1,1. Porque nosotros no habríamos podido aprender de otra manera las cosas divinas, si nuestro Maestro, el Verbo, no se hubiese hecho hombre; ni algún otro podía narrarnos las cosas del Padre (Jn 1,18), [1121] sino su propio Verbo: <<¿Pues quién (fuera de él) conoce la mente del Señor? ¿o quién es su consejero?>> (Rom 11,34). Ni nosotros habríamos podido aprender de otro modo, sino viendo a nuestro Maestro y participando de su voz con nuestros oídos, como imitadores de sus obras, que se hacen cumplidores de sus palabras (Sant 1,22), que tienen comunión con él (1 Jn 1, 6). Nosotros, los que hemos nacido recientemente, recibimos el crecimiento del que es perfecto y anterior a toda la creación, y el único bueno y excelente; y a semejanza de aquél, para obtener de él el don de la incorrupción, puesto que hemos sido predestinados a existir (Ef 1,11-12) cuando aún no existíamos, según el preconocimiento del Padre (1 Pe 1,2); y comenzamos a existir por el ministerio del Verbo en los tiempos prefijados[357].
El es completo en todo, como Verbo poderoso y hombre verdadero, y nos compró con su sangre a la manera propia del Verbo[358] (Col 1,14), dándose a sí mismo en rescate (1 Tim 2,6) por los que habíamos sido hechos cautivos. Y como de modo injusto dominaba sobre nosotros la apostasía, y siendo nosotros, por naturaleza, propiedad de Dios todopoderoso, nos enajenó contra naturaleza y nos hizo sus discípulos; como el Dios Verbo es poderoso y no falla en la justicia, justamente se volvió contra esa apostasía, para redimir de ella lo que era suyo; no por la fuerza, como aquélla había dominado nuestros inicios arrebatando insaciablemente lo que no era suyo; sino por persuasión, como convenía a un Dios que persuade y que no nos fuerza a recibir lo que él quiere; de modo que ni se destruyese lo que es justo ni se perdiese la antigua criatura de Dios.
Así pues, el Señor nos redimió con su propia sangre (Col 1,14), dando su vida por la nuestra y su carne por nuestra carne, y derramando el Espíritu del Padre para la unidad y comunión entre Dios y los hombres. Así trajo a Dios a los hombres mediante el Espíritu; y levantando los hombres a Dios por medio de su propia carne, por su venida nos otorgó su inmortalidad de manera firme y verdadera, mediante la comunión con él. Con esto se destruyen todas las doctrinas de los herejes.
1,2. Están locos, pues, quienes dicen que él se manifestó en apariencia; [1122] porque estas cosas no sucedían en apariencia, sino en la substancia de la verdad. Porque si no siendo hombre aparecía como hombre, entonces no habría seguido siendo en verdad lo que era, Espíritu de Dios[359], ya que el Espíritu es invisible; ni habría alguna verdad en él, ya que no era lo que parecía. Ya hemos dicho que Abraham y los demás profetas lo habían visto proféticamente, y habían profetizado por la visión lo que habría de ser en el futuro. Pero si luego apareció sin ser aquello que parecía, entonces habría sido para los hombres sólo una visión profética, y entonces habría que esperar la venida de aquél, tal como debía ser según se vería entonces en aparición profética. Ya hemos demostrado que es lo mismo afirmar que se manifestó en apariencia, y que nada tomó de María; porque no habría tenido verdadera carne y sangre para por ellas redimirnos, si no hubiese recapitulado en sí la antigua criatura de Adán. Están pues locos los valentinianos que esto enseñan, porque anulan la vida de la carne al rechazar la obra modelada por Dios.
1,3. También están locos los ebionitas cuando rechazan la unión de Dios y del hombre, porque no lo reciben por la fe en su alma. Perseveran en el viejo fermento de su viejo origen[360], y no quieren comprender que el Espíritu Santo descendió sobre María, y el poder del Altísimo la cubrió. Por eso el que fue engendrado es santo e Hijo de Dios Altísimo, Padre de todas las cosas, el cual, llevando a cabo la encarnación, reveló un nuevo nacimiento. [1123] Pues así como por el viejo nacimiento heredamos la muerte, así por este nacimiento heredamos la vida.
De esta manera ellos condenan la mezcla del vino celeste, y quieren ser sólo agua mundana, y por eso no aceptan que Dios entre en comunión con ellos; sino que perseveran en aquel Adán vencido y echado del paraíso. No miran que, así como al principio el aliento de vida que Dios sopló en Adán, al unirse con la criatura plasmó al hombre, mostrándolo animal racional, así también al final el Verbo del Padre y el Espíritu de Dios, unido a la substancia de Adán como a su antigua criatura, lo transforma en hombre viviente y perfecto, y capaz de recibir al Padre perfecto. De este modo, así como todos hemos muerto en la condición animal, así también todos tendremos la vida en la espiritual. Porque Adán jamás escapó de las manos de Dios, a las cuales el Padre dijo: <<Hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza>> (Gén 1,26). Por eso, al final, no por deseo de la carne ni por deseo de varón (Jn 1,13), sino por el beneplácito del Padre, sus manos llevaron a plenitud al hombre viviente, para que se haga conforme a la imagen y semejanza de Dios[361].
2,1. Igualmente están locos quienes afirman [1124] que el Señor vino a lo que no era suyo, como si hubiese anhelado lo ajeno, a fin de presentar a un hombre hecho por otro, a un Dios que ni lo habría hecho ni creado; sino que habría quedado desde el principio privado de su propia hechura humana. Su venida habría sido injusta, pues según ellos habría venido a lo que no le pertenecía; ni nos habría redimido con su sangre si no se hubiese hecho hombre verdadero, para restaurar a su creatura; pues, según dice la Escritura, el hombre fue hecho a imagen y semejanza de Dios (Gén 1,26). De este modo, no arrebató dolosamente lo ajeno, sino que asumió con justicia y benignidad lo que era suyo: con justicia en cuanto a la apostasía, pues con su sangre nos liberó de ella (Col 1,14); y con benignidad respecto a nosotros, los que hemos sido redimidos. Pues ni nosotros le hemos dado nada (Rom 11,35) para merecerlo, ni él necesita de nosotros como si fuese un indigente; pues somos nosotros a quienes hace falta cuanto nos lleva a la comunión con él. Por eso se entregó generosamente a sí mismo, a fin de reunirnos en el seno del Padre.
2.2. Están enteramente locos quienes rechazan toda la Economía de Dios, al negar la salvación de la carne y despreciar su nuevo nacimiento, pues dicen que ella no es capaz de ser incorruptible. Pues si ésta no se salva, entonces ni el Señor nos redimió con su sangre, ni el cáliz de la Eucaristía es comunión con su sangre, ni el pan que partimos es comunión con su cuerpo (1 Cor 10,16). Porque la sangre no puede provenir sino de las venas y de la carne, [1125] y de todo lo que forma la substancia del hombre, por la cual, habiéndola asumido verdaderamente el Verbo de Dios, nos redimió con su sangre. Como dice el Apóstol: <<En él tenemos la redención por su sangre y la remisión de los pecados>> (Col 1,14). Y, como somos sus miembros (1 Cor 6,15) y nos alimentamos por medio de creaturas, él mismo nos facilita su creación, haciendo salir el sol y llover como él quiere (Mt 5,45). Pues él mismo confesó que el cáliz, que es una creatura, es su sangre (Lc 22,20; 1 Cor 11,25), con el cual hace crecer nuestra sangre; y el pan, que es también una creatura, declaró que es su propio cuerpo (Lc 22,19; 1 Cor 11,24), con el cual hace crecer nuestros cuerpos.
2.3. En consecuencia, si el cáliz mezclado[362] y el pan fabricado reciben la palabra de Dios[363] para convertirse en Eucaristía de la sangre y el cuerpo de Cristo, y por medio de éstos crece y se desarrolla [1126] la carne de nuestro ser, ¿cómo pueden ellos negar que la carne sea capaz de recibir el don de Dios que es la vida eterna, ya que se ha nutrido con la sangre y el cuerpo de Cristo, y se ha convertido en miembro suyo? Cuando escribe el Apóstol en su Carta a los Efesios: <<Somos miembros de su cuerpo>> (Ef 5,30), de su carne y de sus huesos, no lo dice de algún hombre espiritual e invisible -pues <<un espíritu no tiene carne ni huesos>> (Lc 24,39)- sino de aquel ser que es verdadero hombre, que está formado por carne, huesos y nervios, el cual se nutre de la sangre del Señor y se desarrolla con el pan de su cuerpo.
[1127] Cuando una rama desgajada de la vid se planta en la tierra, se pudre, crece y se multiplica por obra del Espíritu de Dios que todo lo contiene. Luego, por la sabiduría divina, se hace útil a los hombres, y recibiendo la Palabra de Dios, se convierte en Eucaristía, que es el cuerpo y la sangre de Cristo. De modo semejante también nuestros cuerpos, alimentados con ella y sepultados en la tierra, se pudren en ésta para resucitar en el tiempo oportuno: es el Verbo de Dios quien les concede la resurrección, para la gloria de Dios Padre (Fil 2,11). Este es quien transforma lo mortal en inmortal, y a lo corruptible concede gratuitamente hacerse incorruptible (1 Cor 15,53), pues el poder de Dios se manifiesta en la debilidad (2 Cor 12,9).
Por eso no debemos presumir de tener la vida por nosotros mismos, pues esto sería levantarse contra Dios, con una mente ingrata. Al contrario, por la experiencia hemos de aprender que de su grandeza, y no de nuestra naturaleza, recibimos como don el vivir para siempre. Así pues, ni vayamos alguna vez a privarnos de la gloria que de Dios procede, ni ignoremos lo que es nuestra naturaleza; [1128] sino que hemos de saber cuál es el alcance del poder divino, y qué recibe el hombre en razón de beneficio. De este modo no erraremos acerca de la verdadera comprensión de lo que es propio de Dios y de lo que al hombre corresponde. ¿O acaso, como antes hemos dicho, no ha permitido Dios que nosotros nos desintegremos (en la tierra), a fin de que por todos los medios hagamos el esfuerzo por aprender, venciendo la ignorancia sobre Dios y sobre nosotros mismos?
3,1. En su segunda Carta a los Corintios el Apóstol muestra con toda claridad que el hombre fue dejado a su propia debilidad, no fuese a suceder que, por orgullo, se apartase de la verdad: <<Y para que por la sublimidad de las revelaciones no me engría, se me dio el aguijón de la carne, un ángel de Satanás que me abofetea. Por eso le pedí al Señor que me lo quitara, pero él me dijo: Te basta mi gracia, porque el poder se perfecciona en la debilidad. Por este motivo me glorío en mis debilidades, a fin de que habite en mí el poder de Cristo>> (2 Cor 12,7-9). [exclamdown]Cómo! -te dirá alguno-, ¿el Señor quiso que su Apóstol fuese abofeteado y que sufriera tal debilidad? Sí, te dice la Palabra, <<porque el poder se perfecciona en la debilidad>>, haciendo mejor a aquel que por su debilidad descubre [1129] la potencia de Dios. Pues, ¿de qué otra manera el hombre podía reconocerse débil y mortal por naturaleza, y a Dios inmortal y poderoso, si no hubiese aprendido por propia experiencia lo que son uno y otro?
Ningún mal hay en descubrir la propia debilidad al sufrirla, pues éste es mayor bien que errar acerca de la propia naturaleza. En cambio, alzarse contra Dios y presumir de la gloria como si fuese propia, torna ingrato al hombre, lo cual le causa mucho daño; pues le arrebata al mismo tiempo la verdad y el amor que debe a aquel que lo hizo. Pero la experiencia de lo uno y de lo otro le proporciona el verdadero saber acerca de Dios y del hombre, y aumenta en éste el amor a Dios; pues ahí donde abunda el amor, ahí también se acrecienta la gloria, por el poder de Dios, de aquellos que lo aman[364].
3.2. Desprecian el poder de Dios y no contemplan la verdad, quienes miran la debilidad de la carne sin contemplar también el poder de aquel que la resucita de entre los muertos (Heb 11,19). Si no da la vida a lo mortal ni la incorrupción a lo corruptible, entonces Dios deja de ser poderoso. Pero, que en todas estas cosas Dios manifiesta su poder, lo podemos descubrir en nuestro origen, pues Dios modeló al hombre del barro de la tierra (Gén 2,7). Y, sin embargo, es más difícil y duro de creer que han sido hechos de la nada los huesos, los nervios [1130] y las venas y toda la estructura del hombre para que éste exista como un animal racional, que el volver a reintegrar a aquel que había sido creado y luego se había deshecho en la tierra, regresando a aquellos elementos de los que al principio había sido plasmado cuando aún no existía. Porque aquel que a los comienzos hizo que existiera lo que no existía, cuando él lo quiso, mucho más, según su voluntad, volverá de nuevo a restituir a la vida a aquéllos a quienes él se la ha dado.
Se descubrirá que la carne es capaz de recibir el poder de Dios, así como al principio acogió su arte. Una parte de ésta llegó a ser ojo que ve, otra oído que oye, otra mano que obra y palpa, otra nervios extendidos por todo el cuerpo para dar forma a los miembros, otra arterias y venas por las que circulan la sangre y la respiración, otra vísceras diversas, otra sangre, dando lugar a la unión del alma con el cuerpo. [1131] ¿Qué más decir? No es posible enumerar todos los elementos de los miembros humanos, que no provienen de otra fuente sino de la grande sabiduría de Dios (Sal 104[103],24). Pues todo aquello que participa de la sabiduría de Dios, también tiene parte en su poder.
3.3. La carne, pues, no está privada de la sabiduría y del poder de Dios: porque el poder de aquel que le da la vida, se muestra en la debilidad (2 Cor 12,9), esto es, en la carne. Si esto es así, que quienes hipotizan que la carne no es capaz de la vida como don de Dios nos digan si ellos mismos en este momento viven y participan de esta vida, o si se consideran ahora mismo ya muertos. Mas si están muertos, ¿cómo se mueven, hablan y realizan todas aquellas obras propias de vivos y no de muertos? Pero si ahora viven y todo su cuerpo está lleno de vida, ¿confiesan que tienen vida en el presente? Porque si no, serían como aquel que, teniendo en la mano una esponja llena de agua o una antorcha encendida, dijese que una esponja no es capaz de contener agua o una antorcha fuego. [1132] De manera semejante ellos, diciendo vivir y alegrándose de tener vida en sus miembros, teorizan que sus miembros no son capaces de la vida. Y eso que esta vida temporal, siendo mucho más débil que la eterna, sin embargo es tan poderosa que puede vivificar nuestros cuerpos mortales (Rom 8,11). ¿Por qué la vida eterna no será capaz de vivificar la carne ya ejercitada y acostumbrada a llevar la vida?
Que la carne participe de la vida verdadera, se muestra por la misma vida presente: pues vive en cuanto Dios quiere que viva. Y que Dios es poderoso para dar la vida, es evidente: pues nosotros vivimos porque él nos ha concedido la vida. Y siendo Dios poderoso para dar la vida a su creatura, siendo capaz de vivificar la carne, ¿qué puede impedir que la carne pueda recibir la incorrupción, la cual no es sino una larga vida sin fin que Dios concede?
[1133] 4,1. Aquellos que fabrican otro Padre al que llaman bueno, fuera del Demiurgo se engañan a sí mismos; pues, al afirmar que no es él quien vivifica a nuestros cuerpos, lo suponen débil, inútil y negligente, por no decir egoísta y celoso. Pues ellos mismos dicen que muchas cosas, de todos conocidas, son inmortales, como el espíritu, el alma y otras semejantes, porque el Padre les da la vida; pero éste deja otras cosas, las cuales no podrían dar la vida si Dios no se la da; eso prueba que tal Padre de ellos es débil e impotente, e incluso celoso y envidioso. Ya hemos expuesto cómo el Demiurgo da vida a nuestros cuerpos mortales en este mundo y, como lo ha prometido por los profetas, les dará la resurrección: ¿quién puede mostrarse más poderoso, más fuerte y realmente bueno? ¿el Demiurgo, que da vida a todo el ser humano, o el que ellos falsamente llaman Padre, el cual finge dar la vida a aquellos seres que son por naturaleza inmortales, pero que abandona a aquellos que necesitan de su ayuda para vivir, no dándoles benignamente la vida, sino dejándolos negligentemente en la muerte? Este, al que ellos llaman Padre, ¿o no les da la vida aunque podría dársela, o no se la da porque pudiendo no quiere hacerlo? Si no lo hace porque no está en su poder, entonces dicho Padre no es poderoso ni perfecto como el Demiurgo: pues el Demiurgo da la vida, como se ve claramente, mientras aquél no podría darla. Si en cambio no lo hace porque pudiendo dar la vida no la quiere dar, entonces dicho Padre no es bueno, sino egoísta y negligente.
4,2. Mas si ellos aducen otra causa por la cual el que ellos llaman Padre no da la vida a los cuerpos, por fuerza dan a entender que tal causa es más poderosa que el Padre; porque dicha causa limitaría su bondad, y por tanto su benignidad quedaría debilitada por la pretendida causa. Pues que los cuerpos son capaces de recibir la vida, es para todos evidente: porque viven según Dios quiere que vivan; por este motivo ellos no pueden alegar que los cuerpos sean incapaces de vivir. [1134] Pero si, pudiendo participar de la vida, no la reciben por otra causa o necesidad, en tal caso el Padre que ellos hipotizan está sujeto a tal necesidad o causa, y por tanto no es libre y dueño de sus decisiones.
5,1. Si Dios lo quiere, los cuerpos humanos pueden vivir mucho tiempo. Si leen las Escrituras, encontrarán que hombres de la antigüedad superaron los 700, 800 o 900 años: sus cuerpos alcanzaban a vivir largo tiempo, y gozaban de la vida cuanto Dios quería que ellos viviesen. ¿Qué decir sobre ellos? Enoc fue agradable a Dios, y fue trasladado en su cuerpo (Gén 5,24) a la otra vida, para indicar la sobrevivencia de los justos. Y Elías fue asumido en su substancia criatural (2 Re 2,11), como un anuncio profético de la asunción de los hombres espirituales. El cuerpo no les impidió ser trasladados y asumidos; porque los trasladaron y asumieron las mismas manos que al principio los habían creado.
Las manos de Dios se habían acostumbrado en Adán a ordenar, [1135] sostener y apoyar a su criatura, y a ponerla y cambiarla a donde querían. ¿Dónde fue colocado el primer hombre? En el paraíso, como dice la Escritura: <<Y Dios plantó un jardín en el Edén, hacia el oriente, y ahí puso al hombre que había formado>> (Gén 2,8). De ahí fue arrojado a este mundo, una vez que pecó. Por eso dicen los presbíteros, discípulos de los Apóstoles, que allá se llevó a quienes fueron trasladados (porque el paraíso se preparó para los justos, portadores del Espíritu: ahí fue elevado también Pablo, que escuchó palabras inefables para quienes vivimos en este mundo: 2 Cor 12,4). Allí permanecen hasta la consumación (de los siglos) preludiando la incorrupción.
5,2. Hay quienes juzgan imposible que algunos hombres hayan vivido tanto tiempo, y que Elías haya sido arrebatado en la carne, habiendo sido consumida su carne en el carro de fuego (2 Re 2,11). Ese tal caiga en la cuenta de que también Jonás, arrojado al mar y absorbido en el vientre de la ballena, por mandato de Dios de nuevo fue echado salvo a tierra (Jon 1-2). Igualmente Ananías, Azarías y Misael, arrojados al horno de fuego encendido siete veces, ni sufrieron daño ni olieron [1136] a carne quemada (Dan 3). En todos ellos la mano de Dios realizó estas cosas impensadas e imposibles a la naturaleza humana. ¿Por qué admirarse, pues, si también en aquellos que mueren obra algo para nosotros impensado, sujeto a la voluntad del Padre? Dicha mano es el Hijo de Dios, según dice la Escritura que el rey Nabucodonosor exclamó: <<¿Acaso no he echado al horno a tres varones? Pues yo veo a cuatro caminar en medio del fuego, y el cuarto parece el Hijo de Dios>> (Dan 3,91-92).
Por consiguiente, ni la naturaleza de todas las cosas creadas, ni la debilidad de la carne, son más fuertes que la voluntad divina. Dios no está sujeto a las cosas que ha hecho, sino éstas a él, y en todo sirven a su voluntad. Por eso dice el Señor: <<Lo que es imposible para los hombres, es posible para Dios>> (Lc 18,27). Pues así como a quienes ignoran las economías de Dios[365] les es imposible entender que algún ser humano pueda vivir tantos años, así también algunos que vivieron antes que nosotros siguen viviendo después de haber sido trasladados (al cielo), según la longevidad que los primeros prefiguraron (Sal 23[22],6), al salir salvos del vientre de la ballena y del horno ardiente: porque eran llevados por la mano de Dios, para mostrar su poder. Lo mismo sucede ahora, aunque haya quienes, ignorando el poder y la promesa de Dios, se oponen a su propia salvación; pues juzgan imposible que Dios resucite a los muertos a fin de concederles durar para siempre. Mas la incredulidad de éstos no puede anular la fidelidad de Dios (Rom 3,3).
6.1. Dios será glorificado en su criatura [1137] que por su bondad ha hecho semejante a él, y conforme a la imagen de su Hijo. Pues el hombre, y no sólo una parte del hombre, se hace semejante a Dios, por medio de las manos de Dios, esto es, por el Hijo y el Espíritu. Pues el alma y el Espíritu pueden ser partes del hombre, pero no todo el hombre; sino que el hombre perfecto es la mezcla y unión del alma que recibe al Espíritu del Padre, y mezclada con ella la carne[366], que ha sido creada según la imagen de Dios. Por eso dice el Apóstol: <<Hablamos de la sabiduría de los perfectos>> (1 Cor 2,6); llamando perfectos a quienes recibieron el Espíritu de Dios, y que hablan en todas las lenguas por el Espíritu de Dios, como él mismo hablaba.
También nosotros hemos oído a muchos hermanos en la Iglesia, que tienen el don de la profecía[367], y que hablan en todas las lenguas por el Espíritu, haciendo público lo que está escondido en los hombres y manifestando los misterios de Dios, a quienes el Apóstol llama espirituales (1 Cor 2,15): éstos son espirituales, porque participan del Espíritu; pero no desnudos y privados de la carne, como si lo recibiesen sólo de manera desnuda. Pues si alguien prescindiera de la substancia de la carne, esto es de la criatura, y quisiera entender lo anterior como dicho sólo del puro espíritu[368], entonces no se podría hablar de que el hombre en cuanto tal es espiritual, sino sólo del espíritu del hombre y del Espíritu de Dios (1 Cor 2,11). Mas este Espíritu se une a la criatura al mezclarse con el alma; y así por la efusión del Espíritu, el hombre se hace perfecto y espiritual: y éste es el que ha sido hecho según la imagen y [1138] semejanza de Dios (Gén 1,26). Si le faltase el Espíritu al alma, entonces seguiría como tal, siendo animado; pero quedaría carnal, en cuanto se le dejaría siendo imperfecto[369]: tendría la imagen en cuanto criatura, pero no recibiría la semejanza por el Espíritu.
Pues así como éste sería imperfecto, así también, si alguno suprimiera la imagen y despreciara la creatura, ya no podría hablar de todo el hombre, sino sólo o de una parte del hombre (como arriba dijimos) o de algo distinto del hombre. No es que la sola carne creada sea de por sí el hombre perfecto, sino que es sólo el cuerpo del hombre y una parte suya. Pero tampoco sola el alma es ella misma el hombre; sino que es sólo el alma del hombre y una parte del hombre. Ni el Espíritu es el hombre: pues se le llama Espíritu y no hombre. Sino que la unión y mezcla de todos éstos es lo que hace al hombre perfecto. Por eso el Apóstol, manifestándose a sí mismo, explicó que el hombre espiritual y perfecto es el que se salva, según afirma en la primera Epístola a los Tesalonicenses: <<El Dios de la paz os santifique y haga perfectos, y que todo vuestro ser, Espíritu, alma y cuerpo, permanezcan sin mancha hasta la venida del Señor Jesucristo>> (1 Tes 5,23). ¿Y qué otro motivo tenía para suplicar que hasta la venida del Señor perseverasen íntegros y perfectos estos tres, o sea el alma, el cuerpo y el Espíritu, si no supiese que era única y la misma, la salvación de todos los tres íntegros y unidos? Por eso llama perfectos a quienes muestran al Señor estos tres elementos sin mancha. Son, pues, perfectos quienes tuviesen en sí de modo permanente al Espíritu de Dios, conservando sin mancha el cuerpo y el alma. Al decir <<de Dios>>, se refiere a los que conservan la fe en Dios, y mantienen la justicia respecto a su prójimo.
[1139] 6,2. Por eso dice que la carne plasmada es templo de Dios: <<¿No sabéis que sois templos de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno violase el templo de Dios, Dios lo destruirá; porque el templo de Dios es sagrado, y éste sois vosotros>> (1 Cor 3,16). Abiertamente llama templo al cuerpo en el cual habita el Espíritu. Así como dice el Señor: <<Destruid este templo, y en tres días lo resucitaré. Y esto lo dijo refiriéndose a su cuerpo>> (Jn 2,19.21). Pero no sólo sabe que nuestros cuerpos son templos, sino que son templos de Cristo, como cuando dice a los Corintios: <<¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? ¿Y tomaré los miembros de Cristo para hacerlos miembros de una prostituta?>> (1 Cor 6,15). No afirma esto de ningún otro hombre espiritual; pues tampoco se abrazó él a una meretriz: sino que se refiere a nuestro cuerpo (esto es, al que vive en la santidad y pureza), cuando lo llama miembro de Cristo; porque éste es el que, al unirse a una meretriz, se hace miembro de la meretriz. Por eso dice: <<Si alguno violase el templo de Dios, Dios lo destruirá>> (1 Cor 3,17). Pues si alguno afirma que el templo de Dios, en el cual habita el Espíritu del Padre, y los miembros de Cristo no participan de la salvación, sino que están condenados a la perdición, ¿no dirá la más grande blasfemia? Y porque nuestros cuerpos no resucitan en virtud de su propia naturaleza, sino por la virtud de Dios, escribe a los Corintios: <<El cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor, y el Señor para el cuerpo. Dios resucitó al Señor, y nos resucitará por su poder>> (1 Cor 6,13-14).
7,1. Así como Cristo resucitó en su carne y mostró a los discípulos los agujeros de los clavos y la abertura del costado (Jn 20,20-27), lo cual es signo de la carne que resucitó de entre los muertos; de manera semejante, dice, nos resucitará por su poder (1 Cor 6,14). Y también dice a los Romanos: <<Si el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos dará vida también a vuestros cuerpos mortales>> (Rom 8,11). [1140] ¿Cuáles son estos cuerpos mortales? ¿Acaso las almas? Pero las almas son incorpóreas, en comparación con nuestros cuerpos mortales: en el hombre Dios <<sopló sobre su cara el soplo de vida, y el hombre se convirtió en alma viviente>> (Gén 2,7). Este es el soplo de la vida no corpórea. Ni siquiera ellos pueden tachar de mortal al alma, que es el soplo de vida. Por eso David dice: <<Y mi alma vivirá para Dios>> (Sal 22[21],31), refiriéndose a la substancia inmortal que en él habitaba. Tampoco pueden ellos llamar al Espíritu un cuerpo mortal.
¿Qué queda, pues, por llamar cuerpo mortal, sino el plasma, o sea la carne, de la cual se afirma que Dios le dará la vida? Esta es la que muere y se deshace, no el alma ni el espíritu. Porque morir consiste en perder la respiración y la fuerza vital, y convertirse en un ser inmóvil e inanimado, para retornar a aquellos elementos de los cuales al inicio sacó su substancia. Esto no puede sucederle al alma, que es el soplo de vida; ni al Espíritu, que no es compuesto sino simple, y así no puede disolverse, sino que, por el contrario, es él la vida de aquellos que de él participan. Lo único que queda, pues, es que la muerte se refiera a la carne. Esta, una vez que el alma se aparta, queda inanimada y sin respiración, y poco a poco se disuelve en la tierra de la que fue sacada. Esta, pues, es la mortal. Y ésta es de la que está escrito: <<Dará vida a vuestros cuerpos>> (Rom 8,11). Y por eso dice sobre ella en la primera Carta a los Corintios: <<Así sucede en la resurrección de los muertos: se siembra en la corrupción, resucita en incorrupción>> (1 Cor 15,41). Y también dice: <<Lo que tú siembras no recibe la vida, si antes no muere>> (1 Cor 15,36).
7,2. ¿Qué es lo que como grano de trigo se siembra y se pudre en la tierra, sino los cuerpos que se ponen en tierra, en la cual se arroja la semilla? Y por eso afirma: <<Se siembra en deshonor, resucita en gloria>> (1 Cor 15,43). Pues ¿qué es más deshonroso que la carne muerta? ¿Y qué más glorioso que la carne resucitada que recibe la incorrupción? <<Se siembra en debilidad, resucita en poder>>: en su debilidad, porque siendo de tierra a la tierra regresa; mas en el poder de Dios, que la resucita de los muertos: [1141] <<Se siembra un cuerpo animal, resucita un cuerpo espiritual>> (1 Cor 15,44). Sin duda enseñó que este discurso no se refiere al alma o al Espíritu, sino a los cuerpos muertos. Estos son cuerpos animales, esto es, que participan del alma; pero cuando la pierden, mueren; luego, resucitados por el Espíritu, se tornan cuerpos espirituales, para tener la vida por el Espíritu que siempre permanece. Escribe: <<Ahora conocemos en parte, y en parte profetizamos; mas entonces cara a cara>> (1 Cor 13,9.12). Esto es lo que también Pedro dijo: <<Al que amáis sin verlo; en el cual ahora creéis sin verlo; mas los que creéis os alegraréis con gozo indescriptible>> (1 Pe 1,8). Pues nuestro rostro verá el rostro de Dios y se gozará con alegría inefable; es decir, al ver su propio gozo (de Dios).
8,1. Ahora recibimos alguna parte de su Espíritu, para perfeccionar y preparar la incorrupción, acostumbrándonos poco a poco a comprender y a portar a Dios. El Apóstol lo llamó prenda (es decir, parte de la gloria que Dios nos ha prometido), cuando dijo en la Epístola a los Efesios: <<En él también vosotros, escuchada la palabra de la verdad, el Evangelio de vuestra salvación, creyendo en él habéis sido sellados con el Espíritu Santo de la Promesa, que es prenda de nuestra herencia>> (Ef 1,13-14). Por ello esta prenda, al habitar en nosotros, ya nos hace espirituales, y la mortalidad es absorbida por la inmortalidad (2 Cor 5,4), pues dice: <<Vosotros no estáis en la carne, sino en el Espíritu, si el Espíritu de Dios habita en vosotros>> (Rom 8,9). Esto no nos sucede por la destrucción de la carne, sino por la comunión del Espíritu; pues aquellos a quienes escribía no vivían sin la carne, sino que habían recibido al Espíritu de Dios, [1142] <<en el cual clamamos: [exclamdown]Abbá, Padre!>> (Rom 8,15). Si, pues, teniendo ahora esta prenda clamamos: <<[exclamdown]Abbá, Padre!>>, ¿qué sucederá cuando, resucitados, lo veremos cara a cara (1 Cor 13,12); cuando todos sus miembros a una sola voz elevarán el himno de alegría, para glorificar al que los ha resucitado de los muertos para darles la vida eterna? Pues si la prenda, apoderándose del hombre mismo, ya le hace clamar: <<[exclamdown]Abbá, Padre!>>, ¿qué hará la gracia universal del Espíritu, que Dios otorgará a los hombres? Nos hará semejantes a él, y nos hará perfectos por la voluntad del Padre; pues éste ha hecho al hombre según la imagen y semejanza de Dios.
8,2. Por ello, a quienes tienen la prenda del Espíritu y no sirven a las concupiscencias de la carne, sino que se someten a sí mismos al Espíritu, y se comportan según la razón en todas las cosas, justamente el Apóstol los llama espirituales; porque el Espíritu de Dios habita en ellos. En efecto, los espíritus incorpóreos no pueden ser hombres espirituales; sino que es nuestra substancia, esto es, la unión de alma y carne, la que asume al Espíritu de Dios, y hace al hombre espiritual y perfecto.
Algunos, sin embargo, rechazan el consejo del Espíritu, sirven a las inclinaciones de la carne y viven irracionalmente, y se lanzan sin freno tras sus deseos, sin tener ninguna inspiración del Espíritu divino; sino que viven al modo de los cerdos y perros: a éstos el Apóstol justamente llama carnales (1 Cor 3,3), porque no sienten otra cosa sino las carnales. Y por esta misma razón el profeta los asemeja a los animales irracionales, por la conducta irracional de los mismos, diciendo: <<Se han hecho caballos que buscan furiosamente las hembras, cada uno apasionados por la mujer de su prójimo>> (Jer 5,8). Y en otro lugar: <<El hombre, habiendo sido honrado, se hizo semejante [1143] a las bestias>> (Sal 49[48],21). Esto lo dice porque, emulando a las bestias en su modo de vivir, se les asemejan por su culpa. También nosotros tenemos la costumbre de llamar a estos hombres, animales irracionales y jumentos.
8,3. La Ley predijo en figura todas estas cosas, pues describió a los hombres a partir de los animales, cuando llamó animales puros a los que rumian y tienen la pezuña partida; en cambio apartó como impuros a los que no tienen uno o ambos de estos caracteres (Lev 11,2-3). ¿Quienes son, pues, los puros? Los que con firmeza caminan en la fe hacia el Padre y el Hijo: esta es la seguridad de aquellos que tienen la pezuña doble. Y los que meditan las palabras de Dios día y noche (Sal 1,2), para adornarse con las buenas obras, son aquellos que rumian la virtud. En cambio los inmundos, aquellos que ni tienen la pezuña doble ni rumian, o sea quienes carecen de fe y no meditan las palabras divinas, son la abominación de los paganos.
Los que rumian pero no tienen la pezuña partida, también son inmundos: podemos imaginar ésta como la descripción de los judíos, los cuales tienen las palabras de Dios en su boca, pero no hunden sus raíces en el Padre y el Hijo para que estén firmes: por este motivo su raza se desliza. Porque los animales de una sola pezuña fácilmente resbalan; en cambio los que tienen la pezuña doble son más firmes, pues mientras una uña sigue el camino, la otra la apoya. Igualmente son inmundos los que, teniendo pezuña doble, no rumian. Esta figura señala a todos los herejes y a aquellos que no meditan en las palabras de Dios ni se adornan con las obras de la justicia, de los cuales el Señor dice: <<¿Por qué me decís: Señor, Señor, si no hacéis mi voluntad?>> (Lc 6,46). Estos últimos dicen creer en el Padre y el Hijo, pero no meditan las palabras de Dios, como es necesario, ni están adornados con las obras de la justicia; sino que, como antes dijimos, han asumido la vida de los cerdos y perros, entregándose a las inmundicias, a la gula y a los demás vicios.
El Apóstol justamente llamó carnales y animales (1 Cor 2,14) a toda esta clase de personas que por su incredulidad o lujuria [1144] no acogen al Espíritu, y por diversos caminos echan de sí al Verbo de la vida, y caminan en sus concupiscencias irracionales. Los profetas los llamaron asnos y fieras, según su modo de hablar de los brutos y animales racionales. La Ley, por su parte, los llamó inmundos.
9,1. El apóstol también dice en otro lugar: <<La carne y la sangre no pueden heredar el reino de Dios>> (1 Cor 15,50). Los herejes entienden estas palabras de acuerdo a su demencia, y con ellas quieren objetarnos y demostrar que la creatura de Dios no puede salvarse. No ven que son tres los elementos de los cuales, como hemos dicho, consta el hombre: carne, alma y Espíritu[370]. El tercero es el que da la forma y nos salva, esto es, el Espíritu; otro es el elemento que recibe la unión y la forma, es decir la carne; y el tercero (el alma) media entre los dos, y es el que, cuando consiente a la carne, cae en las pasiones terrenas. Si algunos seres humanos carecen de aquello que da la salvación, unidad y forma, con razón se les llama <<carne y sangre>>; porque no tienen en sí el Espíritu de Dios. Por eso también el Señor los llama <<muertos>>: <<Dejad que los muertos sepulten a sus muertos>> (Lc 9,60), porque no tienen el Espíritu que da vida al hombre.
9,2. Quienes temen a Dios y creen en la venida de su Hijo, y por la fe mantienen en sus corazones al Espíritu de Dios, se llaman con razón hombres puros y espirituales que viven en Dios: pues tienen el Espíritu del Padre que limpia al hombre y lo eleva a la vida de Dios. Porque, así como <<la carne es débil>>, así <<el espíritu dispuesto>> recibe el testimonio de Dios (Mt 26,41). Poderoso es para llevar a cabo cualquier cosa que haya decidido. Si alguno, pues, mezcla esto del Espíritu que está dispuesto como un estímulo, con la debilidad de la carne, por fuerza y absolutamente lo fuerte superará lo débil, [1145] de manera que la fortaleza del Espíritu absorberá la debilidad de la carne; y así, el que era carnal, ya no seguirá siéndolo, sino que se convertirá en espiritual, por la comunicación del Espíritu. De este modo los mártires dieron testimonio y despreciaron la muerte, no según la debilidad de la carne, sino según lo que estaba dispuesto de su espíritu. Pues absorbida la debilidad de la carne, manifestó la potencia del Espíritu: y el Espíritu, al absorber la debilidad, posee la carne como su herencia. Pues el hombre viviente está hecho de ambas cosas: es hombre por participar de la substancia de la carne, y viviente por participar del Espíritu.
9,3. Por tanto, la carne sin el Espíritu está muerta, y no teniendo vida, no puede poseer el Reino de Dios: la sangre es irracional, como agua vertida en la tierra. Por eso dice: <<Como el Adán terreno, así son los terrenales>> (1 Cor 15,48). Y donde está el Espíritu del Padre, ahí se encuentra el hombre viviente, y Dios protege con la venganza la sangre justa (derramada); y la carne poseída por el Espíritu, olvidada de sí, asume la cualidad del Espíritu, haciéndose conforme al Verbo de Dios. Por eso dice: <<Así como llevábamos la imagen del que es de la tierra, llevemos la imagen de aquel que es del cielo>> (1 Cor 15,49). ¿Qué es lo terreno? La criatura. ¿Qué es lo celeste? El Espíritu. Por eso dice: una vez vivimos sin el Espíritu celestial en la vejez de la carne, no obedeciendo a Dios; así ahora, recibiendo al Espíritu, caminemos en la novedad de la vida, obedeciendo a Dios. Y porque sin el Espíritu de Dios no podemos ser salvos, el Apóstol nos exhorta a conservar el Espíritu de Dios mediante la fe y la vida casta, no vaya a ser que, si no participamos del Espíritu Santo, perdamos el reino de los cielos; por eso proclamó que la sola carne y [1146] sangre no pueden poseer el Reino de Dios.
9,4. Si, pues, hemos de decir verdad, la carne no posee, sino que es poseída; como dice el Señor: <<Dichosos los mansos, porque ellos poseerán la tierra en herencia>> (Mt 5,4): en el Reino se posee en herencia la tierra, a la que pertenece también la carne. Por eso quiere que nuestra carne sea templo puro, para que el Espíritu de Dios se deleite en él, como el esposo en la esposa. Pues así como la esposa no puede desposar al esposo, pero sí puede ser desposada por el esposo cuando éste viniere a acogerla, de modo semejante esta carne por sí misma, o sea ella sola, no puede poseer en herencia el Reino de Dios. Pues el que vive recibe en herencia las cosas que eran del que ha muerto; y una cosa es el que posee en herencia, y otra la que es poseída en herencia: el primero domina y dispone y gobierna lo que posee en herencia, a la manera como quiere; en cambio, las cosas poseídas están sujetas, obedecen y están subordinadas a aquél, y existen bajo el dominio del que las posee.
¿Y qué es lo que vive? [1147] El Espíritu de Dios. ¿Y cuáles son las cosas que pertenecen al que ha muerto? Los miembros del hombre, que se corrompen en la tierra. Estos son los que son poseídos por el Espíritu, el cual los traslada al Reino de los cielos. Por esto también Cristo murió, como un testamento del Evangelio, abierto y leído por todo el mundo, para ante todo liberar a sus siervos; y para en seguida hacerlos herederos de todo lo que es suyo, siendo el Espíritu el que todo lo posee, como antes demostramos. Pues el que vive es quien posee la herencia, y la carne es lo que él adquiere en herencia. Y para que no perdamos la vida perdiendo al Espíritu que nos posee, el Apóstol nos exhorta a participar del Espíritu, por medio de la doctrina que arriba hemos expuesto, diciendo: <<La carne y la sangre no pueden poseer el reino de Dios>> (1 Cor 15,50). Como si dijese: No erréis; pues a menos que el Verbo de Dios habite en vosotros, y en vosotros esté el Espíritu del Padre, os comportaréis en vano y a la ventura, viviendo sólo según la carne y la sangre, y así no podréis poseer el Reino de Dios.
10,1. Y para que nosotros, dando gusto a la carne, no vayamos a rechazar injertarnos en el Espíritu[371], esto escribe: <<Tú, que eres un olivo silvestre, has sido injertado en un olivo fértil para hacerte participar de sus abundantes frutos>> (Rom 11,17.24). Pero si un olivo agreste, después de ser injertado, siguiese siendo agreste, <<será cortado y echado al fuego>> (Mt 7,19); en cambio si continúa injertado y se convierte en un buen olivo, se transforma en un árbol lleno de frutos, como los plantados en el huerto de un rey. De modo semejante los hombres, si por la fe se vuelven mejores y acogen el Espíritu de Dios, germinan como espirituales, como si hubiesen sido plantados en el paraíso (Ez 31,8). En cambio, si rechazan al Espíritu [1148] y perseveran en lo que eran antes, buscando más la carne que el Espíritu, entonces justamente se les aplica aquello: <<La carne y la sangre no poseerán el reino de Dios>> (1 Cor 15,50); como quien dice, el olivo silvestre no será llevado al paraíso de Dios. Así pues, admirablemente expone el Apóstol nuestra naturaleza y la Economía universal de Dios, en su discurso acerca de la carne, la sangre y el olivo silvestre.
Cuando un olivo silvestre está descuidado, abandonado durante algún tiempo en tierra desierta, de modo que produce frutos agrestes según su naturaleza, una vez que se tiene cuidado de él y se le injerta en su naturaleza primitiva, vuelve a dar fruto. Así también los seres humanos que se han descuidado y han servido a las pasiones de la carne, dan frutos agrestes y por ello se les tiene por infructuosos, pues no producen frutos de justicia -porque, mientras los hombres duermen, el enemigo siembra cizaña (Mt 13,25), y por eso el Señor mandó a sus discípulos que vigilasen (Mt 24,42; 25,13)-. De igual modo, quienes no producen frutos de justicia, sino que viven prisioneros de sus sentidos, si despiertan y reciben al Verbo de Dios como un injerto, retornan a su naturaleza primera, como fueron hechos a imagen y semejanza de Dios (Gén 1,26).
10,2. Así como el olivo silvestre, cuando se le injerta, no pierde la substancia de su madera, sino que cambia la calidad de sus frutos y recibe otro nombre, pues ya no es olivo silvestre sino que se convierte y es olivo fértil; de modo semejante, el hombre que, injertado por la fe, recibe el Espíritu de Dios, no pierde la substancia de la carne; sin embargo, cambia la calidad del fruto de sus obras, y recibe otro nombre, para significar ese cambio en algo mejor: ya no es carne y sangre, sino que se le llama y es un hombre espiritual. Pero, así como el olivo silvestre, si no se le injerta, sigue siendo inútil para su Señor por su calidad salvaje, y <<se le corta y echa en el fuego>> (Mt 7,19) como a un árbol estéril; de igual modo, el hombre al que el Espíritu no se le injerta por la fe, sigue siendo lo que antes era, esto es, carne y sangre, que no puede poseer el Reino en herencia.
[1149] Bien dice el Apóstol: <<La carne y la sangre no pueden poseer el reino de Dios>> (1 Cor 15,50), y: <<Quienes viven en la carne no pueden agradar a Dios>> (Rom 8,8). No rechaza la naturaleza de la carne, sino que espera la infusión del Espíritu. Por eso dice: <<Es necesario que lo mortal se revista de inmortalidad, y lo corruptible de incorrupción>> (1 Cor 15,53). Y añade: <<Vosotros no estáis en la carne, sino en el Espíritu, si el Espíritu de Dios habita en vosotros>> (Rom 8,9). Y más claramente aún lo expresa: <<El cuerpo ciertamente está muerto por el pecado, mas el Espíritu es vida por causa de la justicia. Y si el Espíritu de aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo de entre los muertos dará vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu que habita en vosotros>> (Rom 8,10-11). Y añade en la Carta a los Romanos: <<Pero si vivís en la carne, de cierto moriréis>> (Rom 8,13). No que debieran rechazar el permanecer en la carne, puesto que él mismo estaba en la carne cuando esto escribía; sino dejar de lado las pasiones de la carne que llevan al ser humano a la muerte. Por eso agrega: <<Mas si mortificáis por el Espíritu las obras de la carne, tendréis vida; pues quienes son conducidos por el Espíritu de Dios, son hijos de Dios>> (Rom 8,13-14).
11,1. En seguida explica cuáles son las obras que llama carnales, como previniendo el ataque de los infieles. Las expone él mismo, para no dejar la cuestión a quienes hablan despropósitos. Escribe en la Carta a los Gálatas: <<Son claras las obras de la carne: los adulterios, la fornicación, la impureza, la lujuria, la idolatría, la magia, la enemistad, las riñas, los celos, la ira, la discordia, los odios, [1150] las disensiones, las herejías, las envidias, las borracheras, las orgías y cosas semejantes. Os repito lo que antes dije: quienes así obran, no poseerán el reino de Dios>> (Gál 5,19-21). De este modo especifica mejor a sus oyentes lo que significa: <<La carne y la sangre no pueden poseer el reino de Dios>> (1 Cor 15,50); pues quienes hacen estas cosas, se conducen según la carne, y no pueden vivir según Dios (Rom 6,10).
Así también ahonda en las obras espirituales que dan vida al hombre, o sea la inserción del Espíritu, cuando dice: <<Mas los frutos del Espíriritu son el amor, el gozo, la paz, la paciencia, la bondad, la benignidad, la fe, la mansedumbre, la templanza, la castidad: contra quienes así actúan no hay ley>> (Gal 5,22-23). Así como quien va progresando y realiza el fruto del Espíritu, se salva sin duda alguna por la comunión con el Espíritu, así también quien se detenga en las obras de la carne, se le tendrá por carnal porque no ha recibido el Espíritu de Dios, y por ello no puede poseer el Reino de los cielos.
El mismo Apóstol ofrece a los corintios este testimonio: <<¿Acaso ignoráis que quienes obran la injusticia no heredarán el reino de Dios? No os engañéis. Ni fornicadores, ni idólatras, ni adúlteros, ni afeminados, ni quienes se acuestan con otros hombres, ni ladrones, ni avaros, ni borrachos, ni calumniadores, ni violentos heredarán el reino de Dios. Esto fuisteis, pero ahora estáis lavados y santificados, estáis justificados en el nombre de Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios>> (1 Cor 6,9-11). De modo muy claro expresa por cuáles obras el ser humano perece, si persevera en vivir según la carne; y, en consecuencia, de qué manera se salva. Pues afirma que nos salvan el nombre de nuestro Señor Jesucristo y el Espíritu de nuestro Dios.
11,2. Hasta aquí ha enumerado las obras de la carne, hechas sin el Espíritu. Estas llevan a la muerte. En consecuencia de cuanto acaba de decir, [1151] hacia el final de la carta exclamó como tratando de resumir: <<Así como hemos llevado la imagen de aquel que nació de la tierra, así también llevemos la imagen de aquel que viene del cielo. Pues os digo, hermanos, que la carne y la sangre no pueden poseer el reino de Dios>> (1 Cor 15,49-50). La frase: <<Así como hemos llevado la imagen de aquel que nació de la tierra>>, se relaciona con aquello que dijo: <<Esto fuisteis. Pero estáis lavados y santificados, estáis justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios>>. ¿Y cuándo hemos llevado la imagen del que nació de la tierra? Cuando realizábamos las obras de la carne arriba descritas. ¿Y cuándo llevamos la imagen del que viene del cielo? Cuando, como él dice, <<estáis lavados>> y creéis <<en su nombre>>, para recibir su Espíritu. No hemos lavado la substancia de nuestro cuerpo ni la imagen de nuestra creación, sino nuestro antiguo modo de actuar. Y así, en los mismos miembros por los que antes perecíamos, cuando realizábamos las obras corruptibles, en esos mismos miembros empezamos a vivir cuando realizamos las obras del Espíritu.
12,1. Como la carne es capaz de corrupción, así también lo es de incorrupción; y como es capaz de morir, así lo es de vivir. Una y otra cosa se excluyen mutuamente, y no pueden ambas permanecer en el mismo sujeto; sino que una excluye a la otra, y si una está presente, la otra se destruye. Así pues, si la muerte se apodera del hombre y acaba con su vida, éste queda muerto. Mucho más si la vida se apodera del hombre, destruye la muerte y restituye al hombre vivo a Dios (Rom 6,11). Pues, si la muerte acaba con él, ¿por qué la vida que se le concede no vivificará al hombre? Así dice el profeta Isaías: [1152] <<El poderoso devorará la muerte>>. Y añade: <<Dios secará las lágrimas de todo rostro>> (Is 25,8). Se debe advertir que la primera vida fue superada, porque no se la dio al hombre el Espíritu, sino sólo un soplo.
12,2. Uno es el soplo de la vida que hace al hombre un ser animado, y otro distinto es el Espíritu vivificante que lo perfecciona como espiritual. Por eso dice Isaías: <<Así habla el Señor, que hizo el cielo y lo fijó, que dio firmeza a la tierra y a cuanto hay en ella; y dio su aliento a todo cuanto en ella vive, y el espíritu a quienes caminan en ella>> (Is 42,5). Afirma que se le dio en general el aliento a todo el pueblo que habita sobre la tierra; mas su Espíritu a quienes pisotean las concupiscencias terrenas. Por eso Isaías, distinguiendo en otra ocasión lo que antes había dicho, escribe: <<El Espíritu saldrá de mí, pues yo he creado todo aliento>> (Is 57,16). Propiamente coloca en el orden de Dios al Espíritu que en los últimos tiempos derramó sobre el género humano (Hech 2,17) para la filiación adoptiva; en cambio expresa que concedió su aliento comúnmente a todas las cosas hechas y creadas.
[1153] Pues una cosa es el Creador, otra la creatura. El aliento es algo temporal; en cambio el Espíritu es sempiterno. Y el aliento puede aumentar un poco, y permanece por algún tiempo, luego se retira y deja sin respiración a aquel en el que antes estuvo. Por el contrario, el Espíritu circunda al hombre por fuera y lo llena por dentro, siempre en él persevera y nunca lo abandona. <<Mas no aparece primero lo espiritual>>, dice el Apóstol (y lo afirma como refiriéndose a nosotros los hombres), <<sino primero lo animal, luego lo espiritual>> (1 Cor 15,46), como es razón. Pues era necesario que primero fuese plasmado el hombre, y una vez plasmado recibiese el alma; y luego recibiese la comunión del Espíritu. Por ello el Señor hizo <<al primer Adán alma viviente, al segundo Espíritu vivificante>> (1 Cor 15,45). Así, pues, como el que ha recibido la vida por el alma, al volverse hacia lo más bajo pierde la vida; así también el que se vuelve hacia lo más alto, al recibir al Espíritu vivificante encuentra la vida.
12,3. No muere una cosa, y otra recibe la vida; así como no es una la oveja perdida y otra la encontrada, sino que la perdida es la misma que el Señor busca y encuentra. ¿Y qué es lo que muere? La substancia de la carne, que había perdido el soplo de vida, y al no tenerlo ya, muere. [1154] Esta es la que el Señor viene a vivificar, para que, así como en Adán todos morimos como seres animados, así vivamos en Cristo como seres espirituales (1 Cor 15,22); no renunciando a lo que Dios ha creado, sino a la concupiscencia de la carne, y acogiendo el Espíritu Santo.
Como dice el Apóstol en la Carta a los Colosenses: <<Mortificad vuestros miembros en la tierra>> (Col 3,5). Y explica a cuáles miembros se refiere: <<La fornicación, la impureza, la pasión, la concupiscencia pecaminosa y la avaricia, que es una idolatría>> (Col 3,5). El Apóstol predica que debe rechazarse todo esto, y que quienes hacen tales cosas, puesto que viven en la carne y en la sangre, no pueden poseer el reino de los cielos (Gál 5,21); porque el alma de éstos se inclina hacia lo peor y se abaja a las concupiscencias terrenas, recibe el mismo calificativo que aquéllos. Y nos manda librarnos de todo ello, diciendo en la misma epístola: <<Despojaos del hombre viejo con todas sus obras>> (Col 3,9). No quiso decir con esto que hemos de prescindir de nuestro ser plasmado; porque no significa que debemos matarnos para apartarnos de aquello a lo que nos referimos en este discurso.
12,4. El mismo Apóstol, el que había sido plasmado en el seno de su madre y salió del vientre (Gál 1,15), nos escribía: <<Vivir en la carne es fruto del trabajo>> (Fil 1,22), confesó en su Epístola a los Filipenses. Pero <<fruto de la obra del Espíritu>> es la salvación de la carne. ¿Pues qué otro fruto manifiesto del Espíritu invisible puede haber, sino hacer la carne madura y capaz de la incorrupción? Por ello, <<si vivir en la carne es fruto del trabajo>>, no condenó la carne al decir: <<Despojándoos del hombre viejo>>; sino quiso indicar que debemos despojarnos de nuestro viejo modo de vivir, que nos envejece y corrompe. Por eso añadió: [1155] <<Revistiendo el hombre nuevo, que rejuvenece en el conocimiento, según la imagen del que lo creó>> (Col 3,10). Con las palabras: <<Que rejuvenece en el conocimiento>>, demuestra que el mismo que vivía como un hombre en la ignorancia, o sea, sin reconocer a Dios, se renueva mediante ese conocimiento que en él habita. Pues el conocimiento de Dios renueva al hombre. Y al decir: <<Según la imagen del Creador>>, indicó la recapitulación de este mismo hombre, que al inicio fue hecho según la imagen de Dios.
12,5. Que el Apóstol era el mismo que había nacido en el vientre, es decir, de la antigua substancia de la carne, él mismo lo confiesa en su Carta a los Gálatas: <<Mas cuando le plugo a aquel que me eligió desde el vientre de mi madre, me llamó por su gracia a a fin de revelar en mí a su Hijo, para que llevara su Evangelio a las naciones>> (Gál 1,15-16). No era un hombre el que había nacido en el vientre, y otro el que predicaba al Hijo de Dios; sino que era el mismo, aquel que antes lo ignoraba y perseguía a la Iglesia de Dios (Gál 1,13), y aquel que recibió la revelación y escuchó la voz del Señor (como ya explicamos en el libro tercero[372]); y habiendo superado la ignorancia por el posterior conocimiento, predicaba a Jesucristo, Hijo de Dios, que fue crucificado bajo Poncio Pilato.
Sucedió algo semejante a los ciegos a quienes el Señor curó: perdieron la ceguera y adquirieron la completa restitución de sus ojos, y podían ver con los mismos ojos con los que antes no veían, una vez que desaparecieron de su visión las tinieblas. Ellos, una vez recuperados para ver los ojos con que antes no veían, dieron gracias a aquel que de nuevo les había dado la vista. Así también aquel a quien sanó de la mano seca y todos aquellos a quienes curó: no cambiaron los miembros con que habían salido del vientre de su madre, sino que recibieron la curación de los mismos miembros.
12,6. El Verbo divino, Hacedor de todas las cosas, que al principio plasmó al ser humano, encontró a su creatura caída por el pecado; mas de tal manera lo curó en cada uno de sus miembros para volverlo tal como él lo había plasmado, y reintegró al hombre completo [1156] a su estado original, que lo dejó enteramente preparado para resucitar. ¿Y qué otro motivo podría haber tenido al curar los miembros de la carne y restituirles su estado original, sino para salvar aquellos mismos miembros que había curado? Pues si la utilidad que ellos sacaban hubiese sido sólo temporal, nada de extraordinario habría concedido a aquellos que él había curado. ¿O cómo pueden afirmar que no es digna de la vida que procede de él, siendo la misma carne que de él recibió la curación? Pues la vida se restituye por la curación, y la incorrupción por la vida. Y es el mismo quien da la curación y la vida; y el mismo que da la vida reviste de incorrupción a su creatura.
13,1. Así pues, que nos digan quienes nos contradicen, o mejor dicho que contradicen su propia salvación, ¿con qué cuerpo resucitaron la hija del sumo sacerdote (Mt 9,18: Mc 5,22), y el hijo de la viuda al que cargaban muerto junto a la puerta de la ciudad (Lc 7,12) y Lázaro, que ya llevaba cuatro días en el sepulcro? (Jn 11,39) Sin duda con los mismos con los cuales habían muerto; pues si no hubiesen sido los mismos cuerpos, tampoco habrían sido las mismas personas fallecidas aquellas que resucitaron. Mas el Evangelio dice que <<el Señor tomó la mano del muerto y le dijo: Joven, a ti te digo, levántate. Y el muerto se sentó, y él ordenó que se le diese de comer[373], y lo entregó a su madre>> (Lc 7,14-15). Y <<llamó a Lázaro con una fuerte voz, diciendo: [exclamdown]Lázaro, sal fuera! Y el muerto salió, atado de las manos y los pies>> (Jn 11,43-44). Este es un símbolo del hombre ligado por el pecado. Por eso el Señor le dice: <<Desatadlo y dejadlo andar>> (Jn 11,44).
Así pues, aquellos enfermos fueron curados en los mismos miembros dolientes y los muertos resucitados con sus mismos cuerpos, recibiendo del Señor la vida y la curación en sus mismos cuerpos y miembros, lo cual es un signo temporal que preludia lo eterno y muestra que es el mismo aquel que da la curación a su creatura y que puede dar de nuevo la vida. De este modo se puede creer su doctrina acerca de la resurrección, pues de semejante manera al fin de los tiempos, <<cuando resuene la trompeta>> (1 Cor 15,52), los muertos resucitarán a la voz del Señor, como él mismo dijo: <<Llegará la hora en la cual todos los muertos que están en los sepulcros [1157] escucharán la voz del Hijo del Hombre, y saldrán los que obraron el bien para la resurrección de la vida, y los que obraron el mal para la resurrección del juicio>> (Jn 5,25.28-29).
13,2. Locos y verdaderamente infelices quienes se niegan a ver lo que es tan evidente, y huyen de la luz de la verdad, cegándose a sí mismos como lo hizo el trágico Edipo. Se parecen a aquel luchador novel que, al pelear con otro, se agarra con todas sus fuerzas de algún miembro del cuerpo, y cae con él así cogido, pensando al caer que lo ha vencido porque sigue aferrado con rabia a ese miembro; pero no se da cuenta de que por eso el otro le ha caído encima, y el público se ríe del tonto. Así sucede con los herejes cuando oyen: <<La carne y la sangre no pueden poseer el reino de Dios>> (1 Cor 15,50). Ni han captado el sentido del Apóstol, ni han investigado la fuerza de las palabras; sino que, al interpretarlas de modo simple, por esas mismas palabras perecen, porque tergiversan para sí mismos todo el plan salvífico de Dios.
[1158] 13,3. El Apóstol se contradiría si lo anterior afirmase de la carne misma, y no de las obras carnales, como antes expusimos. Porque en la misma carta añade: <<Es necesario que lo corruptible se revista de incorrupción y este cuerpo mortal se revista de inmortalidad. Y cuando esto mortal se revista de inmortalidad, entonces se cumplirá aquella palabra: La muerte quedó absorbida por la victoria. ¿Dónde está, muerte, tu victoria?>> (1 Cor 15,53-55). Estas palabras se dirán con justicia cuando esta carne mortal y corruptible, de la cual se afirma la muerte porque ha sido absorbida por el dominio de la muerte, subirá a la vida para revestirse de incorrupción e inmortalidad. Sólo entonces será de verdad vencida la muerte, cuando la carne que ella tenía prisionera se escape de su dominio. Y también escribe a los Filipenses: <<Nuestra morada está en los cielos, de donde esperamos al Salvador, el Señor Jesús, el cual cambiará el cuerpo de nuestra humildad según el cuerpo de su gloria, por la acción de su poder>> (Fil 3,20-21).
¿Y cuál es el cuerpo de humildad que el Señor transformará al cambiarlo según el modelo de su cuerpo glorioso? Es evidente que este cuerpo es la carne que humillada cae en la tierra. Y su transfiguración, puesto que siendo mortal y corruptible se tornará inmortal e incorruptible, no se deberá a su propia naturaleza, sino a la obra del Señor: éste es quien puede revestir lo mortal de inmortalidad, y lo corruptible de incorrupción. Por eso escribe [1159] en la segunda Carta a los Corintios: <<A fin de que lo mortal sea absorbido por la vida. Quien nos dispone para ello es Dios, que nos ha dado las arras del Espíritu>> (2 Cor 5,4-5). Claramente lo afirma en referencia a la carne, porque ni el alma ni el Espíritu son mortales. Lo mortal será absorbido por la vida cuando la carne ya no esté muerta, sino viva e incorrupta, para cantar la alabanza a Dios, que habrá realizado esta obra en nosotros. Y para que esto suceda, escribe a los Corintios: <<Glorificad a Dios en vuestro cuerpo>> (1 Cor 6,20). Dios es quien nos la la incorrupción.
13,4. Pues no dice lo anterior de ningún otro cuerpo, sino del cuerpo de carne, de modo manifiesto y sin duda alguna, como sin ambigüedad escribe a los Corintios: <<Llevamos siempre la muerte de Jesús en nuestro cuerpo, para que la vida de Jesús se manifieste en nuestro cuerpo. Pues, aunque vivimos, somos entregados a la muerte por Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal>> (2 Cor 4,10-11). Y como el Espíritu abraza la carne, por eso dice en la misma Epístola: <<Pues sois una carta de Cristo, dictada por nuestro servicio, escrita no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo, y no en tablas de piedra, sino en las tablas de vuestro corazón de carne>> (2 Cor 3,3).
Si ahora los corazones se hacen capaces del Espíritu, ¿por qué admirarse de que en la resurrección reciban la vida que da el Espíritu? De esta resurrección, el Apóstol dice en la Epístola a los Filipenses: <<Hasta hacerme semejante a él en su muerte, tratando de llegar a la resurrección de entre los muertos>> (Fil 3,10-11). Mas ¿en qué otra carne mortal puede entenderse que se manifiesta la vida, sino en esta substancia que muere en la confesión (de fe) que tiene a Dios como término? [1160] Como él mismo dice: <<Si por motivos humanos luché en Efeso con las bestias, ¿de qué me aprovecha, si los cuerpos no resucitan? Pues si los muertos no resucitan, Cristo tampoco resucitó; y si Cristo no resucitó, es vana nuestra predicación y vana vuestra fe. Y somos falsos testigos de Dios, pues damos testimonio de que resucitó a Cristo, al que no resucitó. Mas si los muertos no resucitan, es vana vuestra fe, y aún estáis en vuestros pecados. Luego también perecieron los que durmieron en Cristo. Si esperamos en Cristo sólo para esta vida, somos los más miserables de los hombres. Mas ahora, Cristo se despertó de entre los muertos, como primicia de los que duermen; porque por un hombre entró la muerte, y por un hombre la resurrección de los muertos>> (1 Cor 15,32 y 13-21).
13,5. Una vez que hemos expuesto lo anterior, o suponen que el Apóstol se contradice a sí mismo en cuanto a las palabras: <<La carne y la sangre no pueden poseer el reino de Dios>> (1 Cor 15,50), o bien con malicia tienen que buscar retorcidas exégesis para tergiversar y cambiar su explicación de las palabras. ¿Qué parte sana quedará a su interpretación, si se esfuerzan por retorcer lo que él escribe: <<Es necesario que lo corruptible se revista de incorrupción y este cuerpo mortal se revista de inmortalidad>> (1 Cor 15,53), y: <<Para que la vida de Jesús se manifieste en nuestra carne mortal>> (2 Cor 4,11), y todos los demás pasajes en los cuales el Apóstol de modo claro y evidente predica la resurrección y la incorrupción de la carne? Así pues, quienes rechazan entender bien las cosas, se ven forzados a mal interpretarlas.
14,1. Que Pablo no habló de la substancia de la carne y de la sangre al decir que no heredarían el reino de los cielos (1 Cor 15,50), lo sabemos del hecho que por todas partes el mismo Apóstol [1161] atribuye la palabra carne y sangre a nuestro Señor Jesucristo, a veces para establecer su humanidad[374], y entonces también lo llama Hijo del Hombre; otras veces para confirmar la salvación de nuestra carne; porque si la carne no debiera ser salvada, el Verbo de Dios no se habría hecho carne (Jn 1,14), y si no debiera pedirse cuenta de la sangre de los justos, el Señor no habría tenido sangre.
Pero como desde el principio la sangre de los justos clamó, Dios dijo a Caín, homicida de su hermano: <<La voz de la sangre de tu hermano clama a mí>> (Gén 4,10). Y como convenía que pidiese cuenta de la sangre de ellos, dijo a los acompañantes de Noé: <<Pediré cuentas de vuestra sangre de vuestras vidas, de la mano de todas las fieras>> (Gén 9, 5). Y también: <<Será derramada la sangre de quien derramare la sangre de un hombre>> (Gén 9,6). Y también el Señor, a los que habrían de derramar su sangre: <<Se pedirá cuenta de toda la sangre justa derramada sobre la tierra, desde la sangre del justo Abel hasta la sangre de Zacarías, hijo de Baraquías, a quien matasteis entre el templo y el altar; en verdad os digo, todas estas cosas vendrán sobre esta generación>> (Mt 23,35-36; Lc 11,50-51), con lo cual quería decir que él recapitularía en la suya propia el derramamiento de la sangre de todos los justos y profetas desde el principio, y que él mismo pediría cuenta de la sangre de ellos. Pero no pediría cuentas de esto si no debiese también salvarlo y si el Señor, para recapitular todas las cosas, no se hubiese hecho él mismo carne y sangre según la antigua creación, para salvar en sí, en el fin, lo que al principio se había perdido en Adán.
14,2. Mas si el Señor se hubiese hecho carne en otra Economía, y hubiese asumido la carne de otra substancia, no habría recapitulado [1162] en sí mismo al hombre, ni se podría decir que se hizo carne; porque es verdaderamente carne la transmisión de la primera plasmación hecha del barro. Pero si debiese tener la substancia de otra hypóstasis,[375] el Padre desde el inicio habría realizado su masa de otra substancia. Pero ahora, lo que era aquel hombre que pereció, esto mismo se hizo el Verbo Salvador, para realizar por sí mismo nuestra comunión con él, y la obtención de nuestra salud. Lo que pereció tenía carne y sangre; Dios había tomado el barro de la tierra para plasmar al hombre (Gén 2,7), y a través de esto tuvo lugar toda la Economía de la venida del Señor. También tuvo él carne y sangre, para recapitular no otras distintas de las de aquel antiguo plasma del Padre, buscando lo perdido (Lc 19,10). Por eso dice el Apóstol a los Colosenses: <<Y a vosotros, que en otro tiempo fuisteis extraños y enemigos por vuestros pensamientos y malas obras, os ha reconciliado ahora por la muerte en su cuerpo de carne, para presentaros santos, inmaculados e irreprensibles ante él>> (Col 1,21-22). Habéis sido reconciliados en el cuerpo de su carne, dice, porque una carne justa reconcilió la carne retenida en el pecado, y la condujo a la amistad de Dios.
14,3. Si, según esto, alguno dice que la carne del Señor es distinta de nuestra carne en cuanto aquélla no pecó <<ni se encontró dolo en su boca>> (1 Pe 2,22), y en cambio nosotros somos pecadores, dice bien. Pero si imaginase una distinta substancia de la carne del Señor, entonces en ella no tendría base el discurso de la reconciliación. Porque se reconcilia aquello que alguna vez estuvo enemistado. Pero si el Señor hubiese tomado carne de otra substancia, ya no se reconciliaría con Dios [1163] aquello que por la transgresión se había hecho enemigo. Pero ahora el Señor por su comunión con nosotros ha reconciliado al hombre con el Padre, reconciliándonos con él mediante el cuerpo de su carne (Col 1,22), y liberándonos con su sangre, como dice el Apóstol a los Efesios: <<En el cual tenemos redención por su sangre, el perdón de los pecados>> (Ef 1,7). Y a los mismos dice: <<Vosotros, los que antes estabais lejos, habéis sido acercados por la sangre de Cristo>> (Ef 2,13). Y también: <<Anulando en su carne la Ley de los mandamientos con sus preceptos>> (Ef 2,15). Y en todas las demás epístolas el Apóstol testifica claramente que por la carne del Señor y por su sangre hemos sido salvados.
14,4. Si pues la carne y la sangre son las que nos proporcionan la vida, no se puede en justicia decir sobre la carne y la sangre que no pueden heredar el Reino de Dios (1 Cor 15,50), sino que se habla de los actos carnales a los que nos hemos referido, que causando el pecado trastornan al hombre y lo privan de la vida. Y por eso dice a los Romanos: <<No reine, pues, el pecado en vuestro cuerpo mortal ni obedezcáis a sus apetitos, ni ofrezcáis vuestros miembros al pecado como armas de injusticia, sino ofreceos a vosotros mismos a Dios como vivos de entre los muertos, y vuestros miembros a Dios como armas para la justicia>> (Rom 6,12-13). Con los mismos miembros con los cuales hemos servido al pecado (Rom 6,6) y hemos dado frutos de muerte (Rom 7,5), con los mismos miembros quiere que sirvamos a la justicia (Rom 6,19), a fin de dar frutos para la vida. Acuérdate pues, carísimo, de que has sido liberado en la carne del Señor y rescatado con su sangre, y de que <<teniendo como cabeza a aquel del cual todo el cuerpo>> de la Iglesia <<crece unido>> (Col 2,19) o sea el advenimiento carnal del Hijo de Dios, y manteniéndote firme en la confesión de él como Dios y hombre, y usando las demostraciones de las Escrituras, fácilmente refutarás, como hemos demostrado, todas las invenciones que más tarde han fabricado los herejes.
[357] Por un pasaje muy semejante a éste (ver IV, 38,3), nos damos cuenta de que <<el que es perfecto y anterior a toda la creación>> y que da el crecimiento es, en la mente de San Ireneo, el Espíritu Santo. Una vez más tenemos aquí un texto trinitario: recibimos del Padre la existencia, según su previa elección y preconocimiento, por ministerio del Verbo, y el desarrollo por el de su Espíritu. Este plan de la creación lleva como de la mano a la Economía de la salvación por medio del Verbo hecho carne, para que de nuevo adquiramos la incorrupción.
[358] <<Nos rescató logikós>> puede provenir de Lógos (el Verbo), y en tal caso sería <<a la manera propia del Verbo>>, es decir, hecho carne: sólo así podía, como Verbo, rescatarnos para la salvación, y como hombre, entregarse por nosotros. Puede también entenderse lógos como razón, y entonces se traduciría <<como era justo>> o <<como era razonable>>, dado lo que sigue: porque dominaba la apostasía injustamente.
[359] San Ireneo no confunde al Verbo con el Espíritu Santo (claramente diferenciados en el párrafo anterior y passim), sino que está contrastando las dos realidades (<<naturalezas>>) del Verbo hecho carne: como Dios es espíritu, como hombre es carne. Pero, aun encarnado, el Verbo sigue siendo lo que es: Espíritu.
[360] Es decir, los ebionitas han nacido, según el hombre viejo, del pecado. Rechazando la divinidad de Jesús, que ha venido a salvarlos, pierden toda esperanza de heredar de él la vida, el <<nacimiento nuevo>> como dice en seguida (ver IV, 33,4). Por otra parte, es claro por este pasaje que, para San Ireneo, la concepción virginal de Jesús por obra del Espíritu Santo es el signo de la divinidad de Cristo, condición para que recibamos la vida. Está implicada en este pasaje una teología simbólica por el paralelismo latente en el <<intercambio>>: el Hijo de Dios se ha hecho todo lo que somos, pero con un nuevo nacimiento, a fin de que nosotros, con un nuevo nacimiento, nos tranformemos en todo lo que él es: nuestro viejo nacimiento según Adán llevaba a la muerte, el nuevo nacimiento (de Jesús, y el nuestro según él) lleva a la vida (ver III, 19,1 y IV, 33,4). Nótese que, cuando San Ireneo habla de la virginidad de María, nunca pone el énfasis en ella misma, sino en su servicio a la revelación sobre lo que es su Hijo y al cumplimiento de su Economía.
[361] <<Adán jamás escapó de las manos de Dios>>, el Verbo y el Espíritu: por ellas fue hecho, ellas lo conducen por este mundo a través de su historia, un día le darán la resurrección y la vida del Padre, así como por ellas la recibió al principio (IV, Pr. 4; 20,1; V, 5,1; 6,1): perfecta expresión de la Economía trinitaria.
[362] Signo de que, desde la Iglesia apostólica, era costumbre consagrar el vino mezclado con agua.
[363] Es decir, la invocación (epiclesis) del presbítero, a tenor de IV, 18,5, a fin de que Dios consagre los dones.
[364] San Ireneo indica el camino de la verdadera gnosis: no es fruto de la búsqueda mítica de los misterios escondidos en un mundo que nos supera, enteramente extraño a nosotros; sino del verdadero conocimiento de nosotros mismos, que por una parte nos descubre débiles y mortales, pero por otra (por razón del amor infinito del Padre y su poder divino) destinados a ser semejantes a él y a participar de su vida (ver IV, 39,1).
[365] Nótese el plural: la Economía se refiere al único plan salvífico, las economías son las acciones y circunstancias concretas e históricas a través de las cuales, por Providencia divina, se desarrolla la Economía (ver IV, 31,1-2).
[366] Es clara en este párrafo la antropología de San Ireneo: por naturaleza el ser humano es alma y cuerpo. El hombre perfecto recibe, además, el Espíritu del Padre, que da a nuestra carne el germen de la vida divina ya desde este mundo, y definitivamente en la resurrección de la carne. Nótese que, en la polémica contra los gnósticos, en este último elemento está puesto el énfasis: el hombre perfecto no es únicamente (como ellos lo pretendían) el pneumático: el Espíritu que hace perfecto al ser humano completo (alma y cuerpo) es el del Padre, pero el que resulta perfecto es el hombre de alma y carne: y éste último es el que resucita. Sin ésta no hay hombre perfecto (en griego, téleios, <<perfecto>>, propiamente significa <<completo>>, que nada le falta).
[367] Ver II, 31,2; 32,4: San Ireneo está convencido de que el don de la profecía no es algo del pasado, sino que está vivo y actuante en la Iglesia, signo de la presencia del Espíritu.
[368] Es decir, del alma, el elemento espiritual del hombre. En ninguna parte entiende San Ireneo el espíritu humano como diverso del alma, sino como distinto del Espíritu de Dios. San Ireneo no piensa como los gnósticos, sino como la Escritura. Para los gnósticos ciertamente hay diferencia entre la psyché y el pneûma humanos, porque están interesados en distinguir a los hombres psíquicos (simples cristianos) de los pneumáticos (ellos).
[369] Por contraste, San Ireneo vuelve a aclarar su antropología: sin el Espíritu, el ser humano sigue siendo humano <<como tal>>, un ser <<animado>> (o <<con alma>>), pero no perfecto, no destinado a la salvación, pues ésta supone la unión del hombre con el Espíritu de Dios, que lo hace perfecto. Contra los gnósticos, que piensan en salvarse al abandonar el cuerpo y el alma, cuando su pneûma vuelva al Pléroma, San Ireneo afirma que ni el alma sola ni el Espíritu son el ser humano, luego no pueden ni uno ni otro ser el <<hombre perfecto>>.
[370] No es que Ireneo asuma aquí la constitución tripartita natural del hombre según la antropología gnóstica. El Espíritu que nombra aquí es el Espíritu Santo, como consta por lo que sigue: <<es el que da la forma y nos salva>>. En la antropología gnóstica el espíritu es su elemento constituyente natural que ya está salvado por naturaleza.
[371] En el original dice: <<para que no rechacemos el injerto del Espíritu>>, pero dejada así la oración parece ambigua, pues podría significar que el Espíritu se nos injerta. En cambio, por la sentencia siguiente, es claro que el injerto somos nosotros y él es la cepa.
[372] Ver III, 12,10 y 15,1.
[373] Se ve que San Ireneo está citando de memoria, y se le han cruzado en la mente dos resurrecciones que acaba de mencionar. En efecto, el texto aquí citado se refiere al hijo de la viuda (Lc 7,14-15), pero la frase intercalada <<y ordenó que se le diese de comer>> corresponde a la resurrección de la hija de Jairo (Mc 5,43).
[374] Es más claro para nosotros traducir de esta manera. San Ireneo dice literalmente: <<para establecer tòn ánthropon autoû (su hombre)>> (expresión a veces repetida: ver adelante, V, 14,4 y 21,2-3): es decir, para dejar bien asentado que es hombre.
[375] Ousía e hypóstasis, términos aún no usados en el sentido posniceno, sino del lenguaje común; se podría traducir: "si debiese tener la materia de otra substancia".