II. EL ESPÍRITU


El espíritu conoce y ama, es energía

Cuando hacía poco tiempo que me dedicaba a hablar en una esquina para la «Catholic Evidence Guild», una persona me pidió que le explicara lo que quería decir con la palabra espíritu. Le contesté que espíritu es «lo que no tiene forma, ni medida, ni color, ni peso, ni ocupa espacio». Me respondió: «es la mejor definición de nada que he oído en mi vida». Tenía razón, porque lo que yo le había dado era una lista de cosas que el espíritu no es, sin mencionar lo que en realidad es.

En Teología, «espíritu» no es sólo una palabra clave: es la palabra clave. Nuestro Señor dijo a la mujer samaritana: «Dios es espíritu». Si no conocemos el significado de la palabra «espíritu», no podemos saber lo que quiso decir con eso. Es como si nos hubiera dicho que Dios es..., lo cual no nos diría nada. Lo mismo ocure con todas las doctrinas, que incluyen al espíritu. En Teología, el espíritu se estudia constantemente; la misma mente con la que lo estudiamos es un espíritu.

Debemos, en definitiva, saber lo que es. Y no me refiero tan sólo a su definición: debemos dominar la idea, hacerla nuestra y aprender a manejarla con soltura y sabiduría. Por eso, vamos a detenernos en este punto. Pensar con calma sobre él nos será muy útil más adelante; este libro no pretende recorrer a trompicones los campos de la Revelación, sino más bien intenta mostrar los fundamentos de la Teología.

Comencemos con nuestro propio espíritu, que es el que conocemos mejor. El espíritu es la parte de nuestro ser con la que conocemos y amamos, con la que —en consecuencia— tomamos decisiones. Nuestro cuerpo no sabe nada, ni ama (no goza con los placeres corporales, sino que reacciona físicamente ante ellos, acelerando el pulso —por ejemplo— o produciendo acidez de estómago; es nuestra mente la que conoce y puede aceptar esa reacción o rechazarla). Nuestro cuerpo tampoco decide nada (aunque nuestra mente pueda decidir a favor de algo que produzca un cierto placer corporal.

El espíritu conoce y ama. Una mirada más detenida a nosotros mismos nos revelará que el espíritu tiene poder: es la mente humana la que es capaz de desintegrar el átomo; el átomo por sí mismo no puede desintegrar la mente, ni siquiera desintegrarse a sí mismo, porque no conoce sus electrones.

El espíritu es superior a la materia

Decíamos que la mente es capaz de desintegrar el átomo, o de calcular los años-luz. Es cierto que para ambas operaciones necesita del cuerpo; pero no cabe duda sobre quién se subordina a quién: la mente utiliza al cuerpo, sin necesidad de pedirle permiso. La mente es lo principal, mientras que el cuerpo no es más que el instrumento. Ahora bien, ¿es esencial el instrumento? ¿necesita de él la mente para lograr ejercer alguna influencia sobre la materia? Es evidente —y nuestra propia experiencia así lo demuestra— que el espíritu puede afectar a la materia directamente: queremos alzar la mano —por ejemplo—, y lo hacemos. Aunque lleve consigo una complicada actividad anatómica, es la voluntad quien la pone en movimiento. Como veremos más tarde, ese mismo poder que la mente humana es capaz de ejercer sobre su cuerpo, lo ejercen espíritus más poderosos sobre toda clase de materia.

Esta unión de espíritu y materia en las acciones humanas muestra la diferencia entre el espíritu del hombre y el de los demás seres: nuestro espíritu es el único que es, al mismo tiempo, alma (esto es, principio de vida del cuerpo). Dios es un espíritu, pero no tiene cuerpo; los ángeles son espíritu, pero tampoco tienen cuerpo. El espíritu del hombre es el único que está unido a un cuerpo, animándolo, dándole vida. Todos los seres vivientes —vegetales, animales inferiores, hombres—tienen un principio de vida, un alma. Y, de la misma manera que el nuestro es el único espíritu que es un alma, nuestra alma es la única que es un espíritu. Más adelante analizaremos la unión del espíritu y la materia en el hombre, para ver de qué modo nos afecta. Pero, por ahora, lo que nos interesa es sólo el espíritu.

Hemos visto algunas cosas que el espíritu es capaz de hacer en nosotros: conocer, amar, dar vida al cuerpo. Pero, ¿qué es, en definitiva, el espíritu?

Podemos responder a esto contemplando nuestra propia alma, fijándonos especialmente en una de las cosas que hace: producir ideas. Recuerdo una discusión entre uno de los conferenciantes de la «Catholic Evidence Guild» y un materialista, que pretendía que su idea de justicia era el resultado de una actividad meramente corporal, producida por el cerebro material del hombre:

CONFERENCIANTE: ¿Cuántos centímetros tiene de larga?

INTERLOCUTOR: No diga tonterías. Las ideas no pueden medirse.

CONFERENCIANTE: Muy bien. Y, ¿cuánto pesa?

INTERLOCUTOR: ¿Qué pretende? ¿Cree que soy tonto?

CONFERENCIANTE: No, le estoy tomando la palabra. Pero, dígame: ¿de qué color es? ¿qué forma tiene?

La discusión acabó en este punto, porque el materialista se negaba a continuarla, afirmando que el católico decía disparates. Es un disparate, desde luego, pretender que un pensamiento tenga longitud, peso, color o forma alguna. Pero, ya que el materialista había dicho que el pensamiento era algo material, el conferenciante le preguntó qué accidentes materiales poseía ese pensamiento. En realidad, no tenía ninguno, y el materialista lo sabía perfectamente, pero no había llegado a la conclusión obvia. Si estamos produciendo constantemente cosas que no tienen los accidentes propios de la materia, debe haber en nosotros algún elemento que no sea material, capaz de producirlas. Ese es, de hecho, el elemento que llamamos «espíritu».

El materialista cree —gratuitamente por cierto—que nosotros somos una colección de supersticiosos que creemos en una fantasía llamada «espíritu», mientras que él es la persona sensata que afirma que las ideas son producidas por un órgano corporal: el cerebro. En realidad, él pretende que la materia produce algo que no tiene nada en común con ella; ¿qué puede haber más fantástico que eso? Nosotros somos los sensatos, y debemos insistir en ello.

En ocasiones, el materialista argumentará que se producen cambios en el cerebro cuando pensamos: corrientes, descargas eléctricas, etc. Pero eso no es más que lo que acompaña al pensamiento y no el pensamiento mismo. Cuando pensamos en la idea de justicia, por ejemplo, no estamos pensando en las corrientes que puedan producirse en el cerebro; la mayor parte de nosotros ni siquiera sabemos que existen. La justicia tiene un significado concreto, que no tiene nada que ver con una corriente. Cuando digo que la misericordia llega más lejos que la justicia, no me refiero a que las corrientes eléctricas de ésta sean menos intensas que las de la primera.

Nuestras ideas no son materiales. No se asemejan a nuestro cuerpo, sino a nuestro espíritu. No tienen forma, ni medida, ni color, ni peso, ni ocupan espacio; como tampoco el espíritu, del que proceden. No obstante, nadie puede decir por ello que el espíritu no sea nada, porque produce los pensamientos, y los pensamientos son la cosa más poderosa del mundo (con excepción del amor, que —dicho sea de paso— también es producto del espíritu).

El espíritu no ocupa lugar

Hemos alcanzado el tema más arduo en nuestro examen del espíritu. Suele ser costoso superarlo, pero una vez logrado todo resulta más fácil.

Comencemos con una frase que puede parecer una negación, pero que no lo es: un espíritu se diferencia de una cosa material en que no tiene partes. Una vez que logremos dominar el significado de esto, estaremos muy cerca de alcanzar nuestro objetivo.

La parte es aquel elemento del ser que no es el todo, como el tórax es una parte de mi cuerpo, o el electrón una parte del átomo. El espíritu no tiene partes; no hay elemento del mismo en el que no esté todo entero. No puede dividirse en partes, como la materia. Nuestro cuerpo tiene distintas partes, cada una de las cuales con una misión específica: los pulmones, respirar; los ojos, ver; las piernas, caminar. Nuestra alma no tiene partes, porque es un espíritu. No hay ningún elemento en ella que no sea toda el alma. Es capaz de realizar cosas notablemente distintas —conocer, amar, dar vida a un cuerpo—, pero cada una de ellas es realizada por toda el alma: no tiene partes en las que se pueda dividir.

Esta ausencia de partes en el espíritu es la dificultad que se le presenta al que comienza. Concéntrate en la frase siguiente: un ser que no tiene partes no ocupa espacio. Difícilmente puede encontrarse algo que aclare esta verdad; no hay más que contemplarla, hasta que de repente te des cuenta de que la ves. Lo máximo que puede hacer quien la enseña es añadir algunas observaciones. Si uno piensa en algo que le guste y que ocupe espacio, se dará cuenta de que tiene partes, de que tiene que haber elementos en ello que no sean el todo: este extremo no es aquél, la parte de arriba no es la de abajo, la parte de dentro no es la fuera, etc. Si ocupa espacio, aunque sea microscópico o infinitesimalmente microscópico, tendrá alguna «extensión». El espacio es donde la materia extiende sus partes. Un ser que no tenga partes no tendrá tampoco ninguna extensión; no tendrá nada en común con el espacio. Por lo tanto, no tendrá partes. Su categoría está por encima de la necesidad de un espacio.

El problema está en que es difícil pensar en algo que exista y no esté en el espacio; más difícil aún es imaginarse algo actuando sin tener partes. Contra la primera dificultad, debemos recordar que el espacio no es más que el vacío, y parece difícil suponer que el vacío sea esencial para la existencia; contra la segunda, debemos recordar que las partes no son más que divisiones, y parece difícil suponer que esas divisiones sean una ayuda indispensable para poder actuar.

Contra ambas dificultades, puede ayudarnos un poco el pensar en una de nuestras operaciones más comunes: los juicios, que constantemente estamos haciendo. Cuando —en nuestra mente— juzgamos que, para un caso dado, la misericordia es más útil que la justicia, hacemos algo realmente sorprendente. Ante todo, tomamos tres ideas o conceptos: misericordia, justicia y utilidad. Luego, encontramos algún tipo de identidad entre misericordia y utilidad: la misericordia es útil. Esto significa que unimos de alguna forma misericordia y utilidad en nuestra mente; no hay ninguna «distancia» entre ambos conceptos, porque —si la hubiera— no habría lugar para la comparación ni para el juicio. Si la mente tuviera extensión —como la tiene el cerebro—, siendo el concepto de misericordia una parte de la misma, y el concepto de utilidad otra parte, no podrían ser comparadas. De modo similar, los conceptos de justicia y utilidad deben de encontrarse también unidos, existiendo alguna identidad entre ellos que permita afirmar que la justicia es útil. Pero esto no es todo. Los tres conceptos deben de encontrarse unidos, de forma que pueda decidirse la superior utilidad de la misericordia.

La facultad de emitir juicios está en la base misma del poder del hombre para vivir y desarrollarse en el dominio de sí mismo y de lo que le rodea. Y esa facultad depende de la integridad del alma: un único e indiviso principio de pensamiento capaz de abarcar y unificar todos los conceptos que queramos comparar.

Queda por ver una última verdad acerca del espíritu: su permanencia.

El espíritu es inmutable

Como hemos visto, un estudio detenido nos mostraría que un ser que no tenga partes, que no tenga ningún elemento distinto del todo, no puede ocupar espacio. Si continuásemos ese estudio, veríamos cómo no puede cambiar para ser algo distinto de lo que es, ni ser destruido por ningún proceso natural. Hemos llegado así a la verdad más profunda del espíritu: es el ser que permanece siempre en lo que es, de forma que no puede ser ninguna otra cosa.

Los seres materiales pueden ser destruidos, en el sentido de que pueden ser divididos en las partes de las que están formados: todo lo que tiene partes puede dividirse, romperse. Pero un ser que no tiene partes está por encima de esto. No se le puede quitar nada, porque no hay nada en él excepto su mismo ser entero. Podemos imaginar, no obstante, que el ser entero deje de existir; eso sería la aniquilación. De la misma manera que sólo Dios puede crear un ser de la nada queriendo que exista, sólo Dios puede reducir un ser a la nada queriendo que deje de existir. Ahora bien, en lo que se refiere al alma humana, Dios nos ha dicho que nunca querrá que eso ocurra.

Un ser espiritual no puede, por tanto, perder su identidad. Puede experimentar cambios en lo que se refiere a su relación con otros seres (como,por ejemplo, aumentar o disminuir el conocimiento que tiene de él; trasladar su amor de un objeto a otro; desarrollar su poder sobre la materia; su propio cuerpo puede dejar de responder a su animación, de donde se sigue la muerte del mismo; etcétera). Pero, en medio de todos estos cambios, sigue siendo él mismo, consciente de él mismo, permanente.

El lector para el que todo esto resulte nuevo debe continuar pensando en estas verdades, aprovechando los ratos libres: al ir al trabajo o en ratos de insomnio. Debe seguir contemplando la relación entre tener partes y ocupar espacio, hasta que vea, hasta que de verdad vea, que un ser sin partes no puede ocupar espacio. Debe seguir contemplando la relación entre tener partes y dejar de existir, hasta que vea claramente que un ser sin partes nunca puede ser algo distinto de sí mismo.

Debemos intentar reunir, ver juntas, todas estas verdades distintas acerca del espíritu. Una forma de hacerlo puede ser fijándonos sólo en nuestra propia alma —el espíritu que mejor conocemos—que es toda ella misma, para siempre ella misma, y que hace todo con todo su ser. No obstante, el alma humana es el más inferior de los espíritus. El menor de los ángeles es inimaginablemente superior en su poder (esos ángeles con cara de niño, tan dulces y tiernas que los libros infantiles desfiguran, no tienen nada que ver con los verdaderos ángeles).

Los filósofos nos dicen que los ángeles podrían —tales son sus facultades— destruir el universo material si el poder omnipotente de Dios no lo evitase; el mismo poder que evitará que el hombre lo haga hasta que Dios lo quiera.

No basta con haber aprendido lo que es el espíritu. Debemos edificar ese conocimiento en la estructura misma de nuestra mente. La capacidad de contemplar las realidades espirituales debe convertirse en uno de sus hábitos. Cuando lo haya hecho, habremos alcanzado el primer nivel de la madurez. El materialismo —por muy bien argumentado que esté— no puede encontrar eco en nosotros. Tal vez no seamos siempre capaces de rebatir sus argumentos, pero eso es lo que menos importa. El materialismo es repulsivo; todos nuestros hábitos mentales deben ser contrarios a él. Es como si un científico se dedicara a esgrimir argumentos que mostraran la utilidad de andar «a cuatro patas»: encontraríamos la idea repulsiva; todos nuestros hábitos corporales se rebelarían ante ella. Esta comparación no es, en verdad, inapropiada: el hombre que conoce el universo del espíritu camina erguido; el materialista se arrastra por el suelo.