IX

EL SACRAMENTO DEL MATRIMONIO
LA SANTIFICACIÓN DEL AMOR CONYUGAL
 

1. El designio de la Trinidad sobre la unión conyugal

El sacramento del matrimonio, afirma Juan Pablo II, «tiene esta peculiaridad respecto a los otros: ser el sacramento de una realidad que existe ya en la economía de la creación; ser el mismo pacto conyugal instituido por el Creador "al principio"» 1.

Por consiguiente, la creación del hombre en la condición de macho y hembra, de dos modos de existir inseparables, del que uno es la plenitud del otro, ordena-dos ambos a una unidad definitiva, forma parte del plan original de Dios y de un verdadero y propio itinerario de salvación. Su cima se alcanzó en la alianza matrimonial de Cristo con la Iglesia, cuando «Cristo amó a la Iglesia y se entregó a sí mismo por ella, para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra, y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada» (Ef 5, 25-27). Así pues, existe respecto al matrimonio un designio del Dios Creador que encuentra su cumplimiento definitivo en Jesucristo, el esposo que se une a Sí a la Iglesia como esposa suya, la Cabeza que une a Sí a la Iglesia como su cuerpo. El revela la verdad originaria del matrimonio y, liberando al hombre de la dureza de su corazón, lo sitúa en la condición de poder realizar del todo esa verdad.

Ahora tenemos que exponer, de manera detallada, en qué consiste la verdad originaria del matrimonio, cómo la ha llevado Jesús a su cumplimiento, cómo son insertados el hombre y la mujer a través de su unión en la nueva y eterna alianza.


El hombre y la mujer en el designio salvífico divino

Dios creó primero a Adán, el hombre, el sujeto personal humano. Es cuerpo y espíritu, y eso pertenece a la estructura personal, antes de cualquier otra especificación. Pero, en este punto, observa el Señor Dios que no es bueno que el hombre esté solo; debe superar su soledad originaria. Por eso le da un ser que le es semejante (cfr. Gn 2, 18-25). Entonces crea a la mujer sobre la base de la misma humanidad. Dios crea al hombre a su imagen, macho y hembra los creó (cfr. Gn 1, 26-27). El hombre se vuelve imagen, no sólo en su soledad, sino también en la comunión de macho y hembra. Esa comunión indica la ayuda semejante, adecuada y conforme, que deriva del hecho de existir como persona junto a otra. Eso se refleja en la constitución somática del hombre: por eso fue creado macho y hembra.

El ser hombre-mujer es el resultado y también el testimonio de la creación de algo así como de un don fundamental del ser por parte de Dios Creador, que expande la vida fuera de sí. Es testimonio del amor del Dios Trino, de la comunión de las Personas divinas como fuente de la que nace la comunión y el amor entre el hombre y la mujer. En este contexto, la masculinidad y la feminidad expresan el doble aspecto de la constitución somática y psicológica del hombre, ordenado a una unidad misteriosa y fructífera. El hombre, al tomar conciencia del sentido de su propio cuerpo en cuanto macho y hembra, descubre el enriquecimiento y el don recíprocos, alcanza el conocimiento dé su sentido unitivo y del procreador. Con el primero adquiere conciencia de formar dos polos de una única realidad, no dos fragmentos de una totalidad2, toma conciencia de la complementariedad del hombre y de la mujer. A continuación, con el acto conyugal de la procreación, el hombre y la mujer se dan cuenta de su participación en el poder creador y generativo de Dios. Por eso Dios bendijo al hombre y a la mujer, les dio la tarea de multiplicarse, de dominar y de someter toda la creación. El matrimonio es, por tanto, un hecho que viene de Dios, que realiza el proyecto de Dios y deberá realizarse en la historia de la salvación. El hombre, viviendo según la voluntad creadora divina, se pone en una radical referencia a Él, en comunión con Él.

De este modo, el hombre y la mujer tienen la misma dignidad en cuanto imagen de Dios (cfr. Gn 1, 27), y juntos deben realizar su vocación a través de la unión y de la procreación. La conciencia de todo esto se va alcanzando de una manera progresiva e incluye una «ruptura radical con el trasfondo ideológico del ambiente entorno. El motivo que ha provocado esta ruptura... es la experiencia del Dios vivo, único y salvador. El matrimonio irá haciendo, poco a poco, más profundo su significado en la conciencia del pueblo de Dios e irá adquiriendo originalidad en la medida en que será investido de esta experiencia de fe» 3.

En esta misma línea, los profetas se sirven de la experiencia matrimonial para hacer comprender la alianza de Yahvé con Israel, como atestigua de modo concreto y dramático Oseas (cfr. asimismo M12, 14-15). Son ricas y expresivas las afirmaciones matrimoniales con las que se describe la alianza de Yahvé, con alusiones también a las bodas mesiánicas 4.

Tras el pecado original, también la realidad de la pareja, su unión y procreación queda sometida al mal: se hacen presentes el olvido y el rechazo de Dios y aparecen el carácter instintivo y el dolor del parto (cfr. Gn 3). Ha llegado el momento de la vida humana a redimir. Mientras que, antes del pecado, Dios se dirige al hombre y a la mujer conjuntamente, después, les habla por separado (cfr. Gn 3, 16-19). A partir de ahora podrán vivir su relación siempre a través de la atracción, pero abrumada por el instinto, reduciendo asimismo al otro a objeto. La unión matrimonial no será ya simplemente una experiencia positiva y enriquecedora lleva-da a cabo con la gracia divina, aunque, a pesar de todo, seguirá siendo un compromiso para el hombre y una exigencia inscrita en lo más hondo del corazón humano. También en este caso subintra una dureza de corazón, denunciada asimismo por Jesucristo (cfr. Mt 19, 8), que llega hasta la codificación, a la autorización de repudiar a la propia mujer y al divorcio (cfr. Dt 24, 1 ss.). San Pablo nos ofrece un ejemplo de esto al hablar de la inmoralidad que se da en la comunidad de Corinto (cfr. 1 Co 5, 1 ss.; 6, 12 ss.) y cuando recomienda vencer todas las insidias que se dan también entre los casados: «No os neguéis el uno al otro sino de mutuo acuerdo, por cierto tiempo, para daros a la oración; luego, volved a estar juntos, para que Satanás no os tiente en los momentos de pasión» (1 Co 7, 5).


La unión conyugal en el misterio salvífico de Cristo

Para comprender el matrimonio en todos sus aspectos, según la Sagrada Escritura, no podemos limitarnos a su dimensión relacionada con la criatura o a la consideración de las desviaciones del pecado, sino que es preciso tener presente asimismo la fuerza de la gracia, que proviene de su inserción en el misterio de Cristo. En el N.T. no encontramos un tratamiento específico y completo del tema. Se recupera «la intuición del Antiguo Testamento, a saber: que en el matrimonio se manifiesta y se vive la alianza, a la luz del hecho de que la alianza ahora es la aparecida en Cristo: alianza nueva, que, obviamente, ha arrastrado en su novedad también el matrimonio. La gran novedad del Nuevo Testamento es la venida de Cristo, y precisamente insertándose en el misterio de Cristo es como el matrimonio recibe su profundidad última. El Nuevo Testamento se ha esforzado no poco en la defensa de su propia concepción matrimonial, que toma prestada su propia originalidad y su propia novedad del misterio de Cristo» 5.

En el misterio redentor de Cristo encontramos la reintegración de la pareja humana en su verdad originaria y el centro del sentido del matrimonio. A partir de ahora, la presencia de Jesucristo justifica y da consistencia y valor sobrenaturales a la existencia efímera y terrena de la unión matrimonial, a pesar de que el ser uno en Jesucristo esté por encima del ser macho o hembra: «Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay [...] ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Ga 3, 26-28). En efecto, el hombre y la mujer, mientras sean peregrinos en la tierra, aunque ya hayan sido bautizados en Cristo y sean hijos de Dios, no pueden sustraerse a su condición terrena. Afirma san Pablo: «Por lo demás, ni la mujer sin el hombre, ni el hombre sin la mujer, en el Se-ñor. Porque si la mujer procede del hombre, el hombre, a su vez, nace mediante la mujer. Y todo proviene de Dios» (1 Co 11, 11-12). Así, la reintegración de la pareja humana en Cristo constituye, precisamente, el centro de su redención y salvación, esto es, el sentido cristiano del matrimonio. De ahí se sigue que la vida matrimonial según el proyecto salvífico de Dios es una condición humana que no todos pueden comprender, sino sólo aquellos a quienes se le ha concedido (cfr. Mt 19, 10-11). Se trata de una vida nueva, que supone el Cambio del corazón endurecido del hombre.

Ya Jesucristo nos ofreció indicaciones sobre cómo tenemos que vivir el matrimonio en esta nueva situación, como seguimiento de Él en el reino de Dios, presente ya en la tierra. Jesús, frente a la provocación sobre el divorcio (cfr. Mc 10, 2-12), admitido en su tiempo sobre la base del texto de Dt 24, 1 ss., e interpretado de manera distinta por las escuelas teológicas de entonces, confirma el plan de salvación, la intención originaria de Dios sobre el matrimonio, superan-do la casuística y las diferentes opiniones. Reafirma la intención fundamental de Dios, quien, al principio, creó al hombre macho y hembra, a fin de que formaran una sola carne. El hombre no puede renunciar a cuanto Dios ha establecido, a pesar de la dureza del corazón, si quiere vivir la alianza con Dios realizada ahora en Jesucristo. Como Dios ha establecido ahora una alianza definitiva, sin reservas, también el hombre debe ser fiel, sin compromisos o leyes que justifiquen un comportamiento distinto. Así, en la alianza, el hombre y la mujer deben entregarse completa y definitivamente; por consiguiente, el hombre no puede separar lo que Dios ha creado y unido, destinado a la unidad en el amor.

El evangelio de Mateo inserta una cláusula en la enseñanza de Jesús sobre el matrimonio: «excepto el caso de porneia» (5, 31-32; 19, 3-12)6 El término porneia parece tener el sentido de concubinato o adulterio, tal como insinúan los pasajes del N.T. donde aparece (cfr., por ejemplo, Hch 15, 20.29), esto es, un vínculo ilegítimo, no legal. En este caso, el evangelio no contemplaría excepción alguna al mandamiento de Jesucristo respecto a la unidad y la indisolubilidad del matrimonio, sino simplemente la negativa a justificar una unión ilegítima. El primer pasaje (Mt 5, 32) forma parte del sermón de la montaña, donde Jesucristo muestra la justicia nueva y superior de sus discípulos respecto a la de los escribas y fariseos (cfr. 5, 20). En la lógica de las bienaventuranzas y de la nueva justicia del reino de Dios, el matrimonio es la alianza definitiva y refleja el amor siempre fiel de Dios realizado en Jesucristo. Así, su justicia se vuelve superior y sustituye a la antigua. En Mt 19, 3-12 se indica que no todos consiguen comprender el matrimonio según el proyecto de Dios; su sentido se revela a quienes se les ha concedido y es considerado como desconcertante por los hombres de corazón duro (vv. 10-11). Eso acaece porque el matrimonio es insertado en el reino de Dios y asume en él el sitio que le corresponde. Por eso exige también reglas nuevas de fidelidad a partir del sentido que tenía ya en la creación y es elevado ahora a una nueva relación entre Cristo y sus discípulos.

La presencia de Jesús en las bodas de Caná (cfr. Jn 2, 1-11) es, teológicamente, significativa y está cargada de sentido (pregnante). El, que es el esposo (cfr. Jn 3, 29), revela su gloria con el primero de sus signos y realiza las bodas del Cordero (cfr. Ap 19, 7; 21, 2) con la entrega de Sí mismo por la esposa, la Iglesia, convertida en pura y santa con el lavado del agua acompañado de la palabra.


El significado de Ef 5, 21-33

Ya en 1 Co 7, 1-40 se puede señalar que: «Algunas frases de Pablo se vuelven significativas si las consideramos como respuesta a preguntas o peticiones en sentido contrario que le venían de la comunidad: "No os neguéis el uno al otro sino de mutuo acuerdo..." (7, 5); "que la mujer no se separe del marido" (7, 10b); "Mas, si te casas, no pecas" (7, 28); "cada cual recibe de Dios su don particular" (7, 7). Frente a las amenazas que provienen del ambiente religioso de Corinto, el Apóstol afirma de manera clara que el matrimonio es un don, corresponde al plan de Dios» 7.

A pesar de la complejidad de los temas a los que hace frente –los de la dimensión escatológica, la virginidad, el influjo del mal–, san Pablo toma posición en este texto y adelanta afirmaciones positivas sobre el matrimonio. Ciertamente no queda todo aclarado, porque introduce muchos elementos complejos, sin duda, de por sí. Hay elementos y valores cristianos a proponer y otros, en cambio, paganos, a rechazar. San Pablo, que se sitúa en la perspectiva del tiempo, que ahora se ha hecho breve, y de la figura de este mundo, que pasa para dar lugar a la definitiva, señala en el matrimonio todo lo que es pasajero e insiste en lo que tiene valor definitivo. Con ello no condena nada de cuanto en la vida matrimonial complace al Señor, sea mandamiento o consejo. San Pablo pone las afirmaciones de base, y lo hace por el bien de los cristianos, para dirigirlos a lo que es digno y mantiene unido al Señor sin distracciones (v. 35). También en la espera de la manifestación del Señor glorioso, se puede vivir el misterio del amor de Dios en el matrimonio.

El pasaje que, a buen seguro, nos hace penetrar más que cualquier otro en la doctrina bíblica del matrimonio es Ef 5, 21-33. Tanto la tradición como el magisterio le otorgan una importancia particular, aunque su significado es difícil y discutido. El magisterio afirma que la gracia, con que Cristo perfecciona el amor humano, une de manera indisoluble y santifica a los cónyuges, de suerte que hace del matrimonio un sacramento, es indicada por san Pablo especialmente en los vv. 25 y 32 de este pasaje (cfr. DS 1799; GS 48; AA 11; LG 11) 8. El concilio de Trento, haciendo uso de gran prudencia, dice que la doctrina de la gracia del matrimonio está aquí señalada, insinuada, pero no enseñada. El magisterio no se detiene sólo en el tér,nino mysterion, traducido al latín por sacramentum, del v. 32. Es todo el conjunto formado por los versículos 21-33 el que señala y muestra la posibilidad de entender el matrimonio con el significado que, después, con la reflexión posterior, conducirá a la certeza de fe de encontramos frente a un sacramento querido por Jesucristo, en cuanto que el matrimonio terreno representa y conserva en su esencia la relación y la alianza de Cristo con la Iglesia. El concilio Vaticano II, sobre la base de Ef 5, 32, afirma, además, que el matrimonio es imagen y participación en el pacto de amor entre Cristo y la Iglesia (cfr. GS 48; AA 11). Añade asimismo que los cónyuges, según Ef 5, 32, manifiestan y participan del misterio de la unidad y del fecundo amor entre Cristo y la Iglesia (LG 11).

¿Cuáles son los puntos centrales del pasaje paulino sobre el matrimonio? En primer lugar, es preciso no olvidar que la carta responde a la pregunta de cómo se manifiesta el misterio salvífico de Dios en la historia. En nuestro pasaje, se quiere mostrar, en particular, cómo se hace presente el misterio del amor redentor de Jesucristo en el matrimonio. Para hacerlo empieza afirmando que Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella con el fin de santificarla. Para llevar a cabo esta santificación la ha purificado mediante el bautismo. Tras el bautismo se la ha presentado a Sí mismo como esposa santa e inmaculada. Cristo la alimenta y la cuida, puesto que nosotros somos miembros de su cuerpo. E inmediatamente añade san Pablo: «Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a su mujer, y los dos se harán una sola carne. Gran misterio es éste, lo digo respecto a Cristo y la Iglesia» (vv. 31-32). De este modo, el misterio de la unidad y la santificación, esto es, de la alianza, revive en la unión del hombre y de la mujer. El misterio redentor de Cristo, que ha santificado y unido a Sí a la Iglesia, ahora ya realizado, está en la base, es el fundamento de la unión de los cónyuges que son miembros del cuerpo de Cristo. H. Schlier señala oportunamente: «To mysterion no indica, en el v. 32, el misterio del pasaje escriturístico por sí mismo, ni siquiera el misterio del matrimonio por sí mismo, sino el proceso indicado en el pasaje escriturístico, proceso que es un typos del Cristo Ekklesia. Este proceso oculta y revela al mismo tiempo. Indica –entendido rectamente– las nupcias de Cristo con la Iglesia» 9.

El proceso al que se hace referencia es el proceso salvífico, expresado sobre todo en los vv. 25-27, que se realiza entre Cristo y la Iglesia, y se vuelve prototipo y modelo del matrimonio. No se puede dejar de admitir que ese proceso está explicitado y presente en la unión matrimonial.

Proyectando una mirada de conjunto, podemos intentar determinar las afirmaciones fundamentales de Ef 5. Parece ser que es posible indicadas del modo siguiente 10.

San Pablo parte de la recta conducta, de las amonestaciones referidas a la relación recíproca entre el marido y la mujer, pero está interesado, sobre todo, en presentar una motivación precisa y detallada de la misma. Deriva ésta de la re-presentación de la relación de Cristo con la Iglesia, modelo y tipo de la que existe entre marido y mujer. Así, el matrimonio es «reproducción» de la relación matrimonial con Cristo, que alimenta y cuida a la Iglesia como a su propia carne. Con tal comparación se atribuye al matrimonio la dignidad y la gracia que fueron precisadas, a continuación, como dimensión o naturaleza sacramental. Éste pro-cede del hecho de que es representación de la unión sobrenatural que se establece entre Cristo y la Iglesia. A la base de todo esto se encuentra el designio salvífico del Creador, que creó al hombre macho y hembra con la finalidad de que se unieran e inaugurar la institución matrimonial en que se realiza la voluntad divina. Precisa H. Schlier: «En esta voluntad y en esta institución de Dios Creador está implícita, dice san Pablo en el v. 31 interpretando Gn 2, 24, de una manera real, aunque velada, la presentación de la Iglesia a Cristo, que transciende la creación, porque la Iglesia, al provenir de Cristo (2, 11 ss.), ha sido destinada a ello desde la eternidad (Ef 1, 4 s.). Allí está implícita también la unión de Cristo con la Iglesia en un único cuerpo» 11.

En todo matrimonio entre miembros de la Iglesia, no sólo se actualiza la relación entre Adán y Eva, sino también y de una manera absolutamente propia la relación redentora y sublime entre Cristo y la Iglesia. Los esposos cristianos realizan la relación Cristo-Iglesia, puesto que pertenecen al cuerpo de Cristo y en sus relaciones recíprocas se actualiza y se manifiesta la relación Cristo-Iglesia.

Por estos motivos, exhorta a los cristianos la carta a los Hebreos (13, 4), en estos términos: «Tened todos en gran honor el matrimonio, y el lecho conyugal sea inmaculado; que a los fornicarios y adúlteros los juzgará Dios».

 

2. El matrimonio en la tradición y según el magisterio


Alusiones a la historia del sacramento del matrimonio

Respecto a la historia del sacramento del matrimonio, tres nos parecen ser los aspectos dignos de ser señalados: los indicios de la sacramentalidad en el período patrístico, la reivindicación de la competencia y autoridad sobre el matrimonio de los fieles por parte de la Iglesia y la doctrina sobre el amor conyugal a proponer a todos y, por último, las principales posiciones y herejías sobre el matrimonio 12.

En el primer punto, es preciso tener presente que los Padres de la Iglesia insisten antes que nada en la novedad moral de la vida matrimonial cristiana, sostienen su indisolubilidad y su unidad, al mismo tiempo que afirman la belleza de la virginidad por el reino de los cielos. Aluden con frecuencia a Ef 5, 32, deduciendo de ahí la grandeza y la santidad de las nupcias, sin realizar afirmaciones doctrinales especiales. Enseñan también que Dios mismo interviene en la unión de los esposos, así como que Jesucristo bendijo y santificó el matrimonio cuando participó en las bodas de Caná, elevándolo a una dignidad de la que antes carecía y le confirió con su autoridad un valor nuevo. Los esposos, con la bendición de Dios, estarán acompañados por una providencia especial y por las gracias necesarias para ser fieles a su deber. De esta conciencia brotan los primeros indicios de la concepción sacramental del matrimonio. En la liturgia romana y en los correspondientes textos latinos encontramos tanto la bendición nupcial, referida en algunos casos sólo a la esposa, como la bendición de la esposa en estrecha relación con la velación y la bendición de las vírgenes 13.

Al obispo, al presbítero o al diácono compete unir las manos de los esposos y pronunciar la bendición.

Entre los Padres de la Iglesia que han dejado una enseñanza de particular interés sobre el matrimonio figuran san Basilio, san Gregorio de Nisa, san Gregorio Nacianceno y san Juan Crisóstomo, por lo que a Oriente se refiere, y san Ambrosio, san Jerónimo y san Agustín, entre los occidentales. Este último afirma que el matrimonio ha sido elevado por Cristo a ser un modo que expresa su unión con la Iglesia. Este debe ser considerado, además, de una manera positiva, porque incluye tres bienes o valores objetivos: proles, que indica la generación y la educación de los hijos; Pides, es decir, la fidelidad de los esposos en el mutuo amor; sacramentum, en cuanto expresa su significado y su valor supremos, por ser imagen de Cristo esposo y de la Iglesia esposa. En consecuencia, incluye una unión inseparable. Afirma san Agustín: «Esto se observa, en efecto, entre Cristo y la Iglesia, que viviendo el uno unido a la otra, no son separados por divorcio alguno para toda la eternidad. Tan escrupulosa es la observancia de este sacramento en la ciudad de nuestro Dios, en su monte santo, esto es, en la Iglesia de Cristo, por parte de todos los esposos fieles que son, sin duda, miembros de Cristo, que, si bien la razón por la que las mujeres toman marido y los maridos toman mujer es la procreación de los hijos, no está permitido abandonar ni siquiera a la mujer estéril, para casarse con una fecunda» 14.

En este fragmento están presentes los dos hechos sobre los que, en general, basan los Padres sus reflexiones en torno al matrimonio cristiano: es imagen de la unidad y de la relación entre Cristo y la Iglesia, y los esposos son miembros del cuerpo eclesial. Por eso es indiscutible que para ellos el matrimonio es una realidad sagrada, signo de una realidad sagrada y, por consiguiente, comparable, en sus efectos de unidad e indisolubilidad, con el bautismo y con la ordenación sacerdotal.

Otro punto fundamental a tener presente en la tradición, además de los indicios de la sacramentalidad del matrimonio, son las intervenciones de la Iglesia, que muestran su competencia y autoridad a este propósito. Así, considera el amor conyugal entre bautizados no como una institución natural, sino como un gesto a someter a su vigilancia, y que se ha de llevar a cabo con unos ritos determinados. Escribe san Ignacio de Antioquía: «Es deber de los esposos y de las esposas contraer su unión con "la aprobación" del obispo, a fin de que el matrimonio sea según el Señor y no según la concupiscencia» 15.

En el año 447, un concilio opone a la teoría maniquea la legitimidad de las nupcias no sólo entre cristianos, sino de cualquier hombre (cfr. DS 206). Esa enseñanza fue confirmada en el 1 concilio de Braga el año 561 (cfr. DS 461-462), con un claro rechazo de todo juicio negativo sobre el matrimonio. Contra las posiciones rigoristas de algunas sectas, la Iglesia confirmó asimismo, más tarde, la santidad y la validez de los matrimonios contraídos de manera regular. En el mismo tono ser pronunciaron una vez más el concilio Lateranense II el año 1139 e Inocencio III el 1208 (cfr. DS 718; 794).

Tras haber defendido la validez y la santidad del matrimonio, se ocupa la Iglesia de proclamar la sacramentalidad del mismo. El papa Lucio III condena a aquellos que, con pretextos espiritualistas, no reconocen la autoridad ni observan la enseñanza de la santa Iglesia romana sobre los sacramentos, incluido el del matrimonio (cfr. DS 761). Inocencio III ejercita la autoridad de la Iglesia estableciendo en qué consiste el privilegio paulino y distinguiéndolo del caso en que uno de ambos cónyuges pasa a la herejía (cfr. DS 769).

Como señala D. Tettamanzi, del contexto eclesial y de la dependencia del matrimonio cristiano con respecto a la autoridad eclesial y al magisterio, resultan también algunos términos usados para designarlo 16.

El matrimonio cristiano es un carisma o un donum de Dios, un officium con el que se establece que el estado conyugal tiene su sitio en la Iglesia. Ésta actúa en la vida de los cónyuges exigiéndoles la santidad y ejerciendo su misión salvífica bajo todos los aspectos. Por otra parte, la autoridad eclesial está justificada y sigue siendo necesaria por el carácter sagrado atribuido al matrimonio. Se ejercita, por ejemplo, con la indicación de los elementos que invalidan las nupcias y por la presunción de la bendición del sacerdote, requerida para el matrimonio legítimo.

La Iglesia, a partir de su conciencia cada vez más viva de tener que proseguir la obra redentora de Jesucristo también en lo que corresponde al matrimonio, ha hecho frente asimismo a los desafíos lanzados a su obra y surgidos a lo largo de lo siglos. Durante mucho tiempo tuvo que hacer frente, sobre todo, a la mentalidad pagana, muy fuerte y bien arraigada, tanto dentro como fuera de su propio ámbito. Estaba caracterizada esta mentalidad, en los festejos nupciales, por una profunda decadencia de las costumbres, por el divorcio, las prácticas abortistas y anticonceptivas. Otras graves dificultades le venían a la Iglesia de las posiciones dualistas, que nunca han cesado de mostrarse más o menos activas desde los cátaro-albigenses. Los gnósticos, los maniqueos y los priscilianos mantienen un dualismo para el que existe un doble principio de las cosas: uno bueno del que provienen los espíritus, y otro del que deriva la materia. Unirse en matrimonio y engendrar hijos no es otra cosa que encerrar nuevos espíritus en la cárcel de cuerpo. De este modo, se colabora con el principio negativo. Los marcionitas sostienen que el matrimonio es obra del Dios creador del A.T. y, como ligado ala materia, es objeto de condenación. El Dios del N.T., el Padre, envía a Jesucristo para liberar al hombre con la destrucción de la materia y de toda su actividad.

En tiempos de los Padres encontramos también una tendencia laxista, que exalta el matrimonio negando el valor de la virginidad y del celibato eclesiástico. La vida matrimonial está libre de cualquier tipo de moralidad concreta. Podemos encontrar esa tendencia en Elvidio, Joviniano y Vigilancio 17.

También los cátaro-albigenses sostienen una doctrina impregnada de principios dualistas presentes de una manera más o menos acentuada. Defienden una idea que identifica el mal con la materia, rechazan los sacramentos y defienden la abstención del matrimonio. Los hombres son liberados de la cárcel de la carne por Cristo, un ángel que asumió apariencia humana. La salvación consiste en la liberación de la materia por medio de la penitencia para los simples fieles, mientras que «los perfectos», que practican la pobreza absoluta y la castidad perpetua, son impecables. La muerte libera a los ángeles caídos en el cuerpo de los hombres. Los condenados y los cuerpos serán aniquilados al final del mundo. Para algunos de ellos, los casados no deben ser considerados como fieles 18.

La consecución de una doctrina que presente un cierto carácter completo se lleva a cabo en la teología medieval y en el magisterio siguiente. Ahora vamos a dirigir nuestra atención sobre este último para conocer sus afirmaciones fundamentales. El impulso que llevó al magisterio a pronunciarse fue, esencialmente, doble. En primer lugar, era necesario superar las incertidumbres y la parcialidad en el modo de considerar el matrimonio cristiano. En segundo lugar, fueron las provocaciones de las herejías, en particular la de los cátaro-albigenses y la de la Reforma protestante, las que determinaron la decisiva intervención del magisterio. Por esos motivos nos parece esencial ahora exponer las principales afirmaciones magisteriales, precediéndolas de algunas alusiones al pensamiento de los reformadores, puesto que es a ellos a quienes pretende responder directamente el concilio de Trento.


El pensamiento de los Reformadores y la enseñanza del concilio de Trento

Según Lutero, el matrimonio se basa en la naturaleza y, por ello, es necesario. Pero, según la antropología luterana, la sexualidad se ejerce bajo el influjo inevitable de la concupiscencia, que es el pecado original propio de cada hombre, presente siempre con la fuerza que conduce al mal. De este modo, el matrimonio está ligado al pecado. Teniendo esto presente, no puede ser considerado como un sacramento. Lutero afirma, en efecto: «Hemos dicho que en todo sacramento está contenida la palabra de la divina promesa, a la que debe prestar fe quien recibe el sacramento: el solo símbolo no puede ser considerado sacramento. En ninguna parte se lee que haya recibido la gracia de Dios quien ha tomado mujer. Más aún, en el matrimonio, ni siquiera ha instituido Dios el símbolo... En consecuencia, el matrimonio ha de ser entendido como una alegoría de la unión de Cristo con la Iglesia, pero no como sacramento instituido por Dios; es un sacramento introducido por los hombres en la Iglesia por ignorancia de las cosas y de las palabras...» 19

La doctrina de Calvino y de los otros reformadores no presenta diferencias substanciales respecto a la de Lutero. Por tanto, el matrimonio no puede ser más que una institución totalmente humana, depende sólo del poder civil del Estado, y la Iglesia ni puede intervenir ni tiene jurisdicción sobre él. El término rnysterion de Ef 5, 32 significa simplemente misterio, secreto, y se aplica a las relaciones, a la unión de Cristo con la Iglesia. En consecuencia, los reformadores admiten la legitimidad del divorcio. Sostienen que se puede probar por la Sagrada Escritura que, en algunos casos, se puede disolver el vínculo conyugal. En el interior de esta visión general de los reformadores, encontramos, por una parte, la defensa del matrimonio contra la propuesta de la virginidad y de la continencia. Los votos de castidad van, en efecto, contra la naturaleza y es imposible permanecer fiel a ellos, dado que la concupiscencia no puede ser suprimida y es insuperable para el hombre. Por otra parte, y de manera paradójica, tienen un concepto negativo del matrimonio. Tiene éste como impulsor la concupiscencia, que permanece para siempre en el hombre incluso después del bautismo, y hace al hombre malo en sí mismo 20.

A partir de estas afirmaciones, que vuelven a poner en discusión los puntos doctrinales ya adquiridos, intervendrá el concilio de Trento confirmando la tradición precedente en sus elementos esenciales. El concilio de Florencia, por ejemplo, había enseñado ya que el matrimonio es sacramento y significa la unión indisoluble de Cristo con la Iglesia, como indica Ef 5, 32. El significado del sacramento se realiza por el mutuo consentimiento expresado por medio de palabras actuales. Y si bien es lícito separarse por motivo de fornicación, no es posible, con todo, contraer otro matrimonio, dado que el vínculo contraído es perpetuo (cfr. DS 1327).

El concilio de Trento (cfr. DS 1797-1812) tiene dos preocupaciones fundamentales 21. En primer lugar, vuelve a proponer de manera solemne la sacramentalidad del matrimonio, en cuanto que entrega la gracia de Cristo que perfecciona el amor natural, confirma la unidad indisoluble y santifica a los cónyuges. Es un acontecimiento sobrenatural, superiora los matrimonios de la antigua alianza, instituido por Jesucristo, no un hallazgo de los hombres. La segunda preocupación está constituida por la autoridad y la competencia de la Iglesia en materia matrimonial, aspecto que deriva, en cierto modo, del anterior. La Iglesia tiene el poder de establecer impedimentos dirimentes y no yerra al fijarlos, del mismo modo que puede dispensar de los mismos (cfr. DS 1803-1804). La autoridad de la Iglesia fue ejercida de hecho en el Concilio con el decreto Tametsi (cfr. DS 1813-1816). Enseña este que los matrimonios clandestinos, es decir, los contraídos con el intercambio del consentimiento entre los esposos sin presencia de testigos y sin las formas públicas vigentes, celebrados hasta entonces, deben ser considerados como verdaderos y válidos, a pesar de las reprobaciones precedentes. Sin embargo, el Concilio sanciona que, en adelante, esos matrimonios deben ser considerados ilícitos e incluso nulos. La autoridad de la Iglesia interviene en este caso, como hemos precisado ya, con respecto a la esencial del sacramento, estableciendo las condiciones de validez. No se puede contraer un matrimonio válido, según este decreto, sin la presencia de un ministro legítimo y de testigos. De este modo, eliminó la Iglesia una verdadera plaga individual y social derivada de la inestabilidad de tales uniones y del abandono de uno de los dos cónyuges para contraer públicamente otro matrimonio.

Debemos añadir aún otro punto no secundario. El Concilio (DS 1807) afirma que la doctrina y la práctica trasmitidas por las que es imposible disolver un matrimonio y volver a casarse en caso de adulterio, corresponden al evangelio. Se dice corresponden, sin querer plantear una identidad absoluta. De este modo se pretende evitar la condena de la práctica de la Iglesia ortodoxa, que admite la posibilidad del divorcio. A este modo de expresión se adhiere, después, Pío XI en la encíclica Casti Connubii.

Tras el concilio de Trento encontramos una cuestión debatida durante mucho tiempo: la relación entre el «contrato» matrimonial, como se decía entonces, y el sacramento. Con ese debate se llegó a tomar conciencia de que, además del sentido sagrado, propio de toda unión matrimonial, para los bautizados no existe sólo inseparabilidad, sino identidad entre unión matrimonial y sacramento, o sea, que el bautizado no puede casarse sin que ello sea también celebración del sacramento. Puede casarse sólo en cuanto se ha convertido en hijo de Dios y miembro del pueblo de Dios 22.

Además de esto, su libre adhesión al misterio de Cristo es tan esencial a la naturaleza del matrimonio, que la Iglesia quiere asegurarse por medio de un ministro de la intención y de la autenticidad cristiana de su asentimiento. En efecto, en la libre adhesión de los cónyuges al misterio de Cristo y de la Iglesia se debe tener presente que «[...] la Iglesia sigue siendo también el signo y la garante del don del Espíritu Santo que reciben los esposos comprometiéndose el uno con el otro en cuanto cristianos. Por eso los contrayentes bautizados no son nunca los ministros de su matrimonio sin la Iglesia y menos aún por encima de ella; son ministros en la Iglesia y a través de la Iglesia, sin poner nunca en segundo lugar a aquella cuyo misterio es fuente de su amor» 23.


El concilio Vaticano II y la «Familiaris Consorcio»

El concilio Vaticano II ha tratado ampliamente y en diferentes documentos el sacramento del matrimonio, aunque prevalecen las referencias a la familia24.

Dos son los documentos particularmente significativos a este respecto: LG 11; 35; 41 y GS 47-52. Ambos ponen de relieve, en primer lugar, las relaciones esenciales que el matrimonio cristiano tiene con la Iglesia, su dimensión propiamente eclesial. Además de recuperar el concepto de matrimonio en cuanto significado y participación en el misterio de unidad que media entre Cristo y la Iglesia, LG 11 describe sobre todo la familia salida del sacramento como imagen de la Iglesia, hasta tal punto que puede ser considerada como Iglesia doméstica. Así, los cónyuges «tienen en su condición y estado de vida su propia gracia en el Pueblo de Dios (cfr. 1 Co 7, 7). Pues de esta unión conyugal procede la familia, en que nacen los nuevos ciudadanos de la sociedad humana, que por la gracia del Espíritu Santo quedan constituidos por el bautismo en hijos de Dios para perpetuar el Pueblo de Dios en el correr de los tiempos» (LG 11).

En segundo lugar existe una renovada valoración del amor conyugal y de su tarea en la vida matrimonial. Se señala que la institución matrimonial nace del amor humano, con el cual se entregan y se reciben recíprocamente los cónyuges también ante la sociedad. Con el consentimiento personal, se establece la íntima comunión de vida y de amor conyugal, fundada por el Creador y dotada de leyes propias. Añade el Concilio: «El genuino amor conyugal es asumido en el amor divino y se rige y enriquece por la virtud redentora de Cristo y la acción salvífica de la Iglesia para conducir eficazmente a los cónyuges a Dios y ayudarlos y fortalecerlos en la sublime misión de la paternidad y la maternidad» (GS 48). De este modo, el Señor, al instituir el sacramento, ha sanado y elevado el amor humano con un don especial de gracia y de caridad. Un amor semejante conduce a los esposos a la entrega mutua de sí e invade toda su vida.

La exhortación apostólica Familiaris consortio constituye una suma de la enseñanza magisterial sobre el sacramento del matrimonio, aunque concede también un particular desarrollo a la familia, comunidad de vida y de amor querida por Dios con el sacramento. Dada la amplitud y la riqueza del documento, nos limitaremos a los puntos fundamentales, indicando que parece caracterizar el matrimonio cristiano como entrega y realización de toda la persona25.

En primer lugar, está claro que el documento pretende presentar a todos el designio de Dios sobre el matrimonio, pero insiste sobre todo en la proclamación de que su fallida realización integral obstaculiza la renovación del pueblo de Dios y de toda la sociedad. Esto es verdad no sólo por la gravedad del momento histórico en que vivimos, contrario a la concepción cristiana del matrimonio, sino sobre todo por el hecho de que el designio de Dios constituye el sentido verdadero para la vida matrimonial del hombre (nn. 3.5).

Una vez puesto este principio, afirma el documento que «la donación física total sería un engaño si no fuese signo y fruto de una donación en la que está presente toda la persona, incluso en su dimensión temporal; [...] El único "lugar" que hace posible esta donación total es el matrimonio, es decir, el pacto de amor conyugal o elección consciente y libre, con la que el hombre y la mujer aceptan la comunidad íntima de vida y amor, querida por Dios mismo, que sólo bajo esta luz manifiesta su verdadero significado» (n. 11). El amor conyugal es imagen, signo de la alianza que Jesucristo ha establecido con su pueblo, una alianza siempre fiel por parte de Dios, que se pone como ejemplo para el amor fiel que debe haber entre los esposos. De este modo, encuentra nuevamente el matrimonio toda su verdad y sentido, e incluso el modo concreto en que realizar su propia identidad en las situaciones históricas.

Pero ¿dónde está el origen, la causa de todo esto? Los cónyuges han sido insertados, con el bautismo, de una manera indestructible, en la nueva alianza, por la cual la comunidad de vida y amor es asumida en la caridad nupcial de Cristo para con la Iglesia. Y debido a esta inserción indestructible, la comunidad íntima de vida y de amor conyugal, fundada por el Creador, es elevada y asumida en la caridad nupcial de Cristo, sostenida y enriquecida por su fuerza redentora. El matrimonio de los bautizados se convierte así en una participación real en la nueva y eterna alianza en la sangre de Cristo. El Espíritu entregado en el sacramento vuelve a los cónyuges capaces de amarse como Cristo los ha amado. El documento precisa asimismo: «En realidad, el sacerdocio bautismal de los fieles, vivido en el matrimonio-sacramento, constituye para los cónyuges y para la familia el fundamento de una vocación y de una misión sacerdotal, mediante la cual su misma existencia cotidiana se transforma en "sacrificio espiritual aceptable a Dios por Jesucristo" (1 P 2, 5)...» (n. 59).

La Famiiiaris consortio presenta el sacramento del matrimonio usando también el esquema de la teología medieval. Afirma que el efecto primario e inmediato del matrimonio (res et sacramentum) no es la gracia sobrenatural misma, sino el vínculo conyugal cristiano, una comunión en dos típicamente cristiana, porque representa el misterio de la Encarnación de Cristo y su misterio de Alianza. Señala después la gracia sacramental (res), afirmando que ésta mira a una unidad profundamente personal, que, más allá de la unión en una sola carne, conduce a no formar más que un solo corazón y una sola alma. Da la luz y la fuerza para la fidelidad y la indisolubilidad de la donación recíproca definitiva y abre a la fecundidad. De este modo, el amor conyugal es elevado del orden de la creación al punto de ser expresión de valores propiamente cristianos (cfr. n. 13). Así, «fuente y medio original de santificación propia para los cónyuges y para la familia cristiana es el sacramento del matrimonio, que presupone y especifica la gracia santificadora del bautismo» (n. 56).

Un punto repetidamente confirmado por el magisterio es la afirmación de que el matrimonio constituye el principio y fundamento de la sociedad humana, y la familia es su célula primera y vital (cfr. AA 11). La dignidad, los derechos y deberes del matrimonio y de la familia son sagrados en todas las épocas y en todas las situaciones, y son independientes de todo poder, incluso el del Estado. Proceden éstos de la naturaleza humana, de la naturaleza misma del hombre y de la mujer. A este respecto, precisa aún la Familiaris consortio (n. 43): «... la familia constituye el lugar natural y el instrumento más eficaz de humanización y de personalización de la sociedad: colabora de manera original y profunda en la construcción del mundo, haciendo posible una vida propiamente humana, en particular custodiando y transmitiendo las virtudes y los "valores"».

Los últimos decenios han contemplado la aparición de numerosos estudios y asistido a la profundización en el sacramento del matrimonio, sobre todo en lo que respecta al valor del amor humano, tras un período en que se insistió más en los elementos jurídicos. En este contexto, no han faltado las exageraciones en la valoración del amor conyugal y de la posibilidad de alcanzar una perfección personal en la relación recíproca. El amor conyugal ha sido tan sobrevalorado que se ha llegado a subordinar a él la validez misma del vínculo matrimonial. En esta cuestión intervino Pablo VI, precisando lo que sigue: «[...] en modo alguno se puede aceptar una interpretación del amor conyugal que lleve a abandonar o disminuir en su valor y significado el conocido principio: matrimonium facit partium consensus... Sobre la base de este principio, bien conocido de todos, el matrimonio empieza a existir en el mismo momento en que ambos cónyuges prestan su consentimiento matrimonial jurídicamente válido. Tal consentimiento es un acto de la voluntad de naturaleza contractual... que produce en un instante indivisible su efecto jurídico, es decir, el matrimonio "in facto esse", un estado vital, sin que nada pueda tener ya influencia alguna en la realidad jurídica por él creada» 26. Así, la unión íntima de amor y de vida conyugal queda establecida por el consentimiento personal. Es del acto humano de amor recíproco de donde nace la institución matrimonial, pero ésta debe tener estabilidad por designio divino. Por consiguiente, este vínculo sagrado no depende del arbitrio del hombre y constituye un bien innegable tanto para los cónyuges como para los hijos (cfr. GS 48).

 

3. El sacramento del matrimonio


El Señor nos hace vivir, en la nueva alianza, el tiempo de los signos operativos, que nos hacen partícipes de su muerte y resurrección. En el tiempo que sigue a la Pascua y Pentecostés, Jesucristo ha puesto los sacramentos como gestos que manifiestan y realizan la unión con su obra salvífica. Así, el matrimonio, como ya hemos tenido ocasión de mostrar, no es, por designio de Dios, simplemente una institución natural o de derecho humano, sino un sacramento; está ordenado a su realización plena, que es la sacramental. En ello consiste el significado definitivo de la realización de la unión conyugal. Precisamente en el sacramento encuentra toda su verdad el dato antropológico de la unión matrimonial. Limitándonos ahora a los fieles bautizados, podemos decir que no tiene sentido casarse, tener hijos, si no es para realizar el designio divino, si no es para vivir, con la ayuda de la gracia sacramental, como hijos de Dios, el misterio de la unión nupcial entre Cristo y la Iglesia. Que el matrimonio sea sacramento significa, pues, que no es sólo una realidad querida por Dios en la creación, sino que se ha convertido en una realidad histórica, en un acontecimiento que es signo e instrumento eficaz del don de la gracia de Jesucristo. El matrimonio, aunque echa sus raíces en la creación del hombre y en la consiguiente constitución de la comunidad familiar, aunque tiene, en consecuencia, un carácter sagrado, ha sido transfigurado y ordenado en Jesucristo, para formar una unión modelada sobre la de Cristo con la Iglesia, que los bautizados deben fundar y defender. Su significado pleno puede ser conocido y realizado en Cristo, como un acontecimiento humano en el que la acción salvífica de Dios obra de manera eficaz.


La institución del matrimonio

La unión del hombre con la mujer en el A.T. es una imagen que nos ayuda a comprender la alianza de Dios con los hombres (cfr. Os 1; 3; Jr 2; 3; 31; Ez 16; 23). En el N.T., el matrimonio está inscrito de una manera tan radical en la alianza salvífica renovada por Cristo, que constituye un acontecimiento en el que se hacen presente, a través de los cónyuges bautizados, la fidelidad y el amor eternos de Dios por el hombre. En este sentido, la sacramentalidad del matrimonio está indicada en Ef 5, 21-32, como afirma el concilio de Trento (cfr. DS 1799). Esa sacramentalidad no puede ser mostrada con las palabras precisas de una institución, sino que se fundamenta en la inserción del matrimonio en la nueva y definitiva alianza llevada a cabo por Jesucristo. Este, ya en su vida pública, recuperó y enseñó claramente el sentido originario de la unión matrimonial, el valor que deriva de la unidad y de la fidelidad: «lo que Dios unió, no lo separe el hombre» (Mt 19, 6), como ya hemos expuesto. Confirmó la bondad del matrimonio con su presencia en la bodas de Caná, donde la tradición ha intuido –no sin razón– el signo eficaz de su acción de gracia en favor de este hecho esencial de la vida humana. San Pablo exhorta, a su vez, a contraer matrimonio en el Señor (cfr. 1 Co 7, 39). Los bautizados llevan a cabo el matrimonio a través de su ser criaturas nuevas en Cristo, ser que han recibido en el bautismo. El matrimonio es insertado así en la nueva realidad salvífica, en cuanto es contraído por bautizados que son miembros del cuerpo de Cristo (cfr. Ef 5, 30), de la Iglesia, que es la esposa de Cristo, santa y purificada por medio del baño del agua, es decir, el bautismo. De este modo, los bautizados se unen en matrimonio como miembros que participan del ser de la Iglesia. La unión de la Iglesia con Cristo, este extraordinario misterio de unidad y de salvación, se refleja y actúa, a continuación, en el hombre, que deja a su padre y a su madre y se une a su mujer formando una sola carne (cfr. Ef 5, 31-32). De esta suerte, el matrimonio de los bautizados es un acontecimiento en el que se ofrece la imagen de la fidelidad y del amor de Cristo por su Iglesia, es un signo que hace presente esa unión que obra ahora en la Iglesia y, por medio de ella, en sus miembros.

Lo que acabamos de decir constituye el motivo que ha llevado a la Iglesia a tomar conciencia, a través de una larga y difícil experiencia, de que Jesucristo ha querido la unión conyugal como sacramento, o sea, como gesto eficaz del don de su gracia destinado a los cónyuges. Podemos comprender esto de manera adecuada si tenemos presente que: «La institución por parte de Cristo es, por consiguiente, en primer lugar, una institución mediante su propio ser y mediante su obra redentora, que toma y transforma al hombre en todo lo que constituye su naturaleza, por lo cual a partir de aquí puede ser comprendida y explicada en su novedad incluso la transformación de este misterio de la comunión nupcial entre el hombre y la mujer, que interesa al hombre en naturaleza más íntima, y ello en cuanto realización plena del hombre unitario y en cuanto fuente de la propagación del género humano» 27.

Sobre esta base podemos afirmar, pues, que, así como el hombre se convierte en una criatura nueva con el bautismo, así también el macho y la hembra renacidos en Cristo no pueden superar la soledad originaria sin que su unión y el poder de procrear sean una unión y una procreación en Cristo y una imagen de la unióny de la fecundidad que existen entre Cristo y la Iglesia. De este modo, los elementos correspondientes al orden de la creación en la unión conyugal y en la procreación son redimidos del pecado y de la ley, y configurados con el misterio de la fidelidad del amor fecundo que existe entre Cristo y la Iglesia. Jesucristo, con la nueva alianza, confiere una gracia sacramental a la unión del hombre con la mujer, que, desde el principio, estaba destinada a manifestar y realizar la unión santificadora que une a Cristo con su Iglesia.


Los ministros

Los documentos conciliares no indican quiénes son los ministros del matrimonio, al contrario de lo que hacen con los otros sacramentos. ¿Cuál es la razón de esto? Ciertamente, en la mayoría de los casos figura la intención de no dirimir la cuestión con la Iglesia ortodoxa, la cual, a diferencia de la tradición católica, sostiene como esencial y necesaria, para la validez, la bendición del sacerdote que actúa con la función de ministro. La posición ortodoxa puede ser resumida de este modo: «El sacerdote santifica el vínculo natural del matrimonio, es él quien une las manos de los nuevos esposos y, con las oraciones que eleva sobre ellos, transmite la gracia invisible, consagrando y elevando el matrimonio a la dignidad de sacramento» 28.

Pero la cautela del magisterio conciliar se debe también, a buen seguro, a la voluntad de prestar atención a la historia del signo sacramental y a los debates actuales en la misma Iglesia católica. A diferencia de los documentos conciliares, el magisterio ordinario, en especial el de Pío XII 29, ha presentado a los cónyuges como ministros del sacramento. Los documentos del magisterio posterior al concilio Vaticano II se limitan a señalar el ministerio de los esposos y a llamarlos cooperadores de la gracia.

El concilio de Trento parece haber afirmado que los esposos son los ministros y, al mismo tiempo, los beneficiarios directos, con independencia de la bendición del sacerdote, cuando señala que los matrimonios secretos celebrados con el libre consentimiento de los contrayentes eran válidos, mientras que la Iglesia no dispusiera otra cosa (cfr. DS 1813). La Iglesia confirma, por otra parte, que el matrimonio de los bautizados es un sacramento constituido por el libre y recíproco consentimiento de los cónyuges, como veremos a continuación. Así pues, al ser los esposos los autores de su mutuo consentimiento, son también los ministros. La Iglesia no parece aceptar que la presencia y la bendición del sacerdote sean considerados como esenciales para la validez del matrimonio30. A pesar de todo, la considera importante y no admite que sea omitida de manera ordinaria. Vamos a ocupamos ahora de los motivos de esta posición.

La bendición sacerdotal, aunque no es un elemento esencial, ni una fórmula sacramental, ni parte de la forma canónica necesaria tras el concilio de Trento para la validez, constituye, junto con todas las oraciones dirigidas a Dios por los esposos, el signo visible de la dimensión eclesial del gesto sacramental y de la ayuda con que la Iglesia pretende sostener y acompañar toda su existencia. La Iglesia está atenta, a fin de que no falte la bendición, privando así a los cónyuges de la ayuda de todo el pueblo de Dios, de ese ámbito real del que brota y único en que puede realizarse cualquier signo de la nueva alianza. La bendición sacerdotal es también el signo de la presencia de la Iglesia institucional, que, con autoridad y paternidad, acoge a los esposos sellando su verdadera unión, su genuina adhesión a Jesucristo realizada aquí y ahora. El matrimonio «debe realizarse en un lugar sagrado, con la participación del sacerdocio cristiano, de suerte que se manifiesta también externamente su santidad intrínseca y su estrecha relación con Cristo. No para que se vuelva santo, sino porque es santo requiere la cooperación del sacerdote [...]» 31.

Después de haber indicado quiénes son los ministros del matrimonio, es necesario mostrar sobre qué se funda su dignidad y potestad por la que están llamados a realizar una acción divino-humana. Realizan un gesto sacramental instituido por Cristo y reciben la gracia sacramental correspondiente. Por otra parte, son al mismo tiempo, de manera sorprendente, ministros y beneficiarios del sacramento por una vocación totalmente gratuita.

El hombre, criatura nueva en virtud de la gracia y del carácter impreso por el bautismo, es acogido en el cuerpo místico de Cristo, forma parte del mismo y pertenece a él de manera plena y total. Cuando dos bautizados se casan, se unen como dos miembros vivos de este cuerpo y no pueden obrar de otro modo: se casan en cuanto criaturas nuevas que participan de los bienes del cuerpo místico. No pueden tener una modalidad y una finalidad diferentes de las que tienen por ser hijos de Dios y miembros de su pueblo. Su unión y su prole son queridas por Cristo y no pueden dejar de ser gracia que proviene de su Cabeza, de Aquel de quien son miembros vivos, partícipes de la vida divina. No pueden disponer de su cuerpo, de su unión completa y de su poder creador más que como personas dotadas de un carácter bautismal en camino hacia un destino sobrenatural, mediante los medios divinos puestos a su disposición.

Pero, además de esto, podremos comprender hasta el fondo la figura de los ministros, si precisamos su relación con Cristo y con la Iglesia. Como señala M.J. Scheeben, el matrimonio no puede ser concebido como puro símbolo, sino como una relación real y esencial con el misterio de la unión de Cristo con la Iglesia. Y añade este autor: «No es simplemente el símbolo de este misterio o un [modelo] ejemplar que permanece fuera del mismo, sino una copia germinada de la unión de Cristo con la Iglesia, producida e impregnada por la misma, dado que no sólo simboliza aquel misterio, sino que lo representa realmente en sí mismo, o sea, mostrándolo activo y eficiente dentro de sí» 32.

También los esposos, como la Iglesia, están unidos, «desposados» con Cristo; vale también para ellos y se realiza asimismo en ellos la unión de la Iglesia con Cristo. Si se unen entre ellos, la representan y la significan. La extienden y la producen en sí mismos y en sus hijos. Se ponen a disposición de Cristo como nuevo órgano del cuerpo místico, son una ramificación de la alianza establecida por Cristo con la Iglesia. Las gracias que reciben «provienen a los cónyuges no ex opere operantis, sino ex opere operato. Puesto que los cónyuges las adquieren por el hecho de que en la conclusión del matrimonio actúan como órganos y ministros de Cristo y de la Iglesia, y mediante tal conclusión, se vuelven órganos de Cristo y de la Iglesia... Por todas estas razones, las nupcias de Cristo con su Iglesia, sobre las que se basa toda la comunicación de la gracia, deben traducir en el acto, "ipso facto", su eficacia sobrenatural en la unión conyugal entre cristianos como en una ramificación suya»33.

Para poder desarrollar esa misión, sobre la base del carácter y de la gracia bautismal, los esposos «están fortificados y como consagrados por un sacramento especial, para cumplir dignamente sus deberes de estado» (GS 48). Los cónyuges, en virtud de su unión llevada a cabo en nombre de Cristo, son elevados y destinados a representar el amor fecundo de Cristo por la Iglesia. Así fortalecidos, poseen el poder, la capacidad para cumplir la misión conyugal y generativa, para el crecimiento interior y exterior del cuerpo místico.

Los mismos esposos, con su pacto de amor conyugal, efectúan y celebran el matrimonio como sacramento y adquieren su gracia. Puesto que, entre los bautizados, el matrimonio es, inequívocamente, sacramento, la sola realización del gesto matrimonial realiza también el sacramental. De este modo, la gracia y la santidad del sacramento está producida por las personas mismas que llevan a cabo el gesto sensible. Los factores constitutivos del sacramentos matrimonial no provienen, según aa modalidad salvífica de Jesucristo, del exterior. La unión conyugal de los bautizados no es un acontecimiento profano, ni extraño al designio salvífico divino, sino que acaece según la modalidad sacramental. En ese contexto, los esposos se dan y se reciben de manera recíproca, se entregan a sí mismos, entregan su propio cuerpo. Existe una mutua entrega y aceptación de todo lo que les constituye, de sus propias personas. El cónyuge no celebra por sí mismo, no se autoprocura la gracia sacramental, sino que sólo entregándose a sí mismo y recibiendo la entrega del otro es como llega a ser ministro y establece el pacto conyugal. El ministerio de los esposos se ejerce a través del establecimiento del pacto conyugal; llevar a cabo tal gesto trae consigo la gracia sacramental.


El gesto sacramental

El papa Nicolás I, el año 866, en respuesta a preguntas que le habían sido planteadas, escribe: «Cuando se ha emitido en conformidad con las leyes, baste el solo consentimiento de aquellos que pretenden casarse. En las nupcias, si acaso ese solo consentimiento faltare, todo lo demás, aun celebrado con coito, carece de valor, como atestigua el gran doctor Juan Crisóstomo, que afirma: "El matrimonio no está constituido por el acto sexual, sino por la voluntad"» (DS 643). Inocencio III recupera y confirma integralmente, el año 1200, la enseñanza de su predecesor, añadiendo que el consentimiento debe ser expresado de praesenti, o sea, en ese momento (cfr. DS 776).

Juan Pablo II, recogiendo el enriquecimiento producido en particular durante estos últimos años, afirma que el amor conyugal natural se realiza en toda su verdad en el matrimonio, esto es, en el «pacto de amor conyugal o elección consciente y libre, con la que el hombre y la mujer aceptan la comunidad íntima de vida y amor, querida por Dios mismo [...]» 34

Inserta el amor conyugal en el gesto sacramental del matrimonio. De este modo, el elemento, que podemos llamar jurídico (contrato, pacto, consentimiento declarado o recibido públicamente), incluye y expresa ipso facto asimismo el amor conyugal.

En la elaboración teológica se advierte, en primer lugar, que el matrimonio cristiano no tiene un gesto propio a realizar o unas palabras con las que dar significado, sino que éste se lo da la elevación de la creación a la gracia arraigada y unida al bautismo. En segundo lugar, se añade que el simple acto matrimonial ha sido elevado por Jesucristo a la dignidad de sacramento, en cuanto consagra y refuerza con la gracia sacramental a las personas en cuestión y su estado de vida. A partir de estos presupuestos, a pesar de las diferentes especificaciones y análisis 35, se ha buscado el núcleo del signo sacramental expresado en los gestos y en las palabras. Lo esencial puede ser expresado de la manera siguiente: «En todos los sacramentos hay una cierta operación espiritual que se realiza mediante una operación material, signo de aquella; [...] Así, pues, como en el matrimonio hay cierta unión espiritual, por lo que tiene de sacramento, y también alguna unión material, en cuanto es un acto natural y de vida civil, conviene que mediante el elemento natural se produzca el efecto espiritual por la virtud divina. Síguese de ahí que, como las asociaciones que provienen de los contratos materiales se verifican por mutuo consentimiento, es preciso que de igual modo, se efectúe la unión matrimonial» 36.

El mismo autor añade aún: «[...] así también el consentimiento exteriorizado por palabras de presente entre personas idóneas afecta a la validez del matrimonio, toda vez que estos dos elementos constituyen la esencia del sacramento; mientras que los demás requisitos contribuyen a la solemnidad del mismo [...]»37. Si con el consentimiento matrimonial adquieren los cónyuges el derecho sobre el cuerpo del otro, mientras que antes de su unión podían disponer de él libremente, entonces es propiamente el consentimiento lo que constituye el matrimonio. Ciertamente el consentimiento es el elemento constitutivo, en cuanto que produce la unión de los dos esposos y hace alcanzar el fin de la unión matrimonial.

El consentimiento de los esposos no puede ser sólo exterior. En efecto, en todos los sacramentos se requiere la intención del ministro y de los receptores para su celebración válida. Si los cónyuges no consienten interiormente, con el corazón, no tienen intención de contraer la unión matrimonial. Por eso no hay el matrimonio. No se une de modo válido en matrimonio quien, al expresar el consentimiento verbalmente, no otorga también el consentimiento interior.

El objeto del consentimiento matrimonial es la entrega total de sí mismo, que se refiere a toda la persona. Es la unión del hombre y de la mujer, que se expresa en la mutua entrega y acogida, y se realiza en el acto sexual ordenado a la transmisión de la vida y a crear unas relaciones de ayuda y de elevación recíprocas. Por eso, en el matrimonio, está prohibida toda actitud egoísta, se exige la entrega de sí, dado que los cónyuges adquieren el derecho sobre el cuerpo del otro, como Cristo amó a la Iglesia y se entregó a Sí mismo por ella (cfr. Ef 5, 25; 1 Co 7, 3-4). La entrega de sí mismo incluye, por consiguiente, el amor mutuo y la transmisión de la vida.


El significado unitivo y procreador del consentimiento matrimonial

El fin del consentimiento y de la unión matrimonial es la progresiva realización de la comunión conyugal, inseparable de su significado unitivo y procreador. La Familiaris consortio precisa: «en virtud del pacto de amor conyugal, el hombre y la mujer "no son ya dos, sino que son una sola carne" y están llamados a crecer continuamente en su comunión a través de la fidelidad cotidiana a la promesa matrimonial de la recíproca donación total. Esta comunión conyugal hunde sus raíces en el complemento natural que existe entre el hombre y la mujer y se alimenta mediante la voluntad personal de los esposos de compartir todo su proyecto de vida, lo que tienen y lo que son; por esto tal comunión es el fruto y el signo de una exigencia profundamente humana. Pero, en Cristo Señor, Dios asume esta exigencia humana, la confirma, la purifica y la eleva conduciéndola a perfección con el sacramento del matrimonio: el Espíritu Santo infundido en la celebración sacramental ofrece a los esposos cristianos el don de una comunión nueva de amor, que es imagen viva y real de la singularísima unidad que hace de la Iglesia el indivisible Cuerpo místico del Señor Jesús. El don del Espíritu Santo es mandamiento de vida para los esposos cristianos y al mismo tiempo impulso estimulante, a fin de que cada día progresen hacia una unión cada vez más rica entre ellos, a todos los niveles -del cuerpo, del carácter, del corazón, de la inteligencia y voluntad, del alma-, revelando así a la Iglesia y al mundo la nueva comunión de amor, donada por la gracia de Cristo» 38.

El consentimiento expresado por los esposos va dirigido a su unión total y a la realización integral del sacramento en el acto conyugal (la así llamada «consumación»). Realiza el significado sacramental, es el término al que mira el consentimiento expresado. En efecto, el gesto que los cónyuges realizan en el pacto de amor matrimonial, el proyecto ideado en su recíproco consentimiento, se realiza con el acto matrimonial. Éste refuerza la unión conyugal para hacerla indisoluble del todo. Respecto a esto es preciso recordar que: «La integridad o perfección de una cosa puede ser de dos maneras: La primera perfección consiste en la esencia misma de la cosa, la perfección segunda corresponde a la operación. Toda vez, pues, que la cópula camal es una operación, o digamos, el uso del matrimonio, ya que por éste se otorga facultad para dicho uso, la cópula camal dice orden a la segunda perfección del matrimonio, no a la primera» 39.

Eso significa que el acto conyugal enriquece el significado del sacramento. En efecto, la unión a través de tal acto se efectúa en el espíritu y en la carne del hombre, aunque no puede ser considerado como elemento constitutivo.

Hemos constatado que el gesto sacramental del matrimonio está constituido por el consentimiento interior expresado de modo actual y externo. Produce la unión entre los esposos, que se entregan recíproca y totalmente, buscando realizar, a través de una progresiva comunión, la santidad a la que han sido llamados. Pero ese consentimiento ha sido comprendido y presentado, en el conjunto de la estructura sacramental, de diferentes modos. Vamos a presentar ahora, sin la menor pretensión de ser completos, algunos ejemplos tomados de teólogos contemporáneos, para hacernos una idea de la variedad y riqueza con que es considerado el sacramento del matrimonio.

W. Kasper40 sostiene que el término bíblico de alianza es el más adecuado para indicar la naturaleza del matrimonio cristiano. Expresa mejor que los conceptos de contrato e institución tanto el carácter personal del consentimiento matrimonial como su carácter público. La alianza pertenece a ambas esferas. Es vínculo personal de amor, pero también un hecho público y jurídico, que interesa a toda la comunidad eclesial. En efecto, Cristo instituyó el matrimonio como sacramento en el momento en que fundó la nueva alianza, y confirió una eficacia sacramental a la unión conyugal desde el principio, como prenda de la unión entre Él y la Iglesia. D. Tettamanzi 41 aclara la identidad o esencia del matrimonio refiriéndose al amor conyugal en cuanto legitimado o pública-eclesialmente declarado. El consentimiento matrimonial es un compromiso con un vínculo de amor en el que se expresa la unión de la voluntad y del corazón, para realizar, a continuación, la dimensión eclesial y social. El sacramento consiste, por tanto, en la elevación del pacto-amor conyugal a signo eficaz de gracia. Según L. Ligier42, el pacto conyugal constituye la expresión más adecuada para indicar el elemento constitutivo del sacramento. El consentimiento matrimonial intercambiado entre los esposos y consagrado por el pacto es el elemento más expresivo y significativo. Así, el matrimonio es la unión que resulta del consentimiento, no el consentimiento mismo. Éste debe ser manifestado ante la Iglesia para ser una unión sacramental y un pacto.

 

4. Los efectos sacramentales


El vínculo matrimonial

Según la doctrina tradicional de la Iglesia, el consentimiento constituye la esencia del matrimonio in fieri, en el momento de constituirse, mientras que el vínculo matrimonial constituye su esencia in facto esse, como estado de vida consagrado en Cristo y en la Iglesia con obligaciones morales y jurídicas. Juan Pablo II, recuperando esta tradición, afirma que «el efecto primario e inmediato del matrimonio (res et sacramentum) no es la gracia sobrenatural misma, sino el vínculo conyugal cristiano, una comunión en dos típicamente cristiana, porque representa el misterio de la Encarnación de Cristo y su misterio de Alianza» 43. El matrimonio de la nueva alianza es, por consiguiente, una imagen viva del vínculo inseparable que une a Cristo con la Iglesia, manifiesta y representa el misterio de su unión indisoluble, confiriendo su gracia con una participación auténtica. Los contrayentes contraen un vínculo que brota de la entrega recíproca de toda la persona y de la íntima unión de los corazones, de manera que, con la gracia de su caridad conyugal, nunca disminuya.

El vínculo estable y fiel asegura la dignidad de ambos cónyuges y la ayuda recíproca, recuerda que la unión conyugal ha tenido lugar no por fines egoístas o de placer, sino por la vocación y el destino comunes dados por Cristo, y ayuda a realizar al mismo tiempo los bienes terrenos y eternos. En efecto, los cónyuges cristianos son fortalecidos y como consagrados (cfr. GS 48) para ser idóneos, a fin de cumplir los deberes conyugales y familiares en el Espíritu de Cristo. De este modo, el matrimonio «tiene la especificidad de unir a dos bautizados en "una carne" para el ejercicio de la vida matrimonial, cooperando con el amor del Creador en un ministerio propio» 44.

El vínculo sacramental proporciona además una unidad tan modelada y dependiente de la de Cristo con la Iglesia presente y operante en la tierra, que permite que la familia pueda ser llamada «Iglesia doméstica» (cfr. LG 11), santuario doméstico de la Iglesia (cfr. AA 11) 45.

Brinda una consistencia y una configuración tales, que permite a la familia representar a su modo la alianza nueva y definitiva con la que Trinidad ha manifestado últimamente su misericordia a los hombres. El amor siempre fiel de Dios se pone como la fuerza con que los cónyuges se unen en un vínculo de amor fiel e inagotable, para que su «amor reciba su sello y su consagración ante el ministro de la Iglesia y ante la comunidad» 46.

Entonces el vínculo matrimonial hace a los cónyuges una «pareja», que puede hacer resplandecer su propia luz ante los hombres, a fin de que éstos, al ver sus obras, puedan dar gloria al Padre celestial (cfr. Mt 5, 16).


Las propiedades del vínculo matrimonial

El vínculo conyugal cristiano es único (exclusivo, entre un hombre y una mujer) e indisoluble (perpetuo, no puede ser rescindido). Como afirma Juan Pablo 11 47, estas prerrogativas de la comunión conyugal hunden sus raíces en el complemento natural que existe entre el hombre y la mujer, y se alimenta mediante la voluntad personal de los esposos de compartir todo su proyecto de vida. Constituyen una exigencia humana, sentida a pesar de las rebeliones derivadas de la dureza del corazón. Pero subsisten, en general, exigencias y deseos veleidosos no realizados, en caso de que no sean sostenidos por la gracia sacramental o por gracias absolutamente especiales. Tanto la unidad como la indisolubilidad son, en efecto, un don específico del Espíritu Santo efuso en la celebración sacramental. Don de una comunión nueva e interior basada en aquella otra, definitiva y ya dada, única e indisoluble, entre Cristo Cabeza y su cuerpo, entre el Esposo y la esposa. De este modo, las propiedades del vínculo conyugal realizan el designio que ha querido Dios desde la eternidad sobre la vida matrimonial, y que ha sido restablecido y renovado en Cristo, al hacer al hombre y a la mujer criaturas nuevas con el bautismo y, a continuación, partícipes del amor con que El mismo se ha entregado por la Iglesia, purificándola y santificándola.

El vínculo único e indisoluble entre los cónyuges bautizados es fruto de aquel otro, igualmente único e indisoluble, de Cristo, que ha amado a la Iglesia hasta el extremo. No se trata, por tanto, sólo de una invitación a la perfección dirigida a quien quiera o pueda. En efecto: «El don del sacramento es al mismo tiempo vocación y mandamiento para los esposos cristianos, para que permanezcan siempre fieles entre sí, por encima de toda prueba y dificultad, en generosa obediencia a la santa voluntad del Señor "lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre" (Mt 19, 6)» 48.

Los cónyuges cristianos, al obedecer el mandamiento del Señor, son un signo del amor fiel de Dios por el hombre, y, en particular, los cónyuges abandonados que no vuelven a casarse, viviendo una fidelidad de un particular valor.

Como ya hemos tenido ocasión de señalar, el concilio de Trento se expresó sobre la indisolubilidad con una fórmula que ha sido objeto de diferentes interpretaciones 49, que quiere tener presente la práctica contraria a la de la Iglesia ortodoxa, la cual, a su vez, no rechaza la doctrina de la Iglesia católica. Afirma el Concilio: «Si alguno dijere que la Iglesia yerra cuando enseñó y enseña que, conforme a la doctrina del Evangelio y los Apóstoles (Mc 10; 1 Co 7), no se puede desatar el vínculo del matrimonio por razón del adulterio de uno de los cónyuges, y que ninguno de los dos, ni siquiera el inocente, que no dio causa para el adulterio, puede contraer nuevo matrimonio mientras viva el otro cónyuge, y que adultera lo mismo el que después de repudiar a la adúltera se casa con otra, como la que después de repudiar al adúltero se casa con otro, sea anatema» (DS 1807). La indisolubilidad enseñada por la Iglesia, aunque no haya sido definida en sí misma, no puede ser considerada como un error (contra las afirmaciones protestantes), más aún, está en conformidad con la doctrina evangélica y apostólica. Como antes lo hiciera el Concilio, ni los pontífices romanos ni la Iglesia católica han admitido nunca excepciones al principio de la indisolubilidad o la enseñanza contraria al mismo.


La gracia sacramental

El concilio de Trento se ocupó ampliamente del tema de la gracia dada a los cónyuges cristianos en el acto de la celebración del matrimonio. Ésta es presentada, en primer lugar, como don que perfecciona el amor conyugal; a continuación, como ayuda que confirma la unidad y la indisolubilidad del vínculo matrimonial, y, por último, como santificación de los cónyuges (cfr. DS 1799). Enseña, además, que el matrimonio en la ley evangélica es superior a todos los otros por la gracia que Cristo confiere en él (DS 1800).

Los tres aspectos que acabamos de señalar revelan que la gracia, antes que nada, repara y atenúa las consecuencias del pecado, pretendiendo volver a la condición originaria y, en segundo lugar, que tiene un carácter perfectivo, es decir, que eleva el matrimonio, para convertirlo en la expresión de los valores propiamente cristianos. También la Familiaris consortio (cfr. n. 13) y otros documentos insisten en la gracia que santifica y hace llegar a una unidad profunda y cristianamente conyugal, de modo que se forme un solo corazón y una sola alma con un significado y una energía nuevos.

Si queremos precisar aún la naturaleza de la gracia, podemos afirmar que ésta tiene la tarea de hacer a los cónyuges, en cuanto tales, miembros del cuerpo místico, instrumento de santidad personal el uno para el otro, ayuda para la recíproca elevación. El segundo aspecto consiste en la fuerza divina para transmitir la vida según el plan de Dios. De este modo, quedan santificados los cónyuges para propagar y desarrollar la vida divina: transmiten la vida para hacer a los hijos criaturas nuevas en Cristo. Son corroborados para una comunión y una caridad mutuas, para una unión más íntima con Cristo, de suerte que estén abiertos a la generosidad que transmite a los otros lo que ellos han recibido. En consecuencia, lo que en el matrimonio se significa, se produce y se da es el amor entre Cristo y la Iglesia, presente en la tierra en cuanto amor que une, santifica y vivifica, y en cuanto amor fecundo, que enriquece y extiende cada vez más a la Iglesia. Por eso los cónyuges deben estar más unidos por el amor que poseen en Cristo que por el amor mutuo natural. Si los cónyuges viven ambos sus relaciones en Cristo, la fuerza de la gracia sacramental los transfigura, a pesar de sus debilidades. De este modo, la gracia viene en ayuda del amor conyugal humano, proporcionando razones válidas y definitivas para la fidelidad y la ayuda recíprocas. Mientras que el efecto primero e inmediato del sacramento es el vínculo conyugal cristiano único e indisoluble, hasta el punto de que los cónyuges quedan consagrados por él y forman el santuario doméstico de la Iglesia, el segundo efecto es el don de la participación en la santidad de Cristo y de la Iglesia, según la modalidad de la pareja. Los cónyuges quedan santificados y están invitados durante toda su vida a participar en el banquete de bodas del Hijo de Dios (cfr. Mt 22, 1-14).


La familia

Ya hemos visto que el matrimonio no es un puro y simple contrato que pueda ser disuelto con el acuerdo de las partes, ni tampoco una pura y simple institución. Cuando fue presentado en la Iglesia de este modo lo que se pretendía era poner de manifiesto o bien la libre disposición de los esposos como respuesta a una vocación divina, o bien la presencia de normas morales y de leyes estables que lo regulan. Después de Jesucristo, el matrimonio es, antes que nada, sacramento y en ello reside su significado fundamental y central. Precisamente como sacramento, y no simplemente como institución, introduce al cristiano en un estado de vida. En efecto, el matrimonio permanece en su efecto primero: el vínculo conyugal único e indisoluble, que subsiste durante toda la vida. Por otra parte, la eficacia y los efectos sacramentales se extienden a toda la vida conyugal. Esta debe edificarse sobre el sacramento recibido, que permanece presente y operante en las personas.

Los Padres de la Iglesia, por ejemplo san Agustín, hablan a menudo, quizás incluso con mayor frecuencia, del matrimonio cristiano como estado de vida que como celebración del consentimiento conyugal. El concilio Vaticano II, recuperando esta tradición, afirma que los cónyuges, sostenidos por el sacramento con la gracia de Dios y la acción salvífica de la Iglesia, son conducidos a Dios y ayudados en su misión de padre y madre. Y añade a continuación: «Por ello los esposos cristianos, para cumplir dignamente sus deberes de estado, están fortificados y como consagrados por un sacramento especial, con cuya virtud, al cumplir su misión conyugal y familiar, imbuidos del Espíritu de Cristo, que satura toda su vida de fe, esperanza y caridad, llegan cada vez más a su propia perfección y a su mutua santificación, y, por tanto, conjuntamente, a la glorificación de Dios» (GS 48). Juan Pablo II confirma aún: «El don de Jesucristo no se agota en la celebración del sacramento del matrimonio, sino que acompaña a los cónyuges a lo largo de toda su existencia» 50. De este modo, la comunidad conyugal se convierte en la comunidad familiar.

Pero ¿qué es lo que caracteriza a la familia? ¿Cuál es su elemento específico? A estas preguntas responde Juan Pablo II del modo siguiente: «Así el cometido fundamental de la familia es el servicio a la vida, el realizar a lo largo de la historia la bendición original del Creador, transmitiendo en la generación la imagen divina de hombre a hombre» 51.

Se trata de la fecundidad que sigue al amor conyugal y está dirigida tanto a la procreación de los hijos como a darles todo aquello que les enriquece desde el punto de vista humano y cristiano. Así pues, lo que especifica de ordinario a la familia, aunque no siempre aparezca el don de los hijos, es la fecundidad y la procreación. De este modo, los cónyuges colaboran con el acto divino de la creación; es su cooperación humana a la acción divina. El hijo es el don que Dios hace a los esposos y con el que se expande la comunidad cristiana. Dios les confía lo más precioso que hay en la creación: la persona humana, que debe llegar a ser conforme «a la imagen de su Hijo, para que El sea el primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8, 29). En efecto: «Así como el origen de la comunidad conyugal está situado entre la empresa de Dios y el consentimiento del hombre y de la mujer que se casan, también el origen de la comunidad familiar reside en el encuentro entre Dios y la pareja de los esposos, entre el acto divino de la creación y el acto humano de la procreación» 52.

Los hijos son un don del Dios creador a los esposos. Ellos ponen las condiciones para que ese don tenga lugar y deben recibirlo según el plan salvífico de Dios. Los padres deben ser los guardianes y los educadores de ese don de Dios, a fin de que la nueva criatura pueda realizar su propia vocación en la familia de los hijos de Dios. Si la vida de los padres y de los hijos es un don, entonces la familia es el lugar privilegiado de la educación en la conciencia de los dones recibidos y de la pertenencia absoluta al Donante. En efecto, el significado central del don recíproco que hacen los esposos de sí mismos y el don de los hijos, recibido de Dios, es precisamente la pertenencia y el vínculo con otro y, en último extremo, con Dios. Cuando existe esa conciencia en los padres, se manifiesta y se transmite a los hijos: en esa ósmosis reside lo esencial de la educación. Con esa conciencia, todos los miembros de la familia pueden decir, juntos y con verdad, Padre nuestro.

Pero junto a esa conciencia de pertenencia está el factor de la libertad. Ésta puede ser ejercida de modo verdadero por los miembros de la familia, cuando están presentes tanto la verdad del ser criaturas de Dios, como la conciencia del propio destino. Estos dos factores suscitan en el hombre deseos que han de ser verificados y realizados en las circunstancias de la vida con la responsabilidad de que gozan todos los hombres. La libertad se ejerce, entonces, en el sentido más verdadero y humano, como capacidad de adhesión a todo lo que se experimenta como verdadero y bueno para la propia vida. Esto acaece, en la vida cristiana, con la fe y el bautismo. De este modo, los miembros, convertidos en criaturas nuevas, pertenecen a Cristo y a la Iglesia. En este vínculo se alcanza la verdad que nos hace libres. La conciencia de este hecho está en la base de la verdadera libertad y del itinerario hacia Cristo, que se puede realizar en toda relación familiar. De ese acontecimiento es preciso hacer memoria, llenos de gratitud y de estupor, en la familia, pedir sus beneficios con la oración en la vida diaria, de modo que hagamos siempre operativa la gracia del sacramento en el camino hacia nuestro destino.
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1. Exhortación apostólica Familiaris consortio. 68. Con respecto a la creación del hombre como macho y hembra, cfr. B. Maggioni, Uomo e societá nena Bibbia, Milano, 1987. pp. 61-91, con la bibliografía allí indicada; H.U. von Balthasar. Le persone nel dranana: l'uorno in Dio, vol. II de Teodranunatica, Milano, 1982, pp. 344-360 (edición española: Teodramática, 5 vols., Encuentro, 1990).

2. Cfr. H.U. von Balthasar. a.c., pp. 345ss.

3. B. Maggioni. o.c., p. 62.

4. Ibid., pp. 68-71.

5. [bid., pp. 71-72.

6. A partir de J. Bonsirven, Le divorce dans le Nouveau Testament, Paris, 1948, se han multiplicado los estudios sobre este tema. Como no es posible enumerarlos, remitimos a la bibliografía de M. Zitnik, Sacramenta. Bibliographia internationalis, IV, Indices, Roma, 1992. pp. 372-373. J. Bonsirven, para quien el término porneia indica una unión ilegítima entre un hombre y una mujer, parece que es seguido por la mayor parte de los exégetas. Sobre este tema, véase C. Marucci, Parole di Gesú sul divorzio, Brescia, 1982.

7. B. Maggioni, o.c., p. 77. Cfr. B. Prete, Matrimonio e continenza nel cristianesimo delle origini. Studio su 1 Cor 7, 1-40, Brescia, 1979.

8. Para este pasaje, cfr. sobre todo I-I. Schlier, Lettera agli Efesini, Brescia, 1965, pp. 307-346. Véase también C.C. Caragounis, The Ephesian mvsterion. Meaning and Content, Lund, 1977; R. Schnackenburg. 11 matrimonio secondo il N.T., en: La vira cristiana. Milano, 1977, pp. 317-338; A. Tosato, 11 matrimonio nel giudaismo e nel Nuovo Testamento. Roma. 1976; Idem, il matrimonio israelitico, Roma, 1982; St. Miletic, One flesh: Eph 5, 22-24; 5, 31. Marriage and the new Creation, Roma, 1988.

9. H. Schlier, Lettera..., p. 322.

10. Esta mirada sintética está basada en los estudios citados en la nota 8.

11. II. Schlier. Lettera..., p. 342.

12. Con respecto a la tradición y al magisterio, cfr. AA.VV., Matrimonio e verginitá. Saggi di teologia. Venegono Inferiore, 1963; P. Adnés, II matrimonio, Roma. 1966; L. Godefroy y otros, Mariage, en: DThC, IX.2. Paris, 1927, cols. 2044-2335; P. Colli, La pericope paolina ad Ephesion 5, 32 nella'interpretazione dei SS. Padri e del Concilio di Trenzo, Parma. 1951; A.M. La Bonnardiére, L'interpretation augustinienne du magnum sacramentum de Eph.5, 32, en: «Recherches augustiniennes» XII (1977), pp. 3-45; L. Ligier, 11 matrimonio. Questioni teologiche e pastorali, Roma. 1988; D. Tettamanzi, 1 due saranno una carne sola. Saggi teologici su matrimonio e famiglia, Torino-Leumann, 1986.

13. Sobre la discusión en tomo al significado de tales gestos. cfr. las obras que acabamos de citar de L. Ligier, pp. 40ss. y P. Adnés, pp. 71ss.

14. De Nuptiis et con. I, 10, 11.

15. Carta a Policarpo 5. 2.

16. D. Tettamanzi, o.c., pp. 14ss.

17. Para estas tendencias y para las personas citadas, cfr. K. Baus-E. Ewig, L'epoca dei concili. vol. II de la Storia della Chiesa dirigida por H. Jedin, Milano, 1977. pp. 427ss. (edición española: Manual de historia de la Iglesia. Herder, 1978); L. Godefroy, a.c.

18. Para esta herejía, cfr. H. Wolter-H.G. Beck. Civitas medievale, vol. VII de la Storia della Chiesa dirigida por H. Jedin. Milano. 1976. pp. 140ss. (edición española: Manual de historia de la Iglesia. Herder. 1978); L. Godefroy, a.c.

19. M. Lutero, La cattivitó babilonese della Chiesa, en: Scritti politici, Torino. 1959 2, pp. 313-314.317 (edición española: La cautividad babilónica de la Iglesia, Orbis, 1985); para lo que respecta al pensamiento de J. Calvino, cfr. Institución de la Religión cristiana, Rijswijk-Z.H.. 1967, IV, 19, 34 y 37. Para el pensamiento de los reformadores sobre los sacramentos, véase el capítulo primero de la primera parte de este manual.

20. Para el diálogo ecuménico actual son significativos sobre todo tres documentos: Comisión internacional Anglicana-Católica romana, La teologia del matrimonio e la sita applicazione ai matrimoni misti, Venezia, 27 giugno 1975; Comisión de la Federación luterana mundial, de la Alianza Reformada mundial y del Secretariado para la unión de los cristianos, La teologia del matrimonio e i problemi dei ntatrimoni interconfessionali, Venezia. 1976; Comisión mixta Iglesia católica-Consejo metodista mundial, Rapporto degli anni 1977-1981, Honolulu, 1981. Cfr. Enchiridion Oecumenicum, vol. I. Bologna, 1986. pp. 110ss.. 857ss., 992ss.

21. Cfr. G. Baldanza, La grazia sacramentale matrimoniale al concilio di Trento, en: «Ephemerides Liturgicae» 97 (1983), pp. 89-140; J. Bernhard. Le décret «Tametsi» du Concile de Trence, en: «Revue de droit canonique» 30 (1980). pp. 209-234; P. Fransen, Hermeneutics of die Councils and Other Studies, Leuven, 1985, pp. 126-197.

22. Esta problemática ha sido clarificada y codificada, si así podemos hablar, por dos documentos de la Comisión Teológica Internacional: Sedici tesi di cristologia sul sacramento del matrimonio e 11 matrimonio cristiano, del 6-12-1977. Cfr. EV, VI, Bologna, 198613, pp. 352-397 (edición española en CETE, 1983).

23. Comisión Teológica Internacional, Sedici tesi..., n. 10.

24. Para el significado teológico de los pasajes del Vaticano II sobre el matrimonio, cfr. E. Ruffini,11 matrimonio nei testi conciliara, en: «Rivista Liturgica» 55 (1968), pp. 354-367; D. Tettamanzi, l cine saranno..., pp. 103-121.

25. La bibliografía sobre la Familiaris consortio es extensa. Véase D. Tettamanzi, 1 due saranno..., pp. 153-174; 193-219. con la bibliografía allí citada.

26. Pablo VI, Discurso a la Sagrada Rota Romana del 9-2-1976, Cfr. P. Barberi-D. Tettamanzi (eds.). Matrimonio e famiglia nel magistero Bella Chiesa. 1 documenti dal concilio di Firenze a Giovanni Paolo 11, Milano. 1986. p. 301.

27. J. Auer, 1 sacramenta della Chiesa, Assisi, 1974, p. 313 (edición española: Los sacramentos de la Iglesia, Herder, 1989).

28. P.N. Trembelas, Dogmatique de 1'Église orthodoxe catholique, 111, Chevetogne, 1968, p. 364.

29. Cfr., por ejemplo, Pío XII, Allocuzione al novelli sposi del 5.3.1941; cfr. P. Barberi-D. Tettamanzi (eds.), 1 documenti..., pp. 163ss.

30. S. Th., Supl. 42. 1 afirma: «La forma de este sacramento son las palabras que expresan el consentimiento matrimonial; no la bendición sacerdotal, que sólo es un sacramental».

31. M.J. Scheeben, 1 n:isteri del cristianesimo, Brescia, 19603. p. 602 (edición española: Los misterios del cristianismo, Herder. 1964).

32. Ibid., p. 594.

33. Ibid., pp. 587-598.

34. Juan Pablo II. Exhortación apostólica Familiaris consortio, 11.

35. Para estos análisis, cfr. L. Ligier, a.c., pp. 99-107.

36. S. Th., Suppl. 45, 1.

37. S. Th., Suppl. 45, 5.

38. Juan Pablo II, Exhortación apostólica Fmniliaris consortio, 19.

39. S. Th., Suppl. 42, 4.

40. W. Kasper, Teologia del matrimonio cristiano, Brescia, 1979, pp. 33.39-43 (edición española: Teología del matrimonio, Sal Terrae, Santander, 1984).

41. D. Tettamanzi, Matrimonio, en: «La Scuola Cattolica» 5 (1986), pp. 582.584-586.

42. L. Ligier, o.c., pp. 62-72.

43. Juan Pablo II, Exhortación apostólica Familiaris consortio, 13.

44. L. Ligier, o.c., p. 121.

45. La Familiaris consortio usa con frecuencia estas expresiones. Para su significado, cfr. D. Tettamanzi, I due saranno..., pp. 193-219.

46. Misal romano, Comienzo de la liturgia del sacramento.

47. Exhortación apostólica Faniliaris consortio, 19-20.

48. Ibid., 20.

49. Para la discusión recientemente reemprendida y las correspondientes indicaciones bibliográficas, cfr. L. Ligier, a.c., pp. 177-179.

50. Exhortación apostólica Familiares consortio, 56.

51. Ibid., 28.

52. C. Caifarra, Identitá e missione della famiglia, en: «Il Nuovo Areopago» 2 (1988), p. 36. Véase asimismo G. Biffi, Matrimonio e famiglia. Nota pastorale, Bologna, 1990; G. Chantraine, La famiglia si puó salvare?, en: «Communio» (ed. italiana) 89 (1986), pp. 1-13. Respecto al magisterio sobre la familia, además de la ya citada Familiarei consortio, cfr. Juan Pablo II, Carta a las familias, del 2 de febrero de 1994. Cfr. Varón y mujer los creó, Edicep, Valencia 1994.

 

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