B. LA EUCARISTÍA COMO SACRAMENTO

 

13. LA SACRAMENTALIDAD DE LA EUCARISTÍA

La eucaristía es verdadero sacramento instituido por Cristo (de fe; Dz 844).

Los racionalistas modernos impugnan que Cristo instituyera la eucaristía, pues los relatos de su institución carecen, según ellos, de valor histórico; cf. Dz 2045.

La sacramentalidad de la eucaristía se deduce del hecho de que en ella se cumplen todas las notas esenciales de la definición de sacramento de la Nueva Alianza :

  1. El signo externo son los accidentes de pan y vino (materia) y las palabras de la consagración (forma), que perduran en su efecto.

  2. La gracia interna indicada y producida por el signo externo es, según Ioh 6, 27 ss, la vida eterna.

  3. El hecho de que Cristo instituyera la eucaristía lo indican las mismas palabras del Señor: «Haced esto en memoria mía» (L.c 22, 19; 1 Cor 11, 24). El carácter genuino de estas palabras está garantizado por la celebración de la Cena en las primitivas comunidades cristianas, celebración que sería incomprensible sin un correspondiente encargo de Cristo. Las palabras del relato de la institución eucarística indican claramente que la eucaristía, por voluntad expresa de Cristo, debía ser una institución permanente: «sangre del Testamento» (Mt 26, 28; Mc 14, 24), «el Nuevo Testamento en mi sangre» (Lc 22, 20; 1 Cor 11, 25). Según el discurso en que Jesús prometió la eucaristía (Ioh 6, 53 ss), ésta debería ser fuente de vida para todos los fieles.

Las especies sacramentales son sacramentum tantum (únicamente sacramento); el cuerpo y la sangre de Cristo son res et sacramentum (cosa y sacramento) ; la gracia santificante, o (según Santo Tomás) la unidad del cuerpo místico de Cristo obrada por la gracia santificante, es res o virtus sacramenti (cosa o virtud del sacramento) ; cf. S.th. LII 73, 3 y 6. A diferencia de todos los demás sacramentos, la eucaristía es permanente. La realización del sacramento («sacramentum in fieri, consecratio, confectio»), el ser («sacramentum in esse») y la recepción («sacramentum in usu, communio») no coinciden temporalmente.

 

§ 14. EL SIGNO EXTERNO DE LA EUCARISTÍA


1. La materia

La materia para la confección de la eucaristía es el pan y el vino (de fe; Dz 877, 884).

a) Conforme al uso incesante de la Iglesia, no se puede consagrar sino pan de trigo. El Decretum pro Armeniis (1439) enseña con Santo Tomás : «cuius materia est panis triticeus» (cuya materia es pan de trigo) ; Dz 698; CIC 815, § 1. La mayor parte de los teólogos consideran como condición de validez el empleo de pan de trigo; algunos, v.g., G. Biel y Cayetano, creen que tal empleo es únicamente condición de licitud.

En nada afecta a la validez del sacramento el empleo de pan ázimo o pan fermentado (como es de rito en la iglesia oriental). El concilio unionista de Florencia declara en su Decretum pro Graecis: «Item (diffinimus), in azymo sive fermentato pane triticeo corpus Christi veraciter confici» ; Dz 692; CIC 816. La práctica seguida en la iglesia latina está mejor fundada, pues, según el claro testimonio de los sinópticos, Cristo en la última Cena empleó pan ázimo, probablemente de trigo; cf. Mt 26, 17 (Mc 14, 12; Lc 22, 7) : «El día primero de los Azimos.» En la iglesia latina podemos comprobar el empleo de panes ázimos desde el siglo viii. Durante la antigüedad cristiana, también en la iglesia de Occidente se empleaba pan corriente, es decir, fermentado (SAN AMBROSIO, De sacr. iv 4, 14: «panis usitatus»).

b) El segundo elemento de la eucaristía es el vino natural de vid («vinum de vite») ; Dz 698; CIC 815, § 2. Cristo en la Última Cena empleó vino natural de vid (Mt 26, 29; Mc 14, 25). La Iglesia tiene que seguir el ejemplo del Señor; de lo contrario, la consagración sería inválida.

Algunas sectas de principios del cristianismo, como los ebionitas y los encratitas, usaron agua (aquarii) en lugar de vino. Contradice los hechos históricos la aseveración de que, durante el siglo II, también en la Iglesia católica se usaba agua en vez de vino como elemento de la eucaristía (Harnack); cf. SAN JUSTINO, Apol. i 65 y 67; SAN IRENEO, Adv. haer. iv 18, 4; v2,3.

Al vino hay que añadirle un poco de agua según una costumbre que se remonta a los primitivos tiempos del cristianismo («modicissima aqua» ; Dz 698; CIC 814), pero la validez del sacramento no depende del cumplimiento de este requisito. El mezclar agua al vino — que era práctica universal entre los judíos, así como también entre Ios griegos y romanos (cf. Prov 9, 5)— es una costumbre de la que hallamos frecuentes testimonios en los padres (SAN JUSTINO, Apol. I 65 y 67; SAN IRENEO, Adv. haer. v 2, 3; epitafio de Abercio, 16), y que significa simbólicamente el agua que manó del costado herido de Jesús, la unión hipostática de la naturaleza humana de Cristo con la naturaleza divina y la unión mística del pueblo fiel con Jesucristo; cf. Dz 698, 945, 956. La cuestión de si el agua se transustancia también con el vino no ha recibido respuesta unánime por parte de la teología escolástica. Parece que la opinión más probable es aquella que patrocinara Inocencio III, según la cual toda la mezcla de agua y vino es la que se transustancia; Dz 416; S.th. nI 74, 8.


2. La forma

La forma de la eucaristía son las palabras con que Cristo instituyó este sacramento, pronunciadas en la consagración (sent. cierta).

Mientras que la Iglesia ortodoxa griega repone la virtud transustanciadora bien sólo en la epiclesis, que es una oración que sigue al relato de la institución, bien en las palabras de la institución juntamente con la epiclesis (Confessio orth. 1107), la Iglesia católica mantiene que el sacerdote realiza tan sólo la transustanciación pronunciando las palabras de la institución. El Decretum pro Armeniis enseña con Santo Tomás : «La forma de este sacramento son las palabras del Salvador con las cuales instituyó este sacramento, puesto que el sacerdote realiza este sacramento hablando en nombre de Cristo» ; Dz 698. El concilio de Trento enseña que, según la fe incesante de la Iglesia, «inmediatamente después de la consagración», es decir, después de pronunciadas las palabras de la institución, se hallan presentes el verdadero cuerpo y la verdadera sangre del Señor ; Dz 876.

Considerando las palabras de la institución se infiere, por lo menos con suma probabilidad, que Jesús en su Última Cena efectuó la transustanciación por medio de las palabras : «Éste es mi cuerpo», «ésta es mi sangre», y no por un mero acto de su voluntad o por una bendición o acción de gracias, como supusieron varios teólogos pertenecientes principalmente a la escolástica primitiva, v.g., INOCENCIO III (De sacro altaris mysterio Iv 6). Conforme al encargo de Cristo : «Haced esto en memoria mía», la Iglesia tiene que consagrar por medio de las palabras de la institución como Cristo mismo lo hiciera.

La antigua tradición cristiana enseña que Cristo consagró con las palabras de la institución. TERTULIANO comenta : «Tomó pan... y lo convirtió en su cuerpo diciendo: "Éste es mi cuerpo"» (Adv. Marcionern Iv 40). En lo que respecta a la consagración efectuada por la Iglesia, los padres la atribuyen bien a toda la oración de acción de gracias, que contiene el relato de la institución, bien, expresamente, a las palabras de la institución. Según SAN JuSTINO, la consagración tiene lugar «por una palabra de oración procedente de Él [de Cristo]» (Apol. t 66). Según SAN IRENEO, el pan recibe «la invocación de Dios» o «la palabra de Dios», y se convierte así en eucaristía (Adv. haer. Iv 18, 5; v 2, 3). Según ORÍGENES, los panes «ofrecidos bajo acción de gracias y adoración» se convierten «por medio de la oración» en el cuerpo de Cristo (C. Celsum VIII 33); el manjar eucarístico es santificado «por medio de la palabra y la oración de Dios» (In Matth. comm. 11, 14). Ambrosio, el Seudo-Eusebio de Emesa y San Juan Crisóstomo enseñan expresamente que la transustanciación es obra de las palabras que Cristo pronunció en la institución de este sacramento. SAN AMBROSIO declara: «Así pues, la palabra de Cristo realiza este sacramento» (De sacr. Iv 4, 14). SAN JUAN CRISÓSTOMO dice : «El sacerdote está allí poniendo el signo externo mientras pronuncia aquellas palabras ; pero la virtud y la gracia son de Dios. "Éste es mi cuerpo", dice. Tal frase realiza la conversión de los dones» (De proditione Iudae hom. 1, 6). SAN JUAN DAMASCENO menciona las palabras de la consagración y también la epiclesis, pero pone especial insistencia en la epiclesis (De fide orth. tv 13).

Las palabras de la epiclesis deben referirse, como hace el cardenal Besarion, no al momento en que son pronunciadas, sino al momento para el cual son pronunciadas. Aquello que en la consagración se realiza en un solo instante encuentra su desarrollo y explicación litúrgica en las palabras de la epiclesis que sigue a continuación. La epiclesis no tiene significación consagratoria, sino únicamente declaratoria. No es admisible la opinión de H. Schell según la cual los griegos consagran exclusivamente por medio de la epiclesis y los latinos por medio de las palabras de la institución. La razón para rechazar tal teoría es que la Iglesia no tiene poder para determinar la sustancia de los sacramentos ; Dz 2147a.

La objeción de que las palabras de la institución tienen en el canon de la misa un valor narrativo e histórico se refuta haciendo ver que tales palabras adquieren virtud consagratoria por medio de la intención del sacerdote. En el canon de la misa romana, la intención de consagrar se expresa claramente en la oración Quam oblationem, que precede inmediatamente al relato de la institución : «ut nobis corpus et sanguis fiat dilectissimi Filii tui Domini nostri Iesu Christi» (para que se convierta en el cuerpo y sangre de tu amantísimo Hijo nuestro Señor Jesucristo; «la epiclesis conversoria de la misa romana» ; Jungmann).

Consecratio per contactum (consagración por contacto). En el siglo IX apareció una teoría insostenible según la cual la mezcla de un elemento consagrado con otro no consagrado producía la consagración de este último. AMALARIO DE METZ hace el siguiente comentario refiriéndose a la liturgia de Viernes Santo: «Sanctificatur vinum non consecratum per sanctificatum panem» (De eccl. offic. t 15). Esta teoría fue aceptada en numerosas obras liturgísticas y canonísticas hasta muy entrado el siglo xii, y se buscaba su fundamento en el siguiente axioma: «Sacrum trahit ad se non sacrum». Pero desde la segunda mitad del siglo xii fue rechazada por teólogos y canonistas, quienes alegaban que la transustanciación se opera únicamente por las palabras de la institución eucarística; cf. S.th. iii 83, a ad 2.

 

§ 15. Los EFECTOS DE LA EUCARISTÍA 1. La unión con Cristo

a) El fruto principal de la eucaristía es la unión sumamente íntima que se establece entre el que recibe el sacramento y Cristo (sent. cierta).

El Decretum pro Armeniis enseña con Santo Tomás : «Huius sacramenti effectus, quem in anima operatur digne sumentis, est adunatio hominis ad Christum» ; Dz 698. Para explicar más precisamente esta unión es necesario distinguir, con la escolástica, entre la unión sacramental pasajera que tiene lugar cuando se recibe el sacramento y cesa cuando se corrompen las especies, y la unión espiritual, permanente, en la caridad y la gracia. Cristo es la vid y los que le reciben son los sarmientos, a los que fluye la vida sobrenatural de la gracia.

Cristo prometió como fruto de la sagrada comunión esa íntima asociación espiritual con Él, que tiene su prototipo en la unidad del Hijo con el Padre; Ioh 6, 56: «Quien come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él.»

Los padres griegos, .como San Cirilo de Jerusalén, San Juan Crisóstomo y San Cirilo de Alejandría, proponen de manera sumamente realista la idea de la unión de los fieles con Cristo por medio de la sagrada comunión. SAN CIRILO DE JERUSALÉN enseña que el cristiano, por la recepción del cuerpo y de la sangre de Cristo, se convierte en «portador de Cristo» (Xpistoforos), y se hace «un cuerpo y una sangre con Él» Cat. myst. 4, 3). SAN JUAN CRISÓSTOMO habla de una fusión del cuerpo de Cristo con nuestro cuerpo : «Para mostrarnos el grande amor que nos tenía, se fusionó con nosotros y fundió su cuerpo con nosotros para que fuéramos una sola cosa [con Él], como un cuerpo unido con su cabeza» (In loh. hom. 46, 3). SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA compara la unión que se establece entre el que comulga y Cristo con la fusión de dos cirios en uno solo (In loh. 10, 2 [15, 1]).

b) De la unión de los fieles con Cristo como cabeza del cuerpo místico se deriva la unión de los fieles entre sí como miembros que son de dicho cuerpo : «homo Christo incorporatur et membris eius unitur» ; Dz 698. San Pablo funda ya la unión de todos los fieles en el hecho de que todos ellos participan de un mismo pan eucarístico : «Porque el pan es uno, somos muchos un solo cuerpo, pues todos participamos de ese único pan» (1 Cor 10, 17).

Los padres consideran la confección del pan, en la cual se trituran y funden muchos granos de trigo, y la confección del vino, en la que también unen su zumo muchos granos de uva, como símbolo de la asociación de todos los fieles en un solo cuerpo místico, asociación que tiene lugar por la sagrada comunión; cf. la Didakhé 9, 4; SAN CIPRIANO, Ep. 63, 13; SAN JUAN CRISÓSTOMO, In ep. 1 ad Cor. hom. 24, 2. SAN AGUSTÍN, que es quien hace resaltar con preferencia que el fruto de la sagrada comunión es la incorporación al cuerpo místico de Cristo, canta a la eucaristía como «signo de unidad» y «vínculo de caridad» : "O sacramentum pietatis ! O signum unitatis ! O vinculum caritatis!» (In loh., tr. 26, 13). También SANTO ToMÁs considera la eucaristía como «sacramento de unidad eclesiástica» (S.th. III 82, 2 ad 3).


2. La conservación y aumento de la vida sobrenatural

La eucaristía, como alimento del alma, conserva y alimenta la vida sobrenatural de la misma (sent. cierta).

El Decretum pro Armeniis enseña, de acuerdo con SANTO TOMÁS (S.th. III 79, 1) : «Todos los efectos que el manjar y la bebida corporal producen en relación con la vida del cuerpo, sustentándola, aumentándola, reparándola y deleitándola («sustentando, augendo, reparando et delectando»), todos ésos los produce este sacramento en relación con la vida del espíritu» ; Dz 698.

a) La eucaristía sustenta la vida sobrenatural del alma dando una fuerza vital sobrenatural al que recibe el sacramento que debilita indirectamente la concupiscencia desordenada por acrecentar la caridad y corrobora el poder de la voluntad para que ésta pueda resistir las tentaciones de pecar. El concilio de Trento llama a la eucaristía «antídoto que nos preserva de los pecados graves» ; Dz 875; cf. S.th. III 79, 6.

b) La eucaristía aumenta la vida de la gracia que posee ya el que la recibe, robusteciendo y consolidando el hábito sobrenatural de la gracia y de las virtudes infusas y dones del Espíritu Santo que van unidos a ella. La eucaristía, como sacramento de vivos, presupone el estado de gracia en todo aquel que la recibe. Sólo excepcionalmente (per accidens) borra el pecado mortal y confiere la gracia primera. El concilio de Trento reprobó la doctrina de los reformadores, según los cuales el principal fruto de la eucaristía sería la remisión de los pecados; Dz 887; cf. S.th. III 79, 3.

c) La eucaristía sana las enfermedades del alma borrando las culpas veniales y las penas temporales debidas por los pecados. El concilio de Trento llama a este sacramento «antídoto por el cual nos libramos de las culpas diarias [= veniales]»; Dz 875. La remisión de las culpas veniales y las penas temporales debidas por los pecados tiene Lugar mediatamente gracias a los actos de caridad perfecta que suscita' en el alma la recepción de este sacramento. El grado de semejante remisión depende del que alcance la caridad; cf. S.th. III 79, 4 y 5.

d) La eucaristía proporciona una alegría espiritual que se refleja en la entrega animosa a Cristo y en el alegre cumplimiento de los deberes y sacrificios que impone la vida cristiana; cf. S.th. III 79, 1 ad 2.


3. Prenda de la bienaventuranza celestial y de la futura resurrección

La eucaristía es prenda de la bienaventuranza celestial y de la futura resurrección del cuerpo (sent. cierta).

El concilio de Trento llama a la eucaristía «prenda de nuestra gloria futura y de la felicidad perpetua» ; Dz 875. Jesús dice en el discurso de la promesa eucarística : «El que come mi carne y bebe mi sangre tiene la vida eterna y yo le resucitaré en el último día» (Ioh 6, 54).

De acuerdo con esta frase de la Escritura, los padres veían en la recepción de la eucaristía una garantía segura de la futura resurrección del cuerpo y así lo hacían valer en su lucha contra la herejía gnóstica que negaba la resurrección de la carne. SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA llama a la eucaristía «medicina de inmortalidad» y «antídoto para no morir y para vivir siempre en Jesucristo» (Eph. 20, 2). SAN IRENEO sostiene frente a los gnósticos : «Si nuestros cuerpos participan de la eucaristía, entonces ya no son corruptibles, porque tienen la esperanza de resucitar para siempre» (Adv. haer. tv 18; 5; cf. v 2, 2s).

Los efectos de la sagrada comunión que se producen ex opere operato redundan únicamente en beneficio del que recibe este sacramento. Pero los que se producen ex opere operantis pueden aplicarse también por vía de intercesión a los vivos y difuntos, gracias a la comunión de los santos.

 

§ 16. NECESIDAD DE LA EUCARISTÍA


1. Para los párvulos

A los que no han llegado al uso de la razón no es necesaria para salvarse la recepción de la eucaristía (de fe).

El concilio de Trento declaró, contra la doctrina de teólogos calvinistas y greco-ortodoxos : «Si quis dixerit, parvulis, antequam ad annos discretionis pervenerint, necessariam esse Eucharistiae communionem», a. s.; Dz 937; cf. Dz 933, 1922. No existe necesidad de precepto ni necesidad de medio.

Según la doctrina unánime de la Sagrada Escritura y la tradición, basta el bautismo para conseguir la eterna bienaventuranza ; cf. Mc 16, 16 : «El que creyere y fuere bautizado se salvará» ; Rom 8, 1: «Ya no hay, pues, condenación alguna para los que son de Cristo Jesús». Y el ser de Cristo Jesús es ya efecto del bautismo. La gracia de justificación obtenida por el bautismo no puede perderse antes de alcanzar el uso de razón, porque los párvulos no son capaces de tener pecados personales; Dz 933.

SAN AGUSTÍN (De peccat. meritis et remissione 120, 27; 24, 34), considerando la frase de Ioh 6, 53 (Vg 54) : «Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre no tendréis vida en vosotros», la aplica también a los párvulos, pero sin entenderla exclusivamente de la recepción sacramental, sino también de la recepción espiritual del cuerpo o la sangre de Cristo, es decir, de la incorporación al cuerpo místico de Cristo que comienza por el bautismo y se consuma por la eucaristía (ib. III 4, 8). Siguiendo a San Agustín, enseña el Doctor Angélico que los bautizados, en intención de la Iglesia (objetivamente), aspiran a la eucaristía porque el bautismo se ordena a la eucaristía; y de este modo consiguen el efecto de la eucaristía, que es la incorporación al cuerpo místico de Cristo ; S.th. III 73, 3.


2. Para los que han llegado al uso de razón

a) Los que han llegado al uso de razón tienen necesidad de precepto de recibir la eucaristía para alcanzar la salvación (sent. cierta).

El precepto divino de recibir la eucaristía, contenido ya en las palabras mismas de la institución de este sacramento, lo vemos enunciado de manera explícita en el discurso de la promesa eucarística (Ioh 6, 53), donde se dice que la posesión de la vida eterna depende de la recepción del cuerpo y la sangre de Cristo. La Iglesia concretó este precepto divino positivo declarando, en el concilio Iv de Letrán (1215) y en el de Trento, que era obligatorio comulgar por lo menos una vez al año, por Pascua ; Dz 437, 891: CIC 859. Esta obligación comienza en cuanto el cristiano llega a la edad del discernimiento, esto es, al uso de razón, cosa que ocurre hacia los siete años poco más o menos; Dz 2137.

b) No existe necesidad absoluta de medio, sino tan sólo relativa o moral. El cristiano que durante algún tiempo dejare voluntariamente de recibir la sagrada comunión no podrá a la larga conservarse en estado de gracia ; cf. Ioh 6, 53. Del fin propio de la eucaristía, que es ser alimento del alma, se deduce que sin recibirla no podemos conservar durante mucho tiempo la vida sobrenatural.


3. La justificación de la comunión bajo una sola especie

La comunión bajo ambas especies, para cada fiel en. particular, no es necesaria ni por razón de un precepto divino ni como medio para conseguir la salvación (de fe).

Después de que el concilio de Constanza se había pronunciado ya sobre este particular, el concilio de Trento hizo frente también a los husitas y reformadores, los cuales consideraban como necesario recibir la comunión bajo ambas especies (utraquistas), declarando esta santa asamblea lo justificada que es la comunión bajo una sola especie : «Si quis dixerit, ex Dei praecepto vel ex necessitate salutis omnes et singulos Christi fideles utramque speciem sanctissimi Eucharistiae sacramenti sumere debere», a. s. ; Dz 934, cf. Dz 626. La razón de estar perfectamente justificada la comunión bajo una sola especie es la totalidad de la presencia de Cristo tanto bajo la especie de pan como bajo la especie de vino.

Carece de fuerza probativa en sentido contrario el texto de Ioh 6, 53 ss, que los adversarios citan en su favor, ya que Jesucristo, en su discurso de la promesa eucarística, exige que se coma su carne y beba su sangre, pero no da ninguna prescripción obligatoria sobre la forma de recibir este sacramento ; cf. Dz 930. En la antigüedad cristiana se administraba excepcionalmente la comunión bajo una sola especie. Tal ocurría en la comunión doméstica (en tiempos de persecución) y en la que se administraba a los parvulitos y a los enfermos. Fueron razones de índole práctica las que durante la edad media (siglo XII/XIII) indujeron a suprimir el uso del cáliz a los laicos, y, entre otras, la principal fue el peligro de posibles irreverencias contra este sacramento; cf. S.th. III 80, 12.

 

§ 17. EL MINISTRO DE LA EUCARISTÍA


1. El ministro de la consagración

Únicamente el sacerdote ordenado válidamente posee el poder de consagrar (de fe).

El concilio IV de Letrán (1215) hizo la siguiente declaración contra los valdenses, que rechazaban la jerarquía y reconocían a todos los fieles los mismos poderes : «Este sacramento solamente puede realizarlo el sacerdote ordenado válidamente» ; Dz 430; cf. Dz 424. El concilio de Trento se pronunció igualmente contra la doctrina protestante del sacerdocio universal de los laicos y definió la institución por Cristo de un sacerdocio especial al que está reservado el poder de consagrar; Dz 961, 949.

En vista de la constitución jerárquica de la Iglesia, debemos admitir que el encargo de Cristo : «Haced esto en memoria mía» (Lc 22, 19; 1 Cor 11, 24), va dirigido exclusivamente a los apóstoles y sus sucesores. Es bien significativo y convincente que la tradición siempre refirió exclusivamente este encargo a los apóstoles y sus sucesores en el sacerdocio, los obispos y presbíteros, y consideró únicamente a éstos como los ministros de los divinos misterios. Según SAN JUSTINO (Apol. 1 65), «el prefecto de los hermanos», esto es, el obispo, es el que consagra la eucaristía, mientras que los diáconos distribuyen a los presentes el pan, el vino y el agua, sobre los que se han hecho las acciones de gracias (es decir, el manjar eucarístico), y los llevan a los ausentes; cf. SAN CIPRIANO, Ep. 63, 14; 76, 3. El concilio de Nicea (can. 18) negó expresamente a los diáconos el poder de ofrecer el sacrificio y, por tanto, de consagrar.

De los pasajes Act 13, 1 s, Didakhé 10, 7; 13; 15, 1, se infiere con suma probabilidad que los «profetas» carismáticos de la Iglesia primitiva celebraban también la eucaristía. No es contrario al dogma tridentino suponer que tales profetas poseían los poderes sacerdotales por una inmediata vocación divina, de forma parecida a como los poseían los apóstoles (cf. Gal 1, 1; S.th. nI 64, 3).


2. El ministro de la distribución

El distribuidor ordinario de la eucaristía es el sacerdote; y el distribuidor extraordinario es el diácono (con autorización del ordinario del lugar o del párroco, siempre que haya alguna razón de peso; CIC 845).

Santo Tomás prueba la conveniencia del privilegio sacerdotal de distribuir la eucaristía por la gran conexión que hay entre la comunión y la consagración, por el puesto de mediador entre Dios y los hombres que tiene el sacerdote y por el respeto debido al sacramento, respeto que exige que únicamente la mano del sacerdote sea la que toque el sacramento (a no ser en caso de necesidad) ; S.th. III 82, 3. Cuando se distribuía la sagrada comunión bajo ambas especies, el obispo o el sacerdote era quien administraba el sagrado cuerpo de Cristo, y el diácono la sagrada sangre del Señor; cf. SAN CIPRIANO, De lapsis 25.

 

§ 18. EL. SUJETO DE LA EUCARISTÍA

El concilio de Trento (Dz 881) distingue tres modos de recibir este sacramento : 1.° la recepción meramente sacramental, es decir, la recepción del sacramento por aquel que se halla en estado de pecado mortal (comunión indigna) ; 2.° la recepción meramente espiritual, esto es, el deseo, inspirado por la fe, de recibir este sacramento (comunión espiritual) ; 3° la recepción sacramental y espiritual al mismo tiempo, o la recepción del sacramento en estado de gracia (comunión digna). Hay que añadir como 4° apartado la recepción meramente material por un sujeto inapropiado: una persona no bautizada o un animal.


1. Condiciones para la recepción válida

El sacramento de la eucaristía puede ser recibido válidamente por cualquiera persona bautizada que se halle en estado de peregrinación (in statu viae), aunque se trate de un párvulo (de fe; Dz 933).

En la antigüedad cristiana los párvulos bautizados recibían también la eucaristía; cf. SAN CIPRIANO, De lapsis 25; Const. Apost. vut 13, 14.


2. Condiciones para la recepción lícita

Para recibir dignamente la eucaristía se requieren el estado de gracia e intención recta y piadosa (de fe por lo que se refiere al estado de gracia).

El concilio de Trento condenó la doctrina protestante de que la fe sola («fides informis») era preparación suficiente para recibir la eucaristía ; Dz 893. Al mismo tiempo ordenó que todo aquel que quisiere comulgar y se hallare en estado de pecado mortal tiene que confesarse antes si tuviere oportunidad de hacerlo; sólo en caso de necesidad puede contentarse con un acto de perfecta contrición; Dz 880, 893 ; CIC 807, 856.

Por otra parte, la Iglesia reprobó el rigorismo de los jansenistas, que exigían como preparación para recibir la sagrada comunión amor a Dios ; Dz 1312 s. San Pio x, en su decreto sobre la comunión (1905), declaró que no se puede estorbar la comunión a todo aquel que se halle en estado de gracia y se acerque a la sagrada mesa con recta y piadosa intención ; Dz 1985.

Como la medida de la gracia producida «ex opere operato» depende de la disposición subjetiva del que recibe el sacramento, la comunión deberá ir precedida de una buena preparación y seguida de una conveniente acción de gracias ; Dz 1988.

La necesidad del estado de gracia para acercarse a comulgar tiene su fundamento bíblico en las serias amonestaciones del Apóstol para que los fieles examinen su conciencia antes de decidirse a participar de la eucaristía ; 1 Cor 11, 28: «Examínese el hombre a si mismo y entonces coma del pan y beba del cáliz». El lavatorio de los pies, que la noche de la Última Cena precedió a la eucaristía (Ioh 13, 4 ss), no fue solamente una `lección de humildad, sino también una manifestación simbólica de la pureza de conciencia necesaria para recibir la eucaristía (cf. v 10).

Los padres exigen unánimemente, desde un principio, para recibir con fruto la eucaristía, que se haya recibido antes el bautismo y se tenga pureza de conciencia; cf. Didakhé 9, 5; 10, 6; 14, 1; SAN JUSTINO, Apol. 166. En las liturgias orientales, el sacerdote (el obispo) dice en voz alta a los fieles, antes de administrarles la sagrada comunión : «Las cosas santas para los santos» (Tee äiyta Toi% áyíoti%). SAN AGUSTÍN exhorta a los que van a comulgar a que se acerquen al altar con la conciencia limpia : «Innocentiam ad altare apportate» (In loh., tr. 26, 11).

Es sacrílego comulgar indignamente ; cf. 1 Cor 11, 27; «Quien come el pan y bebe el cáliz del Señor indignamente se hará culpable del cuerpo y la sangre del Señor» ; 11, 29: «Pues el que sin discernir come y bebe el cuerpo del Señor, come y bebe su propia condenación.» Notemos de paso que los pecados directos contra Dios (el odio a Dios, la blasfemia) y contra la humanidad santísima de Cristo (la crucifixión, la traición de Judas) son objetivamente más graves que el sacrilegio contra el sacramento del cuerpo y sangre de Cristo; cf. S.th. in 80, 5.

Por reverencia a este augusto sacramento y para evitar abusos (cf. 1 Cor 11, 21), la Iglesia exige desde muy antiguo, para la recepción digna de la eucaristía, una preparación por parte del cuerpo que consiste en estar en ayunas desde la medianoche anterior; Dz 626; CIC 858. SAN AGUSTÍN atribuye a una ordenación del Espíritu Santo la costumbre — testimoniada ya por TERTULIANO (Ad uxorem IL 5) y SAN HIPOLITO (Trad. Apost.) y que en tiempos del santo obispo de Hipona se hallaba ya difundida «por toda la redondez de la tierra» -- de recibir la eucaristía en ayunas (exceptuando la festividad anual de la institución). El fundamento de semejante ordenación lo encuentra él en «la honra debida a tan sublime sacramento» (Ep. 54, 6, 8). Por la constitución apostólica de Pío XII Christus Dominus, de 6 de enero de 1953, y el motu proprio Sacram Communionem, de 19 de marzo de 1957, ha sido nuevamente reglamentada la disciplina del ayuno eucarístico.