SAN VICENTE DE LERÍNS

 

SAN VICENTE DE LERÍNS murió antes del 450 y fue monje del famoso monasterio de Leríns, situado en una isla frente a Niza. Semipelagiano según la terminología acuñada en el siglo xvi, se opuso a San Agustín, rechazando su doctrina como novedad. Su obra más conocida es el Commonitorium, escrito con elegancia y con fuerza, donde sienta explícitamente la doctrina sobre la tradición y su valor; esta obra ha sido también el punto de partida sobre el que más adelante se desarrollaría el concepto de evolución homogénea del dogma.

 

De San Vicente de Lerins se sabe que era un gran conocedor 
de la Sagrada Escritura y que murió hacia el año 450 en el 
monasterio de Lerins, al sur de Francia. La única obra suya que 
conocemos es el Commonitorio, escrito hacia el año 434, en 
donde enuncia las principales reglas para discernir la Tradición 
católica de los engaños de los herejes. 

La palabra Conmonitorio, bastante frecuente como título de 
obras en aquella época, significa notas o apuntes puestos por 
escrito para ayudar a la memoria, sin pretensiones de 
componer un tratado exhaustivo. En esta obra, San Vicente de 
Lerins se propuso facilitar, con ejemplos de la Tradición y de la 
historia de la Iglesia, los criterios para conservar intacta la 
verdad católica. 

No recurre a un método complicado. Las reglas que ofrece 
para distinguir la verdad del error pueden ser conocidas y 
aplicadas por todos los cristianos de todos los tiempos, pues se 
resumen en una exquisita fidelidad a la Tradición viva de la 
Iglesia. «No ceso de admirarme—escribe—ante tanta 
insensatez de algunos hombres (...) que, no contentos con la 
regla de la fe, entregada y recibida de una vez para siempre 
desde la antigüedad, buscan indefinidamente cada día cosas 
nuevas, y siempre se empeñan en añadir, cambiar o sustraer 
algo a la religión; como si no fuese una doctrina celestial a la 
que basta haber sido revelada de una vez para siempre, sino 
una institución terrena que no pueda ser perfeccionada más 
que con una continua enmienda o, más aún, rectificación». 

El Conmonitorio constituye una joya de la literatura patrística. 
Su enseñanza fundamental es que los cristianos han de creer 
quod semper, quod ubique, quod ab ómnibus: sólo y todo 
cuanto fue creído siempre, por todos y en todas partes. Varios 
Papas y Concilios han confirmado con su autoridad la validez 
perenne de esta regla de fe. Sigue siendo plenamente actual 
este pequeño libro escrito en una isla del sur de Francia, hace 
más de quince siglos. 

LOARTE

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SAN VICENTE DE LERINS murió antes del 450 y fue monje del famoso monasterio de Leríns, situado en una isla frente a Niza. Semipelagiano según la terminología acuñada en el siglo xvi, se opuso a San Agustín, rechazando su doctrina como novedad. Su obra más conocida es el Commonitorium, escrito con elegancia y con fuerza, donde sienta explícitamente la doctrina sobre la tradición y su valor; esta obra ha sido también el punto de partida sobre el que más adelante se desarrollaría el concepto de evolución homogénea del dogma.


La inteligencia de la fe 
(Commonitorio 22-23)

Es muy útil meditar con atención aquel pasaje del Apóstol: ¡oh 
Timoteo!, custodia el depósito evitando las novedades profanas 
en las expresiones (/1Tm/06/20). Es el grito de una persona 
que sabe y que ama. Preveía, en efecto, los errores que 
surgirían con el paso del tiempo, y se dolía fuertemente de 
ellos. 

¿Quién es hoy Timoteo, sino la Iglesia universal y 
especialmente todo el cuerpo de los obispos, cuya misión 
principal es la de tener un conocimiento puro de la religión 
divina, para transmitirlo luego a los demás? ¿Y qué quiere 
decir: custodia el depósito? Manténte vigilante—dice—contra 
los ladrones y enemigos; no sea que, mientras todos duermen, 
vengan a hurtadillas para sembrar la cizaña en medio del buen 
trigo que el Hijo del hombre ha sembrado en su campo. 

Pero ¿qué cosa es un depósito? Depósito es aquello que se 
te ha confiado, que no encontraste por ti mismo; lo has recibido, 
no lo has alcanzado con tus fuerzas. No es fruto del ingenio 
personal, sino de enseñanza; no es un asunto privado, sino que 
pertenece a una tradición pública. No procedió de ti, sino que 
vino a tu encuentro. Frente a él no puedes comportarte como si 
fueras su autor, sino como un simple guardián. Tú no eres el 
iniciador, sino el discípulo; no te compete manejarlo a tu antojo, 
sino que tu deber es seguirlo. 

Custodia el depósito, dice el Apóstol: conserva inviolado y 
limpio el talento de la fe católica. Lo que se te ha confiado, eso 
mismo debes custodiar y transmitir. Oro has recibido, oro 
devuelve. No puedo permitir que sustituyas una cosa por otra. 
No, tú no puedes desvergonzadamente cambiar el oro por 
plomo, ni engañar dando bronce en vez del metal precioso. 
Quiero oro puro, no lo que sólo tiene apariencia de oro. 

Oh Timoteo, oh sacerdote, intérprete de la Escritura, doctor: 
si la gracia divina te ha dado el talento del ingenio, la 
experiencia o la doctrina, sé el Beseleel del tabernáculo 
espiritual. Trabaja las piedras preciosas del dogma divino, 
engárzalas fielmente, adórnalas con sabiduría, añádeles 
esplendor, gracia, belleza. Que tus explicaciones lleven a 
comprender más claramente lo que ya se creía de manera 
oscura. Las generaciones futuras se alegrarán de haber 
entendido mejor, gracias a ti, lo que sus padres veneraban sin 
comprenderlo. 

Sin embargo, presta atención a enseñar solamente lo que tú 
has recibido; no suceda que, tratando de exponer la doctrina de 
siempre de manera nueva, acabes por añadir cosas nuevas. 

FE/PROGRESO: Quizá alguno se pregunte: ¿entonces no es 
posible ningún progreso en la Iglesia de Cristo? ¡Claro que 
debe haberlo, y grandísimo! ¿Quién hay tan enemigo de los 
hombres y tan contrario a Dios, que trate de impedirlo? Ha de 
ser, sin embargo, con la condición de que se trate 
verdaderamente de progreso para la fe, y no de cambio. Es 
característico del progreso que una cosa crezca, 
permaneciendo siempre idéntica a sí misma; propio del cambio 
es, por el contrario, que una cosa se transforme en otra. 

Crezca, por tanto, y progrese de todas las maneras posibles, 
el conocimiento, la inteligencia, la sabiduría tanto de cada uno 
como de la colectividad, tanto de un solo individuo como de 
toda la Iglesia, de acuerdo con la edad y con los tiempos; pero 
de modo que esto ocurra exactamente según su peculiar 
naturaleza, es decir, en el mismo dogma, en el mismo sentido, 
según la misma interpretación. 

Que la religión imite así en las almas el modo de desarrollarse 
de los cuerpos. Sus órganos, aunque con el paso de los años 
se desarrollan y crecen, permanecen siempre los mismos. Qué 
diferencia tan grande hay entra la flor de la infancia y la 
madurez de la ancianidad! Y, sin embargo, aquellos que son 
ahora viejos, son los mismos que antes fueron adolescentes. 
Cambiará el aspecto y la apariencia de un individuo, pero se 
tratará siempre de la misma naturaleza y de la misma persona. 
Pequeños son los miembros del niño, y más grandes los de los 
jóvenes; y sin embargo son idénticos. Tantos miembros poseen 
los adultos cuantos tienen los niños; y si algo nuevo aparece en 
edad más madura, es porque ya preexistía en embrión, de 
manera que nada nuevo se manifiesta en la persona adulta si 
no se encontraba al menos latente en el muchacho. 

Éste es, sin lugar a dudas, el proceso regular y normal de 
todo desarrollo, según las leyes precisas y armoniosas del 
crecimiento. Y así, el aumento de la edad revela en los mayores 
las mismas partes y proporciones que la sabiduría del Creador 
había delineado en los pequeños. Si la figura humana 
adquiriese más tarde un aspecto extraño a su especie, si se le 
añadiese o quitase algún miembro, todo el cuerpo perecería, o 
se haría monstruoso, o al menos se debilitaría. 

Las mismas leyes del crecimiento ha de seguir el dogma 
cristiano, de manera que se consolide en el curso de los años, 
se desarrolle en el tiempo, se haga más majestuoso con la 
edad; de modo tal, sin embargo, que permanezca incorrupto e 
incontaminado, íntegro y perfecto en todas sus partes y, por 
decirlo de alguna manera, en todos sus miembros y sentidos, 
sin admitir ninguna alteración, ninguna pérdida de sus 
propiedades, ninguna variación de lo que ha sido definido. 

Pongamos un ejemplo. En épocas pasadas, nuestros padres 
han sembrado el buen trigo de la fe en el campo de la Iglesia; 
sería absurdo y triste que nosotros, descendientes suyos, en 
lugar del trigo de la auténtica verdad recogiésemos la cizaña 
fraudulenta del error (cfr. Mt 13, 24-30). Por el contrario, es 
justo y lógico que la siega esté de acuerdo con la siembra, y 
que nosotros recojamos—cuando el grano de la doctrina llega a 
madurar—el buen trigo del dogma. Si, con el paso del tiempo, 
algún elemento de las semillas originarias se ha desarrollado y 
ha llegado felizmente a plena maduración, no se puede decir 
que el carácter específico de la semilla haya cambiado; quizá 
habrá una mutación en el aspecto, en la forma externa, una 
diferenciación más precisa, pero la naturaleza propia de cada 
especie del dogma permanece intacta. 

No ocurra nunca, por tanto, que los rosales de la doctrina 
católica se transformen en cardos espinosos. No suceda nunca, 
repito, que en este paraíso espiritual donde germina el 
cinamomo y el bálsamo, despunten de repente la cizaña y las 
malas hierbas. Todo lo que la fe de nuestros padres ha 
sembrado en el campo de Dios, que es la Iglesia (cfr. 1 Cor 3, 
9), todo eso deben los hijos cultivar y defender llenos de celo. 
Sólo esto, y no otras cosas, debe florecer y madurar, crecer y 
llegar a la perfección. 


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La regla de la fe
(Commonitorio, 25 y 27)

Quizás alguien pregunte si también los herejes utilizan los 
testimonios de la divina Escritura. Los utilizan abierta y 
apasionadamente. Puede vérseles revolotear por cualquiera y 
cada uno de los volúmenes de la Santa Ley, por los libros de 
Moisés y de los Reyes, por los Salmos, por los Apóstoles, por 
los Evangelios, por los Profetas. Ya sea entre los suyos o entre 
extraños, en privado o en público, en conversaciones o en 
libros, en convites o en plazas, casi nunca presentan nada 
propio sin intentar disimularlo también con palabras de la 
Escritura. 

HEREJIAS/PD PD/HEREJIAS: Mira los opúsculos de Pablo de 
Samosata, de Prisciliano, de Eunomio de Joviniano y de los 
demás herejes; verás un acervo infinito de textos y que no hay 
casi ninguna página que no esté coloreada y maquillada con 
citas del Nuevo o del Antiguo Testamento. Y tanto más se han 
de evitar y temer esos escritos cuanto más se ocultan tras la 
mampara de la Ley divina. Saben bien que no agradarán a casi 
nadie sus malos olores, si los exhalan sin disimulo y al natural; 
así pues, los rocían como con cierto aroma de palabras divinas, 
para que aquél que habría despreciado fácilmente el error 
humano, tema despreciar las palabras divinas. Por eso hacen lo 
mismo que suelen hacer aquellos que, habiendo de dar a los 
niños una pócima amarga, untan previamente con miel los 
bordes de la copa, para que la edad incauta, al presentir la 
dulzura, no tema el amargor. Esto mismo tienen gran cuidado 
de hacer aquellos que rotulan de antemano con nombres de 
medicamentos las malas hierbas y jugos nocivos, para que casi 
nadie sospeche que es un veneno lo que se presenta como 
medicina. 

Por esta razón, exclamaba el Salvador: guardaos bien de los 
falsos profetas que vienen a vosotros con piel de ovejas, pero 
por dentro son lobos voraces (/Mt/07/15-16/LERINS). ¿Que 
otra cosa es piel de ovejas sino las palabras de los profetas y 
apóstoles que ellos con sinceridad de oveja entretejieron como 
un vellocino para aquel cordero inmaculado (1 Pet 1, 19), que 
quita el pecado del mundo (Jn 1, 29)? ¿Quiénes son los lobos 
voraces sino el sentir fiero y rabioso de los herejes, que 
siempre devastan los apriscos de la Iglesia y desgarran la grey 
de Cristo por cualquier lugar que pueden? Para sorprender más 
arteramente a las ovejas incautas, conservando su ferocidad de 
lobos, deponen su aspecto de lobos y se revisten, como de 
vellocino, con las palabras de la Ley divina, para que nadie, al 
ver primero la suavidad de la lana, tema jamás la mordedura de 
los dientes. 

Pero, ¿qué dice el Salvador? Por sus frutos los conoceréis 
(Mt 7, 16). Esto es: cuando hayan comenzado no sólo a citar, 
sino también a exponer aquellas divinas palabras; no sólo a 
acogerse a ellas, sino también a interpretarlas, entonces se 
mostrará aquella amargura, aquella animosidad, aquella rabia; 
entonces se exhalará el nuevo virus; entonces aparecerán las 
profanas novedades (1 Tim 6, 20); entonces verás que se 
rompe el primer cercado (Qoh 10, 8), que los límites 
establecidos por nuestros padres son desplazados (Prv 22, 98), 
que se ataca a la fe católica, que se destroza el dogma de la 
Iglesia. 

Así eran aquellos a quienes fustiga el Apóstol Pablo en la 
segunda carta a los Corintios, cuando dice: porque éstos son 
falsos apóstoles, obreros fraudulentos que se disfrazan de 
apóstoles de Cristo (/2Co/11/13-15). ¿Qué quiere decir que se 
disfrazan de apóstoles de Cristo? Invocaban los Apóstoles los 
testimonios de la Ley divina; ellos los invocaban también. 
Citaban los Apóstoles autoridades de los Salmos; ellos también 
los aducían. Pero, cuando comenzaron a interpretar de modo 
distinto aquello que habían citado del mismo modo, se 
distinguían claramente los auténticos de los fraudulentos, los 
sencillos de los enmascarados, los rectos de los perversos, los 
verdaderos Apóstoles de los falsos apóstoles. Y no es de 
extrañar—prosigue—, pues el mismo Satanás se transforma en 
ángel de luz. Así, no es mucho que sus ministros se 
transformen en ministros de justicia (2 Cor 11, 14-15). Luego, 
según la enseñanza del Apóstol, cada vez que los 
pseudo-apóstoles, los pseudo-profetas, los pseudo-doctores 
aducen citas de la Ley divina con las que 
intentan—interpretándolas mal—apoyar sus errores, no hay 
duda ninguna de que ejecutan las astutas maquinaciones de su 
padre, maquinaciones que él no hubiese inventado, si no 
supiese muy bien que no existe modo mas fácil de engañar que 
éste: poner por delante la autoridad de la Palabra divina en el 
mismo lugar en el que se introduce furtivamente el engaño del 
error impío. 

(...) Pero, dirá alguien: ¿qué deben hacer los católicos e hijos 
de la Madre Iglesia, si también el diablo y sus discípulos—de los 
que unos son pseudo-apóstoles, otros pseudo-profetas, otros 
pseudo-doctores (cfr. 2 Cor 11, 13; 2 Pe 2, 1), y todos herejes 
manifiestos—, usan de las palabras, de los dichos, de las 
promesas divinas? ¿Cómo discernirán en las santas Escrituras 
la verdad del error? 

Pondrán sumo empeño en poner por obra aquello que, como 
escribimos al principio de este Conmonitorio, nos han 
transmitido los varones santos y doctos: interpretar la Sagrada 
Escritura según las tradiciones de la Iglesia universal y 
conforme a las reglas del dogma católico. Del mismo modo, en 
esta Iglesia católica y apostólica, es necesario que sigan la 
universalidad, la antigüedad, el consentimiento; que si alguna 
vez una parte se rebela contra la universalidad, la novedad 
contra la antigüedad, la disensión de uno o de pocos 
extraviados contra el consentimiento de todos o de la mayor 
parte de los católicos, prefieran la integridad de la universalidad 
a la corrupción de la parte; que en esta misma universalidad, 
antepongan la religión de la antigüedad a lo profano de la 
novedad; y, de igual modo, que en la misma antigüedad, 
antepongan a la temeridad de uno o de unos pocos los 
decretos generales de un concilio universal, si los hubiere; y, si 
no los hubiere, sigan lo más próximo, es decir, el sentir unánime 
de muchos y grandes maestros. Si, con la ayuda de Dios, 
cumplimos estas normas con fidelidad, prudencia y solicitud, no 
nos será difícil detectar todos los errores perniciosos de 
cuantos herejes aparezcan.