Parte segunda

TRATADO ACERCA DE LA IGLESIA

 

Capítulo primero

ORIGEN DIVINO DE LA IGLESIA

 

§ 1. CONCEPTO DE IGLESIA


1. Definición nominal

En las lenguas gemánicas, la palabra con que se designa la Iglesia (v.g., al. Kirche, ing. Church) se deriva de la palabra griega kyrikón, forma vulgar de kyriakón, la cual, lo mismo que su correspondiente latina «dominicum», se empleaba corrientemente, por lo menos desde comienzos del siglo iv, para designar el edificio del culto cristiano.

En las lenguas romances, la palabra con que se designa la Iglesia (v.g., esp. Iglesia, fr. L`glise, it. Chiesa) se deriva de la palabra latina «ecclesia», que es a su vez la transcripción de la griega ekklesía = asamblea, comunidad. La Sagrada Escritura emplea esta expresión tanto en sentido profano como religioso (en la versión de los Setenta, la palabra ekklesía es traducción de la hebraica kahal). En sentido profano significa la asamblea popular, la comunidad civil o cualquier reunión de hombres ; v.g., Ps 25, 5 («odivi ecclesiam malignantium»); Eccli 23, 34; Act 19, 32, 39 y 40. Empleada en sentido religioso, significa la comunidad de Dios, es decir, en el Antiguo Testamento, la reunión o sociedad de los israelitas (v.g., Ps 21, 23 y 26; 39, 10); en el Nuevo Testamento, la reunión o sociedad de los fieles cristianos; y por cierto ora denota las comunidades particulares, v.g., la que se reunía en casa de Aquila y Prisca (Rom 16, 5), ora la comunidad de Jerusalén (Act 8, 1; 11, 22), de Antioquía (Act 13, 1; 14, 26), de Tesalónica (1 y 2 Thes 1, 1), ora también la totalidad de los fieles cristianos (v.g., Mt 16, 18; Act 9, 31; 20, 28; Gal 1, 13; Eph 1, 22; 5, 23 ss ; Phil 3, 6; Col 1, 18; 1 Tim 3, 15). Expresiones sinónimas son: reino de los cielos (Mt), reino de Dios, casa de Dios (1 Tim 3, 15; Hebr 10, 21; 1 Petr 4, 17), pueblo de Dios (1 Petr 2, 10), los fieles (Act 2, 44).

El Catecismo Romano (I 10, 2), inspirándose en SAN AGUSTÍN (Enarr. in Ps. 149, 3), da la siguiente definición: «La Iglesia es el pueblo cristiano esparcido por toda la redondez de la tierra.»

Refiriéndose a 2 Petr 2, 9 s, el concilio Vaticano II define la Iglesia como pueblo de Dios : «Pacto (anunciado en el Antiguo Testamento) nuevo que estableció Cristo, es decir, el Nuevo Testamento en su sangre (cf. 1 Cor 11, 25), convocando un pueblo de entre los judíos y los gentiles, que se condensara en unidad no según la carne, sino en el espíritu, y constituyera un nuevo pueblo de Dios» (const. Lumen gentium, n. 9-17).


2. Definición esencial

La Iglesia es el cuerpo místico de Jesucristo (sent. cierta).

El papa Pío xii declaró en su encíclica Mystici Corporis (1943) : «Si buscamos una definición de la esencia de esta verdadera Iglesia de Cristo, que es la santa, católica, apostólica y romana Iglesia, no se puede hallar nada más excelente y egregio, nada más divino que aquella frase con que se la llama "Cuerpo místico de Jesucristo"». Cf. Vaticano const. Lumen gentium, n. 7.

San Pablo enseña que la Iglesia, sociedad de los fieles cristianos, es el cuerpo de Cristo, y que Cristo es la cabeza de ese cuerpo. Bajo esta imagen de la cabeza y del cuerpo, nos presenta de forma intuitiva la íntima vinculación espiritual que existe entre Cristo y su Iglesia, vinculación establecida por la fe, la caridad y la gracia; Eph 1, 22 s : «A Él [a Cristo] sujetó todas las cosas bajo sus pies ; y le puso por cabeza de todas las cosas en su Iglesia, que es su cuerpo»; Col 1, 18: «Y El [Cristo] es la cabeza del cuerpo de la Iglesia» ; 1 Car 12, 27: «Vosotros sois el cuerpo de Cristo, y, considerados como partes, sois sus miembros» ; cf. Rom 12, 4 S ; Col 2, 19; Eph 4, 15 s ; 5, 23.

Esta clara enseñanza de la Escritura sigue viva y palpitante en la tradición. El SEUDO-CLEMENTE (de mediados del siglo II) dice : «Creo que no ignoraréis que la Iglesia viva es el cuerpo de Cristo» (2 Cor. 14, 2). SAN AGUSTÍN, a la pregunta de qué es la Iglesia, responde con las siguientes palabras : «El cuerpo de Cristo. Añádele la cabeza [= Cristo] y tendrás un único hombre. La cabeza y el cuerpo, un solo hombre» (Sermo 45, 5).

En la alta edad media (Pascasio Radberto, Ratramno) surgió la expresión «corpus Christi mysticum» como denominación de la Iglesia, a fin de distinguirla del «corpus Christi verum», que significa el cuerpo histórico y sacramental de Cristo. Pero en la escolástica primitiva se aplicó también la expresión «cuerpo místico de Cristo» a la eucaristía, para distinguir el cuerpo sacramental del cuerpo histórico de Cristo. Sólo a fines del siglo xix es cuando se generalizó la expresión «cuerpo místico de Cristo» como denominación propia de la Iglesia. La palabra «místico» indica el carácter misterioso de la comunión de gracia entre Cristo y Ios fieles.


3. División

a) En sentido amplio, se llama cuerpo místico de Cristo a la comunidad de todos los santificados por la gracia de Cristo. Pertenecen, por tanto, a este cuerpo los fieles de la tierra, los justos todavía no totalmente purificados en el purgatorio y los justos ya purificados que se encuentran en el cielo. Según esto, se hace distinción entre la Iglesia militante, la purgante y la triunfante.

b) En sentido más restringido, se entiende por cuerpo místico de Cristo a la Iglesia visible de Cristo en la tierra. Los santos padres, como, por ejemplo, SAN A(,USTIN (Enarr. in Ps. 90, 2, 1) y SAN GREGORIO MAGNO (Pp. v 18), y los teólogos incluyen a menudo en la Iglesia terrenal a todos aquellos que, antes de la venida de Cristo, estaban espiritualmente unidos con Él por la fe en el futuro Redentor. Según los distintos períodos de la salvación, se distingue la Iglesia de la ley natural, la Iglesia de la ley mosaica (Sinagoga) y la Iglesia de la ley evangélica o del Nuevo Testamento, que fue fundada por Cristo. De esta última se ocupa preferentemente el tratado acerca de la Iglesia.

En el concepto de la Iglesia del Nuevo Testamento, lo mismo que en el concepto ele sacramento, podemos distinguir una faceta exterior y una interior : la organización exterior, jurídica, procedente de Cristo; y la unión interior, por la gracia, del hombre con Cristo, debida al Espíritu Santo. Aunque ambos elementos pertenecen a la idea de Iglesia, Ios dos son fundamentalmente separables, así como en el sacramento se pueden separar el signo externo y la gracia interior. La definición corriente de SAN ROBERTO BELARMINO realza la faceta exterior y jurídica de la Iglesia: «La Iglesia es una asociación de hombres que se hallan unidos por la confesión de la misma fe cristiana y por la participación en los mismos sacramentos, bajo la dirección de los pastores legítimos y, sobre todo, del vicario de Cristo en la tierra, que es el Papa de Roma» (De eccl. mil. 2). La definición de J. A. MÖHLER tiene en cuenta más bien la misión interna y santificadora de la Iglesia: «Por Iglesia de la tierra, entienden los católicos la sociedad visible de todos los fieles, fundada por Cristo, en la cual se continúan las obras que Él efectuó durante su vida terrena para borrar el pecado y santificar a los hombres, siendo dirigida por el Espíritu Santo hasta el final de los siglos por medio de un apostolado instituido por Cristo y que se sucede sin interrupción, conduciendo hacia Dios en el transcurso del tiempo a todos ios pueblos... De suerte que la Iglesia visible es el Hijo de Dios, que se manifiesta sin cesar entre los hombres bajo forma humana, y que siempre se está renovando y haciendo eternamente joven; la Iglesia visible es la encarnación permanente del mismo, igual que los fieles son llamados en la Escritura el cuerpo de Cristo» (Symbolik, § 36).

 

§ 2. LA FUNDACIÓN DE LA IGLESIA POR CRISTO


1. El dogma y las herejías contrarias

La Iglesia fue fundada por el Dios-Hombre, Jesucristo (de fe).

El concilio del Vaticano hizo la siguiente declaración en la constitución dogmática sobre la Iglesia de Cristo : «El Pastor eterno y obispo de nuestras almas (1 Petr 2, 25) decidió edificar la santa Iglesia a fin de hacer perenne la obra salvadora de la redención, y para que en ella, como en la casa del Dios vivo, se reunieran todos los fieles con el vínculo de una fe y una caridad» ; Dz 1821. Pío x, en el juramento contra los errores del modernismo (1910), declaró que «la Iglesia fue fundada de manera inmediata y personal por el Cristo verdadero e histórico durante el tiempo de su vida sobre la tierra» ; Dz 2145. Que Cristo fundó la Iglesia quiere decir que El fue quien puso los fundamentos sustanciales de la misma en cuanto a la doctrina, al culto y a la constitución.

Los reformadores enseñaron que Cristo había fundado una Iglesia invisible. La organización jurídica era pura institución humana. La Iglesia ortodoxa griega y la Iglesia anglicana reconocen la fundación divina de una Iglesia visible y jerárquica, pero niegan la institución divina del Primado. Según la moderna teología liberal, no fue intención de Jesús separar a sus discípulos de la Sinagoga y congregarlos en una comunidad religiosa independiente ; ambas cosas tuvieron lugar por la fuerza de las circunstancias externas. Según el modernismo, Jesús concebía el «reino de Dios», cuya proximidad anunciaba, de una manera puramente escatológica en el sentido apocalíptico del judaísmo tardío. Como Jesús juzgaba inminente el fin del mundo, estaba muy lejos de sus intenciones fundar la Iglesia como una sociedad que perdurase en la tierra durante siglos. La Iglesia se desarrolló por la conciencia colectiva de los primeros fieles, que les impulsaba a constituir una sociedad; Dz 2052, 2091.


2. Prueba de Escritura y de tradición

a) Ya los profetas del Antiguo Testamento anunciaron para la época mesiánica el establecimiento de un nuevo reino de Dios que no se limitaría a Israel, sino que abarcaría a todos los pueblos (cf. Is 2, 2-4; Mich 4, 1-3; Is 60). Jesús comenzó su ministerio público con el sermón del. «reino de los cielos» (como le llama San Mateo) o del «reino de Dios» (como le llaman los demás evangelistas) : «Haced penitencia, porque se acerca el reino de los cielos» (Mt 4, 17; cf. 10, 7). Los milagros que Él realizaba demostraban que el reino mesiánico ya había venido (Mt 12, 28). Las condiciones que Jesús establece para entrar en el reino de Dios son la justicia (Mt 5, 20), el cumplimiento de la voluntad de su Padre (Mt 7, 21) y el sentir como los niños (Mt 18, 3). Amonesta a sus oyentes a que busquen ante todo el reino de Dios (Mt 6, 33), amenaza a los fariseos con la exclusión del reino (Mt 21, 43; 23, 13) y anuncia que ese reino pasará de los judíos a los gentiles (Mt 21, 43). Jesús no entiende de manera puramente escatológica el reino de Dios. Es éste un reino que ha sido establecido y subsiste en la tierra durante el tiempo de este mundo, pero que se consumará en el más allá, en el mundo futuro. Son numerosas las parábolas, pronunciadas por Jesús, que se refieren al reino de Dios en esta vida, tales, v.g., las del sembrador, del trigo y la cizaña, de la red, de la levadura, del grano de mostaza.

Por contraposición a la comunidad de Yahvé que existía en el Antiguo Testamento, Jesús llama «su comunidad» a la nueva sociedad religiosa que va a fundar; Mt 16, 18: «Tú eres Pedro, y sobre esta roca edificaré mi Iglesia.» Jesús expresa claramente su propósito de fundar una comunidad religiosa nueva, desligada de la Sinagoga. Con este fin reunió discípulos en torno suyo (Mt 4, 18 ss) y escogió doce de entre ellos «para que le acompañaran y para enviarlos a predicar, con poder de expulsar los demonios» (Mc 3, 14 s). De acuerdo con su misión, los llamó apóstoles (Lc 16, 13), es decir, enviados, legados, diputados (ápóstolos es la traducción griega del término hebraico shaliah y shaluah o del aramaico sheluha = el legado). Mediante un trato personal, continuado, con ellos los adiestró en el oficio de predicar (Mc 4, 34; Mt 13, 52) y les confirmó una serie de poderes : el de atar y desatar (Mt 18, 17 s), es decir, el poder legislativo, judicial y punitivo, el poder de celebrar la eucaristía (I,c 22, 19), el de perdonar los pecados (Ioh 20, 23) y el de bautizar (Mt 28, 19). Los envió por todo el mundo con el encargo de predicar el Evangelio en todas partes y bautizar (Mt 28, 19 s ; Mc 16, 15 s). Antes de volver al Padre, transmitió su misión a los apóstoles : «Como me envió mi Padre, así os envío yo» (Ioh 20, 21). Al apóstol San Pedro le constituyó como cabeza de los demás apóstoles y supremo rector de su Iglesia (Mt 16, 18 s ; Ioh 21, 15-17). El carácter supranacional de su institución, pretendido por Cristo, y el contenido de su dogma y su moral, muy superior al del Antiguo Testamento, debían conducir necesariamente a que la comunidad cristiana primitiva se separase de la Sinagoga.

Según doctrina de San Pablo, Cristo es la «piedra angular» sobre la que está construido el edificio espiritual, que constituyen todos los fieles (Eph 2, 20), «el fundamento que ha sido puesto» y sobre el cual tienen que seguir edificando los mensajeros de la fe en su misión apostólica (1 Cor 3, 11). Cristo es la cabeza de la Iglesia (Eph 5, 23; Col 1, 18). La Iglesia es propielad suya, pues la adquirió con su sangre (Act 20, 28) ; es su esposa, que El amó y por quien se entregó a fin de santificarla y hacerla gloriosa (Eph 5, 25-27). Fieles al encargo de Cristo, los apóstoles predicaron su Evangelio a judíos y gentiles y crearon comunidades cristianas. Estas se hallaban unidas entre sí por la confesión de una misma fe y por la celebración de un mismo culto bajo el gobierno de los apóstoles ; cf. los Hechos de los Apóstoles y sus Cartas.

b) Los santos padres consideran unánimemente a la Iglesia y a sus instituciones corno obra de Cristo. SAN CLEMENTE ROMANO atribuye todo el orden de la Iglesia a los apóstoles, y sobre los apóstoles a Cristo, y sobre Cristo a Dios (Cor. 42). SAN CIPRIANO, empleando la imagen de Mt 16, 18, habla de que Cristo edificó la Iglesia, y la designa como «Iglesia de Cristo» y «esposa de Cristo» (De unit. eccl. 4 y 6).

Por lo que respecta al momento en que Cristo fundó la Iglesia, hay que distinguir distintas etapas : la preparación durante el tiempo de su labor apostólica, la consumación por su muerte redentora y la presentación ante el mundo el día de pentecostés después de la venida del Espíritu Santo. Por eso la fiesta de Pentecostés es la del natalicio de la Iglesia. Cf. Vaticano II, const. Lumen gentium, n. 3-5.

 

§ 3. FINALIDAD DE LA IGLESIA


1. Continuación de la misión de Cristo

Cristo instituyó la Iglesia para continuar en todos los tiempos su obra salvadora (de fe).

El concilio del Vaticano declaró a propósito del fin de la fundación de la Iglesia de Cristo : Cristo «decidió edificar la santa Iglesia para dar perennidad a la obra salutífera de redención» («ut salutiferum redemptionis opus perenne redderet» ; Dz 1821). LEÓN XIII dice en la encíclica Satis cognitum (1896) : « Qué pretendía Cristo nuestro Señor al fundar la Iglesia? ¿Qué es lo que quería? Lo siguiente : quería confiar a la Iglesia el mismo oficio y el mismo encargo que Él había recibido del Padre, a fin de darle perpetuidad.» Mientras que Cristo, con sus trabajos, nos ganó los frutos de la redención, la tarea de la Iglesia consiste en aplicar a los hombres esos frutos de salvación. Tal aplicación se realiza ejercitando el triple ministerio recibido de Cristo, a saber: el de enseñar, el de regir y el de santificar.. De suerte que la Iglesia es Cristo que sigue viviendo y obrando en la tierra.

Cristo transmitió su misión a los apóstoles : «Como tú me enviaste al mundo, así yo los envío a ellos al mundo» (Ioh 17, 18) ; «Como me envió mi Padre, así os envío yo» (Ioh 20, 21). El fin de la misión de Cristo era 'la salvación eterna de los hombres : «Yo he venido para que tengan vida y la tengan abundante» (Iah 10, 10) ; «El Hijo del hombre ha venido a buscar y salvar lo que estaba perdido» (Lc 19, 10). Para que cumpliera su encargo, Cristo confirió a su Íglesia la misión y el poder de enseñar la verdad (potestad de enseñar), de inculcar sus mandamientos (potestad de regir) y de difundir su gracia (potestad de santificar) ; Mt 28, 19 s : «Id, pues, enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Enseñadles a observar todo cuanto yo os he mandadb. Yo estaré con vosotros siempre, hasta el fin del mundo» ; Lc 10, 16: «El que a vosotros oye, a mí me oye, y el que a vosotros desecha, a mí me desecha, y el que me desecha a mí, desecha al que me envió» ; cf. Mt 18, 18 (poder de atar y desatar); Mc 16, 15 s (poder de predicar y bautizar); Lc 22, 19 (poder de celebrar la eucaristía) ; Ioh 20, 23 (poder de perdonar los pecados). Los apóstoles, conforme a este encargo de Cristo, se consideraron como siervos y enviados suyos, como dispensadores de los misterios de Dios ; cf. 1 Cor 4, 1: «Téngannos los hombres por ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios» : 2 Cor 5, 20: «Somos, pues, embajadores de Cristo, como si Dios os exhortase por medio de nosotros».

El fin próximo de la Iglesia es santificar a los hombres dándoles la ver(lad, los mandamientos y la gracia de Cristo. El último y supremo fin de la Iglesia, igual que' el de todas las obras de Dios hacia el exterior, es la glorificación extrínseca de Dios.


2. Consecuencias

a) La Iglesia, considerados su fin y sus medios, es una sociedad sobrenatural y espiritual (sent. cierta).

LEÓN XIII declaró en la encíclica Immortale Dei (1885) : «Aunque esta sociedad [la Iglesia] conste de hombres, lo mismo que la sociedad civil, sin embargo, por su fin y por los medios que posee para conseguirlo, es sobrenatural y espiritual ; y en esto se distingue esencialmente de toda sociedad civil».

Cristo dijo a Pilato : «Mi reino no es de este mundo» (Ioh 18, 36). SAN AGUSTÍN comenta a este propósito : «Escuchad, judíos y gentiles... escuchad, reinos todos de la tierra : Yo no estorbaré vuestro señorío en este mundo» (In Iohan. tr. 115, 2).

Como el fin de la Iglesia es puramente religioso, no tiene de por sí que cumplir ninguna misión política, económica, social ni de cultura profana. Pero, como por otra parte lo natural y lo sobrenatural se hallan tan íntimamente unidos y se fomentan mutuamente, la realización de los fines religiosos de la Iglesia redunda en beneficio de la sociedad civil y ayuda a la consecución de los fines profanos de ésta. La Iglesia, como prueba muy bien toda su historia, no es enemiga del progreso ni de la cultura ; cf. Dz 1740, 1799; encíclica de LEÓN XIII Anum ingressi (1902).

El fin puramente religioso de la Iglesia no excluye que ésta pueda adquirir y poseer bienes terrenos. Como tiene que cumplir en la tierra su misión sobrenatural y espiritual por medio de hombres ligados a la materia y entre hombres, no puede precindir de todos los medios terrenos, como tampoco pudo su divino Fundador (loh 12, 6; 13, 29). Pío IX condenó en el Sílabo (1864) la siguiente proposición : «La Iglesia no tiene el derecho innato y legítimo de adquirir y poseer» ; Dz 1726. Pero la posesión temporal no es fin en sí misma, sino medio para conseguir el fin.

b) La Iglesia es una sociedad perfecta (sent. cierta).

LEÓN XIII declaró en la encíclica Immortale Dei: «La Iglesia es por su índole y su derecho una sociedad perfecta, pues por voluntad y bondad de su Fundador posee en sí misma y por sí misma todo lo necesario para existir y para obrar. Así como el fin que se propone la Iglesia es el más elevado, de la misma manera su potestad es la más excelente, y no puede ser tenida en menos que la potestad civil o estar sometida a ella en lo más mínimo». Sobre la relación entre el poder eclesiástico y el poder civil, nos habla el mismo Papa en la citada encíclica : «Cada uno de estos dos poderes es supremo en su género. Los das tienen fronteras a las cuales deben limitarse y que están marcadas por la naturaleza y por el fin próximo de ambos poderes» ; Dz 1866. Pío Ix condenó en el Sílabo (1864) la subordinación del poder eclesiástico al poder civil ; Dz 1791 s.

La Iglesia, por voluntad de su divino Fundador, tiene un fin distinto e independiente del fin de la sociedad civil: la santificación y salvación eterna de los hombres. Ella posee, además, todos los medios necesarios para la consecución de este fin, a saber: la potestad de enseñar, de regir y de santificar. El ejercicio de la potestad eclesiástica es, por derecho divino, independiente de todo poder temporal. Por eso la Iglesia condena todas las intromisiones del poder civil en el terreno eclesiástico : la autorización y visto bueno (placet) del estado para la promulgación de leyes eclesiásticas, el impedimento de la judicatura eclesiástica por recurso a un poder secular («recursus ab abusu»), el estorbo del libre trato de obispos y fieles con el Papa, las ingerencias en la organización de la Iglesia; Dz 1719 s, 1741, 1749; CIC 2333 s.

 

Capitulo segundo

LA CONSTITUCIÓN DE LA IGLESIA

 

§ 4. LA CONSTITUCIÓN JERÁRQUICA DE LA IGLESIA


1. Origen divino de la jerarquía

Cristo dio a su Iglesia una constitución jerárquica (de fe).

Los poderes jerárquicos (autoritativos) de la Iglesia comprenden la potestad de enseñar, la de regir (= autoridad legisladora, judicial y punitiva) y la sacerdotal o de santificar. Corresponden al triple oficio de Cristo, que le fue conferido como hombre para salvación de los hombres : el oficio de profeta o maestro, el de pastor o rey y el de sacerdote. Cristo transmitió a los apóstoles este triple oficio con sus poderes correspondientes.

El concilio de Trento declaró contra los reformadores (los cuales rechazaban el sacerdocio consagrado y, con ello, la jerarquía, y tan sólo reconocían el sacerdocio universal de todos los fieles) que en la Iglesia católica existe una jerarquía creada por institución divina : «Si quis dixerit, in Ecclesia catholica non esse hierarchiam divina ordinatione institutam», a. s.; Dz 966. Pío vl rechazó corno herética la doctrina galicana del sínodo de Pistoia, de que la autoridad eclesiástica había sido concedida inmediatamente por Dios a la Iglesia, es decir, a la totalidad de los fieles, y por la Iglesia pasaba a sus pastores; Dz 1502. Según la doctrina católica, Cristo confió inmediatamente el poder espiritual a los apóstoles. Pio x condenó la proposición modernística de que la jerarquía eclesiástica era el resultado de una sucesiva evolución histórica ; Dz 2054. El concilio Vaticano LI, en la constitución dogmática Lumen gentium, n. 18-29, trata con detenimiento sobre la constitución jerárquica de la Iglesia.

Pío xii, en su encíclica Mystici Corporis (1943), desaprueba la distinción entre la «Iglesia jurídica» y la «Iglesia de la caridad» ; pues tal distinción presupone que la Iglesia fundada por Cristo fue al principio una mera comunidad religiosa, henchida por el carisma y ligada por el vínculo invisible de la caridad; y que esta comunidad primitiva fue convirtiéndose poco a poco, por influjo de las circunstancias externas, en una sociedad jurídicamente organizada con su constitución jerárquica (Iglesia jurídica). Esta distinción se basa en la tesis de R. Sohm según la cual la esencia del derecho canónico se halla en contradicción con la esencia de la Iglesia; y se deriva en último término de la concepción protestante de la Iglesia como sociedad invisible de los fieles cristianos, es decir, como sociedad no organizada jurídicamente.

Según la doctrina católica, el cuerpo místico de Cristo tiene un elemento externo, visible y jurídico, que es la organización jurídica, y un elemento interno, invisible y místico, que es la comunicación de la gracia, de manera parecida a como en Cristo, cabeza de la Iglesia, se hallan unidas la naturaleza humana visible y la naturaleza divina invisible, o como en el sacramento se hallan también unidos el signo externo y la gracia interna. Cf. Vaticano II, const. Lumen gentium, n. 8, 1.

Fundamento bíblico. Cristo transmitió a los apóstoles la misión que había recibido del Padre (Iah 20, 21). La misión de Cristo comprende su triple oficio redentor. Jesús dio a los apóstoles el encargo de predicar su Evangelio por todo al mundo (Mt 28, 19; Mc 16, 15), les confirió su autoridad (I,c 10, 16; Mt 10, 40), les prometió un amplio poder para atar y desatar (Mt 18, 18) y les transmitió los poderes sacerdotales de bautizar (Mt 28, 19), de celebrar la eucaristía (Lc 22, 19) y de perdonar los pecados (Iah 20, 23). Los apóstoles, según testimonio de San Pablo, se consideraban como legados de Cristo, «por el cual hemos recibido la gracia y el apostolado para promover entre todas las naciones la obediencia a la fe» (Rom 1, 5) ; se consideraban como «ministros de Cristo y dispensadores de los misterios de Dios» (1 Cor 4, 1), como enviados por Cristo de los cuales se vale Dios para amonestar (2 Cor 5, 20), como predicadores «de la palabra de reconciliación» y portadores «de] ministerio de reconciliación» (2 Cor 5, 18 s). Los apóstoles hicieron uso de los poderes que se les habían conferido: «Ellos se fueron y predicaron por doquier» (Mc 16, 20) ; dieron leyes y prescripciones a los fieles (Act 15, 28 s ; 1 Cor 11, 34) ; dieron sentencias e impusieron castigos (1 Cor 5, 3-5; 4, 21) ; bautizaron (Act 2, 41 ; 1 Cor 1, 14), celebraron la eucaristía (cf. Act 2, 42 y 46; 20, 7) y confirieron poderes eclesiásticos por 'la imposición de sus manos (Act 6, 6; 14, 22 [G 23] ; 1 Tim 4, 14; 2 Tim 1, 6; Tit 1, 5).

En la Iglesia primitiva, además de los apóstoles, aparecen también, como posesores de oficios eclesiásticos y poderes jerárquicos, los presbíteros, que por su función eran llamados también «obispos» (epískopoi = guardianes; cf. Act 20, 17 y 28; 1 Petr 5, 1-2; Tit 1, 5-7), y los diáconos. El diácono Felipe predica y bautiza (Act 8, 5 y 38). Los presbíteros de Jerusalén deciden, en unión de los apóstoles, si obliga o no a los fieles el cumplimiento de la ley del Antiguo Testamento (Act 15, 22 ss). Los presbíteros de la comunidad ungían a los enfermos en el nombre del Señor y les concedían el perdón de Ios pecados (Iac 5, 14 s). Estos colaboradores de los apóstoles eran escogidos por la comunidad, pero recibían su oficio y potestad, no de la comunidad, sino de los apóstoles; cf. Act 6, 6 (institución de los siete primeros diáconos) ; 14, 22 (institución de presbíteros). Los carismáticos, que durante la época apostólica tuvieron parte tan importante en la edificación de la Iglesia (cf. 1 Cor 12 y 14), no pertenecían a la jerarquía, a no ser que poseyeran al mismo tiempo oficios eclesiásticos. San Pablo exige la subordinación de los carismas al oficio apostólico (1 Cor 14, 26 ss).


2. Perpetuación de la
jerarquía

Los poderes jerárquicos concedidos a los apóstoles se transmitieron a los obispos (de fe).

El concilio de Trento enseña que «los obispos, que han sucedido a los apóstoles, constituyen principalmente el orden jerárquico y han sido puestos por el Espíritu Santo para regir la Iglesia de Dios»; Dz 960. El concilio del Vaticano declaró : «Así pues, como Jesús envió a los apóstoles, que había escogido del mundo, lo mismo que Él había sido enviado por el Padre (Ioh 20, 21), de la misma manera quiso que en su Iglesia hubiera pastores y maestros hasta la consumación de los siglos» ; Dz 1821. Tales pastores y maestros son los obispos, sucesores de los apóstoles ; Dz 1828: «episcopi, qui positi a Spiritu Sancto in Apostolorum locum successerunt».

La perpetuación de los poderes jerárquicos es consecuencia necesaria de la indefectibilidad de la Iglesia (v. § 12), pretendida y garantizada por Cristo. La promesa que Cristo hizo a sus apóstoles de que les asistiría hasta el final del mundo (Mt 28, 20) supone que el ministerio de los apóstoles se perpetuará en los sucesores de los apóstoles. Estos, conforme al mandato de Cristo, comunicaron sus poderes a otras personas; por ejemplo, San Pablo a Timoteo y a Tito. Cf. 2 Tim 4, 2-5; Tit 2, 1 (poder de enseñar) ; 1 Tim 5, 19-21 ; Tit 2, 15 (poder de regir) ; 1 Tim 5, 22; Tit 1, 5 (poder de santificar). En estos dos discípulos del apóstol aparece por primera vez con toda claridad el episcopado monárquico que desempeña el ministerio apostólico. Los «ángeles» de las siete comunidades del Asia Menor (Apoc 2-3), según la interpretación tradicional (que no ha carecido de impugnadores), son obispos monárquicos.

El discípulo de los apóstoles SAN CLEMENTE ROMANO nos relata lo siguiente a propósito de la transmisión de los poderes jerárquicos por parte de los apóstoles: «Predicaban por las provincias y ciudades, y, después de haber probado el espíritu de sus primicias, los constituían en obispos y diáconos, de los que habían de creer en el futuro» (Cor. 42, 4) ; «Nuestros apóstoles sabían por Jesucristo nuestro Señor que surgirían disputas en torno al cargo episcopal. Por esta razón, conociéndolo bien de antemano, constituyeron a los que hemos dicho anteriormente, y les dieron el encargo de que a la muerte de ellos les sucedieran en el ministerio otros varones probados» (Cor. 44, 1-2). SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA da testimonio, a principios del siglo u, de que a la cabeza de las comunidades de Asia Menor y aun «en los países más remotos» (Eph 3, 2) había un solo obispo (monárquico) en cuyas manos estaba todo el gobierno religioso y disciplinario de la comunidad. «Sin el obispo, nadie haga nada de las cosas que corresponden a la Iglesia. Solamente sea considerada como válida aquella eucaristía que se celebre por el obispo o por algún delegado suyo. Doquiera se mostrare el obispo esté allí el pueblo, así como doquiera está Cristo allí está la Iglesia Católica. No está permitido bautizar sin el obispo ni celebrar el ágape ; mas todo lo que él aprueba es agradable a Dios ; para que todo lo que se realice sea sólido y legítimo... Quien honra al obispo es honrado por Dios; quien hace algo sin el obispo está sirviendo al diablo» (Smyrn. 8, 1-2; 9, 1). En toda comunidad existen, además del obispo y por debajo de él, otros ministros : los presbíteros y diáconos.

Según SAN JUSTINO MÁRTIR, «el que preside a los hermanos» (es decir, el obispo) es quien realiza la liturgia (Apol. 165 y 67). SAN IRENEO considera la sucesión ininterrumpida de los obispos a partir de los apóstoles como la garantía más segura de la íntegra tradición de la doctrina católica : «Podemos enumerar los obispos instituidos por los apóstoles y todos los que les han sucedido hasta nosotros» (Adv. haer III 3, 1). Pero, como sería muy prolijo enumerar la sucesión apostólica de todas las Iglesias, se limita el santo a señalar la de aquella Iglesia «que es la más notable y antigua y conocida de todos, y que fue fundada y establecida en Roma por los gloriosos apóstoles Pedro y Pablo». Nos refiere la más antigua lista de los obispos de la iglesia romana, que comienza con los «bienaventurados apóstoles» y llega hasta Eleuterio, 12.° sucesor de los apóstoles (ibídem III 3, 3). De San Policarpo nos refiere SAN IRENEO (ib. III 3, 4) que fue instituido como obispo de Esmirna «por los apóstoles» —según TERTULIANO (De praescr. 32), por el apóstol San Juan—. TERTULIANO, lo mismo que San Ireneo, funda la verdad de la doctrina católica en la sucesión apostólica de los obispos (De praescr. 32).

 

§ 5. EI. PRIMADO DE PEDRO

Primado significa preeminencia. Según sea la clase de superioridad que funde esa preeminencia, distinguimos entre primado de honor, de supervisión, de dirección («primatus directionis»), y primado de jurisdicción, es decir, de gobierno. El primado de jurisdicción consiste en la posesión de la plena y suprema autoridad legislativa, judicial y punitiva.


1. El dogma y la doctrina herética opuesta

Cristo constituyó al apóstol San Pedro como primero entre los apóstoles y como cabeza visible de toda la Iglesia, confiriéndole inmediata y personalmente el primado de jurisdicción (de fe).

El concilio del Vaticano definió : «Si quis dixerit, beatum Petrum Apostolum non esse a Christo Domino constitutum Apostolorum omnium principem et totius Ecclesiae militantis visibile caput; vel eundem honoris tantum, non autem verae propriaeque iurisdictionis primatum ab eodem Domino nostro Iesu Christo directe et immediate accepisse», a. s.; Dz 1823. Cf. Vaticano II, const. Lumen gentium, n. 18.

La cabeza invisible de la Iglesia es Cristo glorioso. Pedro hace las veces de Cristo en el gobierno exterior de la Iglesia militante, y es, por tanto, vicario de Cristo en la tierra («Christi vicarius» ; Dz 694).

Se oponen a este dogma la Iglesia ortodoxa griega y las sectas orientales, algunos adversarios medievales del papado (Marsilio de Padua y Juan de Jandun, Wicleff y Hus), todos los protestantes, los galicanos y febronianos, los Viejos Católicos (Altkatholiken) y los modernistas. Según la doctrina de los galicanos (E. Richer) y de los febronianos (N. Hontheim), la plenitud del poder espiritual fue concedida por Cristo inmediatamente a toda la Iglesia, y por medio de ésta pasó a San Pedro, de suerte que éste fue el primer ministro de la Iglesia, designado por la Iglesia («caput ministeriale»). Según el modernismo, el primado no fue establecido por Cristo, sino que se ha ido formando por las circunstancias externas en la época postapostólica; Dz 2055 s.


2. Fundamento bíblico

Cristo distinguió desde un principio al apóstol San Pedro entre todos los demás apóstoles. Cuando le encontró por primera vez, le anunció que cambiaría su nombre de Simón por el de Cefas = roca : «Tú eres Simón, el hijo de Juan [Vg: de Jonás] ; tú serás llamado Cefas» (Ioh 1, 42; cf. Mc 3, 16). El nombre de Cefas indica claramente el oficio para el cual le ha destinado el Señor (cf. Mt 16, 18). En todas las menciones de los apóstoles, siempre se cita en primer lugar a Pedro. En Mt se le llama expresamente «el primero» (Mt 10, 2). Como, según el tiempo de la elección, Andrés precedía a Pedro, el hecho de aparecer Pedro en primer lugar indica su oficio de primado. Pedro, juntamente con Santiago y Juan, pudo ser testigo de la resurrección de la hija de Jairo (Mc 5, 37), de la transfiguración (Mt 17, 1) y de la agonía del Huerto (Mt 26, 37). El Señor predica a la multitud desde la barquilla de Pedro (Lc 5, 3), paga por sí mismo y por él el tributo del templo (Mt 17, 27), le exhorta a que, después de su propia conversión, corrobore en la fe a sus hermanos (Lc 22, 32); después de la resurrección se le aparece a él solo antes que a los demás apóstoles (Lc 24, 34; 1 Cor 15, 5).

A San Pedro se le prometió el primado después que hubo confesado solemnemente, en Cesarea de Filipo, la mesianidad de Cristo. Díjole el Señor (Mt 16, 17-19) : «Bienaventurado tú, Simón, hijo de Jonás, porque no es la carne ni la sangre quien eso te ha revelado, sino mi Padre, que está en las cielos. Y yo te digo a ti que tú eres Pedro [= Cefas], y sobre esta roca edificaré yo mi Iglesia, y las puertas dei infierno no prevalecerán contra ella. Yo te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares en la tierra será atado en los cielos, y cuanto desatares en la tierra será desatado en los cielos». Estas palabras se dirigen inmediata y exclusivamente a San Pedro. Ponen ante su vista en tres imágenes la idea del poder supremo en la nueva sociedad (boúoría) que Cristo va a fundar. Pedro dará a esta sociedad la unidad y firmeza inquebrantable que da a una casa el estar asentada sobre roca viva ; cf. Mt 7, 24 s. Pedro ha de ser también el poseedor de las llaves, es decir, el administrador del reino de Dios en la tierra ; cf. Is 22, 22 ; Apoc 1, 18; 3, 7: las llaves son el símbolo del poder y la soberanía. A él le incumbe finalmente atar y desatar, es decir (según la terminología rabínica) : lanzar la excomunión o levantarla, o también interpretar la ley en el sentido de que una cosa está permitida (desatada) o no (atada). De acuerdo con Mt 18, 18, donde se concede a todos los apóstoles el poder de atar y desatar en el sentido de excomulgar o recibir en la comunidad a los fieles, y teniendo en cuenta la expresión universal («cuanto atares... cuanto desatares»), no es lícito entender que el pleno poder concedido a San Pedro se limita al poder de enseñar, sino que resulta necesario extenderlo a todo el ámbito del poder de jurisdicción. Dios confirmará en los cielos todas las obligaciones que imponga o suprima San Pedro en la tierra.

Contra todos los intentos por declarar este pasaje (que aparece únicamente en San Mateo) como total o parcialmente interpolado en época posterior, resalta su autenticidad de manera que no deja lugar a duda. Asta se halla garantizada, no sólo por la tradición unánime con que aparece en todos los códices y versiones antiguas, sino también por el colorido semítico del texto, que salta bien a la vista. No es posible negar cón razones convincentes que estas palabras fueron pronunciadas por el Señor mismo. No es posible mostrar tampoco que se hallen en contradicción con otras enseñanzas y hechos referidos en el Evangelio.

El primado se lo concedió el Señor a Pedro cuando, después de la resurrección, le preguntó tres veces si le amaba y le hizo el siguiente encargo : «Apacienta mis corderos, apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas» (Ioh 21, 15-17). Estas palabras, lo mismo que las de Mt 16, 18 s, se refieren inmediata y exclusivamente a San Pedro. Los «corderos» y las «ovejas» representan todo el rebaño de Cristo, es decir, toda la Iglesia; cf. Ioh 10. «Apacentar», referido a hombres, significa lo mismo que gobernar (cf. Act 20, 28), según la terminología de la antigüedad profana y bíblica. Pedro, por este triple encargo de Cristo, no quedó restaurado en su oficio apostólico (pues no lo había perdido por su negación), sino que recibió el supremo poder gubernativo sobre toda la Iglesia.

Después de la ascensión a los cielos, Pedro ejerció su primado. Desde el primer momento ocupa en la comunidad primitiva un puesto preeminente : Dispone la elección de Matías (Act 1, 15 ss) ; es el primero en anunciar, el día de Pentecostés, el mensaje de Cristo, que es el Mesías muerto en la cruz y resucitado (2, 14 ss) ; da testimonio del mensaje de Cristo delante del sanedrín (4, 8 ss) ; recibe en la Iglesia a'l primer gentil: el centurión Cornelio (10, 1 ss); es el primero en hablar en el concilio de los apóstoles (15, 17 ss) ; San Pablo marcha a Jerusalén «para conocer a Cefas» (Gal 1, 18).


3. Testimonio de Ios padres

Los padres, de acuerdo con la promesa bíblica del primado, dan testimonio de que la Iglesia está edificada sobre Pedro y reconocen la primacía de éste sobre todos los demás apóstoles. TERTULIANO dice de la Iglesia : «Fue edificada sobre él» (De inonog. 8). SAN CIPRIANO dice, refiriéndose a Mt 16, 18 s : «Sobre uno edifica la Iglesia» (De unit. eccl. 4). CLEMENTE DE ALEJANDRÍA llama a San Pedro «el elegido, el escogido, el primero entre los discípulos, el único por el cual, además de por sí mismo, pagó tributo el Señor» (Quis dives salvetur 21, 4). SAN CIRILO DE JERUSALÉN le llama «el sumo y príncipe de los apóstoles» (Cut. 2, 19). Según SAN LEÓN MAGNO, «Pedro fue el único escogido entre todo el mundo para ser la cabeza de todos los pueblos llamados, de todos los apóstoles y de todos los padres de la Iglesia» (Sermo 4, 2).

En su lucha contra el arrianismo, muchos padres interpretan la roca sobre la cual el Señor edificó su Iglesia como la fe en la divinidad de Cristo, que San Pedro confesara, pero sin excluir por eso la relación de esa fe con la persona de Pedro, relación que se indica claramente en el texto sagrado. La fe de Pedro fue la razón de que Cristo le destinara para ser fundamento sobre el cual habría de edificar su Iglesia.


4. San Pedro y San Pablo

Deducimos del dogma del primado de Pedro que tanto San Pablo como los demás apóstoles estaban subordinados a San Pedro como autoridad suprema de toda la Iglesia. Inocencio x condenó como herética (1647) la doctrina del jansenista Antoine Arnauld sobre el carácter bicéfalo de la Iglesia; Dz 1091.

Los padres, que a menudo equiparan a San Pedro y a San Pablo («principes apostolorum»), se refieren a la labor de ambos apóstoles o a sus méritos para con la Iglesia de Roma o para con la Iglesia universal. En actividad apostólica, San Pablo — según confesión suya — llegó incluso a sobrepujar a todos Ios demás apóstoles (1 Cor 15, 10). A Pedro le corresponde el primado de la autoridad; a Pablo, el de la predicación de la fe: «Princeps clave Petrus, primus quoque dogmate Paulus» (VENANCIO FORTUNATO, Misc. Ix 2, 35). El lugar de Gal 2, 11: «Le resistí en su misma cara», no significa una negación del primado de Pedro. San Pablo censuró la conducta inconsecuente de Pedro, pues, precisamente por estar revestido de la suprema autoridad en la Iglesia, ponía en peligro la libertad que los cristianos gentiles tenían respecto a los preceptos de la ley mosaica.

 

§ 6. EL PRIMADO DE JURISDICCIÓN DE LOS PAPAS


1. La perpetuación del primado

Por institución de Cristo, San Pedro tendrá en todos los tiempos sucesores de su primado de jurisdicción sobre toda la Iglesia (de fe).

El concilio del Vaticano definió : «Si quis dixerit, non esse ex ipsius Christi Domini institutione seu iure divino, ut beatus Petrus in primatu super universam Ecclesiam habeat perpetuos successores», a. s.; Dz 1825.

La perpetuación del primado en los sucesores de Pedro no se enuncia expresamente en las palabras de la promesa y de la colación de tal dignidad a San Pedro, pero es consecuencia lógica de su naturaleza y finalidad. Como el primado, por su misma naturaleza, es el oficio de gobernar toda la Iglesia y tiene por fin conservar la unidad y solidez de la misma, y la Iglesia, por voluntad de su Fundador, ha de perpetuarse inmutable a fin de continuar en todos los tiempos la obra salvadora de Cristo, el primado tendrá que tener también carácter de perpetuidad. Pedro estaba sometido a la ley de la muerte igual que todos los demás hombres (Ioh 21, 19) ; en consecuencia, su cargo tenía que pasar a otros. El edificio de la Iglesia no puede seguir en pie sin su fundamento (Mt 16, 18) ; el rebaño de Cristo no puede subsistir sin su pastor (Ioh 21, 15-17).

Los padres expresan ya la idea de que Pedro sigue viviendo y obrando en sus sucesores. El legado papal Felipe declaró en el concilio de Éfeso (431) : «$1 [Pedro] sigue viviendo y juzgando hasta ahora en sus sucesores» ; Dz 112, 1824. San Pedro Crisólogo dice del obispo de Roma, en una carta a Eutiques : «El bienaventurado Pedro, que sigue viviendo y presidiendo en su sede episcopal, ofrece la fe verdadera a los que la buscan» (en SAN LEÓN, Ep. 25, 2). SAN LEÓN MAGNO declara que el primado es una institución permanente: «Así como perdura para siempre lo que en Cristo Pedro creyó, de la misma manera perdurará para siempre lo que en Pedro Cristo instituyó» (Sermo 3, 2).


2. Poseedores del primado

Los sucesores de Pedro en el primado son los obispos de Roma (de fe).

El concilio del Vaticano, después de haberle precedido las declaraciones de los concilios universales de Lyón (1274) y Florencia (1439), hizo la siguiente declaración : «Si quis dixerit... Romanum Pontificem non esse beati Petri in eodem primatu successorem», a. s.; Dz 1825 ; cf. Dz 466, 694.

El dogma dice únicamente que el obispo de Roma es poseedor efectivo del primado. No se ha definido por qué título está vinculado el primado a la sede romana. La opinión más general de los teólogos sostiene que tal título no es un mero hecho histórico, a saber, el de que San Pedro obrase y muriese como obispo de Roma, sino que descansa sobre una ordenación positiva de Cristo o del Espíritu Santo, y que, por tanto, el primado de la sede romana es de derecho divino. Si la vinculación fuera tan sólo de derecho eclesiástico, entonces sería posible que el Papa o algún concilio universal la separara de la sede romana, pero, si es de derecho divino, tal separación es imposible.

La estancia de San Pedro en Roma está indicada en 1 Petr 5, 13 : «Os saluda la Iglesia de Babilonia, partícipe de vuestra elección» (Babilonia es una designación simbólica de Roma) ; la indican también SAN CLEMENTE ROMANO, que cita a los apóstoles Pedro y Pablo entre las víctimas de la persecución de Nerón (Cor. 6, 1), y SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA, que escribe a los cristianos de Roma : «No os mando yo como Pedro y Pablo» (Rom. 4, 3). Dan testimonio expreso de la actividad de San Pedro en Roma, el obispo Dionisio de Corinto, hacia el año 170 (EusEBIO, H. eccl. II 25, 8), SAN IRENEO DE I,YÓN (Adv. haer. 111 1, 1; 3, 2 s), el escritor romano Gayo durante el pontificado de Ceferino (EusEBIO, H. eccl. II 25 s), TERTULIANO (De praescr. 36; Adv. Marc. Iv 5; Scorp. 15), Clemente de Alejandría (EUSEBIO, H. eccl. v1 14, 6). Dionisio, Gayo y Tertuliano mencionan también el martirio de Pedro en Roma. Gayo sabe indicarnos con exactitud el lugar donde está el sepulcro de los apóstoles : «Yo puedo mostrar los trofeos de los apóstoles. Si quieres ir al Vaticano o a la Vía Ostiense, encontrarás los trofeos de los apóstoles que han fundado esta Iglesia» (EUSEBIO, lug. cit). Ningún otro lugar fuera de Roma ha tenido jamás la pretensión de poseer el sepulcro de San Pedro.

La doctrina sobre el primado de los obispos de Roma, igual que otras doctrinas e instituciones eclesiásticas, ha seguido el curso de una evolución por la cual se fueron conociendo con más claridad y desorrollándose con mayor abundancia los fundamentos existentes en el Evangelio. Desde fines del siglo primero aparecen indicios claros de la persuasión que los obispos romanos tienen de poseer el primado y de su reconocimiento por las demás iglesias. San Clemente Romano, en nombre de la comunidad romana, envía una carta a la comunidad de Corinto en la que se nota el sentimiento de responsabilidad por toda la Iglesia; en ella exhorta autoritativamente a los revoltosos a que se sometan a los presbíteros y hagan penitencia (c. 57). Sin embargo, la carta no contiene la doctrina del primado, es decir, una invocación explícita de la preeminencia de la Iglesia romana, ni toma medidas jurídicas. SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA destaca a la comunidad romana por encima de todas las otras comunidades a las que escribe ya por la misma fórmula solemne con que encabeza su epístola a los Romanos. Dos veces dice que esta comunidad tiene la presidencia, idea que expresa la relación de supraordinación y subordinación (cf. Magn. 6, 1) : «... la cual tiene la presidencia en el lugar del territorio de los romanos» (étis kaí prokathetai én tópo joríou Romaion); «presidenta de la caridad» (prokathemene tes agapés) . SAN IRENEO designa «la Iglesia fundada en Roma por los dos gloriosos apóstoles Pedro y Pablo» como «la mayor, más antigua y más famosa de todas las iglesias», y le concede expresamente la primacía por encima de todas las otras iglesias. Si se quiere conocer la verdadera fe, basta examinar la doctrina de esta sola iglesia, tal como es conservada por la sucesión de sus obispos. «Porque con esta iglesia, a causa de su preeminencia especial («propter potentiorem principalitatem») tiene que concordar toda iglesia, es decir, los fieles de todo el mundo; pues en ella se ha conservado siempre la sucesión apostólica por aquellos que son de todas partes» (o «preservándola de aquellos que vienen de todas partes», es decir, de los herejes) ; Adv. haer. uI 3, 2. Hacia la mitad del siglo II llegó a Roma el obispo Policarpo de Esmirna para tratar con el papa Aniceto (154-165) sobre la fijación de la fecha para la celebración de la Pascua (EUSEBIO, H. eccl. iv 14, 1). El obispo Policrates de Éfeso trató acerca de la cuestión de la Pascua con el papa Víctor I (189-198), el cual amenazó a las comunidades de Asia Menor con excluirlas de la comunión católica por su persistencia en la práctica cuatuordecimana (ib. v 24, 1-9). Hegesipo llegó a Roma, siendo papa Aniceto, para conocer la verdadera tradición de la fe (ib. iv 22, 3).

TERTULIANO reconoce la autoridad doctrinal de Roma : «Si estás cercano a Italia, tienes a Roma, donde está pronta también para nosotros [en Africa] la autoridad doctrinal» (De praescr. 36). Siendo ya montanista, declaró el poder de atar y desatar, concedido a San Pedro, como una mera distinción personal del apóstol (De pud. 21). SAN CIPRIANO DE CARTAGO da testimonio de la preeminencia de la iglesia romana, pues la llama «madre y raíz de la Iglesia católica» («ecclesiae catholicae matrix et radix» ; Ep. 48, 3), «lugar de Pedro» («locus Petri» ; Ep. 55, 8), «cátedra de Pedro» («cathedra Petri») e «Iglesia principal, por la que tiene principio la unidad entre los obispos» («ecclesia principalis, unde unitas sacerdotalis exorta est» ; Ep. 59, 14). Pero su grave desacuerdo con el papa Esteban I acerca de los herejes que entraban en el seno de la Iglesia católica, y que San Cipriano quería bautizar de nuevo mientras que Esteban lo prohibía, muestra, no obstante, que el santo no había logrado una clara inteligencia sobre el ámbito de la autoridad pontificia. El papa Esteban I, según testimonio del obispo Firmiliano de Cesarea, aseguraba «ser el sucesor de San Pedro, sobre el cual se asientan las bases de la Iglesia» (en CIPRIANO, Ep. 75, 17); este papa amenazó a los obispos de Asia Menor con excluirlos de la comunión eclesiástica (EUSEBIO, H. eccl. VII 5, 4).

SAN AMBROSIO dice : «Donde está Pedro, allí está la Iglesia» (Enarr. in Ps. 40, 30). SAN JERÓNIMO escribe al papa San Dámaso : «Sé que la Iglesia está edificada sobre esta roca [= Pedro]» (Ep. 15, 2). SAN AGUSTÍN dice que en la Iglesia romana ha existido siempre la preeminencia de la sede apostólica ((in qua semper apostolicae cathedrae viguit principatus» ; Ep. 43, 3, 7). El papa SAN LEÓN I quiere que se vea y se honre en su persona a aquel «en quien se perpetúa la solicitud de todos los pastores con la tutela de las ovejas a él confiadas» (Sermo 3, 4). Ante el concilio de Ēfeso (431), el legado papal Felipe hizo una confesión clara del primado del Papa, que perpetúa el primado de Pedro; Dz .112. Los padres del concilio de Calcedonia (451) acogen la epístola dogmática del papa San León I con la siguiente aclamación : «Pedro ha hablado por medio de León.»

La escolástica prueba especulativamente el primado del Papa basándose sobre todo en la unidad de la Iglesia. SANTO TOMÁS, en la S.c.G. Iv 76, expuso los siguientes argumentos, que habrían luego de repetirse en posteriores tratados sobre la Iglesia, v.g., de Jacobo de Viterbo, de Juan Quidort de Paris y de Juan de Nápoles. Helos aquí expuestos sumariamente: a) Como no hay más que una sola Iglesia, no tiene que haber más que una sola cabeza de todo el pueblo cristiano, de igual manera que en cada diócesis no hay más que un solo obispo como cabeza de todo el pueblo diocesano. b) Para conservar la unidad de la fe, es necesario que al frente de toda la Iglesia se halle una sola persona que con su autoridad pueda zanjar las cuestiones que surjan a propósito de la fe. c) El fin del gobierno, que es la paz y unidad de los súbditos, se alcanza mucho mejor por un solo rector que por muchos ; pues, cuando existe uno solo, hay una causa mucho más apropiada de unidad que cuando existen muchos. d) La Iglesia militante es imagen de la Iglesia triunfante. Así como en ésta uno solo es el que tiene la presidencia, así también en la Iglesia militante ha de ser uno solo el que esté a la cabeza de todos los fieles.

 

§ 7. NATURALEZA DEL PRIMADO ROMANO


1. El dogma

El Papa posee la plena y suprema potestad de jurisdicción sobre toda la Iglesia no solamente en cosas de fe y costumbres, sino también en la disciplina y gobierno de la Iglesia (de fe).

El concilio del Vaticano, frente a las diversas formas de episcopalismo que restringe el poder de jurisdicción del Papa en favor de los obispos (conciliarismo, galicanismo, febronianismo), declaró : «Si alguno dijere que el obispo de Roma tiene únicamente el oficio de inspección o dirección, y no la plena y suprema potestad de jurisdicción sobre toda la Iglesia, no solamente en cosas de fe y costumbres, sino también en todo lo que respecta a la disciplina y gobierno de la Iglesia esparcida por todo el orbe de la tierra ; o que tiene la parte más importante pero no la plenitud total de este supremo poder; o que esta potestad suya no es ordinaria e inmediata, bien sea sobre todas y cada una de las Iglesias o sobre todos y cada uno de los pastores y fieles, sea anatema» ; Dz 1831; cf. Dz 1827; CIC 218.

Conforme a esta declaración, la potestad primacial del Papa:

a) Es verdadera potestad de jurisdicción, es decir, verdadero poder de gobierno, y no de mera inspección o dirección como el que tiene, v.g., el presidente de un partido político, de una sociedad o de una conferencia. Como poder de gobierno, el primado comprende en sí la plena potestad legislativa, judicativa (judicatura litigiosa y de arbitraje) y coercitiva. Por parte de los subordinados corresponde el deber de sumisión y obediencia.

b) Es potestad universal, es decir, se extiende sobre todos los pastores (obispos) y los fieles de toda la Iglesia, tanto en colectividad como en particular. La materia de esta potestad no son únicamente las cosas de fe y costumbres (oficio de enseñar), sino también la disciplina y gobierno de la Iglesia (oficio de pastor).

c) Es la suprema potestad de la Iglesia, es decir, no existe ningún otro sujeto de jurisdicción que posea el poder en igual o en mayor grado. La potestad del Papa es superior no sólo a la de cualquier obispo en particular, sino también a la de todos los obispos juntos. Por eso la colectividad de todos los obispos (sin el Papa) no está por encima del Papa.

d) Es potestad plena, es decir, el Papa posee en sí mismo toda la plenitud ,del poder eclesiástico de jurisdicción, y no sólo una parte mayor que los demás obispos, ora sea en particular, ora en colectividad. Por eso el Papa puede resolver por sí mismo cualquier asunto que caiga dentro de la jurisdicción eclesiástica sin requerir el parecer de los demás obispos ni de toda la Iglesia.

e) Es potestad ordinaria, es decir, va ligada con su oficio en virtud de una ordenación divina y no ha sido delegada por un sujeto superior de jurisdicción. Por consiguiente, el Papa puede ejercerla en todo tiempo y no sólo en casos excepcionales, cuando los obispos descuiden sus deberes pastorales en sus respectivas diócesis (Febronio, Eybel) ; Dz 1500.

f) Es potestad verdaderamente episcopal, es decir, el Papa es al mismo tiempo «obispo universal» de toda la Iglesia y obispo de la diócesis de Roma («episcopus Urbis et Orbis» ; Jacobo de Viterbo). De ahí que la potestad papal, lo mismo que la de los obispos, comprenda el poder legislativo, judicial y punitivo; cf. CIC 218, §§ 2, 335.

g) Es potestad inmediata, es decir, el Papa puede ejercerla sin instancia previa sobre los obispos y fieles de toda la Iglesia.

El fundamento bíblico y patrístico de esta tesis se deriva de los textos aducidos en §§ 5 y 6. El embrión que en ellos se encuentra llegó a su pleno desarrollo en el dogma emanado del concilio del Vaticano.


2. Conclusiones

a) De este poder supremo de gobernar a toda la Iglesia se sigue que el Papa tiene el derecho de tratar libremente con todos los obispos y fieles de la Iglesia para ejercer su ministerio. Por eso la Iglesia condena todas las ordenaciones del poder civil que subordinan la comunicación oficial con la Santa Sede a un control civil y hacen depender la obligatoriedad de las disposiciones pontificias de un exsequátur o visto bueno de la autoridad civil; Dz 1829.

b) Como supremo legislador de la Iglesia, el Papa no está ligado jurídicamente por costumbres y decretos eclesiásticos, pero sí por el derecho divino. Éste exige que el Papa use de su potestad eclesiástica para edificación del cuerpo místico y no para destrucción del mismo (2 Cor 10, 8). Por eso el derecho divino es barrera eficaz contra la arbitrariedad. Fue condenado el tercer artículo galicano, que exigía una amplia limitación en el ejercicio del poder papal; Dz 1324.

c) Como supremo juez de la Iglesia, el Papa posee el derecho de dirimir en su tribunal toda causa de derecho eclesiástico y aceptar apelaciones en todas las causas de la misma clase. Al mismo no puede ser juzgado por nadie (CIC 1556: (Prima Sedes a nemine iudicatur»), porque no existe ningún juez terreno que esté por encima de él. Por esta misma razón, contra el dictamen del Papa no cabe apelación a ninguna instancia superior. La Iglesia condena la apelación a un concilio universal, porque eso equivaldría a situar al concilio universal por encima del Papa; Dz 1830; CIC 288, § 2; cf. Dz 1323 (2.° art. galicano).

 

§ 8. EL PRIMADO DEL MAGISTERIO PONTIFICIO O INFALIBILIDAD DEL PAPA


1. El dogma

El Papa es infalible siempre que habla ex cathedra (de fe).

Después que los concilios unionistas de Constantinopla (869/70), Lyón (1274) y Florencia (1438/45) hubieron declarado el primado doctrinal del Papa, que comprende objetivamente la infalibilidad, el concilio del Vaticano definió : «Cuando el Obispo de Roma habla ex cathedra, es decir, cuando desempeñando el oficio de pastor y maestro de todos los cristianos y usando de su suprema autoridad apostólica define una doctrina de fe o costumbres para que sea mantenida por toda la Iglesia, entonces, por la asistencia divina que le fue prometida en San Pedro, goza de aquella infalibilidad que nuestro divino Redentor quiso que tuviera su Iglesia cuando ésta diese una definición en materia de fe o costumbres. Por eso, tales definiciones del Obispo de Roma son irreformables por sí mismas y no por razón del consentimiento de la Iglesia»; Dz 1839; cf. Dz 466, 694, 1833-35.

Para la recta inteligencia de este dogma, conviene tener presente:

a) Sujeto de la infalibilidad es todo Papa legítimo, en su calidad de sucesor de San Pedro, príncipe de los Apóstoles ; pero solamente el Papa, y no otras personas u organismos a quienes el Papa confiere parte de su autoridad magistral, v.g., las congregaciones pontificias.

b) Objeto de la infalibilidad son las verdades de fe y costumbres, sobre todo las reveladas, pero también las no reveladas que se hallan en íntima conexión con la revelación divina.

c) Condición de la infalibilidad es que el Papa hable ex cathedra. Para ello se requiere : a) Que hable como pastor y maestro de todos los fieles haciendo uso de su suprema autoridad apostólica. Cuando habla como teólogo privado o como obispo de su diócesis, entonces no es infalible. (3) Que tenga la intención de definir alguna doctrina de fe o costumbres para que s creída por todos los fieles. Sin esta intención, que debe ser fácilmente conocible por la fórmula usada o por las circunstancias, no puede haber definición ex cathedra. La mayor parte de las manifestaciones doctrinales de las encíclicas pontificias no son definiciones ex cathedra.

d) Razón de la infalibilidad es la asistencia sobrenatural del Espíritu Santo que preserva al supremo maestro de la Iglesia de todo error. Conviene distinguir entre esta asistencia y la revelación, por la cual Dios comunica algunas verdades al que recibe la revelación; y es menester distinguirla también de la inspiración, que es un influjo positivo tal de Dios sobre el escritor, que Dios mismo resulta ser el autor de aquel escrito, que es palabra de Dios. La asistencia consiste en que el Espíritu Santo preserva al Supremo maestro de la Iglesia de dar una definición errónea («assistentia negativa») y le conduce, en cuanto sea necesario, al recto conocimiento y proposición de la verdad, valiéndose para ello de gracias externas e internas («assistentia positiva»). La asistencia divina no dispensa al sujeto del magisterio infalible de la obligación que tiene de esforzarse por llegar al conocimiento de la verdad con los medios naturales, principalmente con el estudio de las fuentes de la revelación; cf. Dz 1836.

e) Consecuencia de la infalibilidad es que las definiciones ex cathedra de los Papas sean «por sí mismas» irreformables, es decir, sin la intervención de ninguna autoridad ulterior, como sería — según los galicanos — el consentimiento y aprobación de toda la Iglesia; Dz 1325 (4.° art. galicano).


2. Prueba de escritura y de tradición

a) Cristo hizo a San Pedro fundamento de toda su Iglesia, es decir, garante de la unidad y solidez inquebrantable de la misma, y prometió además a su Iglesia una duración imperecedera (Mt 16, 18). Ahora bien, la unidad y solidez de la Iglesia no son posibles si no se conserva la fe verdadera. Luego Pedro es el supremo maestro de la fe en toda la Iglesia. Y, como tal, tiene que ser infalible, tanto en su persona como en la de sus sucesores, cuando propone oficialmente una verdad de fe, si es verdad que la Iglesia ha de perdurar para siempre tal como Cristo la fundara. Aparte de esto, Cristo concedió a Pedro (y a sus sucesores) un amplio poder de atar y desatar. Y como en el lenguaje de los rabinos atar y desatar significa interpretar auténticamente la ley, de ahí que en esta expresión de Cristo se conceda también a Pedro el poder de interpretar auténticamente la ley de la Nueva Alianza : el Evangelio. Dios confirmará en el cielo Ios dictámenes de Pedro. Con ello se supone bien a las claras que el supremo maestro de la fe está inmune de todo error.

Cristo instituyó a Pedro (y a sus sucesores) como supremo pastor de toda su grey (Ioh 21, 15-17). Al cargo de supremo pastor pertenece el enseñar la verdad cristiana y preservarla del error. Pero esta misión no podría llevarla a cabo si él mismo estuviese sujeto a error en el desempeño de su supremo ministerio de enseñar.

Cristo oró por Pedro para que tuviera firmeza en la fe y le encargó que corroborara en ella a sus hermanos ; Lc 22, 31 s: «Simón, Simón, Satanás os busca para ahecharos como trigo; pero yo he rogado por ti para que no desfallezca tu fe, y tú, una vez convertido, confirma a tus hermanos». La razón de que Jesús orase especialmente por Pedro es que éste, después de su conversión, debía corroborar en la fe a todos los demás discípulos, cosa que indica claramente su calidad de príncipe y cabeza de los apóstoles. El papel director que Pedro desempeña en la comunidad cristiana primitiva muestra que sabía cumplir el encargo del Maestro. Esta frase se dirige en primer término a la persona de San Pedro, pero, examinándola a la luz de Mt 16, 18 s, debemos referirla también a los Romanos Pontífices, en quienes sobrevive Pedro como cabeza de la Iglesia; pues el peligro en que la fe se halla en todos los tiempos hace que sea un deber imperioso del príncipe de la Iglesia el corroborar a los fieles en la fe cristiana. Y para cumplir eficazmente con esta misión es necesario que los Papas gocen de infalibilidad en materia de fe y costumbres.

b) Los padres no hablan todavía expresamente de la infalibilidad pontificia, pero dan testimonio de la autoridad doctrinal de la iglesia romana y de su obispo, que ha de servir como norma en toda la Iglesia. SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA tributa a los cristianos de Roma el elogio de que «están purificados de todo tinte extraño», es decir, libres de todo error (Rom., inser.). Refiriéndose tal vez a la carta de San Clemente, dice: «A otros habéis enseñado» (Rom., 3, 1). A diferencia de todas sus otras cartas, en la carta a los romanos se guarda de darles instrucción o advertirles de algún error. SAN IRENEO DE LYÓN confiesa que la fe de la iglesia romana es norma para toda la Iglesia : «Con esta iglesia, por su especial preeminencia, han de estar de acuerdo todas las iglesias... En ella se ha conservado siempre pura la tradición apostólica» (Adv. haer. ni 3, 2). La inerrancia de la iglesia romana en la fe presupone la infalibilidad de su obispo, que es el maestro de la fe. SAN CIPRIANO designa a la iglesia romana como «cátedra de Pedro», como «punto de partida de la unidad episcopal», y ensalza la pureza de su fe. Dice el santo que sus adversarios se esforzaban por obtener el reconocimiento de la iglesia romana : «No piensan que los romanos han sido alabados en su fe por el glorioso testimonio del Apóstol (Rom 1, 8), a los cuales no tiene acceso el error en la fe» (Ep. 59, 14).

SAN JERÓNIMO suplica al papa San Dámaso, poseedor de la cátedra de San Pedro, que decida en una cuestión debatida en Oriente, y hace el siguiente comentario: «Sólo en Vos se conserva íntegra la herencia de los padres» (Ep. 15, 1). SAN AGUSTÍN considera como decisivo el dictamen del papa Inocencio i en la controversia pelagiana : «A propósito de este asunto se han enviado a la Sede Apostólica las conclusiones de dos concilios : de ella han venido también rescriptos. La causa está solventada («causa finita est»). ¡Ojalá termine también por fin el error!» (Sereno 131, 10, 10). San Pedro Crisólogo exige a Eutiques que se someta al dictamen del obispo de Roma : «Porque el bienaventurado Pedro, que sigue viviendo en su sede episcopal y teniendo la presidencia, ofrece a los que la buscan la fe verdadera» (en SAN LEÓN 1, Ep. 25, 2).

Desde antiguo se expresa de manera práctica el primado doctrinal del Papa por medio de la condenación de opiniones heréticas. Víctor 1 (o San Ceferino) condenó el montanismo; Calixto 1 excomulgó a Sabelio; Esteban i condenó la repetición del bautismo en la conversión de los herejes; Dionisio salió contra las ideas subordinacionistas del obispo Dionisio de Alejandría; Cornelio condenó el novacionismo, Inocencio i el pelagianismo, Celestino I el nestorianismo, León 1 el monofisismo, Agatón el monotelismo. Otros testimonios en favor del primado doctrinal del Papa son las reglas de fe que impusieron diversos Papas a los herejes y cismáticos que volvían a la Iglesia. Es de notar la regla de fe del papa Hormisdas (519), la cual -- basándose en Mt 16, 18s— confiesa expresamente la autoridad infalible del magisterio pontificio: «En la Sede Apostólica se ha conservado siempre inmaculada la religión católica» ; Dz 171; cf. Dz 343, 357, 570 s.

Los teólogos de la escolástica, en su período de apogeo, enseñan de común acuerdo la infalibilidad pontificia. Según SANTO TOMÁS DE AQUINO, es propio de la potestad que posee el Papa por su oficio «el definir las cuestiones de fe, de suerte que todos tengan que acatar esa definición con fe inquebrantable». Prueba de manera positiva esta doctrina por Lc 2, 31 s, y de manera especulativa por la razón de que en toda la Iglesia no tiene que haber más que una sola fe, como se deduce de 1 Cor 1, 10. Ahora bien, no se podría guardar esa unidad de fe si aquel que está a la cabeza de toda la Iglesia no pudiera decidir de modo irrevocable en materia de fe; S.th. 2 11 1, 10; cf. S.th. 2 n 11, 2 ad 3; C.c.G. iv 76.

El conciliarismo. En el siglo xiv, a consecuencia de las turbulentas relaciones entre la Iglesia y los estados, descendió notablemente el prestigio del Papado. Estas tristes circunstancias tuvieron una repercusión fatal en la doctrina sobre el primado pontificio. Guillermo de Ockham, en su lucha contra el papa Juan xxii, comenzó a impugnar la institución divina del primado. Marsilio de Padua y Juan de Jandun negaron directamente tal institución, declarando que el primado era una mera primacía de honor, y atribuyendo al concilio la suprema potestad de jurisdicción y magisterio. Durante la época del gran cisma de Occidente (1378-1417), muchos teólogos de prestigio, como Enrique de Langenstein, Conrado de Gelnhausen, Pedro de Ailly y Juan Gerson, consideraron la teoría de la superioridad del concilio universal sobre el Papa (teoría conciliar) como el único medio para remediar la escisión de la Iglesia. Surgió la opinión de que la Iglesia universal era infalible, pero que la iglesia romana podía errar y caer incluso en el cisma y la herejía. Los concilios de Constanza (ses. Iv y v) y de Basilea (ses. II) se declararon en favor de la superioridad del concilio sobre el Papa. Pero estas conclusiones no obtuvieron la aprobación pontificia y carecen, por tanto, de toda fuerza jurídica; Dz 657, nota 2. En el galicanismo siguió perpetuándose durante siglos la teoría conciliar ; Dz 1323 y 1325; 2.° y 4.° art. galicanos.

Objeciones. Los hechos históricos a que aluden los adversarios del dogma de la infalibilidad pontificia no afectan en nada al dogma mismo, porque en niguno de los casos ha existido verdadera enseñanza ex cathedra. A propósito de la cuestión del papa Honorio, véase Cristología, § 13.

 

§ 9. LOS OBISPOS


1. La índole de la potestad pastoral de los obispos

Los obispos poseen, por derecho divino, potestad de jurisdicción sobre sus súbditos propia, ordinaria e inmediata (sent. cierta).

El concilio Vaticano II ha hecho la siguiente declaración : «Los obispos rigen, como vicarios y legados de Cristo, las Iglesias particulares que se les han encomendado... Esta potestad que personalmente poseen en nombre de Cristo es propia, ordinaria e inmediata, aunque el ejercicio último de la misma sea regulado por la autoridad suprema, y aunque, con miras a la utilidad de la Iglesia y de los fieles, pueda quedar circunscrita dentro de ciertos límites... A ellos se les confía plenamente el oficio pastoral, es decir, el cuidado habitual y cotidiano de sus ovejas, y no deben ser tenidos como vicarios del romano pontífice, ya que ejercitan potestad propia y son, en verdad, los jefes del pueblo que gobiernan» (De Ecclesia n.° 27). Cf. Dz 1828 (Vaticano 1) ; CIC 329 § 1, 334 § 1.

Según la declaración citada, la potestad pastoral episcopal es:

  1. Potestad ordinaria, es decir, vinculada con el oficio episcopal.

  2. Potestad propia, no vicaria.

  3. Potestad inmediata, es decir, no se ejerce por encargo de un poder superior, sino en nombre propio. Por eso, los obispos no son delegados ni vicarios (representantes) del Papa, sino pastores soberanos de la grey confiada a cada uno, aunque con subordinación al Papa.

  4. Potestad instituida por Dios, pues los apóstoles, por ordenación divina recibida, bien por encargo inmediato de Cristo o por ilustración del Espíritu Santo (Act 20, 28), transmitieron su oficio pastoral a los obispos. Los obispos son, por tanto, sucesores de los apóstoles. No es que cada obispo sea sucesor de un apóstol, sino que los obispos en su totalidad son sucesores del colegio apostólico.

  5. Verdadera potestad pastoral, pues comprende en sí todos los poderes pertinentes al ejercicio del oficio pastoral; la potestad de enseñar y la de regir en sentido estricto, es decir, el poder legislador, judicial y punitivo; CIC 335, § 1.

  6. Potestad limitada local y objetivamente, pues se extiende tan sólo a un determinado territorio de la Iglesia y experimenta ciertas restricciones por parte de la potestad papal a la que se halla subordinada. Las llamadas «causae maiores», es decir, los asuntos de máxima importancia que afectan al bienestar de toda la Iglesia, están reservados al Papa; CIC 220. Cf. la «Declaración colectiva del episcopado alemán» de 1875 confirmada por el papa Pío Ix (Dz 3112-3117).


2. Colegialidad del episcopado

Como sucesores de los apóstoles, los obispos constituyen un colegio cuya cabeza es el papa como sucesor de Pedro (sent. cierta).

El concilio Vaticano II ha declarado: «Así como, por disposición del Señor, san Pedro y los demás apóstoles forman un solo colegio apostólico, de igual modo se unen entre sí el romano pontífice, sucesor de Pedro, y los obispos, sucesores de los apóstoles... El orden de los obispos, que sucede en el magisterio y en el régimen pastoral al colegio apostólico, más aún, en quien perdura continuamente el cuerpo apostólico, junto con su cabeza, el romano pontífice, y nunca sin esta cabeza, es también sujeto de la suprema y plena potestad sobre la universal Iglesia, potestad que no puede ejercitarse sino con el consentimitno del romano pontífice» (De Ecclesia n.° 22).

El término «colegio», según la Nota explicativa previa (n.° 1), no se entiende en un sentido estrictamente jurídico, es decir, de una asamblea de iguales que confieren su propio poder a quien los preside, sino de una asamblea estable (coetus stabilis, corpus, ordo), cuya estructura y autoridad deben deducirse de la revelación.

Los apóstoles forman un círculo limitado, "los doce» (Mt 20, 17; 26, 14.47 par; Ioh 6, 71 [Vg 72] ; 20, 24; Act 6, 2; 1 Cor 15, 5). Cristo les confirió el poder de atar y desatar (Mt 18, 18), les transmitió su misión (Ioh 20, 21-23), les dio el encargo de enseñar y bautizar a todas las gentes (Mt 28, 19 s ; Mc 16, 15; Act 1, 8) y les prometió su asistencia hasta el fin del mundo (Mt 28, 20). Designado por el Señor, mediante suertes, Matías fue admitido en el colegio apostólico en sustitución de Judas (Act 1, 26). Los apóstoles gobiernan a la primitiva comunidad de Jerusalén (Act 1-12) y la congregan con los presbíteros para el concilio apostólico (Act 15, 6 ss). Según Apoc 21, 14, los doce apóstoles son «Ios cimientos» de la Iglesia de Cristo. Ignacio de Antioquía habla del «consejo (synedrion) de los apóstoles» (Magn. 6, 1).

La tradición atestigua el carácter colegial del episcopado por el trato íntimo de los obispos entre sí y con el obispo de Roma y por la reunión en consejo en concilios particulares y ecuménicos.


3. Concesión de la potestad episcopal

La consagración episcopal confiere, con la potestad de santificar, la de enseñar y gobernar (sent. cierta).

El concilio Vaticano II ha declarado : «La consagración episcopal, junto con el oficio de santificar, confiere también el oficio de enseriar y regir, los cuales, sin embargo, por su naturaleza, no pueden ejercitarse sino en comunión jerárquica con la cabeza y miembros del colegio» (De Ecclesia n.° 21). «Uno es constituido miembro del cuerpo episcopal en virtud de la consagración sacramental y por la comunión jerárquica con la cabeza  y miembros del colegio» (ibid., n.° 22).

Este fundamento deriva de la tradición litúrgica de la Iglesia tanto de oriente como de occidente. En las oraciones de la consagración del obispo se implora la gracia de Dios no sólo para el ejercicio del oficio sacerdotal, sino también para el del oficio de maestro y de pastor. Cf. Sacramentarium I.eonianum: «Tribuas eis cathedram episcopalem ad regendam Ecclesiam tuam et plebem universam» (ed. C. Mohlberg 120).

Según la Nota explicativa previa (n.° 2), en la consagración episcopal se da una participación ontológica de los ministerios sagrados. Intencionadamente se emplea la palabra «ministerios» (munera) y no la palabra «potestades» (potestates), porque esta última podría entenderse de la potestad expedita para el ejercicio. Para que se tenga tal potestad expedita debe añadirse la determinación jurídica o canónica por la autoridad jerárquica. Esta determinación de la potestad puede consistir en la concesión de un oficio particular o en la asignación de súbditos, y se confiere de acuerdo con las normas aprobadas por la suprema autoridad. Los documentos de los sumos pontífices contemporáneos sobre la jurisdicción de los obispos deben interpretarse en el sentido de esta necesaria determinación de potestades, por ejemplo una declaración de Pío xii en la encíclica Mystici corporis (1943), según la cual «los obispos gozan de jurisdicción ordinaria que el mismo sumo pontífice les ha comunicado inmediatamente» (Dz 2287).

 

Capítulo tercero

LAS FUERZAS VITALES DE LA IGLESIA

 

§ 10. CRISTO Y LA IGLESIA

Como expone el papa Pfo XII en su encíclica Mystici Corporis, Cristo es el Fundador, la Cabeza, el Conservador y el Salvador de su Cuerpo místico, que es la Iglesia. Seguimos las ideas de la encíclica.


1. El fundador de la Iglesia

Cristo ha fundado la Iglesia (de fe).

Pío xii comenta : «El Divino Redentor comenzó la edificación del místico templo de la Iglesia cuando con su predicación expuso sus enseñanzas ; la consumó cuando pendió de la cruz glorificado y, finalmente, la manifestó y promulgó cuando de manera visible envió el Espíritu Paráclito sobre sus discípulos» ; cf. Dz 1821, 2145; Vaticano const. Lumen gentium, n. 3-5; decr. Ad gentes, n. 3-5.

a) Durante la época de su vida pública, Cristo echó los fundamentos de su Iglesia, eligiendo y enviando a los apóstoles lo mismo que El hab'a sido enviado por el Padre, constituyendo a San Pedro en cabeza suprema de la Iglesia y haciéndole vicario suyo en la tierra, revelando a los apóstoles las verdades sobrenaturales y haciéndoles entrega de los medios de alcanzar la gracia (v. §§ 2, 5).

b) En la cruz consumó el Señor el edificio de la Iglesia. Entonces acabó el Antiguo Testamento y comenzó el Nuevo, fundado en la sangre de Cristo. Los padres y los teólogos consideran la sangre y el agua que brotó del costado abierto de Cristo como una imagen del nacimiento de la Iglesia. Así como Eva, que es la madre de Ios vivientes, salió del costado de Adán dormido, de la misma manera la Iglesia, segunda Eva, Madre de los que viven por la gracia, brotó del costado del segundo Adán, que estaba dormido en la cruz con el sueño de la muerte. El agua y la sangre son figura de Ios dos principales sacramentos : el bautismo y la eucaristía, que constituyen dos elementos esenciales de la Iglesia y sirven, por tanto, para representarla. El concilio de Vienne confirmó autoritativamente este simbolismo, que tiene su origen en SAN AGUSTÍN; Dz 480; cf. SAN AGUSTÍN, in loh., tr. 9, 10; tr. 120, 2; Enarr. in Ps. 40, 10; S.th. i 92, 3; III 64, 2 ad 3.

c) El día de Pentecostés, Cristo, desde los cielos, confirmó a su Iglesia con la virtud sobrenatural del Espíritu Santo y la hizo aparecer ante la faz del mundo enviando sobre ella de manera visible al mismo Espíritu Santo, de igual manera que al comienzo de la vida pública del divino Maestro había descendido de manera visible sobre Al el Espíritu Santo y había dado público testimonio de su carácter mesiánico presentándole de esta manera ante la gente.


2. Cabeza de la Iglesia

Cristo es la cabeza de la Iglesia (de fe).

BONIFACIO VIII declaró en la bula Unam sanctam. (1302) : «La Iglesia constituye un solo cuerpo místico cuya cabeza es Cristo» ; Dz 468. El concilio de Trento enseña : «Cristo Jesús infunde sin cesar su virtud en los justificados, como lo hace la cabeza en los miembros y la vid en los sarmientos» ; Dz 809.

San Pablo da el siguiente testimonio : «Él [Cristo] es la cabeza del cuerpo, que es la Iglesia» (Col 1, 18; cf. Eph 5, 23); «Él es la cabeza, Cristo ; por 1~l está todo el cuerpo trabado y unido» (Eph 4, 15 s ; cf. Col 2, 19). Según nos enseñan estos textos, la relación de Cristo con sus discípulos es semejante a la de la cabeza con respecto a los demás miembros.

Pfo XII, siguiendo un pensamiento de SANTO TOMÁS (S.th. nI 8, 1; De verit. 29, 4), prueba que Cristo es cabeza de la Iglesia por razón de su excelencia, de su gobierno de la misma, por su consustancialidad de naturaleza con los hombres, por su plenitud de gracia y por su labor difusora de la gracia.

a) Así como la cabeza ocupa el puesto supremo en el cuerpo humano, así también Cristo, como Dios-Hombre, ocupa un puesto de excelencia único en la humanidad. Como Dios, es el primogénito de toda la creación (Col 1, 15) ; como hombre, es el primogénito de entre los muertos (Col 1, 18) ; como Dios-Hombre, es el único mediador entre Dios y los hombres (1 Tim 2, 5). La unión hipostática es la razón última y más honda del puesto de preeminencia que Cristo ocupa en la humanidad.

b) Así como la cabeza, por ser la parte del cuerpo dotada de más excelentes facultades, rige todos los demás miembros del cuerpo, así también Cristo rige y gobierna toda la sociedad cristiana. Lo hace de manera invisible y extraordinaria, influyendo inmediatamente por sí mismo, iluminando y fortaleciendo la mente y el corazón de los hombres, sobre todo de los superiores eclesiásticos; lo hace de manera visible y ordinaria, obrando estos efectos por la jerarquía eclesiástica instituida por Él.

c) Así como la cabeza posee la misma naturaleza que los demás miembros del cuerpo, así también Cristo, por la encarnación, tomó la misma naturaleza humana que poseemos nosotros, con las mismas deficiencias naturales, la misma pasibilidad y carácter mortal que la nuestra, de suerte que Cristo es verdadero allegado nuestro según la carne. El Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos partícipes de la divina naturaleza a nosotros los hombres, que somos hermanos suyos según la carne (2 Petr 1, 4).

d) Así como la cabeza es la sede de todos Ios sentidos, mientras que los restantes miembros del cuerpo únicamente poseen el sentido del tacto, así también Cristo (como hombre) posee, por razón de su unión hipostática, la plenitud de todos los dones sobrenaturales ; Ioh 1, 14: «Lleno de gracia y de verdad.» En Cristo habita el Espíritu Santo con una plenitud de gracia tal que es imposible concebirla mayor (Ioh 3, 34). A Al se le ha dado poder sobre toda carne (Ioh 17, 2). En Al se hallan todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia (Col 2, 3), incluso de la ciencia de la visión beatífica.

e) Así como desde la cabeza parten y se ramifican los nervios y van a parar a todos los miembros del cuerpo, comunicándoles la sensación y el movimiento, así también de Cristo, que es la cabeza, brota sin cesar la gracia sobre todos los miembros de su cuerpo místico, iluminándolos y santificándolos sobrenaturalmente. Cristo, como Dios, es causa principal, y, como hombre, causa instrumental de la gracia; Ioh 1, 16: «De su plenitud todos hemos recibido, gracia por gracia.» Él determina para cada hombre en particular la medida de la gracia que ha de recibir (Eph 4, 7). Él es quien infunde la luz de la fe (Hebr 12, 2: «Autor de la fe») y enriquece de manera especial a los pastores y maestros con los dones de ciencia, entendimiento y sabiduria; y Él es quien dirige e ilumina los concilios. Él concede la virtud sobrenatural para que el hombre realice actos saludables (Ioh 15, 5: «Sin mí nada podéis hacer») y otorga de manera especial a los miembros sobresalientes de su cuerpo místico los dones de consejo, fortaleza, temor de Dios y piedad; y, como primer difusor, produce en las almas los efectos de los sacramentos, alimenta a los redimidos con su carne y su sangre .(loh 6, 56), acrecienta la gracia y concede la gloria para el cuerpo y para el alma (Ioh, 6, 55).


3. Conservador de la Iglesia

«Nuestro divino Redentor conserva con virtud divina la sociedad por Él fundada, que es la Iglesia» (Pío xII).

La unión de Cristo con la Iglesia es tan íntima y permanente que Cristo y la Iglesia forman entre los dos como una sola persona mística («una persona mystica» ; S.th. III 48, 2 ad 1). Cristo identifícase formalmente con la Iglesia y sus miembros cuando habla así como juez del mundo : «Tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed y me disteis de beber» (Mt 25, 35), o cuando desde el cielo dice a San Pablo : «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?» (Act 9, 4). Siguiendo este modo de hablar, San Pablo llama «Cristo» a la Iglesia unida con Cristo; 1 Cor 12, 12: «Porque así como siendo el cuerpo uno tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, con ser muchos, son un cuerpo único, así es también Cristo.»

Dice SAN AGUSTÍN : «Cristo [= la Iglesia] predica Cristo; el cuerpo predica su cabeza y la cabeza protege al cuerpo» (Sermo 354, 1). El bautizado, según SAN AGUSTÍN, no solamente se convierte en cristiano, sino que se hace Cristo: «Debemos regocijarnos y dar gracias porque no solamente nos hemos convertido en cristianos, sino en Cristo mismo... Maravillaos, alegraos : nos hemos convertido en Cristo ; pues si Él es la cabeza y nosotros los miembros, entonces él y nosotros formamos el hombre completo» (In loh., tr. 21, 8). El cuerpo y la cabeza constituyen «el Cristo completo» (In ep. 1. loh., tr. 1, 2; De unit. eccl. 4, 7).

La razón interna de esa íntima unión de Cristo con su Iglesia, que llega hasta constituir una sola persona mística, radica, por una parte, en que Cristo transmitió su misión a los apóstoles y a sus sucesores, de donde se sigue que Él es quien por ellos bautiza, enseña y gobierna, ata y desata, sacrifica y es inmolado; y radica también, por otra parte, en que Cristo hace partícipe a la Iglesia cíe su vida sobrenatural, empapando todo el cuerpo de la Iglesia con su virtud divina y nutriendo y sustentando a cada uno de los miembros conforme al rango que ocupan en su cuerpo, de la misma manera que la vid nutre y hace fecundos los sarmientos que están unidos a ella (Ioh 15, 1-8).


4. Redentor de la Iglesia

«Cristo es el Redentor divino de su cuerpo, que es la Iglesia» (Pío xii).

San Pablo enseña: «Cristo es la cabeza de su Iglesia y salvador de su cuerpo» (Eph 5, 23). Aun cuando es «Redentor del mundo» (Ioh 4, 42), «Redentor de todos íos hombres» (1 Tim 4, 10), sin embargo, es de manera «excelente» Redentor de todos los «fieles» (1 Tim 4, 10), que constituyen la Iglesia que Él adquirió con su propia sangre (Act 20, 28). Pues Cristo no sólo redimió objetivamente la Iglesia, ofreciendo en la cruz por ella una satisfacción vicaria y mereciéndole la gracia, sino que además la redimió también de manera subjetiva, librándola del pecado y santificándola por medio de la aplicación de la gracia redentora merecida en su muerte. Lo que una vez comenzó en la cruz lo continúa en la gloria intercediendo sin cesar por nosotros ; cf. Rom 8, 34; Hebr 7, 25; 9, 24.

 

§ 11. EL ESPÍRITU SANTO Y LA IGLESIA


1. El alma de la Iglesia

El Espíritu Santo es el alma de la Iglesia (sent. común).

LEÓN xiii declaró en su encíclica Divinum illud (1897) : «Sea suficiente decir esta sola frase: Cristo es la cabeza de la Iglesia y el Espíritu Santo es su alma.» Pío x11 corroboró esta misma doctrina en la encíclica Mystici Corporis (Dz 2288). Significa esta sentencia que, así como el alma es en el cuerpo el principio del ser y de la vida, de manera parecida lo es también el Espíritu Santo en la Iglesia. E'1 Espíritu es quien une entre sí y con Cristo (su cabeza) los miembros de la Iglesia, porque se halla todo Él en la cabeza y todo Él en los miembros del cuerpo místico. Él es quien asiste a la jerarquía eclesiástica en el desempeño de su ministerio de enseñar, gobernar y santificar. Él es quien mueve y acompaña con su gracia toda acción saludable de los miembros del cuerpo místico. Toda la vida y todo el crecimiento del cuerpo místico parte de ese principio de vida divina que mora en la Iglesia. Cf. Vaticano 11, const. Lumen gentium, n. 4; 7, 7; decr. Ad gentes, n. 4.

La presente tesis tiene fundamento bíblico en las numerosas sentencias de la Escritura sobre la acción interna y oculta del Espíritu Santo en la Iglesia : Él es el Abogado que permanecerá con sus discípulos para siempre (Ioh 14, 16) ; Él habita en ellos como en un templo (1 Cor 3, 16; 6, 19); los une a todos y forma un cuerpo (1 Cor 12, 13) ; les enseña y recuerda todo 10 que Jesús les había dicho (Ioh 14, 26; 1 Ioh 2, 7) ; da testimonio de Jesús (Ioh 15, 26) ; guía hacia la verdad completa (Ioh 16, 13) ; habla en los discípulos cuando éstos son conducidos a los tribunales (Mt 10, 20) ; obra en ellos si confiesan que Jesús es el Señor (1 Cor 12, 3) ; ayuda a conservar el depósito de la fe (2 Tim 1, 14) ; concede los dones extraordinarios de la gracia y los distribuye como quiere (1` Cor 12, 11) ; convierte a los cristianos en moradas de Dios (Eph 2, 22) ; obra la remisión de los pecados (Ioh 20, 22 s), la regeneración (Ioh 3, 5), la renovación espiritual (Tit 3, 5) ; concede gratuitamente la filiación divina (Rom 8, 15) ; difunde la caridad de Dios en los corazones de los fieles (Rom 5, 5) ; hace brotar todas las virtudes cristianas (Gal 5, 22) ; instituye los superiores de la Iglesia (Act 20, 28) ; los dirige en el desempeño de su ministerio (Act 15, 28) ; viene en ayuda de nuestra flaqueza y aboga por nosotros ante el Padre (Rom 8, 26) ; ayudados por El clamamos a Dios : «Abba, Padre» (Rom 8, 15; Gal 4, 6).

Los padres dan testimonio de la íntima unión del Espíritu Santo con la Iglesia. SAN IRENEO dice: «Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda la gracia» (Adv. haer. In 24, 1). SAN AGUSTÍN compara la acción del Espíritu Santo en la Iglesia con la del alma en el cuerpo : «Lo que es el alma para el cuerpo del hombre, eso mismo es el Espíritu Santo para el cuerpo de Cristo, es decir, para la Iglesia. El Espíritu Santo obra en toda la Iglesia lo que el alma obra en todos los miembros del mismo cuerpo.» Así como el alma anima a todos los miembros del cuerpo y le confiere a cada uno una función especial, así también el Espíritu Santo anima con su gracia a todos los miembros de la Iglesia y les confiere una actividad específica al servicio de todo el conjunto. Por unos obra milagros, por otros anuncia la verdad; en unos conserva la virginidad, en otros la castidad matrimonial ; en unos produce estos efectos, en otros aquéllos. Así como el alma no sigue. en el miembro separado del cuerpo, de manera parecida el Espíritu Santo no sigue morando tampoco en el miembro que se ha separado del cuerpo de la Iglesia (Sermo 267, 4, 4).

La escolástica recogió este pensamiento de San Agustín, y así lo vemos, por ejemplo, en el comentario de Santo Tomás al símbolo apostólico (a. 9). Usando otra imagen, Santo Tomás llama al Espíritu Santo «corazón de la Iglesia» ((cor Ecclesiae»), pues toma como punto de partida el pensamiento aristotélico de que el corazón es el órgano central, del cual fluyen sobre el cuerpo todas las fuerzas vitales. De un modo análogo el Espíritu Santo es el principio universal del cual brotan todas las fuerzas de vida sobrenatural, es decir, todas las gracias, sobre la Iglesia : sobre la cabeza (Cristo en cuanto a su humanidad) y sobre los miembros. Así como el corazón y su actividad universal resultan invisibles para la pupila, así también el Espíritu Santo y su actividad universal vivificadora y aunadora en la Iglesia son de igual manera invisibles. Por' eso, es razonable comparar al Espíritu Santo con el corazón, y a Cristo con la cabeza teniendo en cuenta su naturaleza humana sensible (S.th. III 8, 1 ad 3). Sin usar de imágenes, dice SANTO TOMÁS a propósito de la relación del Espíritu Santo con la Iglesia : el Espíritu Santo aúna, vivifica, enseña, santifica a la Iglesia, mora en ella, comunica los bienes de unos con otros ; cf. S.th. 2 u 1, 9 ad 5; III 8, 1 ad 3; III 68, 9 ad 2; In 1 Cor, c. 12 lect. 2.


2. El cuerpo y el alma de la Iglesia

Mientras que el Espíritu Santo es el alma de la Iglesia, el cuerpo de la misma forma la comunidad de los fieles, visible y jurídicamente organizada. Estos dos elementos constituyen un conjunto hermanado, de manera análoga a la composición que forman en el hombre el cuerpo y el alma; 1 Cor 12, 13: «Todos nosotros hemos sido bautizados en un solo Espíritu, para constituir un solo cuerpo.» De esto se sigue que todo aquel que permaneciere culpablemente separado del cuerpo de la Iglesia no puede ser partícipe del Espíritu Santo ni de la vida de la gracia que Al opera. Dice SAN AGUSTÍN : «Por el Espíritu de Cristo vive únicamente el cuerpo de Cristo... ¿Quieres tú vivir por el Espíritu de Cristo? Forma parte del cuerpo de Cristo!» (In Ioh., tr. 26, 13); «A un miembro separado no le sigue el Espíritu» (Sermo 267, 4, 4). Por otra parte, la universalidad y sinceridad de la voluntad salvífica de Dios nos permite concluir que todo aquel que, poseído de un error invencible, no conozca la verdadera Iglesia de Cristo, puede recibir al Espíritu Santo y a la vida de la gracia operada por Él, aunque se halle fuera del cuerpo de la Iglesia, con tal que por lo menos implícitamente tenga el deseo de pertenecer a la Iglesia de Cristo ; de igual manera que aquel que no puede recibir actualmente el sacramento del bautismo, pero al menos implícitamente suspira por él, puede alcanzar la gracia bautismal; cf. Dz 1647,1677; véase § 20.

 

Capítulo cuarto

LAS PROPIEDADES ESENCIALES DE LA IGLESIA

 

§ 12. LA INDEFECTIBILIDAD DE LA IGLESIA

La indefectibilidad de la Iglesia significa que ésta tiene carácter imperecedero, es decir, que durará hasta el fin del mundo, e igualmente que no sufrirá ningún cambio sustancial en su doctrina, en su constitución o en su culto. Sin embargo, no se excluye que desaparezcan algunas iglesias particulares ni que la Iglesia universal sufra cambios accidentales.

La Iglesia es indefectible, es decir, permanecerá hasta el fin del mundo como la institución fundada por Cristo para lograr la salvación (sent. cierta).

El concilio del Vaticano atribuye a la Iglesia «una estabilidad invicta» («invicta stabilitas» ; Dz 1794) y dice de ella que, «edificada sobre una roca, subsistirá firme hasta el fin de los tiempos» («ad finem saeculorum usque firma stabit» ; Dz 1824). LEÓN XIII comenta en la encíclica Satis cognitum: «La Iglesia de Cristo es una sola y de perpetua duración» («unica et perpetua» ; Dz 1955). Cf. Vaticano II, const. Lumen gentium, n. 12, 1.

Fue impugnada la indefectibilidad de la Iglesia por los círculos espiritualistas de la antigüedad (montanistas) y del medievo (Joaquín de Fiore, franciscanos espirituales), los cuales predecían la venida de una nueva «era del Espíritu Santo», en la cual una Iglesia del Espíritu, mucho más perfecta, vendría a sustituir a la Iglesia de la carne, que se había mundanizado. La impugnaron también los reformadores, que aseguraban que la Iglesia había decaído bajo el poder del Papado alejándose de la doctrina de Cristo. La negaron igualmente los jansenistas (P. Quesnel, sínodo de Pistoia), que levantaron contra la Iglesia la acusación de oscurecer algunas verdades de la fe. La niegan, por fin, Ios modernistas, que sostienen que la Iglesia ha experimentado evolución sustancial en su doctrina y en su constitución; cf. Dz 1445, 1501, 2053 s.

Las profecías mesiánicas del Antiguo Testamento presentan ante nuestros ojos la perspectiva de una eterna alianza de Dios con su pueblo (Is 55, 3; 61, 8; Ier 32, 40) y de un reino eterno e indestructible (Is 9, 7; Dan 2, 44 ; 7, 14). El trono de David subsistirá por siempre, lo mismo que el sol y la luna (Ps 88, 37 s). Estas predicciones se refieren a Cristo y a su reino, que es la Iglesia. Cuando Jesús hizo su entrada en el mundo, anunció el ángel Gabriel : «Reinará en la casa de Jacob por siempre y su reino no tendrá fin» (Lc 1, 32 s).

Cristo edificó su Iglesia sobre roca viva, para que pudiera resistir los embates de todas las inclemencias (cf. M* 7, 24 s), y le hizo la promesa de que las puertas del infierno no prevalecerían contra ella (Mt 16, 18 s). En estas frases está expresada claramente la perpetuidad e indestructibilidad de la Iglesia, sea que entendamos por las puertas del infierno ora el poder de la muerte, ora el poder del mal. Para el tiempo que seguiría a su ida al Padre, Jesús prometió a sus discípulos otro Ayudador que se quedaría por siempre con ellos, el Espíritu de la verdad (Ioh 14, 16). Cuando el Maestro dio a sus apóstoles el encargo de que fueran predicando por todo el mundo, les aseguró que 1 estaría con ellos todos los días hasta el fin del mundo (Mt 28, 20). Según las parábolas de la mala hierba (Mt 13, 14-30 y 36-43) y de la red de pescar (Mt 13, 47-50), el reino de Dios sobre la tierra perdurará hasta el fin del mundo. San Pablo da testimonio de que la eucaristía se celebra para recordar la muerte del Señor «hasta que 11 venga» (1 Cor 11, 26).

SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA ve figurada la indefectibilidad de la Iglesia en la unción del Señor (Eph. 17, 1). San Ireneo encarece que la predicación de la Iglesia, por contraste con los errores gnósticos, será siempre constante y permanecerá igual «gracias a la acción del Espíritu Santo» (Adv. haer. itt 24, 1). SAN AGUSTÍN dice: «La Iglesia vacilará cuando vacile su fundamento. Pero ¿cómo va a vacilar Cristo?... Mientras Cristo no vacile, tampoco vacilará la Iglesia en toda la eternidad» (Enarr. in Ps. 103, 2, 5) ; cf. Enarr. in Ps. 47, 7; 60, 6.

l.a razón interna de la indefectibilidad de la Iglesia consiste en lo íntimamente ligada que está a Cristo, que es su fundamento primario (1 Cor 3, 11), y al Espíritu Santo, que mora en su interior como principio esencial y vital de la misma. SANTO TOMÁS enseña, contra Joaquín de Fiore, que no debernos esperar un estado más perfecto en el que la gracia del Espíritu Santo se dé con más largueza de la que se da hasta ahora; S.th. I II 106, 4. En el pasado, la Iglesia, edificada sobre el fundamento de Cristo y los apóstoles, dio muestras de su invencibilidad resistiendo incólume todos los embates de las persecuciones, los errores y las tentaciones (le los demonios ; Expos. symb., a. 9.

 

§ 13. LA INFALIBILIDAD DE LA IGLESIA

La infalibilidad significa imposibilidad de caer en error. Se distingue entre infalibilidad activa y pasiva. La primera corresponde a los pastores de la Iglesia en el desempeño de su ministerio de enseñar («infallibilitas in docendo»), la segunda corresponde a todos los fieles en el asentimiento al mensaje de la fe («infallibilitas in credendo»). Ambas guardan entre sí la relación de causa y efecto. Aquí consideraremos principalmente la infalibilidad activa.


1. Realidad efectiva de la infalibilidad

La Iglesia es infalible cuando define en materia de fe y costumbres (de fe).

El concilio del Vaticano, en la definición de la infalibilidad pontificia; presupone la infalibilidad de la Iglesia. Dice así : «El Romano Pontífice, cuando habla ex cathedra... posee aquella infalibilidad con que el divino Salvador quiso que estuviera dotada su Iglesia cuando definiera algo en materia de fe y costumbres» ; Dz 1839.

Son contrarios a este dogma los reformadores, que, al rechazar la jerarquía, rechazan también el magisterio autoritativo de la Iglesia ; y los modernistas, que impugnaron la institución divina del magisterio eclesiástico negándole, por tanto, la infalibilidad.

Cristo prometió a sus apóstoles, para el desempeño de su misión de enseñar, la asistencia del Espíritu Santo; Ioh 14, 16 s : «Yo rogaré al Padre, y os dará otro Abogado, que estará con vosotros para siempre, el Espíritu de verdad» ; Mt 28, 20: «Yo estaré con vosotros todos los días hasta la consumación del mundo» ; cf. Iah 14, 26; 16, 13; Act 1, 8. La asistencia incesante de Cristo y del Espíritu Santo garantiza la pureza e integridad de la predicación de los apóstoles y sus sucesores. Cristo exige obediencia absoluta a la fe (Rom 1, 5) ante la predicación de sus apóstoles y los sucesores de éstos, y hice depender de esta sumisión la salvación eterna de los hombres : «El que creyere y fuere bautizado se salvarä, mas el que no creyere se condenará» (Mc 16, 16). E 1 quiere identificarse con sus discípulos : «El que a vosotros oye, a mí me oye ; el que a vosotros desprecia, a mí me desprecia» (Lc 10, 16; cf. Mt 10, 40; Ioh 13, 20). Todo esto hace suponer lógicamente que los apóstoles y sus sucesores se hallan libres del peligro de errar en la predicación de la fe. San Pablo considera la Iglesia como «columna y fundamento de la verdad» (1 Tim 3, 15). La infalibilidad de la predicación evangélica es presupuesto indispensable de las propiedades de unidad e indestructibilidad de la Iglesia.

Los padres, en su lucha contra los errores, acentúan que la Iglesia siempre ha guardado incólume la verdad revelada que transmitieron los apóstoles, y que la conservará por siempre jamás. SAN IRENEO se opone a la errónea gnosis e inculca que la predicación de la Iglesia es siempre la misma, porque ella posee el Espíritu Santo, que es Espíritu de verdad: «Donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios ; y donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y toda la gracia ; y el Espíritu es la verdad» (Adv. haer. tu 24, 1). La Iglesia es «la morada de la verdad» y de ella se hallan lejos los errores (In 24, 2). La tradición incontaminada de la doctrina apostólica se halla garantizada por la sucesión ininterrumpida de los obispos, que arranca de los mismos apóstoles: «Ellos [los obispos], con la sucesión en el ministerio episcopal, han recibido el carisma seguro de la verdad según el beneplácito del Padre» (IV 26, 2) ; cf. TERTULIANO, De praescr. 28; SAN CIPRIANO, Ep. 59, 7.

La razón intrínseca de la infalibilidad de la Iglesia radica en la asistencia del Espíritu Santo, asistencia que le fue prometida de una manera especial para el ejercicio de su ministerio de enseñar ; cf. S.th. 2 II 1, 9; Quodl. 9, 16.


2. El objeto de la infalibilidad

a) El objeto primario de la infalibilidad son las verdades, formalmente reveladas, de la fe y la moral cristiana (de fe; Dz 1839).

La Iglesia no solamente puede de manera positiva determinar y proponer el sentido de la doctrina revelada dando una interpretación auténtica de la Sagrada Escritura y de los testimonios de tradición, y redactando fórmulas de fe (símbolos, definiciones), sino que también puede determinar y condenar como tales los errores que se oponen a la verdad revelada. De otra manera, no cumpliría con su misión de ser «custodia y maestra de la palabra revelada, por Dios» ; I)z 1793, 1798.

b) El objeto secundario de la infalibilidad son las verdades que no han sido formalmente reveladas, pero que se hallan en estrecha conexión con las verdades formalmente reveladas de la fe y la moral cristiana (sent. cierta).

La prueba de esta tesis nos la proporcina el fin propio de la infalibilidad, que es «custodiar santamente y exponer fielmente el depósito de la fe» (Dz 1836). Este fin no podría conseguirlo la Iglesia si no fuera capaz de dar decisiones infalibles sobre verdades y hechos que se hallan en estrecha conexión con las verdades reveladas, bien sea determinando de manera positiva la verdad o condenando de manera negativa el error opuesto.

Al objeto secundario de la infalibilidad pertenecen: a) las conclusiones teológicas de una verdad formalmente revelada y de una verdad de razón natural; ß) los hechos históricos, de cuyo reconocimiento depende la certidumbre de una verdad revelada (sfacta dogmatica»); y) las verdades de razón natural, que se hallan en íntima conexión con verdades reveladas (v. más pormenores en la Introducción, § 6) ; 8) la canonización de los santos, es decir, el juicio definitivo de que un miembro de la Iglesia ha sido recibido en la eterna bienaventuranza y debe ser objeto de pública veneración. El culto tributado a los santos, como nos enseña SANTO TOMÁS, es «cierta confesión de la fe con que creemos en la gloria de los santos» (Quodl. 9, 16). Si la Iglesia pudiera equivocarse en sus juicios, entonces de tales fallos se derivarían consecuencias incompatibles con la santidad de la Iglesia.


3. Los sujetos de la infalibilidad

Los sujetos de la infalibilidad son el Papa y el episcopado en pleno, es decir, la totalidad de los obispos con inclusión del Papa, cabeza del episcopado.

a) El Papa

El Papa es infalible cuando habla ex cathedra (de fe; v. § 8).

b) El episcopado en pleno

El episcopado en pleno es infalible cuando, reunido en concilio universal o disperso por el orbe de la tierra, enseña y propone una verdad de fe o costumbres para que todos los fieles la sostengan (de fe).

El concilio de Trento enseña que los obispos son los sucesores de los apóstoles (Dz 960) ; lo mismo dice el concilio del Vaticano (Dz 1828). Como sucesores de Ios apóstoles, los obispos son los pastores y maestros del pueblo creyente (Dz 1821). Como maestros oficiales de la fe, son los sujetos de la infalibilidad activa prometida al magisterio de la Iglesia.

Hay que distinguir dos formas en que el magisterio oficial del episcopado en pleno nos propone una verdad : una ordinaria y otra extraordinaria.

a') Los obispos ejercen de forma extraordinaria su magisterio infalible en el concilio universal o ecuménico. En las decisiones del concilio universal es donde se manifiesta de forma más notoria la actividad docente de todo el cuerpo magisterial instituido por Cristo.

En la Iglesia estuvo siempre viva la convicción de. que las decisiones del concilio universal eran infalibles. SAN ATANASIO dice del decreto de fe emanado del concilio de Nicea: «La palabra del Señor pronunciada por medio del concilio universal de Nicea permanece para siempre» (Ep. ad Afros. 2). SAN GREGORIO MAGNO reconoce y venera los cuatro primeros concilios universales como los cuatro Evangelios ; el quinto lo equipara a los otros (Ep. 25).

Para que el concilio sea universal, se requiere: aa) que sean invitados a él todos los obispos que gobiernen actualmente diócesis; ßß) que de hecho se congreguen tal número de obispos de todos los países, que bien puedan ser considerados como representantes del episcopado en pleno; yy) que el Papa convoque el concilio o que al menos apruebe con su autoridad esa reunión de los obispos, y que personalmente o por medio de sus legados tenga la presidencia y apruebe los decretos. Gracias a la aprobación papal, que puede ser explícita o implícita, los decretos del concilio adquieren obligatoriedad jurídica universal; CIC 227.

Los ocho primeros concilios universales fueron convocados por el Emperador. Éste tenía, por lo general, la presidencia de honor y la protección externa. Los concilios universales II y v se tuvieron sin la colaboración del Papa o de sus legados. Si consideramos su convocación, su composición y su orientación, veremos que, más que concilios universales, fueron concilios plenarios (asambleas de los obispos de varias regiones) del Oriente, y gracias al reconocimiento posterior por el Sumo Pontífice adquirieron sus decretos doctrinales validez ecuménica para toda la Iglesia.

b') Los obispos ejercen de forma ordinaria su magisterio infalible cuando en sus respectivas diócesis anuncian unánimemente, en unión moral con el Papa, las mismas doctrinas de fe y costumbres. El concilio del Vaticano declaró expresamente que aun estas verdades reveladas que nos son propuestas por el magisterio ordinario y universal de la Iglesia hay que creerlas con fe divina y católica; Dz 1792. El sujeto del magisterio ordinario y universal es el conjunto de todo el episcopado disperso por el orbe. La conformidad de todos los obispos en una doctrina puede comprobarse por los catecismos oficiales de las diócesis, por las cartas pastorales, por los libros de oración expresamente aprobados y por los decretos de los sínodos particulares. Basta que conste una conformidad que sea moralmente universal, no debiendo faltar el consentimiento explícito o tácito del Papa como cabeza suprema del episcopado.

Cada obispo en particular no es infalible al anunciar la verdad revelada. La historia eclesiástica nos enseña que algunos miembros del episcopado (v.g., Fotino, Nestorio) han caído en el error y la herejía. Para conservar puro el depósito de la fe, basta la infalibilidad del colegio episcopal. Pero cada obispo es en su propia diócesis, por razón de su cargo, el maestro auténtico, es decir, autoritativo, de la verdad revelada mientras se halle en comunión con la Sede Apostólica y profese la doctrina universal de la Iglesia.

 

§ 14. LA VISIBILIDAD DE LA IGLESIA

La visibilidad es aquella propiedad de la Iglesia por la cual se manifiesta al exterior y aparece ante los sentidos. Hay que distinguir entre la visibilidad material y la formal. La primera consiste en la manifestación sensible de sus miembros ; la segunda, en unas notas determinadas por las cuales los miembros de la Iglesia están unidos de manera externa y visible en una sociedad religiosa. Nadie discute la visibilidad material de la Iglesia; la cuestión recae únicamente sobre la visibilidad formal. Ella es el fundamento y presupuesto de la cognoscibilidad de la Iglesia.


1. La faceta externa y visible de la Iglesia

La Iglesia fundada por Cristo es una sociedad externa y visible (sent. cierta).

Según doctrina del concilio de Trento, hay en la Iglesia un «sacrificio visible» y un «sacerdocio visible y externo» ; Dz 957. Según doctrina del concilio del Vaticano, Cristo constituyó al apóstol San Pedro en «fundamento visible» (Dz 1821) de la unidad de la Iglesia. LEÓN XIII nos enseña lo siguiente en su encíclica Satis cognitum (1896) : «Si tenemos ante la vista el fin último de la Iglesia y las causas próximas que operan la santidad, la Iglesia es, efectivamente, espiritual. Pero si consideramos los miembros que la constituyen así como también los medios que conducen a los dones espirituales, entonces la Iglesia se manifiesta de forma externa y necesariamente visible.» Existe un triple vinculo sensible que une entre sí a los miembros de la Iglesia y hace que aparezcan como tales : la confesión de una misma fe, el uso de los mismos medios para conseguir la gracia y la sumisión a la misma autoridad.

Pfo xii corrobora en su encíclica Mystici Corporis la doctrina de León xiu y reprueba expresamente la sentencia de que la Iglesia «es solamente algo "pneumático", por lo cual muchas comunidades cristianas, aunque separadas entre sí por la fe, se hallan unidas como por un vínculo invisible».

Niegan la visibilidad de la Iglesia las sectas espiritualistas de la edad inedia, e igualmente Hus y los reformadores. Según Hus, la Iglesia consiste en la comunidad de los predestinados (Dz 627), y lo mismo enseñaba Calvino. Según LUTERO, la Iglesia es «la reunión de los santos [= fieles], en la cual se enseña rectamente el Evangelio y se administran rectamente los sacramentos» (Conf. Aug., art. 7). Sin embargo, si no existe un magisterio autoritativo, falta una norma segura para medir la pureza de la doctrina y la legitimidad en la administración de los sacramentos. El rechazar la jerarquía eclesiástica lleva necesariamente a sostener la doctrina de la Iglesia invisible.

La prueba bíblica en favor de la visibilidad de la Iglesia es la institución divina de la jerarquía (§ 4). A las enseñanzas del magisterio eclesiástico corresponde, por parte de los oyentes, la obligación de obedecer a la fe (Rom 1, 5) y de profesarla (Mt 10, 32 s; Rom 10, 10). Al ministerio eclesiástico de santificar corresponde, por parte de los fieles, la obligación de aprovecharse de los medios de adquirir la gracia que se les facilitan (Ioh 3, 5 ; 6, 54). Al ministerio de gobernar corresponde, por parte de los gobernados, la obligación de someterse a la autoridad eclesiástica (Mt 18, 17; Lc 10, 16).

Los profetas del Antiguo Testamento representan simbólicamente el reine mesiánico bajo la imagen de un monte visible muy a lo lejos, que descuella por encima de todos los otros mdntes y al que confluyen todas las gentes (Is 2, 2 s ; Mich 4, 1 s). Según las parábolas de Jesús, la Iglesia se parece a un reino terreno, a un rebaño, a un edificio, a una viña y a una ciudad edificada sobre un monte. San Pablo compara la Iglesia con el cuerpo humano.

Los padres enseñan que es fácil conocer la Iglesia de Cristo como tal y distinguirla de las comunidades heréticas. SAN IRENEO mantiene, con ra los gnósticos, que los partidarios de la Iglesia en todo el mundo profesan la misma fe, guardan los mismos mandamientos y conservan la misma forma de organización eclesiástica. Compara la Iglesia, que en todas partes predica la misma verdad, con el candelabro de siete brazos, ya que es visible a todos y esparce la luz de Cristo (Adv. haer. v 20, 1). SAN AGUSTfN compara la Iglesia con la ciudad edificada sobre un monte (Mt 5, 14) : «La ciudad se presenta clara y visible a la faz de todos los hombres; porque es una ciudad edificada sobre un monte y no puede ocultarse» (Contra Cresconium II 36, 45) ; cf. In ep. I Ioh., tr. 1, 13.

«La razón última de la visibilidad de la Iglesia es la encarnación del Verbo divino» (MÖHLER, Symbolik, § 36).


2. La faceta interna e invisible de la Iglesia

Además de la faceta externa y visible, la Iglesia tiene, lo mismo que su Fundador, Dios y hombre verdadero, otra faceta interna e invisible. Es invisible el fin de la Iglesia, la santificación interna de las personas; son invisibles los bienes de salvación que la Iglesia distribuye : la verdad y la gracia ; es invisible el principio vital interno de la Iglesia, que es el Espíritu Santo y su labor difusora de la gracia. Mientras que la faceta externa y social de la Iglesia es objeto de percepción sensible, la faceta interna y mística es objeto de la fe. Por eso la manifestación visible de la Iglesia no excluye la fe en la misma como institución salvadora establecida por Dios.

Las objeciones que se alzan contra la visibilidad de la Iglesia parten en su mayoría de una concepción unilateral y exagerada de su faceta interior y espiritual. La palabra de Jesús en Lc 17, 21: «El reino de Dios está dentro de vosotros» (cintra vos») no significa: «el reino de Dios está en vuestros corazones», pues precisamente Jesús dirigió esta frase a los fariseos, sino que su significado es: «et reino de Dios está entre vosotros». Sin embargo, aun en su primera interpretación, no excluye esta palabra de Jesús la visibilidad de su Iglesia.

 

§ 15. LA UNIDAD DE LA IGLESIA

Por unidad no se entiende tan sólo la unidad numérica o unicidad, sino principalmente la unidad interna o unión en el sentido de indivisión.

La Iglesia fundada por Cristo es única y una (de fe).

La Iglesia profesa en el símbolo niceno-constantinopolitano : «Credo unam... Ecclesiam» ; Dz 86. El concilio del Vaticano enseña : «Para que toda la multitud de los fieles se conservara en la unidad de la fe y 'la comunión («in fidei et communionis unitate»), puso a San Pedro a la cabeza de todos los demás apóstoles, estableciendo en él el principio visible y el fundamento perpetuo de esta doble unidad»; Dz 1821. LEÓN XIII comenta en su encíclica Satis cognitum, que trata ex profeso de la unidad de la Iglesia : «Como el divino Fundador quiso que la Iglesia fuera una en la fe, en el gobierno y en la comunión, eligió a Pedro y a sus sucesores como fundamento y, en cierto modo, centro de esta unidad» ; Dz 1960.

En un decreto propio (Unitatis redintegratio), el concilio Vaticano II trata sobre el ecumenismo, cuyo fin es el restablecimiento de la unión de todos los cristianos.


1. La unidad de la fe

Esta unidad consiste en que todos los miembros de la Iglesia crean internamente — por lo menos de manera implícita — y confiesen externamente las verdades de fe propuestas por el magisterio eclesiástico, según aquello de la carta a los Romanos 10, 10: «Con el corazón se cree para la justicia y con la boca se confiesa para la salud» (unidad en la confesión de una misma fe o unidad simbólica). Esta unidad en la fe deja margen suficiente para mantener diversas opiniones en cuestiones teológicas controvertidas sobre las cuales no ha definido nada el magisterio eclesiástico.

Es incompatible con la concepción católica de la unidad de la fe la teoría protestante de los artículos fundamentales. Esta teoría solamente exige conformidad en las verdades fundamentales de la fe, así que dentro de una misma Iglesia cristiana pueden subsistir diversas confesiones; cf. Dz 1685.


2. La unidad de la comunión

Esta unidad consiste, por una parte, en la sujeción de los miembros de la Iglesia ala autoridad de los obispos y el Papa (unidad de régimen o unidad jerárquica) y, por otra, en la vinculación de los miembros entre sí constituyendo una unidad social por la participación en el mismo culto y en los mismos medios de alcanzar la gracia (unidad de culto o unidad litúrgica).

La unidad, tanto de la fe como de la comunión, queda salvaguardada de la forma más segura por el primado del Papa, que es el supremo maestro y pastor de la Iglesia («centrum unitatis» ; Dz 1960). La unidad de la fe se rompe por la herejía y la unidad de la comunión por el cisma.

Prueba. Cristo y los apóstoles consideran la unidad como una propiedad esencial de la Iglesia. Cristo confía a sus apóstoles el encargo de predicar su doctrina a todos los pueblos y exige un consentimiento absoluto a tal predicación (Mt 28, 19 s ; Mc 16, 15 s). En su oración sacerdotal, Jesús ruega encarecidamente al Padre por la unidad de los apóstoles y de los que han de creer ene : «No ruego sólo por éstos, sino por cuantos crean en mí por su palabra, para que todos sean uno como tú, Padre, estás es mí y yo en ti, para que también ellos sean en nosotros y el mundo crea que tú me has enviado» (Ioh 17, 20 s). Así pues, la unidad será un distintivo especial de la Iglesia de Cristo.

San Pablo representa simbólicamente a la Iglesia bajo la imagen de una casa (1 Tim. 3, 15) y un cuerpo humano (Rom 12, 4 s y passim). El Apóstol exhorta con insistencia para que se guarde la unidad exterior e interior : «Sed solícitos por conservar la unidad del espíritu mediante el vínculo de la paz. Sólo hay un cuerpo y un espíritu, como también una sola esperanza, la de vuestra vocación. Sólo un Señor, una fe, un bautismo, un Dios y Padre de todos» (Eph 4, 3-6). Exhorta con gran instancia a que todos se guarden de la escisión y la herejía : «Os ruego, hermanos, por el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que todos habléis igualmente, y no haya entre vosotros escisiones, antes seáis concordes en el mismo pensar y el mismo sentir» (1 Cor 1, 10) ; «Al que enseñe doctrinas sectarias, evítale después de una y otra amonestación» (Tit 3, 10) ; cf. Gal 1, 8s.

Los santos padres, en su lucha contra la herejía, acentúan con gran insistencia la unidad de la fe; y; en su lucha contra el cisma, la unidad de la comunión. SAN IRENEO contrapone con vigor la unidad de la fe cristiana en todo el mundo a la abigarrada multitud que presentan las doctrinas gnósticas : «Así como el sol es tino mismo en todo el mundo, así también el mensaje de la verdad penetra en todas partes e ilmina a todos los hombres que quieren llegar al conocimiento de la verdad» (Adv. haer. I 10, 2; cf. v 20, 1). Las verdades más importantes de la fe se recogieron en reglas y símbolos de fe con el fin de que hicieran pública profesión de ella los que se acercaban a recibir el bautismo; cf. las reglas de fe de SAN IRENEO (Adv. haer. 110, 1; nI 4, 2), de TERTULIANO (De praescr. 13; De virg. vel. 1; Adv. Prax. 2) y de ORÍGENES (De princ. 1, praef. 4). SAN CIPRIANO escribió, con motivo de la escisión religiosa entre Cartago y Roma, la primera monografía sobre la unidad de la Iglesia católica. En ella niega que consigan la salvación eterna los que se apartan de la unidad de la Iglesia católica (De eccl. cath. unit. 6). La unidad se conserva «por medio del vínculo de los obispos íntimamente unidos entre sí» (Ep. 66, 8). La importancia del primado para conservar la unidad de la Iglesia supieron apreciarla SAN CIPRIANO (De unit. 4), OPTATO DE MILEVI (De schirm. Donat. iI 2 s), SAN JERÓNIMO (Adv. Iov. 126).

SANTO TOMÁS funda la unidad de la Iglesia en tres elementos: la fe común de todos Ios miembros de la Iglesia, la esperanza común en la vida eterna y el amor común a Dios y el amor recíproco de unos con otros por medio de los servicios de caridad prestados mutuamente. El creer en la unidad de la Iglesia es condición para alcanzar la vida eterna (Expos. symbol., a. 9).

 

§ 16. LA SANTIDAD DE LA IGLESIA

La santidad, en la criatura, significa vinculación con Dios. Hay que distinguir entre santidad subjetiva o personal y santidad objetiva o real. La santidad subjetiva consiste, negativamente, en la carencia de pecado, y, positivamente, en la unión sobrenatural con Dios por medio de la gracia y la caridad. La santidad objetiva es inherente a cosas y personas que están consagradas de modo permanente al servicio de Dios o que obran la santificación de los hombres.


1. La santidad como propiedad esencial de la Iglesia

La Iglesia fundada por Jesucristo es santa (de fe).

La Iglesia confiesa en el símbolo apostólico : «Credo... sanctam Ecclesiam» ; Dz 2. El concilio del Vaticano atribuye a la Iglesia «santidad eximia e inagotable fecundidad en todos los bienes» ; Dz 1794. Pío x11 comenta en la encíclica Mystici Corporis: «Y esta piadosa Madre brilla sin mancha alguna en los sacramentos, con los que engendra y alimenta a sus hijos; en la fe que en todo tiempo conserva incontaminada ; en las santísimas leyes con que a todos manda y en los consejos evangélicos con que amonesta; y, finalmente, en los celestiales dones y carismas con los que, inagotable en su fecundidad, da a luz incontables ejércitos de mártires, vírgenes y confesores.» El concilio Vaticano II enseña que todos los miembros de la Iglesia están llamados a la santidad (const. Lumen gentium, n. 39-42).

La Iglesia es santa en su origen, en su fin, en sus medios y en sus frutos.

Es santo el fundador y cabeza invisible de la Iglesia, que es Cristo nuestro Sefior; es santo el principio vital interno de la Iglesia, que es el Espíritu Santo ; lo es también el fin de la Iglesia, que es la gloria de Dios y la santificación del hombre ; lo son igualmente los medios con los que la Iglesia alcanza su fin : la doctrina de Cristo con sus artículos de fe, sus preceptos y consejos morales, el culto y, sobre todo, el santo sacrificio de la misa, los sacramentos, los sacramentales y las preces litúrgicas, las leyes y ordenaciones de la Iglesia, las órdenes y congregaciones, los institutos de educación cristiana y de caridad, los dones de gracia y los carismas Abtados por el Espíritu Santo. Son santos muchos miembros de la Iglesia, entendiendo la palabra santidad en el sentido general de la palabra (= posesión del estado de gracia); y tampoco han faltado en todo tiempo ejemplos de santidad heroica probada con hechos milagrosos. De todas estas clases de santidad, solamente las dos últimas — la santidad de los medios y la santidad de los miembros (por lo menos la santidad heroica) — son sensibles y, por tanto, signos distintos de la Iglesia de Cristo.

Prueba. Jesús compara la Iglesia con el fermento (Mt 13, 33) para indicarnos cuáles son la misión y el poder transformador y santificador que ella posee. En este mismo sentido llama Jesús a sus discípulos «sal de la tierra» (Mt 5, 13) y «luz del mundo» (Mt 5, 14). San Pablo se dirige a los cristianos llamándoles «santos» : «santificados en Cristo Jesús, llamados a ser santos» (1 Cor 1, 2). Llama a cada una de las comunidades, igual que a todo el conjunto de la Iglesia, la «comunidad (ecclesia) de Dios» (1 Cor 1, 2; 1 Tina 3, 15). Como fin de la institución de la Iglesia, cita la santificación de sus miembros según la faceta negativa y positiva de la santidad : «Cristo amó la Iglesia y se entregó por ella para santificarla, purificándola mediante el lavado del agua con la palabra, a fin de presentársela a sí gloriosa, sin mancha o arruga o cosa semejante, sino santa e intachable» (Eph 5, 25-27) ; cf. Tit 2, 14. Los ministerios eclesiásticos y los dones extraordinarios de la gracia sirven para la «perfección consumada de los santos» según el modelo de Cristo (Eph 4, 11-13). La razón más honda de que la Iglesia sea santa y de que posea en sí esa virtud intrínseca de santificar es precisamente su íntima relación con Cristo y con el Espíritu Santo : la Iglesia es el cuerpo de Cristo, penetrado y animado por d Espíritu Santo (1 Cor 12, 12 s).

Los apologistas de los primeros tiempos del cristianismo describen, en su lucha contra el paganismo, la sublimidad de la fe y la moral cristiana e indican la tranformación moral que han logrado en sus adeptos; cf. ARÍSTIDES, Apol. 15-17; JUSTINO, Apol. i 14-17, 23-29; ATENÁGORAS, Suppl. 31-36; Ep. ad Diogn. 5s. Según ORÍGENES, «las iglesias de Dios que han tenido como maestro y educador a Cristo, en comparación con las comunidades paganas en medio de las cuales habitan como extranjeras, son como luminarias celestiales en el mundo» (C. Celsum Iu 29; cf. 126); cf. SAN AGUSTÍN, Sermo 214, 11.

SANTO ToMÁs prueba la santidad de la Iglesia por la santidad de sus miembros, que son lavados con la sangre de Cristo, ungidos con la gracia del Espíritu Santo, consagrados como templos de Dios por la inhabitación de la Trinidad y santificados por la vocación de Dios ; Expos. symb., a. 9.


2. La Iglesia y el pecado

A la Iglesia no pertenecen tan sólo miembros santos, sino también pecadores (de fe).

De la santidad de la Iglesia no se sigue que los que pecan mortalmente cesen de ser miembros de ella, como enseñaran en la antigüedad cristiana los novacianos y donatistas, y en la edad moderna Lutero y Quesnel. Clemente xI y Pío vi condenaron esta sentencia; Dz 1422-28, 1515. Pío xii volvió a reprobarla en su encíclica Mystici Corporis, haciendo la siguiente observación : «No cualquier pecado, aunque sea una transgresión grave, aleja por su misma naturaleza al hombre del cuerpo de la Iglesia, como lo hacen el cisma, la herejía o la apostasía.»

Jesús, con sus parábolas de la cizaña y el trigo (Mt 13, 24-30), de la red que ha recogido peces buenos y malos (Mt 13, 47-50) y de las vírgenes prudentes y necias (Mt 25, 1-13), nos enseña que en la Iglesia conviven buenos y malos y que la separación no se hará hasta el fin del mundo, en el juicio universal. Dio instrucciones muy concretas para amonestar a los hermanos que cometieran alguna falta. Cuando todos los intentos por corregirlos hayan fracasado, entonces manda Jesús que se les excluya de la Iglesia (Mt 18, 15-17). Los escritos apostólicos dejan claramente traslucir que ya en la Iglesia primitiva hubo anomalías de índole moral que no siempre fueron castigadas con la exclusión de la comunidad cristiana (cf. 1 Cor 11, 18 ss ; 2 Cor 12, 20 s).

SAN AGUSTÍN defendió contra los donatistas la doctrina tradicional de la Iglesia apoyándose en las parábolas de Jesús; cf. In lohan., tr. 6, 12; Enarr. in Ps. 128, 8; Ep. 93, 9, 34. La doctrina de que todo el que peca mortalmente cesa de ser miembro de la Iglesia conduce a negar la visibilidad de la iglesia, porque la posesión o carencia del estado de gracia no es cognoscible externamente. La permanencia del gravemente pecador en la Iglesia tiene fundamento intrínseco en cuanto éste sigue estando unido con Cristo, cabeza del cuerpo místico, al menos por medio de la fe y de la esperanza cristiana ; cf. S.th. III 8, 3 ad 2.

 

§ 17. LA CATOLICIDAD DE LA IGLESIA

Católico significa «universal» (xa8' 6),ov). La Iglesia se llama, sobre todo, católica por su universalidad espacial, es decir, por su difusión por todo el orbe. Hay que distinguir entre la catolicidad virtual, es decir, el derecho y la potencia para difundirse por todo el mundo, y la catolicidad actual, que es la difusión efectiva por toda la tierra. La primera fue desde el principio una nota distintiva de la Iglesia; la segunda, como es natural, no pudo alcanzarse hasta pasado un período un tanto largo de desarrollo histórico. La catolicidad actual puede ser física o moral, según que comprenda todos los pueblos de la tierra (aunque no a todos los individuos que loa integran) o solamente a la mayor parte de los mismos. La catolicidad presupone la unidad.

La lglesia fundada por Cristo es católica (de fe).

La Iglesia confiesa en el símbolo apostólico : «Credo... sanctam Ecclesiam catholicam» ;, Dz 6; cf. Dz 86, 1686. El concilio Vaticano ti trata en un decreto propio (Ad gentes) sobre la actividad misionera de la Iglesia resultante de la catolicidad. Cf. Vaticano ir, const. Lumen gentium, n. 13; 17.

Para que se verifique el concepto de catolicidad, basta la catolicidad moral. Ésta, por voluntad de Cristo, ha de irse ampliando incesantemente. El ideal al que tiene que aspirar la Iglesia es la catolicidad física. Según la sentencia, bien fundada, de la mayor parte de los teólogos, la catolicidad moral ha de ser simultánea, de suerte que, después de cierto período de desarrollo desde la fundación de la Iglesia, tiene que ser ya una realidad que, además, vaya acrecentándose sin cesar. La vasta difusión de una doctrina y el gran número de sus adeptos no es por sí misma una prueba en favor de la misma — también el error puede alcanzar gran difusión—; pero es una propiedad que no debe faltar a la Iglesia, por voluntad de su Fundador, y que constituye incluso un distintivo de la verdadera Iglesia de Cristo.

Prueba. En las profecías mesiánicas del Antiguo Testamento se predice la catolicidad como propiedad distintiva del reino mesiánico. Mientras que el reino de Dios en el Antiguo Testamento se limitaba al pueblo de Israel, el futuro reino mesiánico abarcará todos los pueblos de la tierra ; Gen 22, 18: «En tu simiente serán bendecidos todos los pueblos de la tierra» ; cf. Gen 12, 3; 18, 18; 26,4;28, 14 ; Ps 2, 8; 21, 28; 71, 8-11 y 17 ; 85, 9; Is 2, 2; 11,40; 45, 22; 49, 6 ; 55, 4-5 ; 56, 3-8; 66, 19-21 ; Ez 17, 22-24; Dan 2, 35 ; Mal 1, 11.

Cristo quiso que su Iglesia fuera universal y abrazara todos los pueblos. En lugar del particularismo mezquino de los judíos, Jesús proclamó su universalismo cristiano, tan amplio como el mundo : «Será predicado este Evangelio del reino de Dios en todo el mundo, testimonio para todas las naciones, y entonces vendrá el fin» (Mt 24, 14 ; cf. Lc 24, 47) ; «Id y enseñad a todos los pueblos» (Mt 28, 19; cf. Mc 16, 15) ; «Seréis mis testigos en Jerusalén, en toda la Judea, en Samaria y hasta los extremos de la tierra» (Act 1, 8).

Los apóstoles supieron responder a la misión que les confiara Cristo. La comunidad primitiva de Jerusalén fue el centro de irradiación para predicar el Evangelio en Judea y Samaria ; la primera comunidad cristiano-gentílica de Antioquía fue el centro de irradiación para misionar a los gentiles. San Pablo recorrió casi todo el mundo por el que se extendía la vieja cultura grecorromana v predicó a todos los pueblos gentílicos la «obediencia de fe» ante Cristo (Rom 1, 5). Este apóstol via ya cumplirse la palabra profética del salmista : «Por toda la tierra se difundió su voz [la de los mensajeros del Evangelio] y hasta los confines del orbe su pregón» (Rom 10, 18). Cuando el número de gentiles predestinados por Dios haya entrado en la Iglesia, entonces Israel, que rechazó antes la salvación que se le brindaba, se convertirá y será salvo (Rom 11, 25 s).

El título «Iglesia católica» lo emplea por vez primera SAN IGNACIO DE ANrloQufA : «Donde está Jesús, allí está la Iglesia católica» (Smyrn. 8, 2). En el Martyrium Polycarpi aparece cuatro veces este título, tres de ellas con la misma significación de «Iglesia universal» esparcida por todo el mundo (inscr. ; 8, 1; 19, 2) con que lo emplea San Ignacio, y otra vez con la significación de «Iglesia ortodoxa» (16, 2). Desde fines del siglo II, esta expresión se encuentra a menudo en ambas acepciones, que de hecho vienen a coincidir (Canon Muratori, Tertuliano, San Cipriano). En el símbolo, el atributo «católico» (referido a la Iglesia) aparece por vez.primera en las fórmulas orientales (San Cirilo de Jerusalén, San Epifanio, símbolo niceno-constantinopolitano ; Dz 9, 14, 86). SAN CIRILO DE JERUSALÉN interpreta la catolicidad de la Iglesia no sólo como la universalidad de su extensión por el mundo, sino también como la de la doctrina que predica, la de las clases sociales que conduce al culto de Dios, la de la remisión de los pecados que otorga y la de las virtudes que posee (Cat. 18, 23). Por todas estas propiedades se diferencia la verdadera Iglesia de Cristo de las asambleas de los herejes. Por esta razón, SAN CIRILO considera «Iglesia católica» como nombre propio de esta santa Iglesia, madre de todos nosotros y esposa de nuestro Señor Jesucristo, Hijo unigénito de Dios» (Cat. 18, 26). SAN AGUSTíN toma principalmente el atributo de «católica» en el sentido de la universal extensión por la tierra de que goza la Iglesia (Ep. 93, 7, 23). Recorre las Escrituras del Antiguo y Nuevo Testamento para probar que esa catolicidad externa es un rasgo esencial y característico de la verdadera Iglesia de Cristo; cf. Ep. 185, 1, 5; Sermo 46, 14, 33 s.

SANTO TOMÄS prueba la catolicidad de la Iglesia por su expansión universal por todo el orbe, por la totalidad de las clases sociales que en ella figuran y por su duración universal desde los tiempos de Abel hasta la terminación del mundo; F.xpos. symb., a. 9.

 

§ 18. LA APOSTOLICIDAD DE LA IGLESIA

Apostólico es aquello que se deriva de los apóstoles. Conviene distinguir una triple apostolicidad: la de origen («apostolicitas originis»), la de la doctrina («ap. doctrinae») y la de sucesión («ap. successionis»).

La Iglesia fundada por Cristo es apostólica (de fe).

El símboló niceno-constantinopolitano confiesa : «Credo... apostolicam Ecclesiam"; Dz 86; cf. Dz 14, 1686. Cf. Vaticano II, const. Lumen gentium, n. 19 s.

Este dogma quiere decir: La Iglesia se remonta en su origen hasta los mismos apóstoles. Ella siempre ha conservado la doctrina que recibiera de los apóstoles. Los pastores de la Iglesia, el Papa y los obispos, se hallan unidos con los apóstoles por la sucesión legítima. Esta apostolicidad de la sucesión garantiza la transmisión incontaminada de la doctrina y establece la vinculación orgánica entre la Iglesia del momento actual y la de los apóstoles.

Prueba. Cristo estableció su Iglesia sobre los apóstoles confiriéndoles el triple ministerio de enseñar, regir y santificar, y constituyendo a Pedro en supremo pastor y maestro de la Iglesia (v. supra, §§ 4, 5) : Por voluntad de Cristo, estos oficios, con sus poderes correspondientes, debían pasar a los sucesores de los apóstoles, porque el fin de la Iglesia exige necesariamente que se continúe su ejercicio. El carácter apostólico de la Iglesia se manifiesta clarísimamente en la sucesión ininterrumpida que va de los obispos a los apóstoles. Basta mostrar la sucesión apostólica de la iglesia romana, porque el obispo de Roma es cabeza de toda la Iglesia y posee el magisterio infalible. En consecuencia, donde está Pedro o su sucesor allí encontraremos la Iglesia apostólica y la doctrina incontaminada de los apóstoles.

Entre los santos padres, fueron principalmente San Ireneo y Tertuliano quienes hicieron valer el principio de la apostolicidad de la Iglesia en su lucha contra los errores gnósticos. Hacen hincapié en que la Iglesia católica ha recibido su doctrina de los apóstoles y en que la ininterrumpida sucesión de los obispos la ha conservado pura, mientras que las herejías son de origen postapostólico; e incluso algunas que se remontan al tiempo de los apóstoles son, de todos modos, ajenas a las enseñanzas de éstos y no tienen en ellos su origen. SAN IRENEO nos ofrece la más antigua lista de los obispos de Roma (Adv. haer. ni 3, 3; cf. Iv 26; 2); cf. TERTULIANO, De praescr. 20, 21; 32; 36-37; Adv. Marc. rv 5; SAN CIPRIANO, Ep. 69, 3; SAN AGUSTfN, Contra ep. Manichaei 4, 5; Ep. 53, 1, 2 (lista de los obispos de Roma). SANTO TOMÁS enseña que los apóstoles y su doctrina son el fundamento secundario de la Iglesia, siendo Cristo mismo el fundamento primario; Expos. symb., a. 9.

Las notas distintivas de la Iglesia

Las cuatro propiedades de unidad, santidad, catolicidad y apostolicidad, como se manifiestan al exterior y son fácilmente conocibles, no son únicamente propiedades esenciales de la verdadera Iglesia de Cristo, sino al mismo tiempo sus notas distintivas. El Santo Oficio hizo la siguiente declaración durante el pontificado de Pfo Ix (1864) : «La verdadera Iglesia de Cristo es constituida y discernida, en virtud de la autoridad de Dios, por la cuádruple nota que confesamos como objeto de fe en el símbolo» ; Dz 1686; cf. 1793. La apologética se encarga de probar que, entre todas las confesiones cristianas, la Iglesia católica romana es la única o la que con más excelencia posee estas cuatro notas.

 


Capítulo quinto

NECESIDAD DE LA IGLESIA

 

§ 19. LA PERTENENCIA A LA IGLESIA


1. Doctrina de la Iglesia

Miembros de la Iglesia son todos aquellos que han recibido vúlidamente el sacramento del bautismo y no se han separado de la unidad de la fe ni de la unidad de la comunidad jurídica de la Iglesia (sent. cierta).

Pío xii, en su encíclica Mystici Corporis, hizo la siguiente declaración : «Entre los miembros de la Iglesia sólo se han de contar realmente aquellos que recibieron las aguas regeneradoras del bautismo y profesan la verdadera fe, y ni se han separado para su desgracia de la contextura del Cuerpo místico ni han sido apartados de él por la legítima autoridad a causa de gravísimos delitos» ; Dz 2286.

Conforme a esta declaración, tienen que cumplirse tres requisitos para ser miembro de la Iglesia : a) haber recibido válidamente el sacramento del bautismo; b) profesar la fe verdadera; c) hallarse unido a la comunidad de la Iglesia. Cumpliendo estos tres requisitos, el hombre se somete al triple ministerio de la Iglesia : al sacerdotal (bautismo), al doctrinal (profesión de fe) y al pastoral (sumisión a la autoridad de la Iglesia). Como los tres poderes transmitidos en estos tres ministerios de la Iglesia : el de santificar, el de enseñar y el de gobernar, constituyen la unidad y visibilidad de la Iglesia, es claro que el someterse a todos estos poderes es requisito necesario para pertenecer a la Iglesia. Por el sacramento del bautismo se imprime en el alma el sello de Jesucristo : el carácter bautismal. Este opera en nosotros la incorporación al Cuerpo místico de Cristo, confiriéndonos la capacidad y el derecho de participar en el culto cristiano. El bautismo es, por tanto, la verdadera causa de la incorporación a la Iglesia. La confesión de la fe verdadera y la permanencia en la comunidad de la Iglesia son, con respecto al adulto, condiciones subjetivas para que se realice o continúe sin impedimento la incorporación a la Iglesia fundamentada por el bautismo. Los niños bautizados válidamente fuera de la Iglesia son miembros de la misma hasta que, al llegar al uso de razón, se separen voluntariamente de la fe verdadera o de la comunión de la Iglesia.

El Deereturn pro Armeniis del papa EUGENIO IV (1439) dice a propósito del bautismo: «Por él nos convertimos en miembros de Cristo y somos incorporados a la Iglesia» («per ipsum membra Christi ac de corpore efficimur Ecclesiae» ; Dz 696). El concilio de Trento declaró: «La Iglesia no ejerce sobre nadie su jurisdicción si antes no ha entrado en ella por la puerta del bautismo» ; Dz 895; cf. Dz 324, 869; CIC 87. Cf. Vaticano ii, const. Lumen gentium, n. 14 s.


2. Prueba

Según las enseñanzas de Jesús, la recepción del bautismo es condición indispensable para entrar en el reino de Dios (Idh 3, 5) y para conseguir la eterna salvación (Mc 16, 16). San Pedro, a todos los que han recibido el mensaje de Cristo, les pide que hagan penitencia y se bauticen (Act 2, 38). El bautismo fue ya desde un principio la puerta para entrar en la Iglesia ; Act 2, 41 «Ellos recibieron su palabra y se bautizaron, y se convirtieron aquel día unas tres mil almas» ; cf. Act 8, 12 s y 38; 9, 18; 10, 48; 16, 15 y 33; 18, 8; 19, 5.

Según la enseñanza de San Pablo, todos, sean judíos o gentiles, libres o esclavos, pasan por el bautismo a formar un solo cuerpo, el de Cristo ; 1 Cor 12, 13 ; Ga'l 3, 27 s. A la recepción del bautismo, en los adultos, ha de preceder la aceptación del mensaje de la fe; Mc 16, 16 : «El que creyere y fuere bautizado se salvará». El mandato de bautizar a todas las gentes exige indirectamente que éstas se sometan al triple ministerio apostólico.

Es convicción universal de la tradición que aquellos que se separan de la fe y la comunión de la Iglesia cesan de ser miembros suyos. Ya ordenó San Pablo que se evitase a «un hereje» después de una y otra amonestación (Tit 3, 10). TERTULIANO comenta: «Los herejes no tienen participación en nuestra doctrina, y el ser privados de la comunión eclesiástica atestigua en todo caso que están fuera de la misma» (De bapt. 15). Según su opinión, los herejes ya no son cristianos, porque las doctrinas que profesan por libre elección no las recibieron de Cristo (De praescr. 37). Según SAN CIPRIANO, solamente aquellos que permanecen en la casa de Dios constituyen la Iglesia, mientras que los herejes y cismáticos quedan fuera de ella (Ep. 59, 7). La contienda sobre el bautismo de los herejes se debatía en torno a si los herejes, estando fuera de la Iglesia, podían bautizar válidamente. SAN AGUSTIN compara a los herejes con un miembro seccionado del cuerpo (Sereno 267, 4, 4). Al explicar el símbolo, dice: «Ni los herejes ni los cismáticos pertenecen a la Iglesia católica» (De fide et symbolo 10, 21).


3. Conclusiones

No se cuentan entre los miembros de la Iglesia:

a) Los que no han recibido el bautismo ; cf. 1 Cor 5, 12: « Pues qué me toca a mi juzgar a los de fuera («qui foris sunt»)?» El llamado bautismo de sangre y el de deseo pueden sustituir al bautismo de agua en cuanto a la comunicación de la gracia, pero no en cuanto a la incorporación a la Iglesia, pues no confieren el carácter sacramental en el cual radican los derechos de la comunión eclesiástica.

Los catecúmenos, contra lo que opinaba Suárez, no se cuentan entre los miembros de la Iglesia. Aunque tengan el deseo (votum) de pertenecer a la Iglesia, todavía no han entrado realmente (actu) en ella. La Iglesia no reivindica jurisdicción alguna sobre ellos; Dz 895. Los padres trazan una clara línea divisoria entre los catecúmenos y los «fieles» ; cf. TERTULIANO, l>e praescr. 41; SAN AGUSTÍN, la loh., tr. 44, 2.

b) Los herejes y apóstatas públicos. Incluso aquellos herejes públicos que están de buena fe en el error (herejes materiales), no pertenecen al cuerpo de la Iglesia, es decir, a la comunidad jurídica que ella constituye. Esto no excluye que por su deseo de pertenecer a la Iglesia (votum Ecclesiae) pertenezcan espiritualmente a ella y consigan por este medio la justificación y la salud sobrenatural.

Los herejes y apóstatas ocultos siguen siendo miembros de la Iglesia, según la opinión más probable de Belarmino y de la mayor parte de los teólogos modernos (Palmieri, Billot, Straub, Pesch) contra la de Suárez, Franzelin y otros. La razón es que el dejar de ser miembro de la Iglesia lo mismo que el llegar a serlo solamente tiene lugar por medio de hechos exteriores y jurídicamente perceptibles, pues así lo exige el carácter visible de la Iglesia.

c) Los cismáticos, aun aquellos que de buena fe rechazan por principio la autoridad eclesiástica o se separan de la comunión de los fieles a ella sometidos. Los cismáticos de buena fe (materiales), igual que los herejes de buena fe, pueden, por su deseo de pertenecer a la Iglesia (votum Ecclesiae), pertenecer espiritualmente a ella y conseguir por este medio la justificación y la salud eterna.

d) Los «excommunicati vitandi» (CIC 2258). Los «excommunicati tolerati», según una opinión que hoy día es casi general y que se ve confirmada por CIC 2266, siguen siendo miembros de la Iglesia aun después de la publicación de la sentencia judicial, pero están privados de muchos bienes espirituales. La opinión sostenida por algunos teólogos (Suárez, Dieckmann) de que también los «excommunicati vitandi» siguen siendo miembros de la Iglesia es incompatible con las enseñanzas de la encíclica Mystici Corporis, pues ésta habla expresamente de aquellos que por sus graves delitos han sido separados por la autoridad eclesiástica del cuerpo de la Iglesia. Siguiendo la doctrina casi general de los teólogos, hemos de entender que los tales son únicamente los «excommunicati vitandi».

Aun cuando los públicos apóstatas y herejes, los cismáticos y los «excommunicati vitandi», quedan fuera de la organización jurídica de la Iglesia, con todo, su relación con ella es esencialmente distinta que la de los que no han recibido el bautismo. Como el carácter bautismal, que obra la incorporación a la Iglesia, es indestructible, el bautizado, por más que cese de ser miembro de la Iglesia, no queda completamente fuera de ella de suerte que quede roto todo vínculo con la misma. Quedan en pie los deberes que se derivan de la recepción del bautismo, aun cuando se halla perdido por castigo el uso de los derechos que este sacramento confiere. Por eso, la Iglesia reclama el ejercicio de su jurisdicción aun sobre los bautizados que se han separado de ella.

 

§ 20. LA NECESIDAD DE PERTENECER A LA IGLESIA

Todos los hombres tienen necesidad de pertenecer a la Iglesia para conseguir la salvación (de fe).

El concilio IV de Letrán (1215) declaró en el Caput Firmiter: «Una sola es la Iglesia universal de los fieles, fuera de la cual nadie se salva» («extra quam nullus omnino salvatur») ; Dz 430. Lo mismo enseñaron el concilio unionista de Florencia (Dz 714) y los papas Inocencio III (Dz 423), BONIFACIO VIII en la bula Unam Sanctam (Dz 468), Clemente vt (Dz 570b), Benedicto XIV (Dz 1473), Pío ix (Dz 1647, 1677), León xiii (Dz 1955) y Pío xii en 'la encíclica Mystici Corporis (Dz 2286, 2288). Pío Ix declaró contra el moderno indiferentismo en materia de religión : «Por razón de la fe, hay que mantener que fuera de la Iglesia apostólica romana nadie puede alcanzar la salvación. Esta Iglesia es la única Arca de salvación. Quien no entre en ella perecerá por el diluvio. Pero, no obstante, hay que admitir también como cierto que aquellos que ignoran la verdadera religión, en caso de que esta ignorancia sea invencible, no aparecen por ello cargados con culpa ante los ojos del Señor» ; Dz 1647. Este último párrafo no excluye la posibilidad de que consigan la salvación personas que de hecho (actu) no pertenecen a la Iglesia; cf. Dz 1677; 796 (votum baptismi); Vaticano II, const. Lumen gentium, n. 14-17; deer. Ad gentes, n. 7.

La necesidad de pertenecer a la Iglesia no es únicamente necesidad de precepto, sino también de medio, como indica claramente la comparación con el Arca, que era el único medio de escapar a la catástrofe del diluvio universal. Pero la necesidad de medio no es absoluta, sino hipotética. En circunstancias especiales, como es en caso de ignorancia invencible o de imposibilidad, la pertenencia actual a la Iglesia puede ser sustituida por el deseo de la misma (votum). Ni es necesario que este desea sea explícito, sino que puede también traducirse por una disposición moral para cumplir fielmente la voluntad de Dios (votum implicituen). De esta manera pueden asimismo alcanzar la salvación los que se hallan de hecho fuera de la Iglesia católica. Cf. Carta del Santo Oficio de 8.8.1949 (Dz 3866-73).

Cristo ordenó que todos los hombres pertenecieran a 'la Iglesia, pues la fundó como una institución necesaria para alcanzar la salvación. El revistió a los apóstoles de su autoridad, les dio el encargo de enseñar y bautizar a todas las gentes, haciendo depender la salvación eterna de que éstas quisieran recibir su doctrina y ser bautizadas ; cf. Lc 10, 16; Mt 10, 40; 18, 17; 28, 19s; Mc 16, 15 s. Todos aquellos que con ignorancia inculpable desconocen la Iglesia de Cristo, pero están prontos para obedecer en todo a los mandatos de la voluntad divina, no son condenados, como se deduce de la justicia divina y de la universalidad de la voluntad salvífica de Dios, de la cual existen claros testimonios en la Escritura (1 Tim 2, 4). Los apóstoles enseñan que es necesario pertenecer a la Iglesia para conseguir la salvación, por cuanto predican que la fe en Cristo y en su Evangelio es necesaria, como condición, para salvarse. San Pedro confiesa ante el sanedrín: «En ningún otro hay salvación» (Act 4, 12) ; cf. Gal 1, 8; Tit 3, 10 s ; 2 Iah 10 s.

Es convicción unánime de los padres que fuera de la Iglesia no es posible conseguir la salvación. Este principio no solamente se aplicaba con respecto a los paganos, sino también en relación con los herejes y cismáticos. SAN IRENEO enseña que «en la operación del Espíritu no tienen participación todos aquellos que no corren a la Iglesia, sino que se defraudan a sí mismos privándose de la vida por su mala doctrina y su pésima conducta. Porque donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios; y donde está el Espíritu de Dios, allí están la Iglesia y todas las gracias» (Adv. haer. III 24, 1). ORÍGENES enuncia formalmente esta proposición: «Fuera de la Iglesia ninguno se salva» («extra ecclesiam nemo salvatur» ; In Iesu Nave hon. 3, 5) ; y de manera parecida se expresa SAN CIPRIANO: «Fuera de la iglesia no hay salvación» («salus extra ecclesiam non est» ; Ep. 73, 21). Los santos padres (v.g., Cipriano, Jerónimo, Agustín, Fulgencio) ven en el Antiguo Testamento algunos tipos que significan espiritualmente la necesidad de pertenecer a la Iglesia. Tales son, entre otros, el Arca de Noé para escapar al diluvio y la casa de Rahab (Ios 2, 18 s). La expresión práctica de esa fe de la Iglesia primitiva en la necesidad de pertenecer a la Iglesia para alcanzar la salvación la tenemos en el extraordinario celo misional que desplegaba, en su prontitud para sufrir el martirio y en su lucha contra la herejía.

Junto a esta fuerte insistencia en la necesidad de pertenecer a la Iglesia para conseguir la salvación, es comprensible que sólo tímidamente apunte el pensamiento de la posibilidad que tienen de salvarse los que están fuera de la misma. San Ambrosio y San Agustín afirman que los ca'ecúmenos que mueren antes de recibir el bautismo pueden conseguir la salvación por su deseo del bautismo, por su fe y por la penitencia de su corazón (SAN AMBROSIO, De obitu Val. 51; SAN AGUSTÍN, De bapt. Iv 22, 29). En cambio, GENADIO DE MARSELLA niega tal posibilidad si se exceptúa el caso del martirio (De 'eccl. doga. 74). SAN AGUSTÍN distingue de hecho, aunque no lo hace con estas palabras expresas, entre los herejes materiales y los formales. A Ios primeros no los cuenta entre los herejes propiamente tales (Ep. 43, 1, 1). Según parece, juzga que la posibilidad que tienen de salvarse es distinta de la que tienen los herejes propiamente tales.

SANTO TOMÁS enseña, con la tradición, la necesidad de pertenecer a la Iglesia para salvarse. Expos. symb., a. 9. Por otra parte, concede la posibilidad de justificarse extrasacramentalmente por el votum baptismi, y con ello la posibilidad de salvarse sin pertenecer actualmente a la Iglesia, por razón del votum Ecclesiae; S.th. III 68, 2.

A propósito de la acusación de intolerancia que se lanza contra la Iglesia católica conviene distinguir entre la intolerancia dogmática y la intolerancia civil. La Iglesia condena la tolerancia dogmática que concede el mismo valor a todas las religiones, o por lo menos a todas las confesiones cristianas (indiferentismo) ; la verdad no es más que una sola. Pero la Iglesia sí es partidaria de la tolerancia civil, pues predica el amor a todos los hombres, incluso a los que yerran; cf. las oraciones del día de Viernes Santo.

 

Capítulo sexto

LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS

 

§ 21. NOCIÓN Y REALIDAD DE LA COMUNIÓN DE LOS SANTOS

En adelante tomaremos el concepto de Iglesia en sentido amplio, entendiendo por ella todas las personas que han sido redimidas y santificadas por la gracia de Cristo, ora estén en la tierra, ora en el cielo, ora en el fuego del purgatorio. La Iglesia, entendida en este sentido amplio, recibe generalmente el nombre de comunión de los santos.

Los miembros, santificados por la gracia redentora de Cristo, que pertenecen al reino de Dios sobre la tierra y al de la vida futura, están unidos con Cristo, su Cabeza, y todos entre sí, formando una comunión de vida sobrenatural (sent. cierta).

El símbolo apostólico, en su fonna más reciente (siglo v), amplía la confesión de la santa Iglesia católica con la siguiente adición : "la comunión de los santos». Por el contexto vemos que esta expresión se refiere a la Iglesia de este mundo. Quiere decir que los cristianos de la tierra, mientras no lo estorbe el pecado mortal, se hallan en comunión de vida sobrenatural con Cristo, su Cabeza, y todos entre sí.

En su primitiva significación, las palabras «communio sanctorum» expresan la posesión común de los bienes santos («sanctorum» = genitivo de «sancta»). Niceta de Remesiana comenta en su exposición del símbolo: «Cree, por tanto, que sólo en esta Iglesia alcanzarás ser partícipe en la posesión de los bienes santos («communionem sanctorum»)». SAN AGUSTÍN habla en este mismo sentido de la "communio sacramentorum» (Sermo 214, 11). Hoy día, con la citada expresión nos referirnos ante todo a la comunidad de los hombres santificados por la gracia de Cristo, que se halla en posesión de los bienes de salvación que nos ganó Cristo.

Según el Catecismo Romano, la comunión de los santos se realiza por la posesión común de los medios de alcanzar la grácia depositados en la Iglesia, de los dones extraordinarios de gracia concedidos a la Iglesia; y, además, por la participación de los frutos de las oraciones y buenas obras de todos los miembros de la Iglesia : «La unidad del Espíritu, por la que ella [la Iglesia] es conducida, hace que todo lo que en ella se deposite sea común» (I 10, 22); «No solamente son comunes aquellos dones que hacen a los hombres gratos a Dios y justos, sino también los dones extraordinarios de la gracia» (I 10, 25) ; «Todo lo bueno y santo que emprende un individuo repercute en bien de todos, y la caridad es la que hace que les aproveche, pues esta virtud no busca su propio provecho» (L 10, 23). Observaciones muy parecidas a éstas las hallamos en la encíclica Mystici Corporis del papa PÍo xii: «En él [en el cuerpo místico del Cristo) no se realiza por sus miembros ninguna obra buena, ningún acto de virtud, del que no se aprovechen todos por la comunión de los santos». Por consiguiente, entre los miembros del cuerpo místico existe una comunidad de bienes espirituales que se extiende a todos los bienes de la gracia que Cristo nos adquirió y a las buenas obras realizadas con su gracia.

Por voluntad de Cristo, los cristianos deben constituir entre sí una íntima unidad moral, de la que es figura la propia unión de Cristo con el Padre (Ioh 17, 21). Jesús se considera a sí mismo como la vid, y a sus discípulos como los sarmientos, que producen fruto por la virtud de la vid (Ioh 15, 1-8). Enseña a sus discípulos a que rueguen al Padre común de los cielos para que les conceda los bienes naturales y sobrenaturales, no sólo para ellos mismos, sino para toda la sociedad de los fieles cristianos (Mt 6, 9 ss : Padre nuestro). San Pablo supo desarrollar ampliamente esta doctrina de Cristo. El Apóstol considera a Cristo como la cabeza del cuerpo místico; que es la Iglesia, y a los fieles como los miembros de ese cuerpo. La actividad de cada miembro redunda en beneficio de todos los demás miembros ; 1 Cor 12, 25-27: «En el cuerpo no tiene que haber escisiones, antes todos los miembros tienen que preocuparse por igual unos de otros. De esta suerte, si padece un miembro, todos los miembros padecen con él; y si un miembro es honrado, todos los otros a una se gozan. Pues vosotros sois el cuerpo de Cristo y [sus] miembros cada uno en parte» ; Rom 12, 4 s : aPues a la manera que en un solo cuerpo tenemos muchos miembros, y todos los miembros no ttenen la misma función, así nosotros, siendo muchos, somos un solo cuerpo en Cristo, y todos somos miembros los unos de los otros.» Una conclusión práctica de esta doctrirta son las oraciones que hace el Apóstol en favor de las comunidades por él fundadas y las que él pide se hagan por sí y por todos los santos (v.g., Rom 1, 9s; 15, 30s; Eph 6, 18s).

En la tradición hallamos desde un principio una expresión práctica de la fe en la comunión de los santos en las oraciones y súplicas que se dirigían a Dios en los oficios litúrgicos en favor de los vivos y los difuntos. Los santos padres exhortan repetidas veces a los fieles a que oren por sí y por los demás. La idea de la comunión de los santos fue estudiada teóricamente por San Agustín en sus numerosos escritos que tratan del cuerpo de Cristo. El santo no sólo cuenta como miembros de este cuerpo a los miembros de la Iglesia que viven sobre la tierra, sino también a todos los fieles difuntos e incluso a todos los justos que ha habido desde el comienzo del inundo. Todos ellos tienen por cabeza a Cristo. El vínculo que une a todos los miembros del cuerpo místico con Cristo, la cabeza, y que los une a todos entre si, es la caridad, don del Espíritu Santo, que es quien anima al cuerpo de Cristo ; cf. De civ. Dei xx 9, 2; Enarr. in Ps. 36, 3, 4; in Ps. 137, 4; .Sermo 137, 1, 1. La expresión «communio sanctorum» la hallamos por primera vez vinculada al símbolo, y probablemente como parte integrante del mismo, en la exposición del símbolo debida a Niceta de Remesiana (posterior al 380). Desde mediados del siglo v, la encontramos también en la Galia (Fausto de Riez).

SANTO TOMÁS saca dos conclusiones de esta doctrina sobre la comunión de los santos ; a) el mérito redentor de Cristo, que es la cabeza, se comunica por medio de los sacramentos a los miembros del cuerpo místico ; . b) cada miembro tiene participación en las buenas obras de los demás ; Expos. symb., a. 9-10.

 

§ 22. LA COMUNIÓN DE LOS FIELES QUE VIVEN EN LA TIERRA


1. La oración de intercesión

Los fieles de la tierra pueden alcanzarse mutuamente gracias de Dios mediante la oración de intercesión (sent. cierta).

Pío xii comenta en la encíclica Mystici Corporis: «La salvación de muchos depende de las oraciones y voluntarias mortificaciones de los miembros del cuerpo místico de Jesucristo dirigidas con este fin». En conformidad con la práctica incesante de la Iglesia, el Papa pide a los fieles que oren unos por otros : «A diario deben subir al cielo nuestras plegarias unidas para encomendar a Dios todos los miembros del cuerpo místico de Jesucristo.»

La fe en el poder de la oración es antiquísima y conocida aun fuera de Israel ; cf. Ex 8, 4; 10, 17. Las grandes figuras de Israel, como Abraham (Gen 18, 23 ss), Moisés (Ex 32; 11 ss ; 32, 30 ss), Samuel (1 Reg 7, 5 ; 12, 19 ss) y Jeremías (Ier 18, 20), presentan al Señor oraciones por el pueblo o por algunas personas. El rey y el pueblo mandan llamar a los profetas para que oren ante Dios por ellos (3 Reg 13, 6; 4 Reg 19, 4; Ier 37, 3 ; 42, 2). Jesús invita a sus discípulos a que oren por sus perseguidores (Mt 5, 44). San Pablo asegura a las comunidades a las que van dirigidas sus cartas que rogará a Dios por ellas (Rom 1, 9 s y passim) y les pide que también ellas oren por él (Rom 15, 30 y passim) y por todos los santos (Eph 6, 18). El. Apóstol hace la siguiente exhortación : «Ante todo ruego que se hagan peticiones, oraciones, súplicas y acciones de gracia por todos los hombres, por los emperadores y todos los constituidos en dignidad» (1 Tim 2, 1 s). Santiago ruega a los cristianos : «Orad unos por otros para que os salvéis. Mucho puede la oración fervorosa del justo» (Iac 5, 16).

La literatura cristiana primitiva está llena de exhortaciones e invitaciones a orar los únos por los otros. SAN CLEMENTE ROMANO pide a los corintios que oren por los pecadores para que Dios los ablande y les haga humildes (Cor. 56, 1). Les propone una oración de comunidad en la que se encomiende a los elegidos de todo el mundo y a los que tienen necesidad de ayuda (Cor. 59). SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA ruega en sus cartas que se ore por él para que consiga el mar=.irio, por la iglesia huérfana de Siria, por los herejes, para que se conviertan, y por todos los hombres (cf. Rom. 4, 2; 8, 3; 9, 1; Eph. 10, 1-2; 11, 2; 21, 1-2) ; cf. SAN POLICARPO, Phil. 12, 3; Didakhé" 10, 5; SAN JUSTINO, Apol. 161, 2; 65, 1; 67, 5; TERTULIANO, De poenit. 10, 6.


2. Merecimiento en favor de otros

Los fieles de la tierra pueden, por las buenas obras realizadas en estado de gracia, merecer de congruo, unos para otros, dones de Dios (sent. probable).

Según las palabras de Pío xii citadas anteriormente (n.° 1), la salvación de muchos depende de las voluntarias mortificaciones de los miembros del cuerpo místico de Cristo. Tales ejercicios de mortificación consiguen, al modo de un mérito de congruo, la concesión de las gracias externas e internas necesarias para la salvación (v. el tratado sobre la gracia, § 25, 2 b).

En la tradición paleocristiana reina la convicción de que se pueden alcanzar de Dios beneficios de todas clases para los hermanos en la fe no solamente por la oración de intercesión sino también por las obras de piedad. SAN CLEMENTE ROMANO propone a los cristianos de Corinto el modelo de Ester, «que por su ayuno y su humildad asedió al Dios que todo lo ve» (Cor. 55, 6). SAN JUSTINO testifica la antigua práctica cristiana de que los fieles orasen y ayunasen juntamente con los catecúmenos para conseguir de Dios el perdón de sus anteriores pecados (Apol. 161, 2).


3. Satisfacción vicaria

Los fieles de la tierra pueden, por las obras de penitencia realizadas en estado de gracia, satisfacer unos por otros (sent. cierta).

El efecto de la satisfacción es la remisión de las penas temporales contraídas por los pecados. La posibilidad de esta satisfacción vicaria se funda en la unidad del cuerpo místico. Así como Cristo, que es la cabeza, ofreció su sacrificio expiatorio en representación de sus miembros, de la misma manera un miembro puede satisfacer también en representación de otro. En la posibilidad y realidad efectiva de la satisfacción vicaria se fundan las indulgencias.

El papa CLEMENTE VI declaró en la bula jubilar Unigenit'us Dei Filius (1343), en la cual aparece por vez primera de manera oficial la doctrina sobre el «tesoro de la Iglesia» («thesaurus Ecclesiae»), que los méritos (= satisfacciones) de María Madre de Dios y de todos los escogidos, desde el primero al último justo, contribuyen a acrecentar ese tesoro del que la Iglesia va sacando las indulgencias; Dz 552; cf. 740a. Pío xI, en sus encíclicas Miserentissimus Redemptor (1928) y Caritate Christi (1932), exhorta a los fieles a que reparen al Corazón de Jesús no sólo por las propias faltas, sino también por las ajenas.

En el Antiguo Testamento se conocía ya la idea de la satisfacción vicaria de personas inocentes en favor de personas culpables. El inocente carga sobre sí la cólera de Dios provocada por el culpable para lograr la clemencia de Dios en favor de éste. Moisés se ofrece a Dios como sacrificio en favor de su pueblo, que acaba de pecar (Ex 32, 32). Job ofrece a Dios un holocausto para expiar los pecados de su hijos (Iob 1, 5). Isaías vaticina la pasión expiatoria del Mesías por nuestras iniquidades (Is 53). El Nuevo Testamento considera la pasión y muerte de Cristo como el precio del rescate, como el sacrificio expiatorio por los pecados de los hombres (v. el tratado sobre la redención, §§ 9, 10). El apóstol San Pablo nos enseña que también los fieles pueden ofrecer satisfacción unos por otros; Col 1, 24: «Ahora me alegro de mis padecimientos por vosotros y suplo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo [es decir, del cuerpo de Cristo] por su cuerpo, que es• la Iglesia» ; 2 Cor 12, 15 : «Ya de muy buena gana me gastaré y me desgastaré por vuestras almas» ; 2 Tim 4, 6: «En cuanto a mí a punto estoy de derramarme en 'libación [es decir, de ser sacrificado con el martirio]».

Entre los padres más antiguos se encuentra ya la idea de que la muerte del martirio es un medio expiatorio que se puede aplicar también en favor de otros. SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA escribe a los fieles de Éfeso que quiere ofrendarse por ellos, es decir, ofrecerse como sacrificio expiatorio (8, 1). En tina carta a Policarpo, se llama a sí mismo y a sus cadenas «precio del rescate» por él (2, 3). ORÍGENES, basándose en 2 Cor 12, 15, 2 Tim 4, 6 y Apoc 6, 9, enseña que Ios apóstoles y los mártires, con su muerte, quitan los pecados de los fieles (In Nuen. hont. 10, 2). En esta idea de la satisfacción vicaria descansa la costumbre, testimoniada por TERTULIANO (Ad mart. i) y SAN CIPRIANO (Ep. 15-23), de volver a recibir en la comunidad eclesiástica a los penitentes que traían la carta de recomendación de algún mártir (carta de paz). SAN CIPRIANO dice expresamente que los pecadores pueden recibir ayuda ante el Señor gracias a la intercesión de un mártir (Ep. 19, 2; 18, 1); cf. 'SAN AMBROSIO, De virg. I 7, 32; De poenit. 115, 81.

SANTo TOMAS prueba bíblicamente la posibilidad de la satisfacción vicaria por Gal 6, 2 («Sobrellevad los uno las cargas de los otros»), y de manera especulativa por la virtud unificadora de la caridad : «En cuanto dos personas están unidas por la caridad, puede una de ellas ofrecer satisfacción por la otra» ; S.th. III 48, 2 ad 1; cf. Suppl. 13, 2; S.C.G. III 158; Expos. in ep. ad Gal. 6, 2; Expos. symb., a. 10:

 

§ 23. LA COMUNIÓN DE LOS FIELES DE LA TIERRA CON LOS SANTOS DEL CIELO


1. Veneración e invocación a los santos

Es lícito y provechoso venerar a los santos del cielo e invocar su intercesión (de fe).

Conviene hacer notar que la veneración a los santos es un culto absoluto de dulía. A propósito de la veneración a las imágenes de los santos, declaró el concilio de Trento que «el honor que a tales imágenes se tributa va dirigido a los santos que ellas representan» ; Dz 986. Y a propósito de la invocación a los santos, declaró el concilio: «Es bueno y provechoso implorar la ayuda de los santos»; Dz 984; cf. Dz 988. La expresión práctica de esta fe de la Iglesia es la celebración de las festividades de los santos.

Estas declaraciones del concilio de Trento van dirigidas contra los reformadores, que rechazan la invocación a los santos como carente de fundamento bíblico e incompatible con la única mediación de Cristo; cf. Conf. Aug. y Apologia Conf., art. 21; Art. Smalcald., P. II, art. 2, n. 25-28. En la antigüedad cristiana surgió el sacerdote galo Vigilancio como enemigo del culto e invocación a los santos.

La Sagrada Escritura no conoce todavía el culto e invocación a los santos, pero nos ofrece las bases sobre las cuales se fue desarrollando la doctrina y práctica de la Iglesia en este particular. La legitimidad del culto a los santos se deduce del culto tributado a los ángeles, del que hallamos claros testimonios en la Sagrada Escritura; cf. Ios 5, 14; Dan 8, 17; Tob 12, 16. La razón para venerar a los ángeles es su excelencia sobrenatural, que radica en la contemplación inmediata de Dios de que ellos disfrutan (Mt 18, 10). Y como también los santos contemplan a Dios cara a cara (1 Cor 13, 12; 1 Ioh 3, 2), son par lo mismo dignos de veneración.

En 2 Mac 15, 11-16, se da testimonio de la fe del pueblo judío en la intercesión de los santos : Judas Macabeo contempla en un sueño «digno de toda fe» cómo dos justos que ya habían muerto, el sumo sacerdote Onías y el profeta Jeremías, intercedían ante Dios por el pueblo judío y la ciudad santa ; cf. Ier 15, 1. Según Tob 12, 12, Apoc 5, 8, y 8, 3, los ángeles y santos del cielo presentan a Dios las oraciones de los santos de la tierra, es decir, las apoyan con su intercesión, como era de esperar de la perseverancia de la caridad (1 Cor 13, 8). Y del hecho de que ellos intercedan por nosotros se sigue la Licitud de invocarles.

Históricamente, el culto a los santos aparece primeramente bajo la forma de culto a los mártires. El testimonio más antiguo lo tenemos en el Martyrium Polycarpi (hacia el 156). El autor distingue con toda precisión entre el culto a Cristo y el culto a los mártires: «A éste [a Cristo] le adoramos por ser el Hijo de Dios; y a los mártires los amamos con razón como discípulos e imitadores del Señor, por su adhesión eximia a su rey y maestro» (17, 3). Da testimonio también por vez primera de la costumbre de celebrar «el natalicio del martirio», es decir, el día de la muerte del mártir (18, 3). TERTULIANO (De corona mil. 3) y SAN CIPRIANO (Ep. 39, 3) mencionan que en el aniversario de la muerte del mártir se ofrec"a el sacrificio eucarístico. SAN JERÓNIMO defiende contra Vigilancio el culto y la invocación a los santos (Ep. 109, 1; Contra Vigil. 6). SAN AGUSTÍN sale igualmente en defensa del culto a los mártires refutando la objeción de que con ello se adoraba a hombres. Propone como fin de ese culto el imitar el ejemplo de los mártires, el aprovecharse de sus méritos y el valerse de su intercesión (Contra Faustum xx 21).

La invocación a los santos la hallamos testimoniada por primera vez en SAN HIPÓLITO de Roma, que se dirige a los tres compañeros de Daniel con la siguiente súplica: «Os suplico que os acordéis de mí, para que también yo consiga con vosotros la suerte del martirio» (In Dan. II 30). ORÍGENES enseña que «a los que oran como conviene, no sólo les acompaña en su oración el Sumo Sacerdote [Jesucristo], sino también los ángeles y las almas de los que durmieron en el Señor». Prueba con argumentos bíblicos la intercesión de los santos, basándose en 2 Mac 15, 14; y con argumentos especulativos, basándose en la continuación y consumación en la otra vida del amor al prójimo (De orat. 11; cf. Exhort. ad mart. 20 y 38; In lib. Jesu Nave hom. 16, 5; In Num. hom. 26, 6); cf. SAN CIPRIANO, Ep. 60, 5. En las inscripciones sepulcrales paleocristianas se invoca a menudo a los mártires y a otros fieles difuntos que se suponía en la gloria, para que intercedan por los vivos y difuntos.

Es improcedente' la objeción, lanzada por los reformadores, de que la invocación a los santos venía a perjudicar la única mediación de Cristo. La razón es clara: la mediación de los santos no es sino secundaria y subordinada a la única mediación de Cristo. Su eficacia radica precisamente en el mérito redentor de Cristo. Por tanto, el culto e invocación de los santos redunda en gloria de Cristo, que, como Dios, dispensa la gracia y, como hombre, la mereció y coopera en la dispensación de la misma. «Veneramos a los siervos para que los resplandores de ese culto glorifiquen al Señor» (SAN JERÓNIMO, Ep. 109, 1) ; cf. Cat. Rom. 111 2, 14.


2. EI culto a las reliquias de los santos

Es lícito y provechoso venerar las reliquias de los santos (de fe).

El culto tributado a las reliquias de los santos es culto relativo de dulía. El concilio de Trento hizo la siguiente declaración : «Los fieles deben también venerar los sagrados cuerpos de los santos mártires y de todos los demás que viven con Cristo» ; Dz 985; cf. Dz 998, 440, 304. La razón para venerarlos es que los cuerpos de los santos fueron miembros vivos de Cristo y templos del Espíritu Santo, y que un día resucitarán y serán glorificados. Además, Dios concede a los hombres por su medio muchos beneficios ; Dz 985. Con el cuerpo y sus partes, son también venerados como reliquias los objetos que estuvieron en contacto físico con los santos.

La declaración del concilio va dirigida contra los reformadores, que juntamente con el culto a los santos rechazaron el culto a sus reliquias como carente de todo fundamento bíblico (cf. LUTERO, Art. Smalcald., P. II, art. 2, n. 22). En la antigüedad cristiana, Vigilancio levantó la voz contra el culto de las reliquias, muy desarrollado ya por aquel entonces.

La Sagrada Escritura no conoce todavía el culto a las reliquias, pero nos ofrece los puntos de partida de los que ha tomado origen dicho culto. Los israelitas, cuando el éxodo de Egipto, llevaron consigo los huesos de José (Ex 13, 19). Por el contacto con Ios huesos de Eliseo, resucitó a la vida un muerto (4 Reg 13, 21). Eliseo obró un milagro con el manto de Elías (4 Reg 2, 13 s). Los cristianos de Efeso aplicaban a los enfermos los pañuelos y delantales del apóstol San Pablo y conseguían su curación y que se vieran libres de los espíritus malignos (Act 19, 12).

El alto aprecio del martirio indujo muy pronto a venerar las reliquias de los mártires. El Martyrium Polycarpi refiere que los cristianos de Esmirna recogieron los huesos del obispo mártir, «más valiosos que las piedras preciosas y más estimables que el oro», y los depositaron en un lugar conveniente (18, 2). «Allí», observa el autor, «nos reuniremos, siempre que sea posible, con júbilo y alegría, y el Señor nos concederá celebrar el natalicio de su martirio» (18, 3). SAN JERÓNIMO refuta la acusación de idolatría que Vigilancio había lanzado contra este culto. Distingue el santo entre el culto de latría y el de dulía, y considera la veneración a las reliquias como culto relativo, encaminado a la persona del mártir (Ep. 109, 1; L. Vigil. 4s); cf. TEODORETO DE CIRO, Graec. affect. curatio 8; SAN JUAN DAMASCENO, De fide orth. Iv 15; S.th. III 25, 6.


3. El culto a las imágenes de los santos

Es lícito y provechoso venerar las imágenes de los santos (de fe).

La veneración tributada a las imágenes de los santos es culto relativo de dulía. El vil concilio universal de Nicea (787), haciendo hincapié en la tradición, declaró contra los iconoclastas (adversarios violentos del culto a las imágenes sagradas) de la iglesia griega que era permitido erigir «venerables y santas imágenes» de Cristo, de la Madre de Dios, de los ángeles y de todos los santos, y tributarles veneración obsequiosa, aunque no la propia y verdadera adoración, que a sólo Dios es debida; porque el honor tributado a una imagen va dirigido al que es representado por ella (SAN BASILIO, De Spiritu S. 18, 45) ; Dz 302. El concilio de Trento renovó estas declaraciones frente a los reformadores, que con el culto a los santos y las reliquias reprobaban también el culto a las imágenes. Insiste de nuevo el concilio en el carácter relativo de semejante veneración : «El honor que se tributa a las imágenes se refiere a los modelos que ellas representan» ; Dz 986; cf. 998.

La prohibición existente en el Antiguo Testamento de construir y venerar imágenes (Ex 20, 4 s), en la cual se basaban los adversarios del culto a las imágenes, tenía por objeto preservar a los israelitas de caer en la idolatría de sus vecinos paganos. Esta prohibición solamente obliga a los cristianos a 'no tributar culto idolátrico a las imágenes. De todas maneras, ya se conocieron en el Antiguo Testamento excepciones de esa prohibición de construir imágenes ; Ex 25, 18 (en el Arca de la Alianza había dos querubines de oro), Num 21, 8 (la serpiente de bronce).

Por efecto de esa prohibición existente en el Antiguo Testamento, vemos que el culto cristiano a las imágenes solamente se forma una vez que el paganismo gentílico está totalmente vencido. El sínodo de Elvira (hacia el 306) prohibió aun que en las casas de Dios se hicieran representaciones gráficas (can. 36). Primitivamente, las imágenes no tenían otra finalidad que la de instruir. La veneración a las mismas (por medio de ósculos, reverencias, cirios encendidos, incensaciones) se desarrolló principalmente en la iglesia griega desde los siglos v al vli. Los iconoclastas de los siglos VIII y ix consideraron este culto como una vuelta al paganismo. Pero, contra ellos, salen en favor de la costumbre eclesiástica de tributar culto a las imágenes San Juan Damasceno (+ 749), los patriarcas de Constantinopla Germán (+ 733) y Nicéforo (+ 829) y el abad Teodoro de Estudión (+ 826). Estos insisten principalmente en el carácter relativo del culto y hacen notar el valor pedagógico de las imágenes sagradas; cf. Dz 1569.

 

§ 24. LA COMUNIÓN DE LOS FIELES DE LA TIERRA Y LOS SANTOS DEL CIELO CON LAS ALMAS DEL PURGATORIO


1. Posibilidad de los sufragios

Los fieles vivos pueden ayudar a las almas del purgatorio por medio de sus intercesiones (sufragios) (de fe).

Por sufragio no sólo se entiende la oración en favor de alguien, sino también las indulgencias, las limosnas y otras obras de piedad, sobre todo la santa misa.

El II concilio universal de Lyón (1274) y el concilio de Florencia (Decretum pro Graecis 1439) definieron, con las mismas palabras: «Para mitigar semejantes penas, les son de provecho [a las almas del purgatorio] los sufragios de los fieles vivos, a saber : las misas, las oraciones y limosnas y otras obras de piedad que suelen hacer los fieles en favor de otros fieles según las disposiciones de la Iglesia» ; Dz 464, 693.

El concilio de Trento, contra los reformadores que negaban el purgatorio, declaró que existe el purgatorio y que las almas detenidas allí pueden ser ayudadas por las oraciones de los fieles v principalmente por el aceptable sacrificio del altar: «animasque ibi detentas fidelium suffragiis, potissimum vero acceptabili altaris sacrificio iuvari» ; Dz 983; cf. Dz 427, 456, 998.

Según 2 Mac 12, 42-46, existía entre los judíos de aquella época la convicción de que podía ayudarse con oraciones y sacrificios a las almas de los que murieron en pecado. A la oración y al sacrificio se les atribuye valor purificativo del pecado. El cristianismo naciente recogió del judaísmo esa fe en la eficacia de los sufragios en favor de los difuntos. San Pablo desea la misericordia de Dios en el día del juicio para su fiel auxiliar Onesíforo, que, según todas las apariencias, ya no se contaba entre los vivos al tiempo de redactarse la segunda carta a Timoteo : «El Señor le dé hallar misericordia en aquel día cerca del Señor» (2 Tim 1, 18).

La tradición es rica en testimonios. Entre los monumentos literarios de la antigüedad, hallamos primeramente las actas apócrifas de Pablo y de Tecla (de fines del siglo 1I), las cuales testimonian la costumbre cristiana de orar por Ios difuntos: la difunta Falconilla suplica la oración de Tecla «para ser trasladada al lugar de los justos». Tecla ora de es'a manera: «Dios del cielo, Hijo del Altísimo, concédele a ella [a Trifena, madre de la difunta], según lo desea, que su hija Falconilla viva en la eternidad» (Acta Pauli et Theclae 28 s). TERTULIANO, además de la oración por los difuntos, da también testimonio del sacrificio eucarístico que se ofrecía por ellos en el aniversario de su óbito (De monogamia 10; De cor. mil. 3; De exhort. cast. 11; cf. SAN CIPRIANO, Ep. 1, 2). SAN CIRILO DE JERUSALÉN hace mención, en su exposición de la misa, de la oración en favor de los difuntos que tiene lugar después de la consagración. Como efecto de la misma señala la reconciliación de los difuntos con Dios (Cat. inyst. 5, 9 s). El que a los fieles difuntos se les pueda ayudar también con limosnas lo testimonian SAN JUAN CRISÓSTOMO (In Phil. hon. 3, 4) y SAN AGUSTÍN (Enchir. 111; Sermo 172, 2, 2). Pero SAN AGUSTÍN advierte que 103 sufragios no aprovechan a todos los difuntos, sino únicamente a aquellos que han vivido de tal suerte que están en situación de que les aprovechen después de la muerte; cf. De cura pro mortuis gerenda 1, 3; Conf. Ix 11-13.

Las inscripciones sepulcrales paleocristianas de los siglos II y III contienen a menudo la súplica de que se haga una oración por los difuntos o el deseo de que obtengan la paz, el refrigerio, la vida en Dios o en Cristo; cf. el epitafio de Abercio de Hierópolis (anterior al 216) : «Quien se entere de esto y sea compañero de la fe, que rece una oración por Abercio» (v. 19).


2. Eficacia de los sufragios

Los sufragios obran de la siguiente manera: Se ofrece a Dios el valor satisfactorio de las buenas obras como compensación por las penas temporales merecidas por los pecados que las almas del purgatorio tienen aún que expiar. El efecto de estos sufragios es la remisión de las penas temporales.. En la oración, hay que añadir además el valor impetratorio. Mientras que la satisfacción funda un título formal ante la justicia divina, la oración se dirige más bien a la misericordia de Dios bajo forma de plegaria. La posibilidad de la satisfacción vicaria se funda en la unidad del cuerpo místico de Cristo, realizada por la gracia y la caridad.

Según la forma en que los sufragios produzcan su efecto satisfactorio, se distinguen las siguientes clases: a) los que obran «ex opere operato»: el santo sacrificio de la misa como sacrificio que Cristo hizo de sí mismo ; b) los que obran «quasi ex opere operato» : que se realizan en nombre de la Iglesia, v.g., las exequias; c) los que obran «ex opere operantes» : las propias buenas obras, v.g., las limosnas. Se supone el estado de gracia.

El más eficaz de todos los sufragios es el santo sacrificio de la misa; cf. Suppl. 71, 3.


3. La intercesión de los santos en favor de las almas del purgatorio

También los santos del cielo pueden ayudar a las almas del purgatorio en su intercesión (sent. común).

En la liturgia de difuntos, la Iglesia ruega a Dios que los difuntos consigan la eterna bieaventuranza «por la intercesión de la bienaventurada siempre virgen María y de todos los santos» («oratio pro defunctis fratribus», etc.). Pero notemos que la intercesión de los santos tiene únicamente valor impetratorio, porque la facultad de satisfacer y merecer se limita al tiempo que dura la existencia terrena.

En los epitafios paleocristianos, vemos que las almas de los difuntos son encomendadas a menudo a los mártires. Para asegurarse el valimiento de éstos, los fieles querían ser enterrados en las cercanías de la tumba de algún mártir. SAN AGUSTÍN, consultado por el obispo Paulino de Nola, da la siguiente respuesta : La cercanía de la tumba de algún mártir, por sí misma, no aprovecha a los difuntos; pero los que quedan en vida se mueven con ello a invocar en sus oraciones la intercesión de aquel santo en favor de las almas de los difuntos (De cura pro mortuis gerenda 4, 6).


4. La intercesión e invocación de las almas del purgatorio

Las almas del purgatorio pueden interceder por otras almas del cuerpo místico (sent. probable).

Como las almas del purgatorio son miembros del cuerpo místico de Cristo, surge la cuestión de si ellas pueden interceder en favor de otras almas del purgatorio o de los fieles de la tierra. La respuesta es afirmativa. En consecuencia, habrá que admitir con Fr. Suárez y R. Belarmino que es posible y lícito invocar la intercesión de las almas del purgatorio.

Los sínodos provinciales de Vienne (1858) y Utrech (1865) enseñan que las almas del purgatorio pueden ayudarnos con su intercesión (Coll. I.ac. v 191, 869). León xui autorizó el año 1889 una oración indulgenciada en la cual se invoca la ayuda de las almas del purgatorio en los peligros del cuerpo y el alma (ASS 22, 743 s). (En las colecciones auténticas de 1937 y 1950 no se ha incluido tal oración.)

Santo Tomás presenta una objeción contra la intercesión e invocación de las almas del purgatorio, y es que ellas no tienen noticia de las oraciones de los fieles de la tierra, y, además, por el estado de castigo en que se hallan, no es admitida su intercesión : «secundum hoc (sc. quantum ad poenas) non sunt in statu orandi, sed magis ut oretur pro eis» (S.th. 2 ii 83, 11 ad 3; cf. 2 II 83, 4 ad 3). Mas, como la Iglesia no ha desaprobado la invocación de las almas del purgatorio, costumbre que está muy difundida entre el pueblo cristiano y que se halla patrocinada por muchos teólogos — la abrogación de la oración indulgenciada que mencionamos antes no significa desaprobación alguna—, no debemos dudar de la posibilidad y licitud de invocarlas. Las almas del purgatorio pueden tener noticia, por revelación divina, de las oraciones de los fieles. No está, sin embargo, permitido tributar culto a las almas del purgatorio.


APÉNDICE: ¿Sufragios en favor de los condenados?

A Ios condenados del infierno no les aprovechan los sufragios, pues no pertenecen al cuerpo místico de Cristo (sent. común).

SAN AGUSTÍN contaba con la posibilidad de que los sufragios hechos en favor de los difuntos lograsen a los condenados una mitigación de sus penas, con tal de que no fueran completamente malos («non valde mali») : «A quienes estos sacrificios [los del altar y las limosnas] aprovechan, les aprovechan de tal suerte que la remisión sea completa o la condenación más tolerable» («aut certe ut tolerabilior fiat ipsa damnatio» ; Enchir. 110). La palabra del salmo 76, 10, según la cual Dios, en su ira, no retira su misericordia, puede entenderse — conforme a la interpretación de SAN AGUSTÍN— en el sentido «de que no pone, sin duda, fin a la pena eterna, pero mitiga temporalmente o interrumpe los tormentos» (non aeterno supplicio finem dando, sed levamen adhibendo vel interponendo cruciatibus» ; Enchir. 112). Según SAN GREGORIO MAGNO, la oración por los condenados «carece de valor ante los ojos del justo Juez» (Dial. iv 44; Moralia xxxly 19, 38). Los teólogos de la escolástica primitiva siguen, la mayor parte de ellos, a San Agustín. En los libros litúrgicos de la temprana edad media se llega incluso a encontrar una missa pro defuncto, de cuius anima dubitatur vel desperatur. En las oraciones de esta misa se pide la mitigación de las penas del infierno en caso de que la persona de que se trate no pueda conseguir la gloria debido a sus graves pecados.

Santo Tomás, siguiendo a San Gregorio, enseña que los sufragios en nada aprovechan a los condenados y que la Iglesia no pretende orar por ellos.