XII. LA REDENCIÓN


Sufrimiento y muerte

Una vez adquirido un cierto conocimiento sobre quién es y qué es el Redentor, estamos en condiciones de enfrentarnos con el significado de la Redención.

Para recordar la razón por la que la humanidad tenía que ser redimida, y el estado en el que se encontraba el hombre antes de que esto sucediera, puede merecer la pena releer el apartado sobre la caída del hombre. No obstante, vamos a resumir aquí lo más importante: por la caída del primer hombre, la raza perdió su unión con Dios; se abrió un abismo entre ambos; entre el hombre y Dios —antes unidos— existía ahora una separación; hasta que llegó la reparación por esa falta, las puertas del Cielo estaban cerradas para los miembros de la raza humana.

Dios podía haber borrado del mapa a la raza, dándola por perdida; podía también haber perdonado el pecado, sin más. Pero no hizo ninguna de las dos cosas: decidió que el pecado que la naturaleza humana había cometido, en la naturaleza humana debía ser expiado.

El acto por el que Cristo nos redimió fue un acto totalmente humano: la vida que ofreció en sacrificio fue Su vida humana —ofrecer la divina no hubiera tenido sentido—; la Pasión fue sufrida por Su Alma y por Su Cuerpo, y la muerte no fue más que la separación de ambos.

En El, se entregaba entera la humanidad, sin reservarse nada de ella. Era la total obediencia, en contraposición a la desobediencia del pecado del hombre; una total aceptación y un anonadamiento, contra la rebeldía y la autoafirmación del pecado del hombre. Todo ello realizado plenamente en su naturaleza humana.

Pero el que llevó a cabo la acción era Dios: las acciones, como hemos visto, vienen determinadas por la naturaleza, pero son realizadas por la persona; y la persona que poseía esta naturaleza humana, en cuya naturaleza humana todo esto se llevó a cabo, era, es, Dios Hijo. Por ser verdadero hombre, su sacrificio fue verdaderamente humano, de forma que podía reparar por el pecado de la raza humana. Por ser Dios, su acto tuvo un valor infinito, y compensó —sobreabundantemente— no sólo todos los pecados que el hombre había cometido, sino todos los que pudiera cometer en el futuro; por eso, esencialmente, fue capaz de redimirnos.

Pero, si cada acción de Cristo tenía un valor infinito por ser la acción de Dios, ¿por qué no ofreció algo de menor importancia —las lágrimas que derramó sobre Jerusalén, por ejemplo—? Siempre ha resultado peligroso pretender descubrir los motivos por los que Dios hace una cosa en vez de otra. En definitiva, sus caminos son insondables; nuestra mente no es la suya.

Ahora bien, podemos decir que, si hubiera ofrecido algo menos que Su vida, nos hubiera quedado la sensación, si no de insatisfacción, sí —por lo menos— de no estar totalmente satisfechos; la sensación de que la naturaleza humana de Cristo no habría tenido más que un papel accesorio en nuestra Redención, dejando a la infinitud de la Persona divina la mayor parte. En cambio, quiso entregar totalmente su naturaleza humana, dejando a la Persona sólo el valor infinito que dicha naturaleza no hubiera podido darle.

Observemos el término «quiso». Ningún hombre puede entregarse a sí mismo a la muerte en contra de su voluntad. Nos dice una y otra vez que «dará» Su vida por Sus ovejas: «Doy mi vida para tomarla de nuevo. Nadie me la quita, soy yo quien la doy por mí mismo» (Jn X, 17-18). No quería que los hombres le mataran, desde luego; pero, ya que éstos querían condenarle por haber hablado sin reparo de Dios contra ellos, quiso dejarles llevar a cabo lo peor que podían hacer. Sería la víctima ofrecida como sacrificio, por amor: ellos Le matarían; El ofrecería su vida por los pecados de todos los hombres, incluidos los de ellos.

Es esencial leer ahora lo que San Mateo (capítulo XXVI), San Marcos (capítulo XIV) y San Lucas (capítulo XXII) tienen que decirnos sobre la Agonía en el Huerto.

Tomó sobre Sí los pecados de los hombres, de forma que Su ofrecimiento fue verdadera expiación. En Getsemaní, podemos intuir lo que eso llevaba consigo para El, ya que nada de lo que hizo allí fue ficción o comedia. No se pudo hacer culpable de los pecados de otros hombres, porque sólo es culpable quien los comete; pero cargó con ellos, con su peso y —sobre todo— con el del dolor que nosotros —todos los hombres— deberíamos haber sentido por nuestros pecados y no lo hemos hecho. Eso sólo hubiera bastado para matarle.

Pero Su Padre, respondiendo a Su oración agonizante, le envió un ángel «para confortarle»: todavía no había llegado la hora de la muerte, que le esperaba en el Calvario.

Pasión, Resurrección y Ascensión

En el Ordinario de la Misa, hay tres palabras que se pronuncian unidas en dos ocasiones y que, si no nos damos cuenta de que en la Liturgia no hay una sola letra que sobre, no comprenderemos lo importantes que son. (En mi caso, por si sirve de ejemplo, tardé aproximadamente treinta años en hacerlo.)

Entre el Lavabo y el Orate fratres, el celebrante pide a la Santísima Trinidad que reciba «este sacrificio que te ofrecemos, en memoria de la Pasión, Resurrección y Ascensión de Nuestro Señor Jesucristo» 1. Después de la Consagración, el sacerdote añade que ofrecemos el sacrificio en memoria, no sólo de la Pasión de Cristo, sino también de su Resurrección y de su gloriosa Ascensión a los Cielos.

El motivo de ambas frases es el mismo, si bien se ve más claro en la segunda: el sacrificio no sólo conmemora el sufrimiento y la Muerte en el Calvario, sino también la Resurrección y Ascensión. La Resurrección no es únicamente victoria sobre la muerte, ni la Ascensión un modo de mostrar a los Apóstoles que su Cristo había dejado realmente el mundo; tienen su función que cumplir, junto con el Calvario, en nuestra Redención; ambas pertenecen a la plenitud del sacrificio por el que la separación entre la raza humana y Dios fue superada, la gracia fluyó abundantísima, las puertas del Cielo se abrieron a la raza humana.

Detengámonos por un instante en este Sacrificio: para nosotros es la acción más grande de todas, pues por ella fue redimida nuestra raza. Desde un comienzo, el hombre —aún sin saber lo que, en último término, conseguiría por él— ha considerado el sacrificio como la acción suprema de toda religión; solía ser un acto público con un determinado rito, llevado a cabo por uno en nombre de todos los demás; en él, el hombre renunciaba a usar algo personal, y lo hacía sagrado, ofreciéndoselo a Dios y reconociendo con ello que a El pertenece todo lo que los hombres poseen.

Por supuesto, no bastaba con que el hombre ofreciera algo: sin la aprobación y aceptación de Dios, todo sería vano. Algunas veces, en el Antiguo Testamento, Dios mostró públicamente Su aprobación, como cuando envió fuego del cielo sobre la ofrenda.

Pero sólo en el supremo sacrificio de nuestra Redención mostró Dios Su aprobación pública y totalmente. Con la Resurrección, Dios nos dio el signo visible de que el Sacerdote que había ofrecido Su Cuerpo y Su Sangre en el sacrificio Le era totalmente grato. En la Ascensión, Dios mostró visiblemente que tomaba para Sí a Aquel que se Le había ofrecido.

Jesucristo ascendió a la diestra de Su Padre para siempre; aún tenía en Su cuerpo las señales del sacrificio, pero en un cuerpo ahora glorioso, eterno recuerdo de que el pecado del hombre había sido expiado, de que había sido colmado el abismo entre Dios y el hombre, de que estaban unidos de nuevo, como al principio. Así, la Epístola a los Hebreos (VII, 25) nos muestra a Cristo en el Cielo, «viviendo siempre para interceder por nosotros».

En la Ultima Cena, nuestro Señor dijo a los Apóstoles que debía marcharse; y, para consolarles en su angustia, les dio la razón suficiente de que si El no se iba, no vendría el Espíritu Santo. Antes, en el mismo Evangelio de San Juan (VII, 39), leemos que no habían recibido todavía el Espíritu porque Cristo no había sido glorificado. Para Cristo, todo se contiene en la venida del Espíritu Santo. El orden interrumpido por Adán había sido restablecido o, más bien, un orden mejor había sido instaurado, gracias a la Segunda Persona. Ahora había llegado el momento de que se derramara un torrente de gracias como hasta entonces no habían conocido las almas de los hombres. Y, como los dones son fruto del amor, se atribuyen a la tercera Persona, por ser Esta —dentro de la Santísima Trinidad— la manifestación del amor entre la Primera Persona y la Segunda.

En la Ultima Cena, Cristo prometió a los Apóstoles que, cuando volviera a su Padre, les enviaría al Espíritu Santo. En la Ascensión, llegado el momento de ir al Padre, les dice que vuelvan a Jerusalén y esperen la venida del Espíritu Santo, que descendió sobre ellos diez días más tarde, en Pentecostés (que significa «quincuagésimo» refiriéndose a la suma de los cuarenta días desde la Resurrección hasta la Ascensión, y los diez posteriores).

Antes de comenzar con la cuestión grandiosa de cómo hemos sido hechos partícipes del acto de la Redención, podemos echar una ojeada al derrotado en el gran combate que tuvo lugar en el Calvario, a aquel que salió victorioso en aquel otro combate, el primero, durante el peor momento de nuestra historia: Satanás.

Hemos hecho notar, cómo, a medida que iba acercándose la Pasión, nuestro Señor era más consciente de el Enemigo, mencionándolo una y otra vez. Satanás también era consciente de Cristo, pero no Le conocía tan bien como Cristo le conocía a él. Resulta irónico ver cómo él mismo fue la causa de su derrota, ya que —según nos cuentan San Lucas y San Juan— fue él quien movió a Judas a entregar al Señor a Sus asesinos.

Verdad, Vida, Unión

Durante la Ultima Cena, Nuestro Señor pronunció las palabras que constituyen —a un tiempo—la fórmula de nuestra Redención y el principio supremo de su Iglesia: «Yo soy el camino, la verdad y la vida. Nadie puede venir al Padre si no es por Mí».

Es posible que hayamos conocido y amado esta frase durante toda nuestra vida, pero que, sin embargo, no tengamos mucha idea de lo que significa; es tan bonita, que existe el peligro de no profundizar en su contenido, quedándonos sólo con la forma. Para todo aquel que crea poder encontrarse en esa situación, tal vez resulte útil detenerse un momento y examinar por su cuenta esas magníficas palabras, antes de seguir leyendo mi propio examen de las mismas.

La primera cuestión puede ser preguntarse por qué, si el Señor es el Camino, hace falta que sea más cosas; ¿por qué añade «la verdad y la vida»? Si El es el Camino, con encontrarle ya lo hemos hecho todo. Pero hay dos cosas más, que nos intrigan: por ellas nos enfrentamos con una realidad temible y esperanzadora a la vez, realidad que San Pablo expresaba diciendo: «Con temor y temblor, trabajad para vuestra salvación» (Fil II, 12).

Y es que la salvación no se nos presenta «en bandeja»; no es una forma de ahorrarse esfuerzos: lo que Cristo hace por los hombres es lo que los hombres no pueden hacer, no lo que está en sus manos; lo que el hombre pueda hacer, debe hacerlo. Haber encontrado el camino es el principio, no el fin. El camino no es la meta, que sólo se alcanza permaneciendo en él. El camino puede perderse.

Podemos perder el Camino, como se puede perder cualquier camino, por apartarnos de él a causa del error, o bien por falta de fuerzas para la lucha —el «temor y el temblor»— que llegar hasta el final supone. Para contrarrestar el peligro de irnos del camino necesitamos la verdad; para contrarrestar el peligro de quedarnos a mitad del camino necesitamos vida —nuestro Señor vino para que tuviésemos vida en abundancia (Jn X, 10)—: la vida de la gracia santificante.

También podemos preguntarnos qué lleva al Señor a llamarse a Sí mismo «el Camino». El mismo nos da la respuesta: «Nadie puede venir al Padre si no es por mí». Sólo a través de la unión con Cristo pueden llegar los hombres a la unión eterna con Dios, que es su destino.

La salvación, por tanto, tiene que ver con la verdad, la vida y la unión con el Dios-Hombre. La forma en que debemos hacer nuestras cada una de esas cosas nos la dijo Jesús en una montaña de Galilea, entre Su Resurrección de los muertos y Su Ascensión a los Cielos para presentar ante el trono de Dios el sacrificio de nuestra salvación. A los Apóstoles —sólo quedaban once con El—, les dijo: «Id y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, enseñándoles a observar todo cuanto yo os he mandado. Yo estaré siempre con vosotros hasta la consumación del mundo» (Mt XXVIII, 19-20).

Observemos cómo siguen estas palabras la misma fórmula de la Ultima Cena: verdad, vida, unión:

Primero, verdad. Deben enseñar, y enseñar todas las cosas. Ya les había advertido que, mientras a los demás les hablaba en parábolas, a ellos les decía las cosas claramente (Mt XIII, 11). En la Última Cena, les prometió que cuando viniera el Espíritu Santo les enseñaría todas las cosas (Jn XVI, 13); ¿cómo? Recordándoles todo lo quenuestro Señor les había dicho. Y ahora debían enseñar ese gran conjunto de verdades a todos los pueblos.

Después, vida. Deben bautizar: el bautismo significa nacer de nuevo del agua y del Espíritu Santo (Jn III, 5). Nacer es empezar a vivir en este mundo; volver a nacer es empezar una vida superior. Y éstos eran los hombres a quienes el Señor había dado otros poderes para dar la vida: perdonarían los pecados (Jn XX, 23), es decir, devolverían la vida de la gracia a los que la hubieran perdido por el pecado; transformarían el pan y el vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo, el verdadero alimento para la vida, según dijo Jesús a la muchedumbre: «Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis Su sangre, no tendréis vida en vosotros» (Jn VI, 53).

¿Y la unión? Baste con lo siguiente: «Yo estaré siempre con vosotros hasta la consumación del mundo».

A través de los Apóstoles —y, «hasta la consumación del mundo», por medio de sus sucesores—hallamos la verdad, la vida y la unión que habrán de salvarnos.
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1 En el Misal de Pablo VI estas palabras se han suprimido. (N. del E.).