XVI. LA GRACIA, LAS VIRTUDES, LOS DONES

Por el Bautismo somos insertados en Cristo, nos incorporamos a esa Iglesia que es verdaderamente Su Cuerpo, de manera que vivimos en El y El vive en nosotros. Pues bien, vamos a centrar nuestra atención en esa vida, la vida de la gracia. Puede ser muy útil volver a leer el capítulo acerca de la vida sobrenatural, ya que vamos a resumir a continuación lo que allí se dice más extensamente.

Sabemos ya que el fin que Dios ha querido para el hombre está por encima de las posibilidades de su naturaleza; por eso, si estarnos destinados a vivir en el Cielo, a ver a Dios directamente, a «conocer como somos conocidos», nuestra alma necesitará más capacidad de la que por su propia naturaleza tiene. Además, ya que esta vida no es más que la preparación para la otra, pues en el paso entre ambas no hay solución de continuidad, necesitamos esa nueva capacidad ya aquí abajo. Recibida en la tierra, la vida sobrenatural, la vida de la gracia santificante, no produce todo su fruto de inmediato, dándonos aquí abajo la visión beatífica; pero sí que eleva el alma hacia nuevas posibilidades ya en esta vida.

Obsérvese que no se trata de adquirir un alma distinta, sino una nueva capacidad en el alma que ya poseemos: nuestra inteligencia adquiere un nuevo acceso a la verdad a través de la fe: puede aceptar a Dios como fuente suprema de la verdad; la voluntad, por su parte, adquiere dos virtudes: la esperanza, por la que espera en Dios con la certeza de que es posible alcanzarlo, y la caridad, por la que ama a Dios. Estas tres virtudes se llaman teologales, porque tienen como objeto a Dios, dirigen al alma directamente y rectamente hacia El.

Las virtudes morales

Con la gracia, el alma no sólo adquiere las virtudes teologales, sino también las virtudes morales, que se refieren a nuestra relación con todas las cosas creadas. También ellas se distribuyen desigualmente entre la inteligencia y la voluntad: la inteligencia recibe a la prudencia; la voluntad recibe tres: justicia, fortaleza y templanza.

Comencemos por la prudencia. La inteligencia, iluminada por la fe, puede conocer la verdad acerca de Dios, y, sin embargo, no ver las huellas del camino que debe seguir para llegar a El ni la forma en que debe recorrerlo. La prudencia es la virtud por la que el alma, asistida por la gracia, contempla el mundo como en realidad es y nos señala cómo debe ser nuestra relación con él. Desgraciadamente, el término «prudencia» tiene un significado en el lenguaje vulgar totalmente contrario a la verdadera naturaleza de esta virtud. En ese sentido, se considera similar a la timidez, que actúa siempre sobre seguro, sin correr ningún riesgo —y riesgo es todo lo que pueda afectar a nuestro bienestar material, como el martirio, por ejemplo—; sin embargo, puede haber ocasiones en las que dejarse martirizar sea lo más prudente, y tratar de evitarlo una imprudencia extrema: así, no tendría sentido evitar el martirio a costa de perder el alma. De hecho, la verdadera regla de oro de la prudencia es «aquel que pierda su vida la ganará».

En definitiva, la prudencia es la virtud que capacita al entendimiento para ver rectamente lo que debe hacer. Las otras tres son una ayuda para hacerlo; así, la justicia se refiere a nuestras relaciones con los demás: es la voluntad decidida de que los demás tengan lo que les es debido. No consiste sólo en abstenernos de lo que no nos corresponde; llamar a eso justicia supondría padecer una verdadera anemia espiritual. La verdadera justicia lleva consigo la preocupación seria por que los demás disfruten de sus derechos, y nos lleva a poner los medios para lograrlo.

La templanza y la fortaleza, en cambio, se refieren a nosotros mismos. El mundo contiene cosas —de alguna manera, tendemos a imaginarlo como un conjunto de cosas— que nos atraen de manera casi irresistible, aunque sepamos que no deberíamos tenerlas, que no podemos lograrlas sin que nuestra alma sufra un daño. El mundo contiene también cosas que nos asustan y que daríamos lo que fuera por evitar, pero que el deber nos exige que les hagamos frente. La templanza ayuda a la voluntad a evitar las primeras. La fortaleza ayuda a la voluntad a enfrentarse con las segundas. La templanza modera; la fortaleza estimula.

Pudiera parecer que con la fe, la esperanza, la caridad y las cuatro virtudes morales, el alma posee todas las ayudas necesarias para alcanzar su destino sobrenatural. Pero hay más ayudas, como veremos a continuación.

La gracia actual

Hemos venido hablando hasta aquí de la gracia santificante, sin mencionar la gracia actual, que también existe. Lo semejante del nombre —ambas se llaman gracia— se debe a que las dos son dones gratuitos de Dios, algo que hemos recibido totalmente y de lo que no hay ni siquiera un principio en nuestra naturaleza. Ahora bien, aunque ambas respondan a esa definición, lo que se nos da por ellas es bien distinto. Tal vez lo veamos más claro si decimos que una es la vida sobrenatural, y la otra el «impulso» sobrenatural.

La gracia santificante es la vida que se le da al alma, renovándola y dándole nuevos poderes, tanto a ella como a sus facultades. La gracia actual, en cambio, es la energía divina que pone al alma en movimiento hacia un fin determinado que sin ella no podría alcanzar. La gracia santificante mora en el alma y permanece en ella. No ocurre así con la gracia actual: no permanece, sino que es transeúnte como una ráfaga de viento, que sopla por un instante y luego desaparece, por lo que hay que aprovecharla cuando sopla; tampoco mora: no se produce su inhabitación en el alma, sino que actúa sobre ella, por así decirlo, desde fuera. Pone al entendimiento y la voluntad en movimiento sin ser una de sus cualidades, de manera semejante a como el viento mueve un barco sin convertirse en un elemento permanente de su estructura.

Podemos pensar en las gracias actuales (obsérvese que hasta ahora, al hablar de la gracia santificante, no habíase utilizado nunca el plural) como en ráfagas del viento del Espíritu. A ellas se acomoda perfectamente la frase del Señor a Nicodemo: «El Espíritu sopla donde quiere, y oyes su voz, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va» (Jn III, 8). Sin este empujón de energía divina, el alma no podría dar un solo paso para su propia santificación; con él, en cambio, logra lo que de otro modo sería incapaz de hacer. Si responde con obras —por un movimiento de amor a Dios—, el alma recibe la gracia santificante; pero sólo en el caso de que responda, ya que es un impulso, no una coacción.

Las gracias actuales no cesan al recibir la gracia santificante: Dios nos las continúa enviando para que podamos hacer esto o aquello, para que veamos lo que es mejor para nosotros y pongamos el esfuerzo necesario venciendo nuestra debilidad. Aquí ya nos encontramos con los dones del Espíritu Santo. Recibimos estos dones junto con la gracia santificante; son cualidades permanentes del alma en gracia. Podemos definir sencillamente su función diciendo que son los que aprehenden el impulso de la gracia actual cuando ésta sopla, para que respondamos a ella, y lo hagamos fructíferamente.

Los dones del Espíritu Santo

Isaías (XI, 2) nos indica los nombres de los siete dones; hablando del Mesías que ha de venir, nos dice: «El Espíritu del Señor reposará sobre él: espíritu de sabiduría y de entendimiento, espíritu de consejo y fortaleza, espíritu de ciencia y de piedad; y se llenará del espíritu de temor de Dios. No juzgará de acuerdo con lo que ven los ojos ni reprobará según lo que oyen los oídos».

En el caso de los dones, la inteligencia recibe más que la voluntad: a la primera pertenecen el don de entendimiento, el de sabiduría, el de ciencia y el de consejo. Aunque aquí sólo podamos indicar brevemente la función de ellos, cada uno merecería un estudio extenso y detallado. Hemos visto cómo, por la virtud teologal de la fe, aceptamos todo lo que Dios ha revelado por el simple hecho de haberlo manifestado El; por el don de entendimiento podemos ver con mayor claridad qué significan esas verdades que hemos aceptado, y profundizar cada vez más en su estudio. Podemos pensar que son como los ojos de la fe. El don de sabiduría hace que el alma responda de manera más intensa, no sólo al significado, sino también al valor de lo que aprendemos acerca de Dios. El de ciencia tiene que ver también con nuestra respuesta a ese valor, pero al valor espiritual de las cosas creadas. El de consejo nos ayuda a darnos cuenta de la orientación que el Espíritu Santo nos ofrece, en relación con lo que debemos hacer y evitar, aquí y ahora, para el bien eterno de nuestra alma; de alguna manera, guarda la misma relación con la virtud moral de la prudencia que el entendimiento con la fe.

Nos faltan los dones de piedad, fortaleza y temor de Dios. Hemos visto cómo el don de consejo guarda una cierta relación con la virtud moral de la prudencia. Igual ocurre con estos tres, respecto de otras virtudes morales.

Así, el don de piedad está relacionado con la justicia de una forma especial: puesto que ésta significa dar a cada uno lo que le corresponde, forma parte de ella la virtud de la religión, que consiste en dar a Dios lo que le es debido. Así, podemos definir el don de la piedad como el amor a alguien al que estamos ligados por el deber de obediencia. Es amar a Dios sólo porque es amable, no por el esplendor del mundo que ha creado o por todo lo que ha hecho por nosotros; sólo para darle gloria a El; es, por tanto, un amor a Dios que exige el total olvido de uno mismo.

Como es lógico, el don de fortaleza está ligado con la virtud que tiene el mismo nombre. El temor de Dios, en cambio, es considerado por los teólogos como algo especialmente relacionado con la virtud de la templanza. Recordemos que ésta nos ayuda a evitar los placeres prohibidos por la Ley de Dios; el don, por su parte, nos ayuda de muchas formas, pero especialmente haciendo que nos demos cuenta de la importancia del Amor, mucho más valioso que el resplandor pasajero del placer que la acción prohibida pueda proporcionarnos.

De hecho, la relación entre los dones y las virtudes, a las que concretan, impulsan o clarifican, es un tema sobre el que los teólogos han escrito con profundidad y erudición, pero esos estudios se salen del alcance de nuestro propósito en este libro. No obstante, hay algo que podemos añadir a lo anterior: de manera similar a como el espíritu sopla donde le place, y no conocemos su procedencia ni su destino —ni siquiera exactamente el momento en que lo hace—, nuestra respuesta interna a los dones es algo de lo que normalmente no somos conscientes. Es más: la totalidad de nuestra vida sobrenatural no tiene acceso a nuestros sentidos corporales, ni a nuestras emociones —que están en el lugar de unión del cuerpo y el alma—, ni a nuestra conciencia —por lo menos de la forma en que conocemos las cosas en el orden natural—.

En nuestro análisis de la vida de la gracia hemos hablado de las siete virtudes —teologales y morales— y de los siete dones. Además, están las bienaventuranzas y los frutos del Espíritu Santo, de los que no vamos a ocuparnos ahora. Todos estos constituyen, por así decirlo, el estado de gracia. Cualquiera que se encuentre en ese estado los posee: los tiene; no es posible estar en gracia y carecer de alguno de ellos, por más que la respuesta de nuestra naturaleza a los mismos, reacia o rebelde, pudiera hacernos pensar lo contrario. Con la llegada de la gracia, los adquirimos en su totalidad. Podemos obtener un aumento de la gracia, pero ello no significa que adquiramos nuevas cualidades, sino que crecemos en intensidad. El punto de partida es la fe, la raíz a partir de la cual crece toda la vida sobrenatural. Sin ella, no tendríamos nada de lo demás: ¿qué clase, de relación podríamos mantener con un Dios en el que no creyésemos? Vale la pena darse cuenta, del simple hecho de que la fe lleva consigo un nuevo contacto de la inteligencia con Dios, y la Visión Beatífica consiste, en último término, en el contacto directo de esa misma inteligencia con Dios. Nuestro fin está en nuestro principio.

Cómo se pierde la gracia

¿Cómo podemos perder la gracia? Por el pecado mortal, que es, evidentemente, una elección de nuestra voluntad en contra de la de Dios, lo suficientemente grave y deliberada como para romper nuestra unión con El. También en esto se hace preciso matizar lo anterior. Pensemos en la gracia como en un árbol, con la fe como raíz, la esperanza como base, la caridad como tronco y las virtudes morales, bienaventuranzas y dones y frutos del Espíritu Santo como las ramas y las hojas. La fe, la esperanza y la caridad constituyen la estructura del árbol. Si perdemos una de ellas, perdemos todo lo que hay encima, pero no necesariamente lo que está por debajo. Un pecado contra el amor de Dios, por ejemplo, no destruye la esperanza ni la fe, que sólo podemos perder por pecados que vayan directamente contra ellas: desesperanza o presunción, como hemos visto, en el caso de la esperanza, e incredulidad en el de la fe.

Pero la caridad es la que da la vida. Si pecamos contra ella, perderemos la vida sobrenatural y, por tanto, la gracia santificante. Podemos seguir teniendo la fe y la esperanza, pero no nos servirían para nada, estarían como muertas, si bien no habrían perdido totalmente su valor: incluso podrían ser decisivas a la hora de mover nuestra naturaleza en contra del pecado, facilitando a Dios que vuelva a actuar en el alma a través de la gracia. Un hombre que se dé cuenta de que Dios es alcanzable y desee llegar a El, aunque esté esclavizado por un vicio fuertemente enraizado, sigue teniendo una razón suficiente para luchar contra sus faltas. Aún en el caso de que sólo le quedara la fe, porque la esperanza se hubiera llevado también la caridad, ese creer en Dios, aunque sea sin obras, constituye un punto de partida para el retorno, del que carece el hombre sin fe. En ese caso, necesitaríamos una inmensa cantidad del poder vivificador del Espíritu Santo, pero las oraciones de otros pueden servir para ayudar a aquel que no reza por él mismo, consiguiéndole gracias actuales que puede decidirse a aceptar en cualquier momento mientras viva.