V

LA EUCARISTÍA.
EL SACRAMENTO DE LA PRESENCIA DE
JESUCRISTO Y DE LA UNIDAD DE LA IGLESIA



1. La institución de la eucaristía
en
la Sagrada Escritura y en el magisterio


Nuestra fe y nuestra comprensión del misterio eucarístico no pueden fundamentarse más que en la voluntad de Jesucristo de instituir este sacramento y en su celebración, tal como son atestiguadas ya en el N.T. En efecto, de ellas emanan tanto la naturaleza como el significado del sacramento eucarístico. Dado que la Escritura, la tradición y el magisterio sitúan en la última cena, unida a la pasión y muerte de Jesucristo, su momento de institución y del que toma su sentido, empezaremos intentando comprender su importancia y su sentido en todos los aspectos, a partir de los relatos de la institución: Mt 26, 26-29; Mc 14, 22-25; Lc 22, 19-20; 1 Co 11, 23-27, y de los textos que dan testimonio de su celebración, en particular: Hch 2, 42.46; 20, 7-11; 1 Co 15-181. Este estudio tiene una importancia central en la teología sacramental, dado que el sacramento de la eucaristía es la expresión suma y más característica del acontecimiento salvífico sacramental y del culto neotestamentario.

El contexto de la última cena

Para comprender bien el significado de la eucaristía, es preciso, como ya hemos dicho, clarificar, en primer lugar, el contexto próximo y remoto de la cena del Señor. Ese contexto está formado por una serie de vínculos con la tradición hebrea. En particular, ¿fue la última cena un banquete pascual judío? ¿Existe una comida específica de la que brotó la eucaristía del Señor muerto y resucitado? De los pasajes neotestamentarios referentes a la última cena se desprenden dos tradiciones: según la primera, la sinóptica, la última cena de Jesús es una celebración pascual judía a situar en la cena de la pascua (cfr. Mc 14, 12.16 y par.). El cuarto evangelio afirma, en cambio, que la última cena de Jesús tuvo lugar antes de la fiesta de la pascua; los acusadores no entran en las dependencias de Pilato, para poder comer la pascua, y la condena a muerte se pronuncia la vigilia de la fiesta pascual (cfr. Jn 13, 1; 18, 28; 19, 14). Puesto que ambas tradiciones son realmente divergentes y, por lo general, han fracasado los intentos de armonización, se pone justamente de relieve que, en cualquier solución que se dé al problema, subsiste el contexto histórico-salvífico en que se enmarca la última cena 2.

Por otra parte, todo lo que precede al banquete, como lo que le acompaña y le sigue en los relatos de los sinópticos, de la Primera a los Corintios y del cuarto Evangelio, está relacionado, en cierto modo, con una celebración pascual judía. El nexo entre la antigua y la nueva alianza, entre profecía y cumplimiento, indicado en los relatos de la institución está bien ilustrado, si se tiene presente el antecedente veterotestamentario. Tanto la totalidad de las palabras proferidas y los gestos realizados, como el mandato de mantener viva su memoria, únicamente son comprensibles dentro del marco de la celebración pascual hebrea. Por consiguiente, es preciso no olvidar de ninguna manera que la última cena de Jesús se desarrolló en una atmósfera pascual, incluso en el caso de que no hubiera tenido lugar en la noche de la pascua. Es seguro que el sacramento eucarístico fue instituido por Cristo en el período pascual y que eso posee un significado y una referencia en modo alguno secundarios, sobre todo en su relación con la comida pascual y con las otras comidas religiosas, con el memorial y con la profecía del sacrificio del siervo de Dios.

Más allá del rito de la pascua hebrea, son las comidas sacrificiales judías las que constituyen el punto de referencia y de comprensión de la cena del Señor. La antigua comida de la bendición, por ejemplo, incluía, en tiempos de Jesús, una bendición pronunciada por el presidente de la mesa sobre el pan, a la cual seguía su fracción y su distribución. La bendición, en la tradición judía, es, ante todo, acción de Dios sobre el hombre: Dios comunica la vida, la sostiene (comida y bebida), la multiplica y la transmite a una descendencia (cfr. Gn 1, 28; 9, 1; 12, 2-3). En segundo lugar, la bendición es el gesto con el que el hombre, admirado, reconoce la obra de Dios y le alaba y adora con palabras, gestos y dones (cfr. Lc 1, 68-79). La bendición se expresa cuando el hombre encuentra a Dios en la historia y queda impresionado y sorprendido (cfr. Gn 24, 26-27). Se pronuncia también en el culto, cuando el hombre da gracias a Dios, en el templo, por el cumplimiento de las promesas divinas, por el don recibido en ese momento. En la comida a la que nos estamos refiriendo cada uno bendice y da gracias a Dios también de manera individual. Tras las abluciones finales, el que preside la mesa toma la «copa de la bendición» dirigiendo a Dios una plegaria en la que expresa el agradecimiento por los bienes recibidos, en particular por el éxodo y la alianza, pidiendo la asistencia y la protección divinas. A continuación, la copa va pasando de uno a otro, para que cada uno pueda beber de ella y se les otorgue después de cantar un salmo. En la comida se expresaban tanto la comunión con Dios como la comunión fraterna. En ella estaba también siempre presente el aspecto sacrificial. La comida sagrada hebrea tiene la forma específica de un sacrificio de acción de gracias, como puede verse en Is 25, 1-12.

Más allá de las comidas, podemos ver ahora cuáles son los puntos de contacto entre la cena del Señor y la pascua anual hebrea. Presuponiendo la estructura y el contenido de la misma, es preciso que nos limitemos a lo que nos sea útil para comprender el planteamiento de la cena de Jesús y su significado. En primer lugar, lo principal en la pascua hebrea era el tema del memorial. Figuraba en ella, efectivamente, la narración del éxodo unida a los himnos y bendiciones. Pero la cena era un relato que formaba parte de una celebración constituida también por alimentos rituales. Todos los participantes tomaban parte en ella por estar incluidos en la liberación de los padres. Por eso el memorial está integrado y realizado por un sacrificio de comunión. La dimensión sacrificial está expresada, sobre todo, por el cordero pascual y por la fiesta de los «ázimos», que fueron unidos muy pronto.

Junto al memorial y al aspecto sacrificial, existe otro punto de contacto fundamental: el rito de la alianza. Las palabras de Jesús sobre el cáliz y su sacrificio son un rito de alianza, y hacen referencia a la antigua, que se recordaba en la celebración pascual (cfr. Gn 24, 1-11). Las narraciones de la institución de la eucaristía atestiguan que Jesús realiza y sanciona la nueva alianza, la anunciada por los profetas (cfr. Is 55, 1-5; Jr 31, 31-34; Ez 36, 22-28). La cena de Jesús es un rito de alianza celebrado entre Él y sus discípulos y asimismo con toda la Iglesia. Un vínculo ulterior también significativo es la acción de gracias por el designio de Dios y por sus dones, característica de la liturgia pascual y retomada por Jesús. Del mismo modo, podemos encontrar sin dificultad alguna el aspecto escatológico tanto en la liturgia pascual como en la cena del Señor.

Para llevar a cabo una reflexión adecuada sobre la relación entre el contexto judío y la última cena es necesario tener presente también, desde luego, que Jesús tenía conciencia de estar realizando la obra y el sacrificio del Siervo de Dios indicados en particular por Is 53. Su Cuerpo es ofrecido en sacrificio por nosotros, por muchos, en sustitución y para ventaja de los hombres. Su Sangre es derramada para sancionar una nueva alianza (cfr. Is 42, 1-9; 49, 8). Jesús es el siervo de Dios que se entrega a Sí mismo hasta la muerte e indica proféticamente su autodonación con un gesto, con una acción de tipo profético. Eso que anuncia lo hace también presente, lo realiza ya ahora con la ayuda y la intervención de Dios. La entrega de Sí mismo está significada y realizada con la ofrenda de su Cuerpo y de su Sangre.

Tras haber aludido, con gran brevedad, a las comidas sagradas judías y a la pascua de la antigua alianza como puntos de referencia para la comprensión de la última cena de Jesús, es preciso que nos preguntemos si había también alguna comida específica de la que ésta dependa más directamente y que nos permita precisar su sentido. La respuesta nos la proporciona lo que sabemos de la comida sagrada llamada tódá, el sacrificio de acción de gracias, conocido y muy usado también en tiempos de Jesús 3.

Se trata de una comida que expresa un sacrificio convival. En él se reconoce a Dios como salvador por haber sido salvados por El en una situación particular y se le ofrece un sacrificio de acción de gracias. Se ha demostrado que lo caracterizaban dos factores 4.

Está, en primer lugar, y como elemento específico de esta comida sacrificial, el elemento de la gratitud, de la acción de gracias. En segundo lugar, está el sacrificio incruento del pan fermentado y del vino. Estos dos elementos son parte esencial del rito sagrado. Los salmos 1-12, 22, 40, 51 y 69 tienen como componente fundamental el sacrificio convival de gratitud de la tódá. Sobre la base de esta referencia, la última cena de Jesús se convierte, pues, en su sacrificio convival de acción de gracias a la Trinidad.

Podemos afirmar, por tanto, de manera global, que Jesús, en la última cena, pretende ofrecerse a Sí mismo al Padre, agradecido por haberle enviado a salvar a los hombres. Al pedir que se haga memoria de El con el gesto del pan y del vino, quiere que su gratitud y ofrenda al Padre sean continuadas y representadas en la forma de un signo sensible en el que estamos llamados a tomar parte.

La referencia de la eucaristía a la pascua del Señor

Si bien la escena está constituida por algunos elementos de la tradición hebrea, el contexto indispensable para comprender la última cena y su referencia a la eucaristía, su relación definitiva está en el acto redentor de la cruz, que es la cima de la historia salvífica que Jesucristo llevó a cabo por nosotros. La última cena no será comprendida en sus elementos esenciales si es separada, aunque sea mínimamente, de la muerte y resurrección de Jesucristo. Son dos momentos que no están separados ni son separables entre sí. En efecto, el acontecimiento de la cruz empieza en la cena, cuando Jesucristo se entrega a Sí mismo por completo. También las palabras y los gestos realizados por Cristo durante la última cena remiten y están unidos, inescindible e inmediatamente, a su pasión. Jesús come la última cena la noche en que fue entregado (cfr. 1 Co 11, 23). La entrega que le conduce a la muerte acaece precisamente durante el banquete. Según los sinópticos, Jesús bebió el cáliz que el Padre le presentó para cumplir su voluntad, el cáliz que significa la aceptación de la pasión y muerte (cfr. Mt 20, 22; 26, 39.42; Jn 18, 11). Por otra parte, la última cena constituye el signo inmediato y claro de la pasión y muerte de Cristo, en cuanto que Jesús pide que se haga memoria de ella, es decir, que nos acordemos de su persona y de toda la obra redentora que se realiza, definitivamente, en la muerte obediente al Padre. San Pablo, al recordar el precepto de hacer memoria de la misma, indica asimismo el contenido: «Pues cada vez que coméis este pan y bebéis esta copa, anunciáis la muerte del Señor, hasta que venga» (1 Co 11, 26). En virtud de este nexo con la cruz, la última cena se vuelve verdaderamente redentora, en cuanto que los hombres quedan asociados a la pasión cuando toman parte en el banquete eucarístico del Cuerpo y de la Sangre. El nexo entre ambos acontecimientos constituye tanto un dato histórico como un dato literario (el relato de la última cena forma parte integrante del relato de la pasión). Pero viene dado en particular por el significado de la institución, comprensible sólo con la referencia a la pasión.

Además de esto, tanto en la cena como en la cruz es siempre la misma persona la que se ofrece al Padre, aunque en el primer caso de manera incruenta y bajo unos signos, y en el segundo de manera cruenta. En ambos casos se trata del mismo sacerdote y de la misma víctima.

Una vez establecido el nexo entre la última cena y la pasión de Cristo, es posible clarificar el significado de los dos gestos, de lo que Jesucristo realizó en la última cena en dependencia del acontecimiento de la muerte en la cruz.

En primer lugar, vamos a considerar los elementos que Jesús eligió y tomó para la última cena: el pan y el vino. El primero era el alimento básico para la alimentación humana. Comer el pan junto con otros era, además, compartir con ellos los medios de subsistencia y un signo profundo de amistad y de comunión.

Partir el pan era asimismo el gesto del maestro que presidía la mesa con los discípulos y un gesto de caridad para con los necesitados. Jesús se había presentado ya, y no sólo ante los discípulos, como el pan del cielo, como el pan de la vida, como el pan vivo (cfr. Jn 6, 41.48.51).

El cáliz del vino está unido por Jesús a su misión que va dirigida a los hombres (cfr. Mt 11, 18-19). Jesús habla en la última cena del vino nuevo, expresión de la alegría escatológica, que beberá con sus discípulos en el reino de su Padre (cfr. Mt 26, 29). Por consiguiente, Jesús, que en la última cena distribuye el pan y el vino, es el maestro que se ofrece para dar fuerza y felicidad en el contexto de una nueva alianza establecida a través de la expiación y del sacrificio. Los discípulos, a su vez, reciben no sólo los elementos materiales, sino sobre todo a Aquel que éstos representan de manera eficaz, y se vuelven una sola realidad con el maestro. En efecto, los dones divinos del alimento y de la bebida (fruto del árbol de la vida, maná, banquete mesiánico...) tocan la vida del hombre y la transforman de manera radical.

Además de esto, según las afirmaciones de la institución, el pan y el vino que Jesús ofrece a los doce son su Cuerpo y su Sangre5.

Estos dos términos indican la realidad total del hombre, todo el hombre, la persona concreta en su expresión visible (cfr. Mt 16, 17; Jn 1, 13; Ef 6, 12). El cuerpo indica la persona en su aspecto visible, y la sangre es el signo de la vida. Jesús entrega su Cuerpo ofrecido en sacrificio por el hombre, entrega su Sangre, que es la Sangre de la nueva alianza, derramada por tina multitud, en remisión de los pecados. Así, tenemos todos los elementos que hacen de la cena de Jesús una verdadera y propia autodonación, expresada con signos y acciones que significan y hacen presentes, de manera eficaz, los méritos y los frutos de la pasión y muerte de Cristo en la cruz, en total dependencia de la consumación del sacrificio cuando todo ha sido realizado según la voluntad del Padre. Se puede afirmar, pues, sin más, que la acción de Jesús en la cena es análoga a los gestos de los profetas judíos, que pretendían ser verdaderos e incisivos, obrar lo que significaban. Jesús no se limita a anunciar su pasión, sino que pretende hacernos participar en ella, empezando por los apóstoles, a quienes ordena acordarse de Él realizando este gesto, y siguiendo con los hombres de todos los tiempos y lugares.

A partir de lo que hemos expuesto, podemos afirmar, sintéticamente, que Jesús, al instituir el gesto del pan y del vino, pretendió hacer partícipes a los discípulos y a todos los hombres del acto de amor supremo realizado en la cruz y significado realmente en la entrega de su Cuerpo y Sangre en la última cena. Por consiguiente, es el acto supremo de autodonación y de gratitud al Padre, como enseña de manera explícita el evangelio de Juan (13, 1): «Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo». Jesús ordenó hacer memoria de este acto supremo y de toda su vida.

La eucaristía como memoria de Jesucristo muerto y resucitado

Pero ¿qué significa hacer memoria del gesto de la última cena? La memoria (memorial, anamnesis) en su significado veterotestamentario, en el que se inserta el mandato de Cristo, es un gesto que proclama y celebra los beneficios de Dios, que encuentran una actualidad permanente. Dios asiste de este modo fielmente a su pueblo, le asegura la salvación y lo dirige hacia la liberación mesiánica definitiva. Israel celebra su pasado con la seguridad de que Dios se acuerda siempre y de manera eficaz de su pueblo, de su alianza y de su misericordia (cfr. Lc 1, 54.72). Dios está presente y activo en la memoria que El mismo prescribe: realizará la liberación que ha prometido y que llevará a cumplimiento de manera fiel y eficaz.

S. Marsili, resumiendo lo que ahora es pensamiento común entre los estudiosos, afirma que: «[...] el memorial litúrgico del A.T. no es el "acordarse" subjetivo e interior, sino que es, objetivamente, el hecho o la acción (a través de gestos y palabras) que lleva en sí [...] la capacidad de dar una presencia invisible, pero real, a aquello de lo que se hace "memoria"» 6.

El memorial de la cena es, por tanto, una nueva propuesta del gesto con el que el mismo Cristo proclama y celebra los beneficios que ha ofrecido a la humanidad con su pasión y resurrección. La cena es, en efecto, el anuncio y la representación de todo esto. De manera más completa, es necesario precisar que Jesús pide que se haga memoria «de mí», no sólo de la última cena, sino de su persona y de su misión.

Los relatos de la institución de la eucaristía, como acabamos de mostrar, se sitúan a nivel de los hechos y de la intención de Jesucristo. Narran lo que Jesucristo realizó y pretendió dejar como memoria de Sí en la cena. Cuanto se refiere a la eucaristía, a la fracción del pan (cfr. Hch 2, 42), a la cena del Señor (cfr. 1 Co 11, 20) presupone lo sucedido y referido en la cena y constituye su prolongación y continuidad. Así, todo anuncio y celebración de la eucaristía se refiere inevitablemente a Jesucristo, de cuya acción y voluntad recibe asimismo su sentido. Pero los mismos relatos de la institución son ya, al mismo tiempo, testimonios históricos de cuanto sucedió y de lo que se celebraba. Cuando los evangelistas narran la última cena se sirven de las fórmulas elaboradas, aunque sólo de manera inicial, en forma litúrgica. En efecto, los cristianos se reunieron de inmediato después de Pentecostés, de manera asidua, para escuchar la enseñanza de los apóstoles, para la comunión fraterna y para la fracción del pan (cfr. Hch 2, 42.46; 20, 7.11). San Pablo refiere de manera explícita la celebración de la eucaristía a la tradición, que ha recibido y que remonta al Señor, de comer la cena (cfr. 1 Co 11, 23). Así, a partir de la cena, la eucaristía se convierte inmediatamente en una acción: la comida en la que se realiza el memorial de la redención y de la alianza en la muerte de Cristo, y en la que los cristianos comulgan con su Cuerpo vivificante y con su Sangre derramada. Estos son comida y bebida espirituales (cfr. 1 Co 10, 3-4).

La Iglesia, a través del Espíritu recibido en Pentecostés, tiene conciencia de lo que está haciendo y de las gracias que recibe en la celebración. Recibe asimismo la conciencia de formar un solo cuerpo, una unión entre hermanos, que supera todas las oposiciones humanas de raza o condición social (cfr. 1 Co 10, 17). Con esa conciencia, la Iglesia apostólica, tal como atestigua el N.T., recibe el mandato de Cristo de realizar este gesto y transmite la memoria del mismo para siempre contando lo sucedido. Celebra la autodonación de Cristo a través de los signos establecidos por El. De este modo, lo que se realiza es, al mismo tiempo, memoria de Jesucristo y sacramento, inseparablemente unidos. Cada vez que se realiza esta acción sacramental tiene lugar, al mismo tiempo, la autodonación que constituye su fundamento. Bajo esta modalidad, la eucaristía es la celebración de la memoria de la obra salvífica de Cristo.

El concilio de Trento definió que debemos hacer memoria de Cristo muerto y resucitado, porque el Redentor, en la última cena, después de la bendición del pan y del vino, afirmó, con palabras claras y evidentes, que daba a los apóstoles su mismo Cuerpo y su propia Sangre, y mandaba hacerlos presentes. Esas palabras son recordadas por los evangelistas y son repetidas, después, por san Pablo. Tienen un significado propio y explícito, y fueron entendidas también así por los Padres de la Iglesia (cfr. DS 1637; 1727). Afirma asimismo el Concilio que sería, por consiguiente, un delito e indigno tergiversar las palabras de la institución como si fueran metáforas o sólo imágenes.

La doctrina de la Iglesia sobre la eucaristía como memoria de Cristo muerto y resucitado ha sido expresada, de modo admirable, por el concilio Vaticano II con estas palabras: «Nuestro Salvador, en la Última Cena, la noche que le traicionaban, instituyó el Sacrificio Eucarístico de su Cuerpo y Sangre, con lo cual iba a perpetuar por los siglos, hasta su vuelta, el Sacrificio de la Cruz y a confiar a su Esposa, la Iglesia, el Memorial de su Muerte y Resurrección: sacramento de piedad, signo de unidad, vínculo de caridad, banquete pascual, en el cual se come a Cristo, el alma se llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria venidera» (SC 47).

La memoria de Jesucristo
muerto y resucitado se llama eucaristía

Tanto en la Sagrada Escritura como en la tradición y en el magisterio, la celebración de la cena del Señor ha recibido diferentes nombres. Vamos a presentar, a continuación, los principales. Es sabido que, tras un largo proceso de maduración, la tradición y el magisterio han mostrado su preferencia por el término eucaristía. Por eso vamos a intentar explicar también los motivos de esa elección.

La memoria de la cena del Señor recibe el nombre de fracción del pan en los escritos lucanos (cfr. Lc 24, 30.35; Hch 2, 42.46; 20, 7.11) con referencia un gesto ritual característico. Se la denomina sacrificio y oblación en referencia a la naturaleza misma del acto; sinaxis o colecta en cuanto expresión de la reunión litúrgica. Y también se la llama misa, que indica la acción con una referencia particular a la missio o dimissio, o sea, a la despedida del final y la misión a la que se envía a los cristianos. Recibe asimismo el nombre de eulogía, en cuanto plegaria de alabanza. Pero entre todos estos términos prevalece al final «eucaristía». En efecto, ya en las primeras formas litúrgicas la celebración de la última cena es la plegaria de memoria según la modalidad de la acción de gracias, es decir, eucaristía. Ese modo de considerar y de realizar la celebración de la memoria de la última cena toma ventaja tanto sobre otras formas de celebración como sobre otros nombres con significado diferente 7.

Ya san Ignacio de Antioquía llama eucaristía a la celebración de la última cena 8.

El paso de la última cena a la celebración eucarística ha sido esclarecido ahora de manera satisfactoria en sus fases esenciales 9.

El elemento eucarístico figura ya en el contexto de la última cena como parte integrante propia de la forma del gesto realizado. En efecto, el mismo Señor da gracias dotando también al gesto de un significado propio en cuanto dirigido al Padre y realizando su voluntad (cfr. Mt 26, 26-29; Mc 14, 22-23; Lc 22, 19; 1 Co 11, 24). Schürmann sostiene, con razón, que en la última cena Jesús establece un novum constituido por sus acciones eucarísticas. En la fase que viene a continuación, es decir, en la celebración de la eucaristía unida con la comida apostólica de la comunidad, como muestra ya 1 Co 11, 17-34, aparece, en primer lugar, una comida comunitaria que precede a la celebración eucarística. Las acciones eucarísticas, reunidas, vienen a continuación como una acción con significado propio y forman ahora la «eucaristía». Ésta empieza a ser celebrada en el día del Señor, el domingo, con unas condiciones precisas para la participación. La forma definitiva, en el tercer estadio, la proporciona la fijación definitiva del día de la celebración, por la mañana. El relato de los discípulos de Emaús (Lc 24, 25-31) revela ya el esquema fundamental: escucha de la Sagrada Escritura; apertura del corazón para adherirse al Señor; la respuesta del Señor mismo que, dando gracias, rompe el pan para los suyos. La eucaristía se convierte en participación en la acción de gracias del Señor en el convite preparado para sus discípulos. La cena del Señor es, pues, eucaristía en cuanto es la celebración del Dios que se revela y se comunica, esto es, el misterio del Hijo que nos redime. Se convierte, por tanto, en un tipo de plegaria de alabanza y gratitud en el que se une la proclamación de los hechos prodigiosos e inesperados de Dios con su celebración, que los representa de modo eficaz y santificante para nosotros.

La eucaristía, al recordar y hacer presente a Jesucristo, su cruz y su resurrección, se vuelve el corazón de toda la liturgia cristiana. Se la denomina propiamente eucaristía, porque es la respuesta más sublime que puede dar la Iglesia para dar gracias a Dios, proponiendo de nuevo las mismas palabras y acciones de Jesucristo. Con este término se pone el acento en el sentido de justo y necesario agradecimiento a Dios en Jesucristo. En efecto, en toda celebración eucarística oramos diciendo: «En verdad es justo y necesario, es nuestro deber y salvación darte gracias siempre y en todo lugar, Señor, Padre Santo, Dios todopoderoso y eterno, por Cristo nuestro Señor». Pero la consecución de esta meta representa sobre todo la indicación de que en la vida de la Iglesia existe ahora una celebración cotidiana, que es representación de la obra salvífica de Cristo y acto de alabanza y de agradecimiento a Dios en Jesucristo. Eucaristía significa, desde un punto de vista objetivo, la gracia divina que se nos da en el acontecimiento de Cristo; desde el punto de vista humano, es la respuesta de gratitud por parte de aquellos que han sido hechos partícipes de la misma.


2. La eucaristía es la celebración de la pascua del Señor

La acción de Cristo resucitado en el Espíritu Santo

Jesús, crucificado y resucitado, es el «Sumo Sacerdote tal, que se sentó a la diestra del trono de la Majestad en los cielos, al servicio del santuario y de la Tienda verdadera, erigida por el Señor, no por un hombre» (Hb 8, 1-2) 10.

Es el sacerdote santo, elevado por encima de los cielos, que no tiene necesidad de ofrecer sacrificios, primero por sus propios pecados y, después, por los del pueblo. «Posee un sacerdocio perpetuo [...] De ahí que pueda también salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor» (Hb 7, 24-25). Es el sacerdote eterno que vive en la gloria del Padre. En efecto, «penetró en el santuario una vez para siempre, no con sangre de machos cabríos ni de novillos, sino con su propia sangre, consiguiendo una redención eterna. [...] Pues no penetró Cristo en un santuario hecho por mano de hombre, en una reproducción del verdadero, sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro» (Hb 9, 12.24). Por eso posee Jesús un sacerdocio que no caduca y oficia en un santuario excelente que está en los cielos, intercediendo vivo por nosotros y procurándonos una redención eterna. De este modo, se ha convertido en el garante de una alianza mejor, más aún: nueva, puesto que nos da la herencia eterna: «Por eso es mediador de una nueva Alianza; para que, interviniendo su muerte para remisión de las transgresiones de la primera Alianza, los que han sido llamados reciban la herencia eterna prometida» (Hb 9, 15). Jesús es el mediador único entre Dios y los hombres, el que une y reconcilia dando la vida y la herencia eternas, precisamente porque está ahora vivo e intercede por nosotros: en efecto, Jesucristo ha muerto, mejor, ha resucitado, está a la diestra del Padre, es nuestro abogado (cfr. Rm 8, 34).

Resumiendo, podemos decir que Jesucristo, tras su muerte y resurrección, se encuentra en una condición inmutable y eterna, en la que permanecen y se expresan con su valor redentor todas las acciones y todos los méritos de su vida terrena. Se encuentra en el estado de Aquel que se entrega y se ofrece al Padre y es recibido en su gloria. Glorificada en El encuentra su cumplimiento toda la historia de la salvación, y desde Él irradia a todos los lugares y a todos los tiempos la fuerza redentora divina. En efecto, como afirma G. Biffi: «No existiría la posibilidad de un rito verdaderamente sacrificial -esto es, que no sea un mero símbolo– sin esta permanencia eterna del sacrificio del Señor, que precisamente por estar situado en el tiempo puede ser captado y hecho suyo por toda comunidad temporal reunida en el Espíritu para dar gracias al Padre, para recordar a Cristo, para esperar la manifestación del reino» 11.

El Espíritu Santo, el Espíritu de la verdad enviado por Jesucristo en Pentecostés, permanecerá para siempre con la Iglesia, nos enseñará todo y nos recordará todo lo que Cristo dijo e hizo. Él es quien nos guía a la verdad completa refiriendo todo lo que ha aprendido de Jesucristo (cfr. Jn 14, 26; 16, 12-15). Es El quien unifica a la Iglesia en la comunión y en el ministerio, la santifica y la renueva continuamente, conduciéndola a la perfecta unión con su Esposo (cfr. LG 4.7).

La eucaristía forma la Iglesia

El Espíritu Santo realiza, en la celebración eucarística, la voluntad del Señor de entregarse en la modalidad de los signos del pan y del vino, que se convierten en la presencia del mismo Cristo crucificado y resucitado. Los creyentes tienen así la ocasión de participar en la nueva y eterna alianza, y forman un solo pueblo de Dios unido a Cristo. La Iglesia adquiere de este modo la plena participación en la vida de Cristo, cuyo inicio y exordio constituye el bautismo. Los bautizados están llamados, pues, a la plena inserción en la unidad con el sacramento eucarístico (cfr. UR 22). En este sentido, la Iglesia es formada por la eucaristía. Ella es quien significa y realiza la unidad de la Iglesia (LG 3.7.11; UR 2). Como afirma el concilio Lateranense IV, en la eucaristía «para llevar a cumplimiento el misterio de la unidad recibimos nosotros de Él (Jesucristo) lo que El ha recibido de nosotros (DS 802). De este modo, en la eucaristía, el Espíritu Santo reúne y forma con todos los creyentes un solo cuerpo, como pide la epíclesis inserta en la celebración, de la que trataremos a continuación.

En la primera parte, al describir la Iglesia como misterio de Cristo, habíamos indicado ya que ésta está formada por los sacramentos; ahora constatamos que la eucaristía significa y efectúa de modo completo la unidad de la Iglesia, reclamando la íntegra profesión de la fe, la completa asociación al cuerpo eclesial y la plena comunión con Cristo y entre los miembros. El Cuerpo y Sangre de Cristo ofrecidos al Padre y dados como alimento son signo y causa del efecto final, esto es, de la unidad del cuerpo eclesial en la caridad. Los hombres se convierten en miembros de la Iglesia y crecen en ella por medio de los sacramentos, con gracias especiales y actos virtuosos, mas todo eso tiende a llevar al bautizado a la plena unidad que se realiza en la eucaristía.

El hecho de que la eucaristía, con la fuerza del Espíritu Santo, signifique y cause la realización de la unidad y de la caridad será retomado y clarificado ulteriormente, cuando tratemos del significado de la comunión eucarística, de la gracia sacramental y de su significado. Entonces quedará claro que, a través de su referencia eclesial, la eucaristía constituye el hecho central que atrae todo hacia sí, actúa como punto final de todo lo que se lleva a cabo en la Iglesia, aunque, mientras que ésta permanezca en su estado terreno, es posible que la realidad no corresponda totalmente al signo.

La eucaristía como celebración de la Iglesia

La Iglesia, con la fuerza del Espíritu, ha cumplido desde el principio (cfr. Hch 2, 42-46) el mandato del Señor de realizar la acción de la última cena en memoria suya. De este modo, ha actualizado asimismo su fe en Cristo muerto y resucitado, lo ha hecho constituyéndola en un acto suyo específico sobre el que cimentar su propia vida. La Iglesia, con esta acción, celebra y hace presente desde entonces la pasión y la resurrección del Señor 12.

Esto lo realiza en la modalidad sacramental, es decir, a través de signos, como la ofrenda del pan y del vino, de una cena o de un banquete en el que se recuerda la pascua del Señor. Actúa comunicando y realizando el misterio de la redención, que hace al hombre partícipe de la salvación divina. La eucaristía es, por tanto, la celebración de la Iglesia, que hace presente a Cristo crucificado y glorificado en total dependencia de Él.

En la celebración eucarística, la Iglesia, haciendo lo que Cristo hizo y quiso que fuera continuado, no realiza un culto subjetivo o un recuerdo nuestro de El, sino que realiza una memoria objetiva: los gestos que El realizó en la última cena, que ella debe renovar y que significan toda la persona del Salvador y toda la obra redentora llevada a cumplimiento. La Iglesia no ha tenido nunca la intención de ofrecer otra cosa que la misma ofrenda de la cruz. Al hacer presente lo que se llevó a cabo en la última cena y al ofrecer la misma persona de Cristo al Padre, la Iglesia celebra la pascua de Cristo y ésta se vuelve también su pascua (cfr. 1 Co 5, 7). Mientras que en la última cena y en la cruz Cristo se ofrecía y se sacrificaba directamente a Sí mismo, en la celebración eucarística se manifiesta, de manera explícita, que todo el cuerpo de Cristo, cabeza y miembros, toma parte en este mismo sacrificio. En la celebración eucarística, toda la Iglesia, «que es su Cuerpo, la Plenitud del que lo llena todo en todo» (Ef 1, 23), ofrece a Cristo al Padre junto con todos los miembros. Así toda la Iglesia ofrece a Cristo y a sí misma, su propia vida y las obras dignas de ser presentadas a Dios. Esto se muestra también en el hecho de que el ministro actúa no sólo en la persona de Cristo (in persona Christi), sino también en nombre de la Iglesia. Ofrece a Jesucristo crucificado y resucitado junto con todo su cuerpo a Dios Padre en el Espíritu Santo. En efecto, la Iglesia, tras haber hecho sacramentalmente presente el Cuerpo y la Sangre de Cristo, los ofrece a Dios Padre, como atestigua el Canon romano en la oración de después de la consagración: «Por eso, Señor, nosotros, tus siervos, y todo tu pueblo santo, al celebrar este memorial de la pasión gloriosa de Jesucristo, tu Hijo, nuestro Señor; de su santa resurrección del lugar de los muertos y de su admirable ascensión a los cielos, te ofrecemos, Dios de gloria y majestad, de los mismos bienes que nos has dado, el sacrificio puro, inmaculado y santo: pan de vida eterna y cáliz de eterna salvación».

De manera sintética, podemos afirmar que la eucaristía celebrada por la Iglesia es la memoria y la actualización de la presencia viva y real del Señor crucificado y resucitado. Esta justifica la afirmación de una verdadera celebración de la eucaristía por parte de la Iglesia. El gesto de Cristo que se ofrece a Sí mismo al Padre por nosotros, Cristo «nuestra pascua», se hace posible en la eucaristía, porque la Iglesia, cuerpo suyo y esposa suya, siguiendo la voluntad divina, ha sido asociada, llamada, de un modo misterioso, a obrar como instrumento eficaz que celebra en la historia la pasión y la resurrección de Cristo. Está llamada a ofrecer al Padre, de modo eficaz, a Jesucristo muerto y resucitado.


3. La presencia de Cristo en la eucaristía

La celebración eucarística de la Iglesia hace presente, de modo vivo y real, al Señor crucificado y resucitado. Pero ¿de qué tipo de presencia se trata? ¿Se da en la eucaristía una presencia particular, diferente a la de los otros sacramentos? Cristo, en los sacramentos, actúa a través de signos sensibles, que, sin cambiar de naturaleza, producen una configuración y una santidad en los receptores. En el bautismo, el agua asume una capacidad transitoria por institución divina, sin experimentar cambio alguno en su ser, con el que es signo eficaz de santificación y de agregación al cuerpo de Cristo. ¿Sucede lo mismo con los signos eucarísticos del pan y del vino? Pretendemos probar en esta parte que existe una diferencia esencial, según la tradición y el magisterio, entre la eucaristía y los otros sacramentos con respecto a la presencia de Cristo.

La razón de la diferencia consiste en el hecho de que, en la eucaristía, Jesucristo se entrega totalmente a Sí mismo, en su realidad humana y divina. La eucaristía es la autodonación con la que Cristo se hace presente en persona. Se ofrece y se entrega al Padre para siempre y continuamente, a fin de cumplir la misión recibida y glorificar a la Trinidad. Del mismo modo, y a la vez, se ofrece y entrega a la Iglesia como su Salvador y Cabeza, para salvarnos, constituyéndonos en su cuerpo. En esta entrega total se da la presencia real y substancial de Aquel que se entrega: en la eucaristía no puede haber entrega sin la presencia misma de Aquel que se entrega. Por consiguiente, no se entrega sólo pan y vino, sino que éstos se convierten en el mismo Jesucristo. Pero ahora es preciso exponer cómo ha llegado la Iglesia a esta conciencia.

La presencia en la eucaristía

En el A.T. se describe ya una cierta presencia de Dios en medio de su pueblo. A través de la alianza, del tabernáculo, del templo, y del Emmanuel, Dios con nosotros. Pero el Verbo hecho hombre empezó a habitar con nosotros: «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14). Se trata de la presencia del Hijo de Dios entre y para los hombres. De este modo, se vuelve Emmanuel de una manera más real (cfr. Mt 1, 23). Al llegar la plenitud de los tiempos, Dios no envió ya a un portavoz, sino que nos habló por medio del Hijo encarnado, constituido heredero de todo el mundo (cfr. Hb 1, 1-2). Tras la muerte y la glorificación del Hijo de Dios continúa existiendo una comunión con su Cuerpo y su Sangre a través del pan y del cáliz eucarísticos, concebida de un modo absolutamente realista, siguiendo las huellas de la participación en la vida divina por parte de los fieles, que comían las carnes de las víctimas sacrificadas en el templo de Jerusalén. Quien lo come indignamente, es reo del Cuerpo del Señor (cfr. 1 Co 10, 16; 11, 27-29). Próxima a esta comunión con el Señor, aunque distinta, aparece asimismo en el N.T. la descripción de una presencia espiritual de Cristo en nuestros corazones por medio de la fe.

Mas la indicación más pertinente con respecto a la presencia de Cristo en la eucaristía se encuentra en las palabras de la institución de la última cena. Respecto a ella podemos decir lo que sigue. Primero, en el contexto pascual en el que se desarrolla la última cena, no puede negarse que Jesús se ofrezca a Sí mismo como la nueva víctima pascual. Se entrega a Sí mismo y deja los signos de ello en el pan y en el vino. Ellos constituirán la presencia de su pascua entre los hombres. Mas para ser tal, el pan se convierte en Cuerpo y, de este modo, se convierte también en el banquete sacrificial ofrecido por nosotros. Del mismo modo, el cáliz de vino se convierte en su Sangre y es la estipulación concreta y real de una nueva y eterna alianza. Así se esclarece la presencia verdadera y real de la entrega que hizo Cristo de Sí mismo y la presencia actual de su pascua en favor de todos los hombres, como se dice en los relatos de la última cena. En estas narraciones aparece claro asimismo que la eucaristía era ya celebrada y vivida, en efecto, como el hecho pascual presente, como el banquete de la nueva alianza en el que se come el Cuerpo y se bebe la Sangre, tal como acreditan también los relatos de la institución y 1 Co 10 y 11.

En segundo lugar, examinando las frases institucionales se ve el realismo con el que son pronunciadas. En efecto, lo que Cristo tiene en la mano es el pan y el cáliz con el vino. Es eso lo que indica como realidad a comer y beber. En consecuencia, el contexto no es el de la alegoría, la parábola o la enseñanza. Jesús realiza un gesto cuyo sentido indica también. Tomando pan y vino afirma que «éste» es su Cuerpo y su Sangre en su significado semítico. El sujeto de las frases se refiere a una realidad presente y mostrada; los predicados tienen igualmente un significado concreto y substancial: indican el ser humano total según diferentes aspectos. Dado el contexto pascual y a causa del anuncio de la pasión, los términos asumen también el sentido de oblación a Dios y de nueva alianza. En ambos casos el significado es concreto y substancial. Las palabras institucionales indican que el Cuerpo y la Sangre de Jesús, esto es, su ser, son sacrificados, y son referidos y están presentes, respectivamente, en los signos del pan y del vino. Esta presencia de Cristo, ofrecido por nosotros y por todos, fundamenta su acción de santificación y de agregación a su Cuerpo, que, de otro modo, permanecería sólo extrínseco y alejado de toda la obra viva de la redención obrada en la tierra por el Hijo de Dios. Así, Cristo, presente de manera real y substancial con su Cuerpo y su Sangre en los signos del pan y del vino, puede estar presente también, de manera eficaz, en su Iglesia y encontrarse con el hombre con una modalidad adecuada y adaptada a la naturaleza humana.

Por último, es preciso señalar que los casos en que Jesús se presenta como la verdadera vid, como el pan de vida, como la luz del mundo... (cfr. Jn 15, 1; 3, 35; 8, 12...), son substancialmente distintos. Estas fórmulas constituyen el reverso de las institucionales. En las fórmulas joánicas, Cristo es el sujeto, no el predicado; por otra parte, el predicado no es una realidad concreta y presente, sino una afirmación general con un significado relacionado con las tareas de su misión salvífica. En los relatos institucionales, tanto el sujeto, el pan y el vino, como el predicado, el Cuerpo y la Sangre, son realidades concretas y presentes, y se afirma la identidad entre ambas.

El magisterio ha expuesto su doctrina sobre todo en el concilio de Trento13.

En primer lugar, confirma que bajo la apariencia del pan y del vino se contiene verdadera, real y substancialmente nuestro Señor, verdadero Dios y verdadero hombre. Aquí está presente de manera sacramental con su substancia, es un modo de existencia misterioso, admisible por fe y posible por parte de Dios. El Concilio confirma, a renglón seguido, que no existe contradicción entre el modo natural de la presencia de Cristo en el cielo y el modo sacramental de estar en muchos otros lugares. Señala asimismo que las palabras de la institución referidas en el N.T. indican de manera clara y evidente la autodonación de Jesucristo, que daba a los discípulos su Cuerpo y su Sangre. Estos tienen un significado propio y evidente, como se desprende también de la tradición. Y constituye un hecho delictivo e indigno tergiversar con metáforas ficticias e imaginativas, negar la verdad de la Carne y de la Sangre de Cristo contra el significado dado por toda la Iglesia. Mientras que los otros sacramentos santifican cuando se los recibe, en la eucaristía está el autor mismo de la santidad también antes de sumirlo. Está el Cuerpo bajo la especie del pan y la Sangre bajo la especie del vino en virtud de las palabras; pero también está el Cuerpo bajo la especie del vino y viceversa. En ambos está la presencia del alma en virtud de la conexión y concomitancia natural por las que las partes de Cristo Señor, que una vez resucitado de la muerte ya no muere más, están unidas íntimamente entre sí. Está además la presencia de la divinidad, por su admirable unión hipostática con el cuerpo y el alma; con otras palabras, está presente Cristo entero, el Verbo verdadero Dios y verdadero hombre, bajo ambas especies y en cada parte de ellas (cfr. DS 1637-1641; 1651-1655).

El magisterio ulterior se ha preocupado de aclarar los distintos modos de presencia de Cristo en su Iglesia, poniendo de relieve su diversidad y sus características. Esto ha hecho resaltar cada vez más el modo específico de la presencia eucarística (cfr. SC 7). La encíclica Mysterium Fidei 14 hace notar que la presencia eucarística no es real por exclusión, como si las otras no lo fueran; se la llama así precisamente porque es también substancial y es Cristo entero quien se hace presente. Esa presencia no puede ser reducida imaginando el Cuerpo de Cristo glorioso como si fuera de naturaleza pneumática, presente por doquier, o concibiéndola como si no fuera otra cosa que un signo eficaz de la presencia espiritual de Cristo y de su íntima conjunción con los fieles miembros del cuerpo místico. Para suprimir todo equívoco recuerda el papa la enseñanza tridentina, aunque no olvida que el Salvador dejó la eucaristía a la Iglesia como símbolo de la unidad y de la caridad con las que quiere que todos los cristianos estén íntimamente unidos y, por eso, es símbolo del único cuerpo cuya cabeza es Cristo (cfr. DS 1635; 1638).

Reflexión sobre la presencia eucarística

Hemos señalado la presencia específica de Cristo en la Eucaristía sobre la base de la Escritura y del magisterio que sintetiza la tradición. Ahora es el momento oportuno para una cierta reflexión teológica. La celebración eucarística es la acción salvífica de Cristo crucificado y glorioso, hecho presente en los signos del pan y del vino. Esta presencia es, en primer lugar, sacramental, es decir, que no se trata de un nivel intencional o del sujeto cognoscente, ni tan siquiera de un nivel de realidades que se adicionan la una a la otra. El sacramento representa, de manera eficaz, la realidad con signos objetivos. La presencia eucarística posee, pues, una realidad efectiva, reconocida y representada por el signo, al margen de un conocimiento o de una pura metáfora o alegoría. El sacramento hace actual en la eucaristía la presencia de Cristo muerto y resucitado sin multiplicar la realidad. Insisto: se trata de una pluralidad de gestos que hace presente en el signo a la única persona del Señor. Esto vale asimismo para el sacrificio de Cristo: en la eucaristía tenemos, pues, una presencia nueva del único sacrificio de la cruz, del sacrificio total de Jesucristo, una presencia nueva verdaderamente sacrificial.

La presencia eucarística se realiza, además, en los signos sensibles, lo que significa establecer una relación de naturaleza local y temporal. Aquí y ahora, en estos signos, está presente Jesucristo. Esta acción se realiza con una presencia local y temporal, o sea, de modo objetivo. Con la fe captamos el misterio del pan y del vino, que se convierten en el Cuerpo y Sangre de Jesucristo, pero todo ello se lleva a cabo de un modo realista y objetivo. Así, la eucaristía no puede ser más que una celebración, un gesto que se lleva a cabo de un modo efectivo y operante. Está fuera del alcance del hombre y constituye un hecho relativo a la pascua de Cristo, significado y representado en unos signos. De este modo, por institución divina, lo que es temporal y espacial posee una relación verdadera y eficaz con lo que es eterno. Un acto frágil y humano se vuelve causa, aquí y ahora, entre nosotros, de una gracia divina, de la presencia corporal y substancial de Jesucristo.

La celebración eucarística no es sólo un gesto concreto y objetivo, establece también una relación personal y espiritual entre Jesucristo y el hombre. Estamos llamados a entrar en comunión con Cristo, en cuanto que su acción salvífica constituye el origen de la santificación de todos los hombres. En la eucaristía realizamos la acción que nos ha redimido, pero estamos unidos asimismo, misteriosamente, a ese hecho como oferentes y como víctimas. Asociados así a Cristo, alcanzamos con nuestra transformación una unión y familiaridad con El inexpresable y sobrehumana al comer su Cuerpo y beber su Sangre, tras haber llegado a ser hijos de Dios en el bautismo. La eucaristía es el gesto litúrgico de ese hecho por el que somos sostenidos a diario, somos alimentados y es saciada nuestra sed, a fin de superar la fatiga que nos produce el seguimiento de Cristo. El, en efecto, nos sostiene, aunque estemos cansados y oprimidos, cuando acudimos a El y aprendemos de Él, que es manso y humilde de corazón. Él nos restaura, y su yugo y su carga se vuelven suaves y ligeros (cfr. Mt 11, 28-30).

De este modo, la presencia eucarística se convierte en la cima de la unión de Cristo con su Iglesia y con todos los que forman parte de la misma. La Iglesia, precisamente en la celebración eucarística, se vuelve un organismo unificado y vivificado por el contacto y por la relación con el Redentor, «ya que está siempre vivo para interceder en su favor» (Hb 7, 25).

La transubstanciación

Una vez constatada la presencia substancial de Cristo en la eucaristía, es preciso comprender, en cuanto sea posible, dado que nos encontramos frente a un misterio, su relación con el pan y con el vino. ¿Cómo está presente Cristo en el pan? ¿Es éste, con la consagración, también Cuerpo de Cristo? ¿Qué es lo que se transforma y qué es lo que permanece?

Ya desde el principio, y tanto en los escritos patrísticos como en la liturgia, se habla de cambio acaecido en los elementos del pan y del vino. Afirma san Ireneo: «Así pues, el cáliz mezclado y el pan preparado reciben la Palabra de Dios y se vuelven eucaristía, esto es, la Sangre y el Cuerpo de Cristo [...l»15.

Afirman los Padres que el pan, antes, es común, pero en cuanto es consagrado por la acción sacramental es llamado y se convierte en Cuerpo de Cristo. Hablan los Padres de un cambio, de mutación, de transfiguración y transformación, pero nada dicen sobre el modo. A partir de san Ambrosio queda introducido el término substancia en el sentido de mutación de lo que existe en algo que no era antes. El término, que no tiene nada que ver con el sistema aristotélico, adquiere su sentido etimológico en cuanto significa lo que está debajo y sostiene, base, fundamento. En los textos eucarísticos este término expresa el ser concreto, en cuanto proviene y depende de Dios. En la profesión de fe exigida a Berengario se afirma que el pan y el vino, mediante las palabras del Redentor, cambian substancialmente en las verdaderas, propias y vivificantes Carne y Sangre del Señor. Es la verdadera Sangre de Cristo, como aquella que brotó en la cruz, «no sólo como signo o virtud del sacramento, sino en la propiedad de la naturaleza y en la verdad de la substancia» (DS 700). De este modo se abre también la puerta, naturalmente, al término transubstanciación en el sentido de paso de la substancia del pan y el vino a la del Cuerpo y Sangre, cambio que sólo Dios puede llevar a cabo. Del pan y el vino quedan las «especies», los elementos que aparecen al exterior y son constatados por los sentidos.

Después de la profesión de fe exigida a Berengario, el Lateranense IV afirma que el pan es transubstanciado en el Cuerpo y el vino en la Sangre por divino poder, de modo que nosotros, para llevar a cabo el misterio de la unidad, recibimos de Él lo que El ha recibido de nosotros (cfr. DS 802).

El concilio de Trento confirma la doctrina anterior, incluso la precedente al término mismo transubstanciación, afirmando la transformación de toda la substancia del pan y la del vino en la substancia del Cuerpo y en la de la Sangre 16.

En consecuencia, se debe negar toda persistencia de la substancia natural junto al Cuerpo y la Sangre de Jesucristo. A tenor de los textos conciliares, no parece que pueda sostenerse una aniquilación de la substancia del pan o del vino en lugar de una conversión substancial, de un cambio total del ser. Después de esta transformación permanecen las especies, la realidad empírica, no entendida de una manera subjetivista, sino tal como es percibida por los sentidos (cfr. DS 1642; 1652). El concilio de Trento establece ya también el nexo entre la transubstanciación y la presencia corporal y substancial de Cristo. Afirma, en efecto: «Puesto que Cristo nuestro Redentor dijo que era verdaderamente su Cuerpo lo que se ofrecía bajo la especie del pan [...] la Iglesia de Dios siempre ha estado persuadida de ello [...]», y se introduce el discurso de la transubstanciación. En consecuencia, la transubstanciación está contenida en la presencia real. La encíclica Mysterium fidei, junto con el Credo de Pablo VI, confirma el nexo causal entre la transubstanciación y la presencia, afirmando que Cristo no se hace presente en este sacramento, sino por medio de una conversión de toda la substancia del pan en el Cuerpo de Cristo 17.

Particular importancia parece tener en la encíclica Mysterium fidei la siguiente enseñanza: «Una vez ha tenido lugar la transubstanciación, las especies del pan y del vino adquieren, sin duda, un nuevo fin, no son ya el pan usual ni la bebida usual, sino el signo de una realidad sagrada y el signo de un alimento espiritual; mas sólo adquieren un nuevo significado y un nuevo fin en cuanto contienen una nueva "realidad", que justamente llamamos ontológica»18. Esa afirmación nos parece que se apoya en dos razones teológicas. La primera es que, en el sacramento de la eucaristía, el efecto primero e inmediato es la presencia substancial y personal de Cristo; de ella brotan los frutos de la gracia, es decir, el sentido y el fin mismo del primer efecto. Así, sin la presencia substancial de Cristo no puede haber ni frutos, ni sentido, ni finalidad para el sacramento. Por eso se afirma la precedencia y la presencia de la realidad ontológica, para que exista también el significado y el fin del sacramento. No puede haber gracia sacramental sin el efecto primero.

La segunda es que la eucaristía no es un sacramento en el que recibamos simplemente unas gracias divinas o seamos santificados. Consiste en la realización de la presencia substancial y permanente de Cristo, en su autodonación sacrificial en la tierra y en establecer una relación objetiva entre Cristo, presente sacramentalmente, y los hombres de todos los tiempos y lugares. Si en la eucaristía no estuviera presente Cristo substancialmente, si sólo tuviéramos pan en vez de Cristo, aunque con un cambio de significado y de finalidad, no tendríamos ya la eucaristía. En ésta no se puede dar el cambio de finalidad y de significado sin una mutación substancial.

El sentido de los documentos magisteriales

Para comprender de manera adecuada los textos del magisterio, es preciso aclarar el sentido de los términos usados. En primer lugar, la palabra substancia, usada a partir de la profesión de fe pedida a Berengario y jamás abandonada, fue introducida en correlación con la «especie». El concepto de substancia no deriva del sistema aristotélico-tomista, sino que, de hecho, tiene orígenes patrísticos. En el uso medieval y magisterial no se refiere a la noción técnica substantia-accidens, ni asume el significado de ningún sistema filosófico o teoría particular. En efecto, el magisterio evita siempre el término correlativo accidens y usa toda una variedad de términos próximos a substancia, a los que recurre en particular Pablo VI en la encíclica Mysterium fidei y en el Credo del pueblo de Dios. El término substancia, tomado del lenguaje común, fue elaborado para dar respuesta a las preguntas derivadas de la eucaristía. Con él indica el magisterio el ser concreto e individual dotado de unidad y consistencia propias, distinto de sus propiedades transitorias y variables. Es el ser concreto siempre idéntico a sí mismo en las distintas condiciones.

El concepto de «especie» va unido al de substancia y, en cierto modo, depende de él, por lo que posee también una historia muy semejante. Designa a la vez las apariencias externas del pan y del vino, y del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. Las especies constituyen lo que permanece en el cambio de la substancia y está sujeto a constatación o examen por parte del hombre. Al permanecer siempre iguales, constituyen el signo que, por institución de Cristo, expresa el significado del sacramento. El concilio de Trento evitó, a propósito, el término «accidentes», dado su origen filosófico y no funcional, en las cuestiones inherentes a la eucaristía.

Del término substancia deriva transubstanciación. Éste, aunque no ha sido nunca definido ni elegido como exclusivo, es considerado como un término conveniente y apropiado, como confirma aún la encíclica Mysterium fidei 19.

El concilio de Trento definió sólo su contenido. El término indica el cambio que tiene lugar en la eucaristía; éste se realiza a nivel de la substancia, mientras que permanecen intactas las «especies». Con ese concepto se comprende cómo la eucaristía es el sacramento de la autodonación de Jesucristo: todo lo que es pan se vuelve después de la consagración el Cuerpo de Cristo. No se trata de que el Cuerpo de Cristo tome la figura visible del pan. No se trata tampoco de un paso a la substancia divina: la substancia del pan y del vino se vuelven la substancia del Cuerpo y de la Sangre de Cristo. Está, ciertamente, presente la persona de Cristo en virtud de la concomitancia, pero el misterio eucarístico no tiene nada que ver con la conversión de una substancia material en la substancia o esencia divina, lo que es imposible metafísicamente. El misterio eucarístico presenta una continuidad en las apariencias y un cambio radical en cuanto que el Cuerpo de Cristo se hace presente en la modalidad sacramental.

El reciente debate sobre la transubstanciación

En los últimos decenios, la doctrina católica de la transubstanciación ha provocado encendidas discusiones y ha sido sometida a fuertes críticas e intentos de superación. Es preciso indicar, aunque sea de una manera muy sintética, de qué se trata 20.

Ha existido un debate, sobre la base de las actuales teorías físicas, dirigido a una comprensión más adecuada y correspondiente a las mismas, entre F. Selvaggi y C. Colombo. Según el primer autor, es necesario basarse en la substancia física, que no se encuentra más allá de las propiedades que se manifiestan al hombre; ésta es el conjunto de las propiedades características mediante las cuales se distingue una realidad de otra. Para C. Colombo, la substancia, según la tradición cristiana, es la realidad concreta y natural del pan y el vino tal como puede ser conocida a través de la experiencia humana común. Puesto que el pan, por ejemplo, se nos muestra como una «cosa» distinta de las otras y característica, habrá algo que la constituya, que es su razón objetiva de ser. De este debate resulta claro que, en la eucaristía, no tenemos el caso de una substancia que corresponda a las apariencias externas tal como son presentadas por la fe y por la teología. No cambia la realidad externa, físico-química podríamos decir, que, al ser el signo, permanece y significa eficazmente, antes, la realidad del pan y, después, la del Cuerpo de Cristo.

Se ha iniciado otro debate, de tipo y valor totalmente distinto, puesto que, de manera explícita o implícita, afecta al sentido y al término de transubstanciación, a partir de diferentes puntos de vista. Uno de ellos se basa en la definición de la realidad no considerada en sí misma, sino descrita tal como se nos presenta fenomenológica o existencialmente. La realidad es para nosotros: ésta es la clave para su comprensión y para el conocimiento humano.

Un segundo punto de partida procede del concepto antropológico de los signos o, mejor, de los símbolos. Estos derivan, como es natural, de las personas, que se expresan y manifiestan sus propias experiencias. Los símbolos surgen y expresan las exigencias vitales personales o incluso interpersonales. El cuerpo o el pan constituyen un ejemplo preclaro. En este planteamiento no interesa la realidad o el ser en sí o para sí; debemos interesamos y limitamos a su relación con el hombre en general o a las relaciones interpersonales.

Una tercera manera de proceder deriva del concepto de sacramento concebido como relaciones simbólicas dirigidas por Dios o por Jesucristo a los creyentes o a los miembros de la Iglesia. Dado que los sacramentos son signos, actúan en virtud de su significado en cuanto está plenamente expresado. Se sitúa el sacramento a nivel puramente simbólico, con independencia del signo sensible que se realiza, todo lo más es captado en la línea de la res, esto es, de la gracia concedida.

Estos puntos de partida y estas concepciones de la realidad han llevado a concebir la eucaristía como un símbolo puesto por Jesucristo. A través de él quiere establecer nexos de amistad con sus discípulos, entregándose personalmente y esperando la respuesta personal de los fieles. El banquete eucarístico, en particular, es la expresión de un encuentro y el símbolo de una nueva alianza. Posee el mismo significado que los elementos elegidos: el pan y el vino. De este modo, las palabras de la institución cambian de manera profunda el ser para nosotros del pan y del vino, proporcionando una impronta cristológica y uniéndolo a la corporeidad del Verbo encarnado. Por lo general, no se quiere ni afirmar ni negar la transubstanciación, porque no se puede definir el ser en sí y para sí; se reconoce de hecho sólo el ser para nosotros.

Frente a estos nuevos planteamientos podemos observar de inmediato que la realidad, aunque no sea del todo independiente de nosotros, loes de modo tal que su substancia o ser ha de ser considerado también de manera objetiva. No se puede negar la posibilidad de conocer la noción de substancia o que sea independiente de nosotros. Insisto: el ser es independiente de las cualidades y propiedades que posee. El hombre, por ejemplo, pasa por estados muy variados y distintos, ejerce su libertad y elabora una cultura, pero sigue siendo siempre el mismo sujeto, el mismo yo. Hay, pues, una distinción y una diferencia esenciales entre la substancia y sus atributos, que siguen siendo siempre válidas. En segundo lugar, por lo que respecta directamente a la noción de sacramento no podemos basamos sólo en algunos aspectos, olvidando la totalidad de los factores. Lo que ocurre en los planteamientos señalados parece ser la omisión del efecto sacramental primero e inmediato. El sacramento no puede ser reducido al puro símbolo sacramental. Por lo que respecta, en particular, a la eucaristía, tenemos el efecto primero y objetivo en la presencia sacramental, verdadera y substancial, de Cristo muerto y resucitado. El sacrificio de Cristo, presente y operante, constituye el verdadero fundamento de la comprensión del misterio eucarístico y la realidad de donde mana toda gracia sacramental.

Evidentemente, la respuesta adecuada sólo se puede dar en los lugares propios en que las cuestiones aquí señaladas reciben su solución; y a partir de todo el tratado de los sacramentos.

Significado de la transubstanciación

En la celebración eucarística es fundamental la memoria de la autodonación de Cristo al Padre por la Iglesia y por el mundo. Jesucristo, con la obediencia suprema y sacrificial, obtiene el perdón del pecado original y el de los personales y, simultáneamente, se entrega por nosotros como fuente de donde mana la vida eterna. Se entrega por la Iglesia, antes que por los miembros particulares, bajo la modalidad de los signos eucarísticos (cfr. Hb 10, 5-10). Se entrega como Cuerpo y Sangre vivos y santificantes, don de unidad y de santidad, a fin de hacer de nosotros un solo cuerpo. Por esos motivos está Cristo, corporal y substancialmente, presente. Pero ¿cómo constituyen el pan y el vino esa presencia, y cómo son signos sacramentales eficaces de la misma? No porque Cristo glorioso se traslade a ellos o se apodere de un modo u otro del pan y del vino, sino transformándolos. La solución lógica y más oportuna es aquella por la que la substancia del pan se convierte en la del Cuerpo de Cristo. En efecto, con la transubstanciación, la celebración eucarística nos pone en comunión con la presencia de Cristo hombre en su estado de propiciación, de ofrenda y de agradecimiento al Padre. Eso conduce a la comunión de los hombres con el Padre realizada a través y en la comunión de Jesús, que realiza la voluntad divina. Ésta es una comunión real y verdadera, no simplemente una relación moral o intencional, porque implica una transformación substancial de los elementos iniciales, el pan y el vino, en Cristo crucificado y resucitado.

Podemos observar aún, y esto es algo que debemos tener siempre presente, que la acción humana y temporal, la misma celebración de la Iglesia, se convierte en una de las causas (en un signo eficaz) de la substancial presencia de Cristo. De este modo, se establece también un auténtico nexo ontológico entre la acción y las realidades humanas usadas, por un lado, y el resultado, que es la presencia viva y vivificante de Cristo, por otro. El efecto auténtico y justo de esa relación substancial de la celebración eucarística con el reino de los cielos se realiza y se hace operante sobre el altar con la eucaristía, o sea, que alcanza ya a los bautizados en el espacio y en tiempo, haciéndolos miembros vivos de Cristo. Lo que acabamos de considerar nos hace vislumbrar ya que, con la transubstanciación, se establece una relación objetiva y real con la humanidad gloriosa de Cristo.

No menos fundamental es recordar que la transubstanciación hace, ciertamente, que la memoria de la pascua del Señor proceda de la Iglesia, reunida para hacer memoria de la cena del Señor, y procede de ella en cuanto ha sido capacitada para ello por la institución de Cristo y por la efusión del Espíritu destinada a transformar ontológicamente los signos más comunes y expresivos del sustento de la vida en el Cuerpo y Sangre que dan la vida sobrenatural. Así, la Iglesia alcanza la cima de su acción en la ofrenda de la nueva y eterna alianza de Cristo al Padre, precisamente en el momento de la transformación del pan y del vino.

El significado de la transubstanciación se puede deducir asimismo del efecto cósmico que produce. En efecto, la transformación del pan y del vino en el Cuerpo y Sangre de Cristo significa y produce el inicio de la liberación de toda la creación de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la gloria de los hijos de Dios (cfr. Rm 8, 19-23). El mundo material participa ya, aquí en la tierra, en el destino humano, para ser redimido y transfigurado por Jesucristo, y participa de la salvación presente en la eucaristía. En un tiempo fue maldito a causa del pecado del hombre (cfr. Gn 3, 17), ahora, en cambio, ha sido liberado de la caducidad y de la corrupción, es instrumento de la salvación del hombre y expresión de la gloria de Dios.


4. La comunión eucarística

La comunión eucarística en la Sagrada Escritura y en el magisterio

Jesús, en el momento de la institución eucarística, invita también al banquete sacrificial diciendo: «Tomad, comed [...] Bebed todos de él» (Mt 26, 26-28) y ofrece así a los hombres su Cuerpo y su Sangre. Proporciona una comida y una bebida de manera análoga a la de los hebreos, que, en el desierto, comieron una comida y bebieron una bebida espirituales, signos y figuras de la era mesiánica, de Cristo mismo (cfr. 1 Co 10, 3-4). Así como los judíos se beneficiaron, material y espiritualmente, de los dones divinos, que los sostuvieron en el camino hacia la tierra prometida, así también Jesucristo ofrece ahora el pan y el vino, es decir, Él mismo, como el alimento necesario para la existencia terrena y para la vida eterna. También los bautizados comen y, en consecuencia, participan del único pan y de la mesa del Señor (cfr. 1 Co 10, 17.21). Toman parte en el sacrificio de Cristo, puesto a su alcance en forma sacramental a través de los signos del pan y del vino, que, mediante la transubstanciación, nos hacen entrar en comunión con la Sangre y el Cuerpo de Cristo (cfr. 1 Co 10, 16). Así pues, los cristianos poseen el banquete en el que comen el Cuerpo y beben la Sangre del Señor, y constituyen una comunión inmediata con El. Se establece una comunión tan profunda y vital, que quien los come indignamente, sin reconocer el Cuerpo del Señor, es reo de condenación, es reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor (cfr. 1 Co 11, 27-29).

Pero, además de la comunión con Cristo, se forma también un solo cuerpo; en efecto, todos participan del único pan (cfr. 1 Co 10, 17), del único altar y mesa. Este cuerpo está formado, pues, por los participantes que reciben a Cristo. Éstos constituyen la asamblea reunida, la Iglesia, que posee la razón de su vida, es decir, Jesucristo. De este modo, se forma la koinonia con Cristo: ésta es, en primer lugar, la autodonación de Cristo, que se da en la modalidad del pan y del vino, participada, a continuación, por los discípulos, que la reconocen y la reciben. La recepción del Cuerpo y de la Sangre pone en unión directa con Cristo y forma un único cuerpo y un único pueblo.

El cap. VI del evangelio de Juan 21 tiene como fondo la celebración eucarística, en particular la comunión que en ella se establece entre Cristo y sus discípulos. Él es el pan verdadero que ha bajado del cielo. Ese hecho puede ser acogido y aceptado sólo en la fe. Quien recibe la gracia del Padre puede ir a Aquel que es Espíritu y verdad. «El espíritu es el que da vida; la carne no sirve para nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y son vida» (Jn 6, 63). Por consiguiente, sólo en la fe y en el Espíritu se puede acceder al misterio del pan que da la vida. En efecto, es Jesús quien se da a Sí mismo como pan de vida. El es el pan vivo bajado del cielo. Eso tiene lugar en la eucaristía (cfr. v. 27), en la cual se da como carne, al ser Aquel que vino en la carne, a fin de darla en la cruz para la vida del mundo. Jesús, tras haber dado su Cuerpo por el mundo se ha convertido en el verdadero pan que permanece para siempre. Comer la carne y beber la Sangre del Hijo del hombre asegura la resurrección en el último día y da la vida eterna (cfr. vv. 51-58). El pan de vida es el alimento que permanece ahora para la vida eterna (cfr. v. 27). Así, aquel que come la carne de Cristo vive y vivirá por El (cfr. v. 57). Nosotros permanecemos en Él y Él en nosotros (cfr. v. 56). Por consiguiente, no morimos, sino que tenemos la vida eterna en nosotros mismos, poseemos la vida eterna.

El magisterio retorna con frecuencia, aunque no explica todas sus implicaciones, el tema eucarístico en cuanto comunión y unidad para aquellos que comen el Cuerpo de Cristo. Esta comida tiene precisamente el fin de perfeccionar en nosotros el misterio de la unidad con Cristo, como El se unió a nosotros, afirma el concilio Lateranense IV (cfr. DS 802). El hombre es incorporado, con la eucaristía, a Cristo y a sus miembros, a fin de obtener asimismo un aumento de la gracia para la vida espiritual (cfr. DS 1322). Nuestro Salvador no ha dejado sólo un signo eficaz de unidad, sino también de caridad, con el que quiere unir a todos los cristianos entre ellos (cfr. DS 1635). Así, la eucaristía se convierte en símbolo de aquel único cuerpo de Aquel que es su Cabeza, prenda de nuestra gloria futura y de la felicidad eterna (cfr. DS 1638). De este modo, los bautizados «una vez saciados con el cuerpo de Cristo en la asamblea sagrada, manifiestan concretamente la unidad del pueblo de Dios aptamente significada y maravillosamente producida por este augustísimo sacramento» (LG 11). Aquí no se dirige la atención a la unión de los miembros con su Cabeza, que está presupuesta, sino a la unidad, a la caridad misma del pueblo de Dios, de la Iglesia, que es, a la vez, representada y realizada. LG 11, al exponer la participación del pueblo de Dios en la eucaristía, habla de la misma en referencia a la ofrenda y a la comunión. No hace alusión, sin embargo, a la comunión como momento en el que el pueblo cristiano participa, según la modalidad y la naturaleza propias, en el aspecto sacrificial mismo de Cristo en la cruz. También se señala en el concilio Vaticano II la función a desempeñar por la eucaristía en la unidad de todos los cristianos (cfr. UR 2; 15; 22).

Significado de la comunión eucarística

Tras haber considerado, brevemente, el sentido de la comunión eucarística en la Sagrada Escritura y en el magisterio, vamos a proponer algunas reflexiones sobre la comunión eucarística como participación sacramental en los acontecimientos pascuales de Cristo.

De entrada, debemos recordar que el sacramento eucarístico se celebra de manera válida por el ministro en virtud de la consagración. Cristo está presente sacramentalmente «antes del uso», antes de la comunión, no sólo «durante el uso». Está presente antes y después de la comunión, y también en las partículas consagradas que han quedado después de la distribución (cfr. DS 1639; 1654). La eucaristía, aun siendo un sacrificio de comunión, tiene su núcleo central, es celebrada de manera válida y está plenamente constituida con la sola consagración, incluso sin la comunión. En consecuencia, esta última debe ser considerada como parte integrante del sacrificio, pero no esencial. Incluso la comunión del ministro que celebra sólo puede ser considerada como parte integrante. Eso muestra una vez más que la eucaristía es, antes que nada, acción salvífica de Cristo, objetivamente válida en sí misma, y no depende del hombre, salvo en el sentido de que se le requiere al ministro realizar lo establecido por el mismo Cristo. Eso ocurre porque, a diferencia de los otros sacramentos, la consagración es en la eucaristía el cambio substancial de la materia misma en el Cuerpo y Sangre mismos de Cristo. Eso es lo que constituye su esencia, aun cuando de por sí esté destinada a ser participada en la comunión por todos los fieles. Sigue siendo una preocupación constante de la Iglesia que la eucaristía no sea sólo consagración, sino también comunión, a fin de no infravalorar la importancia de esta última. El sacrificio de Cristo debe ser celebrado siempre teniendo presente asimismo sus elementos integrantes. Esto, por otra parte, no puede conducir a infravalorar la importancia de la comunión eucarística, no sólo como forma de devoción o fuente de gracia, sino también como participación real en el cuerpo de Cristo y expresión de la unidad y de la caridad del pueblo cristiano.

Para comprender de manera adecuada la importancia de esta participación, es preciso recordar, por otra parte, que los bautizados y los confirmados, por medio del carácter, son partícipes del sacerdocio de Cristo. Son hechos capaces y dignos de participar, en cuanto hijos de Dios y sujetos responsables, en el sacrificio que Cristo vuelve a presentar por nosotros cada vez que se celebra la eucaristía. Ellos se ofrecen con Cristo y lo reciben en la forma sacramental. Con su vida, ahora ya configurada con Cristo, y con las virtudes de la fe, la esperanza y la caridad, ejercen su sacerdocio de bautizados y confirmados. En la comunión, en particular, Cristo une a El a todos los participantes, haciéndoles partícipes de su presencia salvífica y entregándose a ellos como alimento y bebida. Así, Cristo, en forma sacramental, se comunica y se entrega a Sí mismo, extendiendo su sacrificio pascual al pueblo de Dios. Los bautizados y confirmados, a su vez, al recibir los santos misterios del Cuerpo y de la Sangre, son no sólo parte receptiva, sino que ejercen también su sacerdocio, consumando el sacrificio y expresando así su ser copartícipes del gesto de Cristo. Los fieles realizan con la comunión un acto sacramental que es propio de ellos, según la modalidad que les ha sido dada, en cuanto que forman un pueblo sacerdotal. Mientras que sólo el ministro ordenado hace presente con su poder a Cristo substancialmente en las especies del pan y del vino por medio de la consagración, en la comunión, donde todos, ministros y fieles, participan, el Señor asimila e integra en su sacrificio a toda la asamblea.

La comunión eucarística es la presencia substancial de Cristo recibido en forma sacramental. El Señor, que se ha inmolado y sacrificado, se entrega también como comunión. En consecuencia, esta tiene antes que nada un valor ontológico, porque es la comunicación con la vida de Cristo ofrecida al Padre lo que transforma la vida del hombre. Este se convierte en un ser poseído por Dios, que se entrega como ayuda cotidiana, constituyendo también una unidad entre aquellos que han sido llamados a participar en su vida. Se instaura así una dependencia ontológica, no sólo espiritual, de fe y de devoción con la que se acompaña la celebración eucarística; existe una pertenencia vital en la común recepción de su Cuerpo y Sangre. La comunión eucarística expresa una forma íntima y vital de unión, que tiende de por sí ala perfecta asimilación, del mismo rnodo que asimilamos el alimento y las bebidas con las que nos nutrimos. De este modo, la comunión eucarística lleva a su plena realización la adopción filial que se nos dio en el bautismo, poniendo al fiel en condiciones de ser sostenido en la vida como hijo de Dios con una relación personal con el Hijo de Dios. Así como en el plano físico sólo podemos vivir si nos alimentamos, así también, en el plano sobrenatural, la vida de la criatura hecha hija de Dios depende, sobre todo, del sustento eficaz que se obtiene al recibir el Cuerpo de Cristo.

Es indispensable examinar aún otro punto: la comunión eucarística es la agregación a la Iglesia. Como ya hemos indicado, la incorporación al cuerpo eclesial es el efecto específico e inmediato del bautismo. Este imprime un carácter y proporciona una gracia sacramental que constituyen la entrada en la vida cristiana, en la Iglesia. En este punto es suficiente con tener presente la enseñanza bíblica, en particular Rm 6, 1-11, y cuanto enseña el magisterio. No se puede sostener que el bautismo agrega e incorpora sólo como un primer paso a dar para llegar, después, a la eucaristía, que nos incorporaría, real y verdaderamente, a Cristo y a su Iglesia. Al contrario, el fiel, precisamente en cuanto ya incorporado e hijo de Dios, puede participar en la eucaristía. Esta no confiere un carácter nuevo o una capacidad específica para participar en la Iglesia, en el acontecimiento salvífico que ella celebra junto con Cristo. La eucaristía es el ejercicio de esta capacidad, es el ejercicio del pueblo ya sacerdotal, que, por voluntad de Cristo, ha sido llamado a ofrecer y a presentar de nuevo, de manera eficaz, un sacrificio vivo y verdadero por su propia salvación, sustentándose y nutriéndose del Cuerpo y de la Sangre. De este modo, la vida divina iniciada en el bautismo es sostenida, nutrida, en la relación personal con Cristo, alimento y bebida de los hombres peregrinos sobre la tierra. En la eucaristía se da, por tanto, una agregación a Cristo en cuanto ejercicio del sacerdocio bautismal y crecimiento en una relación vital, «porque mi carne es verdadera comida y mi sangre verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí» (Jn 6, 55-57).


5. La eucaristía como sacramento del sacrificio de Cristo

La modalidad o el procedimiento, con el que Jesucristo nos hace partícipes de la ofrenda sacrificial de Sí mismo al Padre es la sacramental, o sea, «símbolo de la realidad sagrada y forma visible de la gracia invisible» (DS 1639), como señala el concilio de Trento. La obediencia de Cristo en la cruz al Padre es recordada y se hace presente a través de los elementos sacramentales de un ministro, de los receptores y de un gesto sensible, elementos que contribuyen a formar una acción sacramental con efectos propios. Es lo que sucede en la celebración eucarística. De este modo, se hace presente el sacrificio de Cristo en la cruz, volviéndose accesible a la Iglesia de todos los tiempos y lugares, y comunicando la gracia de la salvación a ella y a toda la humanidad.

La eucaristía es, pues, la memoria de los acontecimientos pascuales de Cristo, tanto en cuanto autodonación como en cuanto crucificado que asume la forma sacramental. En consecuencia, parece oportuno presentar tanto la noción de sacrificio en referencia al acontecimiento cristiano, como la eucaristía en cuanto sacrificio de Cristo y de la Iglesia; en un segundo momento expondremos el signo que constituye el sacramento de la eucaristía.

El sacrificio de Cristo y de la Iglesia

En la Escritura aparecen sacrificios que han sido considerados después como figura (typos) del sacrificio de la cruz, como recuerda asimismo el memorial del Canon romano: son, en particular, los sacrificios del justo Abel, el de Abraham, que ofreció a su único hijo, y el del sumo sacerdote Melquisedec (cfr. Hb 11, 4.17-19) 22.

Estos sacrificios representan la ofrenda a Dios de una oblación pura, que no debe ser manchada por la malicia de los oferentes (cfr. Ml 1, 11). San Agustín nos ofrece, a su vez, una preciosa noción de sacrificio, que él recoge de la tradición: «Por consiguiente, verdadero sacrificio es toda obra que se hace con el fin de unimos a Dios en santa compañía, es decir, relacionada con el fin del bien, merced al cual podemos ser verdaderamente felices» 23.

El sacrificio es presentado así como un acontecimiento que nos une a Dios y nos hace alcanzar el destino o bien último, la felicidad definitiva y suprema. El hombre se une a Dios preso de su amor, deja el modo humano de vivir y se configura con Él, porque lo ha recibido todo de su bondad.

La modalidad del sacrificio viene dada por la ofrenda cultual de un don sacrificial. Con ese gesto la persona finita y pecadora se ofrece de manera total a Dios, para gozar de la vida divina, y la autodonación humana asume una expresión sensible.

Jesucristo realiza el sacrificio de Abraham, lleva a cabo el sacrificio expiatorio e inaugura el nuevo templo (cfr. Hb 7, 26-28: In 2, 19-21). Por nosotros y por todos los hombres, con una modalidad vicaria, realiza Jesús su acción redentora y confía su sacrificio a las manos del hombre. Así, el sacrificio de Cristo se convierte en la celebración de la Iglesia y en la puesta en práctica del «por muchos», «por todos», pronunciado por Jesucristo. La celebración del sacramento eucarístico es, como afirma santo Tomás, «imagen representativa de la pasión de Cristo, que es verdadera inmolación; por eso dice san Ambrosio: "En Cristo se ofreció una sola vez la hostia que podía causar la salvación eterna. ¿Y nosotros? ¿Acaso no la ofrecemos todos los días? Sí, pero en memoria de su muerte"» 24.

El concilio de Trento nos enseña que nuestro Señor ofreció, en la última cena, su Cuerpo y su Sangre bajo las especies de pan y vino a Dios Padre, y bajo las mismas especies dio de comer a los apóstoles, ordenándoles renovar el gesto en memoria suya. Él realizó este sacrificio en unión con el hecho de que se habría ofrecido a Sí mismo de una vez para siempre sobre el altar de la cruz. Eso no significa que haya dos sacrificios, sino un único sacrificio sobre la cruz, que es presentado de manera diferente en la última cena. Del mismo modo, tampoco se multiplica el sacrificio de la cruz, sino que se hace presente cada vez que se hace memoria del mismo. No se multiplica el sacrificio, sino que es hecho presente haciendo partícipes a los hombres. Añade el Concilio que, con la institución de este sacrificio, se alcanza, en primer lugar, el objetivo de hacer presente el sacerdocio de Cristo (cfr. Hb 7, 24.27), constituido sacerdote para siempre según el orden del Melquisedec, y se deja a la Iglesia un sacrificio visible conforme la naturaleza humana y requerido por ella. Por otra parte, la memoria del Salvador continúa y perdura de este modo hasta el fin de los tiempos. Por último, la fuerza redentora de la cruz se aplica de manera eminente a los hombres, otorgando el perdón de los pecados cotidianos. Jesús instituyó, en la última cena, la nueva pascua, esto es, se ofreció a Sí mismo para inmolarse bajo signos sensibles por parte de la Iglesia en memoria de su paso de este mundo al Padre (cfr. DS 1740-1742).

El mismo Concilio precisa y define que la misa (la eucaristía) es un verdadero sacrificio en el sentido propio del término. No es reducible a un sacrificio espiritual, de simple alabanza o agradecimiento, u homenaje totalmente interior o subjetivo de la comunidad que celebra. No puede ser considerado como la simple entrega de Cristo a nosotros como alimento o como un simple recuerdo del sacrificio realizado en la cruz. No es útil sólo a quien lo recibe (cfr. DS 1743; 1751; 1753). Se trata de un verdadero sacrificio de expiación, que puede ofrecerse por los vivos y por los difuntos, para el perdón de los pecados, de las penas o, en general, por las necesidades del hombre (cfr. DS 1743; 1753). Por eso, quien se acerca Dios a través de este sacramento con corazón sincero y fe recta, con temor y reverencia, obtiene misericordia y encuentra gracia, recibe del Señor el don de la penitencia.

La encíclica Mediator Dei 25 vuelve, con acentos todavía más insistentes, sobre la naturaleza sacrificial de la misa. Además de confirmar la enseñanza conciliar ya referida, insiste en la identidad del sacerdote de la cruz y de la misa. El sacerdote es Cristo; los ministros actúan en su nombre, poseen el poder de obrar con la virtud de Cristo. También la víctima es la misma bajo una presentación diferente. La inmolación en la cruz se realiza mediante la muerte cruenta; en el altar se realiza de manera incruenta y es manifestada de manera admirable con los signos externos de la muerte. La separación del Cuerpo y de la Sangre clarifica el estado de víctima que tiene la presencia de Cristo. Los fines del sacrificio son substancialmente idénticos.

Según el concilio Vaticano II, los sacerdotes, en el sacrificio de la misa, representan y aplican, hasta la venida del Señor, el único sacrificio del N.T.: el de Cristo, que se ofreció de una vez por todas a Sí mismo al Padre como víctima inmaculada (cfr. LG 28).

La representación eficaz del acto redentor de Jesucristo por parte de la Iglesia la regenera de continuo. Así, al proseguir la autodonación de Jesucristo al Padre celestial como obediencia y amor absoluto, se expresa también la caridad de Dios, que perdona al hombre arrepentido y humillado. Además de esto, la acción eucarística es asimismo la continuidad del don que Dios nos hace de su Hijo y, al mismo tiempo, el supremo sacrificio que puede dirigir la humanidad a Dios en Jesucristo.

El gesto sacramental

El gesto eucarístico se realiza con el pan y el vino. Pan de trigo ázimo o fermentado. El vino debe ser de uva y se le añade, según una costumbre constante de la Iglesia, algunas gotas de agua, cuyo significado consiste en expresar la unión del pueblo cristiano con el sacrificio de Cristo (DS 1303; 1320; 1642). La Iglesia prescribe a los fieles esa costumbre, que se ha vuelto prácticamente obligatoria, aunque no sea necesaria para la validez (cfr. DS 1748).

El gesto está constituido también por las palabras de la consagración, que retoman las de la institución por Jesucristo. La necesidad de esta fórmula es de fe católica (cfr. DS 1321; 1352; 1740). Es al menos teológicamente cierto que no se requiere la epíclesis para la validez, sino que sólo son necesarias las palabras de la consagración (cfr. DS 1017; 2718; 3556).

La epíclesis 26 es una invocación en la que se pide que el Espíritu santifique y transforme el pan y el vino en el Cuerpo y Sangre de Cristo, y que todos los que participan puedan recibir el perdón de los pecados y la vida eterna, así como los efectos salvíficos propios de la eucaristía. La epíclesis se encuentra en todas las liturgias orientales actuales después de la consagración. Al principio estuvo inserta en la plegaria eucarística, pero antes de la consagración; el paso a después acaeció durante los siglos IV y V, a causa de las controversias sobre la divinidad del Espíritu Santo. Tuvo lugar precisamente para mostrar que el Espíritu es la causa de toda santificación. Por lo que hoy conocemos de la historia de la epíclesis, podemos decir que ésta estuvo presente desde el principio en todas las liturgias. La convicción de la Iglesia oriental de que la epíclesis es el momento de la consagración eucarística empezó en el siglo XIV, en la teología bizantina, a partir de las afirmaciones litúrgicas y de algunos Padres. Esta convicción se hizo común desde finales del siglo siguiente, y a partir del siglo XVII se difundió asimismo en las Iglesias eslavas. Hoy se puede considerar con mayor precisión que la epíclesis posconsacratoria estuvo ausente en los orígenes. También la práctica cultual de las liturgias orientales atestigua que la consagración tiene lugar con las palabras de la institución 27.

En virtud de esos motivos parece que, en la actualidad, se ha abandonado la hipótesis del valor consagratorio de la epíclesis. Sobre todo porque se puede constatar que los Padres de la Iglesia, al sostener la necesidad de la invocación del Espíritu Santo, afirman que ésta es operante y eficaz con las palabras de la institución.

A pesar de no ser parte esencial, sino sólo integrante, es indispensable preguntarse cuál es el significado de la epíclesis, retomada asimismo hoy en las recientes plegarias eucarísticas del rito latino. La epíclesis no contradice en absoluto la doctrina católica sobre la forma de la eucaristía; mas bien al contrario, es un modo recto y justo de concebir la fe católica. Para comprender el sentido de la epíclesis es preciso y suficiente recordar lo que ya hemos dicho sobre la acción del Espíritu Santo en la eucaristía. Podemos añadir que la invocación del Espíritu en la plegaria eucarística nos recuerda que El es la energía con la que el ministro y toda la Iglesia, cada uno a su manera, son hechos capaces y santos para ser causa y partícipes de la representación y de la presencia, aquí y ahora, del sacrificio de Cristo. La obra que se realiza es el sacrificio de Cristo vivo, que nos vivifica con su misma vida; quien nos conduce iluminándonos y dándonos la fuerza es el Espíritu Santo. Es a través del don supremo del Espíritu Santo como se hace posible conocer y seguir a Jesucristo. El Espíritu de Cristo hace viva en la eucaristía la palabra de Cristo, que sigue siendo la única eficaz para hacer presente su sacrificio. En efecto, afirma L. Bouyer con toda justicia: «[...1 quien consagra en todas las eucaristías sigue siendo siempre únicamente Cristo, Palabra hecha carne, en cuanto dispensador del Espíritu, porque se entregó a la muerte y resucitó por el poder de este mismo Espíritu. Pero, en el conjunto inseparable de la eucaristía, esta palabra recordada por la Iglesia y su plegaria que invoca la realización de la Palabra mediante el poder del Espíritu se conjugan para realizar, de una manera misteriosa, las promesas divinas» 28.

En efecto, Jesucristo, muriendo en la cruz, nos ha merecido el envío de su Espíritu.

El ministro de la eucaristía es el sacerdote válidamente ordenado, como ya ha sido definido por el magisterio conciliar sobre todo (cfr. DS 794; 802; 1740; 1752). El ministro actúa en la persona de Cristo, in persona Christi, en su nombre, hace las veces de Cristo, en una identificación específica y sacramental con el sumo y eterno sacerdote, que es el autor y sigue siendo el principal protagonista de su propio sacrificio. La carta apostólica Dominicae Cenae describe la figura del celebrante de un modo todavía más central afirmando: «La toma de conciencia de esta realidad (expiación de Cristo) proyecta una cierta luz sobre el carácter y el significado del sacerdote-celebrante, que, realizando el santísimo sacrificio y actuando "in persona Christi" , es introducido de manera sacramental y al mismo tiempo inefable en aquel restringidísimo "sacrum" en el que él, a su vez, asocia espiritualmente a todos lo que participan en la asamblea eucarística» 29.

Así pues, el sacerdote es hecho idóneo por la ordenación para realizar lo «sacrum», esto es, para asegurar una santidad objetiva, exteriormente perceptible y localizable; es idóneo para hacer presente la acción y la persona misma de Cristo y para hacer partícipe de ella a la Iglesia.

Los ministros ordinarios para la distribución de la eucaristía son el obispo, el sacerdote y el diácono. Ministro extraordinario es el acólito u otro fiel encargado, como afirma el Código de Derecho Canónico, canon 910.

Todos y sólo los bautizados pueden recibir la eucaristía de modo válido. Para recibirla de modo fructuoso se requiere ante todo el estado de gracia, como dejó definido el concilio de Trento. Los que tienen sobre la conciencia el peso de un pecado mortal y creen sentir contrición, deben realizar previamente la confesión sacramental, si tienen a su disposición un confesor (cfr. DS 1646-1649; 1661).


6. Los efectos de la eucaristía

El efecto primero del sacramento eucarístico

La conciencia de la Iglesia afirma que el sacramento eucarístico es una relación precisa y substancial con el Cuerpo y Sangre de Jesucristo crucificado y resucitado. Es el memorial del sacrificio de la cruz, en el que participamos de una manera real a través del comer y del beber. Por eso Inocencio III afirma que el efecto principal y objetivo de este sacramento es «la verdad de la Carne y de la Sangre presentes en él y la res es la virtud, el don de la unidad y de la caridad» (DS 783). La misma verdad fue confirmada por santo Tomás al sostener que el efecto inmediato (res et sacranaentum) es el verdadero cuerpo de Cristo 30.

Por consiguiente, el mismo Cristo inmolado es el que está contenido en el sacramento. Además de esto, conmemorar y hacer presente la pasión y la muerte de Jesús es sacrificio en el momento mismo en que se realiza el sacramento. Sacrificio y sacramento se identifican. Este no es otra cosa que la modalidad, la vía o el procedimiento con el que la autodonación sacrificial de Cristo tiene la posibilidad de alcanzar y de ser participada de una manera activa por el pueblo de Dios. Así, la eucaristía es, al mismo tiempo, sacrificio y sacramento; es sacrificio en cuanto Jesús se ofrece y es ofrecido al Padre por nosotros; es sacramento en cuanto que lo recibimos substancial y personalmente en los signos del pan y del vino.

El gesto sacramental fundamental se lleva a cabo y se realiza de manera válida con la consagración y la transformación del pan y del vino. Este acontecimiento es el efecto principal del acto sacramental y todo depende de él. Constituye asimismo el contenido y el sentido del mismo sacramento. En efecto, la presencia del Cuerpo y de la Sangre de Cristo en la eucaristía no es simplemente substancial, sino también actual, respecto al tiempo y al espacio, con los participantes. Aunque es un misterio impenetrable, no accesible a los sentidos, la presencia actual y substancial de Cristo ejerce su acción transformadora. En el pan y en el vino transformados se revela la gloria a la que Dios ha destinado a todos los hombres y a toda la creación en Cristo, la participación en la vida gloriosa a que los llama. Puesto que en la eucaristía no se da una simple acción de conversión y de santificación, sino que se produce la transformación de los mismos elementos materiales, con ella se inicia y se realiza nuestra mutación en Jesucristo hasta que llegue el banquete celestial, preguntado ya por anticipado en la comunión con Cristo y con los otros miembros del cuerpo. La eucaristía es, por tanto, el sacramento con el que el Espíritu hace presente y operante, hasta la transformación de los elementos materiales, aquella caridad del ánimo de Cristo que lo llevó a la obediencia de la cruz, para gloria del Padre y salvación de los hombres. Comunica, en el Espíritu Santo, la caridad de Cristo sacerdote y víctima, para dar ala Iglesia y a cada uno de los fieles la continuación de su caridad salvífica en los signos eficaces del pan que alimenta y del vino que restaura al hombre peregrino que se dirige a la patria celestial.

La gracia sacramental

Los efectos de este sacramento fueron presentados en el concilio de Florencia como la unión del hombre con Cristo. Y precisa aún: «Y puesto que por la gracia el hombre es incorporado a Cristo y unido a sus miembros, se sigue de ahí que este sacramento, en aquellos que lo reciben dignamente, aumenta la gracia y produce, en la vida espiritual, todos los efectos que el alimento y la bebida material producen en la vida del cuerpo, esto es, lo alimentan y lo hacen crecer, lo restauran y le producen placer. En este sacramento, como dice el papa Urbano, hacemos memoria de nuestro Salvador con ánimo agradecido, somos alejados del mal, confortados en el bien y progresamos en la virtud yen la gracia» (DS 1322). El magisterio establece también un principio unitario de los efectos salvíficos eucarísticos afirmando, repetidamente, que, en primer lugar, se confiere la virtud, la gracia de la unidad y de la caridad (cfr. DS 783; 1635; 1638; 1649). Se afirma esto porque la gracia procede directamente del contenido y del sentido del sacramento, que, como acabamos de decir, en este caso es la presencia del sacrificio del Señor como ofrenda al Padre para rescate de los hombres. La afirmación se apoya asimismo en la conciencia, expresada en más ocasiones, de que la eficacia del sacrificio eucarístico es la misma que la del sacrificio de la cruz (cfr. DS 3339) 31.

Una vez establecido el principio unitario, podemos recordar los principales efectos indicados en la doctrina y en la tradición. La eucaristía es el alimento espiritual del alma, porque con ella somos fortalecidos y alimentados: para vivir así de la vida del Señor. Es, además, el antídoto que nos libera de las culpas cotidianas y nos preserva de los pecados mortales. Es asimismo el comienzo ya operante en nosotros de la gloria futura y de la felicidad eternas a las que estamos destinados. Estos efectos son, esencialmente, los mismos que obtuvo la pasión de Cristo para el mundo entero, y que ahora, a través del sacramento, están presentes en todos aquellos que reciben el Cuerpo y la Sangre de Señor. Llegan a nosotros porque la eucaristía es «al mismo tiempo el símbolo de aquel único cuerpo de quien El mismo es la cabeza (cfr. 1 Co 11, 3; Ef 5, 23), al cual quiso que nosotros fuéramos unidos como miembros con el vínculo estrechísimo de la fe, de la esperanza y de la caridad, para que "todos tuviéramos un mismo lenguaje y no hubiera divisiones entre nosotros" (cfr. 1 Co 1, 10)» (DS 1638).

Significado de la gracia eucarística

Afirma M. J. Scheeben a propósito de la gracia que recibimos con el sacramento de la eucaristía: «La participación en la eucaristía —o sea, en la comunión—tiene por efecto, en primer lugar, nuestra verdadera incorporación a Cristo; consecuentemente, todo lo que está en relación natural con tal incorporación [...] En efecto, su Carne es verdadero alimento y su Sangre verdadera bebida (cfr. Jn 6, 55); y como el Salvador dice que nosotros permanecemos en El por medio de la Eucaristía, así también afirma que El, por la misma, permanecerá en nosotros (cfr. Jn 6, 56) [...] En la eucaristía [...] no sólo debernos y queremos obtener vigor de vida del hombre-Dios, sino poseer y gozar a El mismo en su persona. Más aún, debemos aferrarlo y poseerlo con un vivo abrazo, precisamente por medio de aquella energía vital que él nos comunica» 32.

En consecuencia, el efecto de este sacramento se deduce de lo que es: Cristo entrega su vida al Padre por nosotros en la pasión, y ahora, al venir sacramentalmente al hombre, produce en nosotros un aumento de vida y de unión con Él. El efecto revela y realiza el modo con que es celebrado el sacramento: bajo forma de alimento y bebida. Por consiguiente, es sustento, unión, desarrollo, reparación del mal y gusto de vida33.

La eucaristía tiene, pues, como aspecto principal de la gracia sacramental, hacer más íntima y familiar la unión con Cristo, que existe y obra ya germinalmente con el bautismo y está provista de los dones del Espíritu con la confirmación. Cristo se nos da con su misma vida, buscando elevamos y transformamos en su esfera de existencia. Al hacerse nuestro apoyo y reposo nos arrastra a su servicio fortificando la fe, la esperanza y la caridad. En la eucaristía tenemos asimismo la comunión por excelencia, porque al recibir a Jesucristo en persona bajo las especies del pan y del vino, establece el vínculo más real y más estrecho que pueda haber entre el hombre y Dios en el Verbo hecho carne y, en consecuencia, también con todos los hombres que se alimentan de la eucaristía. En efecto, como afirma aún M. J. Scheeben: «En la conversión del pan en el Cuerpo de Cristo, estamos ya virtualmente asumidos y asimilados en él, porque el pan representa los cuerpos de aquellos de quien es alimento, cuerpos que lo deben pasar a su propia substancia; en el pan, como elemento de la vida de nuestro cuerpo, nuestro mismo cuerpo es transformado, en cierto modo, en el Cuerpo de Cristo» 34.

Dentro del gesto sacramental acaece realmente lo que ésa indica y significa. Cristo se hace uno con nosotros, se comunica a través de un signo a nuestra vida, con una relación ontológica que es y seguirá siendo siempre un misterio, aunque profundamente verdadero e inimaginable.

Existe, a continuación, un segundo aspecto de la gracia sacramental estrechamente unido al primero e inseparable de él. Jesucristo, al comunicamos su vida, sostén para la nuestra, une entre sí a los fieles como miembros de un mismo cuerpo. La gracia de la eucaristía hace más apremiante y operativa la unión del cuerpo de Cristo formado por los bautizados y confirmados. La unidad pedida a los creyentes por Cristo pei inite la misma transmisión de la vida divina, y es signo a fin de que el mundo crea (cfr. Jn 10, 9-17; 15, 1-11; 17, 20-23). La unidad de los creyentes en Cristo es uno de los frutos esenciales de la muerte y resurrección de Jesucristo, que se obtiene sacramentalmente con la participación en la mesa eucarística. La celebración del sacrificio eucarístico y la comunión que de él sigue expresan y producen una estrecha unión eclesial, en primer lugar, entre los participantes, y también en toda la Iglesia. En efecto, la unidad del pueblo de Dios es un bien que crece en cada ocasión que se reúne en nombre de Jesucristo. La razón por la que la eucaristía significa y hace viva la unidad de la Iglesia y la unión entre los miembros es la posesión común de Jesucristo en la forma sacramental; éste constituye la razón de su unión y la razón de su vida.

Así, la gracia eucarística consiste en una persona divina, Cristo, que asume una presencia humana sacramental que sostiene al hombre y es la razón de vida de todos aquellos que le reconocen. De este modo, el hombre actúa como ser nuevo, como lo que es realmente, poseído por Jesucristo y, por eso, en unión de vida asimismo con todos los hombres que se han convertido en fieles y discípulos del Señor. Los bautizados entran así en comunión directa con Dios, presente en la historia como redentor que, vivo, se entrega aún por nosotros.

Los fieles, mediante esta posesión común de Jesucristo, constituyen la Iglesia, la parte de la humanidad asociada, expresa y objetivamente, a su sacrificio y a su caridad. Esta es hecha capaz de glorificar al Padre junto al Señor y vivir en la caridad. Es necesario poner de manifiesto asimismo que, en la celebración de la cena del Señor, la Iglesia realiza, concreta e históricamente, su ser cuerpo de Cristo, prolongación y continuidad de la obra redentora.

Hay todavía otro aspecto de la gracia sacramental recordado por el concilio de Trento (cfr. DS 1638), así como por otros documentos del magisterio. Afirma que el sacramento eucarístico es un verdadero antídoto que nos libera de las culpas cotidianas y nos preserva de los pecados mortales. En efecto, la Sangre de Cristo, en la cual comulgamos, fue derramada en remisión de los pecados. La eucaristía fortifica de un modo verdaderamente particular nuestra vida sobrenatural, purificándonos de los pecados y precaviéndonos contra nuestra debilidad, contra la concupiscencia del pecado original, todavía presente, a pesar de haber recibido los primeros sacramentos de la iniciación cristiana. El alimento que se nos da a diario nos pone al amparo de la perdición o del debilitamiento de la fe, la esperanza y la caridad. Santo Tomás nos dice: «El efecto de este sacramento es la caridad, no sólo como hábito, sino también como acto, pues este sacramento es un excitante para ella. La caridad actual remite los pecados veniales. Luego es claro que dichos pecados se perdonan por este sacramento» 35. Eso no debe hacernos olvidar que se trata de un sacramento para los vivos, para aquellos que viven en unión con Cristo, y que, por consiguiente, no puede liberamos de por sí del pecado mortal.

Así pues, para que un bautizado pueda recibir de manera fructuosa la comunión eucarística, es necesario el estado de gracia y no sólo la fe, como definió el mismo concilio de Trento (DS 1646-1647; 1661). Se requiere además el conocimiento, en la medida en que se sea capaz de ello, de los misterios de la fe (quién es Jesucristo, su acción redentora y la salvación que nos da a través de los sacramentos), junto con la recta intención y la devoción. La tradición latina exige, en referencia a todo esto, el uso efectivo de razón. Cuanto más nos unamos a Cristo recibiendo su Cuerpo y Sangre, tanto más nos sentiremos impulsados a no separamos de El, a rechazar el pecado que es olvido de Dios y desobediencia al mismo. Por ser la eucaristía sacrificio de Cristo presente y aportador de gracia, se convierte también en una medicina particularmente eficaz para nuestra conciencia de la acción misericordiosa de Dios con respecto a nosotros. De manera sintética, podemos añadir: «Y la acción que hace posible el camino de aquella nueva criatura, rehecha por el poder de Dios y capaz de cosas nuevas, es la Eucaristía, viático, alimento del camino, verdadero alimento de la persona, de su esperanza. Cristo, al entregarse en esta acción, perfecciona, continuamente, al hombre en sí mismo [...] Así es la Eucaristía: Cristo nos restituye una humanidad capaz de justicia, de alegría y de acogida, una humanidad verdadera, y lo hace viniendo El a nuestra casa» 36.

Ahora bien, la eucaristía, y nos encontramos en un aspecto ulterior de la gracia que en ella se nos concede, es motivo de gracia en espera del estado de gloria donde veremos a Cristo y viviremos en Él sin mediaciones o formas sacramentales. Más aún, con la eucaristía se nos anticipa en cierto modo la vida de la bienaventuranza y podemos pregustarla ya desde ahora: «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré el último día» (Jn 6, 54). El concilio de Trento afirma que la eucaristía es prenda de nuestra gloria futura y de la felicidad eterna, es un pan que nos hace capaces de pasar por este camino de miserable peregrinación a la patria celestial, es el pan de los ángeles (cfr. Sal 78, 25) que comemos ahora bajo los velos sacramentales, y del que nos alimentaremos sin intermediarios (cfr. DS 1638; 1649). Por estas razones los Padres llamaban también a la eucaristía medicina para la inmortalidad. La misma celebración de la cena del Señor se realiza con la conciencia de que es anuncio de la muerte de Cristo, que no está separado de su venida o presencia definitiva (cfr. 1 Co 11, 26), acontecimiento pleno de luz y de gloria para aquellos que le sigan. La eucaristía, aunque no es el estadio definitivo, es alimento para el viajero que se dirige hacia la patria celestial. Por eso no puede dejar de evocar la fe en ese día glorioso. Ella nos garantiza la presencia del Señor crucificado y resucitado en el tiempo intermedio, manteniendo viva la memoria de lo que El realizó por nosotros y, al mismo tiempo, nos garantiza su fidelidad absoluta y la consecución del destino sin el cual está vacía, carece de significado, la redención de Cristo. Así pues, la cena del Señor constituye siempre una exhortación a esperar, en el temor de Dios y en la adhesión al Redentor, su manifestación última.

Si queremos expresar, sintéticamente, aquello en que consiste la gracia de la eucaristía, parece que podemos afirmar con M. J. Scheeben: «Este es, por tanto, el significado de la eucaristía: que en ella se completa y se ratifica la unión real del Hijo de Dios con todos los hombres; que éstos son perfectamente incorporados a Él del modo más íntimo y substancial, para participar, como miembros suyos, en su vida. El concepto de nuestra incorporación real y substancial a Cristo es el concepto fundamental de todo el misterio eucarístico [...]» 37.


7. Los sacramentos de la iniciación cristiana

Si queremos señalar en una valoración global las características más inmediatas de los sacramentos de la iniciación cristiana, podemos observar, sobre todo, que conducen realmente al misterio salvífico de Cristo, se adecúan a la naturaleza humana y conservan un carácter unitario, a pesar de la especificidad de sus respectivas gracias.

Así pues, en primer lugar, como puede deducirse fácilmente de lo expuesto, no implican simplemente una primera introducción al conocimiento o una iniciación o una toma de contacto sin más con la vida cristiana. A través de ellos se admite al hombre a participar, de manera libre y real, en el misterio salvífico de Cristo, Hijo de Dios hecho hombre, realizado históricamente sobre todo con su muerte y resurrección. Esa participación es, al mismo tiempo, ser y devenir miembro vivo del cuerpo eclesial de manera auténtica y responsable. Los gestos sacramentales de la iniciación conducen, por consiguiente, a una pertenencia real y auténtica, no simplemente nominal o formal, a Cristo y a la unión con todos los miembros de su cuerpo hasta la gloria eterna.

En segundo lugar, los sacramentos de la iniciación cristiana transforman a los hombres en hijos de Dios a través de acontecimientos experimentables y pedagógicamente apropiados, porque se corresponden con la naturaleza humana. En efecto, son signos que comunican la realidad divina de manera concreta y sensible según la naturaleza corporal-espiritual del hombre. Y son adecuados porque implican, personal y libremente, a los interesados en el significado del gesto. Por otra parte, ésta se celebra siempre de manera que vaya más allá de la dimensión sagrada, a fin de crear una nueva conciencia. Fundamenta asimismo una nueva concepción de la vida y una comunión cristianas entre los hombres, que les hace superar la soledad con la inserción en el cuerpo de Cristo, una experiencia que responde a las exigencias humanas.

En tercer lugar, los sacramentos de la iniciación han sido instituidos de modo que conservan entre sí una unidad y una correlación recíproca, aun cuando cada uno hace vivir a su manera una experiencia de participación particular en la muerte y resurrección del Señor. Poseen una base común en la que aparece una continua interdependencia, como muestra la celebración unitaria de los primeros siglos y la prescrita en la actualidad para los adultos que se convierten a Cristo. La larga historia de la separación de los ritos del bautismo, de la confirmación y de la eucaristía tampoco debe hacernos perder de vista las continuas llamadas recíprocas ni los elementos comunes que los unen. Los vínculos que existen entre los sacramentos de la iniciación y los nexos que la acción salvífica de cada uno establece en relación con los otros tienen distintas razones. Se basan en el hecho de que la iniciación cristiana se centra en la vida sobrenatural que nace con el acontecimiento bautismal, alcanza su estadio personal con la gracia de la confirmación y es alimentada por la eucaristía. Pero los tres sacramentos están unidos entre sí no sólo porque hacen surgir y desarrollan la participación en la vida divina. Están ligados también por el hecho de que haber llegado a ser hijos de Dios depende de la presencia permanente del Autor de la vida divina bajo las especies del pan y del vino. Está presente de manera personal Jesús el Señor, vencedor de la muerte, principio de la gracia y cabeza del cuerpo eclesial. La gracia del lavado bautismal y la de la unción crismal están unidas, por tanto, al sacramento de la eucaristía. A este sacramento van dirigidos los dos primeros, en cuanto son el inicio y el fundamento de una relación con Jesucristo y pretenden conducir al hombre al encuentro y a la unión personales con el Señor de la vida ya aquí en la tierra, en la medida en que ello es posible. Esto es tanto más verdad por el hecho de que en la eucaristía no son el pan y el vino los que son asimilados por nosotros, sino que somos nosotros quienes somos transformados de manera progresiva en el Autor de la vida nueva. Y todo hombre que recibe la gracia del bautismo y de la confirmación posee al menos el deseo de alcanzar al Autor de la vida. Esto es confirmado por lo que afirma santo Tomás, que señala justamente que en todo sacramento existe una orientación hacia la eucaristía.

Lo que une a los sacramentos de la iniciación no debe hacernos pensar que el significado y la gracia propias de cada uno se confunda con las de los otros o lleguen a ser superfluas. Poseen un valor y una eficacia salvíficas que derivan de la institución misma de Jesucristo. La gracia del bautismo consiste en la novedad de vida manada de la pascua de Cristo. El hombre se convierte en criatura nueva, en persona a quien se han perdonado los pecados y en miembro del cuerpo de Cristo, renacido en el agua y en el Espíritu. El bautismo es el nacimiento del cristiano y su entrada en la vida eclesial. Comer el Cuerpo del Señor presupone ya el hombre nuevo y constituida ya la familia de Dios. La confirmación otorga los dones del Espíritu necesarios para una de vida de testimonio con la palabra y las obras, en conformidad con las exigencias evangélicas. Habilita para la lucha contra las potencias del mal, para que el bautizado esté poseído por el Espíritu de Cristo. La eucaristía ofrece al confirmado todo el apoyo necesario para su peregrinación en la tierra, sin el cual la misión se encontraría privada de fuerza.

El bautismo y la confirmación sellan al hombre con un sello espiritual indeleble, que proporciona una pertenencia objetiva a Cristo y consagra para el culto cristiano. Hacen al pueblo sacerdotal capaz de dar un testimonio de vida santa y de caridad laboriosa. La eucaristía no imprime carácter, pero alimenta para vivir una unión misteriosa y real con Cristo, una unidad de voluntad y de amor con el Señor y con todos los hombres. Con la eucaristía debe llevarse a cabo la unidad del cuerpo eclesial de la nueva alianza en la caridad fraterna.
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1. Con respecto a los relatos de la institución, que aquí no es posible estudiar de manera detallada, es indispensable profundizar en ellos con una sinopsis y los comentarios correspondientes. Entre la riquísima bibliografía sobre el tema, véase P. Benoit, Exégesis y teología, Studium (1974); J. Jeremías, La última cena: palabras de Jesús, Cristiandad, 1980; H. Schürmann, Der Pasclunahlbericht Lk 22 (7-14), 15-18; Der Einsetzungsbericht Lk 22, 19-20; Jesu Abschiedsrede Lk 22, 21-38, Münster, 1968 2; Idem, Ursprung und Gestalt. Erbrterungen und Besin pungen zuna Neuen Testament, Düsseldorf, 1970. Tanto para los relatos de la institución como para los otros textos relativos a la eucaristía es preciso ver los numerosos estudios citados en el índice escriturístico de M. Zitnik, Sacramenta. Bibliographia Internationalis, vol. IV, Indices, Roma 1992, pp. 367-380.

2. Para este problema, véanse los estudios citados en la nota anterior, en particular los de J. Jeremias y de H. Schürmann.

3. Cfr. H. Gese, Zur biblischen Theologie, München. 1977, pp. 107-127 (existe trad. italiana: Sulla teologia bíblica. Brescia, 1989); J. Ratzinger, La festa della fede, Milano, 1984, pp. 57-65.

4. Cfr. H. Gese, o.c., pp. 118-119.

5. Sobre este aspecto, cfr. J. Dupont, Ceci est tnon corps, Ceci est mon sang, en: NRT 80 (1958), pp. 1025-1041; R. Pesch, 11 Vangelo di Marco, II. Brescia, 1982, Excursus ad locura, con la bibliografía allí citada; X. Léon-Dufour, Prenez! Ceci est mon corps pour vous, en: NRT 104 (1982), pp. 223-240.

6. S. Marsili, Teologia delta celebrazione eucaristica, en: AA.VV., Eucaristia, Teologia e storia delta celebrazione, Casale Monferrato, 1983, pp. 151-152; J.-J. Von Allmen, Saggio sulla Cena del Signare, Roma, 1968, p. 58, afirma: «[...] la anamnesis [...] es la evocación ritual de un acontecimiento pasado para devolverle su virtud primitiva, y aún más la inserción de aquellos que hacen la anamnesis en el acontecimiento mismo que conmemora la celebración».

7. Cfr. A. Jungmann, Missarum solemnia, Wien, 19625; J. Ratzinger. La festa..., a.c., pp. 37-54.

8. Cfr. Efesios 13, 1.

9. Cfr. H. Schürmann. Ursprung uncí Gestalt..., o.c., pp. 77-99; véase las observaciones de J. Ratzinger, La festa..., a.c.. pp. 43-54.

10. Para esta parte es indispensable profundizar en el estudio de Hb 8-10. Véase, entre otros, O. Kuss, La lettera agli Ebrei. Brescia, 1966. en particular pp. 148-158; 163-171 (edición española: Carta a los Hebreos y Cartas católicas, Herder, 1977); A. Vanhoye, El mensaje de la carta a los Hebreos, Verbo Divino, 1985; Idem, Sacerdotes antiguos, sacerdote nuevo según el Nuevo Testamento, Sígueme, 1992.

11. G. Biffi, Alla destra del Padre, Milano. 1970, p. 176.

12. Con respecto a la historia de la celebración y a sus documentos principales remitimos al manual de M. Kunzler. La lituogia de la Iglesia, en esta misma colección; AA.VV., Eucaristia. Teologia e storia delta celeb-azione, Casale Monferrato, 1983.

13. Para la doctrina de los Reformadores, véase el cap. I de la primera parte. Respecto al diálogo ecuménico actual, cfr., sobre todo, Comisión conjunta Católica romana-Evangélica luterana, L'eucaristia (1978); Comisión mixta internacional para el diálogo teológico entre la Iglesia católica romana y la Iglesia ortodoxa, 11 mistero della Chiesa e dell'eucaristia alla luce del mistero della santa Trinitá. Monaco, 1982; Comisión Fe y Constitución del Consejo ecuménico de las Iglesias. Battesimo, eucaristia, niinistero, Lima, 1982. Cfr. Enchiridion Oecronenicum, vol. 1, Bologna. 1986, pp. 589ss.: 1028ss.; 1391ss. respectivamente.

14. Pablo VI, Carta encíclica Mvsterium Fidei, del 3-11-1965; AAS 57 (1965), p. 764.

15. Ireneo de Lyon. Adversus haereses V, 2, 3. En este período se usa términos que indican devenir y mutación junto con muchos otros, que, sin embargo, desaparecen pronto de la tradición teológica y litúrgica.

16. Para la doctrina de los Reformadores y el diálogo actual sobre la transubstanciación, véase la nota 13.

17. Cfr. nota 14. Cfr. también Pablo VI, Solemnis professio fidei, del 30 de junio de 1968, n. 25; EV, III. Bologna. 198512. p. 267.

18. Cfr. EV. II. Bologna, 198112, pp. 455-457.

19. Pablo VI. Carta encíclica Mvsterium fidei. cfr., EV. II. Bologna, 198112, p. 455.

20. Con respecto al reciente debate sobre la transubstanciación, cfr. P. Beer, G.B. Sala-E. Schillebeeckx, On the Eucaristic Presence. A critique, en: «Science et Esprit» 38 (1986), pp. 31-48; J. Castellano, Transubstanciación. Trayectoria ideológica de una reciente controversia, Madrid, 1969; A. Gerken, Teología de la eucaristía, San Pablo, 1991; J.M. Powers, Teologia eucarística, Brescia, 1969; J. Ratzinger. Transubstanciación y Eucaristía, San Pablo, 1972; E. Ruffini, Note per lo studio di una recente controversia sull'eucaristia, en: «La Scuola Cattolica» 96 (1968), Sppl. 2, pp. 115-138; 97 (1969). Suppl. 1, pp. 3-37; 98 (1970), Suppl. 1, pp. 3-38.

21. Véase R. Schnackenburg, El evangelio según san Juan, Herder 1987, ad locura y la bibliografía allí indicada; H. Schlier, 11 cap. 6 del vangelo di Giovanni e la concezione giovannea dell'eucaristia, en: La fine del tempo, Brescia, 1974, pp. 115-139; H. Schürmann, Ursprung und Gestalt, pp. 151-166.

22. El memorial del Canon romano se dirige a Dios Padre del modo siguiente: «Dirige tu mirada serena y bondadosa sobre esta ofrenda: acéptala, como aceptaste los dones del justo Abel, el sacrificio de Abraham, nuestro padre en la fe, y la oblación pura de tu sumo sacerdote Melquisedec».

23. De Civitate Dei 10, 6.

24. S. Th. III, 83, 1. Aquí usa santo Tomás, casi con seguridad, el término imagen (imago) con referencia a una realidad cuya imagen es, al mismo tiempo. una concretización en el tiempo y en el espacio y un modo de presencia. Para el concepto de imago, cfr. S. Marsili, Teologia della celebrazione..., pp. 45-47.

25. Pío XII, Carta encíclica Mediator Dei. del 20.11.1947. en: MS 39 (1947), pp. 547-552 (2' parte, 1' sección).

26. Sobre la epíclesis en la celebración eucarística, véase L. Bouyer, Eucaristía, Herder, Barcelona, 1969; J.-M.R. Tillard, L'Eucaristia pasqua della Chiesa, Roma. 1965.

27. Cfr. M. Gordillo. Theologia orientalimn cut/1 Latinorum comparata. Commentatio historica, Roma, 1960; Idem, L'Epliclesi eucaristica. Controversie con !'Oriente bizantino-slavo, en: A. Piolanti (ed.). Eucaristía. !l mistero del/ 'aliare nel pensiero e nena vita della Chiesa, Roma. 1957.

28. L. Bouyer, Eucaristia, p. 471 (de la versión italiana).

29.  Juan Pablo II, Carta apostólica Don,inicae Cenae, 24 de febrero de 1980, n. 8. Cfr. EV, VII, Bologna. 1985, p. 193.

30. S. Th. III. 73. 6.

31. En este pasaje recupera y cita el magisterio la expresión de san Agustín (lo lo. En 26, 13): «O sacramentum pietatis! O signum unitatis! O vinculum caritatis!» (¡Misterio de piedad! ¡Signo de unidad! ¡Vínculo de caridad!)

32. M.J. Scheeben, I misteri del cristianesimo. Brescia, 1960'. p. 515 (edición española: Los misterios del cristianismo, Herder. 1964).

33. Véase S. Tu. III, 79, 1, donde señala y describe santo Tomás de manera eficaz los efectos del sacramento, aunque falta un tratamiento explícito del aspecto eclesiológico.

34. M.J. Scheeben, o.c., p. 492.

35. S. 7h. III, 79, 4.

36. L. Giussani, Perché la Chiessa, tomo 2, El segno efficace del divino nella storia, Milano, 1992, p. 89.

37. M.J. Scheeben. o.c., p. 472.

 

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Los sacramentos de la iglesia
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