III

UNA CRIATURA NUEVA POR EL
BAUTISMO


1. La iniciación cristiana

Jesús afirma con vigor que ha nacido y venido a este mundo para dar testimonio de la verdad. Y quien está de parte de la verdad escucha su voz (cfr. Jn 18, 36-37). Además de esto, nos ha obtenido la redención por medio de su sangre, la remisión de los pecados y nos ha hecho también herederos de su gloria. Estar de parte de la verdad, recibir el perdón de los pecados, convertirnos en hijos adoptivos de Dios y herederos se lleva a cabo de un modo completamente especial con los sacramentos de la iniciación cristiana, esto es, con el bautismo, la confirmación y la eucaristía. Con estos sacramentos el hombre se inserta en el misterio de Cristo. Del mismo modo que se nos da una vida biológica, se opera una segunda, una nueva creación, cuando el hombre cree y recibe la vida de Jesucristo. Dios restaura su obra, desbaratada por el pecado original, recreándola en Cristo. «Por tanto, el que está en Cristo, es una nueva creación; pasó lo viejo, todo es nuevo» (2 Co 5, 17; cfr. Ga 6, 14-15). Nacer como cristiano, con la vida que de ahí se sigue, es el hecho más significativo y decisivo para todo hombre. En efecto, para ello han sido creados y a ello han sido llamados todos los hombres. Con la iniciación cristiana se lleva a cabo el único e irrepetible paso a la vida nueva, definitiva, llena de gracia y de verdad, en espera de la gloria de los hijos de Dios. Se trata de una elección decisiva frente a la que se encuentra el hombre y con la que se conoce y recibe la energía necesaria para alcanzar nuestro propio destino. Junto con la decisión de entrar en el reino de Cristo, entramos asimismo a formar parte de la Iglesia, su cuerpo. Y de este modo el hombre realiza su propia vida, alcanzando la plenitud de su humanidad. Nacer y vivir como cristiano a través de los sacramentos de la iniciación supone un cambio radical de toda la persona; se nos injerta en una vida nueva, se nos da una realidad ontológica, un principio vital, existencial, nuevo.

Los sacramentos de la iniciación operan la vida nueva a través de la participación en un acontecimiento histórico. En efecto, son acciones únicas, signos que realizan de manera eficaz y nos unen a la figura singular de Cristo. Su presencia en el hoy de la Iglesia se lleva a cabo en los sacramentos y, en particular, en los de la iniciación cristiana. Jesucristo se encuentra hoy, lo mismo que durante su existencia terrena, en medio de nosotros, aunque de una manera distinta. La salvación tiene lugar a través y en los acontecimientos de la muerte y resurrección de Jesucristo representados y celebrados en la iniciación cristiana. Esta última no es la sacralización de un acontecimiento de la vida humana o de un momento particular de la edad. Es cierto que se puede establecer una comparación con ellos, pero todo depende del significado y de los efectos de la obra redentora de Jesús de Nazaret, Hijo de Dios hecho hombre, que obró históricamente de manera singular y única entre nosotros. Los sacramentos de la iniciación cristiana tampoco se sitúan en el mismo plano y del mismo modo simbólico que las religiones mistéricas 1.

No representan un ciclo ininterrumpido de muerte-vida, son completamente extraños a los cultos mistéricos de la naturaleza.

En los ritos de la iniciación cristiana no se da, por otra parte, un éxito mecánico y por descontado que deriva de una fórmula o de un gesto «mágico». Todo procede de la obra realizada con sumo amor y libremente por Jesucristo. El hombre, a su vez, está implicado en el gesto de iniciación, en cuanto sigue con libertad y adhesión el significado expresado, que tiene que ver con su vida concreta, y la energía que recibe para vivir como criatura renacida. De este modo, los hombres son introducidos en una nueva comunidad de vida en la que encuentran el reconocimiento y la acogida libres y llenos de alegría del Dios vivo que transciende este mundo, pero que también son comunicados al hombre otorgándole una plenitud cuyo gusto y novedad podemos captar ya. Todos los que son sumergidos en el agua y regenerados se revisten de Cristo y se vuelven uno, con la satisfacción de ser como una sola persona, aun siendo judíos y griegos, esclavos y libres, hombres y mujeres, herederos de la promesa (cfr. 3, 26-29). Los signos sacramentales, a través de la libre adhesión al misterio, inician en la realización de una experiencia religiosa encaminada a la adquisición de un sentido religioso que penetra nuestra propia vida. Desde el signo se llega a la realidad de una existencia en la que se experimenta con alegria, y como algo que corresponde a nuestras propias expectativas, el hecho de que «los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros» (Rm 8, 18).

La iniciación cristiana, además de ser la participación libre en un acontecimiento histórico, incluye un cambio radical de la persona. A este respecto, afirma A. Houssiau: «Para el cristianismo primitivo, la condición para entrar en la comunidad cristiana es la conversión [...] un cambio radical de toda la persona, hasta el punto que quien pecaba difícilmente era readmitido en la comunidad cristiana [...] Y, de este modo, la comunidad a la que se adhiere el nuevo cristiano no es una comunidad entre tantas, sino la comunidad escatológica [...] que está constituida ya por los bautizados, por los "elegidos", por los "santos"» 2.

La iniciación cristiana es un acto único, exento de iniciaciones progresivas, aunque sí incluye actos sucesivos y quizás un poco lejanos en el tiempo; es un paso único, idéntico para todos, que no da acceso a diferentes grados del ser cristiano; con ella se entra en la comunidad cristiana, donde «se da una verdadera igualdad entre todos en lo referente a la dignidad y a la acción común de todos los fieles para la edificación del Cuerpo de Cristo» (LG 32). La conversión es la condición y el modo necesarios para todos, que introduce en aquella una y única Iglesia dentro de la cual, a pesar de haber funciones y ministerios diferentes, existe una vocación y un camino comunes hacia la santidad, basados sobre la idéntica vida en Cristo. En consecuencia, la iniciación cristiana conduce al interior de un ámbito en el que nos es dada y custodiada la vida en Cristo de manera objetiva y eficaz. Esto constituye una característica que no falta nunca y que proporciona un tono particular y único al tipo de vida que se lleva en la Iglesia.

En nuestra época, caracterizada por la secularización y la descristianización, se tiende, en particular, a alejar, a ocultar o eliminar las acciones que son signos eficaces de la presencia y de la salvación divinas. En otros casos, los sacramentos son reducidos a hechos privados de su verdadero significado para dotarlos de otro, como, por ejemplo, el folclore o el sentimentalismo, convirtiéndolos, en general, en hechos simplemente humanos. Se dan también casos en que los sacramentos de la iniciación cristiana son sustituidos por otros acontecimientos, para establecer una concepción diferente de la vida humana. Se hace así absoluto algún aspecto, algún elemento particular de la existencia humana, convirtiéndolo en el significado total de la propia vida. Puede subintrar asimismo un sentido mágico o determinista en los hechos y en las distintas circunstancias de la vida. Lo necesario en esta situación es volver a plantear el anuncio del acontecimiento redentor de Jesucristo, testimoniado y hecho vivo por aquellos que lo viven ya por la gracia. Y es preciso no olvidar que hoy, mientras que no faltan los que anuncian a Jesucristo con la palabra, es más raro y más difícil encontrar personas vivas que, renacidas en el bautismo y confirmadas, vivan del mismo Cristo recibido en la eucaristía y de los dones del Espíritu Santo.

La conversión, que se expresa con una fe total y radical, y el bautismo, por voluntad de Cristo, otorgan la salvación (cfr. Mt 28, 19). Los sacramentos de iniciación, vividos sin formalismo y con una piedad interior, significan y operan el nuevo nacimiento por el Espíritu, son un momento privilegiado que proporciona la conciencia de la presencia y de la gracia de Cristo necesaria y ofrecida a todos. Cuando son celebrados como don de la salvación de Cristo, apareciendo así con todo su valor, proporcionan el genuino sentido de la fe y de la vida cristiana. La Iglesia que celebra estas acciones constituye el lugar instituido por el mismo Cristo, donde El puede ser encontrado de hecho, y recibido real y objetivamente. Los fieles, que responden de manera viva al don de Cristo, pueden testimoniarlo auténticamente con su vida nueva 3.


2. La institución del bautismo

La preparación

La preparación de la institución del bautismo de Jesucristo, en el A.T., tiene lugar de múltiples maneras. Recordemos los elementos fundamentales de la misma. Los israelitas, para ser agregados al pueblo de Dios y participar en la salvación que Él da, tenían necesidad de la circuncisión unida al acto de fe y a la periódica renovación de la alianza, como se atestigua explícitamente en Gn 17, 1-16. La circuncisión se convierte en un signo que recuerda la alianza perenne de Dios (v. 11) y la pertenencia a su pueblo (v.14). Ésta hacía partícipes de una agregación étnica querida por Dios, de una unidad de pueblo formada en el seno de una historia por una intervención salvífica de Dios, que trazaba unos confines. En tiempos de Moisés (cfr. Ex 12, 44-51) la circuncisión es condición indispensable para tomar parte en los ritos pascuales y en las celebraciones que celebraban la liberación del pueblo de Dios.

El segundo momento fundamental de la preparación es el de los profetas que anuncian la circuncisión del corazón (cfr. Jr 4, 4). Ese signo posee valor porque expresa la fidelidad interior. Cuando alguien se niega a convertirse, es que tiene un corazón incircunciso (cfr. Jr 9, 24-25). Por eso Dios establecerá una alianza nueva escrita en el corazón y perdonará los pecados. Entonces Él será su Dios y ellos serán su pueblo (cfr. Jr 31, 31-34). Dios rociará a su pueblo con agua pura y será purificado, les dará un corazón y un espíritu nuevos, hará observar y practicar sus leyes (cfr. Ez 36, 22-28). La agregación anunciada por los profetas está basada en factores nuevos que conducen a una santidad personal. De este modo, todos son llamados y preparados para la verdadera circuncisión espiritual instituida por Cristo, que es el bautismo: «en él también fuisteis circuncidados con la circuncisión no quirúrgica, sino mediante el despojo de vuestro cuerpo mortal, por la circuncisión en Cristo. Sepultados con él en el bautismo, con él también habéis resucitado por la fe en la acción de Dios, que resucitó de entre los muertos» (Col 2, 11-12).

El bautismo del N.T., aunque preparado desde tiempos remotos, deriva del acontecimiento pascual de la muerte y resurrección de Cristo, de las que es representación y memoria eficaz según la modalidad sacramental 4. Ya no es ciertamente una simple esperanza de un acontecimiento futuro. Se refiere ante todo, de manera inmediata, al bautismo de Juan, en cuanto éste está ordenado al de Cristo y constituye un anuncio profético del mismo. Por estos motivos el bautismo de Juan permanece en la predicación apostólica en estricto vínculo con el bautismo cristiano (cfr. Hch 1, 5; 10, 37). Juan, refiriéndose a los ritos de inmersión en agua (tal como indica la etimología del término bautismo), conocidos y practicados por las religiones antiguas y por el judaísmo, y siguiendo su propia vocación, se pone a bautizar con sus propios objetivos, unos objetivos bien claros. Su mirada está puesta en una renovación y en una purificación interiores, que se obtienen mediante la conversión, la confesión y la petición de perdón por los pecadores (cfr. Mt 3, 2.6.8.11). Se trata de un gesto que introduce en el grupo de aquellos que esperan al Mesías de manera apasionada y creen en el anuncio del reino de los cielos ya próximo, más aún: presente. El bautismo de Juan es una invitación profética a la renuncia al pecado y a volverse a Dios, que ha concedido su salvación a través de intervenciones proféticas, y reclama por lo menos un comienzo de vida nueva. Esa invitación va acompañada de un gesto que tiene ciertamente una eficacia propia, aunque no sacramental, como sí tendrá, en cambio, el bautismo en Espíritu Santo y fuego (cfr. Mt 3, 11).

El bautismo de Juan será practicado asimismo por los discípulos de Jesús (cfr. Jn 3, 22-23; 4, 1-2), hasta que se dé el bautismo en nombre de Cristo.

La institución por parte de Jesucristo

El bautismo querido y ordenado por Jesucristo a sus discípulos, a fin de que lo extiendan a todo el mundo (cfr. Mt 28, 19; Mc 16, 16), se fundamenta también en otros momentos de la vida de Cristo. Su institución da comienzo en el bautismo de Jesús por medio de Juan el Bautista: el gesto de la inmersión en el agua está incluido en la obra de salvación. El comienzo eficaz del bautismo tiene lugar en la cruz con el sacrificio y la expiación redentores. Se basa en el cumplimiento de la misión a través de la pasión y la resurrección. Su introducción como sacramento de fe y de salvación tuvo lugar con el mandato de bautizar; esta orden promulga su aplicación salvífica a todos los hombres. Con tales gestos y acciones, centrales en la vida de Jesús, se fijan tanto el signo como el significado del sacramento del inicio de la vida cristiana. En consecuencia, será necesario intentar comprender el sentido del bautismo de Jesús, de su muerte y resurrección en relación con nuestro bautismo.

El bautismo de Jesús en el Jordán, además de expresar su solidaridad con los hombres pecadores, constituye el hecho de la vida de Jesús en que aparece como siervo de Dios y Mesías manifestado ahora; constituye la aparición del Hijo de Dios, del cordero de Dios y del Verbo que renueva la creación para siempre. Es también Él quien recibe la efusión del Espíritu Santo, lo posee desde el principio para que le guía y cumplir hasta el final su misión redentora5.

En el bautismo se manifiesta la pertenencia del Hijo al Padre en la unidad del Espíritu y la complacencia por la obra que va a realizar. La aparición de la Trinidad, la efusión del Espíritu Santo y el anuncio de la realización de la obra mesiánica tienen lugar en el gesto del bautismo. Este acontecimiento constituirá también para el bautizado, de una manera absolutamente analógica, el comienzo de su pertenencia al reino de Dios presente en la tierra, la efusión del Espíritu y la llamada a realizar la vocación que se recibe. El bautismo de Jesús revela el misterio y el acontecimiento salvífico que se realiza en nuestro bautismo.

La relación indisoluble y específica del bautismo con la muerte y resurrección de Cristo está presente en todos los escritos neotestamentarios, que es san Pablo, en particular, quien lo recoge con una sorprendente riqueza doctrinal, que vamos a intentar presentar ahora en sus puntos centrales. En primer lugar, la profesión de fe en el hecho de que Dios ha resucitado con su poder a Jesús de entre los muertos constituye el presupuesto nunca olvidado del vínculo que une el bautismo con el acontecimiento pascual. «Pues con el corazón se cree para conseguir la justicia, y con la boca se confiesa para conseguir la salvación» (Rm 10, 10), es la profesión de fe que tiene lugar después en el bautismo. Eso no se opone a la fe, sino que la acompaña y la refuerza expresándola externamente (cfr. Ga 3, 26-27; Ef 4, 5; Hb 10, 22). Por creer en Dios, que resucita a Jesús con su poder, somos agregados en el bautismo a la muerte de Cristo, y se abre para nosotros, en virtud de la resurrección de Cristo, una vida nueva, escatológica, a la que hemos sido ya vinculados (cfr. Col 2, 12-13). Así, el bautismo expresa con signos sensibles nuestra fe y la realiza, la lleva a cumplimiento, dándonos aquello en que creemos.

En segundo lugar, el bautismo actúa sobre la base y en virtud de la obra realizada por Cristo. La muerte de Cristo nos hace santos, purificándonos con el lavado del agua acompañado de la palabra, del mismo modo que la Iglesia es santa e inmaculada (cfr. Ef 5, 25-27). El bautismo no es un acto mágico o automático, sino un acto redentor de Cristo, que prosigue ahora según la modalidad de un signo eficaz. El bautismo, gracias a la acción de Cristo, lleva a cabo asimismo un tránsito del estado de pecado al de santidad, porque es destruido el cuerpo del pecado y ya no somos esclavos de él (cfr. Rm 6, 6-7). De este modo, el hombre se reviste de Cristo (cfr. Ga 3, 26-28; 2, 20; Co 3, 9-11).

Para comprender mejor todo lo que hemos dicho, vamos a transcribir un fragmento de la síntesis del estudio dedicado a Rm 6 por H. Schlier: «1. El bautismo actúa como causa instrumental de la salvación, mientras se realiza el acto. Esto resulta claro no sólo a partir de Rm 6, sino también, por ejemplo, a partir de Col 2 y de 1 P 3. Con ello se distingue de un acto simbólico, que únicamente se limitaría a representar lo que se lleva a cabo de otro modo. 2. El bautismo actúa durante la realización de su acto de modo real y objetivo. Lo esencial es que, a través de él, ocurra algo en el hombre, no que viva o experimente algo. También esto puede encontrarse fácilmente en Rm 6 y es reforzado por 1 Co 6, 11; Ga 3, 23ss.; Jn 3, 5 (1 Jn 3, 9; Hb 6, 4)»6.

Somos unidos a Cristo mediante el bautismo, que es la imagen (omoioma, Rm 6, 5), la copia de su muerte. El bautismo representa la muerte y la resurrección con una semejanza, con una acción que se asemeja, está unido al misterio pascual, aunque no es idéntico a él. Es un gesto entendido como acción concreta y objetiva: es la inmersión en el agua y el volver a salir de ella, como Cristo, de manera semejante, bajó, cuando murió, y volvió a salir después, al resucitar. Por consiguiente, el rito externo es omoioma, imagen concreta expresada con un signo, con una acción ritual de presentación y de configuración a la muerte y resurrección de Cristo. Para evitar ofrecer una idea reductora de la relación entre la muerte y la resurrección de Jesús y el bautismo, es indispensable recordar por lo menos el hecho de que ese vínculo implica asimismo la entrada en una nueva comunidad, que prolonga y continúa la obra del Señor, y el regalo del don del Espíritu Santo. Mas de esto vamos a tratar a continuación.

Tras haber expuesto brevemente el hecho de la institución del bautismo por Jesús a partir del sentido de su bautismo, de la unión ontológica-real del bautizado con Cristo muerto y resucitado, teniendo presente también la orden dada por el mismo Jesús a los discípulos para que fueran a bautizar por todo el mundo, sobre la que no parece necesario detenernos ahora, sería preciso aclarar los efectos del sacramento: el renacimiento, la filiación divina, la participación en la naturaleza divina... tanto en referencia con cada bautizado, como en referencia al sacerdocio bautismal. Sin embargo, nos parece preferible remitir esos temas a un estudio posterior que no sea sólo bíblico, sino que incluya toda la tradición. Desarrollaremos esto cuando tratemos los efectos del bautismo.


3. Tradición y magisterio

Los datos revelados sobre el bautismo fueron acogidos, comprendidos y desarrollados, por lo que se refiere al período patrístico, en las numerosas e interesantes catequesis bautismales con las que se trataba de introducir a los catecúmenos en el significado y en la celebración del misterio (las mistagogias). Surge asimismo desde el principio una enseñanza teológica, destinada a los que ya han sido bautizados, que profundiza en los elementos adquiridos al recibir el bautismo, favorecida por el hecho de que la institución y la estructura bautismales, junto con las de la eucaristía, estuvieron desde el principio más claras que en cualquier otro sacramento. De este modo surgieron los primeros tratados sobre el bautismo, como los de Tertuliano y Basilio de Cesarea. Hay un tercer elemento que enriquece la doctrina católica sobre el bautismo: es el constituido por las controversias, como la originada en torno a la validez del sacramento celebrado por herejes, en el siglo III o en la crisis donatista7.

Estos modos con los que la Iglesia ha profundizado en la revelación del sacramento han de ser unidos a las fórmulas, a las acciones, a los ritos que componen la iniciación cristiana en general o bien aun recorrido catecumenal específico. Éstos incluyen dos aspectos complementarios y significativos con respecto a la concepción del bautismo: los elementos iniciales de la fe y la conversión radical de la vida. Los primeros se encuentran ahora en los símbolos de la fe, en los que, con fórmulas brevísimas, se representa el misterio cristiano, el trinitario y cristológico, acompañado de la profesión de fe en el perdón de los pecados y la vida eterna. La conversión forma el espíritu y, a diferencia de los misterios paganos, exige la santidad y transformación interiores.

Los contenidos de la enseñanza, durante el período patrístico, fueron esencialmente los siguientes. En primer lugar, la necesidad del bautismo como medio de entrada y pertenencia a la Iglesia, comunidad indispensable para recibir la salvación de Cristo. Esa verdad se basa en el hecho de que el sacramento es considerado como el signo que perdona los pecados, más aún: es el «bautismo para el perdón de los pecados» (DS 41; 42; 44;150;1862) 8.

En segundo lugar, a través de las controversias se llega a distinguir entre validez y eficacia: el bautismo puede ser conferido válidamente también fuera de la comunión católica; no depende ni de la fe ni de la santidad del ministro. Los ministros pertenecen a Dios y a la Iglesia, no al ministro. Pero no está aclarada del todo la cuestión de la eficacia del bautismo conferido por un ministro cismático o hereje.

Por otra parte, en este período no se duda de la necesidad y legitimidad del bautismo de niños recién nacidos. Se insiste con gran vigor tanto en la universalidad del pecado original como en la necesidad del bautismo para todos los hombres. No podemos dejar de destacar, en la teología patrística, la riqueza de imágenes y de conceptos con la que se describe el bautismo y sus efectos: vivifica, lava los pecados, hace renacer, ilumina (el bautizado es el iluminado), es retorno a la casa paterna, se convierte en vida, suscita la alegría de la salvación, libera de la esclavitud, nos da la salud física y espiritual por medio del médico divino...

Durante el período medieval se precisan los factores constitutivos del bautismo: materia, fórmula, ministro, «sujeto», eficacia y efectos. El hecho de tratar los sacramentos en general favorece la sistematización en la exposición de cada sacramento en particular y la distinción con respecto a la circuncisión del A.T. y a los sacramentales.

En lo referente al bautismo se llega a una doctrina explícita sobre el carácter, concebido como configuración a Cristo y disposición para recibir la gracia. Santo Tomás presenta el carácter como disposición para recibir los otros sacramentos y como configuración con el sacerdocio de Cristo. Dos son las causas instrumentales con las que la Trinidad, causa eficiente principal, se hace presente: la pasión de Cristo y la acción del ministro.

Los elementos recibidos como herencia de los Padres de la Iglesia permitieron a los maestros medievales elaborar síntesis de la fe eclesial, donde presentan una enseñanza que se ha vuelto clásica, a pesar de sus claros e inevitables límites, y recuperada en sus elementos esenciales por el concilio de Florencia (cfr. DS 1310-1316). Pero tampoco podemos olvidar la carta del año 1201 del papa Inocencio III a Ymbertus, obispo de Arles, en la que confirma que, aunque cabe pensar que los niños que mueren sin bautizar sean salvados por Dios misericordioso, procurándoles algún remedio, no deja de tener utilidad y razón el bautismo de los niños, que evita el peligro de condenación, hace renacer del agua y del Espíritu y procura la entrada en el reino de los cielos (cfr. DS 780).

El concilio de Trento no presenta una doctrina bautismal completa, sino que se propone ante todo reconfirmar los puntos negados por los Reformadores 9.

Con todo, es preciso tener en cuenta que los cánones que tratan directamente el bautismo (cfr. DS 1614-1627) están precedidos, además de los dedicados a los sacramentos en general, también de las sesiones sobre el pecado original y sobre la justificación, que recogen preciosas afirmaciones sobre este sacramento (cfr. DS 1313-1316; 1524; 1528-1529). Parece que podemos sintetizar los puntos fundamentales de la doctrina conciliar de la manera siguiente. El bautismo, sacramento de la fe, es la causa instrumental sin la cual nadie puede obtener la justificación interior: el impío, con el lavado de la regeneración, pasa del estado de hijo del primer Adán a un estado de gracia y de hijo adoptivo de Dios, según la enseñanza de Jn 3, 5. Quien no renace en Cristo a través del agua y con el don del Espíritu no puede entrar en el reino de Dios. Por eso es necesario bautizar a los recién nacidos, porque están marcados por el pecado de Adán, que se expía con el lavado de la regeneración, el cual suprime todo lo que tiene verdadera y propia razón de pecado y hace conseguir la vida eterna. El bautismo perdona el pecado original, todos los pecados actuales, todas las penas debidas al pecado. Imprime el carácter indeleble e introduce al hombre en la Iglesia (cfr. DS 1671). El hereje bautiza de manera válida, si realiza el gesto debido con la verdadera fórmula y tiene la intención de realizar lo que hace la Iglesia.

No debemos olvidar la condena de la interpretación modernista del bautismo (cfr. DS 3440-3443). Afirma ésta que el bautismo tuvo su origen, igual que los otros sacramentos, en una iniciativa de los apóstoles y de sus sucesores, que, movidos por diferentes circunstancias, interpretaron una idea o intención de Cristo. Fue la comunidad cristiana quien impuso la necesidad del bautismo añadiendo obligaciones sobre la profesión de fe cristiana. De este modo, también el uso de conferir el bautismo a los niños fue simplemente el resultado de una evolución disciplinar.

Las enseñanzas del concilio Vaticano II pueden ser incluidas, de un modo un tanto reductor, en dos vetas esenciales: la primera está centrada en el hecho de que con el bautismo se significa y se causa nuestra unión con la muerte y resurrección de Cristo; somos configurados con Cristo (cfr. LG 7). Con él se insertan los hombres en el misterio pascual y reciben el Espíritu de hijos adoptivos, se convierten en los verdaderos adoradores que busca el Padre (cfr. SC 6). El único bautismo forma un único pueblo de Dios (cfr. LG 32), agrega e incorpora a la Iglesia, cuya puerta es. De este modo, todos los cristianos están llamados a manifestar, con su vida y con su palabra, al hombre nuevo de que han sido revestidos en el bautismo (cfr. AG 11). En este primer grupo están recogidas las afirmaciones concernientes a la unión sacramental del bautizado con Cristo y con su cuerpo, la Iglesia, así como sus efectos salvíficos.

La segunda veta, en cambio, está centrada en el sacerdocio bautismal y en sus aspectos cultual, profético y real (cfr. LG 9-13). Los bautizados, llamados a la santidad, están consagrados para formar un templo espiritual y un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales y hacer conocer los prodigios de Aquel que los ha llamado a la luz. Constituyen un linaje escogido, sacerdocio real, nación santa, pueblo de adquisición. Regenerados por ser hijos de Dios, están destinados al culto de la religión cristiana por su carácter bautismal. El aspecto específico del sacerdocio de los fieles no consiste en la realización del sacrificio eucarístico en la persona de Cristo (in persona Christi), como el ministerial, sino en participar en la ofrenda de la eucaristía, y se ejerce de modo particular en la recepción de los sacramentos. Por consiguiente, tiene un carácter cultual y es concebido en referencia a la eucaristía.


4. El signo bautismal

El ministro

Ministro ordinario es aquel que ha recibido el sacramento del orden: el obispo, el presbítero y el diácono. Dada la necesidad del bautismo para la salvación, cualquiera, incluso los herejes y los cismáticos, pueden realizar el rito de manera válida, si tienen la intención de realizar lo que hace la Iglesia. Eso no debe hacernos olvidar que existe un orden a observar, en virtud de la función que cada uno posee en la vida de la Iglesia. La validez del bautismo conferido por herejes o cismáticos se apoya en el hecho de que su valor proviene de la acción redentora de Cristo, «único mediador entre Dios y los hombres [...] que se ofreció a sí mismo en rescate por todos» (1 Tm 2, 5-6). Aun cuando el ministro fuera hereje o cismático, el bautismo consagra al receptor a Cristo de una vez para siempre y le imprime el carácter. El bautismo de adultos que entran en la Iglesia por una decisión personal y con una conciencia madura de la vida cristiana debe ser celebrado por el obispo, en virtud de su función de cabeza y pastor de la comunidad en la que es recibido el receptor. Por otra parte, precisamente por ser el bautismo una gracia absolutamente gratuita, nadie puede bautizarse a sí mismo, ni siquiera en caso de necesidad: el deseo del bautismo le salva. En todos estos casos se hace evidente la preocupación que tiene la Iglesia en afirmar, por un lado, una cierta disciplina en la administración del bautismo y, por otro, la voluntad de extender al máximo el poder de bautizar en caso de necesidad.

El receptor

Todo hombre puede recibir el bautismo. Si se trata de un adulto, es necesaria, para la validez, la intención libre y al menos habitual de recibir el bautismo. Para una recepción fructuosa hacen falta, según las posibilidades personales, la fe y el arrepentimiento de los pecados con el propósito de llevar una vida cristiana. Por lo que respecta a los recién nacidos, es doctrina constante que también ellos pueden ser bautizados sin condiciones en peligro de muerte, pero en los otros casos es necesario tanto el consentimiento de los padres, o de quienes hagan las veces, como una fundada esperanza de que serán educados en la religión católica. Cuando no existe esta esperanza, debe ser diferido el bautismo. Afirma san Agustín sobre el bautismo de los niños recién nacidos: «La madre Iglesia concede los pies de otros para que vayan (a la Iglesia), el corazón de otros para que crean, la lengua de otros para que hagan la profesión de fe; dado que están agravados por el pecado de otro, por el cual están enfermos, así también, cuando en esa circunstancia haya presente hombres sanos, se salvan por la profesión de fe que otro hace por ellos. Que nadie insinúe doctrinas contrarias a este respecto. La Iglesia siempre ha admitido esto, se ha atenido siempre a esto; lo ha aprendido de la fe de los antiguos, lo custodia fielmente hasta el final» 10.

El bautismo, una vez recibido de cualquier ministro, no puede ser reiterado. Es único porque es la entrada en el reino mesiánico y eso puede tener lugar una sola vez para siempre (cfr. Col 1, 13-14). Del mismo modo que se nace una sola vez, también la participación y la configuración con la muerte y la resurrección de Cristo pueden tener lugar sólo una vez para siempre (cfr. Rm 6, 1-11).

El gesto bautismal

El concilio de Trento afirma que el agua verdadera y natural (cfr. DS 1615) es la materia necesaria para el bautismo y esto no puede ser entendido como una metáfora. Con justicia afirma santo Tomás que los sacramentos causan una santificación allí donde se realiza un gesto. En el bautismo el gesto consiste en derramar agua e invocar la Trinidad. Precisa: «Por eso el sacramento no consiste en el agua misma, sino en la aplicación del agua al hombre, esto es, en la ablución» ".

Así pues, la materia es una acción, un gesto que consiste en la ablución externa del hombre acompañada por la fórmula verbal prescrita. A lo largo de la historia, la ablución se ha realizado de tres modos: inmersión en el agua, infusión del agua en la cabeza o aspersión, está última no está prevista ya por el Código de Derecho Canónico y ha sido abandonada. En todo caso, el ministro derrama el agua como instrumento agente en nombre del autor principal, que es Jesucristo. La triple ablución procede y ha sido sugerida por la forma trinitaria y está atestiguada por la Didaché. La bendición del agua forma parte de lo que acompaña al rito, haciéndolo significativo y comunicativo de los dones divinos.

En el N.T. encontramos que el bautismo es celebrado en el nombre de Cristo o de la Trinidad. Eso indica, en primer lugar, una profesión de fe en Cristo o en la Trinidad, que realiza la obra de la salvación. El bautismo nos une a la persona de Cristo salvador. Se reconoce que su obra procede del amor del Padre y se realiza en la efusión del Espíritu. Además de esto, el nombre de Cristo o de la Trinidad expresan la autoridad y la causa de las que brota el bautismo y por las que se confiere. Pero no puede excluirse tampoco que tales afirmaciones indiquen que el bautizado se vuelve propiedad o es consagrado a Cristo y a la Trinidad. J. Betz afirma justamente: «La locución característica "bautizar [...] en el nombre de Jesús (Cristo) o en Cristo" significa concretamente la cesión de la persona del bautizado a Cristo. Esa consigna se proclama en la invocación, en la epíclesis sobre el candidato en el nombre de Jesús. También la fórmula litúrgica más antigua refleja dicha expresión. Mas la anexión a Cristo significa, al mismo tiempo, el retomo al Padre. Todo eso se hace posible en el bautismo por medio del Espíritu» 12.

Las fórmulas del bautismo indican el sentido teológico sobre la base de su origen y por lo que expresan. Es posible, por ejemplo, que Mt 28, 19 pueda haber sido ya también una fórmula litúrgica que indica el sentido de la relación con la Trinidad surgido con el bautismo. En el siglo IV encontramos la fórmula litúrgica explícita: «Yo te bautizo...» Pero es preciso recordar que, en la liturgia del bautismo, ha existido siempre una fórmula litúrgica más amplia que la usada en el momento de la ablución, la cual expresaba de modo claro, bajo la forma de preguntas y respuestas, la fe eclesial. En un momento determinado, en virtud de la necesidad de una precisión que diera seguridad en el proceso sintetizador y para evitar controversias, subintró pronto la fórmula litúrgica que sigue siendo válida.

Precisamente la fórmula de la celebración litúrgica nos revela los motivos por los que el bautismo, desde el principio, fue denominado de manera especial «sacramento de la fe» 13. Esta expresión indica, en primer lugar, el acto de fe que toda la Iglesia, el sujeto celebrante, lleva a cabo; y realiza una acción que renueva y hace vivir de modo actual la fe en Jesucristo redentor y salvador, que santifica y justifica ahora al hombre uniéndole a su santidad. Es un sacramento que sin esa fe no tendría sentido alguno.

En segundo lugar, el bautismo agrega a la comunidad de fe, llamándonos a adherimos a toda la comunidad cristiana. El catecúmeno es bautizado en la fe de la Iglesia. La fe profesada no puede ser reducida a una relación subjetiva: esa fe nos introduce en la vida de la comunidad, de la que recibimos la posibilidad de establecer relaciones objetivas con Jesucristo. El encuentro bautismal con Jesucristo es una participación en la vida plena de su cuerpo, que es la Iglesia.

Además de esto, el bautismo es sacramento de la fe porque pide, cuando el bautizado es capaz de ello, una fe y una opción radical y total por Jesucristo, único y singular mediador entre Dios y los hombres. La palabra viva de Cristo es ya presencia de salvación que obra en la historia y en la vida personal, mas ésta encuentra también en todo momento signos que la realizan y la hacen objetivamente operante, y eso empezando por la acción sagrada con la que el hombre se convierte en hijo de Dios. Por eso puede añadirse también que: «El bautismo ilumina nuestra inteligencia para conocer a Dios en Cristo. La fe no es una potencia que se añada a las otras potencias de la naturaleza humana, sino que la gracia del bautismo proporciona a la inteligencia humana una nueva capacidad para acoger la revelación de Dios, no a través de la adhesión a una verdad abstracta, sino a través de la adhesión a la realidad del misterio» 14..

En consecuencia, el bautismo nos permite ver que el misterio no es incognoscible e inalcanzable, sino que se puede conocer y participar porque se ha comunicado en Cristo, el Hijo de Dios hecho hombre.


5. Los efectos del bautismo

En el sacramento de la fe, el bautismo, es consagrado el hombre a Jesucristo, se vuelve una célula viva de su cuerpo y, al mismo tiempo, revive personalmente toda el acontecimiento que nos ha salvado. Así, tenemos dos tipos de efectos fundamentales. El primero consiste en la agregación a Jesucristo y en la unión a su cuerpo. De este modo, el bautizado es signado, de una manera concreta e indeleble, por el carácter, es decir, por el vínculo que lo inserta y lo hace pertenecer al único pueblo de Dios. El segundo efecto consiste en la regeneración que nos hace hijos de Dios, partícipes de su naturaleza, conciudadanos de los santos y familiares de Dios.

Este sacramento, es cierto, tiene muchos significados y, por consiguiente, también muchos efectos, que manifiestan la riqueza espiritual que se nos da en el bautismo. Intentaremos exponer sólo los que parecen esenciales, empezando por el que ha sido considerado como el primero, en cuanto establece el vínculo objetivo de pertenencia y de unidad con Cristo y la Iglesia, cuando es válida la celebración del sacramento.

El carácter

Como ya hemos indicado, san Pablo afirma que los que se bautizan son sepultados y resurgen de modo semejante al de Jesucristo. De ese modo, nos unimos del todo a El, tanto con una muerte semejante a la suya, como con la resurrección: «Pero si hemos muerto con Cristo, creamos que también viviremos con Él [...] de modo que consideraos también vosotros muertos al pecado, pero vivos para Dios en Jesucristo» (Rm 6, 8-11). En consecuencia, el bautismo es un gesto eficaz que significa y nos une realmente a Cristo, hasta el punto de hacernos partícipes del acontecimiento salvífico pascual. De modo semejante, la imagen del revestirse de Cristo describe el bautismo para aquellos que lo reciben como un nuevo modo de ser y de formar una unidad en Cristo Jesús que supera toda distinción humana, es decir, de formar una unidad con Él que nos hace herederos de la promesa del pueblo constituido por la llamada de Dios, hecha a Abraham. «En efecto, todos los bautizados en Cristo os habéis revestido de Cristo: ya no hay judío ni griego; ni esclavo ni libre; ni hombre ni mujer, ya que todos vosotros sois una persona en Cristo Jesús. Y si sois de Cristo, ya sois descendencia de Abraham, herederos según la Promesa» (Ga 3, 27-29) 15.

San Pablo enseña la pertenencia a Cristo también con otras dos imágenes: la de la unción y la del sello, que encontramos juntas en 2 Co 1, 21-22: «Y es Dios el que nos conforta juntamente con vosotros en Cristo y el que nos ungió, y el que nos marcó con su sello y nos dio en arras el Espíritu en nuestros corazones» 16.

La unción indica la participación en la unción profética de Cristo, una unción espiritual a través de la fe. Dios hace penetrar en nosotros la doctrina del evangelio, nos da el sentido de la verdad y nos instruye acerca de todas las cosas (cfr. 1 Jn 2, 20.27) 17.

El sello impreso sobre un objeto cambia su aspecto, pero sobre todo su propiedad. El sello expresa una relación real nueva que, de manera visible y estable, expresa la referencia, en este caso, de las personas a Jesús: se trata del sello del Espíritu Santo, que había sido prometido y ha sido conferido ahora por la redención (cfr. Ef 1, 13; 4, 30).

Apoyándose en estos datos bíblicos, afirma el concilio de Florencia que el bautismo ocupa el primer lugar, es la puerta de la vida espiritual; por él llegamos a ser miembros de Cristo y del cuerpo eclesial (DS 1314). El Vaticano II enseña que por medio del bautismo somos configurados con Cristo, se representa y efectúa la unión con la muerte y resurrección de Cristo (cfr. LG 7). El primer efecto del bautismo, por tanto, se puede decir que es, de manera sintética, una acción fundamental por la que un hombre pasa a ser parte inherente del misterio de Cristo: es el signo con el que Cristo coge al hombre y lo hace discípulo suyo, transformándolo en sus fibras más íntimas y distinguiéndolo con el nombre de cristiano 18.

Mas todo esto representaría una idea sólo parcial, si no aclarásemos aún que el bautizado entra a formar parte de la Iglesia, que es la comunidad con la que Cristo permanece, de manera visible y objetiva, en la historia, por la que de por sí, sin la intervención negativa de factores externos, ser miembro de Cristo es idéntico a ser miembro de su cuerpo de modo pleno.

El bautizado entra en una nueva comunidad, en una nueva obediencia, al servicio de Jesucristo y en la caridad fraterna. En efecto, afirma san Pablo: «Porque en un solo Espíritu hemos sido todos bautizados, para no formar más que un cuerpo, judíos y griegos, esclavos y libres. Y todos hemos bebido de un solo Espíritu. [...] Ahora bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y sus miembros cada uno por su parte» (1 Co 12, 13.27). Los bautizados son agregados por el Señor a la Iglesia y con ese gesto obtienen la salvación (cfr. Hch 2, 41.48; 5, 14). A partir de aquellos que son miembros de Adán se constituyen miembros que pertenecen a Cristo, en el sentido de que el bautizado asume la figura, la fisonomía de miembro del cuerpo de Cristo, que permanece para siempre. En efecto, aquellos que han sido iluminados definitivamente y de una vez para siempre, aquellos que han gustado el don celestial y participan del Espíritu Santo, esto es, han sido bautizados, pero han caído después, es imposible que sean bautizados de nuevo, como parece afirmar Hb 6, 4-6.

Los bautizados incorporados a Cristo están llamados, por tanto, a constituir el único pueblo de Dios, en una unidad de vida y de obediencia. A este respecto afirma el concilio Vaticano II: «El bautismo, por tanto, constituye un poderoso vínculo sacramental de unidad entre todos los que con él se han regenerado. Sin embargo, el bautismo por sí mismo es tan sólo un principio y un comienzo, porque todo él se dirige a la consecución de la plenitud de la vida en Cristo. Así, pues, el bautismo se ordena a la profesión íntegra de la fe, a la plena incorporación, a los medios de salvación determinados por Cristo y, finalmente, a la íntegra incorporación en la comunión eucarística» (UR 22). El bautismo es, por consiguiente, principio sacramental tanto de la unión de los bautizados con Cristo en la Iglesia, como de la unidad de la misma Iglesia. Proporciona una unidad tanto externa como sobrenatural y espiritual, conduce a una unidad divino-humana a los bautizados, a pesar de sus múltiples diferencias naturales de raza, sexo, condición social...

Los bautizados, que han pasado a formar parte inherente del misterio de Cristo vivo en la Iglesia, reciben, pues, de manera sobrenatural, un vínculo interior, que se llama carácter. Los concilios de Florencia y de Trento definen la existencia del carácter bautismal y lo describen como un signo espiritual indeleble que distingue de los otros, por lo que el sacramento no se puede repetir una vez celebrado válidamente (cfr. DS 1313; 1624; véase también LG 11). No puede ser considerado sólo como palabra de Dios impresa en el alma de aquellos que reciben con fe el bautismo de Cristo (cfr. DS 3228). El carácter es, por tanto, el efecto del bautismo en cuanto constituye el acontecimiento de salvación inicial y fundamental, que hace nacer a la vida cristiana. Imprime un vínculo indeleble, que reclama y exige siempre la unidad plena con Cristo en su Iglesia.

El sacerdocio «bautismal» 19

El carácter que consagra a Cristo es asimismo vínculo que hace a los bautizados capaces de participar en la obra profética, cultual y real del pueblo de Dios. La consagración y el sacerdocio bautismal son dos aspectos complementarios e inseparables de hecho entre sí. Los hemos distinguido para una mejor comprensión. Ahora vamos a intentar tratar del carácter como capacidad de dar el culto debido a Dios.

Los cristianos entran «cual piedras vivas, en la construcción de un edificio espiritual, para un sacerdocio santo, para ofrecer sacrificios espirituales, aceptos a Dios por mediación de Jesucristo. [...] Pero vosotros sois linaje elegido, sacerdocio real, nación santa, pueblo adquirido, para anunciar las alabanzas de Aquel que os ha llamado de las tinieblas a su admirable luz vosotros que en un tiempo no erais pueblo y que ahora sois el Pueblo de Dios, de los que antes no se tuvo compasión, pero ahora son compadecidos» (1 P 2, 5.9-10). Unido a Cristo, piedra viva, el nuevo pueblo reunido de todas partes del mundo forma un edificio espiritual, una nación llamada y santificada por Dios, que ha accedido cabe la Trinidad. Por eso puede ofrecerse a sí mismo como sacrificio agradable y proclamar las obras y las maravillas de Dios, que se ha mostrado compasivo con él. Los hombres, antes dispersos, son ahora pueblo de Dios, asamblea convocada y reunida en su nombre, que vive de la gracia redentora de Jesucristo. En efecto, ahora han sido regenerados por la palabra de Dios viva y verdadera, no de un germen corruptible, sino inmortal (cfr. 1 P 1, 23).

Asimismo san Pablo afirma que Jesucristo, con el misterio de su cruz, ha puesto el fundamento para hacer de los dos pueblos (judíos y paganos) uno solo, para crear en sí mismo un solo hombre nuevo, para reconciliar a los dos con Dios formando un solo cuerpo (cfr. Ef 2, 14-16). El pueblo, que tiene como piedra angular a Jesucristo y es templo santo en el Señor, tiene la facultad de presentarse a Dios Padre en un mismo Espíritu (cfr. Ef 2, 18). De este modo, los bautizados se ofrecen a sí mismos como sacrificio vivo, santo y agradable a Dios; éste es su culto razonable; renovando así su mente, podrán discernir y realizar la voluntad de Dios (cfr. Rm 12, 1-2).

El concilio Vaticano II ha recuperado la doctrina del sacerdocio de los fieles, presente tanto en la Sagrada Escritura como en los Padres de la Iglesia, y afirma que los bautizados «son consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo por la regeneración y por la unción del Espíritu Santo, para que por medio de todas las obras del hombre cristiano ofrezcan sacrificios espirituales y anuncien las maravillas de quien los llamó de las tinieblas a la luz admirable» (LG 10). Los fieles están destinados al culto de la religión cristiana precisamente por el carácter bautismal (cfr. LG 11); según su modalidad, son constituidos partícipes del ministerio sacerdotal, profético y real de Cristo (cfr. LG 31) 20.

En virtud del sacerdocio bautismal, a diferencia del ministerial que tiene la facultad de enseñar y regir a todo el pueblo de Dios y de realizar el sacrificio eucarístico en la persona de Cristo, los fieles participan en la oblación de la eucaristía, en la oración y acción de gracias, con el testimonio de una vida santa, con la abnegación y caridad operante (LG 10). El pueblo sacerdotal revela y realiza, por consiguiente, su propia índole sagrada, sobre todo, con la participación en el culto de la Iglesia y con su santidad de vida. En consecuencia, el sacerdocio bautismal tiene un aspecto interior-espiritual y otro externo-sacramental; se ejerce tanto al recibir los beneficios de Cristo y de la Iglesia, como de una manera activa a través del testimonio y de las virtudes de la fe, la esperanza y la caridad. El pueblo sacerdotal ejerce también tareas proféticas y reales para la renovación y la expansión de la Iglesia. Estos aspectos de la vida del pueblo de Dios están unidos al aspecto sacerdotal y ordenados el uno al otro (cfr. LG 34-36). Todo el pueblo de Dios es hecho partícipe del ministerio sacerdotal, profético y real de Cristo, y lo realiza en toda su propia vida.

La gracia bautismal

El bautismo como regeneración del hombre

El bautismo, junto a la edificación de la Iglesia y la agregación de los fieles al cuerpo de Cristo con la dignidad del carácter cristiano, introduce en el hombre y en el mundo un germen de vida nueva que no puede ser considerado únicamente como una renovación de intenciones o de ideales humanos o de una religiosidad subjetiva. Observa, con justicia, D. Barsotti: «Mediante el bautismo empieza para cada hombre una vida nueva de gracia; el bautismo es verdaderamente un nacimiento. Con este nacimiento entra el hombre a formar parte del mundo divino... Vivir la vida de Cristo supone un nuevo nacimiento y este nacimiento hace que aquel que ha nacido, aun cuando no sea consciente ni actúe según su nueva naturaleza, forme parte ya de un mundo nuevo, del mundo divino. Quien no ha sido bautizado, aunque practicara todas las virtudes, no por ello sería cristiano ni viviría una vida divina» 21.

El nuevo nacimiento o regeneración es el nacimiento del cristiano, del discípulo de Jesucristo, llamado sin ningún mérito propio o genialidad especial a ser luz del mundo y sal de la tierra (cfr. Mt 5, 13-16). Vamos a presentar ahora los aspectos principales de esta vida nueva en Cristo. Aquí, evidentemente, no se trata de manera específica de la gracia, de las virtudes teológicas y de los dones sobrenaturales, temas desarrollados en sus respectivos tratados, sino que vamos a mostrar que toda la justificación y la vida sobrenatural que recibimos son efecto de este sacramento. Esta enseñanza aparece ya en el concilio de Trento con las siguientes palabras: «En cambio, la causa instrumental (de la justificación) es el sacramento del bautismo, que es "el sacramento de la fe", sin el cual nadie puede conseguir la justificación» (DS 1529).

Arrepentimiento y perdón de los pecados

Del mismo modo que Juan el Bautista predicaba y confería «un bautismo de conversión para el perdón de los pecados» (Mc 1, 4), también los apóstoles exigen el arrepentimiento para la remisión de los pecados antes de conceder el sacramento (cfr. Hch 2, 38; 5, 31; 22, 16). Pedro exhorta al arrepentimiento y al cambio de vida, a fin de que sean cancelados los pecados (cfr. Hch 3, 19). También a los paganos les permite Dios que se conviertan para tener la vida con el bautismo (cfr. Hch 11, 16-18). Así, el bautismo requiere, de entrada, el arrepentimiento, que es un acto humano realizado con la gracia divina. Prepara para la remisión de los pecados, obra y don, absolutamente gratuitos, de Dios para nosotros, que deriva de manera exclusiva de su iniciativa. El perdón de los pecados es concedido mediante un lavado con agua acompañado de la palabra, a fin de que la Iglesia permanezca sin mancha ni arruga, sino santa e inmaculada (cfr. Ef 5, 25-27). Por eso, el bautismo, como acción preliminar, lava de todo elemento negativo presente en el hombre. La misma acción bautismal, al significar el lavado y la purificación de los pecados, produce los efectos espirituales indicados. Esto es supuesto asimismo por las alusiones a los profetas del A.T., que anunciaban el juicio escatológico y la purificación definitiva con la imagen del baño (cfr. Is 4, 4). A Dios debemos acercamos con un corazón sincero y arrepentido, con los corazones purificados de toda mala conciencia y lavado el cuerpo con el agua pura.

En las profesiones de fe, especialmente orientales, se confiesa un solo bautismo para la remisión de los pecados (cfr. DS 41-48;150). El concilio de Florencia menciona, como primer efecto del bautismo, la remisión de toda la culpa original y actual, y también de toda la pena debida por la misma culpa. Por eso no se debe imponer a los bautizados satisfacción alguna por los pecados pasados; y si mueren antes de haber cometido pecado, enseguida alcanzan el cielo y la visión de Dios (cfr. DS 1316). El concilio de Trento repite la misma doctrina que el de Florencia (cfr. DS 1514-1515; 1543; 1672). Aparece, no obstante, un elemento nuevo que condena el pensamiento de los Reformadores. En efecto, afirma el Concilio que todo cuanto tiene verdadera y propia razón de pecado es suprimido y no sólo cancelado o no imputado. Dios no odia nada en los bautizados, porque «ya no hay condena para aquellos que han sido verdaderamente sepultados con Cristo en la muerte a través del bautismo» (Rm 6, 4) (cfr. DS 1515).

El bautismo y la inhabitación del Espíritu Santo 22

La acción divina se realiza en el bautizado con el envío del Espíritu Santo. Este elemento distingue el bautismo de Jesucristo con respecto al de Juan (cfr. Mc 1, 8; Jn 1, 26-33; Hch 1, 5). El bautismo regenera al hombre en el Espíritu Santo: ésa es la obra escatológica esencial del Mesías. Tras haber recibido el Espíritu en la tierra, Jesús, muerto y resucitado, manda bautizar en el Espíritu que El envía en el nombre del Padre. El Espíritu dado por Cristo comunica, a su vez, la vida divina que desciende y es comunicada en el agua. Jesús glorificado hará manar ríos de agua viva para todos los que tengan sed y crean en Él. El agua viva indica el Espíritu que reciben todos los creyentes y seguidores de Cristo. De este modo, se cumplen las profecías de la fuente que debía regenerar Sión (cfr. Ez 47, lss.). El bautismo escatológico en el Espíritu se realiza así con la inhabitación del mismo Espíritu en nosotros. El bautizado se convierte en templo suyo, con importantes consecuencias: «En efecto, todos los que son guiados por el Espíritu de Dios son hijos de Dios. Pues no recibisteis un espíritu de esclavos para recaer en el temor; antes bien, recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abbá, Padre! El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios» (Rm 8, 14-16). El Espíritu recibido en el bautismo da origen al único cúerpo de la Iglesia, en el que quedan superadas todas las diferencias humanas, a fin de que formemos una sola persona en Cristo. Todo eso acaece en cuanto los bautizados han recibido el sello del Espíritu Santo ya prometido, y con el que son signados ahora para el día de la redención (cfr. 2 Co 1, 21-22; Ef 1, 13; 4, 30).

El Espíritu que se recibe en el bautismo, como muestran asimismo los pasajes citados, es su venida como vida de Dios, no como los dones del Espíritu otorgados en relación con la imposición de las manos 23.

De este último aspecto nos ocuparemos cuando hablemos de la confirmación. Aquí señalaremos sólo que, a diferencia del Espíritu Santo dado en el bautismo, que inhabita en el bautizado y le hace justo, con la imposición de las manos de la confirmación el Espíritu Santo desciende como energía divina, que corrobora con dones particulares; energía necesaria para vivir sobre esta tierra en lucha y en camino hacia la perfección de la vida cristiana. El primer sacramento nos da el Espíritu Santo como principio y comienzo de la vid divina, nos inserta en el cuerpo de Cristo y nos hace hijos de Dios, mientras que el segundo nos proporciona la fuerza para obrar de modo nuevo, potenciando nuestra inteligencia y voluntad, y afirmándonos en el bien.

El cristiano es una criatura nueva

Afirma san Pablo que, con el bautismo, nuestro hombre viejo ha sido crucificado, ha muerto con Cristo en la cruz, de suerte que no seamos ya esclavos del pecado. Por eso, a través del bautismo, vivimos en El, que ha resucitado. Así, los bautizados deben considerarse muertos al pecado, y vivos para Dios en Cristo Jesús (cfr. Rm 6, 11). Los cristianos están verdaderamente vivos, pero no viven ya para ellos mismos, sino para Aquel que por ellos murió y resucitó. En efecto, «el que está en Cristo, es una nueva creación» (2 Co 5, 17). Los creyentes, al unirse con Cristo en el bautismo, participan en lo que El ha conseguido para todos los hombres, llamados a ser el verdadero y definitivo pueblo de Dios. Su existencia es según el Espíritu en Jesucristo. «Porque nada cuenta ni la circuncisión, ni la incircuncisión, sino la creación nueva» (Ga 6, 15). Dios, por el gran amor con que nos ha amado, de muertos por el pecado nos ha hecho revivir con Cristo. Esto ha acontecido por gracia, es don de Dios, somos obra suya creados en Cristo Jesús (cfr. Ef 2, 4-6). De este modo, mediante Cristo, judíos y gentiles se vuelven un hombre nuevo, formando un solo cuerpo y guiados por un único Espíritu (cfr. Ef 2, 14-18). Merced a la reconciliación de Jesucristo, todos se han convertido en hombre nuevo por encima de sus diferencias, que no serán ya determinantes ni discriminatorias. Es Cristo quien nos incorpora a Sí mismo, dando su propia vida a la humanidad renovada. La modalidad con que Dios nos ha salvado está caracterizada por el signo eficaz del bautismo: «él nos salvó, [...] según su misericordia, por medio del baño de regeneración y de renovación del Espíritu Santo, que derramó sobre nosotros con largueza por medio de Jesucristo nuestro Salvador, para que, justificados por su gracia, fuésemos constituidos herederos, en esperanza, de vida eterna» (Tt 3, 5-7). En este pasaje encontramos indicados también los efectos del bautismo: un nuevo nacimiento, la justificación mediante la gracia de Cristo, la comunicación del Espíritu Santo y la herencia de la vida eterna.

San Juan afirma que quien es engendrado de la carne es carne; en cambio, el que es engendrado del Espíritu es espíritu, entra y vive en una esfera superior. Por eso necesita el hombre renacer de lo alto, del Espíritu, si quiere ver el reino de los cielos o entrar en él. Pero el nuevo nacimiento del Espíritu es un nuevo nacimiento que tiene lugar también por el agua. El Espíritu es recibido así de manera sacramental y transforma al ser humano camal (cfr. Jn 3, 4-7.19-34). En este sentido, es el Espíritu quien da la vida, la carne no sirve para nada (cfr. Jn 6, 63). Así, a los que creen y acogen a Dios se les concede convertirse en hijos de Dios; son engendrados por Dios no con una generación humana, sino con un acontecimiento sobrenatural obrado sólo por Dios. La generación divina es obra del Espíritu divino y conduce al hombre a la esfera de Dios 24.

También 2 P 1, 4, al afirmar que los fieles son hechos partícipes de la naturaleza divina, se refiere a la vida nueva que éstos reciben en Cristo. Se trata de la comunicación de la propia vida de Dios a los hombres; una comunión con Dios que se obtiene después de haber sido purificados de los antiguos pecados, y que proporciona la entrada en el reino eterno de nuestro Señor y salvador Jesucristo (cfr. 2 P 9,11) 25.

Por su parte, los concilios de Florencia y de Trento (cfr. DS 1311; 1672) confirman que el bautismo nos hace renacer espiritualmente y nos convierte en criaturas nuevas.

Si queremos expresar de manera sintética la gracia sacramental del bautismo, podemos afirmar que se trata de la gracia basada en el misterio de Cristo y en su obra salvífica, por la cual el hombre pecador, al recibir el Espíritu por vez primera y para siempre, es regenerado, es decir, que es la gracia de la iniciación o del comienzo la que hace acceder a la vida divina. El catecúmeno es regenerado como hijo de Dios, miembro de Cristo y templo del Espíritu Santo. Es la gracia propia del nacimiento del cristiano la que hace capaz, la que «ordena» al hombre a la gloria de Dios. Puede ser descrita con las palabras del concilio de Trento: «Es el traslado desde el estado en que nace el hombre, como hijo del primer Adán, al estado de gracia y de "adopción como hijos" (Rm 8, 15) de Dios, por medio del segundo Adán, Jesucristo nuestro salvador; y este traslado, después de la promulgación del evangelio, no puede tener lugar sin el lavado de la regeneración (cap. 5 sobre el bautismo) o bien con el deseo del mismo, como está escrito: "Nadie puede entrar en el reino de Dios, si no nace del agua y del Espíritu Santo" (Jn 3, 5)» (DS 1524).

El bautismo es verdaderamente un nacimiento, una entrada en la vida cristiana; es el don de una vida. Existe un salto cualitativo y ontológico entre el hombre y el cristiano, entre la humanidad y la Iglesia. A propósito del bautismo, nacimiento del cristiano, afirma D. Barsotti con toda justicia: «En consecuencia, no existe continuidad entre la vida de la criatura y la vida de Dios. Poseer en Cristo una participación en la naturaleza divina hace al cristiano cualitativamente distinto de alguien que sea simplemente hombre, y asimismo ser en Cristo lleva consigo una diferencia, porque supone la liberación del pecado que ha dividido a los hombres entre sí» 26.

Esta gracia es totalmente gratuita; en efecto, nada de lo que precede al bautismo y a la justificación del hombre, como la fe y las obras de preparación realizadas con la ayuda divina, merece tal gracia. Se trata de una elección por gracia. «Y, si es por gracia, ya no lo es por las obras; de otro modo, la gracia no sería ya gracia» (Rm 11, 6).

Dios otorga gratuitamente la gracia bautismal con la acción misma del sacramento. Mas, de parte de los hombres, se requiere unas condiciones y, precisamente, la fe en Dios Trino y en el misterio redentor de Cristo, en tomo a los cuales son interrogados los candidatos en la misma celebración sacramental, además de la renuncia al pecado y el propósito de llevar una vida en conformidad con los mandamientos de Cristo. Mientras que, como hemos visto, para que se imprima el carácter sólo existe como condición la validez del sacramento, para recibir la gracia son necesarias también las condiciones señaladas. Tras haber recibido el carácter bautismal, en cuanto son suprimidos los obstáculos que impiden la justificación, se recibe el fruto sacramental, esto es, la remisión de los pecados y la gracia del nacimiento cristiano.


6. Necesidad y distintas modalidades del bautismo

La necesidad del bautismo

El magisterio ha sancionado la necesidad del bautismo, pero nunca lo ha considerado separado de la fe, sino precisamente como sacramento de la fe, suprimiendo así todo carácter facultativo o libertad entendida como opción autónoma de acceder o no a ese gesto de salvación (cfr. DS 1618). Y ha enseñado esto remitiéndose en particular tanto a Mc 16, 16: «El que crea y sea bautizado, se salvará; el que no crea, se condenará», como a Jn 3, 5: «En verdad, en verdad te digo: el que no nazca de agua y de Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios». La razón de tal necesidad estriba en el hecho de que, tras la promulgación del evangelio, la justificación del impío sólo puede tener lugar con el lavado de la regeneración (cfr. DS 1524) o con el deseo explícito o implícito de ese sacramento. Esta doctrina, continuamente confirmada, depende tanto de la misión confiada a la Iglesia, como de la importancia del bautismo según la modalidad de la salvación realizada en Cristo. Esa necesidad se refiere de modo claro no sólo a los adultos, sino a todos los hombres en cuanto necesitados de redención, incluidos los recién nacidos. En efecto, todos los hombres deben ser bautizados para la remisión de los pecados, es decir, por estar privados de la gracia otorgada por Dios a causa del pecado original y de los pecados personales. También los recién nacidos deben ser bautizados para la remisión del pecado, como confirma de manera explícita su rito.

El lavado de la regeneración suprime todo lo que es pecado y el recién nacido se reviste del hombre nuevo creado según Dios (cfr. DS 1514-1515). La necesidad del bautismo para los recién nacidos es aún más apremiante, dado que les es imposible el deseo del bautismo o de una elección con respecto a su propio destino.

Junto a la necesidad del bautismo o del deseo del mismo, el magisterio ha confirmado en otras ocasiones su firme convicción de que el Espíritu concede a todos la posibilidad de la salvación: «Cristo murió por todos, y la vocación suprema del hombre en realidad es una sola, es decir, la divina. En consecuencia, debemos creer que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de sólo Dios conocida, se asocien a este misterio pascual» (GS 22). Por estos motivos no pueden ser excluidos de la salvación eterna aquellos que sólo con un deseo implícito se adhieren a la Iglesia (o a Cristo), como recientemente ha confirmado el magisterio (cfr. DS 3870).

Así como, por una parte, debemos afirmar, con los Padres de la Iglesia, con los teólogos medievales y con toda la tradición, que Jesucristo hace depender la salvación del bautismo, por otra, Jesucristo no está ligado ni se limita a obrar a través de los sacramentos. El poder y la gracia de Dios no están vinculados de manera exclusiva a los sacramentos visibles, como afirman Ambrosio y Tomás 27. Por eso, aunque el hombre pueda ser salvado de muchas maneras, es preciso recordar, no obstante, que toda gracia, toda conversión, conduce a la salvación de por sí únicamente en estrecho vínculo con el bautismo por voluntad de Cristo, que envió a hacer discípulos de entre toda la gente y a bautizarlos. La conversión y la salvación del hombre están conectadas con el bautismo: «[...] también por la exigencia intrínseca de recibir la plenitud de la nueva vida en él [...]. En efecto, el bautismo nos regenera a la vida de los hijos de Dios [...] no es un mero sello de la conversión, como un signo exterior que la demuestra y la certifica, sino que es un sacramento que significa y lleva a cabo este nuevo nacimiento por el Espíritu; instaura vínculos reales e inseparables con la Trinidad [...]» 28

De lo expuesto se desprende claramente la necesidad del bautismo, que dimana de la orden salvífica de Jesucristo. Tras su venida, muerte y resurrección, tras el anuncio del evangelio de salvación, al que se accede y en el que se participa con los sacramentos, nadie puede sustraerse a la responsabilidad de obedecer el mandato de Jesucristo. Mas el nexo entre el bautismo y la salvación no es sólo del orden del precepto, sino también del medio. ¿Qué quiere decir esto? En primer lugar, que existe un orden de salvación estrictamente objetivo. De por sí, ninguna consideración de tiempo, de lugar o de conocimiento puede infirmarlo. Jesucristo es el camino, la vida y la vida; es la vida y la resurrección: quien crea en El no morirá para siempre (cfr. Jn 14, 6; 11, 25). Jesús afirma: «Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque separados de mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5). Así pues, el bautismo, que nos da la vida de Cristo, no puede ser considerado como simple ejecución de una orden a la que estamos obligados en la medida en que la conozcamos y podamos cumplirla.

Existe, a continuación, un nexo objetivo intrínseco entre la salvación tomada en sí misma y la obra redentora de Jesucristo. El orden cristiano de salvación es experimentado y gozado en su objetividad sólo por aquellos que encuentran y viven el hecho cristiano como acontecimiento genuino de verdad y de felicidad para el hombre. «La búsqueda de la verdad, la insaciable necesidad del bien, el hambre de libertad, la nostalgia de la belleza, la voz de la conciencia» 29, que hacen estar inquieto al corazón humano, son escuchados por Jesucristo y experimentados directamente en su realización completamente satisfactoria por el hombre nuevo que participa en la vida de Dios, creado de nuevo en Cristo en la plenitud de la gracia y de la verdad.

Bautismo de sangre

Aun permaneciendo siempre firme la necesidad de la relación objetiva entre el gesto bautismal sacramental y la salvación de todos los hombres de cualquier edad, tiempo y lugar, la Iglesia tiene conciencia de que hay otras acciones o modos que pueden conceder, en cierta medida, los frutos del bautismo sin la modalidad sacramental. En efecto, la Iglesia ha considerado, en primer lugar, el martirio como un verdadero bautismo, incluso más noble y glorioso. Afirma san Cipriano: «La fuerza del bautismo quizás sea superior y más eficaz por la confesión y el martirio de quien confiesa a Cristo ante los hombres y de quien es bautizado en su sangre» 30.

Hay, pues, quienes tienen la gracia de lavar directamente ellos mismos sus vestidos en la sangre del Cordero (cfr. Ap 7, 14). La eficacia del bautismo de sangre le viene de la pasión de Cristo y del Espíritu Santo mediante la imitación concreta, con una expresión total de amor y de pertenencia a Jesucristo, sin la celebración del sacramento y, en consecuencia, sin el carácter bautismal, que se obtiene sólo con la realización del signo sacramental 31.

El valor del martirio procede de una profesión de fe absolutamente personal y tan radical que llega hasta la donación de la propia vida por el Señor (cfr. Jn 15, 13). La pasión del mártir prolonga sobre la tierra la presencia redentora de Cristo y de su sacrificio. Enriquece a la Iglesia confirmándola en la fidelidad absoluta, en la unidad y en la santidad.

Bautismo de deseo

El bautismo de agua puede ser suplido también por el deseo implícito o explícito, según los casos, o sea, por la disponibilidad a someterse al rito bautismal. Esa voluntad está subordinada y dirigida a la aceptación del bautismo como medio de salvación. No se trata de un cierto deseo abstracto o veleidoso, sino de una disposición interior de ánimo caracterizada por la conversión y por la caridad. Eso tiene lugar, observa santo Tomás, que prefiere llamarlo sacramento de penitencia, por el hecho de que el Espíritu Santo mueve el corazón a creer en Dios, a amarle y a arrepentirse de los propios pecados 32. A través de la conversión del corazón y de las disposiciones personales es como el bautismo de deseo produce en el hombre los frutos de una cierta unión con la vida divina y le conduce al destino eterno. Como es evidente, ni imprime carácter ni hace miembro del cuerpo de Cristo. En este caso el orden objetivo de la salvación se vuelve personal y subjetivo. Esa apropiación se lleva a cabo mediante la respuesta positiva a la gracia que concede el Señor y que no parece que pueda dar fruto sin el arrepentimiento de los propios pecados y sin la fe y el amor de Dios.

La razón por la que con el bautismo de deseo se obtiene la salvación reside en la voluntad salvífica universal hecha operativa y eficaz en la redención de Jesucristo. Todo hombre está llamado, de una manera misteriosa, desconocida por nosotros, a encontrarse con Cristo muerto y resucitado. Afirma san Ambrosio con respecto al deseo de recibir el bautismo: «¿Qué otra cosa depende de nosotros, sino la intención, la petición de recibirlo? Pues bien, también hace poco tenía (Valentiniano) este deseo de ser iniciado antes de venir a Italia y me expresó su voluntad de ser bautizado por mí lo antes posible... ¿No tiene, pues, la gracia que ha deseado, no tiene la gracia que ha pedido con insistencia? Y puesto que la ha pedido, la ha recibido... No tenía miedo de disgustar a los hombres para complacerte sólo a Ti (oh Padre) en Cristo. Quien tuvo tu Espíritu, ¿cómo no habrá recibido tu gracia?» 33

Con o sin el gesto sacramental, es preciso tener siempre presente que existe una sola y única obra de salvación, la realizada por Jesucristo con su muerte y resurrección, que se aplica a todos los hombres de modos distintos. De ella procede toda verdad y toda gracia de salvación. Toda la humanidad vive, tiene la vida sobrenatural, a través del acto supremo de amor de Jesucristo por el Padre, que por nosotros pagó con su vida. En todo hombre que alcanza la salvación está la obra de Cristo, que para alcanzar ese fin instituyó el acontecimiento y el procedimiento sacramentales, a falta de los cuales los suple de otro modo. Sin la obra de Cristo y de los distintos modos con los que hace a los hombres partícipes de la misma, todo deseo o aspiración humana, incluso justo y llevado hasta el final, permanecería insatisfecho y permanecería ligado, inevitablemente, al limite y al pecado humanos.

Bautismo de niños

Desde finales del siglo IV, el magisterio (cfr. DS 184) declaró legítimo el bautismo de niños, recibiendo una tradición que remonta por lo menos a Policarpo, a Justino y a su compañero Rústico. Igualmente claro es el testimonio de Ireneo de Lyon, que se refiere al bautismo conferido a los niños para dejar bien sentado que Jesucristo ha salvado a todos por medio de su obra. Y para alcanzar tal fin ha pasado por todas las edades: se hizo niño para los niños, para santificar a los niños 34.

Además de la legitimidad y de la oportunidad, enseña también el magisterio la necesidad del bautismo de los niños, a fin de que no muera ninguno sin este remedio, especialmente aquellos que no pueden ser ayudados de otra manera (cfr. DS 1349). Frente a la doctrina protestante, el concilio de Trento vuelve a confirmar asimismo que el bautismo de niños tiene la eficacia propia del sacramento, por lo que no hay necesidad de ratificarlo de adultos; los niños son bautizados en la fe de la Iglesia y deben ser inscritos entre los creyentes, aunque no crean de manera consciente y actual (cfr. DS 1625-1627).

La cuestión del bautismo de niños depende de la concepción exacta de la necesidad del bautismo, que no es sólo precepto de Cristo, sino también parte esencial de la modalidad salvífica sacramental instaurada por el Señor, que nos concede el perdón de los pecados, incluido el original, y nos configura con su imagen de Crucificado y Resucitado, desde esta vida terrena, a través de unos signos eficaces de gracia. Según está modalidad, es necesario bautizar no sólo a los adultos, conscientes y capaces de obedecer el precepto, sino también a los niños, aunque sean ignaros? San Agustín se detiene e insiste sobre todo en el aspecto de la universalidad y de la necesidad de liberar al hombre del pecado original y de concederle la gracia de Cristo. Por otra parte, pone bien de manifiesto la acción del Espíritu y de la Ecclesia Mater. Entre otras cosas, afirma: «Los niños, en efecto, son presentados al bautismo para recibir la gracia espiritual, no tanto por aquellos que los llevan en brazos, como por toda la sociedad de los santos y de los fieles [...] Esta acción es propia de toda la madre Iglesia, formada por los santos, pues es precisamente ella quien da a luz a todos y a cada uno de los fieles» 35.

Santo Tomás afirma, a su vez, que el bautismo de niños es la celebración del sacramento de la fe. Los recién nacidos no creen por un acto propio, sino por la fe de la Iglesia a la que son asociados. En virtud de esta fe se les confiere la gracia y las virtudes 36. Por consiguiente, los niños son bautizados en la fe de la Iglesia y la reciben también por medio de la acción sacramental.

Además de los motivos expuestos hasta ahora, es preciso tener en cuenta que existe asimismo una prioridad de la iniciativa de Dios, que se expresa, en este caso, en la gratuidad del don del bautismo. El niño es llamado, pues, desde el nacimiento, y antes de cualquier responsabilidad por su parte, a la salvación. Así como ha recibido la vida física, es elegido también para recibir la gracia divina, sea cual sea su respuesta futura. Su vida está inscrita y guiada, desde el principio, por el orden de la creación y por el de la modalidad salvífica sacramental. En segundo lugar, no puede ser considerado más que dentro de una comunidad, tanto desde el punto de vista humano como desde el punto de vista de la vida religiosa. Es miembro de una comunidad, es un ser social. Así, el bautismo del niño, además de expresar la misión y la responsabilidad de los padres cristianos, pone al receptor en las condiciones de gracia en las que podrá descubrir, progresivamente, y compartir con los otros la fe, la esperanza y la caridad. Por último, podemos señalar que la fe y el bautismo están ligados y son interdependientes. Si se otorga la gracia del bautismo, el camino hacia una fe consciente y creativa será realizado con mayor facilidad y se verá favorecido por la gracia recibida.

Por lo que respecta a la libertad en el bautismo de niños, cumple decir que es conservada en substancia y está presente, de manera operativa, con el ejercicio de la libertad de la comunidad, de la cual nunca se puede prescindir. El niño es miembro de esta comunidad con toda su dignidad de ser humano. La libertad queda salvaguardada aún por la vida futura del receptor, cuando ya de una manera personal se adherirá o no a la salvación divina. Mas todo esto ha de ser considerado, si queremos comprenderlo a fondo, no desde la perspectiva de la libertad como autonomía y ausencia de vínculos, sino según la concepción cristiana en que la libertad debe ser referida siempre y guiada por la verdad y por la realidad en la que se apoya toda la existencia humana.

En la actualidad estamos asistiendo a un amplio y vivo debate sobre la libertad en el bautismo de niños, sobre la fe de los padres y de la comunidad cristiana y sobre su relación con el bautismo de los niños recién nacidos, sobre la oportunidad del bautismo generalizado de niños. Las cuestiones pendientes de solución son muchas y es posible que sigan siendo siempre discutidas y que se les dé diferentes respuestas, dado que son muchos los temas doctrinales y pastorales implicados 37.
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1. Cfr. AA.VV., I riti di iniziazione (editado por J. Ries), Milano, 1989, sobre todo pp. 205-237 (edición española: Los ritos de iniciación, EGA, 1994); G. Bardy, La conversione al cristianesimo nei priori secoli, Milano, 19944, (edición española: La conversión al cristianismo durante los prime-ros siglos, DDB, Bilbao y Encuentro, 1990); M. Eliade, La nascita mistica. Riti e simboli d'iniziazione, Brescia, 1974 (edición española: Iniciaciones místicas, Taurus, 1989).

2. A. Houssiau, 1 riti dell'iniziazione cristiana, en: AA.VV., 1 riti di iniziazione, p. 212.

3. Véase a este respecto, Juan Pablo II, Redemptoris missio, 6-11.46-47, donde el pontífice recuerda de manera apremiante la necesidad de dirigir hoy a los no cristianos la llamada a la conversión y al bautismo, siendo éste inseparable de aquélla.

4. Cfr. J. Giblet, Aspects du baptéme dans le Nouveau Testamento, en: AA.VV., Le baptéme, entrée dans l'existence chrétienne, Bruxelles, 1983, pp. 35-71.

5. Cfr. H. Schlier, Il battesimo di Gesú nei vangeli, en: Riflessioni sul Nuovo Testamento, Brescia, 1969. pp. 275-284.

6. H. Schlier, Il battesimo (secoudo il cap. VI dell'epistola ai Romani), en: II tempo della Chiesa, Bologna, 1966, p. 86. Sobre Rm 6, un texto discutido e interpretado de distintos modos, véase además: Idem, La dottrina della Chiesa sul battesinno, ibid., pp. 170-205; Idem, Lettera ai Romani, Brescia, 1982, ad locura; R. Schnackenburg, La vira cristiana. Milano, 1977, pp. 263-294; 365-383; K.H. Schelkle, Teologia del N.T., IV, Bologna, 1980, pp. 131-156 con la bibliografía indicada (edición española: Teología del Nuevo Testamento, Herder, 1972).

7. Son muchas las publicaciones que tratan sobre el bautismo y la iniciación cristiana durante los períodos patrístico y medieval. Entre ellas podemos citar: G. Bareille-J. Bellamy. Baptéme, en: DThC, II.1, Paris, 1923; A. Hamman, Baptéme et confinnation, Paris, 1969 (edición española: El bautismo y la confirmación, Herder, Barcelona, 1982); Idem (ed.), L'iniziazione cristiana. Testi patristici, Casale Monferrato, 1982; B. Neunheuser, Taufe und Finnung, Freiburg. 19822; A. Stenzel, Die Taufe. Eire genetische Erkldrung der Taufliturgie, Innsbruk, 1958.

8. Cfr. Pablo VI, Credo del pueblo de Dios, n. 18: «Creemos en un solo bautismo instituido por nuestro Señor Jesucristo para la remisión de los pecados».

9. Para el pensamiento de los Reformadores, véase el parágrafo a ellos dedicado en el capítulo primero de la primera parte. Con respecto al diálogo ecuménico contemporáneo, cfr. Comisión Internacional Anglicano-Luterana, Rapporto delle conversazioni anglicane-luterane autorizzate dalla Conferenza di Larnbeth e dalla Federazione luterana rnondiale, Pullac (1972); Comisión Internacional para el diálogo entre los Discípulos de Cristo y la Iglesia Católica, Rapporto (1981); Comisión Fe y Constitución del Consejo Ecuménico de las Iglesias, Battesimo, Eucaristia, Ministero, Lima, 1982; Enchiridion Oecurnenicunz, vol. 1, Bologna 1986, pp. 163ss., pp. 529ss., pp. 1391ss.

10. San Agustín, Sermón 176, 2.

11. S. Th. III, 66, 1.

12. J. Betz, Battesimo, en: Dizionario teologico, I, Brescia, 1966, p. 181.

13. Cfr. DS 788; 1529; san Ambrosio, El Espíritu Santo, I, 42; san Agustín, Ep. 98, 9. Este autor afirma que los sacramentos, al tener una relación de semejanza con las realidades sagradas de que son signo, toman el nombre de las mismas realidades sagradas a las que se asemejan. De esta suerte, el bautismo debe ser llamado sacramento de la fe, porque en él es la misma fe la que está presente y es celebrada. De este modo, el bautismo es el sacramento que celebra la fe de la Iglesia y, en ella, el ser una criatura nueva en Jesucristo.

14. D. Barsotti, La vita in Cristo. 1 sacramenti dell'iniziazione, Brescia, 1983, p. 75. Sobre la relación fe-sacramento. véase también C. E. O'Neil, ¡ncontro con Cristo nei sacrmnenti, Assisi, 1968. pp. 70-75.

15. H. Schlier, La lettera al Galati. Brescia, 1966, p. 156, afirma entre otras cosas al comentar el pasaje: «Con lo cual se entienden dos cosas: todos juntos en Cristo son uno solo, el cuerpo de Cristo; y lo son, no obstante, de manera que cada uno, en relación con el otro, es Cristo; por consiguiente, y dicho de modo más claro, que ahora son ya únicamente miembros de Cristo. Lo son, naturalmente, sólo en cuanto bautizados, en cuanto son "en Cristo Jesús". Mas en cuanto tales, lo son, y lo que determina su individualidad natural está extinto, para la totalidad y para el individuo, en la dimensión esencial sacramental del cuerpo de Cristo y de sus miembros. Estos, en efecto, pertenecen a Cristo. v. 29» (p. 180).

16. Para este texto, véase, sobre todo. I. De La Potterie. L'unzione del cristiano con la fede, en: L De La Potterie-S. Lyonnet, La vita secondo lo Spirito, Roma, 1967, pp. 125-199 (edición española: La vida según el Espíritu, Sígueme, Salamanca. 1967).

17. Cfr. I. De La Potterie, Onction, en: DThB, Paris, 1964, cols. 716-720.

18. Cfr. L. Giussani, Perché la Chiesa, tomo 2, 11 segno efficace del divino pella storia, Milano 1992, pp. 88-89.

19. Los términos usados para referirse al sacerdocio del pueblo de Dios son numerosos. Se le denomina sacerdocio común, de los fieles, no jerárquico, espiritual... (cfr. G. Philips, La Chiesa e il suo mistero nel Concilio Vaticano 11, Milano, 1969, pp. 129-139, edición española: La Iglesia y su misterio en el Concilio Vaticano II, Herder, 1968). Nos parece que sería más adecuado llamarlo sacerdocio bautismal, porque de este modo se indica su origen y su naturaleza, De lo expuesto en este parágrafo y en el anterior puede deducirse lo que se pretende significar con tal expresión.

20. Cfr. A.M. Sequeira, The doctrine of Vatican II on Baptisrn in me dogmiatic Constitution «Lumen Gentiun», Roma, 1983.

21. D. Barsotti, o.c., pp. 24, 27.

22. Con esta alusión a la inhabitación del Espíritu Santo en el bautizado nos parece que no se suprime la distinción entre el Espíritu Santo como «gracia increada» y la justificación como «gracia creada», ni que la presencia del Espíritu Santo deba ser considerada como un efecto del bautismo. Lo que pretendemos poner de relieve es el hecho de que en el bautizado inhabita el Espíritu Santo. Este no sólo precede y acompaña al bautismo, sino que pone también su morada en el bautizado: «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?» (1 Co 3, 16; cfr. 1 Co 6, 19; 2 Co 6, 16).

23. Cfr. I. De La Potterie, o.c., pp. 185ss.

24. Para el significado y las cuestiones conexas con los pasajes citados del Evangelio de Juan, y en particular de Jn 1, 13, véase R. Schnackenburg, 11 vangelo di Giovanni. I. Brescia, 1963, ad locuni (edición española: El evangelio según san Juan, Herder, 1987).

25. Cfr. K.H. Schelkle, Le lettere di Pietro. La lettera di Giuda, Brescia, 1981, ad locura (existe edición española de Cartas de Pedro, Fax, 1974).

26. D. Barsotti, o.c., p. 28.

27. De obitu Valentiniani 53.75; S. Th. III, 68, 2; III, 72, 6.

28. Juan Pablo II, Redemptoris ntissio, 47.

29. Juan Pablo II, Redenaptor hominis, 18.

30. San Cipriano, Ep. 73, 21. Cfr. Cipriano, Opere. Torino, 1980, p. 709.

31. Cfr. S. Th. III, 66, 11, 2.

32. Cfr. S. Th. III, 66, 11.

33. San Ambrosio. De obitu Valentiniani, 51-52.

34. Cfr. Ireneo de Lyon, Adv. Haer. II, 22, 4. Respecto a la Sagrada Escritura no podemos dejar de acoger la conclusión del estudio, verdaderamente interesante, de H. Schlier, La dottrina della Chiesa sul battesinto, en: II ternpo della Chiesa, Bologna, 1966, p. 205. Afirma este autor que el N.T. no conoce, probablemente, el bautismo de niños, pero su concepto de bautismo y de sacramento lo deja vislumbrar como posible y necesario en conexión con la correspondiente concepción de Iglesia. Este estudio es una respuesta, ciertamente satisfactoria, a la publicación, que ha sido ocasión de muchos otros escritos, de K. Barth, Die Kirchlische Lehre von der Taufe, Zürich, 1943. Éste se pronuncia contra el bautismo de los niños.

35. Ep. 98, 5.

36. Cfr. S. Th. III, 68, 9; III, 69, 6. Sobre este problema véase también: Congregación para la doctrina de la fe, Instrucción sobre el bautismo de niños, Ciudad del Vaticano, 1980.

37. Para una primera orientación, cfr. H.U. von Balthasar, La percezione della forma. vol. I de Gloria, Milano, 1971, pp. 542-543 (edición española: Gloria, una estética teológica, 7 vols., Encuentro, Madrid); D. Grasso, Dobbiamo ancora battezzare i bambini? Teologia e pastorale, Assisi, 1972 (edición española: ¿Hay que seguir bautizando a los niños?, Sígueme, 1973); F. Reckinger, Kinder Taufen-mit Bedacht. Eine Darstellung der Diskussion urn die Kindertaufe in Katholishen Rawn seit 1945 mit kritischen Stelhmgnahmen und pastoralen Ausblicken, Steinfeld-Kall, 1982.


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