SAN ANDRÉS DE CRETA


Nacido en Damasco a mediados del siglo VII, abrazó la vida 
monástica en un convento de Jerusalén, por lo que también es 
llamado Andrés Jerosolimitano. Como legado del Patriarca de la 
Ciudad Santa, asistió al lIl Concilio de Constantinopla, que 
condenó la herejía del monotelismo (año 681). Más tarde, 
consagrado obispo de Creta, defendió la legitimidad del culto a las 
imágenes. Murió hacia el año 720. 

San Andrés de Creta fue un excelente compositor de himnos 
sagrados, hasta el punto de que la Iglesia oriental ha incorporado 
algunos a su liturgia. Además se conservan veintidós homilías 
suyas. Las que se refieren a la Virgen gozan de particular 
importancia, pues constituyen un testimonio muy elocuente de la fe 
en la Inmaculada Concepción y en la Asunción corporal de María 
al Cielo. 

Con toda la Tradición de la Iglesia, San Andrés expone que la 
Concepción de Nuestra Señora es el inicio de la renovación de la 
naturaleza humana, herida por el pecado original. La Virgen María, 
preservada por Dios de toda culpa, trae al mundo «las primicias de 
la nueva creación», siendo—como canta la liturgia—lirio que 
florece entre espinas y paraíso espiritual donde Jesucristo, el 
nuevo Adán, establece su morada. 

LOARTE

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Disertaciones

La entrada de Cristo en Jerusalén:

Venid, subamos juntos al monte de los Olivos y salgamos al encuentro de Cristo, que vuelve hoy desde Betania, y que se encamina por su propia voluntad hacia aquella venerable y bienaventurada pasión, para llevar a término el misterio de nuestra salvación.

Viene, en efecto, voluntariamente hacia Jerusalén, el mismo que, por amor a nosotros, bajó del cielo para exaltarnos con él, como dice la Escritura, por encima de todo principado, potestad, virtud y dominación, y de todo ser que exista, a nosotros que yacíamos postrados.

Él viene, pero no como quien toma posesión de su gloria, con fasto y ostentación. No gritará —dice la Escritura—, no clamará, no voceará por las calles, sino que será manso y humilde, con apariencia insignificante, aunque le ha sido preparada una entrada suntuosa.

Corramos, pues, con el que se dirige con presteza a la pasión, e imitemos a los que salían a su encuentro. No para alfombrarle el camino con ramos de olivo, tapices, mantos y ramas de palmera, sino para poner bajo sus pies nuestras propias personas, con un espíritu humillado al máximo, con una mente y un propósito sinceros, para que podamos así recibir a la Palabra que viene a nosotros y dar cabida a Dios, a quien nadie puede contener.

Alegrémonos, por tanto, de que se nos haya mostrado con tanta mansedumbre aquel que es manso y que sube sobre el ocaso de nuestra pequeñez, a tal extremo, que vino y convivió con nosotros para elevarnos hasta sí mismo, haciéndose de nuestra familia.

Dice el salmo: Subió a lo más alto de los cielos, hacia oriente (hacia su propia gloria y divinidad, interpreto yo), con las primicias de nuestra naturaleza, hasta la cual se había abajado impregnándose de ella; sin embargo, no por ello abandona su inclinación hacia el género humano, sino que seguirá cuidando de él para irlo elevando de gloria en gloria, desde lo ínfimo de la tierra, hasta hacerlo partícipe de su propia sublimidad.

Así pues, en vez de unas túnicas o unos ramos inanimados, en vez de unas ramas de arbustos, que pronto pierden su verdor y que por poco tiempo recrean la mirada, pongámonos nosotros mismos bajo los pies de Cristo, revestidos de su gracia, mejor aún, de toda su persona, porque todos los que habéis sido bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo; extendámonos tendidos a sus pies, a manera de túnicas.

Nosotros, que antes éramos como escarlata por la inmundicia de nuestros pecados, pero que después nos hemos vuelto blancos como la nieve con el baño saludable del bautismo, ofrezcamos al vencedor de la muerte no ya ramas de palmera, sino el botín de su victoria, que somos nosotros mismos.

Aclamémoslo también nosotros, como hacían los niños, agitando los ramos espirituales del alma y diciéndole un día y otro: Bendito el que viene en nombre del Señor, el rey de Israel.

(9, Liturgia de las Horas)

 

Madre inmaculada
(Homilía I en la Natividad de la Santísima Madre de Dios)

Exulte hoy toda la creación y se estremezca de gozo la 
naturaleza. Alégrese el cielo en las alturas y las nubes esparzan la 
justicia. Destilen los montes dulzura de miel y júbilo las colinas, 
porque el Señor ha tenido misericordia de su pueblo y nos ha 
suscitado un poderoso Salvador en la casa de David su siervo, es 
decir, en esta inmaculadísima y purísima Virgen por quien llega la 
salud y la expectación de los pueblos. 

Que las almas buenas y agradecidas entonen un cántico de 
alegría; que la naturaleza convoque a todas las criaturas para 
anunciarles la buena nueva de su renovación y el inicio de su 
reforma (...). Salten de alegría las madres, pues la que carecía de 
descendencia [Santa Ana] ha engendrado una Madre virgen e 
inmaculada. Alégrense las vírgenes, pues una tierra no sembrada 
por el hombre traerá como fruto a Aquél que procede del Padre sin 
separación, según un modo más admirable de cuanto puede 
decirse. Aplaudan las mujeres, pues si en otros tiempos una mujer 
fue ocasión imprudente del pecado, también ahora una mujer nos 
trae las primicias de la salvación; y la que antes fue rea, se 
manifiesta ahora aprobada por el juicio divino: Madre que no 
conoce varón, elegida por su Creador, restauradora del género 
humano. 

Que todas las cosas creadas canten y dancen de alegría, y 
contribuyan adecuadamente a este día gozoso. Que hoy sea una y 
común la celebración del cielo y de la tierra, y que cuanto hay en 
este mundo y en el otro hagan fiesta de común acuerdo. Porque 
hoy ha sido creado y erigido el santuario purísimo del Creador de 
todas las cosas, y la criatura ha preparado a su Autor un 
hospedaje nuevo y apropiado. 

Hoy la naturaleza, antiguamente desterrada del paraíso, recibe 
la divinidad y corre con paso alegre hacia la cima suprema de la 
gloria. 

Hoy Adán ofrece María a Dios en nuestro nombre, como las 
primicias de nuestra naturaleza; y estas primicias, que no han sido 
puestas con el resto de la masa 1, son transformadas en pan para 
la reparación del género humano. 

Hoy se pone de manifiesto la riqueza de la virginidad, y la Iglesia, 
como para las bodas, se embellece con la perla inviolada de la 
verdadera pureza. 

Hoy la humanidad, en todo el resplandor de su nobleza 
inmaculada, recibe el don de su primera formación por las manos 
divinas y reencuentra su antigua belleza. Las vergüenzas del 
pecado habían oscurecido el esplendor y los encantos de la 
naturaleza humana; pero nace la Madre del Hermoso por 
excelencia, y esta naturaleza recobra en Ella sus antiguos 
privilegios y es modelada siguiendo un modelo perfecto y 
verdaderamente digno de Dios. Y esta formación es una perfecta 
restauración; y esta restauración una divinización; y ésta, una 
asimilación al estado primitivo (...). 

Hoy ha aparecido el brillo de la púrpura divina, y la miserable 
naturaleza humana se ha revestido de la dignidad real. 

Hoy, según la profecía, ha florecido el cetro de David, la rama 
siempre verde de Aarón, que para nosotros ha producido Cristo, 
rama de la fuerza. 

Hoy, de Judá y de David ha salido una joven virgen, llevando la 
marca del reino y del sacerdocio de Aquél que, según el orden de 
Melquisedec recibió el sacerdocio de Aarón. 

Hoy la gracia, purificando el efod místico del divino sacerdocio, 
ha tejido—a manera de símbolo—el vestido de la simiente levítica, 
y Dios ha teñido con púrpura real la sangre de David. 

Por decirlo todo en una palabra: hoy comienza la reforma de 
nuestra naturaleza, y el mundo envejecido, sometido ahora a una 
transformación totalmente divina, recibe las primicias de la 
segunda creación. 
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1. Clara alusión a que la Santísima Virgen estuvo inmune del pecado 
original, con el que en cambio nacen todos los demás seres humanos. 
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