IV

MODERACIÓN CRISTIANA Y TEMPLANZA


1. Acción humana y biología humana

La templanza concierne antes que nada a las exigencias fundamentales de la vida biológica, hacia la que los seres humanos se sienten atraídos de un modo particular y, en ocasiones, de modo extraordinario. Aunque las virtudes anexas a la fortaleza cardinal son distintas de las asociadas a la templanza, las inclinaciones de los apetitos irascibles o de contienda suponen siempre y necesariamente los dinamismos de los apetitos concupiscibles —la simple y directa inclinación o tendencia a la bondad y la tendencia a permanecer lejos del mal—. Con otras palabras, los apetitos irascibles (la esperanza y la desesperación, el miedo y la audacia, y la ira) entran en juego cuando una serie de situaciones vuelven particularmente difícil o complejo el bien que debe ser conseguido o el mal que debe ser evitado. Sin embargo, la fundamental y ordinaria respuesta de los sentimientos humanos frente al objeto bueno o malo, incluye siempre el dinamismo de los apetitos concupiscibles.

Como ya hemos dicho, los apetitos concupiscibles incluyen tres parejas de passiones animae, a saber: los sentimientos de amor y odio, de deseo y aversión, de alegría y tristeza 1. Las virtudes de la templanza incluyen una serie de habitus o cualidades buenas del carácter, que hacen a la persona ca-paz de dominar o moderar los dinamismos de los apetitos concupiscibles. Los sentimientos de los apetitos concupiscibles, en cuanto capacidades humanas elementales, aseguran principalmente los bienes indispensables para el florecimiento humano. Así, por ejemplo, enseña la Iglesia que la «comunión conyugal echa sus raíces en la complementariedad natural que existe entre el hombre y la mujer, y se alimenta mediante la voluntad personal de los esposos de compartir todo el proyecto de vida, lo que tienen y lo que son; por eso, tal comunión es el fruto y la señal de una exigencia profunda-mente humana» 2. Además, en la medida en que los apetitos concupiscibles expresan las capacidades humanas para dirigirse hacia los objetos sensibles buenos como la comida, la bebida y el placer sexual, estas pasiones del alma son conocidas también como sentimientos impulsivos 3. Estos sentimientos impulsivos se refieren a bienes que caen bajo dos clasificaciones: el bien de la nutrición, esencial para la preservación del individuo, y el bien de la reproducción, esencial para la preservación de la especie humana. A fin de comprender la importancia de la templanza virtuosa para una sana teología moral, se requiere una visión correcta del papel que tienen las necesidades biológicas en una descripción general del bienestar humano.

Como estas necesidades tienen su fundamento en la biología humana, satisfacer las necesidades humanas fundamentales sigue siendo indispensable para la vida del hombre. Si bien las necesidades biológicas tienen un lugar preeminente en la prudencia virtuosa, debe mantenerse, simultánea-mente que no toda sed, hambre o necesidad sexual deriva y representa, además, una verdadera necesidad4. Consideremos el ejemplo de una comida refinada. Naturalmente, la exigencia del alimento es una cosa; el deseo desmandado por el placer del paladar es otra. La virtud de la abstinencia, en cuanto parte subjetiva de la virtud de la templanza, concierne al deseo desmandado del placer en materia alimenticia, y, a través de una justa regulación de tal deseo, satisface de manera apropiada las necesidades biológicas de una sana nutrición. Simultáneamente, la verdadera abstinencia evita el defecto de la verdadera tosquedad, o la completa incapacidad de valorar correctamente los placeres de la mesa, en especial los refinados.

Para tratar de las virtudes que moderan los impulsos sensitivos de la naturaleza humana, el teólogo moralista debe tener en cuenta la relación que existe entre necesidad biológica e inclinación o tendencia. ¿Qué es una tendencia o inclinación? En su forma más original, la tendencia indica lo que los escolásticos llamaban apetito (appetitus), es decir, la inclinación natural o dinamismo que se encuentra en todo sujeto viviente hacia un objeto conveniente. El término «objeto conveniente» (conveniens), cuando se usa para indicar lo que satisface un apetito, implica que una realidad particular es capaz de mejorar a un determinado sujeto dotado de aquel apetito. Por ejemplo, únicamente los líquidos potables sirven como objetos idóneos para la tendencia humana a la sed. Santo Tomás expresa este axioma antropológico del modo siguiente:

La naturaleza inclina a cada uno a lo que es conveniente para él. De ahí que, por naturaleza, el hombre codicie el placer que le conviene. Pero, puesto que el hombre, precisamente en cuanto tal, es racional, está claro que los únicos placeres conformes con él son los conformes a la razón. Y la templanza no le retrae de estos placeres, sino de aquellos que son contrarios a la razón. Por eso es evidente que la templanza no contrasta con la inclinación de la naturaleza humana, sino que está de acuerdo con ella. En cambio, es incompatible con las inclinaciones de la naturaleza bestial no sujeta a la razón 5.

Este texto explica que, para que el apetito obre de manera adecuada en la persona, debe existir la posibilidad de conformidad entre la persona y el bien que satisfaga su deseo. En el caso de la sed, por ejemplo, el agua sala-da no satisfará nunca el apetito humano, por mucha cantidad de líquido que absorba.

Se dice que, en el comportamiento humano, los fines atraen al sujeto. Así pues, por definición, los objetos del apetito humano ejercen un particular tipo de influencia causal sobre la persona. Si el objeto encierra un determina-do bien, que, cuando es alcanzado en una medida razonable, satisface a la naturaleza humana, entonces la atracción de ese bien sirve para promover el bienestar total del hombre. Con otras palabras, lo que el cuerpo siente es bueno porque no es contrario a la razón. En cambio, cuando los apetitos sensitivos se ajustan a objetos cuya consecución es causa de daño para la persona, entonces no se trata de un problema de medida virtuosa para las inclinaciones hacia tales objetos. Un objeto de deseo inadecuado manifiesta por sí solo, de manera suficiente, un desorden moral, como sucede con aquellos que imaginan mantener una relación sexual con una persona del mismo sexo. Hay, pues, dos maneras de que los apetitos sensitivos puedan conducir al sujeto contra la ordenación racional de la virtud: en primer lugar, querer más o menos de una realidad buena, que la recta razón declara que sirve al bien de la persona; y, en segundo lugar, querer algo que hace vano el plan del Creador de conseguir la felicidad del hombre 6.

Por otra parte, los escolásticos distinguen entre apetitos naturales y apetitos elícitos. El apetito natural representa una particular inclinación del organismo hacia todo bien que complete efectivamente su ser. Así, por ejemplo, el girar el girasol con el sol, el suspirar del ciervo por las corrientes de agua, o la búsqueda, por parte del hombre, de explicaciones inteligentes frente a los objetos que se encuentran en la naturaleza (forma) viviente. Dado que el hombre goza de potencias vegetativas, sensitivas e intelectuales, cada una de esas «formas» produce su propio tipo de apetito natural; sin embargo, la única forma substancial que constituye el alma humana asegura la unidad de la persona en la acción.

El apetito elícito está presente sólo en aquellos seres que son idóneos para tener un conocimiento sensible y que están en posesión de algún tipo de voluntariedad que se desarrolla a partir de la cognición. Por ejemplo, cuando la mayor parte de los niños empieza a tomar gusto a las espinacas, o a encontrarle gusto a las alcachofas, o cuando un estudiante conoce a fondo una disciplina académica especialmente difícil, entonces se dice que han desarrollado un apetito elícito por aquella realidad. En consecuencia los apetitos elícitos se manifiestan como expresiones tanto de un deseo (appetition) sensitivo, que nace del conocimiento sensible, como de un deseo racional o de la voluntad, que deriva de la inteligencia o comprensión de una persona frente a lo que significa el objeto deseado en términos de compleción del hombre. Como la persona es un sujeto cognoscente capaz de crecer por medio del aprendizaje, son diferentes apetitos elícitos los que sirven de ejemplo realmente a los modelos adquiridos de comportamiento. La persona aprende —a través de la instrucción y de la experiencia— la gracia, la utilidad y la bondad de muchas realidades.


2.
La dignidad de la persona humana

Las actuales problemáticas que surgen en conexión con los apetitos se articulan y evalúan, a menudo, siguiendo criterios establecidos por las ciencias humanas. Puesto que los apetitos sensitivos están tan profundamente impresos en las estructuras biológicas del hombre, las ciencias humanas nos pueden suministrar datos útiles, que favorezcan nuestra comprensión de las virtudes de la templanza. Por otra parte, el cristiano acepta que el Evangelio nos comunica una sabiduría de la vida humana, que supera todo lo que la investigación científica pueda alcanzar, por muy adelantada tecnológicamente que pueda estar. La Gaudium et spes declara, de manera explícita, la importancia de la verdad evangélica cuando establece las re-soluciones finales sobre lo que sirve mejor al progreso humano, así como a la dignidad del hombre.

Tiene razón el hombre, participante de la luz de la inteligencia divina, cuando afirma que por virtud de su inteligencia es superior al universo material...

Por último, la naturaleza intelectual de la persona humana alcanza la perfección, como es su deber, mediante la sabiduría, la cual atrae con suavidad la mente del hombre a la búsqueda y al amor de la verdad y del bien. Imbuido por ella, el hombre se alza por medio de lo visible hacia lo invisible 7.

Por esta razón, es completamente reprobable para el cristiano consentir una separación radical entre los órdenes espiritual y psicológico, una sepa-ración que podría volver al Evangelio irrelevante para el bienestar psicológico del hombre. Es cierto que algunos autores cristianos de teología espiritual escriben como si sólo las ciencias naturales y humanas pudieran suministrar verdades concretas sobre la naturaleza y la psicología humanas, mientras que la instrucción religiosa o la verdad moral pertenecería al reino de la «espiritualidad», que no toca nunca de manera real la vida concreta de la persona. Este enfoque puede conducir a afirmar una especie de dualismo en el alma humana, dividiéndola en «espíritu» transcendental, que se adhiere a Dios de manera misteriosa, y en un dinamismo psicológico más mundano, que puede ser explicado exhaustivamente por la ciencia humana. Pero separar la naturaleza intelectual de la persona contradice la clara enseñanza de la Iglesia; de hecho, en el siglo IX, la Iglesia definió con autoridad, en un concilio ecuménico, que no existe ningún dualismo espiritual en el hombre 8.

Del mismo modo que el Evangelio rechaza toda insinuación de dualismo cosmológico y psicológico, también la moralidad cristiana rechaza todo tipo de determinismo materialista en el hombre. La Gaudium et spes pone la superioridad del alma humana como motivo para admitir la verdadera dignidad y vocación de la persona.

Sin embargo, el hombre no se equivoca al reconocerse superior al universo material y al considerarse más que una simple partícula de la naturaleza o un elemento anónimo de la ciudad humana. En efecto, por su interioridad transciende al universo entero; a esta profunda interioridad vuelve cuando entra dentro de su al corazón, donde le espera Dios, escrutador de los corazones, y donde él personalmente bajo la mirada de Dios, decide su destino 9.

Los cristianos tienen el consuelo de saber que las acciones intencionales tienen origen «en su interior» (Jr 31, 33), es decir, en lo que la tradición espiritual de la Iglesia llama el corazón humano. Las virtudes de la templanza, de una manera peculiar, hacen referencia tanto a la unidad psicosomática del hombre como a la subordinación de la materia (incluida la materia del cuerpo humano) a la vocación del hombre de realizarse a sí mismo en la inteligencia y en la libertad.

La ética teológica debe tener en cuenta, en grado sumo, las exigencias y las tendencias de la persona, en cuanto forman partes integrantes de la vida humana. Sin embargo, en virtud de la superioridad de la interioridad del hombre, ningún juicio moral sobre las acciones humanas puede ser emitido sólo sobre la base del hecho de que, presumiblemente, satisfacen las necesidades o las tendencias. Sostener esta visión de las cosas implica sostener una valoración excepcionalmente superficial de la naturaleza y del comportamiento humano. La Iglesia impulsa, más bien, a los fieles a admitir la existencia del alma espiritual inmortal, así como a «alcanzar esta profunda verdad sobre la realidad» y a evitar explicaciones falsas y engañosas de lo que significa ser plenamente hombre 10. Lo que la Gaudium et spes llama «profunda verdad de la cosa» (profundam rei veritatem) significa la verdad sobre la persona, aunque indica también la verdad sobre el comportamiento humano. El fin de la virtud es alcanzar la verdad de la vida, la veritas vitae, y este fin tiene lugar sólo cuando la persona conduce su acción rectamente, en conformidad con la norma suprema de todo comportamiento humano, norma que coincide con la ley eterna, como ha enseñado san Agustín a la tradición teológica cristiana.


3. La virtud de la templanza

La templanza se refiere de manera particular al placer. La templanza, en cuanto virtud, expresa un carácter moderado, comunicado por la inteligencia, que modera nuestro deseo de aquello que ejerce una fuerte atracción sobre la persona. Por consiguiente, la templanza ayuda a la persona a ocuparse de los infima o bienes inferiores, que con tanta facilidad provocan la adhesión del hombre. En la distinción clásica de los cinco sentidos, la templanza cardinal mira principalmente al sentido del tacto, porque ninguno puede realizar la actividad que dirige sin una cierta forma de contacto físico. La tradición cristiana pone, generalmente, el alimento y la satisfacción sexual entre los principales objetos que producen la más fuerte atracción, aunque los teólogos moralistas prefieren hablar del objeto material de la templanza, en un sentido rigurosamente formal: cualquier cosa que produzca una sensación agradable, como el hecho concomitante de una actividad apropiada con el alimento o un socio (partner) sexual. Así, mientras la pasión bien templada constituye una característica esencial de toda virtud, la templanza, sin embargo, constituye una virtud particular, en cuanto estamos en condiciones de identificar su objeto formal específico. Santo Tomás propone una ulterior precisión en el ámbito de la templanza. Afirma que «la virtud de la templanza, que implica moderación, consiste, principalmente, en regular las pasiones que tienden a los bienes sensibles, a saber: las concupiscencias y los placeres; e, indirectamente, en regular las tristezas, o dolores que derivan de la ausencia de estos placeres» 11.

Puesto que esto constituye la razón de ser de la templanza, debemos ocuparnos del examen del fenómeno del placer. En la Summa theologiae utiliza santo Tomás una definición filosófica que describe el placer «como un dinamismo del alma, que pone de manera perceptible en una condición que está en armonía con la naturaleza humana, y que constituye una totalidad inmediata» 12. La tradición de los comentadores escolásticos, a fin de aclarar esta definición, propone cinco condiciones que deben ser cumplidas para que se dé la experiencia del placer 13. Antes que nada, para que se dé el placer, el sujeto tiene que estar conectado con un objeto a través de una de-terminada y precisa operación. En segundo lugar, la persona que realiza la experiencia del placer debe saber realmente que el objeto está presente y que existe la conexión 14. A continuación, el placer exige un dinamismo del apetito, es decir, un deleite activo y actual, que deriva del feliz cumplimiento de la acción. En cuarto lugar, dado que existe una connaturalidad entre la persona que experimenta el placer y el objeto, una cierta cualidad estática marca el alcance de la satisfacción. Y, por último, el clímax o término de la acción no puede olvidar un cierto elemento esencial al dinamismo del placer que está aún por obtener, pues en ese caso la persona experimenta el sentimiento de la esperanza en vez del placer. Cuando se entra en el contexto de la virtud, existe una relación entre el justo ordenamiento de la vida de cualquiera y la experiencia del placer. Santo Tomás, para ilustrar de manera convincente esta tesis, se fija en que los hombres y las mujeres, en el estado de justicia original, habrían gozado de un placer sexual más intenso en el coito, porque las restricciones del desorden pecaminoso no habrían estado activas 15.

Esta descripción fenomenológica del placer nos proporciona una útil in-formación para ampliar el consenso sobre importantes problemáticas de la teología moral, que tienen que ver con el fuerte deseo que siente el hombre por el placer. Antes que nada, el placer no se produce nunca sin una persona que actúe en alguna acción; esta acción puede ser actualmente ejercida o imaginada, esto es, representada por los sentidos internos. A continuación, la acción hace de fundamento principal para emitir un juicio moral sobre el placer. El placer, en sí mismo, es moralmente neutro y, como en el caso de una experiencia física, siempre bueno. Con todo, se requiere la justa relación del objeto y de la acción para establecer el carácter moral fundamental de un placer determinado. Además, dado que el placer es un bien deleitoso, un bonum delectabile, la ética cristiana debe asegurarse de que este acompañe al alcance de un auténtico bien, un bonum honestum. Puesto que los objetos especifican sus acciones, nosotros determinamos tanto la característica física, como el sentido moral del placer, en referencia a cualquier objeto que justifique, tanto el comenzar-a-ser, como el goce de un determinado placer 16. Por ejemplo, cuando una persona exige tener placer al meter alimento en sus orejas, tenemos motivos para dudar de su buen sentido, y también de la moralidad de semejante acción «placentera». Y este mismo papel de medida resulta verdadero cuando se trata de un comportamiento sexual anormal, del tipo de los que infringen, tanto el fin, como el plan del Creador.

En la virtud de la templanza, las finalidades naturales de las acciones humanas, que sirven a la nutrición y a la procreación, son y determinan los parámetros fundamentales del vivir virtuoso. Santo Tomás se pregunta si las necesidades de la vida presente constituyen la norma (standard) para la templanza 17. La medida formal para la templanza reside en los fines de las acciones que promueven la preservación tanto de la persona individual como de la especie humana. En este sentido, la templanza no difiere de las otras virtudes, si bien los fines físicos, cuya consecución es moderada por la templanza, provocan reacciones más directas y perceptibles que las que son controladas por las virtudes de la justicia y de la fortaleza. En virtud de la importancia que la preservación de la especie humana tiene como fin, el Dios providente ha dejado poco al gusto personal y a la discriminación individual de hombres y mujeres. Por otra parte, la «sexualidad», explica Juan Pablo II en la Familiaris consortio, «mediante la cual el hombre y la mujer se entregan el uno a la otra con los actos propios y exclusivos de los esposos, no es en absoluto una cosa puramente biológica, sino que concierne al núcleo íntimo de la persona humana como tal» 18. Y el teólogo moralista podría adoptar fácilmente este principio, a fin de mostrar que, para la persona, el comer o el beber constituyen también actividades característicamente humanas.

La teología moral cristiana señala los placeres y los deseos destinados a satisfacer los sentidos del tacto y del gusto como la materia principal de la templanza. La templanza modera los deseos y los placeres del tacto; y, de modo derivado, las aversiones y los dolores que se inician cuando algún sentido se ve adecuadamente privado de su objeto. Aunque el teólogo no debería ignorar el placer sensible que proviene de los otros sentidos, a saber: de las miradas de admiración, de los placeres del discurso, de los olores agradables, y otras sensaciones, sin embargo, a causa de su conexión con la nutrición, la templanza concierne especialmente (aunque de modo secundario) al sentido del gusto. La teología cristiana, al contrario de aquellas otras demasiado influidas por los puntos de vista estoicos sobre la vida, no considera deplorables las acciones indispensables a la vida. El teólogo sólo pone en guardia contra una indulgencia irrazonable. Pero al mismo tiempo, como demuestran los trabajos de los sentidos internos como la imaginación o la fantasía, la persona puede extender excesivamente el placer del sentido que, en sí mismo, es limitado.

Todo pecador se esfuerza por convertir al placer en un ídolo. Son aquellos que viven sólo con sus sentidos, de tal modo que los deseos carnales prevalecen en su existencia, excluyendo cualquier otra cosa. Con otras palabras, la forma de la vida emocional de una persona impone verdadera-mente cómo discriminará dentro de un abanico de opciones. Obviamente, los deseos desordenados inciden, de modo negativo, en el juicio práctico que emite un sujeto sobre el uso de determinados bienes, o sobre el modo de aproximarse a un bien deseado. En consecuencia, el borracho desea sólo líquidos que embriaguen; el libertino busca más satisfacciones sexuales; el glotón desea más alimento, etc. Esos son los pecadores carnales, como los llama Dante en el Infierno, «que someten la razón al deseo» 19. Mas este ejercicio concluye siempre en un desorden personal; en efecto, los bienes creados, por definición, son limitados, y por eso no conducen nunca a la humanidad a la «sabiduría, la cual atrae con suavidad la mente del hombre a la búsqueda y al amor de la verdad y del bien. Imbuido por ella, el hombre se alza por medio de lo visible hacia lo invisible» 20.

La ética cristiana, por razones que derivan en gran medida de las reflexiones teológicas sobre la consumación escatológica o bienaventuranza final, acostumbra a distinguir entre la experiencia sensitiva de la alegría y el placer 21. Para comprender esta distinción es preciso recordar que, en la persona humana, están presentes tanto los sentidos externos –el tacto, el gusto, etc.– como los sentidos internos –la memoria y la imaginación–; además, el apetito concupiscible puede reaccionar a las sensaciones de ambas potencias sensitivas. Cuando los sentidos internos experimentan alguna cosa buena, la tradición cristiana habla de alegría, más cuando actúan los sentidos externos, la misma tradición habla de placer. Aunque ambos sentidos –externos e internos– se presenten con sus objetos y reciban sus estimulaciones de modos diferentes, representan mociones de los apetitos sensitivos en respuesta a los objetos sensibles experimentados. Naturalmente, esta distinción pone de relieve la importancia de la imaginación en la vida moral. Mostrarse indulgente consigo mismo por medio de los sentidos internos, si bien es menos directamente perceptible a un observador externo, a pesar de todo, causa el mismo daño moral en cuanto indulgencia desordenada a través de los sentidos externos. Desde un punto de vista diferente, la distinción entre placer y alegría explica la razón de que los mártires cristianos afirmaran experimentar una profunda alegría, incluso en medio de sus penosos sufrimientos físicos.

Las virtudes de la templanza, puesto que sus objetos conciernen a los bienes que menos distinguen a la persona de cualquier otro organismo viviente, se clasifican, finalmente, en la jerarquía de los valores objetivos. La templanza, en cuanto virtud de disciplina personal, concierne al uso que hace la persona de cualquier cosa u objeto. El papel de la moderación, a la hora de servirse de las cosas agradables, proviene de la necesidad que tenemos de esas cosas para vivir. Por otra parte, las virtudes de la disciplina personal poseen una dimensión social. Una ilimitada autocomplacencia, si se refiere a satisfacciones alimentarias o eróticas, influye directamente en el modo en que una persona es capaz de participar en la vida de la comunidad. La literatura sapiencia) del Antiguo Testamento muestra una gran estima por la moderación: «No vayas detrás de tus pasiones», aconseja el Sirácida, «tus deseos refrena. Si te consientes en todos los deseos, te harás la irrisión de tus enemigos» (Si 18, 30-31). Entre todos los vicios, la intemperancia se caracteriza por perjudicar a la capacidad de la persona para participar, de manera eficaz, en la comunicación social.


4. La formación y los tipos de templanza

Santo Tomás, cuando habla de la verecundia y de la honestas, como realidades asociadas a la templanza cardinal, sigue la opinión de la filosofía moral clásica, aunque no toda su enseñanza. En cuanto partes integrantes de la virtud cardinal, estas cualidades representan sensibilidades particulares en la persona moderada (temperate). La primera de ellas, el pudor o verecundia, induce a la persona moderada a retroceder ante lo que es deshonorable o vergonzoso. La sensibilidad al pudor (verecundia) no constituye, a pesar de todo, un habitus particular; más bien denota un cierto aspecto psicológico que favorece a la templanza en general. Podríamos ilustrar, ulteriormente, este aspecto como una reserva o un buen sentido que equivale al justo tener miedo a ser deshonrado por la perpetración de alguna torpeza o ignominia moral. Tal aspecto promueve un rechazo de todo lo que no se adecua a un comportamiento moral apropiado. Por desgracia, estos elementos que com-ponen la templanza son fácilmente olvidados por la conciencia humana; pues se desarrolla con mayor facilidad una preferencia por lo que es moral-mente feo, que por aquello que incluye lo moralmente bello, con lo que se origina una conciencia moral deformada. En efecto, los que afrontan los vicios con impudicia admiten la diferencia entre lo moralmente estético y lo moralmente feo; y se considera que tales personas carecen de todo pudor. Puede suceder también que los que tienen una edad avanzada o son verdaderos santos puedan carecer del sentido del pudor, mas eso sucede únicamente a causa de la inverosimilitud de que personas de tal calidad cometan acciones intemperadas. En todo caso, la desvergüenza, excepto entre los santos, deja a una persona expuesta emitir malos juicios groseros sobre lo que es propio y adecuado en materias relacionadas con la templanza.

La otra parte integrante de la templanza es el sentido del honor u honestas. Como la veracidad, el honor –puesto que indica una cierta gracia o belleza de espíritu– representa una cualidad que marca la totalidad de la vida virtuosa. Algunos autores enseñan que corresponde realmente a la belleza espiritual en sí misma. Dice san Agustín: «Entiendo por honorable lo que es bello y lo designamos propiamente como espiritual» 22. En consecuencia, puede parecer extraño que santo Tomás considere a tan importante cualidad de la vida moral sólo como una parte integrante de la más baja virtud moral. Mas, dado que la honestas indica la realización de una verdadera estética moral, quien posee este aspecto de manera instintiva rechaza cualquier cosa que considere indecente y moralmente fea. Con otras palabras, la persona honorable escoge siempre la belleza y la gracia, que, según el providencial designio de Dios, son características de la vida moral.

El teólogo moralista, cuando confecciona una lista completa de las partes potenciales de la templanza, se encuentra frente a un problema embarazoso. Dado que toda virtud exige la moderación de un tipo o de otro –el así llama-do término medio virtuoso–, resulta difícil identificar las virtudes particulares que participan directamente en la potencia de la templanza cardinal. Santo Tomás, por ejemplo, divide las partes potenciales de la templanza en dos categorías: las que regulan nuestras sensaciones internas y las que moderan el equilibrio corpóreo y otras realidades exteriores. La primera categoría incluye virtudes como la humildad, una importante virtud cristiana que regula y modera nuestra autoestima, la clemencia y la mansedumbre, que regulan la ira y el deseo de venganza. Santo Tomás incluye también en la lista el acto de la continencia, aun cuando, hablando con propiedad, no sea una virtud, puesto que lleva a cabo una acción moderadora de los dinamismos particulares de la concupiscencia en ocasiones especiales. La segunda categoría de virtudes incluye la modestia, que concierne de manera especial a la contención exterior, la decencia en el vestir, que concierne a la moderación del estilo y los modales, y, de modo particular, la virtud del estudio, que, según santo Tomás, regula una curiosidad excesiva en el aprendizaje. Los pecados contra las partes potenciales de la virtud de la templanza incluyen: la incontinencia, la cólera y la crueldad, la avidez en el saber o vana curiosidad.


5. La castidad, la abstinencia y la sobriedad

Las partes subjetivas de la templanza son fáciles de identificar. Los tipos específicos de virtudes de la templanza se pueden reagrupar en dos secciones, a saber: las relativas a los placeres de la mesa y las relativas a la satis-facción sexual 23. La abstinencia es la virtud que templa el deseo del placer del alimento, y la sobriedad es la virtud que hace lo mismo, pero en lo que respecta a la bebida, de modo particular con las bebidas embriagadoras y otras substancias que alteran la mente humana. Tanto la abstinencia como la castidad moderan los placeres asociados al tacto, pero siguen siendo virtudes distintas a causa de las dos acciones, a saber: la ingestión del alimento y el coito, que provocan sus placeres característicos 24. La castidad, hablando estrictamente, atiende a la moderación del clímax sexual; mientras que la pureza tiene que ver con los deseos, los pensamientos, las palabras y los actos que favorecen, alientan y dan comienzo a la unión sexual 25. Si bien la castidad constituye, obviamente, una virtud particular, existe, no obstante, un sentido en el que todo acto virtuoso debería mostrar una cierta castidad de espíritu. En una frase particularmente bella, expresa santo Tomás la nota fundamental que asegura la castidad a la vida moral. Otorgando un sentido metafórico a la castidad, dice que: «En efecto, si Dios es la delicia de nuestro corazón, nuestro afecto está allí donde debería estar, y nos abstenemos de adherirnos a aquellas realidades que están en contra de su designio» 26. Las normas especiales para la conducta humana en el ámbito conyugal y la castidad personal reflejan siempre el plan divino, y de este modo la libertad de espíritu, que gozan aquellos que se han conformado a la ley de Dios, elimina toda sugestión de ilícita restricción o represión.

Puesto que el sentido del tacto desempeña un papel tan importante en la preservación de la vida humana, la teología moral lo ha asociado tradicionalmente con la sexualidad humana 27. La doctrina agustiniana sobre el pecado original ha contribuido a crear un cierto equívoco sobre el papel que desempeña la concupiscencia enferma en la vida cristiana. Aunque santo Tomás cambia de manera considerable la enseñanza común de su tiempo, reconoce, por otra parte, que la sexualidad padece más que las otras capacidades humanas a causa de la desorientación provocada por el pecado original 28. Dicho de otro modo, acepta la tesis según la cual las funciones asociadas de más cerca a la biología humana son, en realidad, menos capa-ces de resistir a las consecuencias desordenadas del pecado, con respecto a las funciones más elevadas. Aunque esta tesis ha llevado a algunos teólogos a prejuzgar el placer sexual en sí mismo, santo Tomás aplica su principio, de suerte que también el éxtasis sexual es un verdadero bien humano, cuyo carácter moral depende del ámbito en que tiene lugar el placer29.

Dada la impetuosidad que caracteriza al placer sexual, el hecho de que los placeres de los sentidos en sí mismos no proporcionen ningún modelo (standard) de bien o de mal moral, resulta ser una importante verdad para la ética cristiana30. Los apetitos humanos deliberan sólo lo que es agradable, y, en el estado de naturaleza caída, se adhieren en ocasiones al bien razonable. Santo Tomás explica este punto esencial de la antropología cristiana con las siguientes palabras:

Lo que fue dado al hombre en su estado original, para que la razón controlara totalmente las fuerzas inferiores, y el alma controlara al cuerpo, no depende de la virtud de los principios naturales, sino de la virtud de la justicia original otorgada por la liberalidad divina. Una vez destruida esta justicia por el pecado, el hombre volvió a la condición que le correspondía según sus principios naturales... Como, por consiguiente, el hombre muere natural-mente y no puede ser inmortal, si no es por un milagro; así también, de modo natural, el apetito concupiscible tiende a su placer... más allá del orden de la razón 31.

El placer erótico, a causa del pecado original, exige la atención de una virtud particular de moderación. Mas la tradición cristiana exhorta a tener un interés equilibrado por la moralidad sexual. Por otra parte, la fe cristiana garantiza al creyente que el mismo Cristo nos proporciona el equilibrio necesario; o, como sostiene Orígenes, Cristo es la substancia de la virtud. Puesto que la experiencia del placer forma parte de la integridad original del hombre y de la mujer, «el amor conyugal», dice el papa Juan Pablo II, «alcanza aquella plenitud a la que está interiormente ordenado: la castidad conyugal» 32. La castidad conyugal, en cuanto parte peculiar de la templanza, continúa el Papa, «constituye el modo propio y específico con el que los esposos participan y están llamados a vivir la caridad misma de Cristo que se da en la Cruz» 33.

También los filósofos clásicos han realizado observaciones sobre el carácter desordenado de los estímulos sexuales en la persona, considerando que estos tienen, por así decir, una vida propia. San Pablo muestra asimismo un punto de vista análogo sobre el poder que la «ley de los miembros» ejerce en nuestra vida (cfr. Rm 7, 23-24), de la que deriva, naturalmente, el dinamismo de todos los apetitos humanos desde la pérdida de la justicia original. En la vida cristiana de la fe y los sacramentos, la virtud infusa incide real y directamente sobre los apetitos sensitivos. Santo Tomás sostiene esta afirmación apelando a la enseñanza de san Pablo sobre el Espíritu y la ley:

Mas la virtud infusa prevalece en cuanto a esto, que actúa de modo que tales pasiones, aunque sean sentidas, de ningún modo puedan dominar a pesar de todo. En efecto, la virtud infusa hace que de ningún modo se obedezca a las concupiscencias del pecado; y hace esto de manera infalible mientras permanece. Mas la virtud adquirida es deficitaria al respecto, aunque sólo en las cosas pequeñas, como las otras inclinaciones naturales son deficitarias en la parte menor; de donde dice el Apóstol (Rm' 7, 5): «Porque, cuando estábamos en la carne, las pasiones pecaminosas, excita-das por la ley, obraban en nuestros miembros, a fin de que produjéramos frutos de muerte. Mas, al presente, hemos quedado emancipados de la ley, muertos a aquello que nos tenía aprisionados, de modo que sirvamos con un espíritu nuevo y no con la letra vieja» 34.

Dicho de otro modo, las virtudes infusas conforman los apetitos sensitivos desordenados a la ley de la razón, como Cristo la perfecciona en la ley evangélica. Esta ordenación de los sentimientos o pasiones adviene a través de lo que llama santo Tomás «impresión de la razón» en los apetitos, de suerte que, en razón de su conformidad con Cristo, el cristiano goza de la posibilidad de alcanzar una vida emocional correcta 35.

Pero ¿debe insistir el teólogo cristiano en este carácter razonable incluso en un contexto de efervescencia sexual? Observa Cayetano que es preciso distinguir entre una interrupción de la razón, que pone a la inteligencia en un estado de suspensión, y una interrupción que conduce al desorden de la razón. El sexo virtuoso se sitúa en la primera categoría; la embriaguez proporciona un ejemplo de la segunda. A este respecto, es importante recordar que santo Tomás ha probado que, sobre la base de la mayor armonía entre las potencias humanas que existió en el hombre y en la mujer antes del pe-cado, en el estado de justicia original el coito debió haber sido más placentero que lo que pueda serlo ahora, «porque el placer del sentido habría sido absolutamente mayor, dada la mayor pureza de la naturaleza humana y la sensibilidad del alma» 36. Además, santo Tomás sostuvo esta hipótesis en oposición a la escuela franciscana, representada en el siglo XIII por Alejandro de Hales y san Buenaventura. También en nuestros días, la Iglesia reconoce que la comunicación en la caridad entre los esposos aumenta el ardor del amor conyugal. Por eso no hay nada en la doctrina cristiana que pudiera permitir concluir a alguien que el cristianismo, de manera velada, favorece el temor de que el sexo haga comportarse a las personas de modo más próximo a los animales. Más bien la fe cristiana exhorta a los hombres y a las mujeres a tener una genuina comprensión de que el sexo desordenado arruina la belleza de la criatura, de modo superior a como lo hacen los otros vicios capitales; «puesto que quien es demasiado prisionero de los placeres carnales, advierte santo Tomás, no saborea los placeres espirituales» 37.

La corrección de los apetitos sensitivos se verifica de manera preeminente en el caso de Cristo, el cual posee totalmente y de modo poderoso las pasiones y emociones, que permanecieron en él correctamente ordenadas, porque las virtudes de la moderación y fortalecimiento fueron verdaderamente perfectas en su formación 38. Lo que la gracia de la unión realiza en Cristo, lo realiza la castidad infusa en aquel que se ha unido a Cristo. El poeta francés Péguy nos brinda esta poética expresión del misterio:

Pues lo sobrenatural es en sí mismo carnal Y el árbol de la gracia tiene raíces profundas Se sumerge en el suelo y busca hasta el fondo El árbol de la gracia es en sí mismo eterno 39.

La gracia perfecciona la naturaleza, gratia perficit natura. «La virtud de la castidad», dice un autor, «es una virtud perfecta, porque consiste en hacer participar los deseos y las alegrías sexuales en el orden razonable del amor de la belleza moral, pero esto choca con una gran resistencia por parte de las pasiones, que se han vuelto anárquicas después del pecado original» 40. Pero a través del poder curativo de la gracia divina —gratia sanans—, Cristo vence al pecado en cada uno de sus discípulos. La castidad, como explica el papa Juan Pablo II en la Familiaris consorcio, afecta directamente a la caridad divina y, de este modo, ayuda al principal mandamiento de la ley, que impide anteponer a Dios cualquier criatura o realidad creada. La gracia, como hace con todas las virtudes, conforma la naturaleza humana —en este caso, la vida emocional— al bien de la verdad divina. Y en virtud de esta unión de corazones entre el creyente y Cristo, la gracia divina hace a la persona libre de unirse a Cristo, sumo sacerdote, con un culto perfecto. El papa Juan Pablo II recuerda los paralelos del Nuevo Testamento entre impudicia e idolatría: «Y el mismo pecado, que puede herir el pacto conyugal, se vuelve imagen de la infidelidad del pueblo a su Dios» 41. Como los sentimientos desordenados de cualquier tipo contrarrestan la realización de la verdad divina, toda ofensa contra la castidad representa una idolatría en miniatura. La gravedad particular de la lujuria consiste en su capacidad de disuadir del amor ofrecido a Dios con todo el corazón.

Puesto que la vocación más relevante del cristiano es la de llegar a ser santo, el Nuevo Testamento nos enseña que la contemplación de la verdad divina es la más importante de las ocupaciones matrimoniales. Por este motivo, tanto las personas casadas, como las que permanecen célibes, están obligadas a entregarse lo más posible a una vida de oración y de adoración. Dice el papa Juan Pablo II: «El matrimonio y la virginidad son los dos modos de expresar y de vivir el único misterio de la Alianza de Dios con su pueblo» 42. Así como el martirio cristiano indica la fortaleza de un modo ejemplar, también la virgen consagrada o casta debe conservar un amor puro por aquellos a quienes sirve. En este ejercicio de célibe castidad se vuelven, además, espiritualmente fecundas, se convierten en los padres y las madres de muchos, a quienes conducen a vivir en la fe cristiana. Y así, la Iglesia considera la virginidad y el celibato como un signo de las nupcias escatológicas de Cristo con la Iglesia; en efecto, aquellos que se consagran a sí mismos a este modo de vida vuelven libres sus corazones, «para encenderlos de una mayor caridad hacia Dios y hacia todos los hombres» 43. Santo Tomás, por el hecho de considerar este amor más gran-de como objetivamente asociado a los que son vírgenes y célibes, y se consagran a sí mismos de manera más completa a la contemplación de la verdad divina, argumenta que esos estados de vida conservan en la Iglesia su particular superioridad 44.

Cierta opinión teológica sostiene que la virginidad en sí misma constituye un mejor modo de vida. Esta tesis, sea verdadera o falsa, proporciona de todos modos un tema de discusión con aquellos que consideran la virginidad y el celibato como realidades que tienen únicamente un valor pragmático. De todos modos, la virginidad cristiana es un medio para alcanzar a Dios; no es un fin en sí misma. Santo Tomás cita a san Agustín de manera aprobatoria sobre la perfección relativa de la vocación al celibato: «Los que son vírgenes "siguen al Cordero adondequiera que vaya", porque imitan a Cristo no sólo con la integridad del espíritu, sino también con la integridad de la carne, como dice san Agustín: por eso siguen al Cordero en más cosas. Pero no se dice que lo sigan de más cerca: pues otras virtudes nos hacen ad-herirnos más íntimamente a Dios con una imitación espiritual» 45. En este texto, tanto santo Tomás como san Agustín, hacen referencia a las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad. Estas virtudes, que son dadas a todo creyente en estado de gracia, constituyen el verdadero único estado de perfección para la persona. Por lo demás, responder de modo completo a esta vocación es la invitación dirigida a cada miembro de la Iglesia.


6. Los vicios opuestos a la templanza

El vicio contrario a la templanza es la intemperancia. Ésta deriva del seguimiento de los placeres sensibles fuera de la ordenación de la razón. También Aristóteles admite que la intemperancia corrompe el carácter razonable: intemperantia maxime corrumpit prudentiam 46. Como los peca-dos de intemperancia perjudican a la capacidad de reconocer las normas de la belleza agraciada, la lujuria desordenada pone en condiciones de inferioridad el comportamiento inteligente de una manera especial 47. La experiencia común demuestra que la intemperancia atenta contra la probidad, el decoro y el placer; y en verdad, habitualmente se duda en hablar de peca-dos de intemperancia, más de lo que se hace con pecados objetivamente más graves. Pero como sucede con toda virtud moral, la templanza tiene una forma imperfecta, que parece asemejarse más a la práctica de la virtud cardinal que cuanto pueda hacer su forma exagerada. La templanza modera las pasiones; no las destruye. Y, puesto que el vicio de la insensibilidad o dureza reduce las capacidades de un sujeto para experimentar placer, este representa una deformación viciosa de la verdadera templanza48. Mas el goce cristiano del placer no sirve como el único principio en la vida moral. La vida cristiana exige aún la práctica de la ascesis, especialmente en aquellos que se dedican a la contemplación y al estudio de las materias divinas y que, por este motivo, deberían retirarse más de las lisonjas de los asuntos carnales 49.

La intemperancia identifica de una manera particular a la persona moralmente inmadura; y, como tal, manifiesta de un modo característico el carácter irrazonable y la resistencia a la corrección. En virtud de esta in-transigencia, la intemperancia justifica, generalmente, una fuerte e inmediata corrección. Así, aunque la intemperancia anda lejos de ser el peor de los pecados, está asociada, a pesar de todo, con un tipo de pudor portador de reprensión (exprobrabilis) sobre aquellos que se complacen a sí mismos sin moderación. Dice santo Tomás: «Como dice san Gregorio, los vicios carnales, incluidos en el nombre de intemperancia, aun cuando sean de menor gravedad, son infamantes a pesar de todo» 50. Con otras palabras, la intemperancia corrompe de manera particular la belleza moral que distingue a una persona de recta vida, pues mide con su propio rasero la medida propia que las acciones humanas podrían poseer con respecto a la rectitud, la probidad, el decoro y el gusto.

Santo Tomás, aunque rechaza, de modo correcto, el punto de vista según el cual el placer de las relaciones sexuales genera, inevitablemente, algún pecado, dirige, no obstante, una notable atención al vicio capital de la luxuria, que es el nombre genérico empleado para indicar todos los pecados contra la castidad y la pureza51. Es la recta razón la que establece tanto el orden como la medida del placer sexual; la lujuria infringe este orden y esta medida, con el resultado de que la persona sobrepasa las mismas normas para la conducta en materia que corresponde al placer sexual (ut ordinem et modum rationis excedat circa venera). El orden se refiere al lugar propio que debe ocupar la actividad sexual; la medida, en cambio, se aplica al valor propio del placer que su justa ubicación requiere. Estas normas son invariables y precisas: el orden de la actividad sexual se verifica sólo entre un hombre y una mujer legítimamente casados; la medida de la satisfacción sexual es aquella que respecta los fines unitivo y procreativo del matrimonio.

El debate cristiano sobre el tipo particular de degeneración incluye un análisis de la simple fornicación, de la seducción, del estupro, del adulterio, del incesto y del sacrilegio, que son considerados como graves manifestaciones del vicio sexual, y son considerados también como «pecados contra natura» 52. Los pecados contra natura incluyen la masturbación 53, la bestialidad, los actos homosexuales (sodomía) y las violaciones del modo natural de la relación heterosexual. Santo Tomás juzga estas manifestaciones del vicio más graves que las otros tipos de luxuria, en cuanto tales actividades se alejan de manera más evidente de la expresión de los fines y los designios de la relación sexual. Al mismo tiempo, santo Tomás querría sostener que, a causa del violento mal que provoca al vínculo de la caridad, la grave-dad del estupro –por citar un solo ejemplo– sobrepasa de ordinario la de la masturbación solitaria. Por eso, para la vida cristiana, la caridad sigue sien-do el bien central que la castidad y las otras virtudes representan 54. De ahí que san Gregorio Magno, en sus Moralia, lleva cuidado en mostrar que los vicios asociados a la lujuria producen un desorden en el curso de toda la vida moral 55.

Los pecados contra las otras principales virtudes de la templanza, a saber: la abstinencia y la sobriedad, incluyen, respectivamente, la gula y la embriaguez. La gula, dice Henry Fairlie, se dirige más al comer que al alimento. Como todos los pecados, también la gula nos aísla, aunque compartamos una misma mesa56. Esta dolorosa constatación se puede aplicar, todavía más, a aquellos que se equivocan haciendo uso de bebidas embriagadoras u otras substancias que producen alteraciones mentales.


7.
La templanza infusa y la humildad cristiana

La templanza cristiana, como la virtud de la fortaleza, está al servicio de las necesidades de la Iglesia. La templanza infusa, como un don que observa la norma de la gracia, puede observar una diferente regla o medida con respecto al alimento; esto sucede con el ayuno y la abstinencia o también respecto a la abstinencia sexual, como es el caso de la castidad consagrada y del celibato. Santo Tomás, aunque en su esquema de madurez indique que el don más apropiado sea el don del temor de Dios, no asigna ningún don del Espíritu Santo a la templanza cardinal 57. Y da de ello la siguiente explicación. Aunque los objetos de la templanza representan en cierto sentido sólo satisfacciones marginales y superficiales, ejercen tal poder de atracción sobre el hombre, que corren el riesgo de desembarazarse del poder de la razón y de la ley de Dios a fin de conseguirlos. San Ignacio, en sus Ejercicios espirituales, plantea el principio y el fundamento de la vida cristiana: vivimos para glorificar, venerar y servir a Dios. El temor devoto y puro nos ayuda a conservar el justo equilibrio y a vivir este principio. El don del temor de Dios ayuda a todas las virtudes de la templanza cardinal, es decir, a todas las virtudes del tipo general de la moderación, de suerte que mantengan al cristiano correctamente concentrado en los problemas importantes de la vida, pero, de modo particular, interesado en conseguir los bienes divinos.

Santo Tomás, hablando de la primera bienaventuranza: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» (Mt 5, 3), que la tradición espiritual asocia al temor, sintetiza su teología cristiana de la templanza y de la humildad:

Corresponde propiamente al temor la pobreza de espíritu. En efecto, siendo propio del temor filial tener respeto y sujeción a Dios, lo que deriva de esa sujeción pertenece al don del temor. Ahora bien, por el hecho de so-meterse alguien a Dios, cesa de buscar en sí mismo o en otras cosas su propia grandeza, para buscarla sólo en Dios: esto, en efecto, contrastaría con la perfecta sujeción a Dios. Por eso leemos en los Salmos: «Estos con-fían en los carros y aquellos en los caballos; pero nosotros invocamos el nombre del Señor Dios». Por consiguiente, por el hecho de que alguien tema perfectamente a Dios, no busca hacerse grande en sí mismo con la soberbia; ni siquiera busca hacerse grande con los bienes externos, esto es, con los honores y con las riquezas; las cuales actitudes pertenecen ambas a la pobreza de espíritu 58.

La consumación de la vida cristiana consiste en la conformidad con Cristo, que se alcanza progresivamente a través de una vida de amor de autovaciamiento. Mediante el dinamismo de la gracia divina, la bienaventuranza de la pobreza de espíritu compendia la disposición requerida para cumplir la ley evangélica. La bienaventurada Virgen María, en cuanto humilde sierva del Señor, representa «la obediencia de la fe» (Rm 1, 5) que, basándose en la autoridad de san Pablo, debe caracterizar a todo creyente que camina hacia Dios.

De esta meditación aprendemos que, en cierto sentido, la humildad corona la vida del amor cristiano, precisamente mientras esta hace dar los primeros pasos para comenzar la vida de la caridad. Sin embargo, esta virtud, que tiene un puesto tan relevante en la visión cristiana de la vida, sólo forma parte de las partes potenciales de la esperanza. La humildad pertenece a las virtudes de moderación, porque domina el deseo vehemente que se experimenta al recibir la estima de los otros. Hay que recordar que santo Tomás ordena las virtudes según su especie formal, no necesaria-mente según su posición en la jerarquía de los valores evangélicos. En todo caso, santo Tomás no descubre nada en los escritos de Aristóteles que pueda servirle de ayuda en la presentación de la humildad cristiana. En verdad, y dado que la humildad modera la exaltación, parece oponerse realmente a la supervirtud de la ética filosófica que es la magnanimidad. Esta última afirma y sostiene la esperanza de algún gran bien; la humildad retiene al alma por miedo a impulsarla, excesivamente, hacia la consecución de una gran realidad. Lo paradójico de la gracia cristiana es que estos dos objetivos son alcanzables para aquel que es humilde, o sea, para el que pone su confianza en el Señor.

En su tratado sobre la virtud de la humildad, reconoce santo Tomás la influencia de san Benito y de los doce grados de la humildad que se fundan en la Regla que lleva su nombre. En la Iglesia, el proyecto monástico muestra que las virtudes morales, unidas a la práctica de la religión, esto es, a la humildad, la esperanza y el amor, representan la configuración de base de la vida cristiana:

Así pues, tras haber subido todos estos escalones de la humildad, el monje alcanzará enseguida aquella caridad que, cuando se ha vuelto perfecta, «aleja el temor» (1 Jn 4, 18); y por ella todo lo que antes hacía no sin esfuerzo, ahora empezará a hacerlo sin fatiga alguna, casi espontáneamente, por la fuerza de la costumbre, y no ya por temor al infierno, sino por amor a Cristo, por la misma buena costumbre y por el gusto de la virtud. Estos son los frutos que el Señor, por obra del Espíritu Santo, se dignará manifestar en su obrero, cuando esté ya limpio de sus vicios y pecados59.

Como la humildad y la esperanza teologal van asociadas, el don del te-mor de Dios ayuda al humilde a encontrar la verdad y la paz duradera en el interior de la communio de la caridad divina. En efecto, cuando reconocemos nuestra propia inadecuación ante Dios, nos volvemos a la omnipotencia misericordiosa del Padre celestial, a fin de obtener la ayuda necesaria.

La humildad modera nuestras emociones. Aunque la humildad adquirida es posible por su relación con la gracia divina y por el ejemplo de Cristo, especialmente en las personas devotas que presentan los actos característicos de la sumisión, la oración y la obediencia, la humildad infusa suscita un gran interés en la ética teológica. El arte y la literatura cristiana dan testimonio de la importancia que los autores espirituales han conferido a la virtud de la humildad. En el Liber floridus Lamberti, una enciclopedia ilustrada del siglo XII, que muestra al lector el «Árbol Bueno» de las virtudes como un símbolo de la Iglesia, la humildad está acompañada por dos ángeles de la paz (Angeli pacis), anunciadores de la bienaventurada alegría que el hombre virtuoso puede conseguir.

La humildad, en cuanto cualidad positiva del carácter, representa «el res-peto a Dios, que le impide al hombre atribuirse más de lo que incluye el grado que Dios le ha asignado» 60. Cayetano afirma que el humilde se considera a sí mismo ut indignus, como indigno, pero también es permanentemente consciente de que todo lo que ha recibido tiene su origen en Dios. Los santos que nos muestran la vía de la infancia espiritual nos ayudan a reconocer este ideal, porque ellos son los únicos que han cumplido la voluntad de Dios durante todas las épocas. La verdadera prudencia garantiza que la humildad cristiana no se identifica nunca con el servilismo; la bienaventurada Virgen María, la sierva del Señor, es el modelo de esta particular actitud cristiana.

Por consiguiente, la Iglesia reconoce en la Virgen María a la madre espiritual de toda santidad y virtud. San Ambrosio compara a la Virgen María con un espejo que refleja todas las virtudes: «En consecuencia, que la vida de virginidad de la Virgen María que os ha sido descrita sea para vosotros como una imagen, de la que resplandezca, como de un espejo, la belleza de la castidad y el retrato de la virtud» 61. La virginidad es el origen de la maternidad en el Espíritu Santo. La bienaventurada Virgen María es madre, en el orden espiritual, de todos aquellos que están unidos a su Hijo en la única Iglesia. Y, por consiguiente, los creyentes se vuelven confiados a ella, que les moldea según la imagen perfecta de la gloria del Padre. Y que esta invocación filial a la Bienaventurada Madre de Cristo no se vea defraudada: Ipsam rogans non desperas, ipsam cogitans non erras 62.
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1. Para un estudio más completo de la doctrina de santo Tomás sobre las pasiones, cfr. Summa theologiae, la-llae, q. 23, a. 4.

  1. Familiaris Consorcio, n. 19.

  2. Los que prefieren una traducción más literal del griego de Aristóteles hablan de orexis afectiva para referirse a los apetitos concupiscibles o impulsivos, y de orexis enérgica para referirse a los apetitos irascibles o de contienda.

  3. Los psicólogos distinguen, normalmente, entre las necesidades biológicas generales y los instintos. Los instintos garantizan las acciones necesarias para el bienestar del cuerpo, como el emparejamiento del macho con la hembra o la lactancia de la prole, y se manifiestan de modo propio, aunque sin la ventaja de precedentes experiencias aprendidas. El comportamiento instintivo representa un tipo de savoir faire, esto es, la capacidad de actuar siguiendo un modelo particular que ayuda al organismo. Como el comportamiento instintivo está ordenado, normalmente, a una única realización, y no constituye, además, una acción apropiada para la formación del habitus, el teólogo moralista se interesa especialmente por los instintos y las necesidades.

5. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 141, a. 1, ad 1.

6. Cfr. la Carta a los obispos de la Iglesia Católica sobre la atención pastoral de las personas homosexuales, Ciudad del Vaticano, 1986, n. 7.

  1. Caudium et spes, n. 15.

  2. Cfr. el IV Concilio de Constantinopla, DS 657.

  1. Gaudium et spes, n. 14.

  2. /bid.

  1. Summa theologiae, Ila-Ilae, q. 141, a. 3.

  2. Cfr. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 31, a. 1. El texto de Aristóteles está tomado de la Retórica.

  3. Cfr. el Comentario de Cayetano In primara secundae, q. 31, a. 1.

  4. Para una ulterior profundización en este punto, cfr. G.E.M. Anscombe, «Modern Moral Philosophy», en Ethics, Religion and Politics, Minnesota, 27.

  1. Cfr. Summa theologiae, Ia, q. 141, a. 6.

  2. Cfr. el importante comentario de Thomas Gilby en Temperante (IIa-Ilae, 141-154), vol. 43, 27: «Ser delectabile es la cualidad de un fin, sin embargo el "placer que deriva de él" no es su causa final como tal; cfr. la crítica clásica del hedonismo, la-Ilae 4, 2. Es decir, que este es una consecuencia del hecho de que el verdadero valor es honestum. Y este mismo, aunque no sea un utile, puede ser, no obstante, un fin subordinado a un fin más alto, y de ese modo el placer que proporciona puede ser, en este sentido, en vistas a un fin, cfr. Summa contra Gentiles, III, 27».

  1. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 141, a. 6.

  2. Familiaris consortio, n. 11.

  1. Inferno, Canto V, 37-39: «Intesis ch'a cosí fatto tormento / enno dannati i peccator carnali, / che la ragion sommettono al talento».

  2. Gaudium et spes, n. 15.

  3. Los escolásticos pensaron que esta simple alegría representa el fruto del apetito racional (cfr. Summa theologiae, la-Ilae, q. 31, aa. 3-4), mientras que la alegría experimentada implica los apetitos sensitivos (delectatio cum reduntia in appetitu inferiori). El placer o voluptas representa el placer sensitivo, y puede ser explicado como la consecuencia de una cognición (delectatio secundum cognitionem), que recibe el nombre de éxtasis (cfr. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 141, a. 4, ad 3), o del tacto (delectatio in ordine ad sensibilia tactus), o sea, al placer camal (cfr. Summa theologiae, la-Ilae, q. 31, a. 6; q. 32).

22. 83 Quaestiones 30, PL 40, 19.

  1. Santo Tomás trata de las virtudes y de los vicios que conciernen a la nutrición en la Summa theologiae, IIa-llae, qq. 146-148 (abstinencia del alimento) y qq. 149-150 (sobriedad en el alimento), y de la procreación en la q. 151, aa. 1-3 (castidad y orgasmo) y de la pureza en general (q. 151, aa. 4-154).

  2. Cfr. Summa theologiae, IIa-IIae, q. 151, a. 3, ad 2, donde santo Tomás lleva a cabo una reflexión sobre el juicio de san Agustín sobre los placeres conyugales.

  3. Cfr. Summa theologiae, IIa-IIae, q. 151, a. 3, ad 2. El ea quae sunt ad finem que promueve la castidad se dirige nada menos que a la supervivencia de la especie humana. La falsa doctrina sobre la sexualidad omite la razón fundamental de la castidad.

  4. Summa theologiae, IIa-IIae, q. 151, a. 2.

  5. Para el contexto, cfr. Summa theologiae, la-IIae, q. 31, a. 6.

  1. Cfr. Summa theologiae, la-Ilae, q. 83, a. 4.

  2. Para una mayor profundización, cfr. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 141, aa. 4 y 5.

  3. Cfr. Summa theologiae, IIa-IIae, q. 153, a. 2. Por otra parte, «puesto que nuestros impulsos genitales están menos sometidos a la razón con respecto a nuestros otros miembros del cuerpo», la templanza debe moderar cualquier cosa que pueda suscitar la excitación sexual como, por ejemplo, las miradas, los besos, los abrazos.

  4. De veritate, q. 25, a. 7.

  1. Familiaris consortio, n. 13.

  2. Familiaris consortio, n. 13.

  3. De virtutibus in communi, a. 10, ad 14.

  4. Summa theologiae, la-Ilae, q. 60, a. 1.

  1. Cfr. Summa theologiae, la-Ilae, q. 98, a. 2, ad 2.

  2. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 153, a. 5.

  3. Cfr. Summa theologiae, IIIa, q. 15, a. 2.

  4. Charles Péguy, Eve, in Oeuvres poétiques complétes, París, 1941, 813.

  1. Albert Ple, OP, Chastity and the Affective Life.

  2. Familiaris consortio, n. 12.

  3. Familiaris consortio, n. 16.

  1. Perfectae caritatis, n. 12. En la Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 152, a. 1, explica santo Tomás le que él considera la esencia de la virginidad: «Puesto que la virginidad se define como ausencia de la susodicha corrupción, queda claro que la integridad física es accidental en la virginidad. En cambio, la ausencia del placer, conexo con la emisión del semen, es la virginidad sólo materialmente. Pero el propósito de abstenerse para siempre de tal placer es como su forma y el elemento constitutivo». Para la enseñanza de santo Tomás sobre la virginidad in preparatione mentis, y su idea sobre la reconquista de la virginidad mediante el arrepentimiento, cfr. asimismo a. 3, ad 2 y 3. En el varón, la dispersión del semen (excepto 11 que acaece por motivos naturales: las poluciones nocturnas) marca el final de la virginidad física.

  2. Cfr. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 152, a. 2.

  3. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 152, a. 5.

  4. Para el comentario de santo Tomás a este importante principio, cfr. De malo, q. 15, a. 4.

  1. Santo Tomás sostiene, sin embargo, que la concupiscencia rectamente ordenada forma parte del designio divino sobre la virtud: «Y ni siquiera el hecho de que la razón no sea libre de considerar cosas espirituales durante un determinado placer demuestra que ese acto sea contrario a la virtud. En efecto, no va contra la virtud interrumpir razonablemente las funciones de la razón durante un corto espacio de tiempo; de lo contrario, iría contra la virtud abandonarse al sueño». Cfr. Summa theologiae, IIa-IIae, q. 153, a. 2, ad 2.

  2. Cfr. Summa theologiae, IIa-IIae, q. 153, a. 3, ad 3.

  3. Summa theologiae, IIa-IIae, q. 142, a. 1.

  4. Summa theologiae, IIa-IIae, q. 142, a. 4.

  1. Cfr. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 153, a. 2, ad 2: «El término medio de la virtud, como habíamos dicho antes, no se mide por la cantidad, sino por la conformidad con la recta razón. Por eso, la sobreabundancia del placer que se da en el acto venéreo ordenado según la razón, no excluye el justo medio de la virtud».

  2. Para mayores aclaraciones, cfr. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 153-154.

  3. Cfr. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 153, a. 3, ad 1 sobre la razón de la malicia de la masturbación y de los otros actos de autoerotismo que conducen al clímax sexual. Lo reprobable en estos actos no consiste en la pérdida del líquido seminal masculino, sino en situar la satisfacción sexual fuera de su condición, que consiste en ser compartida entre personas.

  4. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 151, a. 2.

  5. Cfr. Moralia, 31, 45, PL 41, 36. Cfr. asimismo santo Tomás en Summa theologiae, Ha-IIae, q. 153, a. 5.

  1. Henry Fairlie, The Seven Deadly Sins Today, Notre Dame (IN), 1979, 155ss.

  2. Cfr. Summa theologiae, IIa-IIae, q. 141, a. 1, ad 3.

58. Cfr. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 29, a. 12.

  1. San Benito, La regla, cap. 7.

  2. Cfr. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 161, a. 2, ad 3.

  1. Cfr. De virginibus, 1. 2, cap. 2, PL 16, 208: «Sit igitur vobis tamquam in imagine descripta virginitatis vita Mariae, de qua velut speculo refulgeat species castitatis et forma virtutis».

  2. San Bernardo, Homilia 2, super «Missus este, PL 183, 71.