TESTIMONIO

«¡El Demonio es protestante!»

Por Luis Miguel Boullón

El español don Luis Miguel Boullón habla de su proceso de conversión al catolicismo. De ministro protestante a fervoroso católico, sufrió el abandono de su familia y de sus amistades. Gracias a la juiciosa participación de un buen sacerdote conoció a Cristo y a su Iglesia sin mancha.

Recuerdo vívidamente los primeros movimientos de rabia que tuve al leer un artículo en la revista Cristiandad.org. Me obligaba a pensar sólo con ideas, porque de eso trataba. Mi manual con citas bíblicas para cada ocasión me servía poco. Cualquier cosa que dijera sería respondida con otra. No era ese el camino.

Creo haber estado meditando en el problema unas cinco o seis semanas, hasta que resolví acudir a la parroquia católica que quedaba cerca de mi templo. El sacerdote del lugar se deshacía en atenciones cada vez que nos encontrábamos. Era lo que ahora se llama un «cura nuevo», con una permanente guitarra en las manos y muchas ganas de acercarse a mí.

Yo aprovechaba -Dios me perdone-de sacarle afirmaciones que escandalizaban a mis feligreses. El pobre nunca entendió que el ecumenismo muchas veces sirve más para rebajar a los católicos que para acercar a los separados. Uno tiene la sensación de que si la Iglesia puede ceder en cosas tan graves y que por siglos nos separaron, entonces realmente no le importaba tanto como a nosotros [los protestantes], que jamás cambiaríamos una sola jota de la doctrina.

Esa tarde no estaba el sacerdote de siempre. Había sido removido de la parroquia por una miseria humana comprensible en alguien tan «cálido» en su manera de ser. Cayó en las redes del demonio bajo la tentadora forma de una parroquiana. A cambio del párroco de siempre, salió a atenderme, con una cara menos complacida, un sacerdote viejo. Lo habían «castigado» relegándolo dándole el cuidado de la parroquia de nuestro pequeño pueblecito. En los últimos treinta años la población había pasado de mayoritariamente católica a una mayoría evangélica o no practicante.

El Padre M. me recibió con amabilidad, pero con distancia. Le planteé asuntos de interés común y me pidió tiempo para aclimatarse y enterarse del estado de la feligresía. Noté que habían sido arrancados varios de los afiches que nosotros les regalábamos cada cierto tiempo y que constituían verdaderos trofeos nuestros plantados en tierra enemiga.

Logramos charlar casi de todo. Casi... porque en doctrina comenzó él a morderme. Yo comencé a responder como de costumbre, citando con exactitud una cita bíblica tras otra, para probarle su error o mi postura. En un aprieto que me puso, le dije: «Padre M... comencemos desde el principio» Y el varón de Dios, a quien supuse enojado conmigo, me dice: «De acuerdo: al principio era el Verbo y...»

Me largué a reír nerviosamente. ¡Imitaba mi voz citando la Biblia!

«Pastor Boullón -me dijo luego-, no avanzaremos mucho discutiendo con la Biblia en mano. Ya sabe usted que el Demonio fue el primero en todo crimen... y por eso también fue el primer evangélico».

Eso me cayó muy mal. ¡Me insultaba en la cara tratándome de demonio! Sin dejarme explicar lo que pensaba, se adelantó:

- Sí... fue el primer evangélico. Recuerde que el Demonio intentó tentar a Cristo con ¡la Biblia en mano!

- Pero Cristo le respondió con la Biblia...

- Entonces usted me da la razón, Pastor... los dos argumentaron con la Biblia, sólo que Jesús la utilizó bien... y le tapó la boca.

Llegué a casa rabioso. No era posible que la misma Biblia pruebe dos cosas distintas. Eso es una blasfemia. Forzosamente uno debe tener la razón y el otro malinterpreta. Busqué ayuda en la biblioteca, consulté a varios autores tan «evangélicos» como yo, pero de otras congregaciones. No coincidíamos en las mismas cosas pese a que todos utilizábamos la Biblia para demostrar que los otros se equivocaban.

A la primera oportunidad caí sobre el despacho parroquial del Padre M. Le largué un discurso sobre la salvación por la fe y no por las obras. Concluí brillantemente con la necesidad de abandonar a la Iglesia. Y cerré leyendo Hechos XVI, 31: «¿Qué debo hacer para salvarme?, preguntó el carcelero. Cree en el Señor Jesús - respondió Pablo - y te salvarás tú y toda tu casa».

El sacerdote me dijo:

- ¿Continuará la lectura de San Pablo?

- Ya terminé, Padre M.»

- ¿Cómo que ha terminado? ¡Continúe! Vaya a Corintios, XIII, 32.

Leí en voz alta: «Aunque tanta fuera mi fe que llegare a trasladar montañas, si me falta la caridad nada soy»

- Entonces la fe...

- La fe... la fe... la fe es lo que salva

- ¡Vaya novedad! -me dice riendo- ¡No se bien quien creó la estrategia protestante de argumentar con la Biblia, pero creo que bien pudieron ser los demonios, que ahora encontraron un buen medio para salvarse. ¿Acaso no es el apóstol Santiago quien nos dice que hasta los mismos demonios creen en Dios? «Como un cuerpo sin espíritu está muerto, la fe sin obras está muerta» (c.II) Y aun así los católicos no decimos que sea sólo fe o sólo obras. Cuando al Señor se le pregunta sobre qué debemos hacer para salvarnos, Él dice: «Si quieres salvarte, guarda los mandamientos». Ahí tiene usted la respuesta completa.

Me acompañó hasta la puerta y me dijo: «Vuelva usted cuando me traiga alguna cita bíblica (una me basta) en que se pruebe que sólo debe enseñarse lo que está en la Biblia.

Eso sería fácil. «Sólo la Biblia».

Mientras buscaba una cita que respondiera al sacerdote, caí en cuenta de que estaba parado en el meollo del asunto que por primera vez me llevó a esa parroquia con otros ojos. «Si es sólo la Biblia -me dije-, entonces el problema del artículo queda resuelto: se debe probar por la Biblia o no se prueba».

Ya imaginarán ustedes el resultado. Efectivamente, no encontré nada. En años de ministerio jamás me percaté de que lo central, esto es, que sólo debe creerse y enseñarse la doctrina contenida en la Biblia, no está en la Biblia. Encontré numerosos pasajes bíblicos que le conceden la misma autoridad que a las enseñanzas escritas en la Biblia a las doctrinas transmitidas por vía oral, por tradición. Desde este punto en adelante muchos otros cuestionamientos fueron surgiendo de la charla con el Padre M.

Por un momento distraeré la atención de mis incursiones a la parroquia católica para hablar sobre las miradas que me dirigían mis feligreses a causa de esas visitas «no estrictamente ecuménicas». Notaba reticencias, censuras y reproches indirectos. Aún la guerra no se declaraba. Sólo desconfiaban.

Pasada una semana de angustias me senté con mi esposa para charlar. Necesitaba desahogarme. Ella había sido una amante confidente y mi compañera de penurias y alegrías. Me escuchó con atención.

Sus palabras fueron tan sencillas como su conclusión: debía alejarme inmediatamente del sacerdote católico y tratar de recuperar la confianza de mis feligreses. Eso era lo prioritario. Teníamos una obligación de fe y teníamos que mantener una familia. No se hablaría más. El caso estaba resuelto... para ella.

Traté de cumplir con todo. Dejar de ir a la parroquia fue más fácil para el cuerpo que para mi alma.

Más difícil fue ganarme la confianza de los feligreses. Me exigían como prenda evidente que atacase más que nunca a la Iglesia. Esto me costó, pues tenía que predicar omitiendo aquellos puntos en los que difería ya de mi anterior pensamiento.

Recuerdo perfectamente una fría mañana cuando recibí un aviso telefónico de la parroquia. Me pedía que visitara al sacerdote en un hospital de los alrededores. Sin meditar en las normas de cautela que tomaba para evitar que mis feligreses se irritaran aún más conmigo, abandoné todo y partí. Ahí me enteré del doloroso cáncer que padecía -jamás dio muestras de sufrir- y del poco tiempo que le quedaba. La cabeza me daba vueltas. Sentía dolor por la partida de quien ya consideraba un amigo.

Tomé una decisión: haría pública nuestra amistad y le visitaría a diario. Pocos días después le trasladaron, a petición suya, a su residencia. Desde ese día le acompañé a diario.

Reuní a mis feligreses y les hice una declaración de mi conversión. «¡El Demonio es protestante!» les dije para abrir la charla. Luego fueron abucheos y no me dejaron terminar las explicaciones.

Mas tarde reuní a mi familia y les platiqué de cada punto, y respondí a todas las objeciones de fe y de la situación. Mi esposa no discutió mucho: me expulsó de casa. Esa noche dormí acogido por el padre M. Desde entonces, y después de pasados años de mi conversión, nunca más fui admitido en casa como padre y esposo. Hoy les visito con tanta frecuencia como me permiten, pero sus corazones siguen muy endurecidos. El padre M. tuvo muchas palabras para mí, pero las que más me llegaron fue su confesión de ofrecimiento de su vida por la salvación de mi alma... y que con gusto veía el buen negocio ya cerrado.

Dios escuche las plegarias de mi buen amigo en el Cielo por mi esposa y mis seis hijos para que, a su tiempo y forma, vivan la vida de gracia de la santa fe.

EL OBSERVADOR DE LA ACTUALIDAD
México, 22 de septiembre de 2002 No.376