XV. LA MADRE DE DIOS


El Hijo eligió a su Madre

La única manera de entender a nuestra Señora es haber entendido a su Hijo. Todo lo que se refiere a Ella tiene que ver con su maternidad divina; a medida que vamos entendiendo mejor a Cristo, vamos entendiendo también mejor a Su Madre. Si no conociésemos las doctrinas de la Santísima Trinidad y la Encarnación, podríamos amarla, pero no conocerla; y ya hemos visto cómo un amor sin conocimiento no es más que un pálido reflejo del verdadero amor.

Ella es Madre de Dios, El niño que concibió y dio a luz es Dios Hijo. En su Naturaleza divina, Este había existido desde toda la eternidad; pero, en su naturaleza humana, le debe tanto a su Madre como cualquier otro hijo a la suya. Nada de lo que hace que mi madre sea mi madre falta en la relación entre la Virgen y el Señor en cuanto hombre. Si bien es cierto que, como Dios, fue engendrado por el Padre antes de todos los siglos, como hombre nació en un momento determinado, de la Virgen María. Pero no pensemos que puede considerarse madre sólo de la naturaleza humana; como ya hemos señalado, las naturalezas no tienen madre. Fue, como todas, madre de la persona que dio a luz: y esa Persona era Dios Hijo.

Para el católico, ésta es una verdad inefable y grandiosa por inconmensurable; para lo que podríamos llamar el «protestante medio», por el contrario, no pasa de ser un dato biográfico más de Cristo, que debe conocerse, pero que carece de mayor importancia. Es natural, parece decir este último, que, si Dios quería hacerse hombre, tuviera una Madre: pero Esta, una vez que lo trajo al mundo, cumplió con su deber. A partir de ese momento, todo nuestro interés debe centrarse en Jesucristo, y no en Ella. Cuando nos referimos a la Madre de Cristo, debemos hacerlo con respeto; pero lo lógico es que no salga a relucir con frecuencia: ¿por qué habría de suceder de otro modo?

He escogido este punto de vista a modo de indicador de toda una forma de pensamiento. En su postura más extrema, resulta tan cómica, que casi nos hace olvidar lo que tiene de verdadera tragedia; en uno de los debates al aire libre, tuve que escuchar de uno de mis interlocutores, con aire solemne, la siguiente afirmación: «Respeto tanto a la Madre de Cristo como a mi propia madre». La reacción natural, cuando se oye algo de este estilo, es señalar la diferencia que existe entre ambos hijos. Ahora bien, conviene dejar claro antes por qué es importante esa diferencia: no se trata de que las madres de los santos sean más santas que las de los demás; no estamos distinguiendo entre un hijo que es santo y otro que lo es menos: es la diferencia entre un Hijo que es Dios y otro que no es más que hombre.

Para ver mejor esta distinción, un buen punto de partida puede ser el hecho de que Cristo existió antes que Ella, de forma que ha sido el único hijo capaz de elegir a su Madre. Así, escogió, como cualquier otro hijo hubiera hecho, a la madre que era más adecuada para El. Además, es propio de la esencia de la filiación desear hacer regalos a una madre: Cristo, por ser Dios, podía dar a su Madre todo lo que Ella deseara: su poder de donación es ilimitado. Y lo que Ella quería, por encima de todo, era la unión con Dios, la mayor unión que pueda existir entre la voluntad de un ser humano y la de Dios: esto es, poseer gracia en el alma.

Como era su Hijo, el Señor se lo concedió gustosamente, y su respuesta fue total, de manera que estuvo libre de pecado. Tal fue su respuesta a la gracia de Dios, que la hizo suprema en la santidad, mayor incluso que la de los ángeles, según nos enseña la Iglesia; detengámonos un instante en esta verdad: por naturaleza, era inferior al menor de los ángeles, ya que la naturaleza humana, como tal, está por debajo de la angélica. Pero, como hemos dicho, cualquier relación en el orden de la gracia es superior que las que se dan en el orden de la naturaleza. Así, es la gracia la que hace que estemos más cerca de Dios, por nuestra respuesta a la participación creada de la vida de Cristo, que Dios nos ofrece. Por la gracia, por tanto, nuestra Señora supera a todos los seres creados, tan sólo por haber respondido mejor a ella. Dice a este respecto San Juan Crisóstomo: «Su santidad no hubiera sido tal si, aun dando a luz Su Cuerpo, no hubiera escuchado la palabra de Dios y la hubiera puesto en práctica».

La Inmaculada Concepción y la Asunción

Hemos considerado una de las consecuencias de que nuestra Señora sea la Madre de Dios: todos los hijos hacen regalos a sus madres; este Hijo tenía poder para darle todo lo que Ella fuera capaz de recibir, y le concedió en inmensa medida la gracia santificante. Pero hay un aspecto de su poder de donación que podemos pasar por alto fácilmente: por ser Dios, podía otorgarle esos dones, no sólo antes de nacer El, sino también antes de que Ella misma naciera. Este es el fundamento de la doctrina de la Inmaculada Concepción.

Resulta sorprendente contemplar en qué medida han asombrado estas palabras a los no-católicos, pero es más sorprendente aún ver cuántas veces las utilizan de modo incorrecto. Así, el noventa y nueve por ciento de las ocasiones son usadas para referirse al nacimiento virginal de Cristo. Por el contrario, no se refiere a la concepción de Cristo en el vientre de la Virgen, sino a la de Ella en el de su madre; no significa tampoco que Ella fuese concebida virginalmente —tuvo un padre y una madre—: quiere decir que el cuidado de su Hijo por Ella y los dones que le otorgó comenzaron desde el primer instante de su existencia.

En todos nosotros, la concepción se produce cuando Dios crea un alma y la une al elemento corporal formado en el vientre de nuestra madre. Pues bien, desde el instante mismo en que el alma de María fue creada, tuvo, por don de Dios, vida sobrenatural, además de la natural. Esto quiere decir, sencillamente, que aquella que Dios había elegido para ser Su Madre no pasó ni un instante de su vida sin gracia santificante en el alma.

Hace un siglo que la Iglesia hizo de esta doctrina objeto de una definición infalible, después de que, durante siglos y siglos, los católicos la tuvieran por cierta: una vez que la Iglesia había formulado con toda claridad posible la doctrina acerca de la Santísima Trinidad y la Encarnación, de forma que los católicos pudieran conocer quién y qué era Cristo, éstos empezaron a comprender que era impensable que hubiera permitido que Su Madre existiera, ni siquiera por un instante, sin gracia santificante. A pesar de ello, quedaba una duda por resolver para muchos hijos fieles de Santa María: nuestra Señora dice en el Magnificat «Mi espíritu exulta de gozo en Dios, mi Salvador»; entonces ¿cómo es posible que Dios fuera su Salvador? ¿Qué quedaba por salvar si ya le había sido concedida la gracia?

Poco a poco fueron viendo la respuesta a esa cuestión o, mejor dicho, la doble respuesta a la misma: rescatar a los hombres del pecado es una gracia inmensa de Dios; pero preservar a una criatura del pecado, no sólo es también una gracia, sino además una gracia mucho mayor. Más aún: aunque libre de pecado y llena de gracia en todo momento, seguía siendo miembro de una raza caída para la que estaban cerradas las puertas del Cielo. La Redención llevada a cabo por el Salvador abrió esas puertas para Ella como para el resto de los hombres.

Unos cien años más tarde de la definición de la Inmaculada Concepción vino la de la Asunción de nuestra Señora. En la enunciación de este Dogma, el término asunción significa que nuestra Señora fue llevada en cuerpo y alma al Cielo. Incluso puede decirse que, como opinión, es anterior a la creencia en la Concepción Inmaculada, y que nunca ha sido origen de ninguna duda ni problema entre los católicos.

Esto era el resultado casi inevitable del conocimiento de la verdad plena acerca de su Hijo. Todos los católicos tenían la impresión natural de que era lógico que Cristo hubiera querido que su Madre estuviera con El en el Cielo, y no sólo con su alma, sino toda Ella, con alma y cuerpo. Cualquier hijo hubiera deseado eso, y Este podía hacer realidad sus deseos. Para los más doctos existía, además, otra razón: forma parte de la doctrina de la Iglesia el que todos los hombres volverán a poseer el cuerpo del que sus almas fueron separadas en el momento de la muerte. El tiempo que transcurra hasta entonces es consecuencia del pecado. Y nuestra Señora fue preservada de él.

No se trata, por supuesto, de que los hombres pretendan saber lo que Dios hará o no hará. Existe la posibilidad de que tomemos una decisión acerca de algo, convencidos de que es decisión de Dios y, en realidad, no hacer otra cosa más que suplantarle, es decir, hacer lo que nosotros haríamos si estuviésemos en Su lugar. Pero, cuando la gran mayoría de los católicos consideran como cierta una conclusión por espacio de más de mil quinientos años, el riesgo de que eso suceda no es demasiado grande. En cualquier caso, el riesgo desaparece ante la definición infalible de la Iglesia.

Los teólogos nos dicen que cuando, en la Anunciación, nuestra Señora dijo «Hágase en mí según tu palabra», manifestó el consentimiento de la raza humana al primer paso para su Redención. Por su parte, la Asunción significa que en el Cielo Ella representa a la raza redimida: Ella sola está con cuerpo y alma en el lugar al que irán todos los que se salven. Vamos a detenernos en la relación de nuestra Señora con la humanidad, que estos dos momentos de su vida representan.

La llamamos nuestra Madre, y la mayor parte de nosotros no encontramos ninguna dificultad en considerarla como tal. Con todo, esto requiere una explicación; si damos por supuesto que es Madre nuestra por el siemple hecho de ser Madre de Cristo, ignoramos algo muy importante para entender lo que Ella significa para nosotros. El Señor, como hijo suyo, tomó de ella su vida natural; pero nuestra Señora tomó de El su vida sobrenatural, ya que es el Redentor. Nosotros, en cambio, decimos que es Madre nuestra en el orden sobrenatural, en el orden de la gracia.

¿Cuál es el motivo para ello? Que su Hijo así lo quiso. Así nos lo dice la Iglesia en una de las oraciones de la Misa correspondiente a fiesta de la Virgen como Medianera de todas las gracias: «Señor Jesucristo, Mediador nuestro ante el Padre, que te has dignado constituir a la Santísima Virgen Madre tuya y Madre nuestra...». Esa voluntad se manifestó en el Calvario: cuando nuestro Señor le dejó a San Juan por hijo, no se refería sólo a él, para lo que no le hubiera hecho falta esperar al Calvario. En la cruz, había llegado la hora del sacrificio que iba a redimir a la raza humana, y todo lo que el Señor dijo o hizo allí está relacionado con eso; también las palabras que dirigió a su Madre y a San Juan. Formaba parte del plan de la Redención que El la entregase como madre a Juan, no como tal, sino como representante de todos los hombres. Desde aquel momento, Ella es Madre de todos nosotros.

¿Y qué lleva consigo la maternidad? Fundamentalmente, amor y voluntad rendida de servicio. Los católicos han visto siempre estas dos cosas en nuestra Señora, poniendo en sus manos todas sus necesidades con tal confianza, y hablando interiormente con Ella con total libertad. Es decir, le pedimos cosas o, mejor dicho, le rogamos que pida cosas por nosotros: toda clase de cosas, pero especialmente la gracia, que es lo que a Ella más le importa (y lo que debe importarnos más también a nosotros, aunque no siempre nos demos cuenta de ello). En su Encíclica Ad Diem, San Pío X la llama «la primera Dispensadora en la distribución de las gracias».

Llegamos así a uno de los elementos de la Redención más fácilmente olvidados: forma parte del plan de Dios que la aplicación a cada alma individual de la Redención alcanzada por Cristo sea hecha por los mismos hombres; por ello, todos somos dispensadores en la administración de las gracias. Los principales medios con que contamos para ello son el amor, la oración y la penitencia.

Ahora bien, ninguno de estos medios sería eficaz si Cristo no hubiera muerto por nosotros; unidos al acto de la Redención, por el contrario, tienen un poder inmenso. Desde los comienzos de la Iglesia se ha tenido por segura su eficacia; por eso puede decir San Pablo a sus conversos que recen por los demás, precisamente porque hay un Mediador entre Dios y el hombre (1 Tim II, 5). En otras palabras: el hecho de que nuestro Señor sea Mediador, lejos de hacer innecesaria nuestra oración por los demás, la hace eficaz.

La oración de cualquiera de nosotros puede ayudar a los demás, pero lo hará en mayor medida cuanto mayor sea el grado de santidad que hayamos alcanzado. Con Cristo y en Cristo todos estamos llamados a corredimir; María en primer lugar, por tres motivos: por no haber cometido pecado, por la inmensidad de su amor, por la intensidad de su sufrimiento.

El Cuerpo Místico tiene su razón de ser en la aplicación de la Redención a cada alma. Como se ha señalado, todos estamos llamados a participar en esa aplicación, pero Ella es la Corredentora. Una vez más, por tanto, representa a toda la raza humana redimida. Casi todo lo que decimos de la Iglesia le puede ser atribuido a Ella, y viceversa: la llamamos Madre, por ejemplo, y hablamos también de la Santa Madre Iglesia. En realidad, todo lo que la Iglesia como Cuerpo Místico lleva a cabo en otros miembros —en mayor o menor medida, de acuerdo con la cooperación que queramos prestarle para hacerlo—, en la Virgen lo realiza de manera singular, continua y perfecta; Ella es la primera Dispensadora en la distribución de las gracias.