La
paz empieza con una sonrisa.
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Cuando el sufrimiento se abate sobre nuestras vidas, deberíamos aceptarlo con
una sonrisa.
Éste es el don más grande de Dios: tener el coraje de aceptar todo lo
que nos manda y pide con una sonrisa.
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Sonreír a alguien que está triste; visitar, aunque sólo sea por unos minutos,
a alguien que está solo; cubrir con nuestro paraguas a alguien que camina bajo
la lluvia; leer algo a alguien que es ciego: éstos y otros pueden ser detalles
mínimos, pero son suficientes para dar expresión concreta a los pobres de
nuestro amor a Dios.
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Jamás seré capaz de comprender todo el bien que puede producir una simple
sonrisa.
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A veces se nos hace más difícil sonreír a quienes viven con nosotros, a los
componentes de nuestra propia familia, que a aquellos que no viven con nosotros.
No lo olvidemos nunca: el amor empieza en el hogar.
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Una vez hace ya años de esto, un grupo de profesores de Estados Unidos se
encontraba de visita en Calcuta.
Tras visitar nuestra Casa del Moribundo Abandonado en Kalighat, vinieron
a verme a mí.
Antes de irse, uno de ellos me pidió que les dijese algo que se pudiesen
llevar como recuerdo de la visita y que, al propio tiempo, les pudiese servir .
—Sonríanse unos a otros—les recomendé.
(Tengo la sensación de que andamos todos tan apresurados que ni siquiera
tenemos tiempo para sonreírnos mutuamente.)
Uno de ellos dijo:
¡Cómo se ve, Madre, que no está usted casada!
—Lo estoy—le dije—. Y a veces se me hace cuesta arriba sonreír a
Jesús, porque me pide demasiado .
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Lo que sorprende a los demás no es tanto lo que hacemos como comprobar que nos
sentimos felices de hacerlo y sonreímos haciéndolo.
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Todas las dificultades desaparecen cuando se comprende la alegría y la libertad
que vienen de la pobreza.
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A veces somos muy capaces de granjearnos las simpatías de aquellos con quienes
nos encontramos por la calle, pero no siempre somos capaces de sonreír a
quienes están a nuestro lado en el hogar.
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La Misionera de la Caridad que no tiene la alegría como característica no
merece tal nombre.
San Pablo, a quien debemos tratar de imitar, fue un apóstol lleno de
alegría: «Estoy rebosante de alegría en todas mis tribulaciones», decía.
Y añadía: «Nadie, ni los sufrimientos, ni las persecuciones, ni
ninguna otra cosa podrán separarme de Cristo. No soy yo el que vive. Es
Cristo quien vive en mí» (Rom. 8, 39).
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Debemos aceptar con una sonrisa todo lo que Dios nos manda y darle todo lo que
nos pide, dispuestos a decir sí a Jesús aunque no nos pida nuestro parecer.
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Cuando más repugnante es el trabajo, tanto mayor debe ser nuestra fe más
alegre nuestra entrega.