XX. EL FIN DEL MUNDO

¿Pierde el alma en el Cielo el cuerpo que poseía? Sí, pero no siente ninguna lástima por ello. Conoce las potencias que hay en ella capaces de animar un cuerpo material que son, en definitiva, la razón misma de la existencia de este espíritu como alma. Por ello, conoce también el gozo que experimentará cuando puede ejercitarlas de nuevo.

Cuando el mundo termine, todas las almas humanas, condenadas o salvadas, se reunirán con sus respectivos cuerpos. De ambas cosas —el fin del mundo y el estado de los cuerpos gloriosos— conocemos algunos detalles.

El mundo acabará cuando un determinado objetivo haya sido alcanzado por la humanidad: sería estúpido pensar que Dios puede perder la paciencia en un momento dado, sentir que todo el asunto es demasiado caótico y ha ido demasiado lejos, y concluirlo sin más. Dios, que conoce todas las cosas desde la eternidad, no va a tomar esa decisión repentina e inesperadamente; El sabe cuándo acabará el mundo desde que lo creó.

Parece claro que ese objetivo es la plenitud del Cuerpo Místico: cuando éste haya alcanzado su «perfecta humanidad, la madurez que corresponde al desarrollo completo de Cristo». Ya hemos señalado que el Cuerpo Místico no es una copia de nuestro cuerpo natural; por eso, no sabemos en qué puede consistir esa plenitud, esa madurez: sólo Dios lo sabe. Cuando todos los que deben incorporarse a él lo hayan hecho, la raza humana habrá llegado a su culmen; no habrá motivo para seguir trayendo hombres a la existencia. El mundo conocerá su fin.

La Escritura habla en múltiples ocasiones de los signos que precederán a su momento, pero no es siempre fácil comprender lo que quiere decir: habrá una apostasía general; llegará el Anticristo —no un demonio, sino un hombre, puesto que «no conocerá al Dios de sus padres» (Dan XI), si bien contará con el apoyo de Satanás (Cfr. 2 Tes II)—que tendrá al «falso profeta» como principal aliado. San Pablo menciona, por lo menos una vez, la conversión de todo el pueblo judío. La literatura sobre este tema —que ha fascinado siempre a los cristianos— es extensísima: va desde la Teología más profunda hasta el completo delirio.

Lo que sabemos con toda claridad es que Cristo volverá con su poder y majestad a juzgar a todos los hombres, vivos y muertos; los cuerpos de los fallecidos resucitarán y todos volverán a la primitiva unión de espíritu y materia que los configure como verdaderos hombres. Entonces, veremos no sólo nuestro propio destino individual, sino la planificación y el sentido de la historia de la humanidad en todo su conjunto.

No tenemos datos para saber qué significará para los condenados la resurrección de los cuerpos, pero sí sabemos un hecho acerca de la de los elegidos: por fin sabrán lo que es ser hombre, y no el desconcierto que la mayoría de nosotros padecemos en muchos aspectos de nuestra vida. La experiencia de la plena e integral humanidad resultará nueva para todos, y no sólo para los que padecemos ese desconcierto, ya que ni el más santo de los hombres ha conocido en su vida en la tierra la completa subordinación del cuerpo al alma, único medio por el que el cuerpo puede hacerse glorioso. Todo lo más que, quizá algunos, han podido conseguir es llegar a ese punto en el que el alma se ve libre de la sujeción al cuerpo que lleva consigo el pecado.

En el cielo, todos los hombres serán restaurados en la condición que Dios había pensado para ellos en un principio. El alma obedecerá completamente a Dios (en un éxtasis que ni siquiera conoció Adán antes de su caída) y el cuerpo, ahora glorificado, obedecerá completamente al alma; no será un estorbo para ésta buscándose constantes compensaciones, sino que responderá plenamente a los impulsos vivificantes del alma; no será una barrera para el alma, sino que será su más fiel instrumento. No hay santo que haya podido experimentar esto en la tierra.

El cielo y la tierra acabarán; pero habrá un nuevo Cielo y una nueva tierra; así lo leemos en el capítulo XXI del Apocalipsis, del que —aunque vale la pena leerlo entero— incluimos a continuación el comienzo:

«Vi un Cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían desaparecido, y el mar no existía ya. Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén (...) Oí una gran voz, que decía desde el trono: He aquí el tabernáculo de Dios entre los hombres; erigiré su tabernáculo entre ellos, y serán su pueblo (...) Enjugará las lágrimas de sus hijos, y la muerte no existirá más, ni habrá llanto.»