34 años de su
vida sacerdotal.
Tenía el hábito de levantarse muy temprano para visitar al Santísimo
Sacramento antes de oficiar Misa, la cual celebraba fervorosamente, pues desde
niño manifestó gran agrado por asistir a la Celebración Eucarística. En tanto,
su peculiar forma de oficiarla, ha sido calificada como edificante.
Asimismo, el Sr. Cura Mateo Correa fomentó en todo momento y en todo lugar al
que iba, la Confesión y la Comunión; enseñaba el Catecismo a niños y adultos,
e instaba a perdonar a los enemigos.
Estuvo varias veces preso, y en la cárcel rezaba el Rosario con los detenidos,
y los alentaba a vivir con fe y esperanza cristianas. Él mismo, en sus
momentos de soledad, acostumbraba el rezo del Rosario durante la madrugada.
Fue tal su adoración a la Santa Eucaristía que, pese a las múltiples amenazas
de muerte vertidas por el ejército sobre su persona, cierto día salió de su
parroquia, Valparaíso, Zacatecas, para administrar la Comunión a una mujer
moribunda. Tomó el Santísimo, los Santos Óleos y su breviario. Durante su
trayecto a cumplir con dicha encomienda, y que, por otro lado, constituía una
de sus más fuertes devociones, fue hecho preso y muerto, el 6 de febrero de
1927.
A los 12 años,
cuando concluyó sus estudios primarios, se dedicó con fervor al servicio de
Dios, y visitaba diariamente el Santísimo Sacramento. Años más tarde, ya como
sacerdote, ofrecería su vida y su sangre en una Misa celebrada por la
salvación de México, al término de la cual se tuvo una Hora Santa.
Sólo de su contemplación y unidad a Jesús-Eucaristía, puede explicarse lo que,
en la Positio para su Causa de Canonización, se lee: «Lo breve de su vida
sacerdotal y lo difícil de las circunstancias, dada la persecución contra la
Iglesia, no le permitieron desplegar ampliamente sus virtudes humanas y
religiosas de su trabajo ministerial. Sin embargo, aparece en él una fe
inquebrantable, una esperanza que trasciende todo y una caridad profundamente
operativa. Dotado de una fortaleza extraordinaria, manifestada sobre todo en
el momento de la ejecución, de una obediencia a toda prueba, de una fidelidad
excepcional a su ministerio sacerdotal».
“¡Voy a emprender el vuelo al martirio!”
Margarito Flores es uno de los mártires mexicanos que más deseó el martirio.
«Yo también me voy a dar la vida por Cristo, voy a pedir el permiso al
superior, y también me voy a emprender el vuelo al martirio», exclamó.
Fue entonces enviado a Atenango del Río, Guerrero. A su arribo a ese lugar fue
aprehendido por las tropas federales; en la madrugada despojaron al padre, sin
consideración alguna, de todas las cosas que llevaba, dejándolo en ropa
interior, descalzo y atado en medio de la caballería, caminando a pie.
El tormento aumentó cuando salió el sol agobiante; y suplicó que le dieran un
poco de agua, lo único que recibió fue empellones y golpes. El 12 de noviembre
de 1927 fue ordenada su ejecución y se le permitió elegir el lugar preciso
para morir. Con toda serenidad caminó hacia la esquina posterior del templo,
solicitando le permitieran unos instantes para elevar sus última plegarias al
Todopoderoso.
Le fueron concedidos, y después, se le acercó uno de los soldados, quien le
dijo que si lo perdonaba, a lo que el padre contestó profundamente conmovido
que no sólo lo perdonaba, sino que también lo bendecía. Murió fusilado en
Tulimán, Guerrero, el 12 de noviembre de 1927. Tiempo después, al exhumar sus
restos, su sangre manaba con frescura.
Luego de su
Ordenación Sacerdotal, el 4 de enero de 1905, el Padre Rodrigo Aguilar
peregrinó a Tierra Santa. Sus impresiones las recopiló en la obra Mi viaje a
Jerusalén. Ahí consigna que en la región donde el «Verbo se hizo Carne», pidió
la gracia del martirio.
Ahí contempló en la cuna del Divino Niño, el descanso para el alma y el
verdadero Pan que nunca falta: el Pan Eucarístico anunciado también por el
nombre mismo de la ciudad que le vio nacer: Beth-lehem, «la casa del pan».
Dios se esconde en este Niño; la divinidad se oculta en el Pan de vida.
Al respecto, cabe indicar que, a los 50 años de edad –nació el 13 de marzo de
1875–, en Unión de Tula, conquistó la simpatía y el respeto de quienes lo
trataron, debido a su paciencia y caridad. Además, se preocupó por instruir y
catequizar a sus fieles, fundando algunas asociaciones de laicos.
Cuando el Padre Aguilar viajó a Tierra Santa, también contempló «en la cuna de
la Eucaristía», las palabras que brotan de lo más profundo del Misterio de la
Encarnación del Hijo de Dios: «Jesús toma pan, lo bendice y lo parte, y luego
lo da a sus discípulos, diciendo: ‘Esto es mi Cuerpo’. La Alianza de Dios con
su pueblo está a punto de culminar en el Sacrificio de su Hijo, el Verbo
Eterno hecho carne. Las antiguas profecías están a punto de
cumplirse: ‘Sacrificio y oblación no quisiste; pero me has formado un cuerpo.
(...) ¡He aquí que vengo (...) a hacer, oh Dios, tu voluntad!’» (Hb 10, 5-7).
En la Encarnación, el Hijo de Dios, que es Uno con el Padre, se hizo hombre y
recibió un cuerpo de la Virgen María. Y ahora, la víspera de su muerte, dice a
sus discípulos: «Esto es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros». De tan
profundo Amor Divino, el Padre Rodrigo Aguilar no pudo menos que pedir la
gracia de ser signo, y lo fue.
Muerto por el “delito” de amar a los suyos
Escaso tiempo pudo estar al frente de su parroquia, pues al decretarse la
suspensión del culto público en agosto de 1926, el Padre Aguilar decidió
permanecer en los límites de su parroquia, y el 12 de enero de 1927 la
autoridad civil giró una orden de aprehensión en su contra, considerando
delito el ejercicio de su ministerio. Se refugió en un rancho desde donde
atendía a sus fieles, administraba los Sacramentos y dirigía los Ejercicios
Espirituales. La traición de uno de los pobladores del lugar ocasionó que
fuera capturado en octubre de 1927, por una columna de federales al mando del
general brigadier Juan Izaguirre.
Al día siguiente de su captura fue conducido a la plaza principal para
ejecutarlo. Bendijo a sus verdugos, perdonó a todos y regaló su Rosario a uno
de los que lo iban a matar. Antes de ser ejecutado lanzó el grito: «¡Viva
Cristo Rey y Santa María de Guadalupe!». Sus restos fueron trasladados al
templo parroquial de Tula.
Quienes lo
conocieron, recuerdan que todas las mañanas, antes de celebrar la Eucaristía,
el Padre Román Adame se recogía en oración mental. Su amor a
Cristo-Eucaristía, le impulsó a fundar una cofradía de la Adoración Nocturna
al Santísimo Sacramento. Deseaba que los adoradores nocturnos se llenaran de
gozo junto a la presencia eucarística de su Señor, como los apóstoles, hace
dos mil años, se llenaron de gozo ante la presencia de Jesús de Nazaret.
Con esta acción, el Padre Adame fue instrumento para que los católicos, aun en
tiempo de persecución, siguieran manifestando su fe en el Resucitado, quien
sigue presente entre nosotros a través de la Eucaristía. Ahí, ante
Cristo-Eucaristía, estos hombres suplican por sus hermanos, tanto los próximos
como los alejados y, de manera especial, por aquéllos que han sido llamados
por Él como pastores.
El Padre Román Adame también rezaba el Oficio Divino con particular
recogimiento. Atendía con prontitud y de buena manera a los enfermos y
moribundos, predicaba con el ejemplo y con la palabra. Evitaba la ostentación;
vivía pobre y ayudaba a los pobres. Su vida y su conducta fueron intachables y
la obediencia a sus superiores, constante. Fundó, además, una asociación:
Hijas de María.
Enamorado, al grado de ofrendar su vida
«Qué dicha ser mártir, dar mi sangre por mi parroquia», confesó un día antes
de ser arrestado. Al día siguiente, por la mañana, lo apresaron mientras
visitaba un lejano rancho donde pretendía celebrar Misa, tras ser delatado.
Después de la medianoche del 19 de abril, sitiada por 300 soldados, la modesta
vivienda donde se ocultaba, el señor cura fue arrancado del lecho, y sin más,
descalzo y en ropa interior, a sus casi setenta años, maniatado, fue forzado a
recorrer al paso de las cabalgaduras la distancia que separaba el Rancho
Veladores, de Yahualica.
El Padre Adame estuvo preso, sin comer ni beber, setenta horas, atado a una
columna. La noche del 21 de abril, lo condujeron al cementerio municipal.
Junto a una fosa recién excavada, el sacerdote rechazó que le vendaran los
ojos; sólo pidió que no le dispararan en el rostro.
Antes de fusilarlo, uno de los soldados, Antonio Carrillo Torres, se negó
repetidas ocasiones a obedecer la orden de preparar armas, por lo que se le
despojó de su uniforme militar y fue colocado junto con el señor cura,
muriendo a su lado. Años después, tras la exhumación, se comprobó que el
corazón del sacerdote se petrificó, y su Rosario estaba incrustado en él.
David Galván nació
en Guadalajara, Jalisco, el 29 de enero de 1881. De origen humilde, durante su
infancia conoció el ambiente de los obreros y los artesanos en el modesto
taller de calzado de su padre. Durante su adolescencia ingresó al Seminario
conciliar de esta ciudad, donde destacó por su brillante capacidad
intelectual. Para reafirmar su vocación, dejó la institución durante un
tiempo, pero regresó con renovado entusiasmo.
El 20 de mayo de 1909 fue nombrado presbítero; fungió como maestro en el
Seminario y centró su espiritualidad en el Misterio de la Eucaristía.
Ante el Santísimo, cita de todos los días
Su vocación fue recta y firme, y tuvo siempre cuidado de que no pasara ningún
día de su vida sin hacer oración delante del Santísimo Sacramento.
Numerosos testigos de su labor sacerdotal declararon que el Padre David Galván
celebraba con gran devoción la Santa Misa, la cual preparaba con una hora de
oración, y después daba gracias con gran fervor.
Asimismo, rezaba diariamente el Divino Oficio con gran fe y recogimiento, y
pasaba largos ratos en oración frente al Santísimo, por la mañana y por la
noche, en el Templo de Santa Mónica, anexo al Seminario.
En el ejercicio sacerdotal dio ejemplo de muchas virtudes porque fue sencillo,
humilde, obediente y servicial; tenía gran devoción a la Santísima Virgen
María, y la honraba diariamente con el rezo del Santo Rosario, e inculcaba
esta devoción en los niños.
“¿Qué mayor gloria la de morir salvando un alma?”
El día de su muerte, el Padre David Galván salió de su casa con el objeto de
celebrar la Santa Misa y auxiliar heridos, no obstante que las autoridades
militares se oponían a ello. Ante lo cual, él exclamó: «¿Qué mayor gloria la
de morir salvando un alma?
Como prueba de su celo eucarístico, proveía de zapatos a las niñas del
Orfanatorio de la Luz cada vez que éstas los necesitaban, ya que las madres
que las educaban no les permitían comulgar descalzas, y decía: «Cuando compro
zapatos a las pequeñas, ya las grandes se los acabaron».
De igual forma, de entre sus muchas vicisitudes, comentó que en una ocasión
fue aprehendido, amenazado de muerte y maltratado; durante ese cautiverio,
vivió uno de sus mayores sufrimientos al ver que su agresor fumaba y llevaba
el sombrero puesto estando cerca del Tabernáculo, en el instante mismo en que
el sacerdote consumía la Hostia, cuestión que despertó en él un gran
sufrimiento, pues se percató que deseaba dar muerte a aquel profanador. A
estas alturas llegaba su respeto y devoción a la Eucaristía.
Joven sacerdote que
fue sacrificado el 25 de mayo de 1927, junto con su párroco San Cristóbal
Magallanes.
Cuando Agustín tenía catorce años de edad, ingresó al Seminario de
Guadalajara, donde cursó dos años de Latín. Tras de que cerraron dicho
recinto, se refugió durante un año en el seno familiar. Fue hasta 1915, cuando
al abrir sus puertas el Seminario de Totatiche, que el Padre Agustín Caloca
reanudó sus estudios de Latín y Filosofía. En Guadalajara, tiempo después,
cursó Teología.
Durante sus vacaciones del Seminario, dedicaba su tiempo a organizar las
lecciones de Catecismo en su rancho, La Presa, motivando a las catequistas a
que durante todo el año, continuaran con esta actividad.
El 5 de agosto de 1923 fue ordenado sacerdote, y su primer destino lo llevó a
ser ministro de la Parroquia de Totatiche y maestro del Seminario Auxiliar de
ese lugar, donde permaneció hasta su muerte.
Su vida sacerdotal la dedicó íntegramente al desempeño de su ministerio y a la
atención del Seminario.
Celebraba con mucha devoción la Eucaristía e infundía a los alumnos del
Seminario la adoración al Santísimo Sacramento. Además, realizó diversas obras
de apostolado, entre las que se cuentan, la catequesis y divulgación de la
Doctrina Social de la Iglesia.
Agustín Caloca se levantaba muy temprano, a las cinco de la mañana, meditaba
en la capilla del Seminario y posteriormente oficiaba Misa, como deberes
primeros de su apostolado.
Su amor a Dios lo manifestaba en diversas actividades apostólicas: la oración,
la celebración de la Santa Misa, sus asiduas visitas al Santísimo Sacramento y
el rezo del Santo Rosario, además de la continua meditación.
Precisamente cuando
la «guerra cristera» estaba en su apogeo, el Padre Toribio Romo, quien había
recibido muy joven el Orden Sacerdotal (23 de diciembre de 1922), acogió la
encomienda de la Parroquia de Tequila, lo cual representaba una misión difícil
y arriesgada, ya que era en este municipio, donde las autoridades civiles y
militares, perseguían más a los sacerdotes.
Dicha comisión no lo intimidó, y tan pronto estuvo en Tequila se dio a la
tarea de localizar un lugar donde pudiera oficiar Misa y dispensar los
Sacramentos; en su búsqueda, encontró una antigua fábrica de tequila
abandonada, cerca del Rancho Agua Caliente; utilizó el lugar como refugio y
lugar para seguir oficiando Misa y rezar el Rosario.
Su gran amor a la Eucaristía, a la cual consideraba como fuente de bondad,
fuerza y consuelo, le hacía repetir con frecuencia esta oración: «Señor,
perdóname si soy atrevido, pero te ruego me concedas este favor: ‘No me dejes
ni un día de mi vida sin decir la Misa, sin abrazarte en la Comunión’; y si
por castigo de no alcanzar algún día este favor, dame en cambio mucha hambre
de Ti, una grande sed de recibirte, que no me deje de atormentar todo el día,
hasta que no haya bebido de esa agua que Tú das, que brota de la roca bendita
de tu costado herido, hasta la Vida Eterna. ¡Mi Buen Jesús! Yo te ruego morir
sin dejar de decir Misa, ni un solo día. Decir Misa y morir».
Su ministerio ocurrió así hasta el día de su muerte, cuando fue sorprendido
durante un descanso que había tomado antes de celebrar Misa.
“¿Aceptarás mi sangre, Señor?”
Días antes de su aprehensión, un grupo de 20 niños, que él mismo preparó,
hicieron la Primera Comunión. Ese día celebró la Misa con fervor
extraordinario y, a la hora de impartir la Sagrada Comunión, pidió a los
neocomulgantes reiteraran su fe y a su amor a Jesucristo, y pidieran por la
paz de la Iglesia. Estaba muy emocionado, y mientras sostenía en sus manos
temblorosas la Sagrada Hostia, dijo en voz alta: «¿Aceptarás mi sangre,
Señor?».
Las lágrimas le impidieron continuar; cuando pudo pronunciar palabra, repitió
la frase: «¿Y aceptarás mi sangre, Señor, que te ofrezco por la paz de la
Iglesia?».
Pronto el Señor había de aceptar su ofrecimiento.
San José María
Robles es, posiblemente entre los santos mexicanos, el más eucarístico. Y no
porque los otros testigos de Cristo no tuvieran acendrada devoción
eucarística, sino que José María Robles vivió y murió fomentando la devoción
al amor de Jesús, manifestado en la Eucaristía.
Su amor a la Eucaristía lo caracterizó desde pequeño y en su vida en el
Seminario, donde recibió el apodo del «El loco del Corazón de Jesús» cuando
manifestaba ya su amor al «Corazón que tanto ha amado», y a su más sensible
manifestación: La Eucaristía.
Víctimas del Corazón Eucarístico
En la fiesta del Sagrado Corazón de 1915, al predicar la homilía, brotó de sus
labios la frase: «¡Víctimas, ya no verdugos!». Pocos días después, siguiendo
el consejo de una piadosa joven, leyó la vida de Santa Margarita y encontró la
frase: «Ando en busca de víctimas», y San José María reflexionó:
«Inmediatamente me dije: ‘Hay que darle víctimas a Jesús Eucaristía. Hice una
segunda invitación a mis dirigidas, a fin de formar una liga de 12 almas para
colocarlas en derredor del Corazón Eucarístico», escribió más tarde. Ahí
comenzó una historia que culminaría con la fundación de las Hijas del Corazón
Eucarístico de Jesús, almas dispuestas a ser víctimas del Corazón de Cristo, y
no verdugos.
Vivir de Cristo, predicar a Cristo
La vida pública del Padre Robles Hurtado no fue sino un reflejo de su vida
interior, alimentada a través de la Comunión frecuente y la oración. En ella,
se reflejaba su profunda devoción eucarística y su deseo de ofrecerse como
víctima de expiación por los pecados de la Humanidad: «¡Oh, Corazón
Eucaristíco de Jesús, que me alimentas con tu substancia, que me consuelas con
tu presencia.... Vengo a desagraviarte por las ofensas que has recibido en
todos los Sagrarios de la Nación mexicana!».
Y de ese ardiente amor, transmitido a todos sus fieles, fundó, el 25 de marzo
de 1915, su comunidad religiosa, justo al terminar de redactar una serie de
escritos, titulados: El Opúsculo, Esclavos del Corazón de Jesús en María, con
la finalidad de extender el «Reino de Dios entre los hombres».
Una de las muchas cualidades de San José María Robles, es la de ser poeta.
Éste es un fragmento de un poema dedicado a Jesús Hostia:
“Jesús Hostia”
Tu ternura, mi ventura cantaré.
En tu nido, tus favores,
tus amores hallaré.
Olvidado, en tu Sagrario
solitario
siempre estás.
Más ya en calma
tu quebranto
con mi llanto gozarás.
Jesús mío,
tu sagrario,
relicario quiero ser.
Yo contigo,
Dios Clemente
pido ardiente, padecer.
Durante la
suspensión del culto público, numerosos obispos y sacerdotes mexicanos se
concentraron en las ciudades importantes o en el extranjero; otros, muy pocos,
decidieron arriesgarlo todo, permaneciendo en sus circunscripciones
territoriales. Ese fue el caso de San José Isabel, cuya fe, esperanza y
caridad, constantes en su vida personal, lucen sobremanera en su martirio; en
estado de persecución religiosa siguió atendiendo a los fieles, tanto en la
cabecera de la Vicaría, como en numerosos ranchos. Su amor a la Palabra de
Dios, a Jesús en la Eucaristía, le dio fortaleza para sobrellevar las
inclemencias de la época.
De casa en casa
El Padre Flores administraba los Sacramentos con toda cautela en domicilios
particulares, pues ser denunciado a la autoridad pública equivalía a
aprehensión, tortura y muerte. La gente recuerda el amor con el que presidía
cada una de las Celebraciones y cómo, incluso los barrancos, fueron templos
improvisados donde la Gracia de Dios, se derramó a través de la Eucaristía.
Precisamente un protegido suyo, Nemesio Bermejo, denunció su paradero al
Presidente Municipal de Zapotlanejo, Jalisco, Rosario Orozco, cacique de la
región y anticlerical profundo. La madrugada del 13 de junio de 1927, Orozco y
un grupo de subordinados, sorprendieron al sacerdote, hoy Santo, José Isabel
Flores Varela, mientras se dirigía del rancho La Loma de las Flores a
Colimilla, donde se disponía a celebrar la Eucaristía.
Martirio eucarístico
La mañana del 21 de junio, luego de ocho días de agresiones, cuatro
subordinados de Orozco condujeron a la víctima al cementerio de esa
municipalidad; deslizaron una reata a la rama de un árbol y le lazaron el
cuello; para atormentarlo, lo suspendían hasta casi provocarle la asfixia; la
operación se repitió tres o cuatro veces para finalmente amagarlo con sus
armas.
Lo grandioso del testimonio del Padre Flores, es su amor a sus hermanos, a su
fe y a la Eucaristía en el último minuto de su vida cuando, muy sereno, les
dijo a sus verdugos: «Así no me van a matar hijos; yo les voy a decir cómo;
pero antes quiero decirles que si alguno recibió de mi algún Sacramento, no se
manche las manos». Uno de los presentes, el que debía ejecutarlo, exclamó: «Yo
no meto las manos, el padre es mi padrino; él me dio el Bautismo». El que
hacía de jefe, muy indignado, lo increpó: «Te matamos también a ti». El
soldado prefirió morir junto con su padrino y allí mismo lo asesinaron.
Una fe que aumenta
Después de algunos años, los feligreses de Matatlán exhumaron los restos
mortales del sacerdote, colocándolos en el templo parroquial de esa localidad,
donde se conservan hasta el día de hoy. Su recuerdo sigue vivo y son muchos
quienes se encomiendan a su intercesión, pues su muerte es considerada un
verdadero martirio. El testimonio del sacerdote que con su vida y su muerte,
les enseñó el camino de la Salvación.
De niño supo de las
faenas agrícolas y llegó a ser un buen jinete. Huérfano de padre desde
temprana edad, su hermano Regino se comprometió a solventar su formación en el
Seminario Conciliar de Colima, donde cursó los estudios eclesiásticos hasta su
Ordenación Presbiteral, en 1906.
Párroco de Zapotitlán, Jalisco, de 1914 a 1918, ejerció la cura de almas en
ese lugar con particular dedicación y celo, en especial la catequesis
infantil, que él atendía personalmente. Permaneció en esa parroquia hasta mayo
de 1918, fecha en la que fue asignado a la Iglesia Catedral de Colima, como
capellán de coro. Se le recuerda asiduo y puntual en su servicio; después de
asistir al rezo del Oficio Divino, participaba en la Misa conventual,
administraba la Reconciliación y practicaba actos de piedad con marcada
devoción. Su trabajo en catedral no le impedía visitar con frecuencia a los
enfermos. Debido a sus cualidades, su obispo lo hizo director diocesano de la
obra de la Propagación de la Fe y director espiritual del Colegio La Paz.
La eucaristía lo ancló con los suyos
En junio de 1926, el Gobernador de la Entidad, Francisco Solórzano Béjar,
decidido a aplicar la llamada «Ley Calles» hasta las últimas consecuencias,
dispuso que todos los sacerdotes del Estado se registraran ante la Secretaría
de Gobierno, señalando duras sanciones a los infractores. En señal de
protesta, don Amador Velasco, Obispo de Colima, decretó la suspensión de culto
público en todos los templos de su diócesis y se remontó a la sierra.
El Padre Miguel de la Mora permaneció en su domicilio particular. «¿Cómo se va
a quedar Colima sin sacerdotes?», dijo. Allí celebraba, con mucha discreción,
la Eucaristía; pese a sus cuidados, frente a su casa vivía el jefe de
operaciones militares de Colima, general José Ignacio Flores; bastó
identificarlo como clérigo para que ordenara su aprehensión. Salió libre bajo
fianza, pero con una orden tajante: no reanudar el culto de la Catedral contra
lo dispuesto por el obispo.
Muy presionado por sus adversarios, decidió abandonar Colima. La madrugada del
7 de agosto de 1927, de camino, alguien lo reconoció: «¿Es usted padrecito?
Sí, lo soy». Esas palabras fueron suficientes para que un paramilitar del
grupo denominado «Agrarista» lo aprehendiera, remitiéndolo a la jefatura de
operaciones militares de Colima.
“Madre, ahí tienes a tu hijo”
Enterado del asunto, el general Flores dispuso la ejecución inmediata del
sacerdote, con estas indicaciones: «Debía ser en la caballeriza del cuartel,
sobre el estiércol de los caballos». Mientras recitaba el Rosario, fue
acribillado por los verdugos ante la mirada atónita de su hermano Regino.
«Los que sembraban
con lágrimas cosechaban entre cantares. Al ir, iban llorando, llevando la
semilla; al volver, vuelven cantando, trayendo sus gavillas...», dice el Salmo
126. Invocación que resume, en cierta manera, la vida de Tranquilino Ubiarco.
Sus primeros años de vida no fueron fáciles ya que nació fuera del Matrimonio,
y tuvo que depender, para subsistir, de la ayuda de otros. Pero desde pequeño
manifestó verdadero espíritu de piedad, frecuentando la Confesión y la
Comunión. Por razones propias del tiempo, tuvo algunas dificultades para
ingresar al Seminario, pero su perseverancia venció todo obstáculo.
Amor a Cristo en los hermanos
Tranquilino tenía un acendrado amor por la Eucaristía, y este Sacramento era
el motor de su vida. Sor María de los Ángeles del Santísimo Sacramento, narra
que su ministerio lo ejerció en diversos lugares, ya que no podía permanecer
en su sede parroquial (Tepatitlán), debido a la cruenta persecución contra los
ministros de culto. Entonces, se las ingeniaba para administrar la Comunión a
los enfermos, oficiar la Eucaristía en casas o llanos. Nunca hubo quejas
respecto al desarrollo de su ministerio, al contrario, alababan su humildad y
su piedad hacia la Eucaristía. Tranquilino, solía decir en sus predicaciones:
«Ahora es la oportunidad; está el Cielo muy cerca y muy ‘barato’. ¡Ahora hay
que conseguirlo!».
Testimonio que engendra devoción
El martirio de Tranquilino Ubiarco fue uno de los más cruentos, pero a pesar
de ello se mantuvo con una paz admirable, incluso dio tranquilidad a sus
verdugos: «Todo está dispuesto por Dios, y el que es mandado, no es culpable».
Su cuerpo sin vida fue encontrado colgado de un árbol y semidesnudo, y allí
comenzó la verdadera obra del Padre Tranquilino: «Toda la población guardó
luto –comentó la religiosa–, y la vida cristiana de Tepatitlán cobró fuerza a
pesar de la persecución con el martirio del Padre Tranquilino; la gente se
confesaba, se acercaba a Dios frecuentando la Santa Eucaristía».
Justino Orona fue
hombre de oración y entrega, de sencillez y fervor profundo. Originario de
Atoyac, Jalisco, vivió en un hogar sumido en la pobreza; desde temprana edad,
manifestó su interés por las cosas sagradas: participaba en las actividades
del templo y, desde luego, en la Eucaristía. Y fue precisamente ahí donde
nació su amor al Sacerdocio. Los primeros pasos al decidir ingresar al
Seminario no fueron fáciles, pues su familia se opuso, argumentando que la
ayuda de Justino en la manutención de los gastos familiares era indispensable;
finalmente, gracias a su insistencia y su testimonio de frecuente asistencia a
los Sacramentos, recibió la autorización de sus padres para entrar al
Seminario Conciliar de Guadalajara, en octubre de 1894.
El testimonio de un hombre de Dios
Fue ordenado sacerdote por el Arzobispo Dn. José de Jesús Ortiz, el 7 de
agosto de 1904, y fue asignado a diferentes parroquias; el 19 de octubre de
1916, se le confió la Parroquia de Cuquío, con especial encargo de atender la
Preceptoría del Seminario establecido en esa población.
Los habitantes de Cuquío se distinguían por su apatía a las prácticas
religiosas y por el acogimiento de las actitudes anticlericales; situaciones
que, lejos de intimidar al pastor, le sirvieron de estímulo: «Promovió las
procesiones con el Santísimo Sacramento por las calles del pueblo; los
«Viernes primero» y la Confesión frecuente. Él mismo vivía con devoción
profunda cada una de las Misas que celebraba; además se daba su tiempo para
motivar al pueblo, a tal grado fue su persistencia que logró erradicar la
indiferencia y el anticlericalismo», atestiguó el Sr. Cecilio Quezada.
Aunque no terminaron por completo las insidias levantadas por algunos
pobladores, sobrellevó con dignidad las muestras de odio que le fueron
proferidas por su condición de consagrado, incluso soportó con estoicismo
murmuraciones calumniosas acerca de su vida privada, y algunas blasfemias
contra la Sagrada Eucaristía.
Con la Eucaristía por las laderas
La persecución religiosa no amedrentó al Sr. Cura Justino Orona; por el
contrario, atestiguan sus contemporáneos: «El Señor Cura seguía visitando los
ranchos para celebrar la Santa Misa y llevar la Comunión a los enfermos y
confesar a sus fieles. Nunca se le escuchó renegar; se refugiaba en la oración
y su fe no decayó en ningún momento, al contrario, sabía de los peligros;
presintiendo su muerte, refiriéndose a la escasez de lluvia que inquietaba a
los campesinos en Las Cruces, un rancho cercano a Cuquío, dijo: ‘No se
preocupen, yo pronto iré con mi Madre Santísima, y les mandaré la lluvia’».
«‘Permaneced en Mí,
y Yo en vosotros... El que permanece en Mí y Yo en él, ése da fruto abundante;
porque sin Mí no podéis hacer nada’ (Jn 15, 4-5). Jesús nos exhorta a
permanecer en Él, para unir consigo a todos los hombres. Esta invitación exige
llevar a cabo nuestro compromiso bautismal, vivir en su amor, inspirarse en su
Palabra, alimentarse con la Eucaristía, recibir su perdón y, cuando sea el
caso, llevar con Él la Cruz». Estas palabras de Su Santidad Juan Pablo II,
escuchadas en la homilía durante la canonización de los Santos Mártires
mexicanos, bien se aplica a la vida de San Manuel Morales, uno de los muchos
laicos asesinados durante la cruenta persecución religiosa en nuestro País. Y
es que dar la vida con valentía y confianza, tal como lo hizo Manuel Morales,
habla de un hombre de profunda oración y de constante y continua cercanía a
Jesús Eucaristía.
Eucaristía y familia
Son muchos los testigos que dieron fe de la fuerte devoción eucaristíca del
Santo Manuel Morales, y de la unidad en su familia. Indudablemente, no podría
ser para menos, ya que uno de los primeros frutos de la piedad eucarística, es
la unidad, unidad que él vivía al interior de su familia. Jesús López Chávez,
–testimonio recopilado para su canonización– asegura que Manuel Morales era un
hombre de buenas costumbres, piadoso, y a quien se le veía con frecuencia en
la Santa Misa, siempre acompañado de su familia.
Pero su devoción la fomentó desde la juventud, pasando por encima de las
dificultades. Desde que fue seminarista hasta que, después de que dejó el
Seminario, frecuentaba la Comunión y la activa participación en Misa, así lo
atestiguó la señora María Soledad Hermosillo Salazar: «Yo lo conocí cuando era
seminarista, muy piadoso; y después cuando iba con su novia. El pueblo tenía
muy buena opinión de él porque era piadoso y trabajó en una panadería».
De la contemplación a la acción
La contemplación de Jesús Eucaristía le llevó, inevitablemente, a la acción
apostólica; es como el fuego que arde y necesita expandirse. El amor y la
devoción a la Hostia Santa, denotaba una vida de intensa actividad apostólica
en San Manuel: «Fue líder de la Liga Defensora de la Libertad Religiosa, donde
hablaba de la Eucaristía y el derecho al culto. Todos le creían lo que
manifestaba porque era un hombre ordenado y trabajador, además de ser líder de
la ACJM», aseguró Leopoldo Nava Ruiz, quien conoció al mártir y fue su
compañero y amigo.
Fue su amor a Jesús en el Tabernáculo Santo el que lo llevó al martirio. A
pesar del cruento desenlace de su vida y del martirio del que fue víctima,
quienes vieron su rostro depués de muerto, se sorprendieron al punto de decir:
«Su cara estaba muy tranquila, como en paz», aunque el resto de su cuerpo
estaba totalmente golpeado y lleno de moretones, debido al castigo que le
aplicaron los soldados.
«La Iglesia vive de
la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de
fe, sino que encierra, en síntesis, el núcleo del Misterio de la Iglesia»,
dice la más reciente Encíclica escrita por Su Santidad Juan Pablo II, Ecclesia
de Eucharistia, (La Iglesia vive de la Eucaristía). La vida de un santo es
digna de imitarse, y más aún, la vida de un santo mártir, como el joven
Salvador Lara, mártir por su fe en Jesucristo y en la Iglesia.
De la Eucaristía a la vida ordinaria
No fue una vida con sucesos extraordinarios, llena de visiones y sucesos
místicos, lo que caracterizó a este joven mártir, sino su vida sencilla,
oculta, llena de virtud y profunda devoción eucarística. Quienes le
conocieron, dan testimonio de que desde muy pequeño frecuentaba la Comunión,
acompañado de su familia. Se caracterizó por ser un joven amistoso, así lo
atestiguaría, años después de su muerte, el Sr. López Chávez: «Yo conocí muy
bien al joven Salvador, y desde pequeño era muy cercano a las cosas de la
Iglesia, su Confesión era frecuente al igual que su Comunión. Era de los
miembros de la ACJM, y a ellos y a sus compañeros de trabajo, nunca dejó de
invitarlos y exhortarlos con la palabra y el ejemplo para que se acercaran
frecuentemente a Dios. Fue un asiduo promotor de la devoción de los «Viernes
primero», y ayudaba mucho al Sr. Cura Luis Batis, compañero de martirio.
El derecho a la fe
«Es en la Eucaristía donde los grandes hombres de Iglesia han encontrado su
fortaleza y han alimentado su fe», decía el Papa Juan Pablo I. El amor a la
Eucaristía, a él y a otros tres compañero de martirio, los motivó a defender,
hasta la muerte, su fe. «Como el gobierno ya no dejaba que en los templos se
celebraran Misas, ni en las calles procesiones con el Santísimo, Manuel
Morales, Salvador Lara y David Roldán, reunieron a los acejotaemeros y a mucha
gente más en la plaza del pueblo, para pedir a las autoridades que cambiaran
sus leyes, y debido a ello y a la delación de un señor que trabajaba en el
telégrafo, fueron arrestados y luego, asesinados. Cuando murieron, todo el
pueblo los tomó por mártires de la fe, y se incrementó la piedad, el amor a
Dios y la Comunión frecuente», lo atestiguan personas que los conocieron.
Nativo de Tarímbaro,
Michoacán, de muy humilde cuna, vio la luz primera el 10 de junio de 1880. Fue
alumno del Seminario Conciliar de Morelia desde los 14 años de edad; a los 26
recibió el Orden Presbiteral y tuvo por destinos las parroquias de Huetamo,
Pedernales, y desde 1913, Valtierrilla, en el Estado de Guanajuato.
Siempre fue dedicado a su ministerio sacerdotal. Cuando alguien lo buscaba, le
encontraba rezando el Oficio Divino en el atrio parroquial o postrado ante el
Sagrario. Su espiritualidad la centraba en la Sagrada Eucaristía y edificaba
su forma devota de celebrar la Santa Misa, concediéndole Dios la Gracia de
celebrarla por última vez antes de sufrir el martirio.
Esto sucedió el 5 de febrero de 1928. Eran las cinco de la mañana y se
encontraba concluyendo el Santo Sacrificio, cuando a sus oídos llegaron los
atronadores disparos de fusilería de una tropa del ejército federal, a cargo
de un capitán de apellido Muñiz, que cercaban el curato. Su primer reacción
fue rescatar la Reserva Eucarística, ocultando el copón bajo la tilma con la
que mitigaba el frío del amanecer. Trató de escapar del cerco refugiándose en
la torre del templo, lugar, por desgracia, ocupado ya por el enemigo. Unos
soldados lo aprehendieron. Al examinarlo, descubrieron que llevaba consigo el
Vaso Sagrado, lo cual les permitió reconocerlo: «¿Es usted cura?». «Sí, soy
cura», respondió sin titubeos. Acto seguido, les pidió una gracia: «A ustedes
no les sirven las Hostias consagradas; dénmelas». Todavía pudo recogerse en
oración y, arrodillado, comulgar las Sagradas Especies, tras lo cual, los
soldados le replicaron: «Déles esa joya a las viejas», refiriéndose a la
hermana del padre, Luisa y a la sirvienta María Concepción. Al entregarles el
recipiente vacío, el sacerdote las consoló con estas palabras: «Cuídenlo y
déjenme, es la voluntad de Dios». Poco después fue martirizado.
De muy humilde cuna,
fue alumno del Seminario Conciliar de Guadalajara desde 1880. Se le consideró
un alumno dotado, inteligente y piadoso. Fue ordenado presbítero en 1894, y se
le destinó a la Capellanía de Mechoacanejo, de la Parroquia de Teocaltiche,
Jalisco. En 1921, ese territorio fue agregado al Obispado de Aguascalientes,
la capellanía fue elevada a parroquia, y él recibió el título de primer
párroco.
Como el Santo Cura de Ars, se distinguió por su esmerado recogimiento durante
la celebración del culto divino y el cuidado y decoro del templo. Con la
sencillez de su palabra y el ejemplo de su vida, infundió en sus feligreses la
adoración al Misterio Eucarístico, especialmente en dos celebraciones muy
sonadas, el monumento del Jue ves Santo y la solemnísima procesión del Corpus
Christi.
“Yo les perdono...”
El 26 de marzo de 1927, a las 4:00 pm, una partida de soldados sorprendió al
eclesiástico, quien, junto con dos acompañantes, se dirigían al Rancho El
Salitre, a celebrar Misa. Vinieron cuatro días de arresto y vejámenes, al
término de los cuales, la tarde del día 30 de marzo, en el pueblo de San
Julián, un capitán de apellido Grajeda lo condujo al paredón. «¿Siempre me van
a matar?», preguntó el mártir. «Esa es la orden que tengo». «Bien –repuso San
Julio–, ya sabía que tenían que matarme porque soy sacerdote. Cumpla usted la
orden; sólo le suplico que me conceda hablar tres palabras: ‘Voy a morir
inocente; no he hecho ningún mal. Mi delito es ser ministro de Dios. Yo les
perdono a ustedes. Sólo les ruego que no maten a los muchachos porque son
inocentes; nada deben’». Así pasó a la eternidad.
Originario de
Buenavista de Cuéllar, Guerrero, San David Uribe fue muy querido por sus
padres y hermanos. Jovial e inquieto, uno de sus juegos de niño, era «decir»
Misa. A los catorce años pidió a su padre le permitiera ingresar al Seminario,
pero su progenitor tuvo la rara intuición de prever el futuro y trató de
contener a su hijo: «...Estamos atravesando tiempos muy malos... Se acerca el
tiempo en que los sacerdotes serán perseguidos, maltratados, ultrajados y a
muchos los matarán... Entonces, David se apura a responder: ‘Esto no me da
miedo, ojalá tuviera la dicha de dar mi vida por Jesús’».
Fue alumno del Seminario Conciliar de Chilapa desde 1902, y sus brillantes
calificaciones le valieron una beca de excelencia académica, con la que
exoneró a su pobre familia de solventar su formación. Su naturaleza nunca
tropezó con su excelente conducta; era ocurrente sin ser grosero e insidioso,
y supo unir su índole inquieta a una sólida piedad. Despierto y dedicado,
alcanzó sin engreimiento los primeros lugares en concursos y exámenes
públicos.
Fue ordenado sacerdote el 2 de marzo de 1913; se entregó a su ministerio con
celo ejemplar, sufriendo en carne viva, a partir de esa fecha, las crecientes
hostilidades del marcado anticlericalismo de algunos representantes de la
autoridad civil.
Regresó en busca de sus ovejas
Al suspenderse el culto público en México, el 1 de agosto de 1926, el Padre
Uribe fue desalojado del curato, en Iguala (Guerrero), debiendo refugiarse en
la Ciudad de México, pero su naturaleza inquieta y su celo apostólico no lo
detuvieron más de tres meses, pues en febrero de 1927, se preparó a regresar a
su parroquia: «Si la situación se prolonga me iré; poco importa que mi sangre
corra por las calles de la histórica ‘Ciudad de Iturbide’». Al día siguiente,
consignó: «Si fui ungido por el óleo santo que me hizo ministro del Altísimo,
¿por qué no ser ungido con mi sangre en defensa de las almas redimidas con la
Sangre de Cristo? Éste es mi único deseo, éste, mi anhelo».
El 12 de marzo salió para Iguala. Se refugió en Buenavista hasta el 7 de
abril. No bien llegó a su parroquia, quedó bajó arresto domiciliario en la
habitación de un hotel. Horas más tarde le sirvió de prisión la jefatura de
operaciones militares, donde fue retenido durante tres días, tiempo en el cual
se realizaron, sin fruto, algunas gestiones para obtener su libertad.
“Nada debo, nada temo”
Acusado de sedición, la mañana del Domingo de Ramos, fue embarcado en el Tren
del Norte, con destino a la Ciudad de México. Cuando el convoy llegó a
Buenavista, su familia sólo escuchó de sus labios frases de consuelo: «Estén
tranquilos; nada debo, nada temo». Retenido en Cuernavaca, se le recluyó en
las instalaciones de la jefatura de armas, y, aunque se tramitó en su favor un
amparo de la justicia federal, la disposición no surtió efecto.
La noche del lunes 11 de abril de 1927, incomunicado y aherrojado, escuchó la
sentencia de muerte. Le fue permitido escribir esta despedida: «Declaro ante
Dios que soy inocente de los delitos de que se me acusa. Estoy en las manos de
Dios y de la Santísima Virgen de Guadalupe. Decid a mis superiores esto y que
pidan a Dios por mi alma. Me despido de familia, amigos y feligreses de Iguala
y les mando mi bendición... Perdono a todos mis enemigos y pido a Dios perdón
a quien yo haya ofendido».
Horas más tarde, le dirigió a sus verdugos estas palabras: «Hermanos,
hínquense que les voy a dar la bendición. De corazón los perdono y sólo les
suplico que pidan a Dios por mi alma. Yo, en cambio, no los olvidaré delante
de Él», dicho lo cual distribuyó entre ellos sus pertenencias. Uno de la
escolta le disparó a la cabeza, cegándole al instante la vida.
Desde niño amó a
Jesús Eucaristía. Vio la luz primera en la capital de Chihuahua, el 8 de junio
de 1892. De condición humilde, a los 17 años ingresó al Seminario Conciliar de
esa diócesis, donde se distinguió por ser alegre, amable, bondadoso, ejemplar
en su conducta y dedicado en los estudios. Cerrado el Seminario en 1914,
volvió a la casa paterna. Al año siguiente pudo reincorporarse al plantel
levítico y atender dos plazas como maestro. Debido a la incapacidad física de
su obispo, lo ordenó presbítero el prelado de El Paso (Texas), Jesús Schuler,
S.J., el 25 de enero de 1918, en la Catedral de San Patricio, Texas.
Párroco de Santa Isabel, Chihuahua, desde 1924, por su amor a la Sagrada
Eucaristía supo contagiar a su feligresía el entusiasmo y devoción a la
Eucarística, tanto que se incrementaron las asociaciones de la Adoración
Nocturna y de la Adoración Perpetua del Santísimo Sacramento.
Persecución continuada
El la medida de sus fuerzas, cimentaba la fe de sus parroquianos, mostrándoles
caminos de conversión interior, lo cual le valió, en 1934, la aprehensión y el
destierro.
Regresó a su parroquia tan pronto como le fue posible. Aun convaleciente de
una grave enfermedad, se dedicó a administrar los Sacramentos, instruir en la
fe a los suyos y dirigirlos con sabias orientaciones para sus vidas. Para no
provocar el anticlericalismo de las autoridades civiles, se estableció en una
aldea de su circunscripción, El Pino, donde permaneció hasta 1936, residiendo
desde entonces en Boquilla del Río, a tres kilómetros de Santa Isabel.
Por María, en el Rosario halló fortaleza
A las 3:00 pm, del 10 de febrero de 1937, Miércoles de Ceniza, después de
confesar e imponer ceniza a muchos feligreses, el Padre Maldonado fue
aprehendido por un grupo de hombres, ebrios y armados. Apenas pudo rescatar el
relicario con la Reserva Eucarística. Descalzo y a pie, seguido por un nutrido
contingente de fieles, fue conducido a Santa Isabel. En el trayecto guió el
rezo del Rosario.
En tales condiciones, arribó a la presidencia municipal, donde el alcalde lo
tomó de los cabellos y le golpeó el rostro, antes de conducirlo a la presencia
de Andrés Rivera, cacique de la región, quien con tremendo pistolazo en la
frente le fracturó el cráneo y le hizo saltar el ojo izquierdo. Tirado en el
piso, arremetieron en su contra con las culatas de los rifles. La víctima,
bañada en su sangre, casi inconsciente, sólo atinaba a oprimir el Relicario
contra su pecho. Casi agónico, fue abandonado por sus verdugos. Falleció en la
Ciudad de Chihuahua a las 4:00 am del día siguiente, en el XIX Aniversario de
su Cantamisa. Poco antes de morir, uno de los presentes pudo retirar el
Relicario que todavía mantenía junto de sí.
Vivió de la
Eucaristía desde niño, cuando ingresó al grupo de monaguillos de la Basílica
de Nuestra Señora de San Juan de los Lagos. Muy alegre y piadoso, en el patio
de su casa construyó una ermita a Santa María de Guadalupe, invitando a sus
amigos a acompañarlo a decir&Mac226; la Misa.
En octubre de 1902 se matriculó en el Seminario Auxiliar establecido en esa
población, donde cursó los estudios eclesiásticos hasta que fue ordenado
sacerdote, en el año de 1916, siendo destinado como vicario de su parroquia de
origen, primer y único destino.
Durante once años ejerció su ministerio sacerdotal en esa parroquia... Con
entera sumisión al párroco, buena voluntad y laudable desinterés. Fue un
sacerdote ejemplar, humilde y lleno de caridad, con grandísimo celo,
especialmente con los niños. Jamás se le vio contrariado o de mal humor, y
gustaba relacionarse con los pobres. Fundamentó su espiritualidad en la
Eucaristía; su párroco recuerda haberlo visto orando devotamente ante el
Santísimo Sacramento. Fundó en su parroquia una Hora Santa de desagravio, que
él mismo presidía, aun durante la persecución religiosa. Para promover entre
los niños el amor y la devoción a Jesús Sacramentado, organizó la Asociación:
Cruzada Eucarística, y fue socio de la adoración perpetua del Santísimo
Sacramento.
No los abandonó…
Los vecinos de San Juan de Los Lagos recibieron con estupor la noticia de que
el culto público se suspendería en todas las iglesias de México a partir del 1
de agosto de 1926. Ante el riesgo de perder la vida, el párroco y los
sacerdotes domiciliados en San Juan de los Lagos, se diseminaron por distintos
lugares, salvo el Padre Esqueda, que también oculto, no quiso abandonar la
población, haciéndose responsable de la cura de almas de quienes necesitaban
su auxilio. En circunstancias tan delicadas, el Padre Esqueda llevaba consigo,
invariablemente, al Santísimo Sacramento: «Es mi único Tesoro», decía.
En noviembre de 1927, alojado en el hogar de la familia Macías, se ocultaba en
el piso del aposento que le destinaron sus huéspedes, en una cavidad
suficiente para ocultar a una persona adulta, los ornamentos, vasos sagrados y
el archivo parroquial.
El espíritu Santo lo fortalecía con uno de sus frutos: la alegría
La noche del 17 de noviembre invitó a sus huéspedes a orar y dirigió una
meditación: Cómo prepararse a la muerte. Por la mañana siguiente celebró la
Misa con mucho fervor; concluido el desayuno entonó a media voz unos cánticos
al Sagrado Corazón de Jesús; su semblante irradiaba alegría. Avanzada la
mañana, una de las hermanas del Padre Esqueda, llegó al refugio para advertir
que en esos momentos un grupo de soldados sitiaba la finca. El sacerdote fue
descubierto y entregó su vida por amor a la Eucaristía.
San Luis Batis nació
en San Miguel del Mezquital, Zacatecas, el 13 de septiembre de 1870. De niño
quedó huérfano y sufrió los reveses de la fortuna de su familia, en otros
tiempos, solvente. Gracias al apoyo de uno de sus hermanos, a los doce años de
edad pudo ingresar al Seminario Conciliar de Durango, del que salió ungido con
el Orden del Presbiterado, el 1 de enero de 1894.
Su primer destino fue la Parroquia de San Juan de Guadalupe, Durango, donde
permaneció ocho años; el segundo, San Diego de Canatlán, en el mismo Estado,
modesta población donde durante veinte años se dedicó al celoso ejercicio de
su ministerio, dando testimonio de pobreza y austeridad edificantes.
“Señor, quiero ser mártir”
Su celo por el culto divino lo llevó a reedificar el reducido y antiguo templo
parroquial, que amplió y decoró en la medida de sus recursos. Su amor por el
Sacramento de la Eucaristía fue desmedido, al grado que deseó unirse al
aspecto sacrificial de este Misterio. Se conservan las palabras que formuló
públicamente postrado ante el Santísimo Sacramento, muchos años antes de que
se desatara la persecución religiosa en México: «Señor, quiero ser mártir.
Aunque indigno ministro tuyo, quiero derramar mi sangre, gota a gota, por
causa de tu Nombre».
No sólo preparaba con esmero los temas de su predicación y la catequesis de
niños y adultos; también cuidó de los enfermos pobres y de la educación,
fundando un hospital y un colegio.
Nombrado párroco de Chalchihuites, Zacatecas, en agosto de 1925, en poco
tiempo derramó en abundancia los beneficios de su caridad, en especial con los
jóvenes, cuyo liderazgo promovió a través de la Asociación Católica de la
Juventud Mexicana (ACJM). También fundó un taller de obreros católicos y una
escuela primaria.
Su trato era atento, amable, alegre y hasta cariñoso, dones que le ganaron el
afecto de su feligresía. Siempre de buen humor, sabía ganarse la simpatía de
los niños. Fruto natural de sus virtudes, aspiraba a la santidad y a la
donación completa de sí.
“No deben los católicos levantarse en armas”
El 31 de julio de 1926, víspera de la entrada en vigor de la Ley Reglamentaria
del artículo 130 de la Constitución Federal, los Obispos de México decretaron
la suspensión indefinida del culto público. Ese día, después de celebrar la
última Misa, dirigió a la muchedumbre este emotivo mensaje: «El autor de esta
desdicha, la clausura del culto, no es el gobierno, ni el Presidente Calles,
sino los pecados de todos, y por lo mismo, no deben los católicos levantarse
en armas; no es esa una conducta cristiana».
La noche del 14 de agosto de 1926, once soldados a las órdenes del teniente
Blas Maldonado, se presentaron en Chalchihuites y arrestaron al Sr. Cura Batis
del lecho en el que descansaba. Maldonado le dijo: «Venimos por ti. Tú estás
atropellando las leyes del general Calles. Has estado diciendo Misa y
bautizando y casando ocultamente». Esos fueron sus delitos. Al mediodía del
día siguiente, 15 de agosto, salieron de Chalchihuites en dos escoltas
distintas, el párroco y Manuel Morales; en otra, David Roldán y su primo
Salvador Lara, éstos tres jóvenes laicos, colaboradores de la parroquia. En
esas condiciones llegaron a una encrucijada, el Puerto Santa Teresa, donde los
soldados se formaron en cuadro. El párroco pidió la palabra: «Les ruego que en
atención a los niños ‘pequeñitos’ que forman la familia de Manuel Morales, le
perdonen la vida. Yo ofrezco mi vida por la suya. Seré una víctima, estoy
dispuesto a serlo». Impávida, la tropa escuchó esta súplica. Comprendiendo la
inutilidad de sus argumentos, el presbítero se despidió de su compañero:
«Hasta el Cielo». Una descarga cerrada de fusilería segó sus vidas.