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SAN GREGORIO NISENO

LA META DIVINA Y LA VIDA CONFORME A LA VERDAD (2)

 

A LOS ASCETAS QUE LO HABÍAN INTERROGADO 

Esbozo (hypotypose) sobre el fin de la piedad, sobre la vida común y sobre la carrera para correr en común.

SEGUNDA PARTE: LA VIDA COMÚN

-La pobreza perfecta 
-El servicio humilde y gratuito 
-Los superiores son más servidores que todos los demás 
-El orden de la caridad 
-El testimonio del Espíritu 
-Los ojos siempre hacia Dios 
-El sacrificio aceptado 
-Las virtudes están relacionadas 
-La cumbre de las virtudes: la oración 
-La oración de uno es bendición para todos 
-La alegría 
-La cumbre de la alegría: participar de la Pasión de Cristo 
-Seremos juzgados en el amor 
-La gloria que está cerca del Padre 

* * * * *

SEGUNDA PARTE: LA VIDA COMÚN

Pienso haber dicho lo suficiente sobre la meta que esperan aquellos que abrazan la vida filosófica. Queda por precisarse cómo deben vivir juntos, qué ejercicios elegir, cómo correr la carrera compitiendo los unos con los otros, hasta que alcancen la ciudad de arriba.

La pobreza perfecta

Es necesario que menospreciando absolutamente los espejismos de esta vida, renunciando a sus padres, renunciando también a todas las glorias de aquí abajo, prendado de la gloria celestial, y unido espiritualmente a sus hermanos según Dios, el monje reniegue aun de su propia alma para ganar la vida eterna. Renegar de su alma, consiste en no buscar de ninguna manera su voluntad propia. Sino más bien que la voluntad del hombre realice "la Palabra de Dios" -esta Palabra que mandó-, y la tenga como el buen piloto que dirige a toda la asamblea de los hermanos, en la unanimidad, hacia el puerto de la voluntad de Dios.

Que no posea nada; que no considere nada como propio, al margen de la comunidad, salvo el vestido que cubre su cuerpo. Porque si no tiene nada, si se encuentra desnudo, despojado de la preocupación de su propia vida, servirá al bien común y ejecutará de buen grado las órdenes de los superiores, en la alegría y la esperanza, como un servidor de Cristo bien dispuesto, que comparte la necesidad común de los hermanos. Esto, el mismo Señor lo quiere y lo ordena, cuando dice: Aquel que quiere ser grande, y ser el primero entre ustedes, ser el último y el servidor de todos (Mc 9,34).

El servicio humilde y gratuito

Este servicio debe ser, pues, gratuito, y no dará ningún honor y gloria al servidor, a fin de que éste no parezca "servir para ser visto y agradar a los hombres", como dice la Escritura (ver Ef 6,6). Al contrario, que sirva como si sirviera al Señor en persona; que camine por el camino angosto, y cargue sobre sí con fervor el yugo del Señor. Si El lo sostiene desde el comienzo hasta el fin, él mismo será llevado hasta el fin con alegría y buena esperanza.

Debe ubicarse más abajo que todos, y servir a sus hermanos como si fuera deudor de un crédito. Que deje caer en su alma las preocupaciones de todos, y que cumpla la caridad en toda su amplitud, porque es debida.

Los superiores son más servidores que todos los demás

Los superiores de este coro espiritual deben considerar la grandeza de este cargo, prever los artífices del mal que construyen trampas a la fe, y correr la carrera de la manera que conviene a su autoridad, sin que nunca el poder les inspire ideas de grandezas. Porque allí reside un peligro; y algunos que parecían ser superiores a los demás y dirigirles hacia la vida celestial, se perdieron en secreto por su orgullo.

Pues es conveniente que aquellos que están establecidos en el cargo de superiores, se sacrifiquen más que los demás, tengan sentimientos aún más humildes que sus subordinados, y presenten a sus hermanos, por sus propias vidas, el mismo tipo de servicio. Que miren a los que les son confiados como depósitos pertenecientes a Dios.

Si actúan así, forjando el coro sagrado por sus cuidados cotidianos, manifestando la doctrina según la necesidad de cada uno para salvar la disposición que distinga a cada uno -y si en lo secreto tienen en el pensamiento un sentimiento humilde, como buenos servidores que vigilan sobre la fe-, ganan para ellos mismos, por medio de una vida tal, una gran recompensa.

Ocúpense, pues, de aquellos que dependen de ustedes, como los buenos pedagogos se ocupan de niños jóvenes confiados por sus padres: estudian el temperamento de los niños, y usan de la vara con unos, de una exhortación con otros, de elogios con los terceros, etc. Y no hacen nada de todo eso por favor o por enemistad, sino que adaptan sus medios a los casos que se presentan y al carácter del niño, para prepararlo con seriedad a la vida.

Ustedes también, dejando toda animosidad contra los hermanos, y toda presunción, ajusten sus palabras a las fuerzas e inteligencias de cada uno. Den a uno muestras de estima, avisen al otro, exhorten tal otro; como un buen médico que procura remedios según la necesidad de cada uno: observa a sus pacientes, y aplica a uno remedios benignos, a otro algunos más violentos; no agobia a ninguno de los que necesitan sus cuidados, sino que adapta su arte a las almas y a los cuerpos. Tú entonces, confórmate a las necesidades de la causa, a fin de educar bien el alma del discípulo que tiene los ojos puestos en ti, y de presentar al Padre la virtud de esta alma toda resplandeciente, como digna heredera de sus dones.

Si se comportan así los unos con los otros -los que están establecidos como superiores, y aquellos que los tienen por maestros-, los unos obedeciendo con alegría a los superiores, los otros conduciendo con felicidad a los hermanos hacia la perfección, honrándose recíprocamente (ver Rm 12,10), entonces vivirán sobre la tierra la vida de los ángeles.

Que ningún humo de orgullo se manifieste entre ustedes; sino que la simplicidad, la armonía, un porte franco, forjen el coro.

Y que cada uno se persuada no solamente de que es inferior al hermano que vive con él, sino aún que es inferior a todo hombre: cuando haya entendido esto, será verdaderamente discípulo de Cristo. Como lo ha dicho el Salvador, el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado (Lc 14,11). Y también: Si alguno quiere ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos, pues tampoco el Hijo del hombre ha venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida en rescate por muchos (Mt 20,28 y Mc 23,12). Y el Apóstol: No nos predicamos a nosotros mismos, sino al Señor Jesucristo, siendo para ustedes servidores por amor a Jesús (2 Co 4,5).

Conociendo, pues, los frutos de la humildad y el castigo del orgullo, imiten al Maestro amándose los unos a los otros. Por el bien común, no vacilen más frente a la muerte que frente a cualquier otro sufrimiento; caminen para Dios sobre el camino por donde éste marchó entre nosotros; avancen como un solo cuerpo y una sola alma, hacia la llamada de arriba; amen a Dios y ámense los unos a los otros. Porque la caridad y el temor del Señor, es el más alto cumplimiento de la ley.

El orden de la caridad

Cada uno de ustedes debe establecer el temor y la caridad como un fundamento robusto y firme en su alma, e irrigarla sin cesar con buenas acciones y con la oración perseverante. Porque la caridad hacia Dios no nace ni se desarrolla naturalmente en nosotros por azar, sino con penas y con grandes cuidados, y con la ayuda de Cristo.

Así dice la Sabiduría: Si la buscas como se busca la plata, cual si excavaras un tesoro, entonces comprenderás el temor de Yahvé y hallarás el conocimiento de Dios (Pr 2, 4-5). Ahora bien, encontrando el conocimiento de Dios, tomarás el temor con facilidad, y cumplirás felizmente lo que viene después, quiero decir la caridad para con el prójimo. Porque una vez adquirido con trabajo el amor de Dios, que es el primero y el más grande, el otro que es menor, se agrega al primero con menos dificultad. Pero si el primero falla, el segundo no puede existir auténticamente.

¿Cómo, en efecto, aquel que no ama a Dios con todo su corazón y todo su espíritu, podría darse con sinceridad y asiduamente al amor de sus hermanos, puesto que no cumple para Dios esta caridad a la que uno puede aplicarse solamente para él?

El inventor del pecado encuentra desarmado a este infeliz que no entrega a Dios su alma entera ni comulga con su caridad. Le hace dar un traspié y pronto lo domina por medio de golpes pérfidos: una vez hace parecer pesados los mandamientos de la Escritura e insoportable el servicio de la comunidad; otra vez exalta al hermano llevándolo a la jactancia y al orgullo, a propósito de este servicio que hace a sus co-servidores: lo convence que cumplió ampliamente los mandamientos del Señor, y que es grande en los cielos. Ahora bien, esto no es poca injusticia.

El servidor ferviente y que busca hacer el bien, debe confiar al maestro el juicio a aplicar a su buena voluntad. Que no se haga juez en lugar del maestro, ni tampoco panegirista de su propia vida; porque si es él quien se vuelve juez menospreciando la verdad, no obtendrá recompensa: se recompensó a sí mismo con sus propias alabanzas y con su presunción sustituyó el juicio del superior.

El testimonio del Espíritu

Es el Espíritu de Dios quien debe dar testimonio a nuestro espíritu -lo dice San Pablo- y no nos corresponde a nosotros la evaluación de nuestros actos según nuestro propio juicio. Porque dice: no es el que a sí mismo se recomienda quien está aprobado, sino aquel a quien recomienda el Señor (2 Co 10,12). Ahora bien, cualquiera que no espera con paciencia la recomendación del Señor, sino que se adelanta al juicio de éste, se pierde en las opiniones humanas, organizando con su propia industria su propia gloria entre sus hermanos, y haciendo la obra de un infiel. Porque es infiel aquel que persigue las obras humanas en lugar de las del cielo; el mismo Señor lo dijo: ¿Cómo van a creer ustedes que reciben la gloria unos de otros y no buscan la gloria que procede del único Dios? (Jn 5,44).

¿Con quién podría compararlos? Tal vez con los que purifican el exterior de la copa y del plato, pero el interior está lleno de vicios (ver Mt 23,25). ¡Vigilen en no soportar nada parecido! Ustedes que han dado sus almas "arriba", ustedes que tienen un solo pensamiento: agradar al Señor -y que no quieren perder el recuerdo del cielo, ni recibir los honores de esta vida-, corran pues, escondiendo a la estima de los demás su carrera espiritual. Así el tentador, que sugiere los honores de la tierra, no tendrá la oportunidad de arrancar el espíritu de ustedes de las verdaderas cosas que lo ocupen, y de postrarlo sobre cosas vanas y llenas de mentiras. Si no encuentra ninguna oportunidad para entrar, para seducir a aquellos que por medio del alma viven "arriba", está perdido: yace muerto. Porque es la muerte del diablo probar que su maleficencia es ineficaz y sin resultado.

Los ojos siempre hacia Dios

Si, en cambio, la caridad de Dios está presente en nosotros, el resto vendrá necesariamente con ella: el amor de los hermanos, la dulzura, la sinceridad, la perseverancia y el celo en la oración, en fin, todas las virtudes.

Este tesoro es grande. Por eso para adquirirlo, grandes trabajos son necesarios, trabajos que no apuntan a ser vistos por los hombres, sino para agradar al Señor que ve en lo secreto: a él debemos mirar siempre. ¡Y es necesario explorar el interior de nuestra alma, y meditar los argumentos de la piedad, a fin de que el adversario no encuentre ninguna entrada falsa, ni una plaza libre para sus maquinaciones, que no se ocupe en educar y conducir al "conocimiento del bien y del mal" las partes débiles del alma!

El espíritu dócil a Dios sabe educar estas partes débiles: se asocia toda el alma, la torna hacia el Señor; y con su amor para con Dios, con reflexiones secretas de la virtud, y con la obediencia a los preceptos, él saca el remedio para sanar las partes heridas y apoyarlas sobre las que permanecen sólidas.

Al final, hay una sola guardia del alma, una sola vigilancia, que consiste en acordarse de Dios con un deseo constante y estar siempre ocupados con buenos pensamientos. No nos sustraigamos a este esfuerzo: ni cuando comamos, ni cuando bebamos, ni cuando estemos descansando, ni cuando hagamos una que otra cosa, ni cuando hablemos; a fin de que todo lo que viene de nosotros convenza y termine en la gloria de Dios y no en la nuestra propia, y que nuestra vida no tenga ninguna mancha que venga de la maquinación del Maligno.

Por otra parte, para aquellos que aman a Dios, el trabajo de los mandamientos será fácil y agradable, porque el amor de Dios hace la carrera amable y ligera. Por eso el Maligno lucha también, de todas formas, para ahuyentar de nuestras almas el temor del Señor y disolver la caridad hacia Dios. Rivaliza con ella con placeres prohibidos e incentivos que seducen; y si sorprende al alma desprovista de sus armas espirituales y sin guardia, anula todos nuestros trabajos. Nos hace brillar la gloria de la tierra, dejando a la sombra la del cielo; y en la imaginación de los engañados, hace turbias las cosas que son realmente buenas, para hacer parecer más brillantes las que son buenas sólo en apariencia.

Porque es hábil: si encuentra la guardia adormecida, no atenta, él toma la oportunidad. Entra, salta por encima de los trabajos de la virtud, y siembra por encima del trigo su cizaña: quiero decir el orgullo, el insulto, la vanagloria y el deseo de los honores, la contestación y las otras obras del mal.

Hay que vigilar, pues, acechará por todos los lados la venida del enemigo: entonces, aún si del fondo de su imprudencia tira algún artefacto, éste será rechazado antes de tocar al alma.

El sacrificio aceptado

Acuérdense también de esto y medítenlo: Abel ofreció al Señor un sacrificio de los primogénitos de su rebaño y de su grasa; Caín ofreció frutas de la tierra, pero no de los primeros frutos. Ahora bien, dice la Escritura, que Dios aceptó los sacrificios de Abel pero no los dones de Caín. ¿Qué nos enseña este relato? Que Dios acepta lo que se le presenta con temor y con fe, pero no acepta una ofrenda hecha sin caridad.

Más tarde Abraham recibió la bendición de Melquisedec, solamente después de haber ofrecido al sacerdote de Dios las primicias y las partes principales de todo lo que poseía (ver Hb 7,4; ver Gn 14,18); por las primicias y los mejores frutos hay que entender a la misma alma y el mismo espíritu. La Escritura nos invita, pues, a ofrecer a Dios nuestras alabanzas y nuestras oraciones sin escatimarlas, y a presentar al Señor no cualquier cosa sino lo que hay de principal en el alma: o más bien a elevarla enteramente hacia Dios con toda nuestra caridad y todo nuestro fervor. Así, siempre alimentados por la gracia del Espíritu, y atrayendo hacia nosotros el poder de Cristo, corramos con facilidad la carrera de la salvación. Y esta carrera para la justicia nos parecer liviana y agradable, porque Dios vendrá en nuestro socorro alentando el ardor de nuestros esfuerzos. A través de nosotros cumplir él mismo las obras de la justicia.

La virtudes están relacionadas

Ya se habló bastante sobre la cuestión. En cuanto a las partes de las virtudes, cuáles son las principales para hacer pasar antes de las demás, después las que vienen en segundo lugar y así sucesivamente, no se puede precisar. Porque las virtudes están relacionadas y es entre ellas que elevan hasta el coronamiento a aquel que las cultiva. La sencillez, en efecto, lo entrega a la obediencia, la obediencia a la fe, ésta a la esperanza, y la esperanza a la justicia; la justicia lo lleva al servicio caritativo, y éste servicio a la humildad. La dulzura lo recibe de la humildad y lo lleva a la alegría; la alegría a la caridad, la caridad a la oración. Y así recibiéndolo las unas de las otras y atándoselo las unas y las otras, lo llevan y lo hacen subir hasta la cumbre de su deseo -mientras que, por el contrario, la malicia hace caer a sus adeptos hasta la última perversidad, pasando por todos sus niveles-.

La cumbre de las virtudes: la oración

Sobre todo perseveremos en la oración. Porque ella es el corifeo del coro de las virtudes y es también por medio de ella que pedimos a Dios todas las demás. Aquel que persevera en la oración comulga con Dios: le está unido por una consagración mística, una fuerza espiritual, una disposición que no se puede expresar. Porque, en adelante, tomando al Espíritu como guía y como sostén, arde con la caridad del Señor y hierve de deseos, no pudiendo saciarse con la oración. Más y más se enciende con el amor al bien y reaviva el fervor de su alma según esta palabra de la Escritura: Aquellos que me comen tendrán más hambre, aquellos que me beben tendrán más sed (Sir 24,20). Y también: En mi corazón me has dado la alegría (Sal 4,8). Y el mismo Señor ha dicho: El reino de los cielos está dentro de ustedes (Lc 17,21).

¿Cuál es ese reino dentro de nosotros? ¿Y qué podría ser distinto de esta felicidad que, "desde arriba" nace en las almas por medio del Espíritu? En efecto, no es más que la imagen de las arras, la señal de la felicidad eterna de que gozarán las almas de los santos en la eternidad. El Señor nos consuela, pues, por la fuerza del Espíritu, en todas nuestras tribulaciones: es así que nos salva y que nos hace partícipes de los bienes espirituales y de los carismas del Espíritu. Nos consuela -dice la Escritura- en todas nuestras tribulaciones (2 Co 1,4). Y también: Mi corazón y mi carne se lanzan alegres hacia el Dios viviente (Sal 83,3), y: Es como un festín que mi alma saborea (Sal 62,6). Todo esto nos sugiere en símbolos la alegría y la consolación que vienen del Espíritu.

De tal manera se nos muestra la meta de la piedad; de tal manera se propone a aquellos que abrazan "la vida preciosa a los ojos de Dios". Esta vida se resume en la purificación del alma y en la inhabitación del Espíritu, en la medida que progresan las buenas obras. Que cada uno de ustedes prepare su alma según estos ejemplos: que llegue hasta llenarla del amor de Dios, y que se consagre a la oración y a los ayunos según la voluntad de Dios. Que guarde presente en su memoria las palabras del Apóstol que nos ordena: Oren sin cesar (1 Ts 5,17), y ...perseverando en la oración (Rm 12,12). Y también las del Señor en el Evangelio: ¿Cuánto más Dios hará justicia a sus elegidos que gritan hacia él día y noche? (ver Lc 18, 6-7). Porque dice la Escritura que propuso esta parábola para enseñar que hay que orar siempre sin cansarse nunca (Lc 18,1).

Que el celo para la oración nos procura grandes bienes y que el mismo Espíritu habita en las almas, el Apóstol lo demuestra con sagacidad por medio de las exhortaciones que nos dirige: por la oración constante y la súplica, rezando en el Espíritu en todo tiempo; vigilando, vueltos hacia El, con toda perseverancia y oración (Ef 6,18).

Si alguno de los hermanos se da a esta parte de las virtudes -quiero decir la oración- es a un hermoso tesoro que da sus cuidados, y está prendado de la mayor riqueza; con tal que se aplique con una conciencia recta y firme y no flote voluntariamente al capricho de su pensamiento. Lejos de saldar como por necesidad un pago del cual no puede sustraerse, debe rezar como si diera curso libre al amor y al deseo de su alma, y hacer sentir a todos sus hermanos los buenos frutos de su constancia.

La oración de uno es bendición para todos

Todos los demás deberán darle tiempo, y regocijarse con él por su asiduidad en la oración; así tendrán ellos mismos parte en sus buenos frutos, porque se hacen socios de su vida, por el hecho de cooperar con ella. Por otra parte, el Señor dar el medio para rezar a todos aquellos que se lo piden, según esta palabra: "Aquel que da al orante la oración". Hay que pedir, pues.

Sepan también que aquel que persevera en la oración -asunto tan importante- empeña en este combate todos sus esfuerzos y todo su poder. Porque las grandes recompensas exigen grandes trabajos; tanto más que el mal acecha por encima de todas estas gentes: les pone trampas por todos los lados, corre alrededor de ellos, esforzándose en desviar su celo. De allí viene la torpeza, el agobio del cuerpo y del alma, la indolencia, la acedia, la dejadez, la impaciencia, y todos los demás movimientos y obras del vicio. Por ellos, el alma se pierde: tomada poco a poco por todas sus partes, abandona y se reúne con su propio enemigo.

Es necesario, pues, encargar al alma el control de la razón, como un sabio piloto: nunca entregar su pensamiento a las agitaciones del espíritu malo; no dejarse llevar sobre sus aguas; sino mirar derecho hacia el refugio "de arriba", y ofrecer el alma a Dios, quien la confió en depósito y quien la vuelve a pedir. Porque no se trata de arrojarse de rodillas, de mostrarse asiduo y celoso para la Escritura -como aquellos que se dan a la oración- y dejar al mismo tiempo al pensamiento vagar lejos de Dios: ¡no!. Se debe rechazar toda distracción del pensamiento, toda reflexión intempestiva, y entregar a la oración el alma entera con el cuerpo.

Los superiores deben colaborar a la resolución de aquel que reza así, y mantener su deseo con todo su celo y todos sus alientos. Y que vigilen con cuidado para purificar su alma.

Porque el fruto de las virtudes de aquellos que rezan así está invisible para el entorno y se vuelve extremadamente útil, no solamente para el hermano que progresa rápidamente, sino también para los demás jóvenes, para los que tienen necesidad de aprender: porque este hermano que corre adelante los arrastra; no les queda más que mirar e imitar.

Ahora bien, el fruto de esta oración pura, es la sencillez, la caridad, el espíritu de humildad, la paciencia, la inocencia, y el resto, que produce desde esta vida, antes de los frutos eternos, el esfuerzo del hermano asiduo en la oración.

Con tales frutos, la oración se hace bella; pero si faltan, ella pierde su esfuerzo. Y lo que es verdad de la oración lo es de toda la vía filosófica: si ella tiene esta fecundidad, es verdaderamente el camino de la justicia y conduce hacia su fin auténtico; pero si permanece sin fecundidad, su nombre se vacía de toda significación, y se asemeja a las vírgenes locas, que se quedaron sin aceite para las bodas cuando había llegado el momento.

Ellas no tenían en el alma la luz que es el fruto de la virtud, ni en el pensamiento la lampara del Espíritu. Por eso la Escritura las llama "locas", y con razón, porque su virtud se apagó antes de la llegada del esposo; por eso las excluyó de la recompensa, es decir de las bodas de arriba. Porque no tenían la fuerza del Espíritu, no les tomó en cuenta el celo de su virginidad; y tuvo totalmente razón. Porque ¿a qué sirve trabajar una viña si no da frutos? Es para tener frutos que el viñador asume su trabajo.

¿Y para qué el ayuno, la oración y las vigilias, si no hay paz, ni alegría, ni caridad, ni los demás frutos de la gracia del Espíritu que el Santo Apóstol enumera (Ga 5,22)? Para ellos, el hermano prendado de la alegría de arriba asume todo su esfuerzo; por ellos atrae desde arriba al Espíritu; y tomando consigo la gracia, lleva frutos y goza con felicidad de la cosecha que la gracia del Espíritu ha cultivado en la humildad de sus sentimientos y en su coraje en el trabajo.

La alegría

Es necesario poner todo su ánimo, toda su caridad, toda su esperanza, en los trabajos de la oración, del ayuno y de los demás ejercicios y, sin embargo, permanecer convencidos de que las flores y los frutos de este trabajo son la obra del Espíritu. Si alguien, en efecto, pone el éxito a su cuenta y atribuye todo a sus esfuerzos, la jactancia y el orgullo crecerán en él en lugar de los buenos frutos. Ahora bien, estas pasiones se propalan como una podredumbre en las almas de aquellos que se dejan llevar por ellas: corrompen y anulan su trabajo.

¿Qué debe, pues, hacer aquel que vive para Dios y para su esperanza? Sostener alegremente los combates de la virtud, pero fundar en Dios solo la libertad del alma, su liberación de las pasiones, su ascensión hacia la cima de las virtudes. Poner en El sólo la esperanza de la perfección, y creer que en Dios está la "filantropía".

El hermano que está en estas disposiciones goza de la gracia de Aquel en quien creyó una vez para siempre. Corre sin fatiga y menosprecia la maleficencia del enemigo; porque le es en adelante extranjero, la gracia de Cristo lo ha liberado de sus pasiones.

Y de las mismas maneras que las pasiones malas, cuando se introducen en la naturaleza de los buenos por su negligencia, los hacen caer, produciendo en ellos, sobre una pendiente fácil y rápida, un tipo de placer natural, y llevando como frutos la codicia, la envidia, la depravación, y las demás partes del mal que es nuestro enemigo, así los servidores de Cristo y de la verdad reciben de la gracia del Espíritu -mediante la fe y las obras virtuosas- bienes que están por encima de su naturaleza. Llevan frutos con una inefable alegría, y realizan sin esfuerzo la caridad sin fingimiento y sin retorno, la fe inquebrantable, la paz inviolable, la verdadera bondad, y todas las demás perfecciones. Entonces el alma vuelta mejor que sí misma y más fuerte que la maldad de su enemigo, se presenta al Espíritu adorable y santo como una habitación pura. Recibe de él la inconmovible paz de Cristo, por medio de la cual adhiere al Señor y se une definitivamente con él.

La cumbre de la alegría: participar de la Pasión de Cristo

Cuando el alma recibió la gracia del Espíritu, se unió por medio de ella al Señor, y se hizo un solo espíritu con él, no sólo ejecuta rápidamente las obras de la virtud que se volvió suya -sin tener que luchará contra el enemigo, puesto que en adelante ella es más fuerte que los asaltos de su mal designio- sino, lo que sobrepasa todo lo demás, ella recibe en sí misma los sufrimientos de la Pasión del Salvador: y está colmada de felicidad por ella, más que los aficionados de esta vida de acá abajo que gozan de honores, de glorias y del poder que vienen de los hombres.

Porque, para el cristiano que recibió la gracia y que, por el don del Espíritu y el buen gobierno de su vida, progresa "hacia la medida de la edad del conocimiento", la gloria, la satisfacción, el gozo que sobrepasa toda voluptuosidad, es el ser odiado a causa de Cristo, ser perseguido, aguantar todos los ultrajes y todas las humillaciones por la fe en Dios.

Porque la esperanza de un hombre así en la resurrección y en los bienes futuros es total; pues todos los ultrajes, todos los tormentos, los suplicios, los sufrimientos cualesquiera que sean y hasta la misma cruz, le son bienestar, descanso, y prenda de tesoros celestiales. Felices ustedes, dice el Señor, cuando todos los hombres los maldigan y los persigan, y digan contra ustedes todo el mal posible, mintiendo a causa de mí. Regocíjense y estén alegres, porque la recompensa de ustedes es grande en los cielos (Mt 5, 11-12; ver Lc 6, 22-23).

Y el Apóstol: Me regocijo en las tribulaciones (Rm 5,3). En otra parte: Con gusto me gloriaré de mis debilidades, para que viva en mí la fuerza de Cristo. Por eso me complazco en mis debilidades, en los ultrajes, en los contratiempos, en los encarcelamientos: porque cuando soy débil entonces soy fuerte (2 Co 12, 9-10). Y también: Como servidores de Dios, con inagotable paciencia (2 Co 6,4). La misma gracia del Espíritu Santo, en efecto, tomó posesión del alma toda entera, y llenó su morada con alegría y con fuerza. Por medio de la esperanza de los bienes futuros saca del alma el sentimiento del dolor presente, y le hace dulce los sufrimientos de la Pasión del Señor.

Puesto que es "hacia arriba", con la fuerza del Espíritu que los ayuda, que ustedes edifican el poder y la gloria, condúzcanse como ciudadanos "de arriba". Como fundamentos, lleven con alegría todos sus trabajos y todos sus combates: así serán juzgados dignos de ser morada del Espíritu y los coherederos de Cristo. No se dejen llevar nunca por el relajamiento, ni por la desidia siguiendo la pendiente de la facilidad, porque caerían y se volverían para los demás una ocasión de pecado.

Pero si algunos no han alcanzado todavía la intensidad de la oración más alta, ni la energía y la fuerza que son obligatorias en este asunto, y si se ven atrasados en esta virtud, que cumplan entre otras la obediencia, por el poder de Dios: sirviendo con buen ánimo, trabajando alegremente, ocupándose de lo necesario con gusto.

Pero no sueñen con ser recompensados por la estima y la opinión de los hombres. Y no se entreguen a sus trabajos con indiferencia y negligencia, ni como si sirvieran a cuerpos y almas que les son extranjeros, sino como si sirvieran a los servidores de Cristo, como si socorrieran a "nuestras propias entrañas". Así es como la obra de ustedes aparecerá pura y sin fraude delante del Señor.

Que nadie se borre frente al esfuerzo de las buenas obras, como si fuera incapaz de ejecutar estas acciones que salvan al alma; porque Dios no prescribe a sus servidores cosas imposibles. Nos dio el ejemplo de su caridad y de su bondad divinas, ricas y desparramadas con profusión sobre todos; y da a cada uno, según su voluntad, el hacer el bien que puede. Ninguno de aquellos que quieren firmemente ser salvados fracasan. Quienquiera que sea, dice el Señor, que dé un vaso de agua fresca a uno de los míos por ser mi discípulo, en verdad les digo que no perderá su recompensa (Mt 10,42; ver Mc 9,41).

¿Qué hay más fácil que este mandamiento? Y por un vaso de agua fresca, una recompensa celestial. Fíjense la desmedida de esta "filantropía": Lo que han hecho a uno de estos, dice, me lo han hecho a mí (Mt 25,40). El mandamiento es pequeño, pero el salario de la obediencia es grande: está pagado por Dios con magnificencia.

Seremos juzgados en el amor

El no pide, pues, nada que supera tus fuerzas. Pero, sea que hagas una cosa pequeña, sea que hagas una grande, el salario resulta según tu intención: si actúas en nombre y por el temor de Dios, el don viene a ti resplandeciente e inamisible; si por el contrario, es para la pompa, para la gloria humana, escucha al mismo Señor que afirma: En verdad les digo, que ya han recibido su paga (Mt 6,2).

Para preservarnos de semejante desgracia, advierte a sus discípulos y a nosotros mismos a través de ellos: Cuídense de hacer su limosna, su oración y su ayuno delante de los hombres; porque entonces no tendrán recompensa de su Padre que está en los cielos (Mt 6,1 ss).

La gloria que está cerca del Padre

El ordena evitar, y aun huir de estas alabanzas muertas que vienen de los mortales, y de la gloria efímera que huye de nosotros, y buscar la única gloria cuya belleza es indecible y no tiene fin.

Que podamos, por medio de esta gloria que nos será dada, glorificará también nosotros al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, por los siglos de los siglos. Amén.

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