VIDA
Y MUERTE
A
la hora de la muerte
no
seremos juzgados según el número
de
obras de mérito que hayamos realizado
ni
por el número de diplomas
que
hayamos cosechado a lo largo de nuestra vida
Seremos
juzgados por el amor que hemos puesto
en
nuestras obras y gestos.
*
Confiemos a Dios la decisión que ha dado tantos santos a la Iglesia, y en una
ciudad tan bella como ésta jamás habrá ser humano alguno, anciano o joven,
mujer u hombre. que se sienta abandonado.
Si algo semejante hubiese de ocurrir, si os ocurriese ser testigos de un
hecho de tal naturaleza, tratad de haceros con la dirección de las Misioneras
de la Caridad y ponedlas al corriente de lo que sucede.
Ellas se harán cargo de la persona o personas que están abandonadas,
firmemente convencidas de que la persona abandonada es el propio Cristo.
*
La vida es un don que Dios nos ha dado.
Esa vida está presente incluso en un ser no nacido.
La mano del hombre jamás debería poner fin a una vida.
Estoy convencida de que los gritos de los niños cuyas vidas han sido
truncadas antes de su nacimiento hieren los oídos de Dios.
*
La guerra es un exterminio de seres humanos.
¿A quién se le ocurrirá jamás pensar que pueda ser «justa»?
*
El primer ser humano que dio la bienvenida a Jesús, que lo reconoció desde el
seno de su propia madre, fue un niño: Juan el Bautista.
Es algo maravilloso: Dios elige a un niño no nacido para anunciar la
venida de su Hijo Redentor.
*
En tanto no hagamos el mayor esfuerzo de que somos capaces, no podemos sentirnos
desanimados por nuestros fracasos.
Pero tampoco estamos legitimados para atribuirnos éxito alguno.
Debemos atribuirlo todo a Dios y hacerlo con absoluta sinceridad.
*
¡No deis muerte a los niños!
Nosotras nos haremos cargo de ellos.
No es otra la razón de que nuestros orfanatos estén siempre a rebosar.
En Calcuta circula una broma que suena de esta suerte: «La Madre Teresa
habla mucho de la planificación natural (de los nacimientos), pero el número
de niños a su alrededor no deja de ir en aumento.»
*
Hace unos meses (como no dejáis de saber, nosotras trabajamos también por las
noches), hicimos un recorrido por Calcuta y recogimos a unas cinco o seis
personas que yacían abandonadas en las calles.
Se encontraban en condiciones muy tristes.
Por esa razón las llevamos a la Casa del Moribundo de Kalighat.
Entre las personas que recogimos se encontraba una señora muy menuda
que, a consecuencia de sus condiciones extremas, estaba a punto de agonizar.
Yo dije a las Hermanas:
—Ocupaos de los otros. Yo me haré cargo de esta mujer.
Estaba a punto de ponerla en una cama cuando ella tomó mi mano y se
dibujó en su rostro una hermosa sonrisa.
No dijo más que esto:
—¡Gracias!
Y expiró.
Os lo aseguro: me dio mucho más de lo que le había dado yo a ella.
Me ofreció su amor agradecido.
Observé su rostro unos instantes, preguntándome: «En su lugar, ¿qué
habría hecho yo?»
Y me contesté con toda sinceridad: «Sin duda alguna, habría hecho lo
imposible por atraer la atención de los demás. Habría gritado: “¡Tengo
hambre! ¡Me estoy muriendo de sed! ¡Socorro, me muero!” »
Ella, por el contrario, se mostró tan agradecida, tan generosa...
No me cansaré jamás de repetirlo: ¡Los pobres son maravillosos!
*
En mi corazón yo conservo las postreras miradas de los moribundos.
Yo hago todo lo que soy capaz de hacer para que se sientan amados en ese
momento importantísimo en el que una existencia aparentemente inútil puede ser
redimida.
*
Recuerdo una vez en que recoge de entre los escombros, a una anciana señora que
se estaba muriendo.
La cogí en mis brazos y la llevé a nuestra casa.
Ella era consciente de estar muriendo.
Lo único que, con amargura, no dejaba de repetir era:
—¡Me lo ha hecho mi propio hijo!
No es que dijese: «Me muero de hambre. Ya no aguanto más.»
Su obsesión no era otra:
—¡Decir que me ha hecho esto mi propio hijo!
Me llevó tiempo poder oírle decir:
—Perdono a mi hijo.
Lo musitó a punto ya de expirar.
*
Morir en paz con Dios es la culminación suprema de toda vida humana.
De todos los que han muerto en nuestros hogares, jamás he tenido ocasión
de ver morir a ninguno con desesperación o lamentándose.
Todos han muerto serenamente.
Llevé a nuestra Casa del Moribundo Abandonado de Calcuta a un hombre que
había recogido en la calle.
Cuando ya me iba, me dijo:
—He vivido como un animal por las calles, pero voy a morir como un ángel.
Me siento feliz.
Murió sonriendo, porque se sentía amado y rodeado de cuidados.
¡Ésa es la grandeza de nuestros pobres!
*
Si no se vive para los demás, la vida carece de sentido.