Sección segunda

LA GRACIA HABITUAL


Capítulo primero

PROCESO DE LA JUSTIFICACIÓN



§ 16. CONCEPTO DE JUSTIFICACIÓN


1. El concepto de justificación en los reformadores

El punto de partida de la doctrina de Lutero sobre la justificación es la persuasión de que la naturaleza humana quedó completamente corrompida por el pecado de Adán y de que el pecado original consiste formalmente en la concupiscencia. La justificación la concibe Lutero como un acto judicial (actus forensis) por el cual Dios declara justo al pecador, aun cuando éste siga siendo en su interior injusto y pecador. La justificación, según su faceta negativa, no es una verdadera remisión de los pecados, sino una simple no-imputación o encubrimiento de los mismos. Según su faceta positiva, no es una renovación y santificación internas, sino una mera imputación externa de la justicia de Cristo. La condición subjetiva de la justificación es la fe fiducial, es decir, la confianza del hombre, que va unida con la certidumbre de su salvación, en que Dios misericordioso le perdona los pecados por amor de Cristo; cf. Conf. Aug. y Apol. Conf., art. 4; Art. Smalc., P. ni, art. 13; Formula Concordiae, P. Ii, c. 3.


2. El concepto de justificación en el catolicismo

El concilio de Trento, inspirándose en Col 1, 13, definió la justificación como «traslado del estado en que el hombre nació como hijo dei primer Adán, al estado de gracia y de adopción entre los hijos de Dios por medio del segundo Adán Jesucristo, Salvador nuestro» («translatio ab eo statu, in quo homo nascitur filius primi Adae, in statum gratiae et adoptionis filiorum Dei per secundum Adam Iesum Christum salvatorem nostrum») ; Dz 796. Según su faceta negativa, la justificación es verdadera remisión de los pecados; según su faceta positiva, es una renovación y santificación sobrenatural del hombre interior : «non est sola peccatorum remissio, sed et sanctificatio et renovatio interioris hominis» ; Dz 799. La doctrina de los reformadores sobre el mero cubrimiento o no imputación de los pecados y de la imputación externa de la justicia de Cristo, fue condenada como herética por el concilio de Trento; Dz. 792, 821.

Por lo que respecta a la faceta negativa, diremos que la Sagrada Escritura concibe la remisión de los pecados como verdadera y completa supresión de los mismos, pues emplea las siguientes expresiones : a) delere = borrar (Ps 50, 3 ; Is 43, 25 ; 44, 22; Act 3, 19), auferre o transferre = quitar, apartar de en medio (4 Reg 12, 13, 1 Par 21, 8; Mich 7, 18)', tollere = quitar (Ioh 1, 29), longe facere = alejar (Ps 102, 12) ; b) lavare, abluere = lavar, mundare = purificar (Ps 50, 4 ; Is 1, 16; Ez 36, 25; Act 22, 16; 1 Cor 6, 11; Hebr 1, 3; I Ioh 1, 7); c) remittere o dimittere = remitir, perdonar (Ps 31, 1;84, 3; Mt 9,2 y 6; Lc 7,47s; Ioh 20,23; Mt26,28; Eph 1, 7).

Los pocos textos de la Escritura que hablan de un cubrimiento o no-imputación de los pecados (Ps 31, 1 s ; 84, 3; 2 Cor 5, 19) deben interpretarse a la luz de las expresiones paralelas (remittere en el Ps 31, 1; 84, 3) y de toda la demás doctrina de la Escritura que habla claramente de un verdadero borrarse de los pecados. Prov 10, 12 («El amor cubre todos los delitos») y 1 Petr 4, 8 («El amor cubre muchedumbre de pecados») no se refieren al perdón de los pecados por Dios, sino al perdón recíproco de los hombres.

Según la faceta positiva, la Sagrada Escritura presenta la justificación como regeneración por Dios, es decir, como generación de una nueva vida sobrenatural en aquel que hasta ahora ha sido pecador (Ioh 3, 5; Tit 3, 5 s), como nueva creación (2 Cor 5, 17; Gal 6, 15), como renovación interna (Eph 4, 23 s), como santificación (1 Cor 6, 11), como traslado del estado de muerte al estado de vida (I Ioh 3, 14), del estado de tinieblas al estado de luz (Col 1, 13 ; Eph 5, 8), como asociación permanente del hombre con Dios (Ioh 14, 23; 15, 5), como participación de la divina naturaleza (2 Petr 1, 4 : «divinae consortes naturae»). Cuando San Pablo afirma que Cristo se hizo nuestra justicia (1 Cor 1, 30; cf. Rom 5, 18), quiere expresar tan sólo que Él fue la causa meritoria de nuestra justificación.

Los padres conciben la remisión de los pecados como verdadero perdón y desaparición de los mismos. SAN AGUSTÍN protesta contra la adulteración que los pelagianos hacían de su doctrina achacándole que, según él, el bautismo no quitaba completamente los pecados, sino que no hacía en cierto modo más que «rasparlos»: «Dicimus baptisma dare omnium indulgentiam peccatorum et auf erre crimina, non radere» (Contra duas ep. Pelag. i 13, 26). La santificación que tiene lugar por la justificación es designada frecuentemente por los padres como deificación (OetcaatS, deificatio). SAN AGUSTÍN comenta que la iustitia Dei de que nos habla San Pablo no es aquella justicia con la que Dios es justo, sino aquella otra con la que Él nos hace justos a nosotros (cf. Dz 799) ; y es llamada precisamente justicia de Dios por ser Dios quien nos la da (De gratia Christi 13, 14).

Es incompatible con la veracidad y santidad divina el que Dios declare justo al pecador si éste sigue internamente en pecado.

 

§ 17. LAS CAUSAS DE LA JUSTIFICACIÓN

El concilio de Trento (Dz 799) determina las siguientes causas de la justificación :

1. La causa final (causa finalis) es la gloria de Dios y de Cristo (c. f. primaria) y la vida eterna de los hombres (c. f. secundaria).

2. La causa eficiente (causa efficiens), más en concreto : 'la causa eficiente principal (c. e. principalis) es el Dios misericordioso.

3. La causa meritoria (causa meritoria) es Jesucristo, que, en su calidad de mediador entre Dios y los hombres, dio satisfacción por nosotros y nos mereció la gracia de la justificación.

4. La causa instrumental (causa instrumentalis) de la primera justificación es el sacramento del bautismo. Y añade la definición del concilio : «quod est sacramentum fidei, sine qua nulli unquam contigit iustificatio». Con ello nos propone la fe como condición necesaria (causa dispositiva) para la justificación (de los adultos).

5. La causa formal (causa formalis) es la justicia de Dios, no aquella por la cual Dios es justo, sino aquella otra por la cual nos hace justos a nosotros («iustitia Dei, non qua ipse iustus est, sed qua nos iustos facit»), es decir, la gracia santificante ; cf. Dz 820.

Según doctrina del concilio de Trento, la gracia santificante es la única causa formal de la justificación (unica formalis causa). Ello quiere decir que la infusión de la gracia santificante opera la remisión de los pecados y la santificación interna. De esta manera, el concilio rechaza la doctrina defendida por algunos reformadores (Calvino, Martín Butzer) y también por algunos teólogos católicos (Girolamo Seripando, Gasparo Contarini, Albert Pighius, Johann Gropper), según la cual existiría una doble justicia: la remisión de los pecados tendría lugar por la justicia de Cristo, imputada a nosotros; y la positiva justificación por medio de una justicia inherente al alma.

Según nos enseña la Sagrada Escritura, la gracia y el pecado se hallan en oposición contraria como la luz y las tinieblas, como la vida y la muerte. Por eso, la comunicación de la gracia opera necesariamente la remisión de los pecados; cf. 2 Cor 6, 14: «Qué consorcio hay entre la justicia y la iniquidad? ¿Qué comunidad entre la luz y las tinieblas?» ; Col 2, 13 : «Y a vosotros, que estabais muertos por vuestros delitos... os vivificó con Él [con Cristo]» ; cf. 1 Ioh 3, 14; S.th. I II 113, 6 ad 2.

 

§ 18. LA PREPARACIÓN PARA LA JUSTIFICACIÓN


1. Posibilidad y necesidad de la preparación

El pecador, con la ayuda de la gracia actual, puede y debe disponerse para recibir la gracia de la justificación (de fe).

Los reformadores negaron que fuera posible y necesario prepararse para la justificación, pues partían del supuesto de que la voluntad del hombre es incapaz de cualquier bien, ya que la naturaleza humana se halla totalmente corrompida por el pecado de Adán. Frente a esta doctrina, declaró el concilio de Trento : «Si quis dixerit... nulla ex parte necesse esse, eum (sc. impium) suae voluntatis motu praeparari atque disponi», a. s. ; Dz 819; cf. Dz 797 ss, 814, 817.

El concilio (Dz 797) cita como prueba a Zach 1, 3: «Convertíos a mí y yo me convertiré a vosotros», y Thren 5, 21: «Conviértenos a ti, oh Señor, y nos convertiremos». El primer lugar citado acentúa la libertad del movimiento de nuestra voluntad hacia Dias, el segundo pone de relieve la necesidad de la gracia preveniente de Dias ; cf. las numerosas exhortaciones, que dirige la Escritura del Antiguo y del Nuevo Testamento, para que el pueblo haga penitencia y se convierta.

Las costumbres que en la Iglesia primitiva se seguían con respecto a los catecúmenos y penitentes tenían por fin lograr una preparación muy intensa para recibir la gracia de la justificación. SAN AGUSTÍN enseña: «Quien te creó sin ti, no te justifica sin ti. Quiero decir que Dios te creó sin que tú lo supieras, pero no te justifica si no prestas el consentimiento de tu voluntad» (Sermo 169, 11, 13) ; cf. S.th. I u 113, 3.


2. La fe y la justificación

Sin la fe no es posible la justificación de un adulto (de fe).

Según doctrina del concilio de Trento, la fe «es el comienzo de la salvación del hombre, el fundamento y raíz de toda justificación» : «per fidem iustificari dicimur, quia fides est humanae salutis initium, fundamentum et radix omnis iustificationis» ; Dz 801; cf. Dz 799: «sine qua (sc. fide) nulli unquam contigit iustificatio» ; de igual tenor es Dz 1793.

Por lo que respecta al objeto de la fe justificante, no basta la llamada fe fiducial, antes bien se necesita la fe teológica o dogmática (fe confesional), que consiste en admitir como verdadera la doctrina revelada por la autoridad de Dias que la revela. El tridentino declara: «Si quis dixerit, fidem iustificantem nihil aliud esse quam fiduciam divinae misericordiae...» a. s.; Dz 822; cf. Dz 798 : «credentes vera esse, quae divinitus revelata et promissa sunt» ; Dz 1789 (definición de fe).

Según testimonio de la Escritura, la fe, y por cierto la fe dogmática, es la condición indispensable para alcanzar la salvación eterna ; Mc 16, 16: «Predicad el Evangelio a toda criatura. El que creyere y fuere bautizado, se salvará ; mas el que no creyere, se condenará» ; Ioh 20, 31: «Estas cosas fueron escritas para que creáis que Jesús es el Mesías, Hijo de Dias, y para que creyendo tengáis vida en su nombre» ; Hebr 11, 6 : «Sin la fe es imposible agradar a Dios. Que es preciso que quien se acerque a Dias crea que existe y que es remunerador de los que le buscan» ; cf. Mc 1, 15 ; Ioh 3, 14 ss ; 8, 24; 11, 26 ; Rom 10, 8 ss.

Los textos de la Escritura citados por los adversarios, y que acentúan intensamente el elemento (le la confianza (Rom 4, 3 ss ; Mt 9, 2; Lc 17, 19; 7, 50; Hebr 11, 1), no excluyen la fe dogmática; pues la confianza en la misericordia divina es consecuencia necesaria de la fe en la verdad de la revelación divina.

Una prueba verdaderamente patrística de la necesidad de la fe dogmática para la justificación es la instrucción que se daba a los catecúmenos en las verdades de la fe cristiana y la recitación de la confesión de fe antes de recibir el bautismo. TERTULIANO designa al bautismo como sello de la fe confesada antes de su recepción («obsignatio fidei, signaculum fidei» ; De paenit. 6; De spect. 24). SAN AGUSTÍN dice: «El comienzo de la buena vida, a la cual se le debe también la vida eterna, es la fe recta» (Sermo 43, 1, 1).


3. Necesidad de otros actos dispositivos además de la fe

A la fe hay que añadir, además, otros actos dispositivos (de fe).

Según la doctrina de los reformadores, la fe (entendida como fe fiducial) es la única causa de la justificación (doctrina de la «sola fides»). En contra de ella, el concilio de Trento declaró que, además de la fe, se requieren otros actos dispositivos (Dz 819). Como tales se citan el temor de la justicia divina, la confianza en la misericordia de Dios por los méritos de Cristo, el comienzo del amor de Dios, el odio y aborrecimiento al pecado y el propósito de recibir e; bautismo y de comenzar nueva vida. El concilio va describiendo el curso psicológico que ordinariamente sigue el proceso de la justificación, sin definir con ello que necesariamente han de darse todos y cada uno de los actos indicados en esta serie o que no pudieran darse también otros. Así como la fe no, puede faltar nunca por ser el comienzo de la salvación, de la misma manera no puede faltar tampoco el arrepentimiento por los pecados cometidos, pues no es posible el perdón de los pecados sin una interna aversión de los mismos; Dz 798; cf. Dz 897.

La Sagrada Escritura exige, además de lá fe, otros actos dispositivos; v.g., el temor de Dios (Eccli 1, 27; Prov 14, 27), la esperanza (Eccli 2, 9), el amor a Dias (I,c 7, 47 ; 1 Ioh 3, 14), el arrepentimiento y la penitencia (Ez 18, 30 ; 33, 11 ; Mt 4, 17 ; Act 2, 38 ; 3, 19).

Pablo y Santiago. Cuando San Pablo enseña que somos justificados por la fe sin las obras de la ley (Rom 3, 28: «Pues tenemos la convicción de que el hombre es justificado por la fe sin las obras de la ley» ; cf. Gal 2, 16), entiende por fe la fe viva que obra por la caridad (Gal 5, 6), y por obras las de la ley mosaica (v.g., la circuncisión), y por justificación la purificación y santificación interna del pecador no-cristiano gracias a la recepción de la fe cristiana. Cuando Santiago, en aparente contradicción, enseña que somos justificados por las obras y no solamente por la fe (Iac 2, 24: «Vosotros veis que el hombre es justificado por las obras y no solamente por la fe»), entiende por fe la fe muerta (Iac 2, 17; cf. Mt 7, 21), por obras las obras buenas que brotan de la fe cristiana, y por justificación el que el cristiano sea declarado justo ante el tribunal de Dios. San Pablo se dirige a cristianos judaizantes, que hacían alarde de las obras de la ley; de ahí que acentúe el valor de la fe. Santiago se dirige a cristianos tibios; de ahí que acentúe el valor de las buenas obras. Pero ambos están de acuerdo en pedir una fe viva y activa.

Los santos padres, en armonía con las costumbres relativas a los catecúmeno,,, enseñan que la fe sola no basta para la justificación. SAN AGUSTÍN dice: «Sin la caridad puede ciertamente existir la fe, pero en nada aprovecha» (De Trin. xv 18, 32); cf. S.th. i 11 113, 5.

 

Capítulo segundo

EL ESTADO DE JUSTIFICACIÓN

 

§ 19. LA ESENCIA DE LA GRACIA SANTIFICANTE


1. Definición ontológica de la gracia santificante

a) La gracia santificante es un don realmente distinto de Dios, creado y sobrenatural (sent. próxima a la fe).

Según la sentencia de PEDRO LOMBARDO (Sent. i d. 17), la gracia de la justificación no es una gracia creada, sino el mismo Espíritu Santo increado, que habita en el alma del justo y obra inmediatamente por sí mismo («non mediante aliquo habitu») los actos del amor a Dios y al prójimo; cf. S.th. 2 ir 23, 2.

La definición tridentina de la gracia de justificación como «justicia de Dios, no aquella por la cuál Dios es justo, sino aquella otra por la cual nos hace justos» (Dz 799), excluye la identidad de la gracia santificante con el Espíritu Santo. El Espíritu Santo no es causa formal, sino eficiente de la justificación. Según Rom 5, 5: «El amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo, que nos ha sido dado» ; el Espíritu Santo nos comunica el amor a Dios, que nos ha sido donado con la justificación, y es, por lo tanto, un don distinto de la gracia de justificación, como es distinto el donador del don que hace.

b) La gracia santificante es un ser sobrenatural infundido por Dios e inherente al alma de modo permanente (sent. cierta).

Según la sentencia de los nominalistas, la gracia de justificación es la benevolencia permanente de Dios, por la cual perdona los pecados al pecador en atención a los méritos de Cristo, y le confiere las gracias actuales necesarias para que éste realice su salvación. De forma parecida, Lutero define la gracia de justificación como benignidad de Dios para con el pecador, que se manifiesta en la no-imputación de los pecados y en la imputación de la justicia de Cristo.

Las expresiones usadas por el concilio de Trento, «diffunditur, infunditur, inhaeret» (Dz 800, 809, 821), indican que la gracia de justificación es un estado permanente del justificado. El Catecismo Romano, redactado por encargo del concilio de Trento, designa a la gracia santificante como «una cualidad divina, inherente al alma», «divina qualitas in anima inhaerens» ; II 2, 49). Se infiere también que la gracia de justificación es una gracia permanente y habitual en el justo, de la justificación de los niños que no han llegado al uso de razón ; cf. Dz 410, 483, 790 ss.

La Sagrada Escritura presenta el estado de justificación como la existencia de una simiente divina en el hombre (1 Ioh 3, 9: «Quien ha nacido de Dios no peca, porque la simiente de Dios está en él»), corno unción, sello y prenda del Espíritu Santo (2 Cor 1, 21 s), como participación de la divina naturaleza (2 Petr 1, 4), como vida eterna (Ioh 3, 15 s y passim). La Escritura designa también a la justificación como regeneración (Ioh 3, 5; Tit 3, 5), como nueva creación (2 Cor 5, 17; Gal 6, 15), como renovación interna (Eph 4, 23 s). Estas distintas expresiones no pueden referirse a los influjos transitorios de Dios sobre el alma con el fin de lograr la realización de actos saludables, sino que exigen para su recta inteligencia que exista en el alma un ser sobrenatural, permanente e inherente a ella. La nueva vida sobrenatural que se verifica en el justo presupone la existencia de un principio vital sobrenatural que sea permanente.

SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA designa a la gracia de justificación corno «cualidad» (notóT7N), que nos santifica (Horn. pasch. 10, 2), o como «cierta forma divina» (9cíav Ttva r6ppwßty) que el Espíritu Santo infunde en nosotros (In Is. iv 2); cf. S.th. i II 110, 2.

c) La gracia santificante no es sustancia, sino accidente real, inherente en la sustancia del alma (sent. cierta).

El concilio de Trento usa la expresión «inhaerere» (Dz 800, 809, 821), que designa la categoría de accidente.

Como estado o condición del alma, la gracia santificante entra más en concreto dentro de la categoria de cualidad; y, como cualidad permanente, dentro de la especie de hábito. Como la gracia santificante perfecciona inmediatamente la sustancia del alma y sólo se refiere de manera mediata a la operación, es designada como «habitus entitativus» (a diferencia del «habitus operativus»). Por el modo con que se origina, el «habitus» de la gracia santificante es designado como «habitus infusus» (a diferencia del «habitus innatus» y del «habitus acquisitus»).

d) La gracia santificante es realmente distinta de la caridad (sent. más común).

Según doctrina de Santo Tomás y su escuela, la gracia santificante, como perfección de la sustancia del alma («habitus entitativus»), es realmente distinta de la caridad, que es perfección de la potencia volitiva ((habitus operativus»). Los escotistas definen la gracia como hábito operativo realmente idéntico con la caridad, y no admiten, por tanto, más que una distinción virtual entre la gracia y la caridad. El concilio de Trento no zanjó esta cuestión. Mientras que en un lugar (Dz 821) el citado concilio distingue entre gracia y caridad («exclusa gratia et caritate»), en otro lugar no habla más que de la infusión de la caridad (Dz 800) siguiendo la expresión de Rom 5, 5. En favor de la sentencia tomista habla principalmente la analogía del orden sobrenatural con el orden natural. Ella insinúa que la dotación sobrenatural de la sustancia del alma es realmente distinta de la dotación sobrenatural de las potencias anímicas, como la sustancia del alma es realmente distinta de las potencias anímicas ; cf. S.th. i n 110, 3-4.


2. Definición teológica de la gracia santificante

a) La gracia santificante establece una participación de la divina naturaleza (sent. cierta).

La Iglesia reza en el ofertorio de la santa misa: «Concédenos, por el misterio de esta agua y vino, que participemos de la divinidad de Aquel que se dignó participar de nuestra humanidad». De manera parecida ora en el prefacio de la festividad de la Ascensión : «Fue recibido en los cielos para hacernos partícipes de su divinidad» ; cf. Dz 1021.

Según 2 Petr 1, 4, el cristiano es elevado a la participación de la divina naturaleza : «Por ellas [por su gloria y virtud] nos ha dado [Dios] sus preciosas y grandísimas promesas, para que por ellas fueseis hechos partícipes de la naturaleza divina.» También los textos escriturísticos, que nos hablan de la justificación como de una generación o nacimiento obrado por Dios (Ioh 1, 12 s ; 3, 5 ; 1 Ioh 3, 1 y 9; Tit 3, 5 ; Iac 1, 18; 1 Petr 1, 23), enseñan indirectamente que el hombre es hecho partícipe de la divina naturaleza, porque la generación consiste precisamente en que el engendrador comunica su naturaleza al engendrado.

De estos textos citados y de otros (Ps 81, 1 y 6; Ioh 10, 34 s) sacaron los padres la doctrina de la deificación (0eícaatg, deificatio) del hombre por la gracia. Era firme convicción de los padres que Dios se había hecho hombre para que 'el hombre se hiciera Dios, es decir, para deificarlo; cf. SAN ATANAStO, Or. de incarn. Verbi 54: «El Logos se hizo hombre para que nosotros nos hiciéramos Dios [nos deificáramos] ». De forma parecida se expresa en C. Arianos or. i 38 s. El SEUDO-AGUSTÍN dice en Sermo 128, 1: «Factus est Deus horno, ut horno fieret Deus.» El SEUDO-DIoNiSIO comenta que la deificación es «la asimilación y unión mayor posible con Dios» (De ercl. hier. 1, 3).

b) A propósito de la manera de verificarse nuestra participación de la divina naturaleza, conviene evitar dos extremos reprensibles.

a') No debemos entenderla en sentido panteístico, como si la sustancia del alma se transformara en la divinidad. A pesar de tal participación, seguirá existiendo una distancia infinita entre el Creador y la criatura ; Dz 433, 510, 1225.

b') No hay que entenderla tampoco como una mera asociación moral con Dios, que consistiera en la imitación de sus perfecciones morales; algo análogo a como los pecadores son «hijos del diablo» (Ioh 8, 44).

c') Positivamente, constituye una comunión física del hombre con Dios. Ésta consiste en una unión accidental, efectuada por medio de un don creado por Dios, don que asimila y une al alma éon Dios de una manera que sobrepuja a todas las fuerzas creadas. El hombre, que, por naturaleza, es en su cuerpo, en cuanto realización de una idea divina, un vestigio de Dios (vestigium Dei), y en su espíritu, en cuanto imagen del espíritu divino, una imagen de Dios (imago Dei), pasa a ser ahora semejanza de Dios (similitudo Dei), es decir, es elevado a un grado superior y sobrenatural de asimilación con Dios; cf. S.th. ttt 2, 10 ad 1: «gratia, quae est accidens, est quaedam similitudo divinitatis participata in homine».

La semejanza sobrenatural con Dios es designada por Ripalda como asimilación con la santidad de Dios, y mejor aún la define Suárez como asimilación con la espiritualidad de Dios. Así como la espiritualidad constituye para Dios el principio de la vida divina, que es conocimiento y amor divino de sí mismo, así también la gracia santificante, como participación de tal espiritualidad, es el principio de la vida divina en el hombre dotado de gracia.

c) La asimilación sobrenatural con Dios, fundada en la tierra por la gracia santificante, se consumará en la vida futura por la visión beatífica de Dios, es decir, por la participación del conocimiento que Dios tiene de sí mismo y por la felicidad que de tal conocimiento rebosa. La gracia y la gloria guardan entre sí la relación de simiente y fruto. La gracia es el principio de la gloria (gloria inchoata), la gloria es la consumación de la gracia (gratia consummata); cf. S.th. 2 n 24, 3 ad 2: «gratia et gloria ad idem genus referuntur, quia gratia nihil est aliud quam quaedam inchoatio gloriae in nobis». La Sagrada Escritura da testimonio de la identidad esencial entre la gracia y la gloria cuando enseña que el justo lleva ya en sí la vida eterna; cf. loh 3, 15; 3, 36; 4, 14; 6, 54.

 

§ 20. Los EFECTOS FORMALES DE LA GRACIA SANTIFICANTE


1. Santificación del alma

La gracia santificante santifica el alma (de fe).

Según doctrina del concilio de Trento, la justificación es una «santificación y renovación del hombre interior» («sanctificatio et renovatio interioris hominis» ; Dz 799). San Pablo escribía a los fieles de Corinto : «Habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios» (1 Cor 6, 11). A los cristianos les llama «santos» (cf. los exordios de las cartas) exhortándoles de esta manera : «Vestíos del hombre nuevo, creado según Dios en justicia y santidad verdaderas» (Eph 4, 24).

La santidad comprende, negativamente, el verse libre de pecado grave y, positivamente, la unión sobrenatural permanente con Dios.


2. Hermosura del alma

La gracia santificante confiere al alma una hermosura sobrenatural (sent. común).

El Catecismo Romano nos dice, a propósito de la gracia santificante: «La gracia es... por decirlo así, cierta luz y destello que borra todas las manchas de nuestras almas haciéndolas más hermosas y resplandecientes» (11 2, 49).

Los santos padres ven en la esposa del Cantar de los Cantares un símbolo del alma adornada por la gracia. SANTO Tomás afirma : «Gratia divina pulchrificat sicut lux» (In Ps. 25, 8).

Como participación de la naturaleza divina, la gracia santificante crea en el alma un trasunto de la hermosura increada de Dios, formándola según la imagen del Hijo de Dios (Rom 8, 29; Gal 4, 19); el cual es el esplendor de la gloria de Dios y la imagen de su sustancia (Hebr 1, 3).


3. Amistad con Dios

La gracia santificante convierte al justo en amigo de Dios (de fe).

Según doctrina del concilio de Trento, el hombre, por la justificación, se convierte «de injusto en justo y de enemigo en amigo [de Dios]» («ex inimico amicus» ; Dz 799) ; cf. Dz 803: «amici Dei ac domestici facti». Jesús dijo a los apóstoles : «Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que os mando. Ya no os Llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor ; pero os digo amigos, porque todo lo que oí de mi Padre os lo he dado a conocer» (Ioh 15, 14 s) ; cf. Sap 7, 14; Eph 2, 19; Rom 5, 10.

SAN JUAN CRISÓSTOMO dice de la fe justificante: «Ella te encontró muerto, perdido, prisionero, enemigo, y te convirtió en amigo, hijo, libre, justo, coheredero» (In ep. ad Rom. hom. 14, 6).

El amor de amistad, como nos enseña Santo Tomás siguiendo la doctrina de ARISTÓTELES (Ethica Nic. vIiI 2-4), es un amor recíproco de benevolencia que se funda en algo común (S.th. 2 II 23, 1). La base de la amistad con Dios es la participación de la divina naturaleza («consortium divinae naturae») que Dios concede al justo. La virtud teologal de la caridad, unida inseparablemente con el estado de gracia, hace capaz al justo de responder con amor recíproco al amor de benevolencia que Dios le muestra.


4. Filiación divina

La gracia santificante convierte al justo en hijo de Dios y le confiere el título a la herencia del cielo (de fe).

Según doctrina del concilio de Trento, la justificación es «un traslado al estado de gracia y de adopción de hijos de Dios» («translatio... in statum gratiae et adoptionis filiorum Dei» ; Dz 796). El justo es «heredero de la vida eterna esperada» («haeres secundum spem vitae aeternae» ; Tit 3, 7; Dz 799). La Sagrada Escritura presenta el estado de justificación como una relación filial del' hombre con respecto a Dios ; Rom 8, 15 ss : «No habéis recibido el espíritu de siervos para recaer en el temor, antes habéis recibido el espíritu de adopción, por el cual clamamos : ¡ Abba, Padre ! El Espíritu mismo da testimonio con nuestro espíritu de que somos hijos de Dios, y si hijos, también herederos, herederos de Dios, coherederos de Cristo», cf. Gal 4, 5 ss ; Ioh 1, 12s; Ioh 3, 1, 2 y 9.

La adopción es la acción de tomar graciosamente a una persona extraña como hijo y heredero ("personae extraneae in filium et heredem gratuita assumptio»). Mientras que la adopción humana presupone la comunidad de naturaleza entre el que adopta y el que es adoptado, y no establece sino un vínculo moral y jurídico entre ambos, en la adopción divina se verifica la comunicación de una vida sobrenatural y deiforme, una generación análoga (Ioh 1, 13; 3, 3 ss), que establece una comunión física del hijo adoptivo con Dios. Prototipo de la filiación divina adoptiva es la filiación divina cíe Jesucristo, que descansa en la generación natural y eterna por parte del Padre y que es, por tanto, verdadera filiación natural ; Rom 8, 28: «Para que sea el primogénito entre muchos hermanos» ; cf. S.th. III 23, 1.


5. Inhabitación del Espíritu Santo

La gracia santificante convierte al justo en templo del Espíritu Santo (sent. cierta).

El Espíritu Santo habita en el alma del justo no sólo por medio de la gracia creada, sino también con su sustancia increada y divina («inhabitatio substantialis sive personalis») ; cf. Dz 898, 1015. La Sagrada Escritura da testimonio del hecho de la inhabitación personal del Espíritu Santo; 1 Cor 3, 16: «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?» ; cf. Rom 5, 5; 8, 11;1Car6,19.

Los padres testimonian esta doctrina claramente contenida en la Escritura; cf. SAN IRENEO, Adv. haer. v 6, 1 s. Contra los macedonianos, prueban la divinidad del Espíritu Santo por su inhabitación personal en los justos; cf. SAN ATANASIO, Ep. ad Serap. 1, 24.

La inhabitación personal del Espíritu Santo no tiene como consecuencia la unión sustancial, sino sólo accidental, del mismo con el alma del justo. Como la inhabitación del Espíritu Santo es una operación de Dios hacia el exterior y las operaciones de Dios hacia el exterior son comunes a las tres divinas personas, resulta que la inhabitación del Espíritu Santo coincide con la de las tres divinas personas. Tal inhabitación, por ser manifestación del amor divino, es atribuida al Espíritu Santo, que es el Amor personal del Padre y del Hijo. La Sagrada Escritura nos habla también de la inhabitacióu del Padre y del Hijo; Ioh 14, 23: «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y en él haremos morada» ; 2 Cor 6, 16: «Sois templo de Dios vivo.»

Algunos teólogos (Petavio, Passaglia, Hurter, Scheeben, Schell) enseñan, por influjo de los padres griegos, que además de la inhabitación de toda la Trinidad existe otra inhabitación especial, no apropiada, del Espíritu Santo, que es distinta de la otra anterior y conviene exclusivamente a la tercera persona. Pero esta sentencia es difícilmente compaginable con la unidad de la operación divina al exterior.


§ 21.
EL SEQUITO DE LA GRACIA SANTIFICANTE

Con la gracia santificante van unidos unos dones sobrenaturales, realmente distintos de ella, pero que se hallan en íntima conexión con la misma. Siguiendo ,la expresión del Catecismo Romano, se dice que constituyen el séquito de la gracia santificante : «Acompaña a la gracia santificante el más noble cortejo de todas las virtudes («nobilissimus omnium virtutum comitatus»), que Dios infunde en el alma al mismo tiempo que la gracia santificante» (LI 2, 50).


1. Las virtudes teologales

Con la gracia santificante se infunden en el alma las tres virtudes teologales o divinas de la fe, la esperanza y la caridad (de fe).

El concilio de Trento enseña : «En la justificación, el hombre, por hallarse incorporado a Cristo, recibe, junto con la remisión de los pecados, la fe, la esperanza y la caridad» ; Dz 800. Se conceden las mencionadas virtudes en cuanto al hábito, es decir, como disposiciones, no como actos. La expresión «infundir» (infundere) significa la comunicación de un hábito. A propósito de la caridad, advierte el concilio expresamente que es derramada por el Espíritu Santo sobre los corazones de los hombres y se hace inherente a ellos, es decir, permanece en los mismos como un estado; Dz 821: «quae (sc. caritas) in cordibus eorum per Spiritum Sanctum diffundatur atque illis inhaereat».

La declaración del concilio se funda ante todo en Rom 5, 5: «El amor de Dios se ha derramado en nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo, que nos ha sido dado» ; cf. 1 Cor 13, 8: «La caridad no pasa jamás.» Lo mismo que la caridad, constituyen también la fe y la esperanza un estado permanente del justo; 1 Cor 13, 13 : «Ahora permanecen estas tres cosas : la fe, la esperanza y la caridad».

SAN JUAN CRISÓSTOMO comenta a propósito de los efectos del bautismo: «Tú tienes la fe, la esperanza y la caridad, que permanecen. Foméntalas; ellas son algo más grande que las señales [= los milagros]. Nada hay comparable a la caridad» (In actos Apost. hont. 40, 2).

Aunque la virtud infusa de la caridad no se identifique realmente con la gracia santificante, como enseñan los escotistas, sin embargo, se hallan las dos unidas por una vinculación indisoluble. El hábito de la caridad se infunde al mismo tiempo que la gracia y se pierde con ella; cf. Dz 1031 s. Los hábitos de la fe y de la esperanza son separables de la gracia santificante. No se pierden por cada pecado mortal, como ocurre con la gracia y la caridad, sino únicamente por los pecados que van contra la misma naturaleza de estas virtudes, a saber: la fe por el pecado de incredulidad y la esperanza por el de incredulidad y desesperación; cf. Dz 808, 838. Por ser la fe y la esperanza separables de la gracia y la caridad, suponen varios teólogos (v.g., Suárez) que estas virtudes son infundidas como virtudes informes antes de la justificación, siempre que haya disposición suficiente. Esta sentencia no se halla en contradicción con la doctrina del concilio de Trento (Dz 800: simul infusa), pues el tridentino se refiere únicamente a la fides formata y a la spes formata.


2. Las virtudes morales

Con la gracia santificante se infunden también las virtudes morales (sent. común).

El concilio de Vienne (1311/12) se refiere, en términos generales, sin restringirse a las virtudes teologales, a la infusión de las virtudes y ala gracia informante en cuanto al hábito : «virtutes ac informans gratia infunduntur quoad habitum» ; Dz 483. El Catecismo Romano (II 2, 50) habla del «nobilísimo cortejo de todas las virtudes».

De la Sagrada Escritura no podemos tomar ningún argumento cierto en favor de la infusión de las virtudes morales; pero '.a vemos sugerida en Sap 8, 7 (las cuatro virtudes cardinales son la dote de la sabiduría divina), en Ez 11, 19 s (seguir los mandamientos del Señor es un fruto del «corazón» nuevo) y, sobre todo, en 2 Petr 1, 4 ss, donde, además de la participación en la divina naturaleza, se cita otra serie de dones (fe, energía, conocimiento, moderación, paciencia, piedad, fraternidad, amor de Dios). San Agustín habla de las cuatro virtudes cardinales, a las que se reducen todas las demás virtudes morales : «Estas virtudes se nos dan al presente, en este valle de lágrimas, por la gracia de Dios» (Enarr. in Ps. 83, 11) ; cf. SAN AGUSTÍN, In ep. 1. l oh. tr. 8, 1; S.th. I II 63, 3.


3. Los dones del Espíritu Santo

Con la gracia santificante se nos infunden también los dones del Espíritu Santo (sent. común).

El fundamento bíblico es Is 11, 2 s, donde se describen los dones espirituales del` futuro Mesías : «Sobre É1 reposa el espíritu de Yahvé, espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de entendimiento y de temor de Yahvé. Y en el temor de Yahvé tiene Él su complacencia» (Set. y Vulg. : «... espíritu de entendimiento y de piedad [súaéßsLa, pietas], [3] y le llenará el espíritu de temor del Señor»). El texto hebreo enumera seis dones además del Espíritu de Yahvé ; la versión de los Setenta y la Vulgata enumeran siete, porque el' concepto de «temor de Yahvé» lo traducen de manera diversa en los vv 2 y 3. No es esencial el número de siete, que se deriva de la versión de los Setenta. La liturgia, los padres (v.g., SAN AMBROSIO, De sacramentis In 2, 8; De mysteriis 7, 42) y los teólogos han deducido de este texto que los dones mencionados en él se conceden a todos los justos, pues todos ellos son conformes con la imagen de Cristo (Rom 8, 29) ; cf. cl rito de la confirmación y los himnos litúrgicos Veni Sancte Spiritus y Veni Creator Spiritus, así como la encíclica de LEÓN XIII Divinum illud, que trata del Espíritu Santo (1897).

Reina bastante incertidumbre acerca de la esencia de los dones del Espíritu Santo y de su relación con las virtudes infusas. Según doctrina de Santo Tomás que hoy día tiene casi universal aceptación, los dones del Espíritu Santo son disposiciones (hábitós) de las potencias anímicas que tienen carácter sobrenatural y permanente y que son realmente distintas de las virtudes infusas. Por medio de estas disposiciones el hombre se sitúa en el estado de poder seguir con facilidad y alegría los impulsos del Espíritu Santo : «dona sunt quidam habitus perficientes hominem ad hoc, quod prompte sequatur instinctum Spiritus Sancti» (S.th. 1 II 68, 4).

Los dones del Espíritu Santo se refieren, en parte, al entendimiento (sabiduría, ciencia, entendimiento, consejo) y, en parte. a la voluntad (fortaleza, piedad, temor del Señor). Se distinguen de las virtudes infusas porque el principio motor en éstas son las potencias del alma dotadas sobrenaturalmente, mientras que el principio motor de los dones es inmediatamente el Espíritu Santo. Las virtudes nos capacitan para los actos ordinarios de la ascesis cristiana, mientras que los dones del Espíritu Santo nos capacitan para actos extraordinarios y heroicos. Los dones se distinguen de los carismas porque aquéllos se conceden para salvación del que los recibe y se infunden siempre con la justificación, cosa que no ocurre con los carismas; cf. S.th. I ]I 68, 1-8.

 

§ 22. PROPIEDADES DEL ESTADO DE GRACIA


1. Incertidumbre

Sin especial revelación divina, nadie puede saber con certeza de fe si se encuentra en estado de gracia (de fe).

Contra la doctrina de los reformadores según la cual el justo posee certidumbre de fe, que no admite duda, sobre el logro de la justificación, declaró el concilio de Trento : «Si alguien considera su propia debilidad y su deficiente disposición, puede abrigar temor y recelo respecto de su estado de gracia, puesto que nadie es capaz de saber con certeza de fe no sujeta a error si ha alcanzado la gracia de Dios» ; Dz 802.

La Sagrada Escritura da testimonio de la incertidumbre del estado de gracia ; 1 Cor 4, 4: «Cierto que de nada me arguye la conciencia, mas no por eso me creo justificado»; Phil 2, 12: «Trabajad por vuestra salud con temor y temblor» ; cf. 1 Cor 9, 27.

La razón para esa incertidumbre en torno al estado de gracia radica precisamente en que nadie, sin revelación especial, puede saber con certeza de fe si se han cumplido todas las condiciones necesarias para alcanzar la justificación. Sin embargo, esa imposibilidad de conseguir una certidumbre de fe no excluye la certeza moral, que se apoya en el testimonio de la propia conciencia; cf. S.th. I II 112, 5.


2. Desigualdad

La medida de la gracia de justificación que los justos reciben no es en todos la misma (de fe).

La gracia recibida podemos acrecentarla por medio de buenas obras (de fe).

Como los reformadores hacían consistir la justificación según su faceta positiva en la imputación externa de .la justicia de Cristo, tenían que afirmar lógicamente que la justificación era en todos los justos la misma. Frente a semejante afirmación, el concilio de Trento declaró que la medida de la gracia de justificación que los justos reciben es distinta en todos ellos según la medida de la libre adjudicación que Dios les haya hecho y de la propia disposición y cooperación de cada uno; Dz 799.

A propósito del acrecentamiento del estado de gracia, declaró el concilio de Trento contra las reformadores (los cuales consideraban las buenas obras tan sólo como frutos de la justificación alcanzada) que la justicia recibida se acrecienta por las buenas obras : «Si quis dixerit, iustitiam acceptam non conservara atque etiam non augeri coram Deo per bona opera...» a. s. ; Dz 834 ; cf. 803, 842. La desigualdad de las buenas obras ocasiona en los justos un distinto acrecentamiento del estado de gracia.

Según doctrina de la Sagrada Escritura, es distinta la medida de la gracia concedida a cada uno ; Eph 4, 7: «A cada uno de nosotros ha sido dada la gracia en la medida del don de Cristo» ;

1 Cor 12, 11: «Todas estas cosas las obra el único y mismo Espíritu, que distribuye a cada uno según quiere.» La Sagrada Escritura da testimonio igualmente del acrecentamiento de la gracia;n

2 Petr 3, 18 : «Creced en la gracia» ; Apoc 22, 11 : «El que es justo practique más la justicia, y el que es santo santifíquese más aún.»

SAN JERÓNIMO combatió ya el error de Joviniano, el cual, por influjo de la doctrina estoica sobre la igualdad de todas las virtudes, atribuía a todos los justos el mismo grado de justicia y a todos los bienaventurados el mismo grado de bienaventuranza celestial (Adv. Iov. II 23). SAN AGUSTUN enseña: «Los santos están vestidos de la justicia, unos más y otros menos» (Ep. 167, 3, 13).

La razón interna que explica la posibilidad de distintas medidas de gracia estriba en la índole de la gracia como cualidad física, pues, como tal, admite más y menos ; cf. S.th. 1 II 112, 4.


3. Posibilidad de perderla

a) La pérdida de la gracia

La gracia de justificación se puede perder y se pierde por cada pecado grave (de fe).

Frente a la doctrina de Calvino sobre la imposibilidad absoluta de perder la gracia, y frente a la doctrina de Lutero según la cual la justicia solamente se pierde por el pecado de incredulidad, es decir, por el cese de la fe fiducial, declaró el concilio de Trento que el estado de gracia no se pierde tan sólo por el pecado de incredulidad, sino también por todo otro pecado grave; Dz 808; cf. 833, 837. El pecado venial no destruye ni aminora el estado de gracia ; Dz 804.

La Sagrada Escritura enseña con palabras y ejemplos (los ángeles caídos, el pecado de nuestros primeros padres, el de Judas y el de Pedro) que es posible perder la gracia de justificación ; cf. Ez 18, 24 ; 33, 12 ; Mt 26, 41 : «Vigilad y orad, para que no caigáis en tentación» ; 1 Cor 10, 12: «El que cree estar en pie, mire no caiga.» San Pablo enumera en 1 Cor 6, 9 s, además de la incredulidad, otros muchos pecados que excluyen a los que los cometen del reino de los cielos, trayendo, en consecuencia, la pérdida de la gracia de justificación.

SAN JERÓNIMO defendió ya, contra Joviniano, la posibilidad de perder la gracia de justificación, pues el mencionado hereje pretendía probar la imposibilidad de perderla basándose en 1 Ioh 3, 9 (Adv. Iov. II 1-4). Las costumbres de la Iglesia primitiva, en lo que se refiere a los penitentes, muestran claramente la convicción existente de que el estado de gracia se pierde por cada pecado grave.

El dogma de la posibilidad de perder la gracia se prueba por un lado por la libertad del hombre, que da la posibilidad de pecar, y por otro lado por la índole del pecado grave, que es un apartamiento de Dios y una conversión a la criatura, y como tal se halla en oposición de contrariedad con la gracia santificante, que es una comunión de vida sobrenatural con Dios.

b) La pérdida de las virtudes infusas y de los dones del Espíritu Santo.

Con la gracia santificante se pierde siempre la virtud teologal de la caridad. Ésta y el pecado mortal se excluyen mutuamente. La doctrina contraria de Bayo fue condenada por la Iglesia; Dz 1031 s.

La virtud teologal de la fe, como definió expresamente el concilio de Trento, no se pierde siempre con el estado de gracia. La fe que queda es verdadera fe, pero ya no es viva; Dz 838. La virtud de la fe se pierde únicamente por el pecado de incredulidad, que va dirigido contra su misma naturaleza.

La virtud teologal de la esperanza puede subsistir sin la caridad (cf. Dz 1407), pero no sin la fe. Se pierde por el pecado de desesperación, que va dirigido contra su misma naturaleza, y el de incredulidad.

Las virtudes morales y los dones del Espíritu Santo, como es doctrina general de los teólogos, se pierden al mismo tiempo que la gracia y la caridad.

 

Capitulo tercero

LAS CONSECUENCIAS O FRUTOS DE LA JUSTIFICACIÓN
O DOCTRINA ACERCA DEL MÉRITO

 

§ 23. LA REALIDAD DEL MÉRITO


1. Doctrina herética opuesta

Los reformadores negaron la realidad del mérito sobrenatural. Mientras que LUTERO enseñó al principio que todas las obras del justo son pecaminosas porque el pecado sigue habitando en su interior (cf. Dz 771: «In omni opere bono iustus peccat»), concedió más tarde que el justo podía realizar buenas obras con la ayuda del Espíritu Santo que ha recibido (cf. Conf. Aug., art. 20: «docent nostri, quod necesse sit bona opera facere»), pero niega que esas obras posean valor meritorio. Según CALVINO (Inst. III 12, 4), todas las obras del hombre no son ante Dios más que inmundicia y sordidez («inquinamenta et sordes»). El protestantismo considera injustamente la doctrina católica sobre el merecimiento como un menosprecio de la gracia y de los méritos de Cristo (cf. Dz 843), un fomento de la santidad exterior proveniente de las obras, una vil avidez de recompensa y una justificación farisaica de sí mismo.

A propósito del concepto de mérito, véase el tratado sobre la redención, § 11, 1.


2. Doctrina de la Iglesia

El justo, por medio de sus buenas obras, adquiere verdadero derecho a recompensa por parte de Dios (de fe).

El concilio II de Orange declaró, con Próspero de Aquitania y San Agustín : «Se debe recompensa por las buenas obras si éstas se realizan. Mas, para que éstas se realicen, precede la gracia, y ésa no se debe a nadie» ; Dz 191. El concilio de Trento enseña que la vida eterna es al mismo tiempo para los justificados un don gratuito, prometido por Cristo, y la recompensa de sus merecimientos y buenas obras ; Dz 809. Como la gracia de Dias es al mismo tiempo el presupuesto necesario y el fundamento de las buenas obras (sobrenaturales) por las cuales se merece la vida eterna, por consiguiente, las buenas obras son al mismo tiempo un don de Dios y un mérito del hombre : «cuius (sc. Dei) tanta est erga homines bonitas, ut eorum velit esse merita, quae sunt ipsius dona» ; Dz 810 ; cf. 141. El concilio insiste en que se trata de «verdadero» merecimiento («vere mereri» ; Dz 842), es decir, de un mérito de condigno; cf. Dz 835 s.


3. Prueba por las fuentes de la revelación

Según la doctrina de la Sagrada Escritura, la bienaventuranza eterna del cielo es la recompensa («merces, remuneratio, retributio, bravium») de las buenas obras realizadas en esta vida. Recompensa y mérito son dos conceptos correlativos. Jesús promete a todos aquellos que son afrentados y perseguidos por causa de Él una rica recompensa en los cielos (Mt 5, 12) : «Alegraos y regocijaos, porque grande será en los cielos vuestra recompensa.» El juez del novísimo juicio funda la sentencia que da sobre los justos en las buenas obras que ellos han hecho : «Venid, benditos de mi Padre, y tomad posesión del reino de los cielos, que está preparado para vosotros desde la creación del mundo ; porque tuve hambre y me disteis de comer» (Mt 25, 34 s). El motivo de la recompensa aparece a menudo en los sermones de Jesús ; cf. Mt 19, 29; 25, 21; I,c 6, 38. San Pablo, que tanto acentúa el valor de la gracia, hace resaltar también el carácter meritorio de las obras buenas realizadas con la gracia, pues enseña que la recompensa se rige por las obras : «El dará a cada uno según sus obras» (Rom 2, 6) ; «Cada uno recibirá su recompensa conforme a sus obras» (1 Cor 3, 8); cf. Col 3, 24; Hebr 10, 35; 11, 6. Cuando designa a la eterna recompensa como «corona de la justicia, que ha de otorgar el' justa Juez» (2 Tim 4, 8), quiere darnos a entender por ello que las buenas obras del justo crean un título obligatorio de recompensa ante Dios («meritum de condigno») ; cf. Hebr 6, 10; Act 22, 12.

La tradición, ya desde el tiempo de los padres apostólicos, da testimonio del carácter meritorio de las buenas obras. SAN IGNACIO DE ANTIOQUfA escribe a Policarpo: «Donde hay mayor esfuerzo, hay mayor ganancia» (1, 3), «Agradad a aquel Señor por quien militáis, y del que recibís vuestra soldada... Vuestro capital aportado sean vuestras obras, para que recibáis de acuerdo con vuestros haberes» (6, 2); cf. JUSTINO, Apol. 143. Tertuliano introdujo el término de mérito, sin cambiar por ello la sustancia de la doctrina tradicional. SAN AGUSTfN, en su lucha contra el pelagianismo, recalcó con mayor insistencia que los padres anteriores el papel de la gracia en la realización de las buenas obras, pero no por eso dejó de enseñar el carácter meritorio de esas buenas obras realizadas con la gracia; Ep. 194, 5, 19: «¿Qué clase de mérito es el del hombre ante la gracia, con el cual puede alcanzar la gracia, siendo así que todos nuestros merecimientos es tan sólo la gracia quien los obra en nosotros, y que cuando Dios corona nuestros merecimientos no hace sino coronar sus dones?»

La razón natural no puede probar la realidad del mérito sobrenatural, porque éste se funda en la libre promesa divina de darnos recompensa. No obstante, del testimonio universal de la conciencia humana podemos inferir la conveniencia de una recompensa sobrenatural para las acciones buenas sobrenaturales realizadas libremente; cf. S.th. u 114, 1.

 

§ 24. LAS CONDICIONES DEL MÉRITO


1. Por parte de la obra meritoria

La obra meritoria ha de ser:

a) Moralmente buena, es decir, que tanto por su objeto como por su intención y sus circunstancias ha de ser conforme a la ley moral; cf. Eph 6, 8: «...considerando que a cada uno le retribuirá el Señor lo bueno que hiciere, tanto si es siervo como si es libre». Dios, que es el Ser absolutamente santo, únicamente puede recompensar el bien.

b) Libre, tanto de la coacción externa como de la necesidad interna. Inocencio x condenó como herética la doctrina jansenística de que en el estado de naturaleza caída bastaba para el mérito o el desmerecimiento que no hubiera coacción externa en una obra; Dz 1094; cf. Eccli 31, 10; Mt 19, 17: «Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos»; Mt 19, 21; 1 Cor 9, 17. SAN JERÓNIMO dice : «Donde hay necesidad no hay recompensa» («ubi necessitas est, nee corona est»; Adv. Iov. Ii 3). Según testimonio universal de la conciencia humana, solamente las acciones libres merecen premio o castigo.

c) Sobrenatural, es decir, impulsada y acompañada por la gracia actual, y nacida de un motivo sobrenatural. También el justo tiene necesidad de la gracia actual para realizar actos saludables (§ 8, 3). Se requiere un motivo sobrenatural, porque el que obra está dotado de razón y libertad, y, por tanto, su acción tiene que ir dirigida también conscientemente a un fin sobrenatural ; Mc 9, 40 (G 41) : «El que os diere un vaso de agua en razón de discípulos de Cristo, os digo en verdad que no perderá su recompensa»; cf. Mt 10, 42; 19, 29; Lc 9, 48. San Pablo nos exhorta a hacerlo todo en el nombre del Señor Jesús o a honra de Dios; Col 3, 17: «Todo cuanto hacéis de palabra o de obra, hacedlo en el nombre del Señor Jesús» ; 1 Cor 10, 31: «Ya comáis, ya bebáis o ya hagáis alguna cosa, hacedlo todo para gloria de Dios.»

Por lo que respecta a la índole del motivo sobrenatural, según la doctrina de Santo Tomás y de la mayoría de los teólogos, es necesario el perfecto amor de Dios, la caridad, para que una buena acción sea meritoria. Fundamento de ello lo constituye la enseñanza bíblica que afirma que todas las buenas obras son inútiles sin el amor (1 Cor 13, 2-3) y que Dios ha prometido la corona a aquellos que le aman (Iac 1, 12; 1 Cor 2, 9). El amor a Dios, sin embargo, contrariamente a la opinión de algunos teólogos (Báñez), no es necesario que sea suscitado de modo actual en cada acción, sino que basta el influjo virtual de un acto de caridad precedente en el que el justo, junto con todas sus acciones, se abandona a Dios. El amor abarca y penetra (informa) la totalidad del obrar moral del hombre y lo ordena hacia el fin último sobrenatural, en tanto subsiste como hábito. SANTO TOMÁS enseña expresamente que toda acción libre de desorden moral por parte del justo es meritoria, aunque éste no piense en Dios en el momento de realizarla (De malo 2, 5 ob 11). Por ello es recomendable despertar con frecuencia el amor (la llamada buena intención).


2. Por parte de la persona que merece

El que merece ha de estar :

a) En estado de peregrinación terrenal («in statu viae»), pues, por positiva ordenación de Dios, la posibilidad de merecer se restringe al tiempo de la vida sobre la tierra; cf. Ioh 9, 4: «Venida la noche, ya nadie puede trabajar»; Gal 6, 10: «Mientras hay tiempo, hagamos bien a todos.» Según 2 Cor 5, 10, la recompensa toma como norma lo que se ha obrado «por el cuerpo», es decir, durante la vida terrena; cf. Mt 25, 34 ss; Lc 16, 26. Los padres negaron, contra Orígenes, la posibilidad de convertirse y adquirir méritos en la vida futura. SAN FULGENCIO dice: «El tiempo de merecer solamente se lo ha dado Dios a los hombres en esta vida» (De fide ad Petrum 3, 36).

b) En estado de gracia («in statu gratiae»), si consideramos el mérito propiamente tal («rneritum de condigno»). Las declaraciones doctrinales del concilio de Trento sobre el mérito se refieren exclusivamente a los justificados; Dz 836, 842. La doctrina contradictoria de Bayo fue condenada ; Dz 1013 ss. Jesús exige la unión permanente con PI corno condición para producir frutos sobrenaturales : «Como el sarmiento no puede dar fruto de sí mismo si no permaneciere en la vid, tampoco vosotros si no permaneciereis en mí» (Ioh 15, 4). San Pablo exige para tina acción meritoria que se posea la caridad (que va inseparablemente unida con el estado de gracia; 1 Cor 13, 2 s). SAN AGUSTÍN enseña que solamente «el justificado por la fe puede vivir rectamente y obrar bien», mereciendo con ello la felicidad de la vida eterna (Ad .Simplicianum 12, 21).

Se prueba especulativamente la necesidad del estado de gracia para adquirir méritos, porque entre la acción del que merece y el premio que da quien recompensa tiene que haber equivalencia esencial, cosa que ocurre únicamente si el que merece se halla elevado por la gracia habitual al estado de amistad y de filiación con Dios.


3. Por parte de Dios que recompensa

El mérito depende de la libre ordenación de Dios, que dispuso premiar con la eterna bienaventuranza las buenas obras realizadas con su gracia. A causa de la distancia infinita que existe entre el Creador y la criatura, el hombre no puede hacer que Dios le sea deudor de algo si Dios no quiere serlo por una libre ordenación suya. Dios ha dado de hecho tal ordenación, como lo sabemos por sus promesas de recompensa eterna; cf. Mt 5, 3 ss (las ocho bienaventuranzas) ; 19, 29 (la recompensa cien veces mayor) ; 25, 34 ss (sentencia del soberano Juez en el último juicio). San Pablo nos habla de la «esperanza de la vida eterna, prometida por Dios, que no miente, desde los tiempos antiguos» (Tit 1, 2); cf. 1 Tim 4, 8; Iac 1, 12. SAN AGUSTÍN dice: «El Señor se hizo a sí mismo deudor no recibiendo, sino prometiendo. A Al no se le puede decir: "Devuelve lo que recibiste", sino únicamente : "Concede lo que prometiste"» (Enarr. in Ps. 83, 16) ; S.th. i rI 114, 1 ad 3.

Según la sentencia escotística y nominalística, la razón de la meritoriedad de las buenas obras radica exclusivamente en su libre aceptación por parte de Dios, de suerte que Dios hubiera podido aceptar también como merecimientos obras que fueran sólo naturalmente buenas, recompensándolas con la vida eterna. Según la sentencia tomística, mejor fundada, la razón de la meritoriedad radica al mismo tiempo en el valor intrínseco de las buenas obras realizadas en estado de gracia ; pues el estado de gracia crea una equivalencia interna entre las buenas acciones y la recompensa eterna, como corresponde al genuino concepto de mérito de condigno.

APÉNDICE. Las condiciones para el mérito de congruo son las mismas que para el mérito de condigno, con excepción del estado de gracia y de la promesa divina de recompensa.

 

§ 25. EL OBJETO DEL MÉRITO


1. Objeto del mérito de condigno

El justificado merece, por sus buenas obras, el aumento de la gracia santificante, la vida eterna y el aumento de la gloria celestial (de fe).

El concilio de Trento declaró : «Si quis dixerit, iustificatum bonis operibus... non vere mereri augmentum gratiae, vitam aeternam et ipsius vitae aeternae (si tamen in gratia decesserit) consecutionem, atque etiam gloriae augmentum», a. s.; Dz 842. Según esta declaración, hay que distinguir tres objetos del mérito verdadero y propiamente tal:

a) El aumento de la gracia santificante

Como la gracia es el preludio de la gloria, y la gloria se rige por el mérito de las buenas obras, luego, si aumenta el número de buenas obras, aumentará también la medida de la gracia. Así como la gloria es objeto del mérito, así también lo es el aumento de gracia ; cf. Dz 803, 834.

Según doctrina de SANTO TOMÁS, no siempre se acrecienta la gracia santificante después de realizar una buena obra, sino cuando el alma se halla debidamente dispuesta; S.th. i II 114, 8 ad 3.

b) La vida eterna

Es decir, más exactamente, el derecho a la vida eterna ; y si a la hora de la muerte se hallare uno en estado de gracia, entonces la consecución efectiva de la vida eterna.

Según nos enseña la Sagrada Escritura, la vida eterna es la recompensa por las buenas obras realizadas en esta vida ; cf. Mt 19, 29; 25, 46; Rom 2, 6 s : Iac 1, 12.

La pérdida de la gracia de justificación por el pecado mortal tiene como consecuencia la pérdida de todos los merecimientos anteriores. Las buenas obras quedan como aletargadas ((opera mortificata»). Pero, según sentencia general de los teólogos, reviven cuando se restaura el estado de justificación («opera vivificata»). Véase el tratado sobre la penitencia, § 16, 3.

c) El aumento de la gloria del cielo

Como, según la definición del concilio universal de Florencia, la medida de la gloria celestial es distinta en cada uno de los bienaventurados según la diversa cuantía de sus méritos (Dz 693: «pro meritorum tarnen diversitate»), el aumento de los merecimientos tendrá como consecuencia un acrecentamiento de la gloria : «El que escaso siembra, escaso cosecha ; el que siembra en bendiciones [ = con largura], en bendiciones también cosechará» (2 Cor 9, 6) ; cf. Mt 16, 27; Rom 2, 6; 1 Cor 3, 8; Apoc 22, 12.

TERTULIANO comenta : «i Por qué hay tantas moradas donde está el Padre (Ioh 14, 2), sino porque son muy diversos los merecimientos?» (Scorp. 6). La doctrina de Joviniano sobre la igualdad de la gloria celestial para todos los bienaventurados fue refutada por SAN JERÓNIMO (Adv. Iov. u 32-34).


2. Objeto del mérito de congruo

No poseemos a este respecto documentos del magisterio eclesiástico. Como el concepto de mérito de congruo no es unívoco, ya que el título de conveniencia que en él se funda puede ser mayor o menor, hay diversidad de opiniones en este punto entre los teólogos.

a) El mérito de congruo del pecador

El que se halla en pecado mortal puede cooperar libremente con la gracia actual para conseguir otras gracias y disponerse de esta manera para la justificación, mereciendo finalmente de congruo la gracia de justificación (sent. probable) ; cf. Ps 50, 19: «Tú no desdeñas, oh Dios, un corazón contrito y humillado.» SAN AGUSTÍN dice que el publicano (Le 18, 9-14) «bajó justificado del templo por el mérito de su creyente humildad» («merito fidelis humilitatis» ; Ep. 194, 3, 9).

b) El mérito de congruo del justificado

a') El justificado puede merecer de congruo (fallibili) la gracia de la perseverancia final, por cuanto es conveniente que Dios conceda al justo que ha colaborado fielmente con la gracia todas las gracias actuales necesarias para perseverar en el estado de gracia (sent. probable).

Sin embargo, ese derecho del justo a la gracia de perseverancia, fundado en las buenas obras, es muy pequeño y, por tanto, de resultado incierto. Es seguro el resultado de la oración humilde y perseverante; cf. Mt 7, 7: «Pedid y se os dará» ; Ioh 16, 23: «Si pidiereis alguna cosa al Padre, os la concederá en mi nombre» ; SAN AGUSTÍN, De dono persev. 6, 10.

b') El justificado puede merecer para sí de congruo (fallibili) el recuperar la gracia de justificación, después de una futura caída, por cuanto es conveniente que Dios, movido por su misericordia, vuelva a conceder su gracia a un pecador que al hallarse antes en estado de gracia hizo mucho bien (sent. probable).

Cuando SANTO Tomás enseña, en la S.th. I II 114, 7, que después de caer en el pecado no se puede merecer la restauración ni con «merito condigni» ni con «merito congrui», entonces tiene ante la vista el concepto de «merito de congruo» en sentido estricto. En su comentario a la carta de San Pablo a los Hebreos (cap. lect. 3), toma este mismo concepto en un sentido más amplio y afirma la posibilidad de semejante «merito de congruo».

c') En favor de otros, puede el justo merecer de congruo lo mismo que puede merecer para sí, y además, en favor de otros, puede merecer también la primera gracia actual (sent. probable).

La posibilidad de merecer en favor de otros se funda en la amistad del justo con Dios y en la comunión de los santos. Más eficaz que el méri'o es la oración en favor de otros; cf. Iac 5, 16: «Orad unos por otros para que os salvéis. Mucho puede la oración fervorosa del justo» ; 1 Tim 2, 1-4.

Merecer de condigno en favor de otros es cosa reservada a Cristo como cabeza de la Iglesia y autor de la salvación (Hebr 2, 10); cf. S.th. I II 114, 6.

d') Los bienes temporales son objeto del mérito sobrenatural tan sólo en cuanto constituyen un medio para alcanzar la salvación eterna (sent. probable) ; cf. S.th. I II 114, 10.