II

LA JUSTICIA CRISTIANA Y LA SOCIEDAD HUMANA


1. «Buscad primero el reino de Dios y su justicia» (Mt 6, 33)

La Iglesia, en su llamada a un justo orden social, nos exhorta a considerar el ámbito de la justicia de manera coextensiva a la comunidad global de las naciones. Leemos en la Gaudium et spes:

La interdependencia, cada vez más estrecha, y su progresiva universalización hacen que el bien común —esto es, el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección— se universalice cada vez más e implique por ello derechos y obligaciones que miran a todo el género humano 1.

Si, como más adelante vuelve a pedir el concilio, «todo grupo social debe tener en cuenta las necesidades y las legítimas aspiraciones de los demás grupos; más aún, debe tener muy en cuenta el bien común de toda la familia humana», entonces el tratamiento completo de las problemáticas concretas implicadas en la virtud de la justicia requeriría gran cantidad de investigaciones y análisis científicos 2.

Santo Tomás, en la Summa theologiae, dedica dieciséis cuestiones a este importante tema de la justicia, y de este modo nos ayuda a comprender cómo desarrollar y conservar del mejor modo la vida en el interior de la comunidad3. Este hecho por sí mismo ha llevado a subrayar al filósofo inglés Peter Geach que la «justicia es un concepto inmensamente problemático: hay, empleando un lenguaje ya antiguo, muchas partes en la justicia —hay en ella muchos elementos entrelazados—, y cada elemento lleva consigo difíciles problemas anudados» 4. La Iglesia, ya desde finales del siglo XIX, ha desarrollado especialmente un cuerpo de doctrina social, que nos pone en mejores condiciones para interpretar el problema de la justicia a la luz del Evangelio. El papa Juan Pablo II, en la carta encíclica que celebraba el centenario de la Rerum Novarum de León XIII, subraya de nuevo la misión de la Iglesia de abordar las diversas y complejas problemáticas que se derivan de la reflexión sobre la justicia.

La Iglesia, de hecho, tiene algo que decir frente a determinadas situaciones humanas, individuales y comunitarias, nacionales e internacionales. De este modo formula una verdadera doctrina, un corpus, que le permite analizar las realidades sociales, pronunciarse sobre ellas e indicar orientaciones para la justa resolución de los problemas implicados 5.

Eso significa que el teólogo cristiano y los demás miembros de la Iglesia se enfrentan, de una manera totalmente legítima, con los problemas de la vida social, aunque siempre con un ojo puesto en los horizontes más amplios de la sacra doctrina. Como el mismo Jesús nos enseña: «Buscad primero el reino de Dios y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura» (Mt 6, 33).

En un sentido amplio, aunque radical, la justicia constituye una verdadera virtud, puesto que en el mundo existen otras personas; y toda persona verdaderamente responsable debe tener en cuenta al prójimo. Ningún individuo puede evitar, aunque viviera solo, estar implicado en algún tipo de relación humana. La justicia cardinal, como nos recuerda la Gaudium et spes, se dirige de manera principal a uno de los hechos fundamentales de la experiencia humana, a saber: la alteridad, el ad alterum. La Sagrada Escritura habla repetidamente de un compromiso activo con el otro —el prójimo—, y reclama que cada uno participe en la responsabilidad para con toda la humanidad. La persona justa en sentido virtuoso demuestra, a continuación, un activo interés por mejorar la recíproca relación que incluye el universo moral de la sociedad humana.

Sobre todo, el cristiano no debería sentirse obligado en modo alguno a someterse a los profesionales seculares de la ciencia política, cuando se trata de problemas de justicia pública y privada. La justicia es una verdadera virtud de la vida cristiana. Sin embargo, desde que las formas democráticas de gobierno, realizando sutiles distinciones entre los sectores público y privado, rechazan cada vez más desempeñar el papel de custodios de la moralidad pública, aparece una nueva necesidad apremiante de promover una completa participación cristiana en el orden social. La contribución de santo Tomás al análisis teológico de la justicia, por haber desarrollado la doctrina de las «dos ciudades» de san Agustín, resulta particularmente rica. Los principios clásicos establecidos por los teólogos cristianos, desde la época patrística, constituyen todavía hoy una fuente indispensable de sabiduría para desarrollar una reflexión pública sobre la justicia; estos principios, en efecto, son importantes para la evaluación de las cuestiones y de las ambigüedades ligadas al fenómeno, típicamente moderno, del «estado social asistencial». Hoy, pues, la Iglesia debe prestar un servicio teológico a la sociedad humana «predicando la verdad sobre la creación del mundo, que Dios ha puesto en las manos de los hombres, para que lo hagan fecundo y más perfecto con su trabajo; y predicando la verdad sobre la redención, por la que el Hijo de Dios salvó a todos los hombres y, al mismo tiempo, unió a los unos con los otros, haciendo responsables a los unos de los otros» 6.

Si bien la aplicación de los principios de la justicia requiere que el hombre justo tenga en cuenta las auténticas circunstancias sociales, el éxito de este análisis social implica, antes que nada, una inteligencia de la naturaleza de la justicia como verdadera virtud. En efecto, toda relación interpersonal procede de e implica un intercambio entre personas humanas, y, como toda actividad humana, esta relación civil exige en cierta medida una regulación virtuosa. Pero lo más importante es que la justicia da forma a la verdadera virtud del comportamiento; así pues, en cuanto habitus del carácter, la justicia forma auténticamente las disposiciones personales del sujeto humano, de tal modo que este experimente la inclinación a obrar de manera justa. El papa Juan Pablo II clarifica de una manera particular este punto: «El modo en que este [el hombre] se compromete a construir su propio futuro depende de la concepción que tenga de sí mismo y de su destino. En este nivel es donde se sitúa la contribución específica y decisiva de la Iglesia en favor de la verdadera cultura» 7. Llevando el análisis hasta el final, observaremos que la transformación del mundo se realiza en los corazones de aquellos que aceptan el Evangelio de la verdad.


2. Lo «justum», o bien lo que es recto

La noción de justicia de santo Tomás difiere profundamente de la de muchas teorías políticas que derivan del pensamiento ilustrado, porque sostiene la tesis de que la justicia posee un fundamento objetivo. Efectivamente, para toda la tradición cristiana, la virtud de la justicia está por encima de lo que los teólogos latinos llamaron jus. Por desgracia para los teólogos moralistas realistas, en una lengua como la inglesa jus se traduce por «derecho». Mas, en este contexto, el significado de jus no coincide del todo con lo que la tradición angloamericana entiende generalmente por «right», justamente en un sentido político jurídico 8. En sentido opuesto al «positivo» justo, jus indica algo esencialmente inherente a un sujeto, por consiguiente no puesto por la voluntad legislativa o por la convención consuetudinaria. El recurso a una noción del derecho prejurídica y, fundamentalmente, centrada en la creación, distingue a la ley moral natural romano-católica de todas las otras concepciones forenses de la justicia. Hablar de una premisa natural para la justicia no implica una grosera visión empirista de la naturaleza humana y del mundo, como si las leyes de la justicia estuvieran, en último extremo, escondidas en una arcana cosmología o biología metafísica. Mejor sería decir que esto pone simplemente de manifiesto que la justicia posee una importancia objetiva, que está más allá de las convenciones que un pueblo o un gobierno puedan establecer, para salvaguardar el bienestar de la comunidad.

De una manera distinta las virtudes de la fortaleza y de la templanza, para llevar a cabo el término medio virtuoso de la justicia, no dependen directamente de las disposiciones particulares que se encuentran en la persona virtuosa. En la justicia el término medio recibe el nombre de «término medio de la cosa», medium rei, una medida impersonal determinada por la naturaleza, por la ley o por el contrato. Por ejemplo, la justicia exige claramente que se pague del todo una deuda, sea cual fuere el sentimiento particular o la opinión que el deudor experimente frente a su acreedor. Por el contrario, es imposible imaginar una acción moderada, frente al alimento por ejemplo, sin conocer las particulares capacidades o disposiciones de una persona moderada. Por este motivo, la tradición cristiana considera que la importancia objetiva de la virtud de la justicia reside en representar de manera espontánea lo que se debe, pero con un ojo puesto en el bien común. Con otras palabras, se puede emitir un auténtico juicio moral respecto a lo que es la cosa justa prescindiendo de los correctos apetitos sensitivos, aunque la persona que carezca de las otras virtudes morales se presente como un improbable candidato a corresponder a las exigencias de esta virtud moral.

Santo Tomás define lo justum como «lo que se debe a otro con igualdad» 9. La justicia requiere que en las relaciones sociales se haga cualquier cosa de manera igual, o en la medida justa, o sopesada con los derechos de los otros. Así, la característica propia de la justicia es regular de manera justa a la persona en su comportamiento con los otros, tanto en el comportamiento entre las personas, como en el comportamiento entre las personas y su comunidad. Tanto el ad alterum que hace posible la justicia, como la igualdad, el ad aequalitatem a que llega la justicia, pertenecen por definición a la noción general de justicia. Este aspecto es tan importante que, a decir verdad, las relaciones no son medidas por la justicia si no existe una verdadera diferencia entre las personas interesadas, como sucede, por ejemplo, en la relación en una «sola carne» entre marido y mujer y, por extensión, en el interior de la propia familia. En el mismo sentido, si no existe la posibilidad de alcanzar la igualdad en la restitución de una deuda, como la que existe entre Dios y las criaturas inteligentes, entonces la justicia sobrevive sólo en un sentido analógico. San Isidoro de Sevilla, llamado Hispaniensis, sostiene la distinción clásica entre fas y jus: el jus se refiere a las relaciones humanas, y el fas, según el uso clásico latino, se refiere únicamente a la ley divina 10.

La justicia encuentra su fundamento objetivo en un jus. ¿Cómo hace el teólogo para identificar un jus? Santo Tomás, y con él las líneas maestras de la tradición cristiana, admite dos fuentes para lo justum, para la cosa justa. Son éstas el derecho natural y el derecho positivo. El derecho natural, como hemos dicho, deriva de los bienes fundamentales del pleno desarrollo humano como la vida, la integridad física y la reproducción humana, la buena fama, la vida común, la comunicación en la verdad, y otros. Por otra parte, los derechos positivos derivan de la convención, normalmente convertida en ley; por consiguiente, un sistema completo de justicia representa una evolución particular de la cultura humana y de la civilización. Thomas Gilby comenta las principales divisiones entre derecho y ley, tal como se presentan en las fuentes teológicas clásicas:

En primer lugar, el derecho natural y el derecho positivo. El derecho natural no está confinado en un hipotético estado de pura naturaleza, sino que está presente en todas las actividades humanas situadas bajo el señorío de la gracia; la ley natural que corresponde a este no es un código. En segundo lugar, la ley positiva se divide en divina y humana. La ley divina es aquí referida a la legislación del Antiguo Testamento. La ley humana se divide a su vez en ley civil y ley canónica; la ley eclesiástica ocupa el espacio intermedio entre las dos precedentes. Todas estas divisiones son abstracciones; sus respectivos ámbitos pueden estar sobrepuestos y mezclados en los hechos y en la historia 11.

El derecho natural corresponde a la verdad divina, en cuanto que se transmite a través de la ley natural. La visión cristiana de la justicia supone que la ley eterna –es decir, «el modo en que Dios sabe que el mundo debe ser»– proporciona el fundamento último y la norma para la acción humana. En efecto, todo verdadero ejemplo de virtud humana refleja, en definitiva, la ley eterna. Mas, por su correlación con la ley eterna, la justicia cristiana se distingue de la teoría de la ley positiva de la justicia tal como es desarrollada por los filósofos ilustrados como Thomas Hobbes y John Locke. Según la teoría de estos, la razón humana por sí sola sostiene y determina el orden del derecho en una sociedad justa. La Iglesia, sin embargo, debe predicar la verdad sobre la creación y sobre el orden de la creación, el ordo rerum, y sobre cómo incide este en la verdad moral.

Si bien sólo en el siglo XVI se elaboró una teoría plenamente desarrollada de la ley internacional, sobre todo gracias a la obra del dominico español Francisco de Vitoria (c. 1485-1546), la tradición cristiana, hasta el siglo VII por lo menos, reconoció la existencia de un jus gentium. La universalidad del jus gentium se apoya en la opinión de que algunos derechos (junto con las leyes y las convenciones que los garantizan) están tan cerca de lo que exige la ley natural, que tales convenciones merecen una aplicación universal. Efectivamente, algunas situaciones, como el trato a los prisioneros de guerra, el salvoconducto de los diplomáticos y otras cosas de este tipo, gozan de un acuerdo tan amplio entre los pueblos civiles, que sus gobiernos pueden reivindicar la condición equivalente al derecho natural. Santo Tomás piensa que este jus o derecho, junto con los derechos que corresponden a los jefes de estado y también a aquellos que ocupan puestos de autoridad en estructuras nacionales, tienen su fundamento en algún lugar entre la pura convención legal y la ley natural 12. Bajo ciertos aspectos, el reconocimiento y el desarrollo de estos derechos internos se aproxima a las teorías modernas del bien social de la justicia, aunque sin reducir la virtud de la justicia a una mera disposición de la benevolencia.


3. La virtud de la justicia

Cuando santo Tomás inicia su estudio de la justicia, empieza con una definición de la virtud procedente del derecho romano 13. El jurista romano Ulpiano definió la justicia como la permanente y constante voluntad de dar a cada uno su derecho 14. Puesto que santo Tomás considera todas las virtudes como habitus operativos, modifica esta definición de modo que se vuelva idónea para su teoría psicológica de las virtudes y de los vicios. «La justicia», dice, «es el habitus según el cual uno, con constante y perpetua voluntad, da a cada cual su derecho» 15. Y santo Tomás observa además que esta formulación se parece mucho a lo que dijo Aristóteles sobre la justicia en la Ética 16. Por otra parte, se debería tener muy en cuenta que los filósofos realistas y los juristas definen la justicia con diferentes acentos. Aunque el jurista esté interesado en las relaciones externas que unen a hombres y mujeres en una comunidad, la definición jurídica de la justicia se fija en el ordenamiento y en la equidad. Mas cuando Aristóteles define la justicia, acentúa los rasgos que caracterizan a la persona justa, a saber: aquel que elige rectamente teniendo en cuenta lo que se debe al otro –ad alterum. Y así el teólogo, junto con el filósofo, debe concentrar su atención en aquello que hace a una persona justa.

Puesto que la justicia de la Ley Nueva empieza con la corrección de las capacidades operativas propias de la persona, el acento filosófico sirve mejor al objetivo de la teología. Santo Tomás compara, de manera analógica, la justicia moral con la justificación evangélica que deriva de creer en el Evangelio. «La justicia que se realiza en nosotros mediante la fe —dice— es aquella que determina la justificación del pecador, la cual consiste en el debido orden de las distintas partes del alma» 17. Tal rectitud evangélica pertenece a la justicia en sentido metafórico, e implica una clara inteligencia teológica de la justicia como aquella que representa la satisfacción cristiana, en la consideración de santo Tomás. En efecto, junto al modelo jurídico, que pone de relieve la restitución de algo debido a Dios por parte de Cristo, santo Tomás pone una explicación «evangélica» de la justicia, que sustituye el modelo humano en la relación, con mayor éxito que el del famoso intento de san Anselmo en el Cur Deus horno?

Ambas nociones, filosófica y teológica, de la justicia comparten la ratio del «rectus ordo» o «rectitudo». Este último término, sin embargo, indica más claramente que el cumplimiento del comportamiento justo deriva de una iniciativa divina anterior y que consiste formalmente en la subordinación de la persona humana y de su destino a Dios en el amor. Es la restauración de esta misma justicia evangélica lo que constituye la motivación profunda de la obra satisfactoria de Cristo. Esta finalidad salvífica y el amor de Cristo determinan los distintos modos en que la satisfacción tiene una validez personal, para cada destino humano individual y para el establecimiento y la prolongación de una historia salvífica universal. Dado que la caridad y la justicia están tan íntimamente presentes en la vida cristiana, san Anselmo sostiene que la justicia da forma a la voluntad. «La justicia», dice, «es la rectitud de la voluntad conservada por sí misma» 18. En suma, la justicia cristiana no es nunca asunto de simple conocimiento de lo que es justo hacer, sino de realizar de manera resuelta lo que es justo, por encima de las capacidades humanas, que han sido corregidas por la gracia de la justificación.

Por consiguiente, la justicia se refiere principalmente a las acciones —es decir, está circa operationes. Puesto que la justicia implica actividad voluntaria, procede directamente a devolver de manera concreta lo que se debe al otro, más que a basarse en el sentimiento de benevolencia hacia los otros. «Dado que la justicia», continúa santo Tomás, «está ordenada a los otros, no abarca toda la materia de las virtudes morales, sino sólo las cosas y las acciones exteriores, bajo una particular razón objetiva, esto es, en cuanto un hombre entra con ellas en relación con otros» 19. En virtud de la unidad de la persona humana, no se debería establecer de una manera demasiado aguda la distinción entre las virtudes que son circa operationes y las que son circa passiones. En efecto, «hacer justicia», es decir, realizar concretamente una acción justa, se vuelve sencillo para la persona que posee una vida emocional madura y fuerte; por tanto, la justicia confía también en las virtudes de la disciplina personal. Dice santo Tomás: «Por eso, la guía regulada de nuestras acciones, en cuanto estas tienen su término en las cosas exteriores, corresponde a la justicia: pero en cuanto nacen de las pasiones, corresponde a las otras virtudes morales, que tienen por objeto las pasiones» 20.

En su De officiis, describe san Ambrosio la justicia como lo «que da a cada uno lo suyo y no pretende lo ajeno, olvida el propio interés para garantizar a todos la equidad» 21. Eso significa que el ejercicio de la verdadera justicia alcanza un sentido virtuoso en la realidad objetiva. Santo Tomás explica claramente en su comentario a la Ética a Nicómaco de Aristóteles la importante diferencia que existe entre el término medio de la justicia y el término medio de las virtudes de la disciplina personal.

La justicia no es medietas en el mismo sentido en que se verifica para las otras virtudes. En ellas el término medio se sitúa entre dos vicios, como en el caso de la liberalidad, que es el término medio entre la avaricia y la prodigalidad. Pero la justicia no es término medio entre dos vicios. Sin embargo, puede decirse que la justicia es término medio efectivo en cuanto forma parte constitutiva del término medio, puesto que su acción es la obra justa, que es el término medio entre el obrar injusto y el soportar lo injusto. La primera de estas dos acciones, la injusticia activa, atañe al vicio de la injusticia, que pertenece a las realidades extremas, en cuanto recibe para sí demasiados bienes y poquísimos males. Mas la otra, es decir, soportar la injusticia, no es un vicio, sino más bien una pena22.

Dado que el texto une el sufrir con la constitución del orden justo, santo Tomás nos ayuda a conectar la práctica de la justicia con la perspectiva típicamente cristiana de la vida humana.

3.1 Persona y comunidad

El teólogo, para explicar la virtud de la justicia, debe poseer una clara comprensión de cómo se unen las partes en el todo. En efecto, la justicia en el interior de la comunidad depende del reconocimiento de la característica relación existente entre una persona humana individual, dotada de la dignidad que corresponde a quien ha sido creado como imago Dei, y el bien común del cuerpo político 23. El principio fundamental de la unicidad de toda persona humana consiste en el hecho de que los individuos son distintos, materialmente, de la especie por su constitución de carne y hueso, que corresponde a todo miembro de la especie humana. Con todo, la especie humana fundamenta un cierto tipo de amistad universal. Subraya santo Tomás que «en cierto sentido general, cada hombre es, por naturaleza, un amigo para cada hombre —como dice el Sirácida: "cada ser vivo se ama a sí mismo"» 24.

Para examinar, de manera adecuada, las diferentes relaciones que existen en el interior de la comunidad humana, es necesario introducir una distinción entre individuo humano y persona. Los filósofos de la ilustración, en virtud de su preocupación por el «sí mismo» como centro particular de la conciencia y de la voluntad, rompieron con las tradiciones filosóficas precedentes y con su modo de explicar la individualidad de cada ser humano en el interior de la especie. Los pensadores cristianos, a causa de la teología de la encarnación, han sostenido siempre la distinción entre una instancia individual de la naturaleza humana y la persona humana; efectivamente, si bien Cristo posee, por el misterio de la unión hipostática, dos naturalezas reales e individuales, constituye, con todo, una sola Persona divina. Y de este modo, la tradición cristiana ha desarrollado (al menos hasta el concilio de Calcedonia del siglo V) una elevada conciencia de la dignidad única que pertenece a la individualidad humana. Consecuentemente, la doctrina cristiana reconoce que la persona humana representa más que un ejemplo singular de la especie humana. El papa Juan Pablo II, hablando de la solicitud y de la responsabilidad que tiene la Iglesia respecto a la humanidad, manifiesta esta valoración cuando dice: «No se trata del hombre "abstracto", sino del hombre real, "concreto" e "histórico": se trata de cada hombre, porque cada uno está incluido en el misterio de la redención y con cada uno se ha unido Cristo para siempre a través de este misterio» 25.

La teología escolástica ha elaborado especialmente caminos apropiados para hablar de la individualidad creada como aquello que representa la realidad más noble de toda la creación de Dios. En un importante ensayo sobre el tema de la persona y el bien común, Jacques Maritain observa «que el ser humano está cogido entre dos polos: un polo material, que no afecta en realidad a la verdadera y propia persona, sino más bien a la sombra de la personalidad o a lo que nosotros llamamos, en el sentido estricto de la palabra, la individualidad; y un polo espiritual, que afecta ala verdadera y propia personalidad» 26. Por otra parte, sostiene Maritain que mientras lo individual qua individual puede ser subordinado a un interés social más amplio, lo individual qua persona goza de una superioridad que sobrepasa el interés de todo el orden social humano y, en virtud del proyecto divino, encuentra reposo y perfección sólo en la unión con Dios. Algunos autores han criticado la distinción de Maritain entre lo individual y la persona como excesivamente influenciada por la separación cartesiana entre res extensa y res cogitans. Pero al final su argumentación sostiene que existe una diferencia formal entre el ser humano individual y la persona. Aparte del interés metafísico que suscita la distinción, la diferencia entre persona e individuo abre nuevas temáticas para la ética cristiana. Por ejemplo, ¿puede gozar un ser humano, considerado simplemente como miembro individual, de algunas prerrogativas, como la de la libertad de casarse, que ni siquiera el estado, para sus legítimos intereses, puede restringir? En todo caso, por lo que respecta a los problemas determinantes y prácticos de la teología moral, la Iglesia confirma el papel extraordinario que ocupa la persona humana en la comunidad: «el principio, el sujeto y la finalidad de toda institución social es y debe ser la persona humana, la cual, por su misma naturaleza, tiene absoluta necesidad de la vida social» 27.

La importante conexión entre persona humana y bien común plantea diferentes cuestiones, como, por ejemplo, el problema de la subsidiaridad. La Iglesia considera una comunidad social como un «todo ordenado», que puede existir diversamente en modos interdependientes; al mismo tiempo, resulta útil recordar que la subordinación no comporta la obliteración, la anulación. El principio de subsidiaridad sostiene que «una sociedad de orden superior no debe interferir en la vida interna de una sociedad de orden inferior, privándola de sus competencias, sino que debe más bien sostenerla en caso de necesidad y ayudarla a coordinar su acción con la de los otros componentes sociales, en vistas al bien común» 28. Al considerar la comunidad humana como un todo, el teólogo cristiano debe tener en cuenta dos factores: en primer lugar, el ordenamiento de todo al bien común y, en segundo lugar, la consecución de los diferentes fines en el interior de la misma comunidad. El individualismo radical resquebraja el ordenamiento necesario de la sociedad humana; el totalitarismo aprisiona la dignidad personal de que todo miembro de una comunidad debería gozar. La verdadera justicia social aspira a establecer una comunidad humana que esté preparada para participar en la comunión beatífica de los santos, la única que, a causa de la virtud infusa de la justicia, se manifiesta ya, en cierto modo, entre aquellos que pertenecen a Cristo.

Al considerar tres tipos de comunidad humana, podemos discernir en cada una las diferentes relaciones que existen entre la justicia y la caridad. Ante todo, la familia natural representa el todo que, en el orden creado, realiza del mejor modo el proyecto divino; la familia, como iglesia doméstica, descubre sus más profundos orígenes en el vínculo sacramental entre marido y mujer. Aunque derive de procesos naturales, la unidad de toda la familia excluye, no obstante, la «alteridad» que requiere la justicia, aun cuando no excluya el ejercicio de la caridad, que, según san Pablo, representa el matrimonio cristiano de una manera simbólica. En segunda instancia, la comunidad política es una expresión perfecta de la sociedad humana, cuyo fin es el tiene vive re humanum, el bien de la prosperidad humana para la comunidad 29. Dice santo Tomás: «Si toda comunidad está ordenada al bien, de ahí se sigue que el jefe de la comunidad aspira al mejor bien humano que exista» 30. La justicia es una virtud de la «ciudad». Naturalmente, la consecución de un justo orden político carece de la perfección definitiva que consiste en amar a Dios sobre todas las cosas, pero la polis humana, como auténtico fin secundario, incluye su propio grado de perfección, que la universal vocación a la santidad debe respetar. El papa Juan Pablo II expresa este concepto con las siguientes palabras: «La Iglesia respeta la legítima autonomía del orden democrático y no tiene título alguno para expresar preferencia por una u otra solución institucional o constitucional» 31. Finalmente, la Iglesia constituye la «nueva comunidad» de los elegidos, que procede del vínculo particular instituido por la caridad entre los miembros del Cuerpo de Cristo. En esa comunidad, que toma el sitio de cada tipo de comunidad humana, está vigente la nueva ley de la justicia evangélica, de modo que, en el interior de la Iglesia, el fin de cada ordenamiento sea la beatitudo, la bienaventurada paz de los santos en Dios.

Cada una de estas comunidades representa diferentes «bienes comunes», que proporcionan, por así decirlo, los espacios vitales en que se ponen en práctica las virtudes de la justicia y de la caridad. Santo Tomás parece compartir la visión optimista de Aristóteles, según la cual «estamos en presencia de algo más que un impulso a vivir en la comunidad del estado, como ocurre con la virtud en cada hombre y en cada mujer» 32. Hoy, en la mayoría de los casos, el Estado nacional representa un ejemplo de comunidad política, que los autores han referido tradicionalmente a la polis o «Ciudad». Y aunque estas realidades corresponden frecuentemente a la praxis real, la noción de estado, país y gobierno siguen siendo realidades formalmente distintas. Para poner un ejemplo de la importancia práctica de esta distinción, la virtud de la justicia universal supervisa las diferentes actividades en el interior de un estado y de un gobierno, mientras que una parte potencial de la justicia, es decir, la virtud de la piedad o del patriotismo, supervisa nuestro respeto por un país o nación (patria).

3.2 La justicia universal o legal

Comentando la Política de Aristóteles, subraya santo Tomás: «El fin de las realidades naturales se encuentra en su misma naturaleza. Mas el estado es el fin de las comunidades subordinadas que habíamos mencionado [esto es, las familias y los territorios] y que habíamos demostrado ser naturales. El estado es, por consiguiente, natural» 33. La justicia universal, dado que está en posesión de un claro objeto formal, a saber: la comunidad humana ordenada al bien común como tal, representa un auténtico tipo de justicia. Justamente como la mano protege de manera natural todo el cuerpo de la persona, así el ciudadano virtuoso protege y promueve el bien de su «ciudad», el estado. La justicia social cristiana intenta establecer una visión equilibrada de la relación existente entre el bien individual y el bien común: «las partes aman naturalmente el todo más que a sí mismas». Y todo individuo ama más el bien de su especie que su propio bien particular» 34. La justicia universal ordena los deberes que los miembros de una comunidad tienen con respecto al bien común; puesto que una comunidad política se apoya en un orden establecido (y no en vínculos naturales como la familia), la justicia universal se dedica especialmente al bienestar de la polis. Santo Tomás define simplemente el acto de la justicia universal como aquella realidad por la que cada miembro de la polis contribuye con sus deberes al bien común. Dado que la justicia universal carece de las específicas determinaciones que las realidades y las acciones particulares proporcionan para los distintos tipos de justicia particular, la ley positiva o convención determina por norma el ad aequalitatem que exige la justicia. Por ese motivo, la tradición se refiere, a veces, a este tipo universal de justicia como justicia legal.

En un sentido amplio, aunque seguro, la justicia universal abarca la totalidad de la vida humana, la conversatio civilis; y así, tanto las virtudes de la disciplina personal como la fortaleza y la templanza y cualquier otra virtud, que sea indispensable para obtener el bienestar de la vida humana en la ciudad, se refieren de algún modo a este tipo de justicia. Puesto que la Iglesia distingue entre la realización virtuosa del bien común y el nacionalismo exasperado, los teólogos deben tener presente que existe un orden propio de los miembros individuales, los ciudadanos de un estado moderno, para el bien común que el estado incorpora. Y, efectivamente, la Iglesia ha condenado, de manera repetida y constante, las alternativas teóricas y prácticas a un justo orden social. Tales alternativas adoptan la forma o bien de teorías políticas fuertemente individualistas, que minimizan lo que el estado debería hacer por los ciudadanos, o bien de ideologías socialistas, que limitan de un modo opresivo las legítimas libertades de los ciudadanos 35. La justicia legal, como una verdadera perfección de la persona, forma al individuo en el respeto virtuoso por la ley, removiendo de este modo el temor servil a la autoridad, al mismo tiempo protege de tener una actitud elusiva hacia los estatutos propios y las leyes buenas, cuyo olvido sólo puede provocar daño al bien común. Obviamente, la definición de justicia legal se aproxima a lo que la Iglesia define hoy como justicia social, aunque, como categoría comprensiva de todo tipo de justicia, una definición completa de justicia social debería incluir elementos tanto de la justicia universal como de la particular. En efecto, dice el papa Juan Pablo II, la verdadera justicia social debe «encuadrar los intereses particulares en una visión coherente del bien común» 36.

Como el fin u objetivo de la justicia legal incluye una perfección definitiva en el orden temporal, existe una cierta semejanza entre la justicia universal y la caridad teologal. En efecto, santo Tomás investiga si la justicia universal es esencialmente una verdadera virtud. Efectivamente, la caridad domina sobre las otras virtudes de modo que estas lleguen, de manera correcta, a la meta sobrenatural de las beatitudo. Dice santo Tomás: «la vida que los hombres intentan vivir bien aquí en la tierra, está ordenada, como a su fin, a la vida santa que esperamos vivir en el cielo» 37. Sin embargo, la justicia legal dispone todas las otras actividades virtuosas hacia un fin u objetivo que no se encuentra en ninguna de ellas en particular. A causa de este objetivo superior, la justicia universal o legal, consigue la justificación de la ciudad humana de un modo superior, porque respeta las exigencias de la ley natural. En consecuencia, la Iglesia aprueba «el principio del "Estado de derecho", en el cual es soberana la ley, y no la voluntad arbitraria de los hombres» 38.

La aprobación presupone, naturalmente, que la ley constitucional y las leyes estatutarias sean conformes a la ley eterna.

Los escritores tomistas que se ocupan de la virtud cristiana hablan asimismo de la justicia universal infusa, que definen como la virtud que conduce a la edificación material de la Iglesia, «la ciudad santa, la nueva Jerusalén» (Ap 21, 2) 39. Dado que la escatología cristiana enseña que la «Ciudad de Dios» incluye una transformación real de la «Ciudad del Hombre», la justicia infusa debe diferenciarse no sólo de manera formal, sino también material, respecto a su parte contraria adquirida. Dice Jesús a sus discípulos: «Quien a vosotros acoge a mí me acoge, y quien me acoge a mí acoge a aquel que me ha enviado» (Mt 10, 40). La justicia infusa obra para realizar la unidad originaria que, en el plano divino, corresponde a toda la creación. Así, aunque se pide a cada uno que mantenga buenas relaciones con la autoridad política recta, el cristiano, sin embargo, no está nunca directamente al servicio del orden político. La caridad y las virtudes infusas llevan a la perfección los deberes que forman parte de la responsabilidad política. «El cristiano vive la libertad (cfr. Jn 8, 31-32) y la sirve proponiendo continuamente, según la naturaleza misionera de su vocación, la verdad que ha conocido» 40. Dado que esto es una enseñanza dotada de autoridad, los ciudadanos cristianos de todos los estados deben esforzarse por corresponder a esta vocación.

3.3 La justicia particular

Del mismo modo que la justicia universal, también las diferentes clases de justicia particular tienen como actividad propia dar a cada uno lo suyo 41.

Explica santo Tomás: «Ahora se considera propio de cada individuo lo que se le debe según una cierta igualdad de proporción. Por consiguiente, el acto propio de la justicia no es otra cosa que dar a cada uno lo suyo» 42. Los teólogos moralista dividen además la justicia particular en dos partes específicas: la justicia distributiva y la justicia conmutativa. En pocas palabras, la justicia distributiva modera aquello que un sujeto recibe del bien común y salvaguarda los derechos de que goza un miembro en razón de su pertenencia a una comunidad particular. La justicia conmutativa, por otra parte, regula los intercambios que se dan entre sujetos o personas morales, y garantiza los derechos de una persona en relación con otra. Puesto que esto supone establecer igualdad entre una persona y otra, la acción propia de la justicia conmutativa incluye necesariamente la restitución 43.

La justicia conmutativa y la distributiva regulan las acciones de una persona recta de modos diferentes. La igualdad que busca la justicia conmutativa es un ad aequalitatem aritmético; con otras palabras, la deuda se determina, no sobre la base de una cierta proporción de paridad entre una persona y otra, sino según la res o aquello que se debe objetivamente. La justicia distributiva, por otra parte, alcanza un tipo diferente de igualdad, es decir, una proporcionalidad geométrica, a saber: una semejanza entre dos o más proporciones: «De modo que, como una persona es superior a la otra, así las cosas que son dadas a una persona son superiores a las dadas a otra» 44. Ya que se trata de una virtud, es importante recordar que las medidas cuantitativas, que santo Tomás toma prestadas de las categorías aristotélicas, representan verdaderamente determinaciones cualitativas 45. La virtud representa los grados de la superioridad personal, como un habitus genuino o cualidad del carácter. El principio de igualdad, que regula y promueve tanto la justicia distributiva como la justicia conmutativa, se aplica fácilmente cuando una persona recta se enfrenta con realidades concretas, como dinero, productos manufacturados o trabajo, pero es más difícil tomar una decisión cuando la justicia tiene que ver con la palabra humana, con un gesto o con una acción particular, como la descripción de un trabajo, el reconocimiento público, y otras cosas así. En estos últimos casos, el carácter impalpable del intercambio hace, frecuentemente, más difícil evaluar los requisitos de la justicia; esto es verdad de manera particular en los casos de la justicia conmutativa.

¿Puede diferir la justicia distributiva de la conmutativa por el asunto que trata? Siguiendo esta línea de investigación, los teólogos moralistas tratan de acentuar el hecho de que tanto la justicia distributiva como la conmutativa regulan el mismo tipo de realidad, es decir, en primer lugar, las mismas personas humanas, aunque también una propiedad concreta o impalpable como las palabras o los gestos. Sin embargo, la justicia distributiva y la conmutativa se ocupan de estas distintas realidades de maneras diferentes. Como su mismo nombre indica, la justicia distributiva tiene que ver con el reparto; o sea, regula la modalidad en que el que posee la autoridad toma del todo o del bien común y da a las partes del todo según la dignidad de cada uno y con pleno respeto por el bienestar de la comunidad en su conjunto. Por este motivo, las auténticas acciones discriminatorias impiden la consecución de la justicia distributiva. Una autoridad recta debería distribuir bienes, honores o beneficios espirituales sobre la base de necesidades o méritos proporcionados, y no, por consiguiente, en virtud de otras cualidades personales. En consecuencia, la discriminación injusta determina un estado vicioso de las relaciones en el interior de una comunidad46.

La justicia conmutativa regula el intercambio; se pretende establecer un equilibrio objetivo entre personas individuales o entidades colectivas, que gozan de una especie de igualdad en la justicia conmutativa; en efecto, la justicia exige que se considere a las personas de manera imparcial, es decir, sin tener en cuenta otras condiciones en la vida del individuo. La teología moral considera el intercambio de un modo muy amplio. Es cierto que algunos intercambios comportan también tener que vérselas con una parte adversa47. En pocas palabras, los intercambios injustos entre personas comportan la existencia de acciones que perjudican, de manera directa, el bien de la otra persona -como sucede con el homicidio voluntario (el mayor mal que se puede hacer al prójimo), con el aborto, con las mutilaciones corporales, con el pegar a alguien (cuando se sobrepasa la justa medida de la disciplina apropiada), con la encarcelación ilegal-, o bien acciones realizadas contra los bienes de la persona -como sucede con el hurto y con la rapiña. Por extensión, la justicia se ocupa también de dirigir las acciones realizadas contra la persona -como una mutilación arbitraria, el suicidio y la eutanasia. De manera semejante, los intercambios injustos incluyen aquellas palabras o aquellos gestos que infravaloran el bien del valor personal del otro, como sucede con el hablar injusto, especialmente en aquellos intercambios que son gobernados por estructuras judiciales, es decir, los falsos testimonios en la sala judicial y la ejecución de un inocente, y el intercambio injusto de palabras en el interior de una comunidad o de una sociedad más amplia. Esta última categoría incluye una larga lista de acciones viciosas, que constituyen un serio perjuicio para la prosperidad de la Iglesia y de la sociedad, como, por ejemplo, la difamación (defraudar públicamente a alguien en su reputación), la denigración (privar a alguien, de manera escondida, de su honorabilidad) 48, la maledicencia (hablar o conversar en voz baja y de manera maliciosa sobre una persona), poner en ridículo (verter una ofensa públicamente sobre otro) y la imprecación (proferir cosas malas contra alguien, ya sea disponiendo su realización, ya sea deseando que sucedan). Dado que cada una de tales acciones incluye un elemento de ofensa personal objetiva en relación con otro, como también en relación con la comunidad de las personas, puede que una simple retractación o restitución no sea suficiente para restablecer la justa medida de la justicia. Por consiguiente, el juicio a emitir sobre el hurto, por ejemplo, incluye no sólo la restitución, sino también una sanción penal de algún tipo. «Por eso es preciso en los cambios, dice santo Tomás, igualar la contraprestación a la acción, según cierta medida proporcional» 49.

La acción característica de la justicia conmutativa es la restitución. La restitución se requiere, para restablecer la igualdad de la justicia conmutativa, tanto cuando una persona retiene las posesiones de otra (res aliena accepta), como cuando una persona se apropia injustamente de los bienes de otra (injusta acceptio) 50. Puesto que la injusticia se extiende tan ampliamente por todo el mundo, la teología de la restitución requiere las mejores energías del teólogo moralista y del confesor. En la práctica, muchas de las conclusiones desarrolladas por la época casuística, al ocuparse de los casos excepcionales que implican restitución, proporcionan todavía útiles orientaciones y ayudan a discernir en esta materia tan compleja. Pero, ya antes del ascenso de la hegemonía casuística en la teología moral, habían tenido que enfrentarse los teólogos con los problemas concretos de la restitución; por ejemplo: el objeto de la restitución, los legítimos destinatarios de una restitución, quienes están obligados a restituir y el tiempo oportuno para hacerlo. Res clamar Domino, dice el principio del derecho romano. Thomas Gilby presenta el siguiente breve resumen del papel que la restitución ocupa en el esquema de la justicia.

La restitución [incluye] devolver cualquier cosa a su propietario y realizar una reparación por el daño o la ofensa infligida, y restablecer así el equilibrio, aequalitas, de la justicia conmutativa. Volver a poner en su lugar las otras relaciones, esto es, las de la caridad, amistad, religión, o también las de la justicia universal o de la justicia distributiva, no es directamente objeto de restitución en el sentido estricto de la palabra, pero sí pagar lo que se debe u ofrecer una satisfacción o presentar disculpas. La obligación no es menor, pero no es restituida en los términos de la justicia conmutativa tal como ha sido definida51.

El uso común restringe el término restitución a aquellos casos que, como por ejemplo los intercambios no queridos o hechos con malevolencia, comportan la perpetración de una injusticia, aunque hablando en sentido estricto el termino se emplea también para indicar los intercambios voluntarios, por ejemplo un fraude perpetrado en el comprar o vender o realizando un préstamo con intereses de usurero.

La teología cristiana distingue entre la restitución y la satisfacción. Como en el caso de la justicia, la restitución se refiere principalmente a un interés objetivo, o a lo que se debe, como cuando un juez ordena a un culpable pagar una multa o restituir algún bien a su legítimo propietario. En esta circunstancia, el juez está interesado en la actitud personal del culpable, si este expresa, por ejemplo, pesar o no, pero sobre todo está interesado en que realice el resarcimiento. Dado que la satisfacción incluye la restitución, aunque también el resarcimiento por el daño causado, aspira a conseguir un objetivo mayor. Por consiguiente, la restitución requiere, principalmente, devolver al legítimo propietario los bienes exteriores que han sido injustamente sustraídos; eso restablece un equilibrio en cierto modo comprometido por el hurto de una propiedad o por una agresión a una persona, por ejemplo. La satisfacción no mira principalmente a los bienes exteriores, sino que intenta corregir las acciones concretas y las actitudes que acompañan a una injusticia. Santo Tomás prevé la posibilidad de que la satisfacción pueda realizarse sin la restitución, como cuando alguien, que está imposibilitado de llevar a cabo la restitución, se humilla ante el prójimo por él dañado con alguna palabra o acción. Podríamos prever también la escena opuesta cuando alguien, que ha atracado con violencia a su prójimo, por ejemplo, realiza la restitución de los bienes adquiridos con fraude, pero se niega a satisfacer por el daño personal causado por el brutal acto del atraco.


4. Las virtudes ligadas a la justicia

La virtud cardinal de la justicia, en cuanto ordena las relaciones interpersonales que se manifiestan en el interior de la comunidad humana, gobierna importantes áreas de la vida humana. No sorprende, pues, que santo Tomás dedique más de cuarenta cuestiones a las virtudes que están ligadas a la justicia. Según su esquema, estas virtudes se pueden clasificar en dos títulos principales: las virtudes de la veneración y las virtudes de la educación. Aunque, por un lado, la justicia tiende de ordinario a establecer una cierta, una determinada igualdad (ad aequalitatem) entre los individuos de una misma condición social, por el otro, la virtud puede extenderse asimismo a lo que acaece entre personas de diversa extracción. Hablando, a continuación, en términos más generales, el primer grupo de virtudes, esto es, las virtudes de la veneración, regula las relaciones entre inferiores y superiores. Por otra parte, sin embargo, la justicia abarca también aquellas situaciones que se verifican en las comunidades humanas cuando los requisitos establecidos, o bien por la justicia universal o bien por un tipo de justicia particular, no son pertinentes. El segundo grupo de virtudes, es decir, las virtudes de la educación, regula y guía los actos interpersonales de este tipo entre personas que comparten la vida en una misma sociedad.

En la terminología escolástica, tanto las virtudes de la veneración como las virtudes de la educación constituyen las diferentes partes potenciales de la justicia 52. Eso significa que, si bien las virtudes de la veneración y de la educación alcanzan los fines de la justicia, lo hacen sólo bien que mal. Junto con las virtudes de la veneración, el carácter analógico de las partes potenciales de la justicia incluye la noción de igualdad, o el ad aequalitatem, que constituye un elemento esencial de la virtud cardinal. Esta circunstancia se verifica cuando alguien recibe de una persona, de mayor condición o dignidad, bienes o beneficios que superan la capacidad de corresponder del inferior. El resultado es que esas relaciones no consiguen nunca la plena igualdad que caracteriza a la justicia cardinal. En las virtudes de la educación, la argumentación moral no consigue establecer la obligación de la virtud en referencia a una determinada res; existe, en efecto, una obligación no legal determinada o bien por la ley positiva o bien por un contrato privado que compromete, moral o legalmente, al deudor 53. En cambio, en el caso de estas virtudes, la igualdad de la justicia está determinada por criterios menos precisos.

Dado que una persona realiza la virtud cardinal de la justicia sólo cuando restituye lo que debe al otro –alteri reddatur quod el debetur secundum aequalitatem–, cualquier otra circunstancia que comporte acciones como distribuciones o intercambios entre personas, incluye una de las partes potenciales de la justicia. Esas virtudes ligadas son verdaderas virtudes, porque forman y regulan las acciones del hombre o la mujer justo. Apoyándose en este análisis, la tradición cristiana reconoce dos categorías en las partes potenciales de la justicia: 1) las virtudes que regulan las relaciones en las que se da desigualdad de condiciones (deficit a ratione aequalis) y 2) las virtudes que guían el recto comportamiento en las situaciones en las que se da desigualdad (deficit a ratione debiti). En la primera de estas dos categorías encontramos las virtudes de la religión, de la piedad y del respeto, que regulan las acciones humanas, en relación con Dios, con nuestros padres y con las legítimas autoridades, respectivamente. En la segunda, encontramos, en primer lugar, la obligación legal, que, puesto que mira a las relaciones de las partes con el todo, es gobernada por la virtud cardinal misma y, en segundo lugar, las diferentes instancias en las que, a causa de la falta de un jus o derecho definible de manera clara, resulta apropiado hablar de «deuda moral».

Cuando los teólogos cristianos hablan de «deuda moral» no significa que pretendan insinuar algo opcional o superfluo. Una «deuda moral» puede obligar a una persona a obrar de un modo determinado: por ejemplo, en la relación y en la interacción humana, «tenemos una deuda» de veracidad con las personas con las que nos relacionamos. En semejantes situaciones la virtud de la verdad o veritas establece un término medio entre una indiscriminada autorrevelación y la proyección de una falsa imagen de sí mismo 54. Más aún, la «deuda moral» puede establecer responsabilidades para con los otros en situaciones que son difíciles de valorar. En este último caso, si la deuda moral surge a cambio de un beneficio recibido, entonces se ejercita la virtud de la gratitud, mas si la deuda deriva de cualquier mal que haya recibido injustamente una persona, esta puede contar con la virtud de la vindicación. También otras virtudes que satisfacen una deuda moral contribuyen a una forma más amplia de vida virtuosa y, por eso, son necesarias para el tiene vivere humanum de la comunidad humana. En esta categoría encontramos las virtudes de la liberalidad y de la amistad o afabilidad 55.

4.1 Las virtudes de la veneración

Las virtudes de la veneración comparten un aspecto característico, en cuanto que regulan el comportamiento de los inferiores con los superiores. Existe, en efecto, una desigualdad de condición o de estado entre los religiosos, los devotos y las personas respetuosas, y aquellas personas con las que estamos obligados. Pero las virtudes de la veneración no imponen, de entrada, una relación de deber y obligación. Esta relación de «veneración» impone, en cambio, la necesidad de una transformación por parte de la persona virtuosa que está sometida a la otra. Con otras palabras, estas virtudes constituyen, de hecho, un verdadero habitus operativo, aunque parecen aptas para determinar algunas acciones particulares que una persona debe cumplir y, por ello, forman el carácter moral de aquellos que las poseen.

En el caso de la virtud de la religión, los motivos de la desigualdad se encuentran en la diferencia que media entre el Creador y las criaturas. Tal distinción deriva, además, del principio fundamental de causalidad, esto es, de la dependencia por la que un efecto particular es deudor con respecto a la causa principal universal de su ser. Dios es la fuente y también quien mantiene todo en la existencia y gobierna todo lo que acaece. Por el hecho de ser la causa primera de todo lo que existe y del gobierno de toda la creación, sólo Dios es la causa causarum fundamental, la causa suprema de las causas. Mas la religión no es la única virtud de la veneración. En efecto, Dios no ha establecido que sólo él ejerza toda autoridad, sino que también personas creadas participen de la autoridad en modos diferentes a través de una particular actividad causal. Aquellos que engendran nuevas vidas humanas y aquellos que ejercen el gobierno en el orden civil se encuentran en una situación particular respecto a aquellos que han traído al mundo y a aquellos que gobiernan. Puesto que los padres procrean hijos, las madres y los padres gozan de un vínculo especial con su prole, y puesto que los legítimos superiores pueden dirigir a otros con plena legitimidad en campos particulares de la vida, los administradores civiles tienen una función distinguida en el interior de la comunidad humana. Las virtudes particulares de la veneración regulan estas importantes relaciones.

Las virtudes de la religión, de la piedad filial y del respeto, como todas las virtudes, capacitan, a la persona que está en posesión de un habitus idóneo, para ejercer con plena alegría, de modo solícito y fácil, algunas actividades determinadas. Y dado que las virtudes de la veneración favorecen el desarrollo de las disposiciones psicológicas que convienen a la particular condición de vida de una persona, tales virtudes regulan también nuestros comportamientos en otras importantes áreas de la vida cristiana. Por ejemplo: facilitan el desarrollo de algunas características como la reverencia, la humildad, la sumisión, el temor reverencial, la gratitud. La reverencia, desde el momento que es una característica universal del carácter, posee un lugar especial en la disposición que caracteriza a una vida cristiana, porque dispone a la persona a practicar la virtud teologal de la esperanza. Por otra parte, la reverencia constituye el análogo psicológico del don del temor de Dios.

La tradición cristiana enseña que todas estas actitudes virtuosas están incluidas en la única virtud del honor o dulía. Esta virtud prepara a la persona para adaptarse a un superior, precisamente como a una fuente de bien para el individuo y, como resultado, hace propensa a la persona virtuosa a tener en cuenta la voluntad del superior, en vez de preferir su propia voluntad. La dulía u honor, como todas las virtudes, pretende dar forma concreta a cualquier bien particular que pertenezca a la perfección de la persona humana. Del mismo modo, la virtud de la obediencia guía las acciones de la persona devota, que obedece a Dios, autor de los preceptos divinos, a su padre y a su madre, que mandan por medio de las directivas de los progenitores, y a los superiores, que pueden emitir órdenes apropiadas a su oficio. Esta virtud de la obediencia desempeña un papel dentro de una formación virtuosa más amplia, que favorece la justicia cardinal; con todo, no está en condiciones de explicar, como suponen los modelos casuísticos y deontológicos, el principio eficaz de toda la vida moral.

Santo Tomás subraya el espíritu de las virtudes de la veneración cuando señala, a propósito de los que tienen autoridad en el mundo: «la persona constituida en autoridad es casi principio de nuestro vivir para ciertas cosas determinadas... Esa es la razón de que todas estas personas sean llamadas padres, dada la semejanza de las tareas» 56. Aunque una visión como esta de la importancia de la paternidad en la vida humana no goce hoy de gran crédito, es digno de señalar que santo Tomás establezca una estructura para las virtudes de la veneración teniendo en la mente la idea de que toda autoridad deriva de la suprema bondad del Padre celestial. Con otras palabras, las suposiciones de santo Tomás son más bien teológicas que antropológicas; representan más su ferviente reflexión sobre san Pablo que sus condiciones culturales. Puesto que Jesús revela a un Padre celestial que únicamente se dedica a atender a sus hijos, el ordenamiento cristiano proyecta una nueva y transformadora luz sobre todas las costumbres sociales. San Pablo pone en guardia: «Amos, dad a vuestros esclavos lo que es justo y equitativo, teniendo presente que también vosotros tenéis un Amo en el cielo» (Col 4, 1). Del mismo modo que la religión dispone la relación de la criatura con Dios, así las virtudes de la veneración favorecen el desarrollo de un sentido religioso en cada persona que está sometida a autoridad en el mundo.

4.2 Las virtudes de la educación

La segunda subdivisión de las partes potenciales de la justicia cardinal incluye las virtudes que regulan y garantizan una vida bien educada en una comunidad humana bien ordenada. Estas virtudes desarrollan una acción moderadora de las acciones de las personas que comparten el mismo estado o condición, con otras palabras, aquellas que son iguales en el interior de una más amplia reagrupación social. Santo Tomás, sin embargo, no describe de una manera demasiado clara la distinción que existe entre las virtudes de la veneración y las virtudes de la educación. En verdad, el hombre religioso, aquel que respeta la autoridad, está dispuesto del mejor modo posible para manifestar un espíritu cortés con respecto a los otros.

Las virtudes de la educación forman, a su vez, dos grupos. Hay virtudes que son indispensables sobre todo para la vida en común, en cuanto guían juntas aquellos intercambios necesarios para cualquier tipo de auténtica communicatio humana. En segundo lugar, son virtudes que contribuyen a vivir una experiencia más alegre de la vida cotidiana, o bien favorecen de una manera más sencilla una vida más amable. El primer grupo incluye las virtudes de la verdad, gratitud y vindicación, mientras que el segundo incluye las virtudes de la liberalidad y la amistad o afabilidad. El primer grupo de virtudes, además de la verdad, la gratitud y la vindicación, realiza más plenamente la componente esencial de la justicia, es decir, guían las acciones que pueden ser reconocidas como legítimamente debidas a los demás. Las otras virtudes de la educación incluyen la virtud de la gratitud o reconocimiento, que enseña cómo reconocer un beneficio; la virtud de la vindicación, que controla las clases de retribución por el daño hecho por otros tanto a sí mismo como a un amigo; un habitus de verdadera benevolencia, en vez de un espíritu litigioso, que vuelve la vida más amable y alegre en el interior de la comunidad humana; y, finalmente, la liberalidad, en vez de un espíritu avaro o pródigo, que juzga el modo correcto en que podría liberarse una persona de las deudas que no forman parte de una justicia estricta.

Como ejemplo de las dinámicas de la educación virtuosa, consideremos la virtud de la verdad. En el sentido estricto de la acción, como cuando nos disponemos a un pacto o hacemos comentarios sobre el carácter de otro, la obligación de decir la verdad dimana y es guiada por la justicia conmutativa. Pero existe también una concepción más amplia de representación de la verdad, que constituye una parte potencial de la virtud de la justicia. Santo Tomás llama a esta virtud veritas: la simple virtud de la verdad. De modo semejante a la virtud de la religión, también la verdad posee en la vida moral una eminencia más importante que la de la virtud cardinal misma de la justicia. En efecto, la virtud de la veritas posee un sentido más profundo y amplio de virtud que el que, tanto la justicia universal como otras formas particulares de justicia, pueden llegar a tener. Cuando Jesús habla con el fariseo Nicodemo, indica el papel autorizado que la virtud de la veritas posee en la vida cristiana: «Pero el que obra la verdad, va a la luz, para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios» (Jn 3, 21). En una epistemología realista, la veracidad muestra un tipo de fidelidad que se verifica cuando se da una adecuación entre el concepto mental o la palabra dicha y lo que estos signos significan en la realidad. Cuando se aplica esta noción a la virtud moral de la verdad, la fidelidad no se emplea sólo en el orden del conocimiento, sino también en el orden personal. Con otras palabras, existe una fundamental sinceridad personal o rectitud que caracteriza a la persona que vive en la verdad respecto al propio valor. Santo Tomás expresa esto del siguiente modo: «Ahora bien, la vida puede considerarse verdadera, como cualquier otra cosa, por el hecho de que se adecua a su norma, o medida, es decir, a la ley divina, conformándose a la cual obtiene su rectitud. Y esta verdad, o rectitud, constituye un elemento común a cualquier virtud» 57. La persona cuya vida refleja este carácter verídico, entre otras acciones honorables, «dice la verdad sobre sí misma, adhiriéndose al justo medio entre quien habla presumiendo de sí mismo y quien habla despreciándose a sí mismo» 58.

La virtud de la verdad, como virtud infusa, representa una expresión particularmente apropiada de los valores del Evangelio. Es necesario recordar la distinción que establece san Pablo entre el viejo y el nuevo yo, o entre el yo no espiritual y el espiritual (Rm 7, 22-23). Por otra parte, el concilio Vaticano II define a la Iglesia, simultáneamente, en su estado de peregrina y como esposa sin mancha de Cristo. Puesto que la Iglesia es «al mismo tiempo santa y siempre necesitada de purificación», los miembros del Cuerpo de Cristo deben encaminarse hacia la plenitud del banquete celestial únicamente a través de la sincera sencillez del corazón 59. Santo Tomás considera que «la sencillez se opone a la doblez, que consiste en mostrarse exteriormente como diferente al que se es interiormente» 60. La virtud moral de la verdad no soporta una doblez semejante, aun cuando conoce plenamente el impulso y la influencia de la naturaleza carnal del creyente, contrarios a la resolución de vivir una vida santa y verdadera. En esta situación, san Pablo recuerda su propia experiencia: «Por este motivo tres veces rogué al Señor que se alejase de mí. Pero él me dijo: "Mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza". Por tanto, con sumo gusto seguiré gloriándome sobre todo en mis flaquezas, para que habite en mí la fuerza de Cristo» (2 Co 12, 8-9).


5. La religión

La tradición cristiana define la religión, en cuanto primera entre las virtudes de la veneración, como rendir a Dios el honor que le es debido61. Para tratar de manera completa la virtud de la religión hay que incluir la cuestión de su definición, de sus acciones propias y de los vicios contrarios a la práctica de la verdadera religión. De este modo, entre las partes potenciales de la virtud de la justicia, las virtudes asociadas a la religión y al culto figuran entre los más relevantes tratados de las disciplinas teológicas. Además, puesto que el Nuevo Testamento nos presenta a Cristo como el hombre religioso en el sentido genuino y superior, la virtud de la religión proporciona un marco importante para otros temas como el sacerdocio de Cristo, los sacramentos de la nueva alianza y la eficacia de la vida, muerte y resurrección de Cristo 62.

La virtud de la religión consiste en ese habitus de la voluntad que dispone a la persona a rendir a Dios, de manera diligente y continua, el sumo honor a él debido. Etimológicamente, dice santo Tomás, «ya sea que religión derive de la consideración frecuente (relectio), o bien de una elección renovada (reeligere), o de un vínculo renovado (religare), esta virtud está ordenada propiamente a Dios» 63. La religión, en cuanto cualidad del carácter, mira al culto interior y exterior que dirige la humanidad a Dios, en cuanto creador y dueño del universo. Pero aunque la religión suscita sus acciones propias, como la adoración y el sacrificio, puede ordenar también las acciones de otras virtudes. De este modo, la virtud de la religión se relaciona, potencialmente, con cualquier acción buena que una persona pueda poner en práctica.

El culto religioso representa una expresión de la veneración por la majestad de Dios y paga una deuda de honor a Dios. Sin embargo, puesto que la religión nos dirige hacia la majestad de Dios bajo un objeto formal específico, esto es, considerándolo como creador y dominador, el habitus constituye una virtud especial. Por este motivo, la virtud de la religión puede servir como principio unificador de las diferentes prácticas que expresan la verdadera religión. Dios, en cuanto fuente y soporte de todo lo que existe, posee una excelencia incomparable, al tiempo que la criatura goza solamente de una situación contingente. El motivo de la deuda que tiene la criatura respecto a Dios se encuentra en el perfecto actus essendi, es decir, en el mismo acto de ser. Esta deuda ontológica origina un tipo de justicia que supera a la que existe entre los progenitores naturales y sus hijos, porque la diferencia entre progenitor e hijo no se aproxima a la que se verifica entre el Creador y la criatura. Además, la relación entre Dios y la criatura, si se desvía de la vocación universal a la salvación, que se realiza en la caridad divina, no lleva consigo un carácter de amistad. Más bien se trata de una relación entre lo contingente y lo necesario. Eso explica la razón de que la religión continúe obligando también a quien está introducido en la communicatio benevolentiae divinae, es decir, elevado a la caridad sobrenatural. Ni siquiera esa amistad personal entre Dios y la criatura, que llamamos gracia creada, modifica la estructura de la religión, de modo que el favor de la amistad divina no exime nunca a nadie de rendir a Dios lo que le es debido. En suma, la virtud de la religión, como una parte asociada a la justicia, conserva una cierta diversidad y posee una superioridad particular e incomparable también dentro del contexto de la vida cristiana de la gracia.

Esto es importante para comprender la razón de que la tradición tomista haya distinguido, constantemente, la virtud moral de la religión de las virtudes teologales. La virtud teologal, en el sentido técnico del término, pone a la persona en una relación directa y personal con Dios; la fe nos une a Dios como verdad suma, mientras que la esperanza y la caridad nos unen a Dios como suprema bondad. En virtud de esta extraordinaria concesión de la gracia divina, las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad constituyen juntas a la persona humana, de una manera eficaz, como verdadera conocedora y auténtica amante de Dios. Mas la virtud de la religión no determina esa relación personal entre Dios y la criatura; más bien la religión, como virtud moral, guía el comportamiento humano. La religión, en cuanto parte potencial de la justicia, dirige el culto y la plegaria que la persona o la comunidad dirigen a Dios. La religión se ocupa de deberes humanos; la caridad significa la libre concesión del amor divino.

Los actos característicos de la virtud de la religión, como todos los bienes creados, son medios para alcanzar un fin, y no el fin mismo. Sin embargo, la religión posee un papel de especial eminencia y primado entre las virtudes morales, porque este habitus es capaz de ordenar toda una serie de acciones virtuosas en nombre del culto divino. Por esta razón, algunos comentadores proponen una útil comparación de la religión con la virtud de la justicia universal o legal, la cual, en cierto sentido, dirige toda la actividad de la vida moral. Juan de Santo Tomás, por ejemplo, compara de manera favorable a la persona recta con la persona religiosa, en razón de que esta última manifiesta las cualidades primarias cristianas de la misericordia, la humildad, la penitencia y la obediencia. Desde este punto de vista, los autores cristianos consideran a menudo legítimamente la virtud de la religión como una realidad que representa una cima indudable de la vida moral.

La virtud de la religión, como toda virtud moral que configure cualquier aspecto del comportamiento humano, incide profundamente en la vida interior. Escribe santo Tomás: «Rendimos a Dios reverencia y honor no por sí mismo, que en sí mismo está tan lleno de gloria que ninguna criatura puede añadirle nada, sino por nosotros: pues mediante la reverencia y el honor que rendimos a Dios, nuestra mente se somete a él, alcanzando así la propia perfección» 64. Y el cardenal Cayetano explica, en un anexo, que debemos interpretar las palabras «por nuestro propio interés» como el terminum utilitatis, es decir, como el resultado práctico de la virtud, pero no como su objeto formal. El objeto formal o el bien al que se ordena la religión «es directamente dar honor a Dios» 65. Pero aunque su ejercicio cumple una deuda de honor y veneración respecto a Dios, la virtud de la religión contribuye a nuestra santificación personal. En un libro sobre san Francisco de Sales, subtitulado «La educación de la voluntad», Francois Vincent, un autor espiritual francés, sintetiza los dos polos de la espiritualidad cristiana en referencia a su actitud con respecto a la virtud de la religión: «el alma benedictina se santifica para orar; el alma salesiana ora para santificarse» 66. En la Iglesia, estas dos almas se completan recíprocamente.

Los escritores espirituales clásicos ponen el acento en la incorporeidad de la religión y en la importancia que el comportamiento exterior, rectamente ordenado, desempeña en la creación de un alma religiosa. En un pasaje particularmente importante de su comentario al De Trinitate de Boecio, resume santo Tomás los puntos esenciales de lo que retiene la tradición cristiana sobre la fe, la religión y las expresiones corpóreas del culto.

La religión consiste en la acción por la que el hombre da culto a Dios sometiéndose a él; tal acción debe ser conveniente tanto al que es honrado como al que rinde el honor.

Puesto que el que es honrado es espíritu, no puede ser alcanzado por el cuerpo, sino sólo por el alma, por lo cual el culto dirigido a él consiste sobre todo en actos mentales, a través de los cuales se encamina el alma a Dios. Estos actos son, sobre todo, los de las virtudes teologales; y plenamente de acuerdo con esto, afirma Agustín que Dios es honrado con la fe, la esperanza y la caridad, a las que debemos añadir también los actos de los dones ordenados a Dios, como la sabiduría y el temor.

Sin embargo, puesto que los que adoramos a Dios somos corpóreos y conocemos a través de los sentidos corporales, necesitamos también, para ofrecer culto a Dios, algunas acciones corporales, no sólo para que podamos rendir culto a Dios con todo nuestro ser, sino para que con esas acciones corpóreas podamos excitar también, en nosotros mismos y en los otros, actos de la mente ordenados a Dios. Por eso dice Agustín en su libro De cura pro mortuis habenda: «Los que oran hacen a sus miembros conformes a sus actos de súplica cuando se arrodillan, cuando elevan sus manos o cuando se postran o realizan otros actos visibles; si bien es invisible su voluntad y la intención de su corazón, que es conocida de Dios, no es indecoroso que el alma humana puede así expresarse a sí misma; más bien, al proceder de este modo, se mueve el hombre a sí mismo a orar o a gemir por sus pecados de manera más humilde y fervorosa» 67.

No obstante, Cayetano habla de una verdad perenne y clara cuando dice que, si bien todos los santos son personas religiosas, no todos los que practican la virtud de la religión son santos. ¿Por qué? Porque se puede llamar religioso a cualquiera que se ocupe de ceremonias, sacrificios y cosas de este tipo; pero santos, insiste Cayetano, son los que dedican todo su ser a Dios 68. Este ejemplo de la dirección espiritual del siglo XVI no ha perdido su fuerza original, hasta el punto de poner en crisis la autocomplacencia de los que vivimos en el siglo XX.


6. Los actos de la virtud de la religión

Al tratar de los actos de la virtud de la religión, distinguimos habitualmente entre actos internos de la religión, como la devoción y la oración, y actos de la religión exteriores o públicos. Esta segunda categoría incluye aquellas acciones con las que la persona ofrece o brinda algo a Dios, como un sacrificio, oblaciones u ofrendas, y también aquellas acciones con las que una persona promete algo a Dios: a través de un voto, por ejemplo.

6.1 El sacrificio

Según Santo Tomás, ofrecer sacrificios es reflejo de la ley natural. Con otras palabras, se apoya en un jus o derecho que desciende del orden mismo de la creación, especialmente de la finalidad natural que guía la creación hacia un fin particular. Con todo, enseñan los escolásticos que, puesto que el sacrificio no pertenece a los fines principales o disposiciones de la ley natural, que se refieren a la preservación de la vida humana, al comportamiento apropiado en la actividad sexual y a la comunicación de la verdad humana, no todos podrían reconocer inmediatamente el papel que juega el sacrificio en la vida humana. Sólo las inevitables experiencias humanas de dependencia y contingencia conducen, delicadamente, a la persona a reconocer la necesidad que tiene cada uno de ofrecer un culto particular a Dios. Para el creyente, el sacrificio consiste sobre todo en las acciones interiores de la criatura, que se inclina ante Dios como «el principio de su creación y el fin de su felicidad». Si, efectivamente, alguna acción interior no especificara el acto del sacrificio, entonces todo matadero se convertiría en templo. Así pues, todo acto de verdadero sacrificio debe estar ordenado a un objetivo o fin común. Santo Tomás describe este fin como dirigido a la veneración de Dios —in divinam reverentiam—, y ello consiste en esta atención a la veneración divina que distingue a los actos genéricos de sacrificio de aquellos que pertenecen verdaderamente a la virtud de la religión.

Hablando con propiedad, el sacrificio exige que «las cosas sometidas a Dios sean sometidas a alguna acción» 69. La noción general según la cual sacrificio implica venerar a Dios, permite a los teólogos llamar a toda acción virtuosa sacrificio, siempre que cumpla esta condición. El sacrificio de Cristo, en virtud de la dignidad de la persona, que es al mismo tiempo víctima y sacerdote, posee la plenitud del sentido divino. Por eso, argumenta Cayetano que mientras que la virtud de la religión compromete a cada uno tanto a ofrecer sacrificios universales como a dirigir el propio corazón a Dios, sólo los sacerdotes de la nueva ley, que están configurados de manera particular con Cristo por el sacramento del sagrado Orden, pueden ofrecer el sacrificio perfecto que acaece en cada Misa70. Mas la noción de sacrificio es analógica, porque puede ser usada para describir los sacrificios que forman parte de la vida cotidiana del cristiano y también para ilustrar el misterio eucarístico de la nueva ley. El teólogo irlandés Colman O'Neill realiza el siguiente comentario respecto al papel que juega el sacrificio en la vida cristiana.

La redención es una obra del amor divino, que evoca el sacrificio en la persona de Cristo sólo a fin de que pueda ser realizado igualmente en los corazones de todos aquellos que acojan este misterio. Cuando el sacrificio, entendido como respuesta humana al acto creador de la misericordia de Dios, se convierte en la categoría central del pensamiento sobre el misterio cristiano, otras categorías, más restringidas, adoptadas por la tradición cristiana pueden recibir la debida importancia71.

La obra De Civitate Dei de san Agustín nos proporciona la inspiración patrística para englobar la noción religiosa de sacrificio en la concepción teológica general de la vida cristiana72.

6.2 Los votos

Dado que el voto, por definición, promete a Dios algún bien futuro, debe ser distinguido de los actos de la religión que ofrecen algo a Dios aquí y ahora, como el sacrificio, las oblaciones y los primeros frutos de la cosecha, y los diezmos. El voto representa una promesa deliberada y libre hecha a Dios de un bien posible y mejor 73. El compromiso de observar un voto se basa, en cuanto acto de la virtud de la religión, en la excelencia de la majestad divina, y así los votos pueden constituir un elemento importante en la vida de quien se instala en la consecución de la verdad moral y de la bondad. La comprensión que tuvo santo Tomás de la importancia de los votos de la religión refleja algunos de los intereses de la controversia antimendicante, que atormentó el desarrollo de la vida religiosa en París en el curso del siglo XIII. No obstante, en cuanto actos de la virtud de la religión, una persona puede hacer voto de una amplia gama de bienes prometidos, diferentes de «los consejos evangélicos de la castidad consagrada a Dios, de la pobreza y de la obediencia» 74. De este modo, aunque los votos de la religión tienen un lugar central en la vida de la Iglesia, todo cristiano puede consagrar cualquier cosa a Dios por medio de un voto 75.

Como el voto implica una promesa de hacer algo o de omitirlo, presupone que la persona, cuando hace un voto, observe la acostumbrada prudencia que dirige toda auténtica acción moral. Por eso, según la tradición, son tres los elementos que se requieren para formular un voto: «primero, la deliberación; segundo, el propósito de la voluntad; tercero, la promesa, que es lo constitutivo» 76. La deliberación constituye una parte relevante de la decisión de prometer algo con el voto; de hecho, san Jerónimo reprocha al santo del Antiguo Testamento Jefté su falta de discreción cuando hizo voto de que, si salía victorioso, sacrificaría el primer ser vivo que encontrara al retorno de la batalla contra los ammonitas 77. En todo caso, la decisión y la promesa de realizar un bien mayor constituyen las notas características del voto. Puesto que los votos conciernen a la promesa de un bien mayor, ni lo imposible ni lo inevitable pueden ser clasificados propiamente como voto.

Aunque un oportuno despego y una razonable pobreza, una conducta de vida casta y un justo sentido de la obediencia pertenecen a la naturaleza misma de la vida cristiana, es posible atarse aún con un voto a realizar una promesa sobre estos bienes de una manera resuelta, es decir, de un modo más intenso. Santo Tomás comprende el particular significado y la utilidad del voto, especialmente cuando afirma que quien hace un voto «consagra irrevocablemente su voluntad al bien» 78. Por eso, renunciar a la posesión radical o también al libre uso de los bienes materiales, renunciar al derecho a casarse y optar por atarse a las decisiones legítimas de un superior religioso, constituye un modo particular de prometer un bien mayor. Todo voto, en cuanto acto profundamente religioso, está al servicio de la consecución de la perfección definitiva y de la felicidad de una persona; san Agustín aclara esta idea teológica cuando afirma: «lo que se da a Dios revierte sobre quien lo da» 79.

La virtud de la religión regula también aquellas situaciones en las que una criatura usa algo que pertenece propiamente a Dios; por ejemplo, cuando se invoca el nombre de Dios, como sucede al hacer un juramento, cuando se impreca, y en el uso de las invocaciones. El juramento sirve para confirmar una declaración o afirmación en materia de testimonio. La imprecación o conjuro emplea el santo nombre de Dios como medio para inducir a otros a hacer algo. La invocación es una plegaria o un himno religioso que incluye alguna referencia a la divinidad.

La posesión y el ejercicio de la virtud infusa de la religión implica específicamente nuestro compromiso en la economía de la salvación. En la lógica de la encarnación, Dios confía a la criatura humana el uso de las realidades creadas como instrumentos divinos. En consecuencia, la religión cristiana comporta especialmente el sistema sacramental de la nueva ley. Santo Tomás, al dar su forma acabada a la Summa Theologiae, colocó el tratado de los sacramentos detrás del tratado de la encarnación. Por otra parte, la relación de la religión infusa con la virtud cardinal de la justicia implica que la justificación divina ha de incluir, de modo análogo, algunas referencias al justo ordenamiento o equilibrio de la imago Dei. Por el contrario, la superstición, la idolatría y la adivinación (la inicua preclarividencia de los eventos futuros) representan una desviación radical del culto al verdadero Dios. Santo Tomás asocia ampliamente estas prácticas a las que existieron en el período de la ley antigua, cuando el conocimiento de la verdadera religión estaba limitado por las figuras y por el ocultamiento. Mas la tentación de subvertir los fines de la verdadera religión con el empleo de ficciones artificiosas de prácticas religiosas, sigue siendo aún un desafío para los creyentes cristianos. Además, tentar a Dios, el perjurio y el sacrilegio son vicios contrarios a la virtud de la religión, porque en estos casos la persona hace un uso deshonesto de las cosas santas. La simonía, dado que intenta comerciar con los dones del Espíritu Santo otorgados a la Iglesia tras la resurrección de Cristo, constituye una ofensa especial a la majestad divina. El Nuevo Testamento, de una manera muy significativa, señala estos actos irreligiosos como dignos de una especial reprensión.


7.
El don de la piedad

Puesto que la vida de la caridad divina eleva al hombre más allá de los límites de la pura y simple habilidad, cada una de las virtudes morales goza de la especial ayuda de los dones del Espíritu Santo. Tales dones son atribuidos justamente como instinctus, porque obran en nosotros, no a imitación del modo de razonar deductivo, sino a la manera de la comunicación innata o aptitud natural. Dado que los dones obran únicamente en el creyente, la religión –más allá del ámbito del Evangelio cristiano– constituye un movimiento hacia Dios que está enteramente relegado dentro de los confines de las costumbres de las criaturas. Mas Jesús revela que el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob es su Padre, de modo que todos los que participan de la gracia de Cristo comparten su filiación, como hijos o como hijas.

El don de la piedad nos ayuda a llegar a ser de verdad hijos del Padre celestial. Cayetano explica la particular importancia de la piedad cuando observa que tal don impulsa al creyente justificado a aceptar a toda persona y, por consiguiente, cada cosa, como hijo o posesión del Padre celestial –«ut filios et res Patris»–. Este don conduce a la perfección evangélica todo lo que quede de jurídico y de limitado en el ejercicio de la justicia, transformando así, de una manera misteriosa, este cielo y esta tierra en los nuevos cielos y en la nueva tierra (Ap 21, 1).

Y puesto que ciertas personas soberbias se sirven de otras personas y de las cosas según sus planes egoístas, la tradición cristiana une al don de la piedad la segunda bienaventuranza: «Bienaventurados los mansos, porque heredarán la tierra» (Mt 5, 5). La mansedumbre, no el espíritu servil, marca fuertemente el carácter del cristiano. Las delirantes profecías de Nietzsche sobre la era moderna, desgraciadamente confirmadas en buena medida por lo que ha atestiguado el siglo XX, indican claramente el fin hacia donde va directo el mundo de los egoístas. Mas el espíritu de la piedad representa un espíritu resuelto, y aquellos que gozan de su gracia y de su poder están dispuestos a obrar para construir en el mundo un orden y una medida justa. En el arte medieval se representa a menudo la justicia con una balanza y un rollo; en la catedral de Hildesheim, por ejemplo, el rollo contiene estas palabras del libro de la Sabiduría: «Omnia in mensura et pondere pono» (Sb 11, 21). La sabiduría divina ha ordenado todas las cosas por medida y peso, y la virtud de la justicia posibilita al cristiano reconocer y alcanzar el justo equilibrio de todo lo que afecta a la venida del reino de Dios.
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  1. Gaudium et spes, n. 26.

  2. /bid.

  1. La justicia, en la concepción de santo Tomás, forma parte de una visión más amplia de la vida moral. Por tanto, el punto de vista de santo Tomás sobre la justicia sigue siendo parcial, no somete a examen otros temas como el de la ley natural, los diversos tipos de comunidad que pueden existir en el interior de la Iglesia (cfr. Summa theologiae, Ila-IIae, 183-189), y la problemática más general de las relaciones entre justicia y virtud, que santo Tomás trata en la Prima secundae.

  2. Peter Geach, The Virtues, Cambridge 1977, 110.

  3. Centesimus Annus, n. 5.

6. Centesimus annus, n. 51.

  1. Ibid.

  2. El autor se refiere propiamente a su propia lengua, el inglés, donde jus se traduce por right (N. del T.)

  1. Cfr. las consideraciones en Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 57, a. 1.

  2. Isidoro de Sevilla (t 636), Etymologiarum Libri,1. 5, cap. 2, PL 82, 198.

11. Thomas Gilby, Justice, vol. 37 de la traducción Blackfriars de la Summa theologiae (Ia-Ilae, 57-62), 8-9.

  1. Sobre el tema del jus paternum y del jus dominativum, cfr. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 57, a. 4.

  2. En el tratado sobre la justicia se enfrenta santo Tomás con cinco cuestiones centrales: 1) cómo definir la justicia; 2) si la justicia reside en el apetito racional; 3) a qué objetos se extiende la justicia; 4) cuál es su acto y 5) su papel entre las otras virtudes. Para un breve estudio sobre la posición de santo Tomás, cfr. el reciente trabajo de Alasdair McIntyre, Whose Justice Which Rationality, Notre Dame (IN) 1988, cap. 11: «Aquinas on Practical Rationality and Justice», 183-208.

  3. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 58, a. 1.

  4. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 58, a. 1: «Justitia est habitus secundum quem aliquis constanti et perpetua voluntate jus suum unicuique tribuit». El Catecismo de la Iglesia Católica, al presentar la virtud de la justicia, adopta esta definición (n. 1807).

  5. Ética a Nicómaco, 1. 2, cap. 4 (1105a31).

  1. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 58, a. 2, ad 1.

  2. San Anselmo, De veritate, cap. 12, PL 158, 482: «Justitia est rectitudo voluntatis propter se servata».

  3. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 58, a. 8.

  1. Summa theologiae, IIa-IIae, q. 58, a. 9, ad 2. Para profundizar en la distinción entre las virtudes de operación y las virtudes de emoción, cfr. Summa theologiae, IIa-IIae, q. 60, a. 2.

  2. San Ambrosio, De Officiis, I. 1, cap. 24, PL 16, 62.

  3. Sententia libri Ethicorum, 1. 5,1.10; C993. Para profundizar sobre la particularidad del significado de la justicia, cfr. Summa theologiae, la-Ilae, q. 64, a. 2.

  1. Para una interesante serie de textos de santo Tomás sobre la interrelación de las partes en el todo, cfr. Marcus Lebefure, Injustice, vol. 38 de la traducción Blackfriars de la Summa theologiae, (IIa-Ilae, 63-69), 271-274.

  2. Summa theologiae, la-Ilae, q. 114, a. 1, ad 2.

  3. Centesimus annus, n. 53.

  1. Jacques Maritain, La persona e il bene comune, Morcelliana, Brescia 1976, 20.

  2. Gaudium et spes, n. 25.

  3. Centesimus annus, n. 48, que cita la encíclica de Pío XI Quadragesimo Anno, nn. 29-35.

  1. La Ciudad de Dios de san Agustín es el texto clásico cristiano que expresa todo lo que está implícito en la expresión bene vivere humanum, y la «Ciudad» en el que este se manifiesta.

  2. Sententia Libri Politicorum,1. 1, lect. 1.

  3. Centesimus annus, n. 47.

  1. Cfr. Sententia libri politicorum, 1. 1, lect. 1: «Ahora está claro que el estado incluye todas las otras comunidades en cuanto que las familias y el territorio están incluidos en el estado, así como que la comunidad política es la comunidad principal. Puesto que tiende al bien común, que es mejor y más divino que el bien de un individuo, el estado, como afirma Aristóteles al comienzo de la Ética, aspira al bien humano principal. Y concluye Aristóteles diciendo que vivir en la comunidad de un estado es algo más que un simple impulso natural, como la virtud en cada hombre y en cada mujer. Al mismo tiempo, precisamente como las virtudes son adquiridas con el ejercicio, como aclara el segundo libro de la Ética, del mismo modo fueron constituidos los estados por la laboriosidad del hombre».

  2. Sententia libri Politicorum,1. 1, lect. 1.

  3. Summa theologiae, Ia, q. 60, a. 5, ad 1.

  1. «El socialismo considera al hombre particular como un simple elemento y como una molécula del organismo social, de modo que el bien del individuo está completamente subordinado al funcionamiento del mecanismo económico-social» (Centesimus annus, n. 13).

  2. Centesimus annus, n. 47.

  1. De regimene principum,1. 1, cap. 15.

  2. Centesimus annus, n. 44.

  3. Del mismo modo, la prudencia política infusa dirige las actividades de la Iglesia como realidad política.

  4. Centesimus annus, n. 46.

  5. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 58, a. 11.

  1. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 58, a. 11.

  2. Para un texto sobre el tema, cfr. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 61, a. 1.

  3. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 61, a. 2.

  4. Cfr. Ética a Nicómaco,1. 5, cap. 3-4.

  1. En la Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 63, a. 1 distingue santo Tomás entre el dar que es regulado por la justicia y el que es gobernado por una parte potencial de la justicia, la liberalidad, «que consiste en el dar libremente a otro cualquier cosa que no le es debida». Santo Tomás compara el don de la gracia divina con la liberalidad; puesto que la gracia es un don libre, Dios no está obligado por justicia a concederla; por consiguiente, su concesión a los hombres se asemeja a la liberalidad.

  2. En la Summa theologiae, IIa-Ilae, qq. 64-76 examina santo Tomás los diversos ejemplos de intercambios injustos que implican un socio contrario. Afirma que tales acciones no intencionales acaecen cuando alguien acarrea daño a otro contra su voluntad, y esto se puede hacer de dos modos, a saber: con los hechos o con la palabra.

  1. En la Summa theologiae, lla-Ilae, q. 73, a. 1, ad 3 cita santo Tomás cuatro maneras en que se puede quitar valor a la honorabilidad de otro: 1) atribuirle lo que es falso, 2) agrandar sus pecados, 3) divulgar cosas reservadas, 4) afirmar que las acciones buenas (de alguien) han estado motivadas por malas intenciones.

  2. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 61, a. 4.

  3. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 61, a. 4.

51. Thomas Gilby, Justice, cit. 104-105, nota a.

52. T.C. O'Brien, Virtues ofJustice in the Human Community, vol. 41 de la traducción Blackfriars de la Summa Theologiae (IIa-Ilae, 101-122), 238 nos proporciona el siguiente resumen de la enseñanza escolástica sobre las partes de la virtud (partes virtutis) : «Las virtudes cardinales intervienen en algunos objetivos primarios y más urgentes de la actividad humana. Cuando el acto de alguna de estas virtudes es entendido como un todo que implica la puesta en práctica de algunos pasos para el logro de su objetivo, santo Tomás habla de parti integrali o parti integranti de la virtud, por ejemplo los pasos necesarios para formar el acto integral de la prudencia. Cuando en el interior del objetivo de la virtud cardinal hay intereses específicamente diferentes, la virtud es concebida como de una especie remota, como un todo subjetivo, y que tiene partes subjetivas, virtudes más específicas que corresponden a objetivos más específicos, como la esperanza, por ejemplo, que incluye las virtudes específicas de la abstinencia, de la sobriedad, de la castidad. Cuando hay objetivos virtuosos que, si bien no son instancias más específicas del objetivo de una virtud cardinal, tienen, a pesar de todo, una semejanza de afinidad con esta, entonces la virtud cardinal es considerada como un «todo potestativo», y las virtudes que se refieren a estos objetivos conexos son consideradas como sus partes potenciales. De este modo, el significado de la virtud cardinal es verificado, en mayor o menor medida, por sus partes potenciales... Las partes potenciales no son virtudes inferiores, sino frecuentemente, como en el caso de la religión, superiores a la misma virtud cardinal».

53. Santo Tomás dedica una sola cuestión a la equidad o epikeia, el tipo particular de justicia cuyo objetivo, si bien es un ordenamiento de la justicia no incluido plenamente en la ley positiva, está compuesto por una parte subjetiva de la justicia universal o legal. Para mayor información, cfr. Summa theologiae, IIa-IIae, q. 120.

  1. Cfr. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 109, a. 2.

  2. Para la particular presentación que hace santo Tomás de las partes potenciales de la justicia, cfr. la única cuestión que le dedica en la Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 80.

56. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 102, a. 1.

57. Summa theologiae, IIa-IIae, q. 109, a. 2, ad 3.

  1. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 109, a. 2, ad 3.

  2. Cfr. Lumen gentium, nn. 7-8.

  3. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 109, a. 2, ad 4.

  4. Cfr. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 81, a. 1.

  5. Para un importante estudio sobre las relaciones entre la espiritualidad sacerdotal y la virtud de la religión, cfr. Eugene A. Walsh, The Priesthood in the Writings of the French Scholl: Bérulle, De Condren, Olier, Washington 1949.

63. Cfr. Surnma theologiae, IIa-Ilae, q. 81, a. 1.

  1. Cfr. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 81, a. 7.

  2. Cfr. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 81, a. 4.

  1. Frangois Vincent, S. Franfois de Sales, directeur d'ámes. L'éducation de la volonté, París 1932: «I'áme bénédictine se santifie pour prier; I'áme salésienne pour se santifier».

  2. Cfr. In Boethii De Trinitate, q. 3, a. 2.

68. Cfr. Cayetano, In secundam secundae, q. 81, a. 7: «Ex hac differentia patet quod multi sunt religiosi qui non sunt sancti, omnes autem sancti sunt religiosi. Qui enim caerimoniis, sacrificiis, et huiusmodi vacant, religiosi vocari possunt; sancti enim nequaquam, nisi semetipsos intrinsecus per hanc Deo applicant».

  1. Cfr. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 85, a. 3, ad 3. C.E. O'Neill, OP, Sacramental Realism, Willmington (DE), 1981, 111-112, muestra la importancia de esta precisión para la doctrina de la Eucaristía.

  2. In secundam secundae, q. 84, a. 4: «In art. IV, babes quod duo genera sacrificii sunt omnibus communia: scilicet interioris mentis oblatio per devotionem et orationem, et oblatio actuum aliarum virtutum. Tertia autem sacrificii gens est proprium sacerdotibus et ministris Ecclesiae...»

  3. C.E. O'Neill, The Fullness of Christ's sacrifice, en «Word & Spirit» 5 (1984), 44-60, realiza esta importante precisión sobre el papel del sacrificio en la praxis cristiana.

  4. Cfr.1. 10, cap. 6.

  1. Cfr. Codex luris Canonici, can. 1191.1.

  2. Lumen gentium, n. 43.

  3. Cfr. CIC, can. 1191, n. 2 y el capítulo 6 de la Constitución dogmática sobre la Iglesia, Lumen gentium: «Los religiosos».

  4. Cfr. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 88, a. 1.

  5. El suceso es recordado en Jc 11, 30. Cfr. Pietro Comestore, Historia Scholast. 12, PL, 198, 1284: «Se mostró estúpido al hacer el voto, puesto que no hizo uso de la discreción, y se mostró impío en observar el voto». Sin embargo, en Summa theologiae, IIa-IIae, q. 88, a. 2, ad 2, descubre santo Tomás una razón en favor de la tradición de contar a Jefté entre los santos de la antigua economía, y afirma que también el mal del acto de matar a su hija, del que Jefté se arrepintió adecuadamente, posee en sí un significado figurativo de algo bueno.

  1. Sianma theologiae, IIa-Ilae, q. 88, a. 4.

  2. San Agustín, Epistola 127, PL 33, 486.