O R Í G E N E S
TEXTOS
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a Cristo en la Iglesia
(Homilías sobre el Evangelio de San Lucas, II, 18-20)
Cumplidos los doce años, Jesús se queda en Jerusalén. Sus padres, no sabiendo donde estaba, lo buscan con inquietud, y no lo encuentran. Lo buscan entre los parientes próximos, lo buscan entre los compañeros de viaje, lo buscan entre los conocidos, pero no lo encuentran con ninguna de esas personas. Jesús es buscado por sus padres, por el padre putativo que lo había acompañado y custodiado cuando habían bajado a Egipto, y, aunque lo busca, no lo encuentra inmediatamente. En efecto, no se halla a Jesús entre los parientes y amigos según la carne, no está entre los que se hallan unidos a Él corporalmente. Mi Jesús no puede ser encontrado entre la muchedumbre.
Aprende donde lo encuentran quienes lo buscan, para que así también tú, buscándolo con José y con María, lo puedas hallar. Al buscarlo—dice el Evangelista—lo encontraron en el templo. No lo encontraron en un lugar cualquiera, sino en el templo, y no simplemente en el templo, sino en medio de los doctores, escuchándoles y preguntándoles (Lc 2, 46). Busca tú también a Jesús en el templo de Dios, búscalo en la Iglesia, búscalo entre los maestros que están en el templo y no salen de allí. Si así lo buscas, lo encontrarás. Y además, si alguno dice ser un maestro y no posee a Jesús sólo tiene el nombre de maestro, y por esto no se puede hallar en él a Jesús, Verbo y Sabiduría de Dios.
Lo encuentran—dice—en medio de los doctores. Como está escrito en otro pasaje a propósito de los profetas, en el mismo sentido debes entender ahora las palabras en medio de los doctores. Dice el Apóstol: cuando uno que está sentado recibe una revelación, debe callarse el primero (1 Cor 14, 30). Lo encuentran sentado en medio de los doctores más aun, mientras está allí, no sólo está sentado, sino escuchándoles y preguntándoles. También ahora Jesús está presente, nos pregunta y nos oye hablar.
El texto continúa: y todos estaban admirados. ¿Qué admiraban? No las preguntas que les hacía, aunque fueran extraordinarias, sino las respuestas. Una cosa es preguntar, y otra responder.
Jesús interrogaba a los maestros, pero, como no eran capaces de responder, tenía que contestar a las preguntas que Él mismo había formulado. Y como responder no significa sólo hablar después del que lo ha hecho en primer lugar, sino que—según la Sagrada Escritura—significa impartir una enseñanza, deseo que sea la ley divina quien te lo enseñe (...).
Y buscándole, no le hallaron entre los parientes. La familia humana no podía contener al Hijo de Dios. No le encontraron entre los conocidos, porque la potencia divina sobrepasa cualquier conocimiento y ciencia humana. ¿Dónde lo encuentran? En el templo, pues allí está el Hijo de Dios. Cuando busques al Hijo de Dios, búscalo primero en el templo, apresúrate a andar al templo, y allí encontrarás a Cristo, Verbo y Sabiduría, es decir, Hijo de Dios (...).
Jesús es hallado en medio de los maestros, y, una vez descubierto, dice a los que le buscan: ¿por qué me buscabais? ¿No sabíais que debo estar en la casa de mi Padre? Atengámonos al sentido más inmediato, armémonos antes que nada contra la impiedad de los herejes que pretenden que ni el Creador ni el Dios de la Ley y de los profetas sea el Padre de Jesucristo. He aquí afirmado que el Padre de Cristo es el Dios del templo (...).
Pero como se dice que ellos no comprendieron estas palabras, debemos estudiar con mayor atención el significado de la Escritura. ¿Estaban, pues, tan privados de inteligencia y de sabiduría que no sabían lo que quería decirles Jesús, y que no comprendían que con las palabras Yo debo estar en la casa de mi Padre aludía al templo? ¿O tal vez esas palabras tienen un significado más alto, capaz de edificar a los oyentes? ¿No quieren quizá expresar que cada uno de nosotros, si es bueno y perfecto, pertenece a Dios Padre? Y así, en sentido amplio, el Salvador se refiere a todos los hombres, enseñándonos que Él sólo se encuentra en los que pertenecen al Padre. Si uno de vosotros pertenece a Dios Padre, tiene a Jesús dentro de sí. Creamos, por tanto, a las palabras de Aquél que dice: Yo debo estar en la casa de mi Padre. Este templo de Dios es más espiritual, más vivo y más verdadero, que el templo construido a modo de símbolo por mano de los hombres.
Sacerdote
y Víctima
(Homilías sobre el Génesis, Vlll, 6-9)
Tomó Abraham la leña del holocausto y la cargó sobre su hijo Isaac, mientras él llevaba el fuego y el cuchillo; y los dos se pusieron en camino (Gn 22, 6). El hecho de que llevara Isaac la leña de su propio holocausto era figura de Cristo, que también cargó sobre sí la cruz (Jn 19, 17). Por otra parte, llevar la leña del holocausto es función propia del sacerdote. Así, pues, Cristo es a la vez víctima y sacerdote. Esto mismo significan las palabras que vienen a continuación: los dos se pusieron en camino. En efecto, Abraham, que era el que había de sacrificar, llevaba el fuego y el cuchillo; pero Isaac no iba detrás de él, sino junto a él, lo que demuestra que cumplía también una función sacerdotal.
¿Qué es lo que sigue? Isaac dijo a su padre Abraham: padre (Gn 22, 7). En este momento, la voz del hijo es una tentación para el padre. ¡Cuán fuerte tuvo que ser la conmoción que produjo en el padre esta voz del hijo, a punto de ser inmolado! Y aunque su fe le obligaba a ser inflexible, Abraham, con todo, le responde con palabras de igual afecto: ¿qué deseas, hijo mío? E Isaac: tenemos fuego y leña; pero ¿dónde está el cordero para el holocausto? (Gn 22, 7). Abraham le contestó: Dios proveerá el cordero para el sacrificio, hijo mio (Gn 22, 8).
Me conmueve la respuesta de Abraham, tan cuidadosa y cauta. Algo debía de prever en espíritu, ya que dice, no en presente, sino en futuro: Dios proveerá el cordero; al hijo que le pregunta acerca del presente, le responde con palabras que miran al futuro. Es que el Señor debía proveerse de cordero en la persona de Cristo, pues también la sabiduría se ha edificado una casa (Prv 9, 1) y Él se humilló a sí mismo hasta la muerte (Fil 2, 8). Todo lo que lees acerca de Cristo, no ha sido hecho por necesidad, sino libremente.
Prosiguieron juntos el camino, y llegaron al lugar que Dios le había indicado (Gn 22, 8-9). Una vez en el sitio que el Señor le había mostrado, a Moisés no se le permite subir; antes le dicen: quita las sandalias de tus pies (Ex 3, 5). Abraham e Isaac no reciben ninguna indicación semejante, sino que suben sin descalzarse. Quizá el motivo de esta diversidad resida en que Moisés, aunque grande, venía de Egipto, y llevaba sus pies atados con lazos de mortalidad; Abraham e Isaac, en cambio, no tienen nada de eso. Llegan al lugar señalado, Abraham edifica un altar, pone encima la leña, ata al muchacho y se dispone a degollarle.
Sois muchos los que os encontráis en la Iglesia de Dios, escuchando estas cosas. Bastantes sois padres. Ojalá que al escuchar esta narración, alguno de vosotros se llene de tanta constancia y fuerza de ánimo que si por casualidad pierde un hijo—incluso si es hijo único y amadísimo—, a causa de la muerte común que corresponde a todos los hombres, tome como ejemplo a Abraham, poniendo ante los ojos su grandeza de ánimo. Es verdad que a ti no se te pide tanto: atar a tu propio hijo, obligarlo, preparar la espada y degollarlo. No se te piden todos estos servicios. Por eso, sé al menos constante en el propósito y en el ánimo: fuerte en la fe, ofrece con alegría tu hijo a Dios; sé sacerdote de la vida de tu hijo, pues no conviene el llanto al sacerdote que inmola a Dios.
¿Quieres que te muestre que esto se te pide? Dice el Señor en el Evangelio: si fuerais hijos de Abraham, realizaríais las obras que él hizo (Jn 8, 39). Esta es la obra de Abraham. Cumplidlas también vosotros, pero no con tristeza, porque Dios ama al que da con alegría (1 Cor 9, 7). Si os mostráis prontos para el servicio de Dios, también se os dirá: sube a una tierra elevada y al monte que te mostraré, y ofréceme allí a tu hijo (Gn 22, 2). No en las profundidades de la tierra, ni en el valle del llanto (Sal 83, 7), sino en montes altos y excelsos ofrece a tu hijo. Demuestra que la fe en Dios es más fuerte que los afectos de la carne. Abraham, en efecto, amaba a su hijo Isaac, pero antepuso el amor de Dios al amor de la carne, y por eso se halló no en las entrañas de la carne, sino en las entrañas de Cristo (Fil 1, 8); esto es, en las entrañas del Verbo de Dios, de la Verdad, de la Sabiduría.
Continúa: Abraham cogió el cuchillo y extendió luego su brazo para degollar a su hijo. Pero el Ángel del Señor le gritó desde el cielo: «¡Abraham, Abraham!». Él contestó: «Aquí me tienes ». Y le dijo: «No extiendas tu brazo sobre el niño, ni le hagas nada. Ahora sé que en verdad temes a Dios» (Gn 22,10-12).
En relación a este discurso, se suele objetar que Dios dice que ahora sabe que Abraham teme a Dios, como si antes lo hubiese ignorado. Dios, en efecto, lo sabía, no le estaba oculto, puesto que es Aquél que conoce todas las cosas antes de que sean (Dan 13, 42); pero han sido escritas para ti. Ciertamente, también tú has creído a Dios, pero si no realizas las obras de la fe (cfr. 2 Tes 1, 11), si no obedeces a todos los mandamientos, incluso a los más difíciles; si no ofreces el sacrificio y no muestras que no antepones a Dios ni el padre, ni la madre, ni los hijos (cfr. Mt 10, 37), no se reconocerá que temes a Dios, y no se dirá de ti: ahora sé que temes a Dios.
(...). Estas cosas se le han dicho a Abraham; ha sido proclamado que él teme a Dios. ¿Por qué? Porque no ha perdonado a su hijo. Comparemos estas palabras con aquellas otras del Apóstol, cuando dice que Dios no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte par todos nosotros (Rm 8, 32). Ved cómo rivaliza Dios con los hombres en magnanimidad y generosidad: Abraham ofreció a Dios un hijo mortal, sin que de hecho llegara a morir; Dios entregó a la muerte, por todos, al Hijo inmortal. ¿Qué diremos nosotros ante estas cosas? ¿Cómo podré pagar a Dios por todos los beneficios que me ha concedido? (Sal 116, 12).
Dios Padre, por nosotros, no perdonó a su propio Hijo. ¿Quién de vosotros podrá oír alguna vez la voz del ángel, que le dice: ahora sé que temes a Dios, porque no has perdonado a tu hijo (Gn 22, 12), o tu hija, o tu mujer, dinero, o los honores y ambiciones del mundo, sino que todo esto lo has despreciado, y todo lo has tenido por estiércol para ganar a Cristo (cfr. Fil 3, 8); porque has vendido todas las cosas, has dado el dinero a los pobres y has seguido la palabra de Dios (cfr. Mt 19, 21)? ¿Quién podrá oír pronunciar al ángel palabras de este tipo?
Abraham escuchó esta voz, que le decía: porque no has perdonado a tu hijo único por mí (Gn 22, 12). Y alzó los ojos y vio tras sí un carnero enredado por los cuernos en la espesura (Gn 22, 13). Creo que ya hemos dicho antes que Isaac era figura de Cristo, mas también parece serlo este carnero. Vale la pena conocer en qué se parecen uno y otro: Isaac, que no fue degollado, y el carnero, que sí lo fue.
Cristo es el Verbo de Dios, pero el Verbo se hizo carne (Jn 1, 14). Por una parte, pues, Cristo viene de arriba; por otra, ha sido asumido de la naturaleza humana y de las entrañas virginales. Cristo, en efecto, padeció pero en la carne; sufrió la muerte, pero en la carne, de la que era figura este carnero, de acuerdo con lo que decia Juan: éste es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo (Jn 1, 29). El Verbo permaneció en la incorrupción, por lo que Isaac es figura de Cristo según el espíritu. Por esto, Cristo es a la vez víctima y sacerdote. En efecto, según el espíritu ofrece la víctima al Padre; según la carne, Él mismo se ofrece sobre el altar de la cruz.
El
Magníficat de María
(Homilías sobre el Evangelio de San Lucas, Vlll, 1-7)
Examinemos la profecía de la Virgen: mi alma engrandece al Señor, y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador (Lc 1, 46).
Nos preguntaremos de qué modo el alma puede engrandecer al Señor ya que Dios no puede recibir ni aumento, ni disminución: es El que es. ¿Por qué, entonces, dice María: mi alma engrandece al Señor?
Si considero que el Señor y Salvador es la imagen de Dios invisible (Col 1, 15), y si reconozco que mi alma ha sido hecha a imagen del Creador (cfr. Gn 1, 27) para ser imagen de la imagen (en realidad, mi alma no es propiamente la imagen de Dios, sino que ha sido creada a semejanza de la primera imagen), podré entonces entender las palabras de la Virgen. Los que pintan imágenes, una vez elegido, por ejemplo, el rostro de un rey, se esfuerzan con toda su habilidad artística en reproducir un modelo único.
Del mismo modo, cada uno de nosotros, transformando su alma a imagen de Cristo, compone de Él una imagen más o menos grande, algunas voces oscura y sucia, otras clara y luminosa, que corresponde al original. Por tanto, cuando haya pintado grande la imagen de la imagen, es decir mi alma, y la haya engrandecido con las obras, con el pensamiento, con la palabra, entonces la imagen de Dios se agrandará, y el mismo Señor, del cual el alma es imagen, será glorificado en nuestra misma alma. Pero si somos pecadores, el Señor, que antes crecía en nuestra imagen, disminuye y mengua.
Para ser más precisos, el Señor no disminuye ni decrece, sino nosotros: en vez de revestirnos con la imagen del Salvador, nos cubrimos con otras imágenes; en lugar de la imagen del Verbo, de la sabiduría, de la justicia y de las demás virtudes, asumimos el aspecto del diablo, hasta el punto de que podemos ser llamados serpientes, raza de víboras (Mt 23, 33).
Pues bien, primero el alma de María engrandece al Señor y, después, su espíritu se alegra en Dios; es decir, si no crecemos primero, no podremos luego exultar.
Y añade: porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava (Lc 1, 48). ¿En qué humildad de María ha fijado su mirada? La Madre del Salvador, que llevaba en su seno al Hijo de Dios, ¿qué contenía de humilde y bajo? Al decir: ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, es como si afirmase: ha mirado la justicia de su esclava, ha mirado su templanza, ha mirado su fortaleza y su sabiduría. Es justo, en efecto, que Dios dirija su vista hacia las virtudes. Alguno podría decir: entiendo que Dios mire la justicia y la sabiduría de su esclava; pero no está demasiado claro por qué se fija en la bajeza. Quien piense de este modo debe recordar que en la misma Escritura se considera la humildad como una de las virtudes.
El Salvador dice: aprended de mí que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas (Mt 11, 29). Si queréis conocer el nombre de esta virtud, o sea, como es llamada por los filósofos, sabed que la humildad sobre la cual Dios dirige su mirada es aquella misma virtud que los filósofos llaman atufiá o metriótes. Nosotros podemos definirla mediante una perífrasis: la humildad es el estado de un hombre que lejos de hincharse, se abaja. Quien, se hincha, cae, como dice el Apóstol, en la condena del diablo—el cual comenzó con la hinchazón de la soberbia—. Por eso, el Apóstol nos pone en guardia: para no caer, hinchado de orgullo, en la condena del diablo (l Tim 3, 6).
Ha puesto los ojos en la bajeza de su esclava: Dios me ha mirado—dice María—porque soy humilde y porque busco la virtud de la mansedumbre y del pasar oculta.
Por eso desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones (Lc 1, 48). Si entiendo todas las generaciones según el significado más común, sostendré que se alude a los creyentes. Pero si busco averiguar el significado más profundo, entenderé lo preferible que resulta añadir: porque ha hecho en mi cosas grandes el Todopoderoso (Lc 1, 49). Precisamente porque todo el que se humilla será ensalzado (Lc 14, 11), Dios ha puesto los ojos en la bajeza de Santa María; por eso ha hecho a través de Ella grandes cosas el Todopoderoso, cuyo nombre es Santo.
Y su misericordia se derrama de generación en generación (Lc 1, 50). No es sobre una generación, ni sobre dos, ni sobre tres, ni siquiera sobre cinco se extiende la misericordia de Dios; sino que se derrama eternamente de generación en generación.
Manifestó el poder de su brazo en favor de los que le temen (Lc 1, 51). También tú, si eres débil, si te apoyas en el Señor, si le temes, podrás escuchar la promesa que el Señor responde a tu temor.
¿De qué promesa se trata? Escucha: ha desplegado su poder en favor de los que le temen. La fuerza o el poder es atributo real. En efecto, la palabra kratos, que podríamos traducir por poder, se aplica al que gobierna o quizá al que tiene todo en su poder. Pues bien, si tú temes a Dios, Él te comunicará su fuerza y su poder, te concederá el reino, en el que tú, sometido al Rey de reyes (Ap 19, 16), poseas el reino de los cielos, en Jesucristo, a quien pertenecen la gloria y el poder por los siglos de los siglos. Amén (1 Pe 4, 11).
A
la hora de rezar
(Tratado sobre la oración VlIl, 2—Xll, 1)
Es sumamente provechoso, al tratar de hacer oración, mantenerse constantemente en la presencia de Dios y hablar con Él como se dialoga con una persona a la que se tiene presente. Así como las imágenes almacenadas en la memoria suscitan pensamientos que surgen cuando aquellas figuras se contemplan en el ánimo, así también creemos que es útil el recuerdo de Dios presente en el alma, que capta todos nuestros movimientos, incluso los más leves, cuando nos disponemos a agradar a quien sabemos presente dentro de nosotros, a ese Dios que examina el corazón y escruta las entrañas.
Incluso en el supuesto de que no recibiese otra utilidad quien así dispusiera su mente para la oración, no se ha de considerar pequeño fruto el hecho mismo de haber adoptado durante el tiempo de la oración una actitud tan piadosa. Y si esto se repite con frecuencia, los que se dedican con asiduidad a la oración bien saben cómo este ejercicio aparta del pecado e invita a la práctica de las virtudes. Si el simple hecho de recordar la figura de un varón sensato y prudente provoca en nosotros el deseo de emularlo, y frecuentemente refrena los impulsos de nuestra concupiscencia, Cuánto más el recuerdo de Dios, Padre universal, a lo largo de la oración, ayudará a los que se persuaden de estar en su presencia y procuran hablar con quien les escucha! (...).
Sin embargo, mayor provecho obtendríamos si entendiéramos cuál es el modo conveniente de orar y lo pusiéramos en práctica. El que a la hora de rezar procura concentrarse y pone todo su esfuerzo en escuchar, terminará oyendo: heme aquí; y antes de terminar la oración logrará deponer toda dificultad relacionada con la providencia (...). Pues el que se conforma con la Voluntad divina y se acomoda a todo lo que sucede, ése se encuentra libre de toda atadura, no alza nunca amenazante sus manos contra Dios, que ordena todo para nuestra formación, y no murmura en lo secreto de su pensamiento sin que lo escuchen los hombres (...).
El Hijo de Dios es Pontífice de nuestras oblaciones y abogado ante el Padre en favor nuestro: ora por los que oran y suplica por los que suplican; sin embargo, no intercederá por quienes asiduamente no ruegan a través de Él, ni defenderá como cosa propia delante de Dios a los que no pongan en práctica su enseñanza de que es necesario orar siempre sin desfallecer (...). Y en cuanto a los que confían en las veracísimas palabras de Cristo, ¿quién no arderá en deseos de orar sin desmayo ante su invitación: pedid y se os dará, pues todo el que pide recibe (Lc 11, 9-10)?
No sólo el Pontífice se une a la oración de los que oran debidamente, sino también los ángeles, que se alegran en el cielo más por el pecador que hace penitencia que por noventa y' nueve justos que no precisan de ella (Lc 15, 7); y del mismo modo también las almas de los santos que ya descansaron (...). En efecto, si los santos [los fieles cristianos] ven en esta vida sólo mediante espejo y en enigma, mas en la futura cara a cara, es absurdo no sostener lo mismo, guardadas las debidas proporciones, acerca de las demás facultades y virtudes, y más aún teniendo en cuenta que en el cielo se perfeccionan las virtudes adquiridas en esta vida. Una de las principales virtudes, según la mente divina, es la caridad con el prójimo, virtud que los santos tienen en relación a los que se debaten todavía en la tierra (...). Y más cuando Cristo ha afirmado que se encuentra enfermo en cada fiel enfermo; y también que está en la cárcel, en el desnudo, en el huésped, en el que tiene hambre y en el que tiene sed. Pues ¿quién ignora, a poco que haya manejado el Evangelio, que Cristo se atribuye a sí mismo y considera como propias las cosas que sobrevienen a los que creen en Él?
En cuanto a los ángeles de Dios, si se acercaron a Jesús y le servían, no hay que pensar que limitaron este ministerio al corto espacio de tiempo que abarca la vida mortal de Cristo entre los hombres (...). Pues ellos, durante el tiempo mismo de la oración, avisados por el que ora acerca de lo que necesita, lo cumplen, si pueden, en virtud del mandato universal que han recibido (...). Ya que el que tiene contados los cabellos todos de la cabeza (Mt 10, 31) de los fieles, los reune convenientemente al tiempo de la oración, procurando que el que ha de hacer de dispensador de su beneficio fije su atención en el necesitado que pide confiadamente; así hay que pensar que se reúnen a veces los ángeles, como observadores y ministros de Dios, y se hacen presentes al que ora para tratar de obtener lo que solicita.
También el ángel particular de cada uno, que tienen aún los más insignificantes dentro de la Iglesia, por estar contemplando siempre el rostro de Dios que está en los cielos (cfr. Mt 18, 10), viendo la divinidad de nuestro Creador, une su oración a la nuestra y colabora, en cuanto le es posible, a favor de lo que pedimos.
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Orígenes, In Cor fragm. 47 (JThS 10 (1909) 29ss.)):
"Veamos ya cómo debemos comprender los que escuchamos la palabra de Dios aquello de 'Nadie que habla en posesión del Espíritu de Dios dice: Maldito sea Jesús. Es posible que para los que no son peritos en la materia resulte dudoso de si ciertos individuos hablan o no movidos por el Espíritu de Dios, siendo así que (en realidad) maldicen a Jesús"
Orígenes, In Mat comm. Series 33:
"También sobre el Espíritu Santo, porque fue el mismo que estuvo en los patriarcas y profetas y que luego fue dado a los apóstoles"
Orígenes, 1 Reyes 4,2:
"... Del Espíritu Santo, del que creemos que inspiró la Escritura... ; el autor de estos discursos creemos que no es un hombre sino el Espíritu Santo que inspira a los hombres".
Orígenes, 1 Reyes 7,6.11:
"(Juan Bautista manda preguntar si Jesús es el Cristo)... algunos no comprendiendo el sentido de estas palabras dicen: 'Juan, a pesar de ser tan grande, no conocía a Cristo, pues el Espíritu Santo se había alejado de él'... Sabía grandes cosas de Cristo y por eso no quiso aceptar su humillación. Considera que algo semejante le aconteció a Juan. Estaba en prisión sabiendo grandes cosas de Cristo: había contemplado los cielos abiertos, había visto al Espíritu Santo descender del cielo y bajar sobre el Salvador; porque había tal gloria dudaba y quizás no podía creer que uno tan glorioso debía descender al infierno y al abismo".
Orígenes, 1 Reyes 9,4:
"Si pues quien profetiza edifica la Iglesia y Samuel poseía el don de profecía -de hecho no lo había perdido puesto que no había pecado porque pierde el don de profecía solamente aquel que después de haber profetizado lleva a cabo alguna acción indigna del Espíritu Santo, que por esto mismo lo abandona y huye de su corazón. Precisamente esto era lo que temía David después del pecado, y decía: `No alejes de mí tu santo Espíritu'...".
Orígenes, Hom. IV in Ex., 2:
"Si creemos que estas Escrituras son divinas y escritas por el Espíritu Santo, no creo que pensemos algo tan indigno del Espíritu divino como para afirmar que, en una obra tan importante, se debe al azar esta variación Ciertamente me confieso el menos idóneo y el menos capaz para sondear los secretos de la divina Sabiduría en semejantes variaciones. Sin embargo, veo que el apóstol Pablo, porque habitaba en él el Espíritu Santo, se atrevía a decir con confianza: Pero a nosotros nos lo ha revelado Dios por medio de su Espíritu. En efecto, el Espíritu escruta todo, incluso lo más profundo de Dios" .
Orígenes, Hom VIII in Ex., 4:
"Así, cuando venimos a la gracia del bautismo, renunciando a los otros dioses y señores, confesamos un solo Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Pero, al confesar esto, a no ser que amemos al Señor Dios nuestro con todo el corazón y con todo el alma y nos adhiramos a El con toda nuestra fuerza, no quedamos convertidos en la porción del Señor, sino que quedamos colocados como en una especie de frontera, y sufrimos las ofensas de aquellos de los que huimos, sin encontrar propicio al Señor en quien nos refugiamos, al que no amamos con un corazón total e íntegro...".
Orígenes, Comentario al Evangelio de Juan, fragmento XXXVII.CXXIV:
"(Jn 3,8) Sus palabras adquieren este significado profundo: el Espíritu Santo se acerca solamente a aquellos que son virtuosos mientras que se aleja de los malvados. El alejamiento y la cercanía no hay que entenderlas en un sentido locativo sino en el sentido en que estas expresiones se pueden aplicar a lo que es incorpóreo. Por lo tanto, dado que el Espíritu Santo se mantiene alejado de los malvados y llena a los que poseen fe y virtud, por esto con acierto se dice: El Espíritu sopla donde quiere (Jn 3,8). Sin embargo, aunque si el Espíritu sopla donde quiere, Nicodemo que no lo posee en sí mismo (en cuanto no ha creído en Jesús, como se debe), oye solamente la voz pero no sabe a donde va ni a donde viene. Quien se acerca a las Escrituras del Espíritu sin comprenderlas, oye solamente la voz del Espíritu, mientras que quien se empeña en la lectura y en el examen de las Escrituras, en cuanto las comprende sabe donde comienza y donde termina la vía que el Espíritu recorre mediante la enseñanza de las palabras divinas. Porque si uno conoce el motivo por el que la enseñanza del Espíritu viene dada a los hombres sabe de donde viene; y si ve por qué motivo es impartida sabe donde termina".
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2.
Jn/19/26-Orígenes
In Jo 1, 6: MG 14. 32
«No dudo en afirmar que entre todas las Escrituras ocupan un lugar privilegiado los Evangelios; y entre los Evangelios pertenece el primer puesto al que escribió Juan. Mas nadie puede captar su sentido a no ser que se haya reclinado sobre el pecho de Jesús y haya asimismo aceptado de Jesús a María como madre suya. Y a fin de ser este otro "Juan", es preciso que (lo mismo que Juan) se convierta uno en quien pueda ser designado por Jesús cual si fuera el mismo Jesús. Todos cuantos en efecto juzgan de manera ortodoxa acerca de María, saben que no tuvo otro hijo que Jesús, y sin embargo dice Jesús a su madre: "Ahí tienes a tu hijo". Advierte que no dice: También él es tu hijo. Equivalen, pues, sus palabras a decir: Mira, ahí tienes a Jesús, a quienes tú has dado a luz. En efecto, quien ha llegado a la perfección no vive ya más sino que Cristo vive en él; y porque Cristo vive en él, le han sido dicho a María las palabras: Ahí tienes a tu hijo». (·Orígenes.In Jo 1, 6: MG 14. 32)