I

LA FE Y LA VIDA VIRTUOSA CRISTIANA


1. Lo que ven los ángeles: Naturaleza y Gracia

Si bien la inteligencia humana y la angélica proceden de modos diferentes, la distinción clásica entre lo que los ángeles ven por la mañana y al anochecer, introduce una importante verdad sobre el conocimiento de que puede disponer cada uno de los que viven en la fe de Jesucristo. La idea de que los ángeles poseen dos tipos de visión aparece, por vez primera, en el comentario de san Agustín al relato bíblico de la creación, el De Genesi ad litteram, libro IV, capítulos 22-31, donde el Doctor de la Gracia habla precisamente de un conocimiento «matutino» y «vespertino» de los ángeles. La tradición teológica posterior amplió la distinción, pues, como observa Hugo de San Víctor, «existen otras muchas cuestiones sobre la naturaleza angélica, sobre las cuales la curiosidad de la mente humana no puede encontrar descanso» 1. Por eso no nos sorprende descubrir que santo Tomás explique, en la Summa Theologiae, la intuición de Agustín sobre el conocimiento angélico.

Lo que se enseña del conocimiento matutino y vespertino de los ángeles fue introducido por san Agustín, el cual opina que por los días en que, según leemos, hizo Dios todas las cosas, se entiende no los días corrientes formados por el movimiento circular del sol, sino un solo día, que es el conocimiento angélico puesto en presencia de las seis categorías de seres. Pero así como en el día corriente la mañana es el principio del día y la tarde su término, así también el conocimiento del ser primordial de las cosas, que es el que tienen en el Verbo, se llama conocimiento matutino, y el conocimiento del ser de la criatura en cuanto existe en su propia naturaleza se llama vespertino 2.

Dado que la «oscuridad de la noche» caracteriza más propiamente el conocimiento de los ángeles malos, que se fijaron en la realidad creada, santo Tomás rechaza la posibilidad de que se pueda hablar de un conocimiento «nocturno» en lo que a los ángeles se refiere. «El conocimiento matutino y vespertino es propio del día», por eso arguye «que pertenece a los ángeles iluminados» 3. De todos modos, subsiste el hecho de que, sobre la base de la autoridad de san Agustín, podemos distinguir entre dos tipos de conocimiento en los ángeles. «El conocimiento matutino» aprehende la cosas tal como «existen en el Verbo», mientras que «el conocimiento vespertino» de los ángeles representa «su conocimiento de la realidad creada tal como existe en su propia naturaleza».

Ningún teólogo cristiano se atrevería a discutir que lo que ven por la mañana los ángeles, es decir, todo tal y como existe en el Verbo divino de la creación, constituye la única base para una auténtica reflexión teológica. El mismo san Pablo atestigua el carácter central de este tipo de conocimiento cuando recuerda a los colosenses que Cristo «es Imagen de Dios invisible, Primogénito de toda la creación, porque en él fueron creadas todas las cosas, en los cielos y en la tierra, las visibles y las invisibles» (Col 1, 15-16). Aunque frecuentemente asociamos la teología con la realidad de Dios y sus obras, con misterios como el de la Trinidad, el de la Resurrección de Cristo y el de la Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María, la reflexión teológica se extiende también correctamente a lo que hacen los hombres y las mujeres, a las cuestiones éticas. Y por eso las virtudes de la vida cristiana figuran entre aquellas realidades que encuentran su plenitud en Cristo. Efectivamente, Orígenes, autor cristiano del siglo II, afirma esta verdad cuando escribe: «No debe sorprendente que digamos que las virtudes aman a Cristo, puesto que en otros casos estamos acostumbrados a considerar a Cristo mismo como substancia de esas mismas virtudes» 4.

Puesto que Cristo sigue siendo la fuente de toda bondad moral para la persona que acepta el mensaje del Evangelio, la Iglesia afirma que la enseñanza moral cristiana posee un carácter específico que la distingue. Los teólogos contemporáneos subrayan, de muchas maneras, el importante vínculo existente entre la recta conducta cristiana y la auténtica fe cristiana. Hans Urs von Balthasar, por ejemplo, señala a Cristo como la «norma concreta y personal» de la vida moral 5. Eso significa, inter alia, que sin una efectiva unión con Cristo, nadie puede alcanzar realmente la perfección de la vida moral, que conduce a la unión beatífica con la Trinidad y a la comunión de los santos y de los ángeles. Más aún, «Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación» 6. Dicho de otro modo, sólo aquella persona que abraza una vida según la virtud cristiana vive plenamente de acuerdo con la norma de la verdad moral que Cristo, «imagen del Dios invisible», ha comunicado al mundo, y, de este modo, alcanza la perfección de su naturaleza humana.

Los ángeles, en virtud de su inteligencia superior, conocen los misterios divinos en el Verbo con gran claridad. Nosotros, en cambio, conocemos oscuramente las verdades de la fe, es decir, sólo creyendo en la Palabra de Dios, Primera Verdad-Elocuente 7. Y, a causa de la oscuridad moral, que caracteriza al pecado del mundo, las verdades de la fe sobre el comportamiento humano aparecen, en ocasiones, de un modo particularmente poco claro a la persona que debe aprender aún a apreciar el modelo espiritual que Cristo representa para la vida humana. Ciertamente, una reflexión más a fondo sobre la verdad revelada –un esfuerzo, desarrollado en el seno de la fe, dirigido a ver con más claridad lo que los ángeles buenos ven por la «mañana», cuando todo aparece en la «imagen perfecta»– constituye un rasgo básico del dinamismo de la vida cristiana. ¿Significa esto que por sí solo el conocimiento de la fe puede suplir la formación moral del cristiano? Tradicionalmente, la Iglesia ha dado una respuesta negativa a esta cuestión. La razón humana –con la capacidad que le es inherente y con su propio objeto– no queda anulada por el don de la fe. El ser humano, iluminado por la fe en Cristo, continúa ocupándose del mundo con su inteligencia racional. Y, para alcanzar el pleno esplendor de la vida cristiana, es importante saber las razones por las que el auténtico conocimiento humano ayuda a la fe cristiana, especialmente en los asuntos que conciernen a la adecuada conducción de la vida humana.

El hecho de que la razón conserve su propia energía en el marco de la vida cristiana asigna a la filosofía un papel genuino en el interior de la visión cristiana del mundo y de la persona humana. En sus Gifford Lectures (1931-32), plantea Étienne Gilson la finalidad de una filosofía cristiana: «Llamo, pues, filosofía cristiana a toda filosofía que, aun distinguiendo formalmente los dos órdenes, considera la revelación cristiana como un auxiliar indispensable para la razón» 8. Tanto si aceptamos o no esta proposición específica, Gilson nos dice al menos cómo el creyente cristiano puede considerar el «esse rerum», el ser de las cosas, desde un punto de vista formalmente distinto al de la fe en Dios. Y si esta búsqueda personal de la sabiduría se convierte en una investigación intelectual organizada, podemos llamar con toda propiedad filósofo cristiano a todo aquel que la practique. El conocimiento filosófico busca el «esse rerum quod in propia natura habent»; es decir, busca descubrir la naturaleza propia que todas las cosas tienen en sí mismas. Aunque la filosofía sólo pueda alcanzar una comprensión limitada de la naturaleza de las cosas, el estudio filosófico sigue siendo un esfuerzo discursivo, por parte de la persona humana, para conseguir lo que los ángeles ven al anochecer: un «conocimiento de la realidad creada tal como existe en su propia naturaleza». Por otra parte, la Iglesia alienta este esfuerzo, y lo hace apoyándose en la autoridad de san Pablo: «Porque lo invisible de Dios, desde la creación del mundo, se deja ver a la inteligencia a través de sus obras: su poder eterno y su divinidad» (Rm 1, 20).

El cristiano sabe que hay límites para los «principios y las causas» que buscan los filósofos. La «filosofía primera» de Aristóteles, es cierto, nos invita a contemplar la existencia de la Verdad más elevada, pero hasta los pocos que alcanzan con éxito este objetivo, obtienen únicamente un conocimiento indirecto, un conocimiento deductivo de este último principio; a saber: un conocimiento de la dependencia de las cosas respecto a una única fuente, a la que todos llaman Dios 9. Dado que santo Tomás comprendió plenamente la diferencia entre el Dios de los filósofos y el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, nos brinda un comentario melancólico, poco común, sobre las personas que se apoyan sólo en la razón para descubrir la verdad sobre la existencia humana.

Dado que Aristóteles vio que no hay otro conocimiento humano en esta vida más que el que se obtiene a través de las ciencias especulativas, sostenía que el hombre no puede obtener una felicidad perfecta, sino sólo relativa. De este modo, se vuelve manifiesta la gran angustia experimentada por el noble genio de los filósofos a lo largo de los tiempos 10.

Pero aunque el creyente cristiano logra evitar esta triste suerte, es preciso que experimente algo de la angustia de los filósofos. Como señala un teólogo: «Si no existiese en el hombre un punto de contacto, que no constituya todavía una gracia en el sentido teológico del término, por el que puede comunicar con Dios, éste no podría dirigirle su revelación de una manera que tuviera sentido para él. De ahí la enseñanza solemne del magisterio, concretamente sobre la posibilidad del conocimiento natural de la existencia de Dios (DS 3004 y 3026) y de la inmortalidad del alma (DS 1440)» 11. Cuando la Iglesia defiende la dignidad de la vocación humana y renueva la esperanza en los que desesperan de alcanzar un destino más alto, reconoce que su mensaje responde a los deseos más profundos del corazón humano. Al mismo tiempo, en virtud del sentido sobrenatural de la fe, el pueblo de Dios recibe una verdad que supera la capacidad del conocimiento humano, la verdad que lo hace libre (cfr. Jn 8, 32).

Volvamos, sin embargo, a la distinción que, tanto san Agustín como santo Tomás, realizan entre el conocimiento matutino y el vespertino de los ángeles —su cognitio «matutina» y «vespertina»—, para ver la aplicación que pueda tener en la ética teológica. Santo Tomás explica el fundamento de la distinción entre los dos tipos de conocimiento angélico de la manera siguiente: «El ser de las cosas fluye del Verbo como de un primer [o primordial] principio, y esta efusión concluye en el ser de las cosas, que estas poseen en su propia naturaleza». Habla santo Tomás de un «fluir del ser» que se difunde desde la fuente creadora de todas las cosas en Dios y va a concluir en la variedad de las naturalezas creadas que existen en el mundo 12. La efusión de la verdad divina se asemeja a este fluir del ser. Desde el punto de vista de santo Tomás, la inesperada compleción de la metafísica se encuentra en la revelación cristiana. Dios comunica, a través de la revelación, un conocimiento de toda la realidad tal y como existe en su Hijo, aunque los creyentes sigan gozando de la capacidad de adquirir un conocimiento genuino de los seres tal como existen en sí mismos. Un filósofo americano llega a afirmar incluso que «la teología revelada promete una visión de los principios que busca e incluso desea el filósofo metafísico» 13.


2.
Ley natural y ley evangélica

La Constitución pastoral sobre la Iglesia en el mundo de hoy, Gaudium et spes, reconoce la legitimidad de una doble fuente para la verdad moral. Por ejemplo, en un sitio dice el Concilio: «Afirma además la Iglesia que bajo la superficie de lo cambiante hay muchas cosas permanentes, que tienen su último fundamento en Cristo, quien existe ayer, hoy y para siempre», mientras que en otro lugar afirma el mismo Concilio «pretende recordar ante todo la vigencia permanente del derecho natural de gentes y sus principios universales» 14. La Gaudium et spes nos proporciona, además, la razón para que el creyente cristiano pueda tener presentes dos fuentes complementarias para la verdad moral, a saber: 1) la revelación explícita de Cristo, y 2) las estructuras creadas de la realidad humana que la tradición cristiana llama derecho natural. Cada una de ellas, como es natural, posee su particular metodología, certeza y objetivo. El creyente, con la mirada de la fe, aprende a conocer las maravillosas realidades que se encuentran escondidas en Cristo, al tiempo que una consideración metafísica de la moral instruye sobre «el ser que tienen las cosas en su propia naturaleza». No produce sorpresa, por tanto, que el concilio Vaticano II, al hablar de la norma para el comportamiento humano, no vacile en identificar esta como «natural y evangélica» (lex naturalis et evangelica) 15.

En el ámbito de la conducta humana, el pensador cristiano puede reflexionar legítimamente sobre el «esse rerum», el «ser de las cosas», desde dos puntos de vista. Desde el primero de ellos, el creyente obtiene una perspectiva universal de «la vigencia permanente del derecho natural de gentes y sus principios universales». Esto supone un conocimiento del derecho natural y de la virtud, que resulta verdadero para toda la humanidad. Desde el segundo punto de vista, el creyente observa atentamente la actual economía de la salvación y ve aquello que también los ángeles ansían ver. Dado que la revelación es comunicación de la verdad sobre Dios y sobre el designio secreto de su voluntad (cfr. Ef 1, 9), tiene que ver con las realidades divinas y sobrenaturales. Pero este conocimiento procede únicamente de la fe en Cristo, puesto que «en realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» 16. Así como los ángeles contemplan la misma verdad por la mañana y por la tarde, así también la fe y la razón conducen a la persona humana a un cara a cara con la única verdad, que encuentra su raíz en el Ser divino y ha sido manifestada por «el resplandor del Evangelio de la gloria de Cristo, que es imagen de Dios» (2 Co 4, 4).

Sin embargo, las verdades de la fe superan el alcance del entendimiento humano; estas verdades no pueden ser medidas por criterios inherentes a la evidencia del intelecto humano. Por eso, al creer el entendimiento, bajo el impulso del imperio de la voluntad, que ha sido hecho posible por la gracia, otorga su propio consentimiento a algo que supera sus requisitos y capacidades naturales, esto es, a la plenitud de la verdad de la revelación de Dios. Según la verdad de la fe católica, Cristo mismo se encuentra en el centro de todo el proceso de revelación. La fe, a continuación, proviene de Dios, bien como un libre don de la gracia, que produce el asentimiento de la fe requerido, o bien como una abundante efusión o difusión de doctrina sobre aquellas cosas que forman parte de nuestra salvación.

El Nuevo Testamento afirma claramente que la persona humana descubre a Dios a través del conocimiento y del amor, y que la perfección de la existencia cristiana conduce a la consumación de esta unión intencional. El mismo Jesús nos enseña en el evangelio de Juan: «Está escrito en los profetas: Serán todos enseñados por Dios. Todo el que escucha al Padre y aprende, viene a mí» (Jn 6, 45). Eso significa que la teología cristiana incluye efectivamente «todo conocimiento que nos enseña la gracia de Dios» 17. Por eso, en virtud de su certeza, de su intrínseco valor y de su fin último, la teología cristiana se sitúa en un nivel superior al de todas las demás ciencias humanas. Y la tradición cristiana, de acuerdo con esto, reserva la atribución de «verdadero sabio» a aquel que aprende con seriedad las verdades que se refieren a Dios: «el que estudia la causa absolutamente primera de todo el universo, que es Dios, es el sabio por excelencia, por esto, ut patet per Augustinum, se dice que sabiduría es la ciencia de las cosas divinas» 18. Puesto que algunas realidades cognoscibles, como, por ejemplo, los progresos de la ciencia médica, no caen de manera inmediata en la esfera de la fe divina, la Iglesia entiende que la sabiduría divina enseñada por ella incluye la verdad sobre la vida humana. «Cuando el Magisterio propone "de manera definitiva" verdades concernientes a la fe y a las costumbres, que, aunque no sean revelación divina, estén, sin embargo, estricta e íntimamente conectadas con la revelación, estas deben ser firmement° aceptadas y retenidas» 19.

Dios extiende, graciosamente, su enseñanza salvífica a los contenidos del comportamiento humano, a fin de hacer progresar el bienestar de la humanidad; en efecto, como afirma san Gregorio de Nisa, sólo el creyente comprende que el resultado de una vida virtuosa es que nos volvamos como Dios mismo 20. Cuando santo Tomás habla de las acciones humanas como ordenadas a la unión beatífica con Dios, señala atentamente cómo sólo la enseñanza de Dios (Sacra doctrina) trata de las realidades divinas y regula también el comportamiento humano.

Es [la sacra doctrina], sin embargo, más especulativa que práctica, porque trata de las cosas divinas con preferencia a los actos humanos, de los que sólo se ocupó en cuanto que por ellos se encamina el hombre al perfecto conocimiento de Dios, en el cual consiste su felicidad eterna 21.

La teología cristiana está incluida en la comunicación más amplia de la verdad divina, que constituye la santa enseñanza de Dios a su pueblo. Por eso, la teología moral se distingue de las éticas filosóficas, aunque la historia de las éticas religiosas registre la tendencia a considerar las ciencias prácticas separadamente de las dogmáticas y, a la larga, como estudios puramente seculares. Así, David Hume, filósofo inglés del siglo XVIII, en su Historia natural de la religión (1757) (Sígueme, Salamanca, 1974), anticipó erróneamente que «la religión sería sustituida por convicciones seculares más fuertes, derivadas de regularidades (regularities) naturales». Pero nada manifiesta mayor regularidad natural que «la regla suprema de la vida que es la misma ley divina». La Iglesia identifica esta regla suprema de la vida con «la propia ley divina, eterna, objetiva y universal, por la que Dios ordena, dirige y gobierna el mundo universo y los caminos de la comunidad humana según el designio de su sabiduría y de su amor» 22. Por lo que el Concilio no duda en repetir la famosa frase de las Confesiones de san Agustín: «Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti» 23.


3. La vida virtuosa

Cuando santo Tomás describe la única característica de la vida evangélica, escribe: «Ahora bien, lo principal en la ley del Nuevo Testamento y en lo que está toda su virtud es la gracia del Espíritu Santo, que se da por la fe en Cristo» 24. Porque, como nos recuerda san Ambrosio, «el Espíritu Santo no actúa con lentos y laboriosos esfuerzos», la Iglesia cristiana debe mantenerse siempre atenta a la activa interacción entre la naturaleza humana y la gracia divina que manifiesta el corazón de la Ley Nueva 25. La Lumen gentium afirma que el Espíritu Santo «guía la Iglesia a toda la verdad (cfr. In 16, 13), la unifica en comunión y ministerio, la provee y gobierna con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la embellece con sus frutos (cfr Ef 4, 11-12; 1 Co 12, 4; Ga 5, 22)» 26. El teólogo moralista debe reconocer la suprema importancia que posee la gracia del Espíritu Santo en la vida del miembro del Cuerpo de Cristo 27. La vida teologal, para el creyente, supone el ejercicio de las tres virtudes teologales —fe, esperanza y caridad— y de las virtudes morales cardinales —prudencia, justicia, fortaleza y templanza—. Sin embargo, puesto que esta vida virtuosa se refiere a la plenitud de la gracia mesiánica de Cristo, la tradición teológica sostiene más bien que cada creyente goza de la especial asistencia divina de los dones del Espíritu Santo, que «intercede por los santos según los designios de Dios» (Rm 8, 27).

La Palabra inspirada de Dios proporciona una enseñanza, una Torá, muy detallada, y que, en la interpretación que de ella dieron Jesús y sus seguidores en el Nuevo Testamento, tiene validez universal. Mientras que los diez mandamientos resumen la Torá del Antiguo Testamento, las virtudes del amor, la fe y la esperanza, las virtudes morales cardinales y los dones auxiliares del Espíritu a ellas unidos, así como también los diferentes dones ministeriales otorgados a los miembros del Cuerpo de Cristo, manifiestan la enseñanza moral de la Sagrada Escritura en su plenitud cristiana. Y es que los preceptos de la Escritura no constituyen en sí mismos una ética completa, si no se toman en consideración las virtudes del carácter que éstos forman y expresan. Como el mismo Cristo enseña: «todo árbol bueno da frutos buenos» (Mt 7, 17).

Precisamente porque el teólogo moralista está en condiciones de explicar que la gracia transforma las principales capacidades psicológicas de la naturaleza humana, puede hacer un uso pleno de la noción de habitus como vía explicativa de las virtudes del carácter. Las virtudes morales teologales y las infusas, en cuanto auténticos habitus de orden sobrenatural, capacitan a la persona para mantener una comunión interpersonal con Dios. El habitus no constituye una rutina. Al contrario, en vez de inhibir el ejercicio de la autonomía humana, el habitus suministra la condición indispensable para llevar a cabo un comportamiento cristiano verdaderamente libre y responsable28. A veces, es cierto, nos referimos a la gracia santificante como a un habitus «entitativo» del alma, pero este modo de hablar representa un uso amplio del concepto 29. Las virtudes infusas, más que un verdadero habitus de vida sobrenatural, modelan las capacidades o potencias del alma humana (potentiae animae) que forman la base para el conocimiento y el amor, esto es, el intelecto para la fe y la prudencia, y el apetito racional, o voluntad, para las virtudes de la caridad, de la esperanza y de la justicia. Sólo la gracia santificante puede elevar y perfeccionar simultáneamente estas potencias, de modo que la persona pueda hacer todo «en el nombre del Señor Jesús, dando gracias por su medio a Dios Padre» (Col 3, 17). Considerar, por ejemplo, la fe teologal como un habitus típico del cristiano, refleja una antigua intuición teológica sobre el modo como Dios concede el don de la fe. En el libro titulado Los nombres divinos, el autor del siglo V conocido como Dionisio el Areopagita, escribe:

La fe es el cimiento permanente de los fieles, que los pone en la Verdad y pone la Verdad en ellos con una firmeza inquebrantable, a través de la cual poseen un conocimiento sencillo de la verdad de esas cosas en las que creen 30.

El teólogo moralista, con un uso juicioso y creativo de la categoría aristotélica de habitus, afirma que, para aquellos que han sido «justificados por la fe en Cristo» (Ga 2, 17), esta «firmeza inquebrantable» forma una cualidad o característica personal de la totalidad de su vida moral.

En el Antiguo Testamento se pone el énfasis en la idea de habitus virtuoso entendido como rectitud (sedeq), misericordia (hesed) y fidelidad (`emet), pero lo que queda claro, sobre todo en la enseñanza de Cristo sobre el principal mandamiento y por el discurso de san Pablo en la Primera carta a los Corintios (cap. 13), es que la caridad (el equivalente de la hesed) constituye la virtud cristiana suprema y se extiende tanto a Dios como al prójimo. Por otra parte, san Pablo aclara que tanto la fe como la esperanza están directamente vinculadas con la caridad. En la historia de la teología moral, estas tres virtudes, llamadas tradicionalmente virtudes teologales, han sido consideradas siempre como suministradoras de la verdadera forma de la ética cristiana, y ello con plena garantía bíblica.

Las cuatro virtudes cardinales –prudencia, justicia, fortaleza y templanza–, derivadas de Platón, reinterpretadas por Aristóteles y transmitidas por los estoicos, aparecen citadas una vez en el libro de la Sabiduría: la Sabiduría «enseña la templanza y la prudencia, la justicia y la fortaleza: lo más provechoso para el hombre en la vida» (Sb 8, 7). Si bien esta única cita, situada en un libro marcado, además, por la influencia griega, difícilmente puede bastar para otorgar a las virtudes cardinales su importancia fundamental, su empleo tradicional como principios organizadores de la ética puede explicarse aún en virtud de las siguientes consideraciones. La prudencia significa lo equivalente a la «sabiduría», considerada constantemente en el Antiguo Testamento como un don de Dios, sin el que resulta imposible llevar una vida virtuosa. El Nuevo Testamento habla repetidamente de la sabiduría como dada a los más pequeños en la era mesiánica, y esto anima a la Iglesia a mantener una prudente vigilancia «para darse a la oración» (1 P 4, 7). La justicia, como es natural, sigue siendo un tema central tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento; y está incluida necesariamente en la misma noción de «amor al prójimo». Así, las Sagradas Escrituras constantemente nos exhortan y nos conducen al respeto a los derechos de los otros, y a hacerlo con una sabiduría o prudencia práctica que supera el mero legalismo, y eso desde la actitud de piedad que debemos al Padre celestial (cfr. Col 4, 1). El misterio de la cruz otorga un lugar central en la virtud cristiana al martirio y a soportar con paciencia el sufrimiento por Cristo, es decir, a la fortaleza, y con ella a la no violencia en lugar de la agresividad, que predomina en la noción griega de virtud. «En el mundo tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo» (Jn 16, 33). Por último, la vida célibe de Jesús, su enseñanza sobre el divorcio, y las instrucciones pastorales de san Pablo dejan claro que la templanza en la forma de la castidad –conyugal, célibe o virginal– cuentan en el cristianismo con un énfasis especial. «Porque se ha manifestado la gracia salvadora de Dios a todos los hombres, que nos enseña a que, renunciando a la impiedad y a las pasiones mundanas, vivamos con sensatez, justicia y piedad en el siglo presente, aguardando la feliz esperanza y la Manifestación de la gloria del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo» (Tt 2, 11-13).

La visión tradicional, que tiene su origen en el pensamiento de san Agustín, según la cual las virtudes teologales y cardinales son completadas por los dones del Espíritu Santo, por las bienaventuranzas y por los frutos del Espíritu (Ga 5, 22-23), ayuda a organizar una parte considerable de la revelación cristiana. De acuerdo con la exégesis patrística, los «frutos» son actos de las virtudes, mientras que las bienaventuranzas son frutos perfectos que proceden de las virtudes que operan bajo la influencia de los dones. Los dones, que deben ser distinguidos de los dones especiales del ministerio mencionados por san Pablo en 1 Co 12, son presentados en Is 11, 2-3 como conferidos al Mesías (cfr. Ap 5, 6). Según la enseñanza oficial, estos dones son conferidos a todos los cristianos, en el bautismo, para facilitar el trabajo de las otras virtudes, haciendo al cristiano dócil a la guía del Espíritu Santo, de suerte que este o esta adopten un modo divino, más que humano, de juzgar y actuar. Esta teoría de los dones tiene una importancia capital en la historia de la teología espiritual, y dejarla de lado supondría acrecentar la desastrosa separación entre la moral y la teología ascética y mística que tuvo lugar en el período postridentino. Un ejemplo de esta separación de las virtudes y los dones respecto a la teología moral se encuentra en el Directorium Asceticum o Guía para la vida espiritual, publicado por vez primera en 1752 por el jesuita Giovanni Battista Scaramelli, un autor espiritual31. Así pues, en el mismo período en que Hume anunció el divorcio entre la revelación y la razón humana, el Directorium Asceticum separa tanto las virtudes morales, que describe como «disposiciones inmediatas para la perfección cristiana» como las virtudes teologales, especialmente la caridad, que reconoce como «la esencia de la perfección cristiana», de los cánones de la teología moral, gobernada exclusivamente, en este período de la historia de la Iglesia, por los principios casuísticos de los manuales.

Sin embargo, la revelación cristiana no presenta fundamento alguno para una separación tan torpe. Si examinamos la pneumatología que subyace en todo el Nuevo Testamento, no puede haber duda alguna de que Jesús, al prometer el Paráclito, había afirmado que la efusión del Espíritu Santo, que había sido anunciada para la era mesiánica (cfr. Hch 2, 14-36), estaba ahora a punto de iniciarse. La verdadera libertad cristiana, que conduce a la búsqueda de una vida buena, procede únicamente del Espíritu Santo: «Porque el Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad» (2 Co 3, 17). Y la Iglesia primitiva experimentó la distinción entre la observancia de los mandamientos, en la modalidad humana de la obediencia sumisa, y el cumplimiento, inspirado y facilitado por el Espíritu, de los mismos preceptos, con profunda penetración y gozo. Con este objetivo a la vista, san Pablo urge constantemente a aquellos que se convierten a crecer en la madurez cristiana y en la docilidad al Espíritu. La enumeración y la clasificación de los dones es menos significativa que el hecho de que son dados en la plenitud simbolizada por el número siete. Las referencias concretas a las diferentes cualidades de la acción y la percepción, atribuidas a los siete nombres tradicionales de los dones –Sabiduría, Entendimiento, Consejo, Fortaleza, Ciencia, Piedad y Temor de Dios–, pueden encontrarse diseminadas a lo largo de ambos Testamentos. Pero la verdad importante es la que enseña san Pablo a los romanos sobre el significado de la filiación adoptiva: «En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios... Y, si hijos, también herederos: herederos de Dios y coherederos de Cristo, ya que sufrimos con él, para ser también con él glorificados» (Rm 8, 14-17).


4. Los dones del Espíritu Santo

La tradición recibida de la Edad Media proporcionó a santo Tomás los recursos necesarios para elaborar una teología basada en los dones del Espíritu Santo32. Aproximadamente a lo largo de dos decenios (1252-1272), aplicó santo Tomás de Aquino su extraordinario talento a la consolidación y síntesis de las glosas bíblicas y textos patrísticos, que le suministraban diferentes interpretaciones del bien conocido texto de Is 11, 2-3 33. La enseñanza de santo Tomás sobre los dones integra sus doctrinas sobre las relaciones y procesiones en la vida intratrinitaria, sobre las misiones temporales del Hijo y del Espíritu Santo y sobre la inhabitación del Paráclito en las almas de los justos, con su teología práctica de la vida cristiana. Ciertamente, como se desprende de un estudio comparativo de sus escritos, el pensamiento de santo Tomás sobre la naturaleza y la función de estos dones continúa desarrollándose aún cuando proyecta la Summa theologiae 34. La redacción final de su teología de los dones se encuentra en el interior del tratado sobre las virtudes individuales, en la secunda pars 35.

En la secunda secundae, adopta santo Tomás una decisión metodológica que configura su teología de los dones. Acepta el emparejamiento establecido de los siete dones con las siete virtudes teologales y cardinales. Esta tradición del Spiritus septiformis está presente en la Iglesia latina desde el siglo IV 36. Aunque los teólogos habían sugerido, previamente, otros modos de insertar los dones dentro de las estructuras de la teología cristiana, santo Tomás opta por el paradigma que asocia los dones a las virtudes, a las bienaventuranzas y a los frutos del Espíritu Santo.

Una simple lectura del Nuevo Testamento obliga ya al teólogo a considerar los dones del Espíritu Santo. Por ejemplo, cuando Jesús se despide de sus discípulos, les dice: «Os conviene que yo me vaya; porque si no me voy, no vendrá a vosotros el Paráclito; pero si me voy, os lo enviaré» (In 16, 7). Resumiendo, la reflexión teológica sobre el status, función y objetivo de los dones del Espíritu Santo articula la naturaleza precisa de esta ayuda divina prometida. De acuerdo con la formulación de santo Tomás, por ejemplo, estos dones configuran la psicología personal del creyente, de tal modo que la persona puede responder de manera positiva a todos los instinctus que atribuimos habitualmente al Espíritu Santo 37. Con otras palabras, los dones completan el ejercicio de las virtudes morales y teologales en las experiencias ordinarias de la vida cristiana, hasta el punto de que resultan indispensables para la perfección cristiana.

Santo Tomás presenta algunos elementos fundamentales de su enseñanza sobre los dones en la cuestión 68 de la prima secundae 38. Siguiendo el esquema fijado por san Alberto Magno 39, dice santo Tomás que sus predecesores presentaron una variedad de argumentos para explicar cómo podemos distinguir los dones de las virtudes. La rudimentaria tesis escolástica según la cual se debería distinguir entre las virtudes y los dones parece proceder de Felipe el Canciller40. Sin embargo, el doctor angélico argumenta que estos primeros intentos de encontrar una razón que justifique la distinción no tuvieron éxito. Por eso emprende otra vía de aproximación. Partiendo del modo de hablar de la Escritura, observa santo Tomás que esta emplea el término «espíritu» para designar lo que los teólogos llaman «don». A continuación, subrayando la conexión inherente entre spiritus y motus, define los dones como disposiciones habituales del creyente, para recibir las inspiraciones divinas especiales o mociones que superan el modo corriente del actuar humano establecido por la virtud41.

De acuerdo con el teólogo dominico del siglo XVII Juan de Santo Tomás, esta nueva modalidad de don-actividad produce algunos resultados sorprendentes 42. Por ejemplo, argumenta que una vez que un acto virtuoso cae bajo la influencia de los dones, la acción adquiere enteramente un nuevo carácter o especie moral. Esto, para la tradición tomista de la teología moral, significa que nos encontramos con un tipo de acto totalmente nuevo. Naturalmente, la razón que esgrime, para fundamentar esta vigorosa afirmación, se encuentra en el único principio regulador que gobierna el funcionamiento de los dones. Para ilustrar cómo diferentes modalidades de actividad pueden trabajar en la misma acción material, el comentador español emplea la sencilla imagen de un barco impulsado tanto por el trabajo de los remeros como por la fuerza del viento:

Esta iluminación interior, este gusto experimental de las cosas divinas y de los otros misterios de la fe, excita nuestros afectos, de suerte que estos tienden al objeto de la virtud de un modo más elevado al que de ordinario acostumbran estas mismas virtudes. Esto acaece hasta el punto de que nuestros afectos obedecen a una regla y a una medida que depende de realidades más elevadas, verbigracia, la moción interior (instinctus) del Espíritu Santo —en conformidad con la regla de la fe— y su iluminación. El resultado es que los dones realizan un tipo distinto de acción moral, es decir, establecen una especificación moral característica; efectivamente, somos conducidos a un fin divino y sobrenatural de un modo que difiere de la regla moral elaborada por nuestros propios esfuerzos y trabajos (y eso incluso en el caso de una virtud infusa), esto es, por una regla elaborada y fundada sobre la regla del Espíritu Santo. De un modo semejante, el trabajo de los remeros mueve el barco de modo diferente a como lo hace el viento, aunque las olas lo impulsen hacia el mismo puerto43.

Juan de Santo Tomás emplea el ejemplo de dos causas categóricas, a saber: el remero y el viento, para explicar dos modalidades de una sola actividad divina en la persona: una modalidad humana, cuando las virtudes infusas y teologales se mantienen bajo la dirección de nuestra propia ingeniosidad y recursos, y una modalidad sobrehumana, cuando las mismas virtudes se ponen bajo la influencia de los dones.

La experiencia común apoya esta distinción. Como claramente muestran las evidentes diferencias de fervor entre los miembros de la Iglesia, cada creyente justificado conserva su capacidad de dirigir el progreso de su vida sobrenatural. Empleando un lenguaje más sencillo, la razón humana continúa siendo la regla directora o la medida para las virtudes, incluso para las virtudes morales y teologales infusas. Mas el Espíritu Santo, como el apuntador en un escenario teatral, puede inspirar una acción virtuosa de acuerdo con una medida que sobrepase la medida de la razón humana. La primera carta de Juan refiere esta acción: «... la unción que de El habéis recibido permanece en vosotros y no necesitáis que nadie os enseñe. Pero como su unción os enseña acerca de todas las cosas...» (1 Jn 2, 27) 44.

El creyente tiene necesidad de estos dones especiales, para que una vida cristiana virtuosa pueda florecer en plenitud45. Para apreciar plenamente la importancia de esta tesis, debemos recordar que no existe ninguna proporción adecuada entre la naturaleza humana y la meta de la comunión beatífica con Dios. Como nos enseña la experiencia cotidiana, hasta los cristianos se ocupan con mayor facilidad en conseguir aquellos bienes creados, que les son proporcionados, que en aspirar al Bien divino, que constituye la bienaventuranza subjetiva. «Mas, en orden al fin último sobrenatural, al cual la razón mueve en cuanto que en cierto modo e imperfectamente está informada por las virtudes teologales», afirma santo Tomás, «no basta la sola moción de la razón si no interviene también el instinto o moción superior del Espíritu Santo» 46. Con otras palabras, la vida de la fe y de la gracia en sí misma no garantiza que el cristiano utilizará estos dones divinos del mejor modo.

Por otra parte, el Espíritu Santo, como Abogado y Consolador, impulsa al creyente a ir más allá de las restricciones de la inclinación humana y de los juicios sobre cuestiones que atañen a la vida eterna. Como hemos visto, san Pablo corrobora esta verdad teológica básica cuando habla de aquellos que son dirigidos por el Espíritu de Dios como «herederos» del Reino (cfr. Rm 8, 14-17). Pero el proceso se manifiesta paso a paso, de modo que santo Tomás compara el Espíritu Santo con un maestro, que guía, gradualmente, a un aprendiz hacia una comprensión segura de una disciplina particular mediante momentos de penetración, que clarifican tanto el método como el contenido.

Aunque el tema no tenga ningún paralelo en sus restantes escritos ni, en lo que respecta a esta materia, exista precedente alguno en los trabajos de otros teólogos, santo Tomás se pregunta, a continuación, si los mismos dones forman o no un habitus distinto. El término bíblico spiritus sugiere, desde luego, algo transitorio, incluso carismático, en el carácter. Pero como los dones hacen al individuo, continua y activamente, receptivo a las mociones divinas indispensables para la perfección cristiana, forman parte permanente del carácter moral del creyente. Por eso, sostiene santo Tomás, el evangelio de Juan dice que Jesús tranquilizó a sus discípulos con la promesa del Consolador «porque mora con vosotros y está con vosotros» (Jn 14, 17). Al explicar esta fusión entre la espontaneidad de una inspiración y la permanencia de una disposición estable, Juan de Santo Tomás recurre con frecuencia a los testimonios de la Escritura que legitiman esta tesis escolástica47.

En cuanto habitus formados en el creyente, los dones modelan el carácter moral del cristiano de unos modos determinados. Los dones, por ejemplo, nos perfeccionan en el sequela Christi, del mismo modo que las virtudes de la disciplina personal, a saber: la fortaleza y la templanza, perfeccionan los apetitos irascibles y concupiscibles. La virtud de la templanza, en la visión aristotélica, modera los poderes de la concupiscencia de tal modo que la persona verdaderamente templada actúa de acuerdo con la medida de la recta razón, pero sin la tensión, la lucha interior y el esfuerzo que acompañan al ejercicio de aquellos que no poseen el habitus virtuoso. Los dones establecen este tipo de conformidad en el cristiano, de manera que no tengamos necesidad de luchar después de recibir las mociones del Espíritu Santo. Y como, de manera inequívoca, nos muestra el testimonio de los santos, los dones llevan a cabo todo esto sin introducir una insípida uniformidad en el vivir cristiano.

Vale la pena señalar que la noción de habitus, como cualquier concepto filosófico introducido en la teología, conlleva una cierta elasticidad analógica. Un habitus infuso suministra ciertas disposiciones personales, que vuelven el vivir creativo del cristiano pronto, alegre y fácil 48. En el caso de los dones, por ejemplo, aunque santo Tomás no parece tener en cuenta que podemos rechazar una moción divina, insiste aún en que el habitus no destruye la libertad humana. Más bien, los dones producen infaliblemente en el creyente una especie de libertad espiritual ordenada, que caracteriza a la vida del Nuevo Testamento49. San Juan de la Cruz ha intentado aprehender el estado paradójico del don-habitus cuando escribe: «En cuanto cesé de buscar lo que quería yo mismo, todo me fue dado por Dios aun sin pedirlo» 50


5. La fe y los dones de entendimiento y de ciencia

Hay dos dones del Espíritu Santo que ayudan de modo particular a la fe en Cristo, dones que el Nuevo Testamento considera indispensables para que el poder del Espíritu Santo pueda extenderse por el mundo. Y por esta razón, la tradición teológica sitúa e interpreta los dones del entendimiento y de la ciencia en el interior del marco de la fe teologal. Dado que la fe teologal santifica la inteligencia humana, constituye una virtud teologal especial. Mediante la fe, dice santo Tomás, la mente se une a Dios. La Verdad y la Palabra propias de Dios logran esta unión en la persona humana, de tal suerte que, quien cree en la predicación del Evangelio, otorga su total asentimiento a lo que se le propone como divinamente revelado. El concilio Vaticano II ha realizado esta importante afirmación para explicar la relación entre la fe teologal y el crecimiento de la Iglesia: «La Tradición y la Escritura constituyen el depósito sagrado de la palabra de Dios, confiado a la Iglesia». A través de un asentimiento personal a las proposiciones que deben ser creídas y en las que se encarna la divina revelación, el creyente cristiano se va configurando progresivamente como miembro pleno del Cuerpo de Cristo. «Fiel a dicho depósito, el pueblo cristiano entero, unido a sus pastores, persevera siempre en la doctrina apostólica y en la unión, en la eucaristía y la oración» 51. La fe cristiana cambia cada aspecto de la vida humana y hace de la raza humana un pueblo santo presto a confesar el «tesoro de la revelación» 52.

Los dones que facilita la fe teologal sostienen de manera particular el acto de fe, por el que el cristiano asiente y se apropia de los artículos de fe que representan los misterios de la fe cristiana. En el siglo V el abad Fausto de Riez trata el tema de la unión entre Dios y el linaje humano llevada a cabo por la fe: «¿Qué matrimonio puede ser este –se pregunta refiriéndose a las bodas de Caná–, sino aquel gozoso matrimonio de la salvación del hombre, un matrimonio que se celebra por la confesión de la Trinidad y por la fe en la resurrección?» 53 La enseñanza de santo Tomás sobre los artículos de la fe subraya su carácter instrumental en la dispensación de la enseñanza divina comunicada por Dios a la Iglesia, y por esta razón los trata como proposiciones portadoras de verdad sobre las que el Magisterio dispone de prerrogativas especiales 54. Es más, esta visión representa la opinión común de la Iglesia: «El oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita, ha sido encomendado únicamente al Magisterio de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo» 55. El Magisterio fomenta la fe teologal, y todo lo que propone para ser creído, por haber sido divinamente revelado, está tomado del único depósito de la fe. La Iglesia, al proponer su autoridad magisterial, cumple la promesa de Cristo a sus discípulos de que nunca quedarían huérfanos espirituales.

En cuanto «esposa del Verbo encarnado», goza la Iglesia de la asistencia continua del Espíritu Santo. A pesar de las interpretaciones racionalistas de la fe cristiana, como las provocadas en el siglo XVII por el espíritu cartesiano de las ideas claras y distintas, interpretaciones que ensombrecen esta importante cualidad, sigue siendo cierto que el conocimiento humano, incluso en el acto de fe, experimenta sus limitaciones más que sus capacidades ante la verdad divina 56. En virtud de esta intrínseca limitación cognoscitiva, los dones de entendimiento y de ciencia —aunque perfeccionan el acto de fe— deben tomar su poder efectivo de la virtud de la caridad. A diferencia de las virtudes de la fe y la esperanza, la caridad habita realmente en la Iglesia de aquí abajo como una realidad idéntica a la que florece en la comunión de los santos en el cielo. Esta concepción de la vida teologal explica la razón de que santo Tomás asocie el don de sabiduría, el más eminente de los dones del Espíritu Santo, con el de la caridad, la virtud teologal que encarna con mayor perfección la realidad divina. Más aún, puesto que cada don actúa a través de las tres virtudes teologales, podemos interpretar los dones de entendimiento y ciencia como ciertas adaptaciones o prolongaciones de esta sabiduría caritativa en las otras virtudes. De este modo, los dones de entendimiento y ciencia señalan directamente las limitaciones que las capacidades intelectuales en sí mismas imponen a las virtudes que están sujetas a ellas. Sin embargo, alcanzan este objetivo sin hacer violencia a la estructura innata intencional del conocimiento y sin perjudicar a la estructura básica del artículo de fe redactado en forma de proposición.

5.1 El don de entendimiento

Como indican los dos componentes de la palabra —«intus» y «legere»—, la etimología latina de «intellectus» sugiere una especie de lectura intuitiva entre líneas. En la explicación aristotélica del conocimiento humano, el habitus intelectual llamado «entendimiento» impulsa al intelecto a escrutar los primeros principios indemostrables del intelecto especulativo. Precisamente en cuanto indemostrables, podemos comparar de manera apropiada estos primeros principios con los artículos de fe, puesto que los misterios sobrenaturales de la fe cristiana no tienen más apoyo que la verdad divina. De ahí que santo Tomás establezca una analogía entre el entendimiento natural y el don del mismo nombre 57. Así como el entendimiento natural capacita la mente humana para comprender los primeros principios de la razón especulativa y práctica, así también el don de entendimiento ayuda a la fe teologal a penetrar en lo que se contiene en el artículo de fe. En este sentido, el don de entendimiento sirve de ayuda a la fe teologal. Aunque el creyente no puede ver de modo inmediato ni conocer de manera demostrativa el objeto de la fe, puede, a pesar de ello, percibir «la luz [que] brilla en las tinieblas» (cfr. Jn 1, 5). Dado que los artículos sirven como principios nocionales para el desarrollo de la fe-conocimiento, el don de entendimiento capacita el habitus infuso de la fe para penetrar las verdades expresadas en estas proposiciones.

El don de entendimiento no ilumina el acto de fe de tal modo que la fe no siga obrando en su oscuridad característica. Y dado que la penetración o conquista de los artículos de fe no desemboca en un discernimiento que destruya el misterio de la fe, el acto de fe sigue caracterizado por su falta de evidencia. De ahí que el don de entendimiento no tenga otro especial objeto que el de la misma fe teologal. Al contrario, puesto que el don permite al creyente percibir con mayor claridad la distancia entre la res oculta, o realidad divina en sí misma, y el enunciabile, o proposición de verdad que la manifiesta, el don, en realidad, aumenta la incertidumbre de la falta de evidencia de la fe. Y el don de entendimiento cumple este cometido hasta cuando anima al creyente a adherirse con mayor precisión y claridad a la verdad que es objeto de fe 58. «Dado que se desarrolla fuera de la connaturalidad y de la unión con las cosas divinas, el don de Sabiduría», explica Juan de Santo Tomás, «no facilita un conocimiento completo de las causas últimas; este don ahonda más bien nuestra comprensión de esas causas por la vía de un conocimiento cuasi-afectivo, místico» 59. Lo mismo puede decirse de los dones de entendimiento y ciencia.

Sólo la caridad, por supuesto, puede explicar el discernimiento cuasi-instintivo que el don de entendimiento aporta al acto de fe 60. Por su carácter dinámico, el conocimiento afectivo tiende a distinguirse del conocimiento humano conceptual. Con todo, Juan de Santo Tomás subraya justamente que esta penetración implica un juicio; no se consigue inmediatamente como resultado de una simple aprehensión. Ahora bien, en orden a distinguir entre el entendimiento y el juicio de la razón discursiva asociada con los otros dones intelectuales, habla Juan de Santo Tomás de un juicio simple o discriminador. Lo describe como una «cierta simpatía hacia las cosas espirituales [que] incita al entendimiento a distinguir entre las realidades espirituales y las corporales...» 61 Consideremos el artículo de fe de la inmaculada concepción de María. El don de entendimiento hace posible una aguda y superior penetración de los términos que expresan el misterio –«inmaculada», «concepción», «madre»–. La penetración de estos términos, por otra parte, abre un mundo de experiencia religiosa único para cada creyente, apoyando la profundidad personal y la resonancia afectiva de la relación del creyente con la inmaculada Madre de Dios. Al mismo tiempo, las proposiciones comunes contenidas en los artículos de fe garantizan la unidad de fe y práctica en el interior del único Cuerpo de Cristo.

En esta problemática de la adquisición de las virtudes, describe Aristóteles dos modos diferentes de aprender la vida virtuosa, y estos métodos nos ayudan a explicar cómo funciona el juicio del don del entendimiento en la vida del creyente. En primer lugar, el individuo puede adquirir una virtud moral específica a través del aprendizaje de la doctrina sobre las virtudes; por ejemplo, estudiando los principios de la sana alimentación, es posible que alguien desarrolle las técnicas para mantener una dieta sana.

Pero esa misma persona puede aprender también a ejercer la templanza en el comer —y adquirir así la virtud de la moderación— mediante la observación meticulosa de cómo se alimenta alguien moderado. Aunque una persona templada no posea un conocimiento especulativo sobre la sana alimentación, puede desarrollar la facultad de emitir juicios correctos sobre la nutrición, como resultado de haber consumido una cantidad justa de alimento durante un largo período de tiempo. Dicho de otro modo, la persona que observa de modo connatural una cierta moderación en el comer, experimenta la virtud. Si esto acaece en la experiencia humana ordinaria, ¿por qué no habría de poder conocer y juzgar el creyente las verdades divinas como resultado de haberlas experimentado y amado? 62 El don del entendimiento trabaja de esta manera connatural. «Ahora bien, el conocimiento que nos mueve hacia un recto orden de amor, alcanzando una experiencia más profunda de las cosas divinas, pertenece al don de entendimiento» 63.

En cuanto cualidad distintiva de la vida espiritual, «el don de entendimiento ni aguza ni perfecciona la mente mediante el estudio y la investigación metafísica, sino mediante una connaturalidad mística y una unión con las verdades divinas» ó4. Sin embargo, en el caso del don, el mismo amor divino confiere el deseo de una recta apreciación o estima de la realidad amada. Juan de Santo Tomás describe esta dinámica como sigue:

El conocimiento y el juicio sobre las verdades espirituales y sobrenaturales se obtienen mediante el estudio y la investigación especulativa... y mediante la connaturalidad, el amor y la experiencia. Dionisio, en su obra De divinis nominibus, c. 3 escribió refiriéndose a Hieroteo que «no sólo había alcanzado las realidades divinas, sino que había sufrido por ellas». Se sufre por las realidades divinas cuando se está animado por el amor e impulsado por el Espíritu Santo más allá del nivel establecido por las reglas humanas. Se emplea el término sufrir porque el obrar sometido a la obediencia o a la moción de otro produce una especie de sufrimiento o sumisión 65.

Los santos llegan a hablar incluso del «pondus amoris» —el peso del amor— que atrae al creyente hacia Dios. Ese peso del amor divino capacita a los santos para penetrar en los misterios ocultos de la verdad divina. Y precisamente a través del don de entendimiento es como los Padres de la Iglesia consiguen una profunda visión interior de las implicaciones de los testimonios bíblicos. San Ambrosio, por ejemplo, descubre en el relato bíblico de la visitación algo importante para la salud espiritual de toda la Iglesia: «El Hijo de María, que está más allá de nuestro entendimiento», asegura el santo, «actúa en su madre de un modo que está más allá de nuestro entendimiento» 66. Dado que viene «a través del entendimiento íntimo de las cosas espirituales que experimentan», la exégesis teológica practicada por los Padres sobrepasa en valor, para la Iglesia, a la exégesis que se desarrolla exclusivamente sobre la base de la pericia científica de la alta crítica científica.

El don del entendimiento aprehende los misterios cristianos, especialmente los que descubren la economía de la salvación, como acontecimientos actuales. Aquellos santos que contemplan los hechos de la vida de Cristo, como la anunciación, la natividad, la pasión, la resurrección, etc., por ejemplo, personalizan mejor el don de entendimiento. Porque a los que poseen este don les gusta meditar sobre las Escrituras y «considerar asintiendo», como dice oportunamente san Agustín, las verdades encarnadas de la salvación 67. Por otra parte, santo Tomás une esta consideración con la vida moral: «Ahora bien, solamente poseerá una recta estimación del fin el que no yerra sobre el mismo, sino que se adhiere a él como al sumo bien» 68. En la visión cristiana, la vida moral obtiene de manera instrumental la doctrina que otorga su sentido último a la vocación humana –la visión beatífica–, de suerte que todos los misterios de la economía pertenecen igualmente a la enseñanza moral de la Iglesia69. Existe, pues, un vínculo orgánico entre la práctica de la fe cristiana y los artículos de la doctrina de la fe. Considerar la verdad de la fe facilita la práctica de la virtud cristiana y, desde una perspectiva distinta, una vida virtuosa abre nuestros corazones y nuestras mentes a la iluminación que los misterios cristianos ofrecen a aquellos que los aceptan 70.

5.2 El don de ciencia

Como sugiere la noción aristotélica de «ciencia», el don de ciencia (scientia) ayuda a la fe teologal mediante un tipo diferente de actividad graciosa 71. Juan de Santo Tomás explica de nuevo:

[La ciencia] se fundamenta en una moción del Espíritu Santo, que mueve la mente no con una luz directa, como si brillara una luz en una habitación oscura, sino a través de una experiencia interna —una connaturalidad afectiva con la verdad— por las que puede aprehender sobrenaturalmente las realidades sobre las que juzga 72.

Describe, además, la actividad propia del don como juicio resolutivo o analítico; por lo cual, como la sabiduría, el don de ciencia escruta las explicaciones causales subyacentes en la sacra doctrina 73. El mismo don de ciencia afecta principalmente a las relaciones ascendentes entre los efectos y sus causas y, sólo de manera indirecta, a las relaciones descendentes entre las causas supremas y sus efectos. Dado que la tradición teológica une la suma explicación de la verdad divina con el don de sabiduría, el don de ciencia permanece anclado entre los efectos creados de la actividad divina en el mundo 74. Y, aunque está indisolublemente unida con la instrumentalidad de Cristo y activada por la caridad divina, la actividad propia del don en el creyente se compara, adecuadamente, con el «conocimiento vespertino» de los ángeles, es decir, cuando los ángeles aprenden desde la perspectiva de Dios sobre la estructura innata de la realidad en sí misma 75.

Los vínculos cognitivos entre la mente y su objeto siguen siendo la base subyacente del proceso de conocimiento juicio –que no implica, sin embargo, una distancia falsificadora o una separación entre el sujeto y el objeto. Con otras palabras, el inicio y el término de este proceso radica en el objeto como realmente existente. De acuerdo con los cánones de la epistemología realista, el juicio de conocimiento preserva a la mente de quedar confinada en el mundo cerrado de sus propias creaciones, llevándola al mundo abierto de las cosas tal como estas existen realmente. El don de ciencia ayuda al creyente a escapar del círculo vicioso de la subjetividad, que confunde los conceptos humanos, para que pueda llegar a la verdad sobre el Dios vivo. El don «resuelve» porque une verdades dispares, adquiridas por la fe, en una sola visión sobre la actividad de Dios en el mundo. Por eso explica santo Tomás que «sólo poseen el don de ciencia aquellos que obtienen la certeza de juicio sobre las cosas a creer y obrar por infusión de la gracia, de suerte que no se desvían un punto de la rectitud de la justicia» 76. La prolongada tradición de la Iglesia afirma que la mente no puede mostrarse satisfecha con nada inferior a esto, porque la teología es una continuación de la búsqueda de la fe en aquellos dominios que exceden los límites de la imaginación humana.

Aunque de un modo diferente a la teología discursiva, el don de ciencia escruta la composición de un determinado artículo, así como su posible relación con otras doctrinas de fe. «Aunque la ciencia proceda a partir de las causas creadas», dice Juan de Santo Tomás, «puede, sin embargo, pasar de ellas a lo divino, del mismo modo que nosotros podemos comprender algo de lo invisible de Dios a través del conocimiento de aquellas cosas que él ha producido» 77. El comentarista señala además que, a la inversa, el don de sabiduría se extiende a las cosas creadas, con el resultado de que los dos dones de ciencia y sabiduría, conjuntamente, capacitan al creyente para interpretar la realidad desde el punto de vista de Dios. Esta capacidad del don de ciencia sugiere la función explicativa de la teología, pues este don analiza la afirmación de una verdad o una proposición de fe. El don de ciencia, en cuanto «ciencia de los santos», nos conduce a apreciar aspectos del misterio divino, que una argumentación puramente racional en sí misma no puede descubrir. En total: que el don de ciencia refuerza el apoyo del creyente en el conjunto de los artículos de fe expresados en el credo.

Continuando con el ejemplo de la Inmaculada Concepción, el don de ciencia facilita nuestro juicio sobre las implicaciones de esta doctrina en los otros misterios de la fe. De estos forman parte tanto los formulados en proposiciones como los que no. Por ejemplo, podemos considerar el privilegio único de María como punto de partida para una ulterior investigación sobre cuestiones como estas: si fue posible que ella cometiera pecado, si la Virgen María poseyó durante su vida un conocimiento pleno sobre la persona y la misión de Cristo, si el ejemplo de sus virtudes sirve de ayuda a la vida cristiana, y otras cuestiones que hace nacer esta proposición de fe. El don de ciencia ilumina también la relación de este artículo de fe con otras doctrinas marianas, como la Asunción, así como la relación que mantiene con las restantes doctrinas de la fe, en especial aquellas que tienen que ver con la realidad de la gracia santificante. El que amorosamente contempla el dogma de la Inmaculada Concepción no se encuentra simplemente ante un «dogma» sobre la Madre de Dios, sino ante todo el drama de la salvación, pues la santísima Virgen lo representa personalmente. «Su Hijo», nos recuerda san Ambrosio, «actúa en su madre de un modo que está más allá de nuestro entendimiento», y así aprendemos de María el verdadero gozo de la vida.

Los Padres de la Iglesia unieron, tradicionalmente, la bienaventuranza «Bienaventurados los que lloran» con el don de la ciencia. Juan de Santo Tomás explica esta conexión a la luz del juicio que la ciencia permite emitir al cristiano sobre las realidades creadas.

Para tener una unión perfecta con Dios y experimentar su inmensa bondad, se requiere despojarse de las criaturas y la posesión del conocimiento de su pobreza, humillación y amargura; tales consideraciones, por otra parte, nos conducen a abrazamos más estrechamente a Dios, a quien conocemos mejor a medida que nos distanciamos de las criaturas 78.

El don de ciencia, prosigue, ayuda al creyente a emitir juicios certeros y precisos sobre los bienes creados, situándolos en el contexto de un sistema cristiano de valores 79. Y dado que el don de ciencia otorga una apreciación correcta de las realidades creadas en sí mismas, permite asimismo al creyente reconocer los míseros resultados del mal uso de los bienes creados. Eso no significa, sin embargo, que el don de ciencia conduzca a un severo moralismo, como si un don del Espíritu Santo desarrollara un espíritu rígido. Ciertamente, los dones traen un «dulce refrigerio de lo alto». Con todo, dado que el don de ciencia dirige una mirada crítica a todo el cuerpo de la verdad revelada —y la Inmaculada Concepción es un buen ejemplo en este contexto—, mueve asimismo al creyente a juzgar rectamente los fallos humanos y su cometido providencial en la vida cristiana.

Puesto que existe una relación intrínseca entre la ciencia como recta apreciación de las realidades creadas en sí mismas y la ciencia como análisis de las proposiciones de fe, sólo los que están movidos por el Espíritu Santo gozan del don de juzgar rectamente en materia de fe y costumbres. ¿Por qué? La respuesta se encuentra en lo que el Espíritu Santo enseña a la Iglesia sobre la verdad del anhelo de Dios: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que él nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4, 10). En efecto, sólo los santos saben y, a la vez, comprenden que Dios nos ama, no porque nosotros seamos buenos, sino porque El lo es. Así, por la fe, el santo posee ya la misericordia de Dios, y también su vida y su amor. Esta vocación, además, está abierta a todos los que escuchan la doctrina salvífica que predican los ministros de la Iglesia. Por eso escribe san Basilio en su De Spiritu Sancto: «Es el Espíritu Santo quien nos concede toda bendición, en este siglo y en el futuro, y ver como en un espejo, cual si ya estuviera presente, la gracia de los bienes que nos preparan las promesas de las que esperamos gozar en la fe» 80.


6. El don de sabiduría

En el comentario que acompaña al siguiente poema de su Cántico espiritual, observa san Juan de la Cruz cinco características específicas en la divina sabiduría:

El aspirar el ayre,
El canto de la dulce Filomena,
El soto y su donayre
en la noche serena,
con la llama que consume y no da pena81.

En primer lugar, el místico carmelita explica que el poema habla del don del Espíritu Santo desde Dios a la persona y desde la persona a Dios. En segundo lugar, Juan de la Cruz nos dice que se habla aquí del regocijo que procede de la fruición de la obra de Dios. A continuación, dice el santo, habla el poema sobre la posesión del conocimiento de las criaturas y de su ordenada disposición. Habla, después, de la contemplación del mismo Dios. Por último, el texto apunta a la total transformación de la persona en la caridad. En este quinto punto, nos presenta san Juan de la Cruz una descripción de los poderes de transformación de la divina sabiduría.

... que no es ya como la transformación que tenía en esta vida el alma, que aunque era muy perfecta y consumidora en amor, todavía le era algo consumidora y detractiva, a manera del fuego en el asqua, que aunque está transformada y conforme con ella sin aquel humear que hazía, antes que en sí la transformase, todavía, aunque la consumava en fuego, la consumía y resolvía en ceniza82.

Esta observación, procedente de la tradición carmelitana, introduce el don de sabiduría, que acompaña a la caridad divina. Puesto que el don de sabiduría corona toda la vida cristiana, podemos considerarlo, con toda propiedad, como introducción a las virtudes que desarrollan el carácter humano a imagen de Cristo.

Santo Tomás otorga claramente al don de sabiduría un lugar central en su teología moral. Sabemos que hace suyo el tema agustiniano que identifica la comunión beatífica con el fin o meta hacia el que tiende toda la vida humana, en virtud de la misma naturaleza que la sabia providencia y el designio de Dios le han conferido. Como complemento a esta importante intuición sobre el sentido de la vida humana, desarrolla santo Tomás una enseñanza moral completa. Analiza el acto humano, su objeto, fin y circunstancias; la forma del bien moral, las pasiones, habitus y virtudes, el pecado y la ley, y las peculiares características de la nueva dispensación de la gracia. Todas estas materias preceden a la discusión sobre la vida teologal, que se contiene en la Summa theologiae IIa-IIae, qq. 1-44. De modo significativo, santo Tomás coloca su tratado sobre el don del Espíritu del Espíritu Santo, que representa la perfección de la vida cristiana, el don de la sabiduría, antes de la larga discusión sobre las virtudes morales (qq. 47-170) y sobre los estados de vida (qq. 171-189) establecidos en la Iglesia. Y aunque no da otro ejemplo de vicio más que frustrar los dones del Espíritu Santo, dedica una pequeña cuestión a lo contrario de la sabiduría: la locura. Mediante estos recursos literarios, nos recuerda santo Tomás que todas las virtudes morales y los estados de vida representan modos distintos en los que el creyente cristiano encarna la sabiduría divina en el mundo. Y es que, a través de una vida virtuosa, el cristiano muestra un juicio recto, pues «el que conoce absolutamente la causa altísima, que es Dios, se considera sabio en sentido absoluto, por cuanto puede juzgarlo y ordenarlo todo por las reglas divinas» 83.

De todo esto podemos concluir que el don de sabiduría difiere, considerablemente, de los otros dones asociados por la tradición a las virtudes teologales y a las virtudes morales cardinales. Santo Tomás nunca abandonó su intuición original de que, en virtud de la perfección que posee, la caridad no requiere un don especial que favorezca su puesta en marcha. En esta compleción, la caridad se manifiesta fundamentalmente distinta tanto a la fe como a la esperanza. Pero santo Tomás se atuvo aún al modelo establecido, que asignaba el don de sabiduría a la virtud teologal de la caridad, de manera que este breve tratado sobre el don de sabiduría describe más toda la vida cristiana virtuosa, que una ayuda especial a una virtud particular 84.

La Metafísica, de Aristóteles proporciona a santo Tomás una definición de sabiduría, que le sirve para iniciar esta reflexión sobre la vida cristiana: es propio de la persona sabia considerar la causa suprema de las cosas 85. Comentando esta definición, señala que podemos considerar la causa suprema de dos maneras: o bien simplemente, cuando consideramos la causa suprema en un campo de investigación particular; o bien universalmente, cuando consideramos todo lo que existe desde una perspectiva total y universal. Para santo Tomás, sólo la persona capaz de valorar y de ordenar las cosas de acuerdo con las normas divinas, es decir, del modo como Dios conoce el mundo, participa de esta perspectiva universal y supremamente objetivo punto de vista.

A primera vista, el enfoque de santo Tomás puede parecer distinto al de san Agustín, que describe la sabiduría como conformidad con el amor supremo, en vez de considerarla como una cualidad del intelecto. Santo Tomás reconoce, claro está, la ordenación intrínseca del conocimiento al amor, que orienta la vida cristiana, pero afirma asimismo que esta orientación conduce a una percepción más plena y comprensiva del «objeto» en cuanto conocido y amado a la vez. De este modo concluye que: «La sabiduría, don del Espíritu Santo, difiere de la que es virtud intelectual adquirida. Pues esta se adquiere con esfuerzo humano, y aquella viene de arriba, como dice Santiago (3,15)» 86.

En el plan global de la Summa theologiae, el don de sabiduría aparece como el despliegue pleno y existencial de la sacra doctrina. La razón de ello estriba en que este don capacita al creyente «para juzgar rectamente mediante una cierta connaturalidad con las cosas divinas» 87. Mientras que la raíz de esta connaturalidad con las cosas divinas es la caridad teologal, única que nos hace verdaderos amigos de Dios, el don de sabiduría es una donación intelectual. ¿Por qué? El acto propio de la sabiduría es juzgar, y el juicio implica necesariamente un acto del entendimiento. Juan de Santo Tomás afirma lo que sigue sobre la diferencia entre el don de sabiduría y el don de consejo, que asiste al acto de juzgar prudentemente.

Por último, el don de sabiduría difiere del don de consejo. Es cierto que la sabiduría dirige las acciones en la medida en que son reguladas mediante leyes eternas contempladas en la sabiduría. Sin embargo, por encima de esto está la necesidad del don de consejo correspondiente a la prudencia, que dirige las virtudes morales. La virtud de la prudencia se distingue de la virtud de sabiduría en que la primera regula los actos realizados aquí y ahora conforme a reglas humanas. Por otro lado, la sabiduría no regula directamente la acción. Es contemplativa y conoce la Causa suprema, de la que depende el conocimiento esencial de las reglas de los actos. Más aún, establece y defiende los principios universales sobre los que se apoyan tales reglas.

La relación entre el don de consejo y el don de sabiduría es como sigue: el primero dirige inmediatamente las acciones del alma movido por el Espíritu Santo, para elegir correctamente y bien, y para encontrar incluso el sentido de aquellas cosas que son muy dudosas. El libro de los Macabeos señala: «les pareció buen consejo» (1 M 4, 45). El don de sabiduría, por otro lado, no regula inmediatamente la actividad. Contempla las cosas divinas, tal como son en sí mismas, y de modo secundario, como la más alta regla de acción. La actividad sigue siendo dirigida inmediatamente por reglas humanas 88.

Esta interpretación de la sabiduría no realza la parte intelectual de la persona humana en detrimento de toda la persona. Ciertamente, el cristiano tiene que estar siempre preparado para dar cuenta de las razones del corazón que la mente desconoce. Al mismo tiempo, la auténtica comprensión tomista de la sabiduría no nos obliga a hacer de la voluntad una capacidad cognitiva. Los textos del Nuevo Testamento, que insisten en la primacía del amor en la vida cristiana, nos animan a respetar la importancia de pensar sobre la verdad a la luz del amor. Desde ahí, podemos discernir fácilmente que el don de sabiduría conforma también el modo en que la tradición cristiana concibe la vida contemplativa.


7. Nuestra Señora y la vida recogida

En su comentario bíblico al Sermón de la montaña, san Agustín asocia el don de sabiduría con la séptima bienaventuranza: «Bienaventurados los pacíficos, porque serán llamados hijos de Dios» (Mt 5, 9). Según la exégesis patrística, el espíritu pacífico es, por encima de todo, característico de la persona que permanece unida a Cristo. Y es que, según el testimonio de los ángeles en la natividad del Señor, la paz pertenece preferentemente a «los hombres en quienes Dios se complace» (Lc 2, 14). San Pablo desarrolla la noción de complacencia divina en términos explícitamente cristológicos: «Pues a los que de antemano conoció, también los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que fuera él el primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8, 29). Los obradores de paz, como imagen de la paz divina, hacen presentes en el mundo las disposiciones de la sabiduría divina y del amor.

Un antiguo adagio espiritual nos recuerda que el Dios pacífico deposita su paz sobre todas las cosas. «Tranquillus Deus tranquillat omnia». Así, asegura santo Tomas, el pacífico es aquel que difunde la paz en sí mismo y en los otros. Los autores espirituales suelen recomendar una vida recogida como el sendero seguro, tanto para llegar a la paz personal como para establecer la paz en la comunidad humana. El espíritu recogido, nutrido con una vida de oración vocal y de meditación, se manifiesta de una manera especial a través de los rectos juicios que la persona de paz interior emite sobre las cosas divinas y sobre el mundo. En suma, la paz fluye del recogimiento, y éste del sabernos hijos de Dios. «Y son llamados hijos de Dios algunos porque participan la semejanza del Hijo unigénito y natural, según lo que se dice en Rm 8, 29: "A quienes de antemano conoció, a esos predestinó a ser conformes con la imagen de su Hijo". El cual es la Sabiduría engendrada» 89.

La paz, como fruto de la caridad y del don de sabiduría, apunta a numerosos temas cristológicos, que atañen a la plenitud de la vida teologal: en primer lugar, el sabio, aunque escondido, plan de Dios para establecer y renovar el orden de la creación; en segundo lugar, el requerimiento dirigido al hombre pecador para que alcance la renovación de su imagen de Dios, de manera que pueda conformarse cada vez más a la imagen del Hijo eterno, «que es la Sabiduría engendrada»; y, consecuentemente, la realidad de la comunión de los santos, o la Iglesia que abraza a todos aquellos a quienes Dios dirige, efectivamente, la llamada a la santidad. San Pablo apunta al modelo que

existe tanto en la alianza de la creación como en la Nueva Alianza escrita con la sangre de Cristo: «Pues el mismo Dios que dijo: "De las tinieblas brille la luz", ha hecho brillar la luz en nuestros corazones, para irradiar el conocimiento de la gloria de Dios que está en la faz de Cristo» (2 Co 4, 6). Y, en cuanto imágenes de su gloria, los creyentes cristianos gozan de los beneficios de una vida tranquila, incluso en medio de las ansiedades que provoca un mundo siempre cambiante y hostil.

Pero san Pablo avisa: «¡Nadie se engañe! Si alguno entre vosotros se cree sabio según este mundo, hágase necio, para llegar a ser sabio; pues la sabiduría de este mundo es necedad a los ojos de Dios» (1 Co 3, 18-19a). La tradición cristiana, para poner en guardia contra este tipo de perversa estupidez —stultitia—, urge a adoptar una vida de oración y de disciplina espiritual orientada a conseguir la sabiduría divina. Porque aquellos que no aceptan la sabiduría del evangelio, sin que importe la sabiduría humana que puedan tener, se condenan a llevar una vida empobrecida, cuando no completamente absurda. «Pues el hombre naturalmente no capta las cosas del Espíritu de Dios; son necedad para él. Y no las puede conocer, pues sólo espiritualmente pueden ser juzgadas» (1 Co 2, 14).

Dice san Juan de la Cruz que el fuego de la caridad divina es «de algún modo consumidor y destructivo». Para que podamos ser dignos partícipes de la vida divina, todo lo que no sea espiritual en el creyente necesita la purificación que trae consigo el Espíritu Santo. «Porque a nosotros nos lo reveló Dios por medio del Espíritu; y el Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios. En efecto, ¿qué hombre conoce lo íntimo del hombre sino el espíritu del hombre que está en él? Del mismo modo, nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios» (1 Co 2, 10-11). Este tipo de purificación espiritual cala tan hondo en el alma humana, que la obediencia superficial a reglas o la mera intención general de cumplir la voluntad de Dios nunca basta para conseguir lo que san Pablo designa cuidadosamente como estar «conformado a la imagen de su Hijo». Es en la Iglesia donde descubrimos este tipo de sabiduría divina; de hecho, los autores espirituales hablan del Espíritu Santo como del alma de la Iglesia.

Los autores medievales de la orden del Císter aplican frecuentemente, en sus tratados espirituales, un versículo del libro de la Sabiduría a la Santísima Virgen: «Antes de los siglos, desde el principio, me creó, y por los siglos subsistiré» (Si 24, 9). La Iglesia venera a María como Trono de la Sabiduría, porque la Virgen Madre del Salvador, que, como nos recuerda san Ambrosio, «actúa en su madre de un modo que está más allá de nuestro entendimiento», es la primera entre todos los elegidos. Es también la Reina de la Paz. El lugar de María en la Iglesia deriva principalmente de su maternidad divina. De hecho, escuchamos el eco trinitario en las palabras que anuncian su misión especial en la Iglesia: «El ángel le respondió: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios"» (Lc 1, 35). Por ser la Madre de Cristo, María es también la madre espiritual de todos aquellos que son incorporados a Cristo. Con toda razón veneran los fieles a Nuestra Señora como Madre de la Iglesia. Los que buscan la paz en sí mismos o por medio de la percepción humana, más que en María y en la sabiduría que sólo Dios puede conceder a través del poder del Espíritu Santo, harían bien en recordar las palabras del libro de la Sabiduría, que la liturgia de la Iglesia pone, alegóricamente, en labios de María: «Venid a mí los que me deseáis, y hartaos de mis productos... Los que me comen quedan aún con hambre de mí, los que me beben sienten todavía sed» (Si 24, 19.21).
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1. De sacramentis, 1. 1, cap. 5, N. 19, PL 176, 254.

  1. Summa theologiae, Ia, q. 58, a. 6 (los textos de la Summa Theologiae de santo Tomás están tomados de la edición bilingüe de la BAC).

  2. /bid.

  3. Orígenes, Comentario al Cantar de los Cantares, 1. 1, 4, edición preparada por Argimiro Velasco, Ciudad Nueva, 1986.

  1. Hans Urs von Balthasar, Nove tesi per un'etica cristiana, en «Rivista del Clero Italiano» LVI (1975), n. 10, p. 723.

  2. Gaudium et spes, n. 22, § 1.

  3. También santo Tomás se pregunta si los ángeles poseen esta claridad sobre las verdades de la fe incluso antes de su elevación a la gloria (cfr. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 5, a. 1). De todos modos, la distinción de san Agustín se refiere a lo que los ángeles conocen después de su elección irreversible de amar a Dios.

  1. The Spirit of Medieval Philosophv, New York, 1940, 37 (edición española: El espíritu de la filosofía medieval, Rialp, Madrid, 1981).

  2. Cfr. In De Trinitate, 1. 5, cap. 4.

  3. Contra Gentiles, 1. III, c. 48.

  1. Edward Schillebeeckx, Revelación y teología, Sígueme, 1969, p. 151-152.

  2. Puesto que santo Tomás asume firmemente todas las implicaciones de la doctrina cristiana de la creación ex nihilo, reconoce que todas las criaturas creadas poseen, aunque nunca de manera exhaustiva, su propio acto de ser. La verdadera contingencia de los seres creados depende del débil vínculo que éstas tienen con la existencia, al tiempo que la omnipotencia y la infinitud de Dios se basan en la identidad de la esencia y de la existencia, que corresponde únicamente a Dios. Con otras palabras, la explicación de santo Tomás sobre el «fluir del ser» está exenta de la doctrina de la emanación y de otras connotaciones panteístas.

  3. Mark D. Jordan, Ordering Wisdom The Hierarchy of Philosophical Discourses in Aquinas, Notre Dame (IN) 1986. Jordan explica esta conexión: «Si bien existe una diferencia metodológica entre metafísica y teología, no hay una separación material entre ellas en los textos [de santo Tomás]. En la jerarquía de las ciencias, la reflexión de la metafísica no está sometida en modo alguno a la teología. El lector pasa de una reflexión a la otra de manera imperceptible. De hecho, es como si no se saliera de la meta-física, aunque se experimente que la metafísica no puede probar la necesidad de un ámbito más elevado. Se trata más bien de encontrar la inesperada compleción de la metafísica en la revelación» (p. 177).

  1. Gaudium et spes, nn. 10 § 2 y 79 § 2.

  2. Gaudium et .spes, n. 79.

  3. Gaudium et spes. n. 22 § 1.

  1. !n pritnaln partem, q. 1.

  2. Surnma Theologiae, Ia, q. 1, a. 6, respondeo.

  3. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo, n. 23.

  1. San Gregorio de Nisa, Orationes de beatitudinibus, Sermón 1, en San Gregorio de Nisa, The Lord's Prayer and The Beatitudes, trad. inglesa de Hilda Graef (Ancient Christian Writers, vol. 18; Westminster, MD and London, 1954), 85-96.

  2. Summa theologiae, Ia, q. 1, a. 4. Puesto que las verdades divinas caen bajo la misma «luz formal» o razón, a saber: Dios como Primera Verdad Elocuente, la teología moral forma parte de la sacra doctrina.

  3. Declaración del concilio Vaticano II sobre la libertad religiosa Dignitatis Humanae, n. 3 § 1.

  4. San Agustín, Confesiones, 1. 1, cap. 1, PL 32, 661 (existe edición bilingüe en la BAC), citada también en Gaudium et spes, n. 21 § final.

  1. Summa theologiae, la-llae, q. 106, a. 1, in c.

  2. San Ambrosio, Commentary on Luke,1. 2, cap. 19, n. 22 (CCL 14, 39) (existe edición bilingüe española preparada por M. Garrido en la BAC).

  3. Lumen genthun, n. 4.

  4. El filósofo alemán Martin Heidegger ha ejercido una notable influencia sobre la filosofía europea del siglo XX y, en consecuencia, también en el pensamiento y en los escritos teológicos. En un estudio reciente, un autor francés ha señalado que esta influencia ha llevado en ocasiones a los pensadores cristianos a confundir el «destino del ente» con el «designio —o plan, para usar la terminología paulina— de la gracia». Cfr. Daniel Bourgeois, L'un et l'autre sacerdoce, París 1991, 84. Para ulteriores consideraciones, «Christian Existence According to Thomas Aquinas», in The Etienne Gilson Series 11, Toronto 1989.

  1. Subraya santo Tomás que la fuente principal o el principio del obrar humano y, por consiguiente, de la libertad, reside siempre en las potencias/capacidades humanas; cfr. Summa theologiae, la-llae, q. 49, a. 3: «Pero es evidente que la naturaleza y la razón de la potencia es ser principio del acto. Por eso, todo hábito que tiene por sujeto una potencia está ordenado principalmente al acto».

  2. Cfr. Swnma theologiae, la-Ilae, q. 50, a. 2.

  3. Dionisio Areopagita, The Divine Names and The Mystical Theology, trad. inglesa C. E. Rolt (London, SPCK, 1979), cap. 7, n° 4, p. 153.

31. Giovanni Battista Scaramelli, (1687-1752) Direttorio ascetico, 1752.

  1. Para una historia general de la teología de los dones, cfr. G. Bardy, F. Vandenbroucke, A. Bayez, M. Labourdette, C. Bernard, «Dons du Saint-Esprit», en Dictionnaire de Spiritualité, III, col. 1641-1957. Para el desarrollo de la doctrina en la tradición patrística, puede consultarse: Albert Mitterer, Die sieben Caben des Hl. Geistes nach der Vdterlehre, en «Zeitschrift für katholische Theologie» 49 (1925), 529-566, y Ambroise Gardeil, «Dons du Saint Esprit II. Partie documentaire et historique», en Dictionnaire de théologie catholique, IV, col. 1748-1781. Este último trabajo, aunque publicado en 1911, sigue siendo todavía una de las fuentes principales para el período que llega hasta santo Tomás.

  2. «Reposará sobre él el espíritu de Yahvé: espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y temor de Yahvé. Y le inspirará en el temor de Yahvé. No juzgará por las apariencias, ni sentenciará de oídas». La lista tradicional de los siete dones procede del hecho de que la Versión de los Setenta emplea «piedad» en vez de «temor de Yahvé» en el versículo 2.

  3. Edward D. O'Connor, CSC, ha realizado uno de los mejores estudios sobre la teología tomista de los dones en The Gifts of the Spirit, vol. 24 de la traducción Blackfriars de la Summa theologiae (London/New York, 1974). Para un examen detallado de la evolución del pensamiento de santo Tomás sobre los dones, cfr. especialmente Appendix 4, 110-130.

  1. El único texto de la tertia pars que dice algo significativo sobre los dones se encuentra en IIIa, q. 7, a. 5, donde investiga santo Tomás sobre la gracia de Cristo.

  2. Por ejemplo, el año 385, el papa Siricio habla de «invocación del Espíritu septiforme mediante la imposición de las manos del obispo». Cfr. su Carta a Himerio (DS 183).

  3. El padre Servais Pinckaers ha subrayado siempre la importancia de los dones para aquellos te-mas que molestan en la teología contemporánea, cfr., por ejemplo, su obra Les sources de la morale chrétienne. Sa méthode, son contenu, son histoire, 2' edición aumentada y corregida, Fribourg 1990, 164-167 (versión española: Las fuentes de la moral cristiana, Eunsa, Barañáin, 1988).

  4. Si bien los ocho artículos de esta cuestión suponen una concepción de los dones que santo Tomás modificará más adelante, a pesar de ello un breve resumen de algunos puntos nos proporciona una importante información básica. En el plan de la secunda secundae, las cuestiones 68-70 se ocupan, respectivamente, de los dones del Espíritu Santo, de las bienaventuranzas y de los frutos del Espíritu Santo.

  5. Cfr. su Ii III Sentencias, ed. Borgnet, París 1894, d. 34, A. a. 1 [614-6201: «An dona sunt virtutes?»

  1. Cfr. Felipe el Canciller, Swnma de bono, edición de Nicolai Wicki, en Corpus Philosophorum Medii Aevii. Opera philosophica Mediae Aestatis selecta, vol. II, Berne 1985, Pars Posterior, De bono gratine in homine 11, D, «De septem donis Spiritus Sancti», Q. 1 «Utrum dona sint virtutis» [1110-1 115]. Cfr. además O. Lottin, Psvchologie et morale aux )(lime et Xlllrne siécles, vol. 1II, Louvain 1929, 1930, 363.

  2. Esta definición representa un cambio con respecto a la opinión anterior de santo Tomás en Scriptum super Libros Sententiarum, ed. M. A. Moos, Paris, 1929-1947, III, d. 34, q. 1, a. 1 [1110-1115], donde describe el don como un modo perfectivo o sobrehumano de actuar en el individuo: «dona a virtutibus distinguuntur in hoc quod virtutes perficiunt ad actus modo humano, sed dona ultra humanum madura...»

  3. Cfr. Juan de Santo Tomás, De donis Spiritus Sancti, in Cursus Theologicus. In Summam Theoligicam D. Thontoe, l-II, Disputatio XVIII en la edición Vives, vol. VI, París 1885. Este comentario, escrito en 1644, figura entre los loci clásicos para una comprensión teológica de los dones; así, en el siglo XVII, los teólogos carmelitas de Salamanca decían: «De hac materia tam docte, tam profunde et luculenter agit, ut palmam aliis, immo et sibi ipsi scribenti, praeripere videatur», Cursus Theologicus, De Spe, Disp. 4, club. 4, n. 43. Para mayor información, cfr. Javier Sesé, «Juan de S.T. y su tratado de los dones del Espíritu Santo», inAngelicum 66 (1989), pp. 161-184.

  1. Disp. XVIII, a. 2, n. 29.

  2. Cayetano emplea este texto en su comentario In primara secundae, q. 68, a. 1, in loco.

  3. Para un breve, aunque completo, tratamiento de cómo entiende santo Tomás la importancia del Espíritu Santo en la vida cristiana, cfr. Luc Somme, Le róle du Saint Esprit dans la vie chrétienne, selon sajar Thomas d'Aquin, in «Sedes Sapientiae» 26 (1988), pp. 11-29.

  1. Sunnma theologiae, la-llae, q. 68, a.2, in c.

  2. Cfr., por ejemplo, la Disp. XVIII, a. 2, n. 8: «Ratio et fundamentum est, quia in primis in ipsa Scriptura significantur ista dona dari per modum permanentiae, dum dicitur Isai, XI: "Requiescet super eum Spiritus Domini, spiritus sapientiae, et scientiae, etc."... ergo ista dona habent status permanentiae».

  1. Para un estudio, abandonado, aunque todavía útil, sobre la noción de habitus en la vida cristiana, cfr. Placide de Roton, Les habitus. Leur caractére spirituel, Paris, 1934, 149-163.

  2. Empleando una terminología más técnica, la teología entiende los dones como ejemplos de una gratia operaos, esto es, como gracias en las que la iniciativa divina explica la dirección tomada por la voluntad humana. En el caso de la gratias operans, la acción de la voluntad progresa no en virtud de un proceso discursivo a priori de la mente regulado por la virtud de la prudencia. Para este trabajo ordinario de nuestra autodeterminación se nos suministra una moción de la gracia divina. Con todo, la voluntad debe consentir su propio acto. Por eso, una vez que la iniciativa divina es, gratuita, aunque pasiva-mente, recibida, el individuo se convierte en la causa activa de su propia actividad posterior. La causalidad divina que se prolonga en esta acción constituye una gratia cooperans.

  3. Véase, por ejemplo, su enseñanza en la Subida al Monte Carmelo, Libro 11I, c. 20, n. 4: «Hay otro provecho muy grande y principal en desasir el gozo de las criaturas, que es dejar el corazón libre para Dios, que es principio dispositivo para todas las mercedes que Dios le ha de hacer, sin la cual disposición no las hace».

  1. Dei Verbum, n. 10.

  2. Dei Verbum, n. 26.

  3. Sereno 5, De Epiphania 2, PLS 3, 560-562.

  4. Santo Tomás considera, de hecho, los articuli como directamente relacionados con la estructura de la Iglesia. Por ejemplo, la distinción que establece entre «implicite credere» y «explicite credere» manifiesta la naturaleza instrumental de los articuli fidei. De acuerdo con esta distinción, santo Tomás establece una jerarquía entre los mismos artículos y una cierta jerarquía entre los creyentes (believers) (cfr. Summa theologiae Ila-Ilae q. 2, a. 6; a. 5; a. 7; a. 8; q. 5, a. 3 y ad 2).

  5. Dei Verbum, n. 10.

56. Para un ensayo original sobre las dimensiones cognitiva y afectiva de la fe cristiana, véase Richard Schaeffler, «Spiritus sapientiae et intellectus —spiritus scientiae et pietatis— Religionsphilosophische Uberlegungen Verhalnis von Weishheit, Wissenschaft und Frommigkeit und ihrer Zuordnung zum Geiste», en Weisheit Gottes-Weisheit der Welt. Festschrift für Kardinal Ratzinger zum 60. Geburtstag, St. Ottilien, s.d., Band I, 15-35. El autor introduce sus reflexiones junto con los dones del Espíritu Santo.

  1. De acuerdo con su visión revisada de los dones en la Secunda secundae, santo Tomás considera el entendimiento como parte integrante del tratado de la virtud de la fe (cfr. IIa-Ilae q. 8). Su trata-miento incluye cuatro elementos distintos: primero, la naturaleza del don de entendimiento (aa. 1-3); segundo, el sujeto en el que reside el don (aa. 4-5); tercero, la relación entre el don de entendimiento y los otros dones (a. 6); y, por último, la bienaventuranza y el fruto del Espíritu Santo que la tradición medieval asociaba con este don (aa. 7-8). En general, los tratados sobre los dones en la Summa theologiae nos ofrecen un buen ejemplo del método organizador de santo Tomás y de su via doctrine.

  2. Llegar a un conocimiento no significa otra cosa que captar una representación de la cosa conocida por el carácter «cuasi-experimental» de tal conocimiento. Los místicos hablan de un «rayo de oscuridad» que favorece al intelecto conformándolo con la verdad.

  3. Disp. XVIII, a. 4, n. 8 [836].

  1. El don de entendimiento pertenece a todo el que participa de la caridad divina. La función de un don es siempre la de «ayudar» al acto de su respectiva virtud. Así, el acto de «asentimiento» que constituye la fe divina es completo en sí mismo. Según la enseñanza de la Iglesia, puede darse incluso en alguien que no ame a Dios –esto es, en una fe «muerta», como se dice–. El don de entendimiento supone, no obstante, este asentimiento. La caridad impulsa al creyente a un «entendimiento» de las cosas divinas, que desemboca en una apreciación concreta como verdad personal de aquello que propone la fe. Cfr. Summa theologiae IIa-IIae q. 8 a. 4.

  2. Disp. XVIII, a. 3, n. 19 [609]. Es un elemento constante de la epistemología tomista que el apetito no puede adquirir conocimiento. Ni siquiera la caridad divina puede conocer cosa alguna, si no es de un modo metafísico. Así, para explicar cómo el don de entendimiento crece como resultado de la unión del creyente con Dios, que es el Bien más alto, hay que recurrir al conocimiento por conformidad. La fe formada observa la medida de la fe como un conocimiento; este representa un modo humano de conocer, puesto que la mente debe apropiarse de los articuli frdei. La fe iluminada por los dones corresponde a un modo sobrehumano de conocer. En efecto, el amor penetra en la representación del objeto de la fe. Sin embargo, el don no sustituye ni subordina la virtud teologal. El don de entendimiento, en cuanto don distinto de la gracia, es una aprehensión cognitiva de la Verdad Primera, aunque como verdad realmente amada.

  1. Disp. XVIII, a. 3, n. 48 [620].

  2. Disp. XVIII, a. 3, n. 46 [619].

  3. Disp. XVIII, a. 1, n. 46 [619].

  4. Disp. XVIII, a. 3, n. 45 [619].

  1. San Ambrosio, Expositio Evangeli secundum Lucam, 1. II, cap. 19, 22-23, CCL 14, 39-42 (existe edición bilingüe latín-español en la BAC).

  2. Cfr. De predestinatione sanctorum, cap. 2 (existe edición bilingüe en la BAC); santo Tomás interpreta esta definición en la Summa theologiae, Ila-Ilae, q. 2, a. 1.

  3. Siunma theologiae, lla-Ilae, q. 8, a. 5.

  4. Juan de Santo Tomás considera incluso que el don de entendimiento prosigue en la lumen gloriae. Cfr. Disp. XVIII, a. 3, n. 66 [6271: «Ergo donum intellectus in patria non est aliquid distinctum a virtute attingente Deum in se, qui est habitus luminis gloriae». En el número siguiente [67], describe el comentarista esta posición.

  5. Cfr. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 89.

  1. Santo Tomás trata del don de ciencia en los cuatro artículos de la Summa theologiae IIa-IIae q. 9 como sigue: naturaleza y objeto del don (aa. 1-2); su carácter especulativo (a. 3); y la bienaventuranza a él asociada (a. 4).

  2. Disp. XVIII, a. 4, n. 56 [653].

  3. Disp. XVIII, a. 4, n. 1 [634].

  4. Juan de Santo Tomás recapitula brevemente esta distinción: «Haec [scientia] autem est habitus judicativus evidenter veritatum scibilium per causas vel effectus (ut comprehendamus scientiam propter quid et quia, a priori et posteriori) ita tatuen quod quando fit hoc judicium per causas inferiores et creatas, est scientia; quando per supremas, est summa scientia, quae sapientia dicitur, juxta quod etiam Augustinus dicit XIII de Trinitate, cap. XIX: "Sapientia divinis et aeternis, scientia humanis et temporalibus attributa est rebus"» (Disp. XVIII, a. 4, n. 50 [650]). Sin embargo, el comentador subraya inmediatamente que la distinción agustiniana entre las cosas divinas y humanas se debe interpretar como referida a dos modos formalmente distintos de pensar acerca de la realidad.

  5. Santo Tomás explica la distinción agustiniana entre conocimiento «matutino» y «vespertino» de los ángeles en la Sunvna theologiae, la, q. 58, aa. 6 y 7. En la edición francesa (París, 1984), 556, n. 6, J.H. Nicolás explica que los dos «conocimientos» no suponen objetos diversos, sino dos modos distintos de conocer; traduce la definición del artículo 6 como sigue: «connaissance du soir [est] la connaissance de I'étre créé comme existant dans sa nature prope» (p. 554).

  1. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 9, a. 3 ad 3.

  2. Disp. XVIII, a. 4, n. 60 [654].

  1. Disp. XVIII, a. 4, n. 57 [653].

  2. /bid.

  1. Cfr. De Spiritu Sancto, cap. 15, nn. 35-36, Sources Chrétiennes, vol. 17bis, 364-370.

  2. San Juan de la Cruz, Cántico espiritual, 39 (Clásicos Castellanos, Espasa-Calpe, Madrid, 1969, p. 17).

  1. San Juan de la Cruz, Cántico espiritual, 39 (Clásicos Castellanos, Espasa-Calpe, Madrid, 1969), 294.

  2. Summa theologiae, lla-llae, q. 45, a. 5 in c.

  1. Cfr. Kieran Conley, OSB, A Theologv of Wisdom, Dubuque (Iowa) 1963, especialmente las pp. 1-104.

  2. Metafísica, I.1, cap. 2 [982a8].

  3. Cfr. Summa theologiae, IIa-Ilae, q. 45, a. 5 ad 2.

  4. Véase el texto crucial en la Summa theologiae IIa-IIa, a. 45, a. 2: «Así, pues, tener juicio recto sobre las cosas divinas por inquisición de la recta razón, pertenece a la sabiduría virtud intelectual; mas poseerlo por connaturalidad con ellas, a la sabiduría don del Espíritu Santo... Este compenetrarse, o connaturalidad, con las cosas divinas se realiza por la caridad, que nos une con Dios, según lo que dice la Primera carta a los Corintios (6, 17): "Quien se une a Dios forma un espíritu con él"».

88. Juan de Santo Tomás, De donis Spiritus Sancti, in Cursus Theologicus. /n Summam Theologicam Divi Thomae, II-II, Disp. IV.

89. Summa theologiae IIa-Ilae, q. 46, a. 6 in c.