LOS COMBATES DE SAN AGUSTÍN
La conversión, esbozada en las líneas anteriores, fue en San
Agustín el comienzo de un perpetuo combate y afán de
superación. La teología se hizo vida en él, pero en una forma
agónica y militante. El título del librito suyo De agone ctristiano
es el mejor retrato de su espiritualidad. En él se trata de las tres
virtudes teologales y se refutan los principales errores con que
debían chocar los cristianos de su tiempo. El combate es doble:
contra los errores que desfiguran nuestra fe y contra los vicios
que nos hacen la guerra para apartarnos de nuestro verdadero
fin.
La agonía cristiana en San Agustín tuvo por teatro primero su
mismo corazón, y luego todo el campo de la Iglesia, minado por
las herejías.
En este capítulo trataremos de la agonía personal del Santo
en defensa de la fe, de la esperanza y caridad en su misma
persona; y después, de las luchas que sostuvo con las herejías
principales de su tiempo, en que fue definiendo no sólo la fe,
sino también la espiritualidad cristiana.
El doble combate está ya patente en los primeros escritos y
vida de Casiciaco, donde ya se revela el agonista futuro de la
Iglesia, lo mismo que el doble afán por esclarecer el enigma de
Dios y el alma para iluminar la existencia cristiana y al mismo
tiempo liberarse de las cadenas de las pasiones. Comienza,
pues, allí a realizarse un proceso que tendrá la gloria de
hacerse paradigma de la espiritualidad en Occidente, como dice
L. Landsberg: «La historia espiritual de Agustín constituye una
parte esencial de la historia espiritual de Occidente»1.
BUSQUEDA/TAREA-FM-AG: San Agustín no es un teórico de
estrategias, sino un estratega de ásperos combates, un militar
entre militares, un agonista entre agonistas. Con el bautismo, y
antes de recibirlo, se impuso la tarea de buscar a Dios: «A Dios
hay que buscarle e invocarle en el mismo santuario del alma
racional que se llama el hombre interior»2. Con la expresión
quaerere Deum, buscar a Dios, señala la tarea fundamental del
cristiano. Y en el contexto del pasaje citado se advierte cómo la
interioridad neoplatónica se va ungiendo con el carisma
cristiano, pues en él se apela a tres pasajes bíblicos
interioristas: sobre la oración en secreto (Mt 6,6), la doctrina
sobre el templo de Dios que somos nosotros, en quienes habita
su Espíritu (1 Cor 3,16), la morada de Cristo en lo interior del
hombre (Ef 3,16-17), y el aviso del salmista: Reflexionad y
compungíos en el silencio de vuestro lecho; ofreced sacrificios
de justicia y confiad en el Señor (Sal 4,5-6) 3.
Estos pasajes, que cita en el mismo lugar y dan contexto al
sentido del homo interior, enriquecen, elevan y santifican el
regreso al espíritu o a la introversión a que le convidó la
filosofía de Platino. El quaerere Deum se hace una exigencia
compleja, que pide también la reflexión y compunción en lo
secreto del alma.
Tal es el primer aspecto que conviene insinuar en la agonía
espiritual del pensador de Casiciaco, que derramó muchas
lágrimas de penitencia y contrición y se dedicó a medicinar sus
dolencias, a cicatrizar las llagas de su alma: «Bastante trabajo
me dan mis heridas, cuya curación imploro a Dios llorando casi
todos los días, aunque bien me percato de que no me conviene
sanar tan pronto como yo deseo» 4. El lloro penitencial fue el
antebaustismo de Agustín. Las lágrimas eran un sacrificio
cotidiano.
En el mismo libro, escrito antes del bautismo, dice en otro
lugar: «Se levantaron ellos (los discípulos), y yo con lágrimas
recé muchas oraciones» 5.
GRACIA/DULZURA-Ag CV/DULZURA: A la misma época
pertenecen las lágrimas y gemidos provocados por el canto de
los salmos, que le conmovieron hondamente no sólo por la
música, sino por la letra 6. Entonces tuvo ya nuestro converso
una experiencia de la gracia como deleite superior; el espíritu
de penitencia daba frutos de dulzura. Era una sensibilidad
nueva la que sintió despertarse en su corazón: «Pues allí mismo
donde yo me había enojado contra mí, allí dentro, en la celda
secreta donde me había compungido, donde había sacrificado
inmolando mi vida antigua y, con la esperanza puesta en Ti,
había comenzado a planear mi renovación, allí mismo tú habías
comenzado a serme dulce y dar alegría a mi corazón» 7. Nótese
aquí la fusión de los diversos elementos que definen la nueva
espiritualidad: el conocimiento o repaso con enojo y disgusto de
la vida pasada, la contrición de los pecados, el propósito de la
nueva vida y la experiencia de la gracia, como un regusto dulce
de Dios perdonador. Estos elementos irán siempre juntos en la
espiritualidad del Santo. Había experimentado el sabor nuevo
de lo interno eterno, aunque no podía comunicarlo a los demás,
como el sabor del almorí tampoco puede explicarse al que no lo
ha gustado 8.
Estamos en los comienzos de la nueva espiritualidad, en que
la tensión hacia lo interno y eterno es auténtica agonía, no sólo
por la posesión personal, sino también por el celo con que
quiere salir fuera de sí para descubrir a otros sus secretos,
arrebatándoles de sus errores.
Tal es el sello inconfundible de la agonía cristiana de nuestro
Santo, movido siempre por las razones eternas de las tres
aspiraciones al ser, a la verdad y a la felicidad.
2. La mente, purgada
En el mismo programa agónico entra la exigencia fundamental
de la katharsis, no sólo de la filosofía platónica, sino también de
la revelación de la Biblia y del episodio de la conversión con la
lectura de San Pablo (Rm 13,13-14): «No andéis en comilonas y
embriagueces, en torpezas y deshonestidades, en reyertas y
envidias, sino revestíos del Señor Jesucristo, y no os deis a la
carne para satisfacer sus apetitos» 9. He aquí la fórmula
completa de la nueva espiritualidad cristiana con una doble
pedagogía negativa y positiva, de vacío interior y de plenitud
por la gracia de Jesucristo.
Expresa la misma idea en este lugar con lenguaje más
figurado y bíblico, comparando su hambre interior con la
saciedad del presente: «No quería ya enriquecerme en bienes
terrenos devorando el tiempo y siendo devorado por los
tiempos, pues en vuestra eterna simplicidad tenía otro trigo,
vino y aceite» 10.
Con estos manjares clásicos y litúrgicos, propios, sobre todo,
de los hombres del Mediterráneo, designa la nueva riqueza de
que se hizo dueño.
El convertirse no es sólo vaciarse y quedarse interiormente
hueco y famélico, sino llenarse de manjares eternos que nutren,
iluminan y deleitan, como el fruto de la oliva, de la espiga y de la
vid. La espiritualidad debe dar alimento, luz y alegría al espíritu.
Este principio de la doble pedagogía espiritual lo enunció en
una de sus primeras cartas escritas a Nebridio: «Hay que resistir
a la vida de los sentidos con todas las fuerzas del alma. Es
necesario.—Pero ¿si las cosas sensibles atraen
demasiado?—Hágase que pierdan su encanto.—¿Y cómo se
logra esto? —Con la costumbre de carecer de ellas y de
apetecer cosas mejores» 11.
No es ningún plan de vida tener vacíos las trojes y bodegas
interiores; hay que llenarlas de la cosecha de Cristo. Hay que
aspirar a la purificación o vacío interior de lo que se opone a la
mejor vida del espíritu.
«Aquí toman parte las tres virtudes: fe, esperanza y caridad.
Porque tres cosas se necesitan para conocer a Dios: tener ojos,
mirar, ver. Lo primero, se requieren unos ojos sanos y limpios,
que son la mente purificada de toda afección carnal, de toda
codicia de bienes mortales. Con la fe se logra esta sanidad. Se
ha de tener esperanza en la curación para someterse a las
prescripciones del médico, y también es necesario el amor o el
deseo de ver la luz. Sin las tres cosas, ninguna alma queda
sana para que pueda contemplar a Dios» 12.
Toda la medicina del Médico que es Cristo ayuda al que
aspira a la salud y pureza espiritual.
Por eso ya en toda esta primera fase se reconoce la
autoridad de Cristo 13, como se ha dicho anteriormente; la fe en
su divinidad 14, la significación de su encarnación 15,
juntamente con la trinidad de las virtudes teológicas 16.
Exigencia y postulado necesario de la interioridad fue la
pureza de costumbres, pues el hombre tiene mucha necesidad
de la costumbre de retirarse de los sentidos y recoger el ánimo
en sí mismo y retenerlo dentro 17.
La dispersión exterior es óbice para conquistar el reino
espiritual. La ética y la doctrina del conocimiento no deben
separarse, aunque el conocimiento filosófico y la solución de los
problemas no eran para él un fin, sino un medio.
Por eso San Agustín aplicó el método de la introspección en
forma de examen de conciencia, que habían practicado también
los filósofos.
Mirarse a sí mismo con ojos inquisitivos y fustigadores fue
ejercicio agustiniano. Ya en los Soliloquios, escritos antes del
bautismo, ofrece una exploración interior de su estado, de lo
que ama, de los motivos de sus aficiones 18. Años más tarde,
cuando escribió las Confesiones siendo obispo, dejó también
una muestra implacable de introversión, revelándonos su
conciencia llagada y sangrante: «He considerado las
enfermedades de mis pecados, que proceden de la triple
concupiscencia, y he invocado tu diestra para salvarme» 19.
El examen frecuente de la propia conciencia con la aguda
sensibilidad que tuvo Agustín, pertenece a su habitual agonía
cristiana, que le mantuvo siempre vigilante, como hombre de
frontera peligrosa, llena de enemigos; de enemigos que estaban
dentro del hombre mismo y con los cuales no había hecho
paces. San Agustín era exigente en este punto. Por eso, con el
conocimiento propio se encuentra como arrojado ante la faz de
Dios: «Porque con el corazón herido vi vuestro resplandor, y
deslumbrado dije: ¿Quién podrá arribar allí? Y fui arrojado
delante de vuestros ojos (Sal 30,23)» 20.
3. Vértigo reverencial y temblor amoroso
Después del examen de conciencia, en que ha recorrido los
ángulos más oscuros de su espíritu, Agustín se siente como
despedido por la santidad de Dios, en una región remotísima de
desemejanza y fealdad. Propiamente, un examen de conciencia
es un careo de la verdad y de la mentira, veritas-mendacium,
que es el contraste que hiere y derrumba en el suelo al que lo
hace con la agudeza agustiniana 21. Arriba brilla el ser de Dios,
auténtico, verdadero, sin sombras; abajo, el ser humano,
herido, mutilado, mentiroso en su lenguaje, a mil leguas de la
grandeza del Creador. En esta contrariedad se ve arrojado
Agustín: «Como son contrarios luz y tinieblas, piedad e
impiedad, justicia e injusticia, maldad y obra buena, salud y
debilidad, vida y muerte, así son contrarias la verdad y la
mentira» 22.
En su concepto, el mendacium no sólo tiene dimensiones
morales, sino ontológicas: «Busca lo que es propio del hombre,
y verás que es el pecado. Busca lo que es propio del hombre, y
hallarás la mentira» 29.
Esto nos descubre que la conciencia religiosa es paradójica,
o, si se quiere, dialéctica, como agitada por dos tensiones de
dos sentimientos opuestos: sentimiento de presencia y
sentimiento de lejanía y desemejanza.
Un pasaje de las Confesiones lo expresa bien: «¿Qué es
aquello que me deslumbra en mi interior y flecha mi corazón sin
herirlo? Y me lleno de horror y de amor; me horrorizo por lo
desemejante que le soy; me enardezco por cuanto le soy
semejante. Es la Sabiduría, la misma Sabiduría, la que me
ilumina, rasgando mi nublado, que de nuevo cae sobre mí,
porque no soy capaz de impedirlo con la caliginosa pesadumbre
de mis miserias» 24.
Idénticos sentimientos le producía la verdad de las
revelaciones bíblicas, donde Dios habla a los hombres:
«Admirable profundidad, Dios mío; admirable profundidad es la
de vuestras palabras. Da horror fijar la mirada en ella; horror de
reverencia y temblor de amor» 25.
San Agustín sentía sin duda vértigos frecuentes ante el
abismo de la santidad divina y ante el otro, no menos pavoroso,
de la conciencia humana, nublada con su calígine de culpas,
penas y errores. Ambos sentimientos pertenecen a lo íntimo de
su espiritualidad 26.
En las Confesiones hay un episodio que no es fácil
determinarlo cronológicamente: «Aterrado por mis pecados y
por la grandeza de mi miseria, había agonizado en mi corazón y
meditado la huida a la soledad; pero Vos me quitasteis estos
pensamientos y disteis seguridad con estas palabras: Por eso
murió Cristo por todos, para que los que viven, no vivan ya para
sí, sino por el que murió por ellos (2 Cor 5,15)» 27
Hay quienes sitúan este episodio después de la conversión,
mas no parece esto lo más probables. Ningún documento de
aquella época confirma el deseo de huir a la soledad. El
propósito de servir a Dios lo cumpliría volviendo al Africa con
sus amigos y viviendo juntos en su país natal 29.
Otros lo sitúan después de la ordenación sacerdotal o
episcopal 30. Según éstos, sintió como un desmayo espiritual
ante la magnitud de las responsabilidades pastorales, como la
que describe en un comentario al salmo 54: El temor y el
temblor vinieron sobre mí y me cubrieron las tinieblas
(/Sal/054/055/07 PECADORES/DOLOR-Ag): «Se ve esto,
hermanos, y se levanta a veces en el ánimo del siervo de Dios
el deseo de huir a la soledad por la muchedumbre de
tribulaciones y escándalos, y dice: ¡Quién me diera alas de
paloma!... A veces pretende uno corregir a los hombres
torcidos, malvados, que están bajo su cuidado, pero con ellos
todo empeño y vigilancia se pierden en el vacío; son
incorregibles, hay que aguantar. Y el que no puedes corregir es
tuyo o por la hermandad del género humano o por la comunión
eclesiástica; él está dentro. ¿Qué puedes hacer con él?
¿Adónde irás? ¿Dónde te puedes meter para no padecer por
estas cosas?... Se ha hecho cuanto se puede, pero sin fruto
alguno; se han agotado los trabajos; sólo queda el dolor.
¿Cómo va a descansar mi corazón en tales casos sino diciendo:
¡Quién me diera alas! '; pero como de paloma, no de cuervo?»
31.
Estos momentos de agonía interior los tuvo San Agustín
frecuentes, sin duda, en su vida pastoral; pero su espiritualidad
era de paloma, «que día y noche gime, porque está aquí en un
lugar de gemidos» 32.
4. «Yo pienso en mi precio»
El Obispo de Hipona no logró nunca el reposo de una soledad
como la hubiera deseado, ni tampoco le faltó el hábito de
retirarse a su interior, sobre todo por las noches. San Posidio
nos da esta noticia: «Aun manteniéndose siempre unido y como
suspendido de las cosas del espiritu, de más valor y
transcendencia, apenas alguna vez se abatía y bajaba de la
meditación de las cosas eternas a las temporales, y después de
disponerlas y ordenarlas, apartándose como de cosas
mordaces y pesadas, retornaba otra vez a las interiores y
superiores, dedicándose ora a descubrir nuevas verdades
divinas, ora a dictar las ya conocidas o bien a enmendar lo
dictado y copiado. Tal era su ocupación, trabajando de día y
meditando por la noche» 33.
Es todo un retrato del Pastor, que supo dar un gran equilibrio
a la vida de acción y contemplación, poniendo en lo temporal y
pasajero el sello de lo eterno. Su día era para los hombres, su
noche para Dios. O mejor dicho, día y noche eran para el
Señor.
Hábito preferente en él era meditar en las palabras de Dios,
«porque no hay cosa mejor, no hay nada más dulce, que
escudriñar en silencio el divino tesoro (Escrituras divinas);
suave cosa, buena cosa es; pero predicar, argüir, corregir,
sostener con el ejemplo, mirar por el bien de cada uno, es
onerosa carga, peso grave, gran trabajo. ¿Quién no lo
rehusará?» 34
Estas tensiones forman la trama de la agonía agustiniana. En
la cual se llevaba la parte principal su misma conciencia,
pendiente entre los dos abismos de la grandeza y santidad de
Dios y el abismo de la propia nada, en la frontera de todos los
peligros.
El psicógrafo alemán B. Legewie presenta a nuestro Santo
como encorvado por su idealismo, que le hace levantar siempre
los ojos arriba, hacia el reino de las ideas puras, de los valores
transcendentales, dejando atrás las realidades mundanas. Aquí
está la grandeza y debilidad al mismo tiempo de San Agustín,
porque el mundo real parece que pierde su viveza, encanto y
colorido. sentimiento de culpa, por la pesadumbre de su miseria,
por un sentimiento de distancia de la divinidad que lo carga de
melancolía. Estos sentimientos contrarios no parece han llegado
en Agustín a equilibrarse 35.
Al escribir esto, Legewie piensa en el platonismo de Agustín y
en el abismo de separación entre el mundo inteligible y el
mundo sensible, y, sobre todo, el mundo humano culpable. Pero
hay que recordar también que entre ambos mundos, por muy
alejados que estén uno del otro, está Cristo, que todo lo abraza.
Aunque Agustín siente profundamente la distancia de Dios y el
tremendo peso de su humanidad pecadora, con no menos
viveza siente la hermandad y proximidad de Cristo, puente y
mediador de ambos mundos. Aunque le escuecen las llagas de
la culpa y le entran en la carne viva las zarzas de las liviandades
—vepres libidinum—, está abonado al Médico de cabecera, que
le cura todos los días. Por eso en el pasaje de la tentación de
fuga a la soledad que se ha recordado anteriormente, sobre el
terror de sus pecados aplica inmediatamente, como una
pomada balsámica, el recuerdo de Cristo, muerto por todos
para darnos vida: «Yo pienso en mi precio, y como, y bebo, y
distribuyo» 36. Es decir, la abundancia de la vida que tenemos
en Cristo destierra o lenifica todos los sentimientos depresivos
que amenazan con hundir las esperanzas humanas.
El terrorismo de la distancia de Dios, inmensamente abierta
por la culpa, tiene un medicamento de infalible eficacia en
Cristo.
Para estimar en su valor el espiritualismo agustiniano hay que
mirarlo no en el espejo de la filosofía platónica, sino en el divino
realismo de Cristo y de su Iglesia. No es ningún imperativo
filosófico el que explica su transformación, su vida y su
espiritualidad, sino la gracia de Cristo. Con ella se explica toda
la agonía de San Agustín, puesto no sólo entre dos mundos,
sino entre muchas almas singulares, a que se sentía ligado por
la caridad cristiana. Con todo lo platónico que se le quiera
suponer, a Agustín hay que imaginarlo encorvado siempre
sobre el lecho del grandis aegrotus, del gran inválido, para
asistirle y propinarle la medicina salvadora. Exigente con los
demás, lo fue más todavía consigo mismo, porque vivía siempre
de cara a la verdad; a una verdad tremendamente interior y
superior, que le impedía la vida consuetudinaria y de bajo vuelo.
Cito para confirmación de lo dicho un testimonio vivo suyo,
donde se muestra su delicadeza moral en materia de mentira.
Se propone la cuestión sobre si se debe mentir engañando a
los enfermos que están graves: «Mas como nos hallamos entre
hombres y vivimos entre ellos, confieso que todavía no me
cuento yo en el número de los que no se inquieten con los
pecados compensatorios. Porque frecuentemente en las cosas
humanas me vence el sentimiento humano, no puedo resistir
cuando se me dice: 'Mirad, está muy grave el enfermo y no
puede resistir la noticia de la defunción de su único y carísimo
hijo'; y te preguntan si vive a ti, que sabes que ha muerto. ¿Qué
les vas a responder? Sólo tres respuestas caben: ha muerto, o
vive, o no lo sé... Dos de las respuestas son falsas: que vive y
que no lo sabes; no la puedes dar sin decir mentira. Sólo es
verdad que ha muerto; pero, si la dices y a consecuencia muere
el enfermo, te dirán que tú has sido el asesino. ¿Y quién
aguanta a los hombres cuando exageran qué mal es evitar una
mentira saludable y amar la verdad que mata? Me conmueven
fuertemente estos lances contrarios, pero gran cosa es si me
mantengo en la sabiduría. Porque, cuando me represento y
pongo ante los ojos de mi corazón, cualesquiera que fueren, la
hermosura espiritual de Aquel de cuya boca ninguna falsedad
procede (aunque donde más radiante luce la claridad de la
verdad, allí mi flaqueza palpita y reverbera más) de tal modo me
inflamo en el amor de tanta hermosura, que nada me importan
las consideraciones con que tratan de impedirlo. Pero gran cosa
es perseverar en este afecto para que con la tentación no se
pierda el buen efecto. Ni hace mella en mí cuando contemplo
esta luz del bien en que no hay ninguna oscuridad, que se llame
asesina a la verdad, porque yo no quiero mentir, y los hombres
se mueren por escuchar la verdad. Pues ¿qué? Si te solicita
una mujer impúdica y, por no dar tu consentimiento, ella muere,
en un acceso de amor, de su furiosa pasión, ¿por eso tu
castidad será la homicida?
Y tal vez porque nosotros leemos: Somos el buen olor de
Cristo en todo lugar y en los que se salvan y en los que
perecen; para unos, olor saludable, para que vivan; mas para
otros, olor mortal, para que mueran (2 Cor 2,15-16):
¿Acaso por esto llamaremos homicida el olor de Cristo? Mas
porque somos hombres y en semejantes trances y
contradicciones muchas veces nos vence o pone en aprieto el
sentimiento humano, añade: Mas ¿quién es idóneo para esto?»
37
Se toca aquí la cumbre del espiritualismo y de la agonía moral
en que vivió San Agustín. Frente a todo lo que es falso o
mendaz, el amor de la veritas le imponía esta postura antitética,
con un ritmo oscilante entre dos extremos contrarios.
5 Gimiendo y llorando en este valle de lágrimas
La lucha de San Agustín contra los enemigos del alma tiene
un sello de intimidad, que no se recataba él de revelar a los
demás, como lo hizo en las Confesiones: «Tentados somos
cada día, Señor, con estas tentaciones; tentados somos sin
cesar. La lengua del hombre es un horno cada día. También en
esto me ordenas que sea continente; concédeme lo que me
mandas y mándame lo que quieras. Tú conoces el gemido de mi
corazón en el raudal de mis ojos, pues no llego a comprender
hasta qué punto estoy limpio de esta lepra y me dan miedo mis
pecados ocultos» 38.
La expresión gemitus cordis, que ya conocemos, manifiesta la
tensión agónica de su espiritualidad, siempre descontenta de sí
misma y en pugna por una superación 39.
En otra ocasión memorable del año 401, hallándose en
Cartago con motivo de una reunión conciliar de los obispos,
habiendo impedido unas lluvias abundantes su regreso a
Hipona, le mandaron que predicase comentando el salmo 36, y
en el tercer sermón que pronunció hizo una defensa de sí
mismo de los agravios de los donatistas, que se metían mucho
con él: «Hablen lo que quieran contra nosotros; nosotros
amémosles a pesar suyo. Conocemos, hermanos, conocemos
sus lenguas; no os irritéis contra ellos, sino tened paciencia
conmigo. Ven que no tienen razón en su causa, y vuelven sus
lenguas contra mí y me maltratan de palabra, diciendo muchas
cosas que saben y otras que no saben. Las que saben son ya
pasadas, pues fui algún tiempo, como dice el Apóstol, necio,
incrédulo y ajeno a toda obra buena (Tit 3,3). Yo viví en un
error insano y perverso; no lo niego, y cuanto menos negamos
lo pasado, tanto más alabamos la gracia de Dios que nos
perdonó. ¿Por qué, ¡oh hereje!, dejas la causa y te metes con
el hombre? Pues yo, ¿qué soy? ¿Soy acaso la Católica
(Iglesia)? ¿Soy tal vez la heredad de Cristo repartida entre los
gentiles? Me basta a mí con estar dentro de ella. ¿Repruebas
los males que hice en tiempos pasados? ¡Vaya valentía! Más
severo soy contra mis males que tu; lo que vituperaste, yo lo
condené. ¡Ojalá quisieras imitarme, para que tu error fuera
también cosa pretérita! Se vuelven contra mí por los males
cometidos sobre todo en esta ciudad. Aquí viví mal, lo confieso;
y cuanto es el gozo que siento de la gracia de Dios, tanto más
siento tales maldades. ¿Diré que estoy de duelo? Lo estaría si
aún permaneciese en ellas. Pues ¿qué diré entonces? ¿Que
me alegro? Tampoco puedo decir esto. ¡Ojalá nunca hubiera
sido lo que fui! Mas lo que fui, en el nombre de Cristo quedó
cancelado. Lo que ahora me censuran lo ignoran. Aún hay
muchas cosas que reprenden en mí; pero no las saben. Yo
peleo mucho contra mis pensamientos, ando en guerra contra
mis sugestiones, teniendo largos y casi continuos choques con
las tentaciones de mis enemigos, que quieren acabar conmigo.
Gimo ante Dios con mi flaqueza y conoce lo que mi corazón
engendra el que conoce lo que procede de él» 40.
Este es también capítulo de las Confesiones de San Agustín,
es decir, capítulo de su más entrañable espiritualidad gemidora
y agonista ante Dios en lo secreto. Cada día su batalla, cada
día su estrategia, cada día sus gemidos de liberación, cada día
la agonía cristiana de quien vive siempre con las armas al
hombro.
¡Cómo debió de conocer el Santo lo que llama «sorberse y
beberse los gemidos propios» dentro de sí, como lo hace la
Iglesia ante la presencia de los malos y de los males! «Cuando
la Iglesia ve que muchos van por malos caminos, se devora
dentro de sí sus gemidos, diciendo a Dios: No te son ocultos a
ti, Señor, mis gemidos (Sal 37,10)» 41.
Pero los gemidos no sólo brotaban en él al contacto con la
propia miseria y orfandad, sino también de la caridad de los
prójimos. Toda la Iglesia debe gemir por los que viven alejados
de su gracia y unidad, sean paganos, herejes, judíos,
cismáticos o malos cristianos. La oración y el ayuno son armas
principales en la agonía cristiana.
LAGRIMAS/A-H/Ag A-H/LAGRIMAS-Ag: En un sermón
pronunciado en Cartago probablemente en el año 411,
aludiendo a unas fiestas que habían celebrado los paganos,
dice a los oyentes: «Si nos percatamos de los males en que se
hallan (los paganos), porque de ellos estamos libres nosotros,
tengamos compasión de ellos, y, si los compadecemos,
roguemos por ellos; y para que nuestra oración sea escuchada,
ayunemos por ellos... En estos días ayunamos por ellos, de
suerte que, cuando se divierten con sus jolgorios, nosotros
gimamos por ellos» 42.
6. «Evangelium me terret»
Todos los años, en el aniversario de su ordenación
sacerdotal, el Obispo de Hipona repasaba su vida, con examen
especial del cumplimiento de sus deberes pastorales. Tenemos
un documento precioso de este hecho en un sermón
fragmentariamente ofrecido por la edición maurina e íntegro por
la nueva colección del P. Germán Morin 43. Oigamos cómo
comienza: «Este día, hermanos, me obliga a una reflexión más
pausada sobre mi carga sacerdotal, pues, aunque todos los
días y noches hay que pensar en ella, no sé cómo, en este día
del aniversario de la ordenación, se me pone más ante los
sentidos, y no hay modo de alejarlo del pensamiento; y en la
medida en que vienen los años, o más bien se van,
acercándonos al último día, que sin falta ha de llegar, tanto más
pungente y estimulante se hace la reflexión sobre la cuenta que
deberé dar por vosotros al Señor» 44.
En el examen recordaba las severas palabras del profeta
Ezequiel sobre los malos pastores de Israel (Ez 33,2-7) y las de
la parábola evangélica de las minas (Lc 19,12-28). Dos veces
repite: Evangelium me terret, Sed terret Evangelium 45. Me
aterroriza el Evangelio. Le hacía temblar y le quitaba muchos
sueños la responsabilidad pastoral. Dios pide la sangre de las
ovejas que se pierden por la incuria de los pastores, según
Ezequiel. La meditación de estos documentos divinos infundía
miedo en el Obispo de Hipona y a su luz gobernó siempre su
rebaño.
Pero en este mismo examen anual reflexionaba sobre la
situación de su diócesis. El sabía muy bien lo que había escrito
en otra parte: «La Iglesia de Africa tiene en muchos muchas
fealdades carnales y dolencias» 46.
Su rebaño andaba siempre entre dos abismos: la falsa
esperanza y la desesperación. Decían muchos: «Dios es bueno
y misericordioso. ¿Cómo va a permitir la condenación de tantos
pecadores y salvar unos pocos?» Otros se iban por el camino
contrario: «Estamos cargados de maldades. ¿Cómo vamos a
vivir ya bien?» Y a estilo de gladiadores ya condenados a
muerte, se entregaban a todos los placeres que les brindaba la
vida. Otros decían: «Ya viviré mañana bien; dejadme hoy vivir
un poco mal» 47.
Estos son tipos de cristianos que recuerda en su examen el
Obispo de Hipona, y todos ellos le ponían en trance de peligro,
que le obligaba a decir: «Ayudadme, ayudadme, hermanos, a
llevar mi carga; llevadla conmigo vosotros; vivid bien» 48.
ALABANZAS/PELIGRO-Ag: Una muestra de la sensibilidad y
delicadeza de conciencia en el Santo se revela en su actitud
frente a las alabanzas humanas. La tentación de las vanaglorias
pertenece a su secreta agonía cristiana, porque las alabanzas
le llovían de todas partes: «¿Qué queréis, pues, que haga yo
sino avisaros de mi peligro para que seáis mi gozo? Mi peligro
está en que me engolosine con vuestras alabanzas y disimule
vuestro modo de vivir. Pero Aquel ante cuyos ojos hablo, o más
bien ante cuyos ojos pienso también, sabe que yo no me deleito
en las alabanzas populares, más bien me inquietan y preocupan
cómo viven los que me alaban. No quiero ser alabado de los
que viven mal; lo abomino, lo detesto; me causa dolor, no
placer. Las alabanzas de los buenos, si les digo que no me
gustan, miento; si digo que me placen, temo apetecer más la
vaciedad que la solidez. ¿Qué os diré, pues? Ni me placen del
todo ni me desplacen del todo. No las quiero del todo, para no
peligrar en la humana alabanza; ni dejo de quererlas del todo,
para no ser ingrato a los que predico» 49.
Siempre estuvo Agustín a la mira del estrago que hacen las
alabanzas en los predicadores y no se consideró libre de cierta
vana complacencia, que era el polvillo sucio de que nos lavan
las manos del Salvador, como lo hizo en el lavatorio de los pies
a los apóstoles 50.
7. El combate espiritual
V/MILICIA-LUCHA/Ag: Este agonismo personal, que se ha
descrito muy sucintamente, tiene una dimensión eclesiológica o
universal, donde todos los hombres se sienten hermanos, y
mucho más los cristianos, porque están mejor armados para la
lucha. San Agustín, pues, tiene una concepción bélica de la
existencia cristiana, porque el cristiano vive en un continuo
conflicto con las fuerzas del mal, que le asedian por dentro y
fuera: «La concupiscencia, como ley del pecado que permanece
en los miembros de este cuerpo mortal, nace con los párvulos, y
en los que son bautizados, se les perdona el reato, mas queda
para el combate; y en los que han muerto antes de la edad de
combatir, no tiene ninguna consecuencia de condenación; a los
párvulos no bautizados los encadena como reos y como hijos de
ira; aunque mueran en la infancia, los arrastra a la condenación
51.
Conflictus ad eius agonem relictus est, repite en su obra
última contra Juliano 52. La guerra con la concupiscencia quedó
para ejercicio de nuestro combate. Es como una ley militar que
compromete a los bautizados e imprime tono o carácter
beligerante en toda la vida cristiana, hecha de luz y de sombras,
como un cuadro de acabada hermosura. Pues «así como el
color negro en la pintura contribuye a la hermosura del cuadro,
de igual modo la divina Providencia ordena decorosamente todo
el combate del universo, dando su diverso papel a cada uno;
uno a los vencidos, otro a los combatientes, otro a los
vencedores, otro a los espectadores, otro a los que reposan en
la contemplación de Dios. Y en todo esto no hay otro mal que el
pecado y el castigo del pecado; es decir, el defecto voluntario
de la suma esencia y el trabajo forzado en la última escala.
Dicho de otra manera, la libertad de la justicia y la servidumbre
bajo el pecado» 53.
Los agonistas forman parte del espectáculo de este mundo. Y
el combate es muy diferente que el imaginado por los
maniqueos entre los dos principios contrarios, uno del bien y
otro del mal; y en él hasta el del bien capituló, siendo cautivo de
los enemigos, los príncipes de las tinieblas. Intrepretaban en
este sentido las palabras de San Pablo: No va nuestra lucha
contra la carne y le sangre, sino contra los principados, contra
las potestades, contra los poderes de este mundo en tinieblas,
contra los espíritus malos, que tienen su morada en los aires.
Estad, pues, ceñidos con las armas de Dios para resistir en el
día malo y, venciendo todas las cosas, obtener victorias (Ef
6,12-13). Estos príncipes de quienes habla San Pablo son los
ángeles malos, que por las pasiones del placer, del dinero y del
orgullo dominan en los hombres que se ponen a su servicio.
Pero a todos se extiende el imperio regio de Cristo, que es el
Rey de todas las victorias, porque El es la fuerza y la sabiduría
de Dios, y debajo de su dominio están puestas todas las
criaturas, los ángeles santos, y mucho más los rebeldes, cuyo
príncipe es diablo 54.
Esta concepción dista mucho de la de los maniqueos, con su
pesimismo y desesperación, porque aquí todo se halla reducido
a la unidad de un salvador, y en su seguimiento está la victoria:
«Imitemos a Cristo si queremos vencer al mundo» 55. «El nos
ciñe de las armas evangélicas de la verdad, de la continencia
saludable, de la fe, esperanza y caridad» 56.
Estas virtudes forman al agonista cristiano para pelear en el
doble frente de los errores y de los vicios; su guerra se
desenvuelve en los tres tiempos que llama el Santo conversio,
praeliatio y coronatio, o sea, en la conversión o incorporación
en la milicia de Cristo, en la lucha constante contra los
enemigos del alma y, por fin, en la corona de la victoria, lograda
con su misma ayuda 57.
Porque nadie sale vencedor sino con la victoria que da la
gracia de Jesucristo. Y la guerra continua tiene un carácter de
intimidad, porque dentro del espíritu mismo se libran las
grandes batallas, en que el libre albedrío y las fuerzas del mal
chocan entre sí.
8. El conflicto interno
El estado del hombre actual es de una guerra intestina, de
una «pugna interior» 58. donde se forma y se curte la
personalidad cristiana. El militante de Cristo no puede dejar la
vela de armas: «En el santo bautismo serán borrados vuestros
pecados, pero quedarán en su vigor vuestras concupiscencias,
con que habéis de pelear después de recibir la gracia
regeneratriz. Sigue, pues, el combate dentro de vosotros
mismos. No temáis a ningún enemigo externo; véncete a ti
mismo, y el mundo será vencido. ¿Qué te puede hacer un
tentador desde fuera, sea el diablo o algún ministro suyo? Te
propone, por ejemplo, el disfrute de una hermosa mujer; tú
interiormente sé casto, y quedará vencida toda torpeza. Para
que no te cautive con la hermosura de una mujer ajena, lucha
interiormente con la libido. No ves al enemigo, pero sientes la
fuerza de tu deseo; no ves al diablo, pero sí lo que te atrae y
deleita. Vence lo que sientes en tu interior: Combate, combate
sin tregua. Tu Juez te dio la gracia de renacer, te ha puesto en
una prueba y te propone la corona» 59.
San Agustín señala aquí el verdadero campo bélico que es lo
interior. Los enemigos se ocultan entre el ramaje oscuro de
nuestras propias pasiones, y desde allí inquietan, perturban y
soliviantan al hombre. Lo primero para salir con la victoria es
quitar las armas al espíritu mismo con el señorío de sí mismo y
el dominio de las pasiones: la soberbia, la envidia, la
sensualidad, la pereza. Estas pasiones son las cabezas de
facción en el combate cristiano, y mientras ellas levanten
discordias y rebeliones no se logrará la paz. Si bien la paz y
seguridad completa no es de este mundo, que es naturalmente
belicoso y turbador: «Por eso, aun toda la vida de los santos
está empeñada en esta batalla» 60.
Haciéndose eco de una experiencia personal y concreta, dice
el gran luchador: «Nuestro corazón es continuo campo de
batallas. Un solo hombre pelea con una multitud en su interior.
Porque allí le molestan las sugestiones de la avaricia, los
estímulos de la liviandad, las atracciones de la gula y las de la
alegría popular; todo le atrae y a todo hace guerra; con todo, es
difícil que no reciba alguna herida. ¿Dónde, pues, hallarás la
seguridad? Aquí en ninguna parte, a no ser en la esperanza de
las divinas promesas. Mas cuando lleguemos allí reinará la paz
perfecta, porque serán cerradas y selladas las puertas de
Jerusalén; allí el lugar de la victoria total y de gozo grandes» 61.
Nadie se lisonjee de vivir en paz, en un reino seguro, libre de
contradicciones. Por eso San Agustín continuamente levanta su
voz para amonestarnos y tenernos con las armas al hombro,
evitando una vida tibia y perezosa. No hay excepciones para
nadie por razones de edad, sexo o buenas cualidades:
«Mientras se vive aquí, hermanos, así es; nosotros que ya
somos mayores de edad tenemos enemigos menores; pero los
tenemos. Ya están ellos como fatigados por la edad; pero, aun
con su fatiga, no cesan de turbar con ciertas molestias la
quietud de nuestra vejez. Más aguda es la lucha de los jóvenes;
la hemos conocido, hemos pasado por ella. La carne codicia
contra el espíritu, y el espíritu contra la carne, de modo que no
hagáis lo que queréis» 62.
Este sermón lo pronunció San Agustín siendo ya de buena
edad y largamente ejercitado en la continencia cristiana, para
animar a sus feligreses. Con el mismo propósito y en el mismo
sermón les arenga: «Escuchadme, ¡oh santos!, quienesquiera
que seáis: hablo con luchadores: los guerreros me entienden;
no me entiende el que no guerrea. Pero el que lucha, no digo
me entiende, sino se adelanta a mí en la inteligencia. ¿Qué
desea el hombre casto? Que no se levante en él ningun deseo
contrario a la castidad en los miembros de su cuerpo. Quiere la
paz, pero no la tiene aún. Cuando se llegue a aquel estado en
que ninguna concupiscencia contraria turbe, no habrá ningún
enemigo con quien luchar, ni hay que esperar allí victorias,
porque ya se triunfa del enemigo vencido. Esta es la victoria
que canta el Apóstol: Conviene que esto corruptible se vista de
incorrupción y que esto mortal se revista de inmortalidad.
Cuando lo corruptible se vista de incorrupción y lo mortal goce
de inmortalidad, se cumplirá lo que está escrito: 'La muerte ha
sido absorbida en la victoria'» 63.
TENTACION/PROGRESO: En San Agustín se percibe el
gemido profundo de la situación humana, aunque él estaba
convencido de la necesidad de las tentaciones como escuela de
progreso y adelanto espiritual: «Nuestra vida en esta
peregrinación espiritual no puede estar sin tentaciones, porque
nuestro progreso se realiza con nuestra tentación; quien no
conoce la tentación no se conoce a sí mismo, ni puede ser
coronado el que no venciere, ni vencer el que no peleare, ni
pelear sin hostilidades ni pruebas» 64.
De aquí puede vislumbrarse el valor religioso de las
tentaciones.
9. Sentido de las tentaciones
TENTACION/SENTIDO: La espiritualidad cristiana está
expresada por San Agustín en forma de una tensión continua
entre el espíritu y la carne: «El espíritu nos impele hacia arriba,
la carne nos tira hacia abajo; entre estos dos conatos de
elevación y gravitación terrena hay cierta lucha, que pertenece
a la presión del lugar» 65. Las tentaciones pertenecen a esta
tirantez, en que la tensión produce un aumento de energía, de
vigilancia y defensa. Cuando una plaza se ve sitiada de
enemigos. toda la guardia y defensa se pone alerta. Así, el
espíritu, sin la presencia y urgencia de los enemigos, se haría
pasivo y dormilón. Rige, pues, aquí también la dialéctica de los
contrarios, según la cual lo blanco luce más a par de lo negro, y
el candor de las palomas brilla con más gracia entre los
cuervos, y la azucena está vestida de más intensa claridad y
hermosura entre los pinchos de un matorral.
El espíritu se bruñe con el combate de las tentaciones de la
carne y se aventaja más con su esplendor y señorío: «Por eso
todo el cuerpo de Cristo es tentado hasta que llegue el fin» 66.
Es tentado como lo fue la Cabeza, y en la Cabeza se logran las
victorias de los que le siguen: «Pues en Cristo tú eras tentado,
pues El tuvo de ti para sí la carne, y de sí para ti la salvación;
tomó de ti para sí la muerte y te dio de sí la vida; de ti para sí
tomó la deshonra, de sí te dio los honores. Luego también tomó
de ti para sí la tentación, para darte de sí la victoria. Si en El
fuimos tentados nosotros, en El vencimos al tentador. Mírate a ti
tentado en Cristo y reconócete también vencedor en El» 67.
La tentación nos ejercita en la pelea noble, nos ayuda a
conocernos, nos hace clamar al ayudador: «No temas, pues,
porque se consienta al tentador hacer algo contra ti, porque tú
tienes un misericordiosísimo salvador. Tanto se le permite
molestarte cuanto te conviene a ti para que te ejercites, para
que seas probado, para que te conozcas a ti mismo, si eras
desconocido»68. San Pedro, antes de ser tentado, presumió de
sí; en la tentación palpó lo que era la debilidad de su espíritu.
Así, también los cristianos son tentados para que se conozcan y
toquen con el dedo la llaga de su flaqueza 69.
La lucha contra las tentaciones tiene como un aspecto
espectacular frente a Dios, lo mismo que en los juegos
agonísticos que conoció San Agustín:
«Los hijos de Dios combaten porque tienen a su favor un
poderoso auxiliador. Dios no asiste como mero espectador al
combate intimo, al estilo de una multitud que presencia una
cacería. Esa multitud puede estar a favor de un cazador; pero,
si éste está en peligro, no le puede prestar ayudar»70. Al
contrario, en este espectáculo interior, «el Espíritu de Dios es el
que lucha por ti contra ti, contra lo que hay de contrario a tu
propio bien dentro de ti» 71.
San Agustín suele comparar la vida humana con el mar
turbulento y peligroso: «El mundo es un mar, pero también a él
le hizo el Señor, y no permite que se encrespen sus olas sino
hasta el cantil, donde su furia se deshace. No hay ninguna
tentación que no haya recibido de Dios su medida. Y como de
las tentaciones, lo mismo digamos de los trabajos y
contrariedades: no se permiten para que acaben contigo, sino
para que te hagas más fuerte» 72.
Siguiendo esta misma alegoría, el episodio milagroso de la
calma de la tempestad en el lago de Tiberíades es uno de los
símbolos más expresivos de la existencia cristiana. He aquí la
exégesis que hace nuestro Santo: /Mc/04/35-40 /Lc/08/22-25
/Mt/0823-27
«Se levanta contra ti una fuerte tempestad de malos ejemplos
y consejos, y las olas llegan hasta tu alma, porque te seducen
algunos embaucadores. Gran tempestad te sacude, tal vez no
resistes al seductor, te dejas llevar de sus palabras. Después
comienzan a agitarse las olas de la concupiscencia, y surgen los
malos deseos que quieren llevarse tu corazón.
» ¡Oh cristiano! Mira: Cristo está durmiendo en tu corazón;
despiértalo para que impere a la tempestad y se apacigüe y
retire, y para que vuelva la serenidad a tu conciencia
alborotada. Los apóstoles luchaban contra la tormenta durante
el sueño de Jesús para significar las luchas y fluctuaciones
cristianas cuando la fe languidece en los corazones. Recuerda
lo que te enseña el Apóstol: Por la fe, Cristo habita dentro de
nuestros corazones. Según la presencia y hermosura de su
divinidad, reposa en el seno del Padre, sentado a su mano
derecha. Lo cual no impide que también se halle entre los
cristianos. Por eso luchas tú, porque Cristo va dormido en tu
alma. Las tentaciones se han levantado contra ti porque tu fe
está dormida. ¿Qué significa tu fe está dormida'? Que te has
olvidado de ella. ¿Qué significa, pues, despertar a Cristo?
Avivar la fe; trayendo a la memoria lo que crees, despierta a
Cristo. Tu fe mandará a las olas que te consternan, y la calma
volverá a tu conciencia. Y, aunque los malos consejeros y
mundanos sigan con su propaganda, ya no zozobrará tu nave ni
se irá al fondo» 73.
La fe viva y la confianza en Cristo llenan de fuerza y
serenidad la espiritualidad de San Agustín. El experimentó en sí
mismo las dos grandes fuerzas que mueven el mundo: el
espíritu de la concupiscencia y el espíritu de la gracia de Dios,
superior al anterior. Por eso su ética respira optimismo e
infunde valor en los que luchan: «Si habéis muerto con Cristo,
buscad las cosas de arriba. Viviendo en carne, no quieras estar
en la carne, porque toda carne es heno, y la palabra de Dios
permanece eternamente (Is 11,6). El Señor sea tu refugio. Te
importuna la concupiscencia, te provoca con insistencia,
grandes fuerzas tiene contra ti; con la prohibición de la ley se ha
envalentonado, te hostiga con más fuerza; Dios sea tu refugio y
la torre de fortaleza contra el enemigo (Sal 60,4). No quieras
estar en la carne, mora en el espíritu. ¿Qué significa mora en el
espíritu'? Deposita tu esperanza en Dios, pues si pones tu
esperanza en el mismo espiritu por el que eres hombre, tu
espiritu se resbala en la carne, porque no lo pusiste en Aquel
que lo mantiene erguido» 74.
En resumen, la espiritualidad cristiana y agustiniana, en su
aspecto especulativo y práctico, lleva un sello de pelea y
agonía, que igualmente aparece en la producción literaria del
Obispo de Hipona, toda ella elaborada agónicamente o en
polémica con los grandes errores que conoció en su vida,
sirviéndole de ayuda para perfilar mejor el mensaje cristiano. A
esta agonía teológica van dedicados los siguientes estudios.
VICTORINO
CAPANAGA, O.R.S.A.
AGUSTÍN DE HIPONA,
MAESTRO DE LA CONVERSIÓN CRISTIANA
BAC, MADRID 1974. Págs. 59-75
........................
1 L LANDSBERG, Les sens spirituels chez S. Augustin 86: Dieu Vivant
11 (1938); «L'histoire spirituelle d'Augustin constitue une parte
essentielle de l'histoire spirituelle de l'Occident».
2 De magis 1,2 (PL 32,195): «Deus autem in ipsis rationalis animae
secretis, qui homo interior vocatur, et quaerendus et deprecandus
est». Este libro fue escrito a raíz de la conversión en el año 388-90.
3 Ibid.
4 De ord. I 10,29: PL 32,991.
5 Ibid., I 8,22 (PL 32,987): «... ego illacrymans multa oravi».
6 Conf. IX 6,14: «... et currebant lacrymae et bene mihi erat cum eis».
7 Ibid., IX 4,10: «... ibi mihi dulcescere caeperas et dederas laetitiam in
corde meo».
8 Ibid.: «O si viderent internum aeternum, quod ego quia gustaveram,
frendebam quoniam non eis poterarn ostendere». El frendere,
indignarse, rechinar de dientes, indica la vehemencia y fogosidad
interior de Agustín, que hubiera querido convencer a los maniqueos de
sus errores.
9 Rom 13,13-14.
10 Conf. IX 4,10.
11 Epist. 3,4 (PL 33,65): «Resistendum ergo sensibus totis animi viribus.
Liquet. Quid si sensibilia nimium delectent? Fiat ut non delectent.
Unde fit? Consuetudine iis carendi appetendique meliora». La
resistencia a los sentidos debe entenderse cuando incitan a lo
prohibido por la razón o la ley de Dios.
En este tiempo, San Agustín guardaba los resabios de la posición o
contraste entre el mundo de los sentidos y el inteligible.
En Retract. (I 4,3: PL 33,590) corrige el dicho de los Soliloquios (I 14,24:
PL 32,882): «Penitus esse ista sensibilia fugienda». Lo mismo que el
dicho de Porfirio: «Omne corpus esse fugiendum».
12 Sol. I 6,12: PL 32,8,5-76.
13 Contra acad. III 20,43: PL 32,957.
14 De ord. I 10,29: PL 32,991.
15 Ibid., II 5,10: PL 32,1002.
16 De beata vita 4,35 (PL 32,976): «Haec est nullo ambigente beata vito
quae vita perfecta est, ad quam nos festinantes posse perduci, solida
fide, alacri spe, flagrante caritate praesumendum est».—Sol. I 1,5 (PL
32,872): «Auge in me fidem, auge spem, auge caritatem».
17 Es la exigencia del principio de la interioridad. Cf. De ver. rel. 39,72:
PL 34,154.
18 Sol. I 9-13,16-22: PL 32,877-81.
19 Conf. X 41,66.
20 Ibid.
21 Ibid.: «Tu es veritas omnia praesidens... sed volui tecum possidere
mendacium». Este careo de la verdad y del hombre-mentira es
frecuente en San Agustín, porque para él, como para la Sagrada
Escritura, es omnis homo mendax. Cf. PRZYWARA, San Agustín
p.353-55.
22 Contra mend. 3,4: PL 40,520-21.
23 Serm 32,10 (PL 38,200) «Quaere quid sit hominis proprium, invenies
peccatum. Quaere quid sit hominis proprium, invenies mendacium»
24 Conf. XI 9,11: «... et inhorresco et inardesco; inhorresco in quanturn
dissimilis ei sum, inardesco in quanturn similis ei sum».
25 Ibid., XII 14,17: «Horror est intendere in eam, horror honoris, et tremor
amoris».
26 Sobre cierto terrorismo divino a propósito de sus obligaciones
pastorales véase vol.1 de Obras de San Agustín p.32-33:
BAC.—Serm. 40,5 (PL 38,245) «Territus terreo».
27 Conf. X 43,70.
P. LABRIOLLE, Confessions p.292 nt.2; P. COURCELLE, Recherches
sur les Confessions de S. Augustin p.198. Pero no considera esta
solución como definitiva. Cf. Anné, théologique (1951) p.256-57.
29 POSSIDIUS, Vita S. Augustin II: PL 32,36. Cf. Obras de San Agustín
I p.36-37: BAC.
30 Cf. A. SOLIGNAC, Les Confessions VIII-XIII p.267 nt.1. F. Cayré y M.
Pellegrino ponen esta crisis después de la ordenación sacerdotal.
31 Enarrat. in ps. 54,8: PL 36,633.
32 Enarrat. in ps. 54,8 (PL 36,633): «Nihil tam amicum gemitibus quam
columba: die noctugue gemit, tanquam hic posita ubi gemendum est»
33 POSSIDIUS, Vita Augustini XXIV: PL 32,54. Sobre las velas nocturnas
de San Agustín escribe Mandouze (S. Augustin p.l56): «¿Quién
describirá jamás la noche agustiniana, en que precisamente se
prepara el día, y el sermón que se ha de predicar, y el juicio que hay
que resolver, y el socorro que hay que prestar, y la carta que se ha de
escribir y el consuelo que se ha de repartir, y el reproche que se ha
de formular, y el sí o el no que habrá que decir, y todo para servir a
Dios? La lengua se declara incapaz de esto, y nada mejor para
representar estas vigilias que el rayo deslumbrador, que,
esclareciendo y transfigurando en el célebre cuadro de Ribera la
noche de un Agustín, nos lo muestra todo vestido de negro y
arrodillado con las manos juntas sobre un libro, buscando al mismo
tiempo la inspiración de lo alto».
34 MA I; FRANG., II 4 p. 193.
35 B. LEGEWIE, Augustinus. Eine Psichografie (Bonn 1925).
36 Conf. X 43,70 «... cogito pretium meum, et manduco, et bibo et
erogo».
37 Contra mend. XVIII 36: PL 40,544. En este pasaje, el Santo habla de
ceder a la turbación, conmoción, perplejidad, que traen semejantes
casos, pero no de caer en la mentira. Aun en tales casos no permite
la mentira ni el consentía en ella: «Sic amore tanti decoris accendor,
ut cuncta quae inde me revocant humana contemnam». El idealismo
moral de San Agustín alcanza aquí un grado sublime de pureza y de
conciencia.
38 Conf. X 37,70; ibid., X 30,42: «Lugens in eo quod inconsummatus
sum».
39 Ibid., X 2,2: «Mis gemidos son testigos del desacuerdo que siento
conmigo mismo».
40 Enarrat. in ps. 36 sermo 3,19: PL 36,393-94.
41 Enarrat. in ps. 30 sermo 2,5 (PL 36-242): «Quando videt Ecclesia
multos in perversum ire, gemitus suos devorar apud se».
42 Enarrat. in ps. 98,5: PL 37,1261-62. Por estas palabras podemos
conjeturar que los cristianos de Africa ayunaban durante las
festividades paganas.
43 MA I; FRANG, Tractatus Sancti Augustini de proprio natali II
P.189-200. «Multas carnales faeditates et aegritudines quas africana
Ecclesia in multis patitur». Y de su propia diócesis dice: «El pueblo
de Hipona, cuyo servicio me ha encargado el Señor en gran parte y
casi totalmente es flaco» (Epist 124,2: PL 33,473).
44 Ibid., p.189.
45 Ibid., p.193
46 Epist. 22,2: PL 33,91.
47MA I, FRANG., II p.191-92
48 Ibid., p.193
49 Ibid., p.190
50 PREDICACION/VANIDAD VANIDAD/PREDICACION: Cf. In lo. ev. ir.
57,1-2: PL 35,1789-90. Para San Agustín, el oficio de la predicación
esta muy expuesto a la jactancia, «pues con más seguridad se oye
que se predica la verdad; cuando se oye, se guarda la humildad; mas,
cuando se predica, apenas hay hombre en quien no se deslice alguna
suerte de jactancia, con que ciertamente se le manchan los pies».
No se ha tocado aquí un punto muy importante que dio mucho que
pensar y sufrir al Santo. Es lo que podía llamarse la pastoral de la
corrección, sobre la cual hace esta confesión en Epist. 95,3 (PL
33,353): «Confieso que en esta lucha falto todos los días y no sé
cuándo ni cómo he de guardar lo que está escrito: Al que se porta mal
corrígele delante de todos para que teman los demás (1 Tim 5,20), o
lo que se dice en otra parte: Corrígele a solas (Mt 18,l5); o lo que
también está escrito: No juzguéis antes de tiempo, para que no seáis
juzgados (1 Cor 4,5)».
Estas inquietudes y vacilaciones pertenecen a la agonía cristiana del
Obispo de Hipona.
51 De peccat. mer. et rem. II 4: PL 44,152. Nótese el rasgo agónico con
que San Pablo presentó la espiritualidad cristiana. Como dice L.
BOUYER, «ya en San Pablo el esfuerzo ascético nos es presentado
como un combate perpetuo. O para ser más exactos la ascesis es la
gimnasia espiritual que adiestra y vigoriza para el combate espiritual.
En este combate del hombre nuevo con el viejo para desbancarle y
ocupar su puesto como dice también San Pablo, no es nuestra pelea
solamente contra la carne y la sangre, sino contra los príncipes y
potestades contra los adalides de estas tinieblas del mundo, contra
los espíritus malignos esparcidos por el aire (Ef 6,12)» (Introducción a
la vida espiritual p.236, Barcelona 1964).
52 Op. imp. contra Iul. I 54: PL 45,1096.
53 De ver. rel. XL As: PL 34,156.
54 De agon. christ. I: PL 40,291
55 Ibid., VI 6: PL 40,294.
56 Enarraf. in ps. 45,13: PL 36,523.
57 De corrept. et gratia XIII 40: PL 44,941.
58 Serm. IX 13: PL 38,85.—Sermo 128,8 (PL 38,/16): «Videte quale
bellum proposuit, qualem pugnam, qualemn rixam intus, intra te
ipsum».
59 Sermo 57,9: PL 38,391.
60 Sermo 151,7 (PL 38,818): «Et in isto bello est tota vita
sanctorum».—La lucha es contra los tres enemigos. Sermo 158,4 (PL
38.8641: «Restat tamen lucta cum carne, restat lucta cum mundo,
restat lucta cum diábolo».
61 Enarrat. in ps. 99,11 (PL 37,1063): «Pugnamos quotidie in corde
nostro».
62 Sermo 128,11: PL 38,719.
63 Ibid., 10: PL 38,718.
64 Enarrat. in ps. 60,3: PL 36,724.
65 Enarrat. in ps. 83,9 (PL 37,1063): «Spiritus sursum vocat, pondus
carnis deorsum revocat; ínter duos conatos suspensionis et ponderis
colluctatio quaedam est, et ipsa colluctatio ad pressuram pertinet
torcularis».
66 Enarrat. II in ps. 30,10: PL 36,236.
67 Enarrat. in ps. 60,3: PL 36,724.
68 Enarrat. in ps. 61,20: PL 36,743.
69 Enarrat. in ps. 36 sermo 1,1 (PL 36,355): «Petrus... in tentatione
didicit se».
70 Sermo 128,9: PL 38,718.
71 Ibid.: PL 38,717.
72 Enarrat. in ps. 94,9 (PL 37,1223): «Consummarís eis, non
consumeris».
73 Sermo 361,7: PL 38,1602.
74 Sermo 153,9: PL 38,830.