O R Í G E N E S

 

El hombre.

La imagen y la semejanza de Dios.

Después de decir Dios «hagamos al hombre a nuestra imagen y semejanza», prosigue el narrador: «Y lo hizo a la imagen de Dios», sin añadir nada acerca de la semejanza. Esto indica que en su primera creación el hombre recibió la dignidad de imagen de Dios, pero que la perfección de la semejanza está reservada a la consumación total, hasta que el hombre mismo, con su propio esfuerzo diligente por imitar a Dios, pueda conseguirla. De esta suerte, al hombre le es dada desde el comienzo la posibilidad de la perfección mediante la dignidad de la imagen, y luego, al final, mediante las obras que hace, alcanza la consumación de la misma a semejanza de Dios. El apóstol Juan declara estas cosas más lúcidamente cuando dice: «Hijitos mios, todavía no conocemos lo que seremos, pero cuando se nos revele lo referente a nuestro Salvador podremos decir sin duda: Seremos como él» (cf. 1 Jn 3, 2) 23.

La imagen de Dios en el hombre.

Celso no vio la diferencia que va entre ser «conforme a la imagen de Dios» (Gén 1, 27) y ser Imagen de Dios (Col 1, 15). En efecto, Imagen de Dios lo es el Primogénito de toda la creación, el Logos en sí, la Verdad en sí y la Sabiduría en sí, «que es imagen de su bondad» (Sab 7, 26). En cambio el hombre ha sido hecho «conforme a la imagen de Dios», y además, todo hombre «cuya cabeza es Cristo», es imagen y gloria de Dios (cf. 1 Cor 11, 3 y 7). No comprendió tampoco en qué parte del hombre está impresa la imagen de Dios... ¿Es posible pensar que la imagen de Dios esté en la parte inferior del compuesto humano, es decir, en su cuerpo?... El ser a imagen de Dios ha de entenderse de lo que nosotros llamamos «el hombre interior» (Ef 3, 16), el que es renovado y es naturalmente capaz de ser transformado a imagen del que lo creó (cf. Col 3, 10). Esto es lo que sucede cuando el hombre se hace perfecto, «como es perfecto el Padre celestial» (Mt 5, 48), obedeciendo al mandamiento que dice «Sed santos, porque yo, el Señor Dios vuestro, soy santo» (Lev 19, 2) y prestando atención al que dice «Sed imitadores de Dios» (Ef 5, 1). Entonces sucede que el alma virtuosa del hombre recibe los rasgos de Dios; y también el cuerpo del que tiene tal alma se convierte en templo del que, recibiendo los rasgos de Dios, ha llegado a ser imagen de Dios, y ha llegado a tener en su alma, por razón de esta imagen, al mismo Dios... 24.

El hombre es un ser libre.

Está definido en la doctrina de la Iglesia que toda alma racional tiene libertad de determinación y de voluntad y que ha de emprender la lucha contra el diablo y sus ángeles y contra los poderes adversos. Éstos se esfuerzan por acumular pecados sobre el alma, pero nosotros hemos de esforzarnos por librarnos de esta desgracia, viviendo con rectitud y sabiduría. Esto implica que hemos de admitir que no estamos simplemente sujetos a necesidad, de suerte que de todas formas, aunque no queramos, nos veamos forzados a hacer el bien o el mal. Por el contrario, siendo libres en nuestra elección, podrá ser que algunos poderes nos induzcan al pecado, y otros nos ayuden a la salvación, pero no de tal forma que nos veamos coaccionados a hacer necesariamente el bien o el mal. Esto es lo que piensan aquellos que dicen que el curso y los movimientos de los astros son la causa de lo que los hombres hacen, tanto en las cosas que suceden fuera de nuestra libertad de opción como en las que están bajo nuestra potestad.

En cambio, no está claramente determinado en la doctrina de la Iglesia si el alma se propaga mediante el semen, de suerte que su esencia y sustancia se encuentre en el mismo semen corporal, o bien tenga otro origen por generación o sin ella, o si es infundida en el cuerpo desde fuera... 25

Inestabilidad radical de las criaturas racionales.

Las naturalezas racionales fueron creadas en un comienzo... y por el hecho de que primero no existían y luego pasaron a existir, son necesariamente mudables e inestables, ya que cualquier virtud que haya en su ser no está en él por su propia naturaleza, sino por la bondad del creador. Su ser no es algo suyo propio, ni eterno, sino don de Dios, ya que no existió desde siempre; y todo lo que es dado, puede también ser quitado o perdido. Ahora bien, habrá una causa de que las naturalezas racionales pierdan (los dones que recibieron), si el impulso de las almas no está dirigido con rectitud de la manera adecuada. Porque el creador concedió a las inteligencias que había creado el poder optar libre y voluntariamente, a fin de que el bien que hicieran fuera suyo propio, alcanzado por su propia voluntad. Pero la desidia y el cansancio en el esfuerzo que requiere la guarda del bien, y el olvido y descuido de las cosas mejores, dieron origen a que se apartaran del bien: y el apartarse del bien es lo mismo que entregarse al mal, ya que éste no es más que la carencia de bien... Con ello, cada una de las inteligencias, según descuidaba más o menos el bien siguiendo sus impulsos, era más o menos arrastrada a su contrario, que es el mal. Aquí parece que es donde hay que buscar las causas de la variedad y multiplicidad de los seres: el creador de todas las cosas aceptó crear un mundo diverso y múltiple, de acuerdo con la diversidad de condición de las criaturas racionales... 26

Sentido genérico de «Adán».

La palabra «Adán» significa en hebreo «hombre», y cuando Moisés nos cuenta la historia de Adán en realidad nos está dando una explicación de la naturaleza del «hombre». «Todos mueren en Adán» (1 Cor 15, 24), y todos fueron condenados «a semejanza del pecado de Adán» (Rm 5, 14): estas expresiones inspiradas no se refieren a un hombre concreto, sino a toda la raza humana. En efecto, la maldición que cae sobre Adán, que en el relato bíblico es referida a un solo hombre, es en realidad común a todos los hombres; y la expulsión del hombre del paraíso, vestido con «túnicas de pieles», tiene un significado místico y oculto, más sublime que el del mito de Platón en el que el alma pierde sus alas y anda zarandeada hasta que llega a encontrar la tierra sólida (cf. Plat. Fedr. 246c) 27.,

Pecado original.

Cuando el Apóstol habla de «este cuerpo de pecado» (Rm 6, 6), se refiere a este cuerpo nuestro, y quiere decir lo mismo que dijo David de si mismo: «Fui concebido en pecado, y en pecado me concebid mi madre» (Sal 50, 5)... Y en otro lugar el Apóstol llama a nuestro cuerpo «cuerpo de humillación» (Flp 3, 21), y en otro dice que el Salvador vino «a semejanza de la carne de pecado» (Rm 8, 3)... mostrando que nuestra carne es carne pecadora, mientras que la de Cristo es «semejante» a la carne pecadora, ya que Cristo no fue concebido mediante semen humano... Nuestro cuerpo es, pues, cuerpo de pecado, ya que Adán, como dice la Escritura, no se unió con Eva, su mujer, para engendrar a Caín sino después de haber pecado... «Nadie está libre de pecado, ni aun el que no ha vivido más de un dia» Job 14, 4-5, según los LXX)... Por esta causa, la Iglesia ha recibido de los apóstoles la tradición de bautizar a los niños. Los apóstoles, en efecto, recibieron los secretos de los misterios divinos, y sabían que había en toda la humanidad manchas innatas de pecado que tenían que ser lavadas por el agua y por el Espiritu. Por causa de estas manchas es llamado nuestro cuerpo «cuerpo de pecado», y no, como pretenden los que admiten la transmigración de las almas de un cuerpo a otro, a causa de los pecados que el alma hubiera cometido mientras se hallaba en otro cuerpo... 28

«La muerte reinó desde Adán hasta Moisés sobre aquellos que pecaron a semejanza de la transgresión de Adán (Rm 5, 14). Porque la muerte entró en el mundo y pasó a todos, pero no reinó sobre todos. En efecto, el pecado pasó incluso a los justos, y los contaminó, por así decirlo, con un leve contagio: en cambio, tiene pleno dominio sobre los pecadores, es decir, sobre los que se someten al pecado con total entrega... Pero cuando dice el Apóstol que «la muerte reinó sobre los que pecaron», no me parece a mí (a no ser que haya aquí una alusión a algún misterio) que se refiera a un grupo especial de individuos sobre los cuales (únicamente) habría reinado la muerte. Ciertamente puede ser que en aquel periodo (desde Adán hasta Moisés) hubiera algunos que obraron de la misma manera como había obrado Adán en el paraíso, donde según narra la Escritura, tomó fruto del árbol del conocimiento del bien y del mal, se sintió avergonzado de su desnudez, y fue arrojado del paraíso en el que habitaba. Pero yo creo que el Apóstol quiere decir simplemente... que todos los que nacieron del transgresor Adán tienen en sí mismos una transgresión semejante, recibida no sólo con su linaje, sino con su enseñanza. En efecto, todo el que nace en este mundo recibe de sus padres no sólo su ser, sino también sus primeras impresiones, siendo no sólo hijo, sino también discípulo de pecadores. Con todo, cuando uno llega a adulto y es libre para seguir sus inclinaciones, entonces cada uno o bien «camina por el mismo camino de sus padres» (1 Re 15, 26) ...o bien camina «por el camino del Señor su Dios» (Rm 5, 18) 29.

Todo el que viene a este mundo viene afectado por una especie de contaminación, como dice Job (14, 4-5, según los LXX). Por el hecho de que uno se encuentre en el vientre de su madre y de tener como principio material de su cuerpo el semen de su padre, uno ha de tenerse por contaminado a partir de su padre y de su madre... Asi pues, todo hombre está manchado en su padre y en su madre, y únicamente mi Señor Jesús llegó a nacer sin pecado, ya que él no fue contaminado en su madre, pues entró en un cuerpo que no estaba manchado 30.

Toda alma tiene la facultad de optar libremente, y así puede obrar todo bien. Pero esta buena cualidad de la naturaleza humana ha sido estropeada a causa de la transgresión, con la que vino una inclinación a lo vergonzoso o a la soberbia 31.

Pecado original, bautismo y consumación escatológica.

Los que han seguido al Salvador estarán sentados sobre doce tronos juzgando a las doce tribus de Israel: este poder lo recibirán en el tiempo de la resurrección de los muertos. Ésta es la regeneración (paliggenesia) que constituye el nuevo nacimiento, cuando serán creados el cielo nuevo y la tierra nueva para aquellos que se han renovado, y cuando se dará la nueva alianza y su cáliz. El preámbulo de esta regeneración es lo que Pablo llama el lavatorio de la regeneración, y la nueva condición que resulta de este baño de la regeneración en lo que se refiere a la renovación del espiritu. Porque, sin duda, en la generación nadie está libre de pecado, ni aun cuando su vida no alcance más de un día, a causa del misterio de nuestra generación, según la cual cada uno al nacer puede hacer suyas las palabras de David: «He aquí que he sido concebido en la iniquidad» (Sal 50, 5). Mas en la regeneración por el agua, todo hombre que ha sido engendrado desde lo alto en el agua y en el espiritu, estará libre de pecado y—me atrevo a decir—puro, al menos «en espejo y en enigma» (1 Cor 13, 12). Pero en la otra generación, cuando el Hijo del Hombre estará sentado sobre el trono de su gloria, todo hombre que haya alcanzado esta regeneración en Cristo estará absolutamente limpio de pecado en el momento de la comprobación; y a esta regeneración se llega pasando por el lavatorio de la regeneración... En la regeneración por el agua somos sepultados con Cristo: en la regeneración del fuego y del Espiritu, somos hechos iguales al cuerpo de la gloria de Cristo, estamos sentados en el trono de su gloria, y seremos los que estemos sentados en los doce tronos, al menos si, habiéndolo dejado todo de una manera especial por el bautismo, le hemos seguido... 32.

Gratuidad de los dones de Dios 32a

Es propio de la bondad de Dios el superar con sus beneficios al que es beneficiado, anticipándose al que habrá de ser digno y otorgándole la capacidad aun antes de que se haga digno de ella, de suerte que con esta capacidad llegue a hacerse digno, sin que sea absolutamente necesario que haya que ser digno para llegar a ser capaz, ya que Dios se anticipa, y da graciosamente, y previene con sus dones 33.

Predestinación y libertad.

En cierto lugar el Apóstol no toma en cuenta lo que toca a Dios respecto a que resulten «vasos de honor o de deshonor», sino que todo lo atribuye a nosotros diciendo: «Si uno se purifica a sí mismo será un vaso de honor, santificado y útil a su señor, preparado para toda obra buena» (2 Tim 2, 21). En cambio en otro lugar no toma en cuenta lo que toca a nosotros, sino que todo parece atribuirlo a Dios diciendo: «El alfarero es libre para hacer del barro de una misma masa ya un vaso de honor ya uno de deshonor» (Rm 9, 21). No puede haber contradicción entre estas expresiones del mismo Apóstol, sino que hay que conciliarlas y hay que llegar con ellas a una interpretación que tenga pleno sentido: Ni lo que esta en nuestro poder lo está sin el conocimiento de Dios, ni el conocimiento de Dios nos fuerza a avanzar si por nuestra parte no contribuimos en nada hacia el bien; ni nadie se hace digno de honor o de deshonor por sí mismo sin el conocimiento de Dios y sin haber agotado aquellos medios que están en nuestra mano, ni nadie se convierte en digno de honor o de deshonor por obra de sólo Dios, si no es porque ofrece como base de tal diferenciación el propósito de su voluntad que se inclina hacia el bien o hacia el mal 34.

La justificación: fe y obras.

Asi como se dice de la fe que «le fue contada para la justicia» (Rm 4, 9), seguramente preguntaréis si se puede decir lo mismo de las demás virtudes, es decir, si la misericordia puede serle contada a uno para la justicia, o la sabiduría, o la inteligencia, o la bondad, o la humildad; y también si la fe es contada para la justicia a todo creyente. Si consideramos las Escrituras, no hallo que en todos los creyentes la fe sea contada para la justicia... y pienso que algunos creyentes no tuvieron, como se nos dice que tuvo Abraham, aquella perfección de la fe y aquella iteración de actos de fe que hacen a uno merecedor de que le sea contada para la justicia. San Pablo dice: «Para el hombre que se afana por una recompensa, ésta no se le cuenta como don gratuito, sino como deuda. En cambio, para el hombre que no se entrega a sus obras, sino que se fía de aquel que justifica al impío, su fe se le cuenta para la justicia» (Ro». 4, 4). Con esto parece que muestra san Pablo que por la fe encontramos gracia en aquel que justifica, mientras que por las obras encontramos justicia en aquel que da la recompensa. Sin embargo, cuando considero mejor el sentido manifiesto del pasaje en el que el Apóstol dice que la recompensa es debida al que se entrega a las obras, no puedo acabar de persuadirme de que pueda haber obra alguna que pueda exigir como debida una recompensa de parte de Dios, ya que la misma posibilidad de obrar, de pensar o de hablar nos viene por don generoso de Dios. ¿Cómo puede Dios estar en deuda con nosotros, si ya desde un comienzo nos ha dejado él en deuda con él? 35.

Podría tal vez pensarse que lo que se dice que viene por la fe ya no es un don gratuito, pues la fe es un obsequio del hombre que merece la gracia de Dios. Sin embargo, oye lo que enseña el Apóstol: Cuando enumera los dones del Espiritu, que según él son dados a los creyentes «según la medida de su fe» (1 Cor 12, 7) afirma también allí que, entre otros, el don de la fe es un don del Espiritu Santo. Dice, en efecto, entre otras cosas, a este respecto que «a otro le es dada la fe por el mismo Espiritu», mostrando con ello que aun la fe es dada por gracia. En otro lugar enseña la misma doctrina: «Porque os ha sido dado a vosotros, no sólo la fe en Cristo, sino el poder sufrir por él» (F1rp 1, 29). Una alusión a esta misma doctrina la encontramos también en el evangelio, cuando los apóstoles piden al Señor: «Aumenta nuestra fe» (cf. Lc 17, 5): con esto reconocen ellos que la fe que procede del hombre no puede ser perfecta si no tiene como complemento la fe que viene de Dios... Hasta la fe con la que parece que nosotros creemos en Dios ha de ser confirmada en nosotros por un don de gracia 36.

La libertad y la gracia. (La salvación) «no es resultado de la voluntad o del esfuerzo del 260 hombre, sino de la misericordia de Dios» (Ro». 9, 16). Replican los objetares: si es así, nuestra salvación no depende en manera alguna de nosotros, sino que es algo propio de nuestra manera de ser cuya responsabilidad está en el creador, o al menos proviene de la decisión suya de mostrarse misericordioso cuando le parezca... «Si el Señor no edificare la casa, en vano trabajan los que la edifican» (Sal 127, 1). La intención de estas palabras no es de apartarnos del esfuerzo por edificar, o de aconsejarnos abandonar toda vigilancia y cuidado de la ciudad que es nuestra alma... Estaremos en lo correcto si decimos que un edificio es la obra de Dios más que del constructor, y que la salvaguardia de la ciudad ante un ataque enemigo es más obra de Dios que de los guardas. Pero cuando hablamos así, damos por supuesto que el hombre tiene su parte en lo que se lleva a cabo, aunque lo atribuimos agradecidos a Dios que es quien nos da el éxito. De manera semejante, el hombre no es capaz de alcanzar por sí mismo su fin... Este sólo puede conseguirse con la ayuda de Dios, y así resulta ser verdadero que «no es resultado de la voluntad o esfuerzo del hombre...». No conseguiremos nuestra perfección si permanecemos sin hacer nada: sin embargo, no conseguiremos la perfección por nuestra propia actividad. Dios es el agente principal para llevarla a cabo... Podemos explicarlo con un ejemplo tomado de la navegación. En una navegación feliz, la parte que depende de la pericia del piloto es muy pequeña comparada con los influjos de los vientos, del tiempo, de la visibilidad de las estrellas, etc. Los mismos pilotos de ordinario no se atreven a atribuir a su propia diligencia la seguridad del barco, sino que lo atribuyen todo a Dios. Esto no quiere decir que no hayan hecho su contribución: pero la providencia juega un papel infinitamente mayor que la pericia humana. Algo semejante sucede con nuestra salvación. «La voluntad y la realización proceden de Dios» (Flp 2, 13). Si esto es así, dicen algunos, Dios es el responsable de nuestra mala voluntad y nuestras malas obras, y nosotros no tenemos verdadera libertad; y, por otra parte, dicen, no hay mérito alguno en nuestra buena voluntad y nuestras buenas obras, ya que lo que nos parece nuestro es ilusión, siendo en realidad imposición de la voluntad de Dios, sin que nosotros tengamos verdadera libertad. A esto se puede responder observando que el Apóstol no dice que el querer el bien o el querer el mal proceden de Dios, sino simplemente que el querer en general procede de Dios... Así como nuestra existencia como animales o como hombres procede de Dios, así también nuestra facultad de querer en general, o nuestra facultad de movernos. Como animales, tenemos la facultad de mover nuestras manos o nuestros pies, pero no seria exacto decir que cualquier movimiento particular, por ejemplo de matar, de destruir o de robar, procede de Dios. La facultad de movernos nos viene de él, pero nosotros podemos emplearla para fines buenos o malos. Así también, nos viene de Dios el querer y la capacidad de llevar a cabo, pero podemos emplearla para fines buenos o malos 37.

El mal y la providencia.

Por medio de una nueva restauración quiere Dios ir reparando constantemente lo defectuoso. Cuando creó el universo, ordenó todas las cosas de la manera mejor y más firme: sin embargo le fue necesario aplicar como cierto tratamiento médico a los que están enfermos por el pecado, y a todo el mundo que está como mancillado con él. Nada ha sido o será descuidado por Dios, el cual, en cada ocasión hace lo que tiene que hacer en un mundo móvil y cambiante. Asi como el labrador en las distintas épocas del año hace distintas labores agrícolas sobre la tierra y sobre lo que en ella crece, así Dios tiene cuidado de edades enteras como si fueran, por así decirlo, años, haciendo en cada una de ellas lo que se requiere según lo que razonablemente conviene para bien del todo; lo cual es comprendido con máxima penetración y llevado a cabo únicamente por Dios, en quien está la verdad.

Celso propone cierto argumento acerca del mal, a saber que aunque algo te parezca a ti ser un mal, no por ello está claro que lo sea: porque no sabes lo que conviene para ti, o para otro, o para el conjunto del universo. Este argumento manifiesta cierta prudencia, pero sugiere que los males por su naturaleza no son absolutamente reprobables por cuanto puede ser conveniente para el todo lo que se piensa ser malo para algunos individuos. Sin embargo, para que nadie interprete mal esta opinión y busque en ella una excusa para hacer el mal, pretendiendo que su maldad es, o al menos puede ser, beneficiosa para el conjunto, hay que decir que aunque Dios respeta nuestra libertad individual y es capaz de hacer uso de la malicia de los malos para el orden del conjunto, ordenándolos a la utilidad del universo, con todo no es menos reprobable el que está en esta disposición, y como tal ha tenido que ser reducido a un servicio detestable desde el punto de vista del individuo, aunque resulte beneficioso para el todo.

Es como si en una ciudad en que uno ha cometido determinados crímenes y ha sido condenado por ellos a hacer determinados trabajos de utilidad pública, afirmase alguno que ese tal hace algo beneficioso para el conjunto de la ciudad al estar sometido a un trabajo abominable, al que no quisiera someterse nadie que tuviera un minirno de inteligencia.

Ya el apóstol Pablo nos enseña que aun los más perversos contribuyen en algo al bien del conjunto, aunque en sí mismos se ocupen en cosas detestables. Pero los mejores son los más útiles al todo, y por ello, por mérito propio son colocados en la mejor posición. Dice: «En una gran casa no hay sólo vasos de oro y de plata, sino también de madera y de arcilla: y unos son para honor, otros para deshonor. Asi pues, si uno se purifica a sí mismo será un vaso para honor, santificado y útil a su dueño, estando dispuesto para cualquier obra buena» (2 Tim 2, 20). Creo que era necesario aducir esto para responder a aquello: «Aunque algo te parezca a ti ser un mal, no por ello está claro que lo sea: porque no saber lo que conviene para ti o para otro.» No fuera que alguno tomara excusa de lo dicho aquí para pecar, con el pretexto de que con su pecado seria útil al todo 38.

Aun las pasiones tienen una función necesaria.

En esta arca de Noé, ya se trate de una biblioteca de libros divinos, ya del alma en cuanto es lugar de la vida moral, hay que introducir animales de todo género: no sólo los puros, sino aun los impuros. Por lo que se refiere a los animales puros, fácilmente se puede interpretar que significan la memoria, la ciencia, la inteligencia, el examen y el juicio de lo que leemos, y otras cosas semejantes. Pero lo que se refiere a los impuros, de los que se dice que iban «por parejas dobles» (Gén 6, 1), es difícil de interpretar. Sin embargo, si puede uno arriesgar una opinión en pasajes tan difíciles, yo diría que la concupiscencia y la ira, que se encuentran en todas las almas, en cuanto que cooperan al pecado del hombre son inevitablemente calificadas de impuras; pero en cuanto no podría mantenerse la prolongación de la especie sin la concupiscencia, ni podría haber enmienda ni instrucción alguna sin la ira, se califican como necesarias y dignas de conservación. Puede parecer que esta interpretación ya no se mantiene en el plano de lo moral, sino en el de la explicación física: sin embargo, hemos querido expresar todo lo que podia ofrecerse respecto a lo que ahora tratamos, con vistas a la edificación 39.

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23. De Princ. III, 4, 1.
24. C. Cels. Vl, 63.
25. De Princ. I, Praef. 5.
26, Ibid. n, 9, 2.
27. C. Cels. IV, 40,
28. Com. in Rom. 5, 9.
29. Ibid. 5, 1.
30. Hom. in Levit, Xll, 4.
31. Com. in Cant. 3.
32. Com. in Mat. XV, 23.
32a. Sobre «no soy digno—capaz—de desatar la correa de su calzado» (cf Mt 3. 11; Mc 1, 7; LC 3, 16; 
Jn 1, 26).
33. Com. in Jo. Vl, 181.
34. De Princ. III, 1, 24.
35. Com. in Rom. 4, 1. 
36. Ibid. 4, 5.
37. De Princ, III, I, 18.
38. C. Cels. IV, 69-70.
39. Hom. in Gen, Il, 6.