Sección segunda

LOS ATRIBUTOS DE LA NATURALEZA HUMANA
DE CRISTO


Capítulo primero

LAS PRERROGATIVAS DE LA NATURALEZA HUMANA
DE CRISTO


ADVERTENCIA PRELIMINAR

Cristo es verdadero hombre («consubstantialis nobis secundum humanitaem» ; Dz 148), mas por la unión hipostática no es puro hombre ni hombre corriente. La unión hipostática de la humanidad de Cristo con el Logos divino tuvo como consecuencia el que la naturaleza humana de Cristo se viera enriquecida y dotada por una plenitud de gracias sin igual. Semejante plenitud no tuvo más límite qu° la finitud de la naturaleza creada ni más restricción que el destino redentor de Cristo. Las prerrogativas de la naturaleza humana de Cristo se refieren a su entendimiento humano, a su voluntad humana y a su poder humano.

 

1. LAS PRERROGATIVAS DEL ENTENDIMIENTO HUMANO
DE CRISTO

 

§ 23. LA VISIÓN BEATÍFICA


1. El hecho de la visión beatífica de Cristo

a) Doctrina de la Iglesia

El alma de. Cristo poseyó la visión beatifica desde el primer instante de su existencia (sent. cierta).

Mientras que todos los demás hombres sólo en el más allá (in statu termini) pueden alcanzar la visión intuitiva de Dios, que tiene carácter absolutamente sobrenatural, el alma de Cristo la poseyó ya en esta vida (in statu viae), y desde el mismo instante de su unión con la persona divina del Logos, es decir, desde su concepción en el seno de la Virgen. Por eso Cristo fue al mismo tiempo, como explica la escolástica, viator simul et comprehensor, es decir, peregrino por la tierra y poseedor de la meta de la peregrinación. De lo cual se deduce que no podía poseer las virtudes teologales de la fe y la esperanza.

Algunos teólogos modernos, como H. Klee, A. Günther, J. Th. Laurent y H. Schell, impugnaron la scientia beata de Cristo, porque les parecía estar en contradicción con algunas expresiones de la Sagrada Escritura y con la realidad de la pasión de Cristo. También los modernistas (A. Loisy) la negaron alegando que el sentido obvio de los textos evangélicos no es compatible con todo aquello que enseñan los teólogos sobre la conciencia y ciencia infalible de Cristo; Dz 2032.

El Santo Oficio, respondiendo a una consulta, declaró el año 1918 que la siguiente proposición no era segura, es decir, que no podía ser enseñada sin riesgo de la fe: «Non constat, fuisse in anima Christi ínter homines degentis scientiam, quam habent beati seu comprehensores» («No consta que hubiese en el alma de Cristo, cuando moraba entre los hombres, la ciencia que poseen los bienaventurados en su contemplación de Dios» ; Dz 2183).

El papa Pio xii declaró en la encíclica Mystici Corporis (1943) : «Incluso aquel conocimiento que llaman conocimiento de visión beatífica lo posee [Cristo] en tal plenitud que supera con mucho en extensión y claridad a la contemplación beatífica de los bienaventurados en el cielo»... «En virtud de aquella visión beatífica, de la que disfrutó desde el mismo instante de ser concebido en el seno de la Madre de Dios, tiene presente sin cesar y en cada instante a todos los miembros de su cuerpo místico» ; cf. H 51, 79; Dz 2289.

b) Prueba por las fuentes de la revelación

No es posible presentar una prueba contundente de Escritura, pues las manifestaciones de la misma sobre la perfección de la ciencia de Cristo no permiten de ordinario resolver con certeza si se refieren a su ciencia humana o divina. Sirven de apoyo a la tesis aquellas frases en las que se atribuye a Cristo un claro conocimiento del Padre y de las verdades divinas que Él predica a los hombres; cf. loh 8, 55: «Vosotros no le conocéis [al Padre], mas yo le conozco; y si dijere que no le conozco, sería como vosotros mentiroso; mas yo le conozco y guardo su palabra.» Así corno Cristo solamente puede guardar la palabra del Padre en cuanto hombre, así también parece que el claro conocimiento que posee del Padre y de toda la Trinidad no le corresponden tan sólo en cuanto Dios, sino también en cuanta hombre ; cf. Ioh 1, 17 ss ; 3, 11.

Los santos padres enseñan implícitamente que el alma de Cristo poseía la visión intuitiva de Dios, pues atribuyen a Cristo, aun en cuanto hombre, la plenitud de la ciencia como consecuencia de la unión hipostática. Un testimonio expreso en favor de la tesis lo hallamos en SAN FULGENCIO, quien contesta a una consulta de su discípulo Ferrando : «Es difícil admitir y totalmente incompatible con la integridad de fe el que el alma de Cristo no poseía noticia plena de su divinidad, con la cual, según la fe, era físicamente una persona» (Ep. 14, 3, 26). Pero notemos que Fulgencio va demasiado lejos al atribuir a Cristo un conocimiento «pleno», es decir, comprehensivo de Dios.

c) Prueba especulativa

La principal fuerza probativa la posee el argumento especulativo de los escolásticos, que defienden unánimemente la sciencia beata del alma de Cristo.

a') La visión beatífica de Dios no es otra cosa, por su misma esencia, que la consumación de la gracia santificante que es participación de la divina naturaleza («consortium divinae naturae» ; 2 Petr 1, 4) : «Gloria est gratia consummata». La unión del alma con Dios por medio de la gracia y de la gloria es un género accidental de unión ; en cambio, la unión del alma de Cristo con Dios es unión sustancial y, por tanto, mucho más íntima. Ahora bien, si el alma de Cristo, ya en la tierra, estuvo mucho más íntimamente unida con Dios que los bienaventurados del cielo, no se comprende por qué al alma de Cristo no se le iba a conceder la visión inmediata de Dios que se concede a aquéllos. SANTO ToMÁs aduce el siguiente principio: «Cuanto más cerca se halla un objeto receptivo de una causa eficiente, tanto más participa en el efecto de esa causa» (S.th. irr 7, 1).

b') Cristo, por los actos de su humanidad, por su vida y sobre todo, por su pasión y muerte, es para los hombres el autor de la salvación (Hebr 2, 10), es decir, de la visión inmediata de Dios. Según el principio : la causa tiene que ser siempre más excelente que el efecto, Cristo debía poseer de manera más excelente todo aquello que iba a proporcionar a otros ; cf. S.th. III 9, 2.

c') Cristo es cabeza de los ángeles y de los hombres. Los ángeles, que según refiere Mt 4, 11, vinieron y le servían, se hallaban ya en posesión de la visión intuitiva de Dios durante la vida terrenal de Jesús (Mt 18, 10). Ahora bien, parece incompatible con la preeminencia de la cabeza, que ésta no posea una excelencia de que disfrutan parte de sus miembros.

d') Cristo, como autor y consumador de la fe (Hehr 12, 2), no podía él mismo caminar entre la oscuridad de la fe. La perfección de la conciencia que Jesús tenía de sí mismo no se explica sino por un conocimiento inmediato de la divinidad, unida hipostáticamente con Él.


2. Compatibilidad del sufrimiento con la visión intuitiva de Dios

La visión intuitiva de Dios produce la suprema felicidad en las criaturas racionales. De ahí que surja la siguiente dificultad: Con esa felicidad suma, que procede de la visión inmediata de Dios, ¿cómo pueden compaginarse el hondo dolor y la honda tristeza que Cristo sintió en la agonía del huerto de los Olivos y en el abandono de la cruz?

a) No es difícil compaginar el sufrimiento corporal con la visio imnicdiata porque el dolor del cuerpo se experimenta en las potencias inferiores y sensitivas del alma, mientras que la dicha espiritual se siente en las potencias superiores y espirituales de la misma. Para que Cristo cumpliera con su misión redentora, la felicidad quedó restringida, por decisión de la voluntad divina, al alma espiritual y no produjo la glorificación del cuerpo, la cual no constituye la esencia de la gloria, sino únicamente un incremento accidental de la misma; cf. S.th. rri 15, 5 ad 3.

b) La dificultad principal radica en compaginar la dicha espiritual con el dolor espiritual. MELCHOR CANO, O. P. (t 1560) procuró resolver la dificultad suponiendo, en el acto de la visión intuitiva de Dios, una distinción real entre la operación del entendimiento (visio) y la operación de la voluntad (gaudium, delectatio); y enseñando que el alma de Cristo en la cruz siguió contemplando intuitivamente a Dios, pero que, debido a un milagro de la omnipotencia divina, quedó suspendida la dicha que brota naturalmente de semejante visión (De locis theol. xrr 12).

Según doctrina de Santo Tomás, la intervención milagrosa de Dios consistió únicamente en hacer que la dicha procedente de la visión inmediata de Dios no pasase de la ratio superior (= superiores conocimiento y voluntad espirituales, en cuanto se ordenan al bonum increatum) a la ratio inferior (= superiores conocimiento y voluntad espirituales, en cuanto se ordenan al bonum creatum), ni del alma redundara en el cuerpo: «dum Christus erat viator, non fiebat redundantia gloriae a superiori parte in inferiorem nec ab anima in corpus» (S.th. rrr 46, 8). Por tanto, el alma de Cristo siguió siendo susceptible del dolor y de la tristeza. Teólogos actuales (K. EAHNER) sostienen que, en relación a su estado de peregrino en la tierra, en Cristo se hallaba totalmente suspendida la felicidad.


3. Objeto y extensión de la visión intuitiva de Dios en Cristo

a) El objeto primario de la visión intuitiva de Dios es la esencia divina («Deus sicuti est» ; 1 Ioh 3, 2). Como el alma de Cristo, en virtud de, la unión hipostática, se halla más íntimamente unida con Dios que los ángeles y los bienaventurados del cielo, por lo mismo contempla a Dios con más perfección que ninguna otra criatura; cf. S.th. III 10, 4. Pero tal contemplación de Dios no puede ser un conocimiento exhaustivo del mismo, porque la naturaleza humana de Cristo es finita; S.th. rHI 10, 1: «infinitumn non comprehenditur a finito, et ideo dicendum, quod anima Christi nullo modo comprehendit divinarn essentigrn».

b) Objeto secundario de la visión intuitiva de Dios son las cosas exteriores a Dios, que son contempladas en Dios como causa primera de todas ellas. La extensión de este conocimiento depende de la intensidad y grado del conocimiento que se posea de Dios. Según doctrina de Santo Tomás, se extiende, desde luego, a todo lo que pueda interesar a cada bienaventurado («quae ad ipsurn spectant»). Aplicando ahora este principio general a Cristo, deduciremos que el alma de Cristo, aun durante su vida terrena, conoció en la esencia divina todas las cosas fuera de Dios, en cuanto tal conocimiento le fue necesario o útil para realizar su misión redentora. Como Cristo es cabeza y señor de toda la creación y juez de todos los hombres, concluye Santo Tomás que el alma de Cristo, ya en la tierra, conoció en la esencia divina todas las cosas reales del pasado, del presente y del futuro, incluso los pensamientos de los hombres. Pero no podemos extender la ciencia humana de Cristo a todas las cosas posibles que Dios puede hacer en su omnipotencia, pero que de hecho nunca hará; porque conocer todas las cosas posibles significa poseer un conocimiento comprehensivo del poder divino o de la esencia divina idéntica con el mismo. De ahí que el alma de Cristo, según doctrina de SANTO TOMÁS, no posea omnisciencia absoluta, sino únicamente relativa ; S. th. III 10, 2. El Santo Oficio aprobó en 1918 la doctrina escolástica (Dz 2184 s).

Hay teólogos modernos (K. Rahner) que entienden la visión intuitiva de Dios en Cristo no como un conocimiento objetivo y reflejo, que tiene presentes de un modo inmediato los distintos objetos, sino como conocimiento inobjetivo, irreflejo. Éste ha de concebirse como la propiedad radical de la conciencia de jesús a la que compete la absoluta inmediatez de Dios, y en la que está fundamentalmente contenido todo lo que en. el decurso del desarrollo histórico afloró a la conciencia de Jesús.


4. La ciencia humana de Cristo, libre de ignorancia y error

La ciencia humana de Cristo estuvo libre de la ignorancia positiva y del error (sent. cierta ; cf. Dz 2184 s).

a) Que Cristo se viera libre de la ignorancia fue impugnado por los arrianos, los nestorianos y, sobre todo, por los agnoetas (secta monofisita del siglo vI, que debe su origen al diácono Temistio de Alejandría). Estos últimos herejes enseñaban la ignorancia de Cristo, principalmente en cuanto al día y hora del juicio universal, invocando en su favor a Mc 13, .32 (M t 24, .36): « Cuanto a ese día o a esa hora, nadie la conoce, ni los ángeles del ciclo, ni el Hijo, sino sólo el Padre.»

Cristo, el Logos encarnado, se llama a sí mismo la Luz del mundo (Ioh 8, 12), que vino a este mundo para traer a los hombres cl verdadero conocimiento (Ioh 12, 46) ; se denomina a sí mismo la Verdad (Ioh 14, 6) y señala como fin de su venida al mundo el dar testimonio de la verdad (loh 18, 37) ; hace que le ]lamen Maestro (Ioh 13, 13). Como testifica la Sagrada Escritura, se encuentra lleno de gracia y de verdad (Ioh 1, 14), lleno de sabiduría (I,c 2, 40) ; en El se hallan escondidos todos los tesoros de la sabiduría y ciencia de Dios (Col 2, 3). Jesús tiene noticia de acontecimientos que se desarrollan lejos (Ioh 1, 48; 4, 50; 11, 14) y penetra el corazón de los hombres (Ioh 1, 47; 2, 24 s ; 4, 16 ss ; 6, 71). Con todo ello es incompatible que el saher humano de Cristo fuera deficiente o incluso equivocado.

En su lucha contra los arrianos, que referían al Logos el desconocimiento del día del juicio, a fin de mostrar su carácter creado, algunos santos padres (corno San Atanasio, San Gregorio Nacianceno, San Cirilo de Alejandría) atribuyeron ignorancia al alma humana de Cristo. Sin embargo, los santos padres rechazaron unánimemente el agnoetismo, declarando que cl alma humana de Cristo estaba libre de ignorancia y error, y condenaron como herética la doctrina de los agnoetas. El patriarca EULOGIO DE ALEJANDRÍA, principal adversario de los agnoetas, escribe: «La humanidad de Cristo, asumida a la unidad con la hipóstasis de la Sabiduría inaccesible y sustancial, no puede ignorar ninguna de las cosas presentes ni futuras» (Foco, Bibl. Cod. 230, n. 10). El papa SAN GREGORIO MAGNO aprueba la doctrina de Eulogio fundándola en la unión hipostática, por la cual la naturaleza humana fue hecha partícipe de la ciencia de la naturaleza divina. Tan sólo desde un punto de vista nestoriano se puede afirmar la ignorancia de Cristo : «Quien no sea nestoriano, no puede en modo alguno ser agnoeta.» Los agnoetas son calificados expresamente de herejes (Ep. x 39; Dz 248); cf. el Libellus emendationis (n. 10) del monje galo LEPORIO.

Para explicar el pasaje Mc 13, 32, los santos padres proponen estas dos interpretaciones prescindiendo de la interpretación mística [el Hijo = el Cuerpo de Cristo, los fieles] que es insuficiente) :

a') El desconocimiento del día del juicio, como se deduce de Act 1, 7 («No os toca a vosotros conocer los tiempos ni Ios momentos que el Padre ha fijado en virtud de su poder soberano»), es un desconocimiento llamado económico (es decir, fundado en la oikonomía theou = en el orden de la salvación dispuesto por Dios), y que consiste en un «no saber para comunicar», o «scientia non communicanda». Quiere esto decir que Cristo, por voluntad del Padre, no podía comunicar a los hombres el tiempo del juicio:

«No entraba dentro de su misión de Maestro que lo conociéramos [el día del juicio] por mediación suya» (SAN AGUSTÍN, Enarr. in Ps. 36, sermo 1, 1).

b') Cristo conoció el día del juicio en su naturaleza humana por su íntima unión con el Logos, mas no tuvo este conocimiento por su naturaleza humana (San Gregorio Magno; Dz 248).

b) El modernismo y la teología protestante liberal enseñan que Cristo cayó en error, pues consideraba como algo inminente el fin del mundo y su nueva venida (parusía); Dz 2033.

Pero, de hecho, Cristo dejó en la incertidumbre el momento de su nueva venida. La manifestación que hizo en su gran discurso sobre la parusía: «Esta generación no pasará hasta que todo esto suceda» (Mt 24, 34; Mc 13, 30; Lc 21, 32), no se refiere al fin del mundo ni a la parusía misma, sino a los signos que la precederán, uno de los cuales era la destrucción de Jerusalén. Cristo supone que el Evangelio ha de ser predicado en todo el mundo antes de que comience el fin del mundo (Mt 24, 14; Mc 13, 10; cf. Mt 28, 19s; Mc 16, 15), que de todos los confines serán reunidos para el juicio los elegidos (Mt 24, 31; Mc 13, 27), que, después de la destrucción de Jerusalén, seguirá su curso el mundo (Mt 24, 21; Mc 13, 19) y que vendrán los «tiempos de los gentiles» (Le 21, 24). En otros lugares llega incluso a asegurar Jesucristo que los discípulos no llegarán a ver el día de la parusía (Lc 17, 22; Mt 12, 41); véase la escatología, § 6, 3.

La razón intrínseca que hace imposible todo error en Cristo es la unión hipostática. Por la limitación de su naturaleza humana corresponden a las acciones humanas de Cristo todas las imperfecciones humanas genéricas ; pero es incompatible con la excelsa dignidad de la persona divina (que es la que obra en todas las acciones) atribuir a Cristo imperfecciones particulares, como el error y el defecto moral.

 

§ 24. LA CIENCIA INFUSA

El alma de Cristo tuvo ciencia infusa desde su mismo origen (sent. communior).

La ciencia infusa es un conocimiento que se verifica mediante especies espirituales (conceptos), que, a modo de hábito, Dios comunica inmediatamente al alma. Se distingue de la ciencia beatífica (scientia beata) en que por la ciencia infusa las cosas son conocidas en su propia naturaleza y por medio de sus especies propias. Se distingue de la ciencia adquirida en que en la ciencia infusa Dios comunica a la mente las especies en acto primero, sin que ella tet:ga que formárselas por la percepción de los sentidos y la abstracción (como ocurre en la ciencia adquirida).

No es posible aducir un argumento cierto de Escritura en favor de la realidad efectiva de la ciencia infusa en Cristo. Desde el punto de vista especulativo no se puede probar su necesidad, sino únicamente su gran conveniencia. Dice bien con la dignidad de la naturaleza humana asumida por el Logos el no carecer de ninguna de las perfecciones que es capaz de recibir la naturaleza humana. Ahora bien, entre ellas se cuenta la ciencia infusa. Además, el puesto de Cristo como cabeza de los ángeles y de los hombres exige como conveniente que Jesús posea el modo de conocer que es natural a los ángeles y que fue otorgado como don preternatural a nuestros primeros padres. Y, por tanto, Cristo debe poseer la ciencia infusa; cf S.th. III 9, 3.

La ciencia infusa de Cristo, según doctrina de Santo Tomás, abarca por un lado todo lo que puede ser naturalmente objeto del conocimiento humano, y por otra parte todo lo que Dios comunicó a los hombres por revelación sobrenatural, pero no comprende la esencia misma de Dios, que as objeto de la ciencia beatífica; cf. S. th. III, 11, 1; Comp. theol. 216. Teólogos modernos se inclinan a prescindir de la ciencia infusa, ya que su aceptación no es exigida ni por las fuentes de la fe, ni por la especulación teológica. Su introducción en los comienzos de la alta escolástica (Alejandro de Hales) se debe al deseo de atribuir a Cristo todas las perfecciones que jamás haya tenido un ser creado («principio de perfección»).

 

§ 25. LA CIENCIA ADQUIRIDA Y EL PROGRESO DEL SABER HUMANO DE CRISTO


1. La ciencia adquirida de Cristo

El alma de Cristo poseía también una ciencia adquirida o experimental (sent. común).

Ciencia adquirida es el conocimiento humano natural que parte de la experiencia sensible y se realiza por la actividad abstractiva del intelecto.

Cristo poseyó esta modalidad de conocimiento, como se deduce necesariamente de la realidad y perfección de su naturaleza humana; pues toda naturaleza humana real y completa exige tener una potencia cognoscitiva específicamente humana y la realización natural del acto cognoscitivo humano, verificado por tal potencia. Negar la ciencia experimental de Cristo es caer lógicamente en el docetismo; cf. S.th. III 9, 4 (se expresa de distinta manera en el Comentario de las Sentencias).

A esta ciencia experimental de Cristo hay que referir el acrecentamiento de la sabiduría de Jesús que cuenta San Lucas 2, 52: «Jesús crecía en sabiduría», e igualmente el aprendizaje de la obediencia (es decir, la experiencia en el ejercicio de la obediencia) de que se nos habla en Hebr 5, 8: «Aprendió por sus padecimientos la obediencia.» Las parábolas de Jesús denotan un fino espíritu de observación de la naturaleza y de la vida diaria.


2. El progreso del saber humano de Cristo

Conforme al texto de Lc 2, 52, es necesario admitir un progreso del saber humano de Cristo. En la ciencia beatífica y en la infusa, según doctrina de Santo Tomás, no es posible un progreso real del saber («profectus secundum essentiam»), pues estas dos clases de conocimiento abarcan desde un principio todas las cosas reales del pasado, el presente y el futuro. Si nos referimos a estas dos clases de conocimiento, el progreso del saber de Cristo sólo puede significar una manifestación sucesivamente mayor, según el nivel de la edad, del saber que ya poseía Cristo desde un principio («profectus secundum effectum»). Según la doctrina de San Buenaventura, en el objeto secundario de la ciencia beatífica, en lo extradivino, es posible un crecimiento del saber, ya que eI alma de Cristo tiene menos objetos presentes en acto que en hábito (Senf. Ili 14 a. 2 q. 2).

En la ciencia adquirida era posible el acrecentamiento real del saber, por cuanto el hábito de la ciencia, adquirido por vía natural, podía ir creciendo paso a paso por la labor abstractiva del intelecto. Como los conocimientos que Cristo adquirió por la ciencia experimental se contenían ya en la ciencia beatífica y en la infusa, no eran nuevos en cuanto a su contenido, sino únicamente en cuanto al modo de adquirirlos; cf. S.th. iii 12, 2.


3. Suplemento: la conciencia humana de Cristo

Como hombre verdadero y completo, Cristo tenía una vida anímica específicamente humana. Para lograr una inteligencia más profunda de la psicología de Cristo y para comprender mejor las expresiones de la sagrada Escritura, muchos teólogos modernos suponen en Cristo, junto al yo divino hipostático del Logos, que hipostatiza las dos naturalezas, un yo humano psicológico (yo de la conciencia) como centro empírico de las acciones anímicas y de las pasiones de Cristo. Este yo humano psicológico hay que entenderlo solamente como el «exponente psicológico» de la naturaleza humana en la conciencia de Jesús, en modo alguno como sujeto que existe y obra por sí mismo (autónomamente). «Su yo humano fue experimentado no sólo como expresión de la naturaleza humana, sino también (y esa experiencia era perfeccionada por la vicio) en todo momento referido y asumido por hipóstasis divina, la cual lo asumió junto con la naturaleza humana» (Haubst). Por parte tomista se rechaza un yo humano de Cristo también en el sentido psicológico, y se considera la persona divina como el único yo o centro de conciencia de Cristo.

Irreconciliable con la doctrina de la unidad de persona en Cristo, es la tesis sostenida por el padre León Seiller, OFM; enlazando con el padre Déodat de Basly, OFM (+ 1937), que invoca sin razón la autoridad de Escoto. Según ella, el yo humano del horno assumptus es un principio autónomo de obrar y, con ello, una efectiva persona ontológica. Pío xii rechazó esta tesis en la encíclica Sempiternus Rex (1951): «Estos investigadores ponen en primer plano la posición peculiar de la naturaleza humana de Cristo, de tal manera que la presentan en cierto modo como un subiectum sui iuris, como si no tuviera su subsistencia en la persona misma del Verbo» (AAS 43 [19511 638). Un artículo de L. Seiller sobre la «Psicología humana de Cristo y la unicidad de la persona» (FrSt 31 [1949] 49-76, 246-274) fue incluido en el índice (AAS 43 [19511 561).

 

II. LAS PRERROGATIVAS DE LA VOLUNTAD HUMANA
DE CRISTO O LA SANTIDAD DE JESÚS


§ 26. LA IMPECANCIA E IMPECABILIDAD DE CRISTO


1. La impecancia (o carencia de pecado)

Cristo estuvo libre de todo pecado, tanto del original como del personal (de fe).

a) Cristo estuvo libre del pecado original, como se expresa en el Decretum pro Iacobitis del concilio de Florencia (1441) : «sine peccato conceptus» ; Dz 711.

Según Lc 1, 35, Cristo entró en estado de santidad en la existencia terrena : «Lo santo que nacerá [de ti]...» Como el pecado original se transmite por la generación natural y Cristo entró en la vida habiendo sido concebido de manera sobrenatural por la virtud del Espíritu Santo (Mt 1, 18 ss ; I,c 1, 26 ss), de ahí se sigue que Él no estaba sometido a la ley universal del pecado original.

Los santos padres y teólogos deducen que Cristo estuvo libre del pecado original porque la unión hipostática, que es una vinculación sumamente íntima con Dios, excluye el estado de separación de Dios que supone dicho pecado. Prueban también su carencia de pecado original por el modo sobrenatural que tuvo Cristo de entrar en este mundo; cf. TERTULIANO, De carne Christi 16; SAN AGUSTÍN, Enchir. 13, 41: «Cristo fue engendrado o concebido sin el placer de la concupiscencia carnal, y, por tanto, estuvo libre de la mancha de la culpa original.»

Como Cristo estuvo libre del pecado original, se deduce que también se vio libre de la concupiscencia. Como no estaba sometido al pecado original, no había necesidad de que tomase sobre sí esta consecuencia de dicho pecado. Su misión redentora no se lo exigía. Por eso, su apetito sensitivo se hallaba perfectamente subordinado a su razón. El quinto concilio universal de Constantinopla (553) condenó la siguiente sentencia de Teodoro de Mopsuestia : «Cristo se vio gravado por las pasiones del alma y los apetitos de la carne» ; Dz 224.

SAN AGUSTÍN comenta: «Quien crea que la carne de Cristo se reveló contra el espíritu, sea anatema» (Opus imperfectum c. lui. iv 47).

b) La carencia de todo pecado personal (y al mismo tiempo del pecado original) se halla expresada en la décima anatematización de San Cirilo : «El que no conoció el pecado no necesitó ofrecer sacrificio expiatorio por sí mismo» (Dz 122), y en el siguiente decreto del concilio de Caledonia : «en todo igual a nosotros, excepto en el pecado» (Dz 148).

Jesús, en su conciencia, sabe que está libre de todo pecado ; cf. Ioh 8, 46 : «¿ Quién de vosotros me argüirá de pecado?» ; Ioh 8, 29 : «Yo hago siempre lo que a El [al Padre] le agrada» ; Ioh 14, 30: «Viene el príncipe de este mundo [Satanás], mas no tiene nada en mí». También los apóstoles dan testimonio de la completa impecancia de Jesús ; cf. 1 Ioh 3, 5 : «No hay pecado en E l »; 1 Petr 2, 22: «El no cometió pecado, ni fue hallado engaño en su boca» ; 2 Cor 5, 21 : «Al que no conoció pecado, hizo pecado por nosotros [fue portador del pecado]» ; Hebr 4, 15 : «Fue tentado en todo como nosotros, pero sin pecado» ; Hebr 7, 26 : «Y tal convenía que fuese nuestro Pontífice, santo, inocente, inmaculado, apartado de los pecadores y más alto que los cielos».

Los santos padres ven en la completa impecancia de Cristo una condición previa de la expiación universal que ofreció en nuestro lugar. ORÍGENES comenta : «Cristo. fue capaz de tomar sobre sí, de desatar, borrar y hacer desaparecer todos los pecados del mundo, porque Él no hizo pecado ni fue hallado dolo en su boca, y porque no conoció el pecado» (Comment. in Loan. 28, 18, 160).


2. La impecabilidad

Cristo no sólo no pecó de hecho, sino que, además, no podía pecar (sentencia próxima a la fe).

El v concilio universal de Constantinopla (553) condenó la doctrina de Teodoro de Mopsuestia, según la cual Cristo sólo fue plenamente impecable después de la resurrección ; Dz 224. De esta condenación resulta que Cristo ya era impecable antes de la resurrección.

La razón interna de la impecabilidad de Cristo consiste en la unión hipostática, como ya hicieron notar los padres (por ejemplo, SAN AGUSTÍN, Enchir. 12, 40). Como la persona divina del Logos es el principium quod aun de las acciones humanas de Cristo, éstas son verdaderamente acciones de la persona divina. Ahora bien, es incompatible con la absoluta santidad de Dios el que una persona divina sea el sujeto responsable de un acto pecaminoso. Aparte de esto, la unión hipostática produjo la más íntima compenetración y vasallaje de la voluntad humana de Cristo a su voluntad divina; cf. Dz 291.

Mientras que la unión hipostática establece una imposibilidad física de pecar, la visión intuitiva de Dios tiene como consecuencia una imposibilidad moral de lo mismo, es decir, que tal contemplación realiza una unión tan íntima con Dios, en cuanto al entendimiento y la voluntad, que de hecho resulta imposible apartarse de Dios.

La impecabilidad de Cristo no suprime la libertad moral ni los merecimientos de su pasión y muerte. Aun cuando no podía obrar contra el «mandato del Padre» (Ioh 10, 18; 14, 31), no lo hizo de manera forzada, sino que lo cumplió con el libre asenso de la voluntad.

 

§ 27. LA SANTIDAD Y PLENITUD DE GRACIA EN CRISTO


1. La santidad sustancial en virtud de la gracia de unión

La naturaleza humana de Cristo, por razón de la. unión hipostática, es sustancialmente santa por la santidad increada del Logos (sent. común ; cf. Lc 1, 35).

Los santos padres enseñan la santidad sustancial de la humanidad de Cristo, cuando hacen la consideración de que el nombre de Cristo expresa la unción y santificación de su naturaleza humana por la divinidad. SAN GREGORIO NACIANCENO dice : «Se denomina Cristo a causa de la divinidad; pues esta unción de la humanidad no santifica por una operación externa, como sucede con los demás ungidos, sino por la total presencia del que unge» (Orat. 30, 21). SAN AGUSTÍN afirma: «Entonces [cuando el Verbo se hizo carne] se santificó a sí mismo en sí, es decir, se santificó a sí mismo hombre en sí mismo Verbo; porque un mismo Cristo es Verbo y es hombre : el que santifica al hombre en el Verbo» (In lohan. tr. 108, 5).

La unión hipostática santifica inmediatamente por sí misma a la naturaleza humana de Cristo, es decir, que la santifica formalmente, no tan sólo causal y radicalmente en cuanto exige y produce la gracia santificante, como enseñan los escotistas.

Por eso la humanidad de Cristo, aun prescindiendo de la gracia santificante creada, es santa por la santidad increada del Verbo. Como los atributos divinos no son comunicables a una naturaleza creada, por lo mismo la santidad sustancial de Cristo no hay que concebirla como una forma inherente a su humanidad; tal santidad radica exclusivamente en la unión personal de la humanidad de Cristo con el Logos.


2. La santidad accidental por razón de la gracia santificante

La naturaleza humana de Cristo es también accidentalmente santa por razón de la plenitud de gracia creada habitual con que ha sido dotada (sent. cierta).

El papa Pío xii declaró en la encíclica.Mystici Corporis (1943) : «En El [en Cristo] habita el Espíritu Santo con tal plenitud de gracias que es imposible concebirla mayor».

La Sagrada Escritura testimonia que la humanidad de Cristo es santificada por la gracia creada, como vemos en los siguientes lugares: Ioh 1, 14: «Lleno de gracia y de verdad» ; Act 10, 38. «...cómo le unigó Dios con [el] Espíritu Santo»; Is 11, 2: «Y reposará sobre II el espíritu de Yahvé» ; Is 61, 1 (= Lc 4, 18) : «El Espíritu del Sefior Yahvé es, sobre mí, porque me ungió Yahvé».

SAN AGUSTIN hace el siguiente comentario refiriéndose a varios de los pasajes citados: «El Señor Jesús no sólo dio el Espíritu Santo corno Dios, sino que también lo recibió como hombre. Por eso fue llamado "lleno de gracia" (Ioh 1, 14) y "lleno de Espíritu Santo" (Lc 4, 1). Y con mayor claridad aún se dice de Al en los Hechos de los Apóstoles: "Dios le ungió con el Espíritu Santo" (10, 38), no con óleo visible, sino con el don de la gracia simbolizado por la unción sensible con que la Iglesia unge a sus bautizados» (De Trin. xv 26, 46).

SANTO TOMÁS (S.th. iir 7, 1) prueba de esta manera la santificación de la humanidad de Cristo por la gracia santificante :

a) Basándose en la unión hipostática, la cual, por ser la unión más íntima concebible con Dios, fuente de todas las gracias, tiene como consecuencia que la gracia santificante se difunda por el alma de Cristo, según aquel principio: «Cuanto más cerca se halla un objeto receptivo de una causa eficiente, tanto más recibirá de la acción de esa causa.»

b) Por la incomparable sublimidad del alma de Cristo, cuyas operaciones (entender y amar) tenían que dirigirse a Dios de forma muy intima, y para ello era indispensable la elevación al orden sobrenatural de la gracia.

c) Por la relación de Cristo con los hombres, ya que de Él debería dimanar sobre éstos la abundancia de sus gracias.

Con la gracia santificante, Cristo recibió también las virtudes infusas, tanto las teologales como las morales, en cuanto éstas no queden excluidas por otras perfecciones superiores; recibió igualmente los dones del Espíritu Santo. La visión intuitiva de Dios excluye las virtudes teologales de la fe y de la esperanza (esta última con respecto a su objeto principal, que es la posesión de Dios, pero no con relación a objetos secundarios, v.g.: la glorificación del cuerpo) ; la carencia en Cristo de todo pecado y de la concupiscencia desordenada excluye las virtudes morales de la penitencia y la templanza. En ls 11, 2 s se da testimonio de que Cristo poseyera los dones del Espíritu Santo. Éstos tienen por fin convertir al alma en órgano dócil del Espíritu Santo; cf. Dz 378.

Como la gracia habitual de Cristo tiene su fundamento en la unión hipostática, se deduce de ahí que el momento de esa santificación accidental de Cristo fue el mismo instante de la unión hipostática de la naturaleza humana con el Logos divino. Cristo poseyó, desde el principio, la gracia santificante con suma plenitud; cf. Ioh 1, 14; 3, 34; S.th. rrr 7, 11.


3. La gracia de la cabeza («gratia capitis»)

Desde Cristo, que es la cabeza, se difunde la gracia sobre los miembros de su cuerpo místico (sent. común).

El papa Pío xii declaró en la encíclica Mystici Corporis (1943) : «De Él dimana sobre el cuerpo de la Iglesia toda la luz con que son iluminados sobrenaturalmente los fieles, y de Él se derivan todas las gracias por las que ellos son santificados como Cristo era santo... Cristo es el fundador y autor de la santidad... La gracia y la gloria brotan de su plenitud inagotable».

La plenitud de gracia de Cristo, que estriba en la unión hipostática, es la razón de que se difunda la gracia desde Cristo, que es la cabeza, a los miembros de su cuerpo místico. La gracia singular o personal de Cristo se convierte con ello en gracia de la cabeza.

San Juan asegura del Logos encarnado que está lleno de gracia y de verdad : «De su plenitud recibimos todos, gracia por gracia» (Ioh 1, 16). San Pablo enseña que Cristo, como hombre, es cabeza de la Iglesia, la cual es su cuerpo místico; Eph 1, 22 s : «A Él sujetó todas las cosas bajo sus pies y le puso por cabeza de todas las cosas en la Iglesia, que es su cuerpo» ; cf. Eph 4, 15 s ; Col 1, 18; Rom 12, 4 s; 1 Cor 12, 12 ss. Así como desde la cabeza física se difunde sobre los miembros del cuerpo la fuerza vital natural, así también de Cristo, que es cabeza, fluye la fuerza vital de la gracia sobrenatural sobre todos los miembros de su cuerpo místico; cf. S.th. III 8, 1.

Por lo que atañe al modo con que esa gracia brota de la cabeza y se difunde sobre los miembros del cuerpo místico, hay que tener en cuenta que Cristo, como Dios, confiere la gracia auctoritative, es decir, por su propio poder; mientras que en cuanto hombre la confiere sólo instrumentaliter, es decir, como instrumento de la divinidad. Con la virtud de la divinidad, Cristo nos mereció la gracia por medio de sus acciones humanas, sobre todo por su pasión y muerte (causa meritoria). Como causa instrumental (instrumentum coniunctum) produce en las almas la gracia por el camino ordinario que ésta sigue, que es el de los sacramentos (instrumenta separata), debiéndose esta producción de la gracia a Dios como causa principal ; cf. S.th. III 8, 1 ad 1.

La dispensación de gracias por parte de Cristo, cabeza, se extiende a todos Ios miembros del cuerpo místico, tanto a los actuales, que se hallan unidos con Él por medio de la gracia santificante o al menos por la fe, como también a los potenciales, que no están unidos con Al por la gracia santificante ni por la fe, pero que tienen la posibilidad de convertirse en miembros actuales del cuerpo místico de Cristo. Quedan excluidos los condenados; cf. S.th. III 8, 3.

 

III. LAS PRERROGATIVAS DEL PODER HUMANO DE CRISTO


§ 28. EL PODER DE CRISTO

La humanidad de Cristo, como instrumento del Logos, tiene el poder de producir efectos sobrenaturales (sent. cierta).

Como instrumento del Logos, la humanidad de Cristo —además de su virtud propia que posee por la naturaleza o por la gracia — tiene la virtud instrumental de producir todos los efectos sobrenaturales del orden físico (milagros) y del orden moral (perdón de los pecados, santificación) que sirvan para lograr el fin de la redención : «habuit instrumentalem virtutem ad omnes immutationes miraculosas faciendas ordinabiles ad incarnationis finem, qui est instaurare omnia». En todas estas acciones, la divinidad es la causa principal, y la humanidad de Cristo la causa instrumental o ministerial, pero en forma singular, porque tal humanidad es un instrumento unido hipostáticacnente de manera permanente con el Logos («instrumentum coniunctum cum Verbo») ; cf. S.th. III 13, 2.

La Sagrada Escritura testifica la cooperación instrumental de la humanidad de Cristo en numerosos milagros, por ejemplo, cuando tocaba a los enfermos y cuando dimanaba su virtud sobre los aquejados por males ; I,c 6, 19: «Toda la multitud buscaba tocarle porque salía de El una virtud que sanaba a todos» ; cf. I,c 8, 46 : «Alguno me ha tocado, porque yo he conocido que una virtud ha salido de mí». Cristo, como Hijo del hombre (es decir, en cuanto a su humanidad) se atribuye el poder de perdonar los pecados ; Mt 9, 6: «El Hijo del hombre tiene sobre la tierra el poder de perdonar los pecados.» A su carne y a su sangre, en la eucaristía, les atribuye también poder para infundir vida sobrenatural: «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene la vida eterna» (Ioh 6, 55). En su oración sacerdotal, Cristo confiesa que el Padre le ha dado poder sobre «toda carne», es decir, sobre todos los hombres : «Tú le has dado [al Hijo] poder sobre toda carne, para que a todos los que tú le diste les dé 1 'la vida eterna» (Ioh 17, 2).

Los santos padres consideran la humanidad de Cristo como instrumento de la divinidad (cf. SAN ATANASIO, Adv. Arianos or. 3, 31) y atribuyen por lo mismo a la carne de Cristo la virtud de vivificar. SAN CIRILO DE ALEJANDRIA dice de la carne eucarística de Cristo : «Como la carne del Redentor, en virtud de su unión con la vida sustancial, es decir, con el Logos procedente de Dios, se ha convertido en vivificadora, por lo mismo nosotros, cuando gustamos de ella, tenemos la vida en nosotros» (In loan. 6, 55) ; cf. Dz 123. La eficiencia de la humanidad de Cristo, según doctrina de SANTO ToMAs (cf. S.th. III 8, 1 ad 1) y de su escuela, no es puramente moral, sino también física. La eficiencia moral consiste en que la acción humana de Cristo mueve a la voluntad divina a producir inmediatamente un determinado efecto sobrenatural. La eficiencia física consiste en que la humanidad de Cristo, como instrumento del Logos divino, produce por sí misma un determinado efecto sobrenatural con la virtud recibida del Logos. Los escotistas no admiten más que una eficiencia moral. La tradición está más bien de parte de la doctrina tomista.

 

Capítulo segundo

LOS DEFECTOS O LA PASIBILIDAD DE LA NATURALEZA
HUMANA DE CRISTO

 

§ 29. LA PASIBILIDAD DE CRISTO


1. Los defectos corporales de Cristo («defectus corporis»)

La naturaleza humana de Cristo estaba sometida al padecimiento corporal (de fe).

La secta monofisita de los aftartodocetas, fundada por el obispo Juliano de Halicarnaso a comienzos del siglo vI, enseñaba que el cuerpo de Cristo, desde la encarnación, se había hecho incorruptible, es decir, que ya no estaba sometido a la corrupción ni a la pasibilidad. Semejante doctrina lleva lógicamente a negar la realidad efectiva de la pasión y muerte de Cristo.

En contra de esta doctrina, la Iglesia enseña en sus símbolos de fe que Cristo padeció y murió (verdaderamente) por nosotros. El iv concilio de Letrán y el concilio unionista de Florencia ponen de relieve expresamente no sólo la realidad efectiva de la pasión, sino también la pasibilidad de Cristo; Dz 429: «Secundum humanitatem factus est passibilis et mortalis» ; Dz 708: «Passibilis ex conditione assumptae humanitatis.»

Las profecías mesiánicas del Antiguo Testamento anuncian grandes padecimientos del futuro Redentor ; Is 53, 4: «Él tomó sobre sí nuestras enfermedades y cargó con nuestros dolores» ; cf. Ps 21 y 68. Según testimonian los evangelistas, Cristo estaba sometido a los defectos genéricos del cuerpo, como el hambre (Mt 4, 2), la sed (Ioh 19, 28), 1'a fatiga (Ioh 4, 6), el sueño (Mt 8, 24), el sufrimiento y la muerte. Los padecimientos de Cristo sirven a Ios fieles de ejemplo (1 Petr 2, 21).

El sentir unánime de los santos padres en favor de la pasibilidad de Cristo se expresa sin lugar a duda en su impugnación universal del docetismo. Los que principalmente se opusieron al aftartodocetismo fueron el patriarca monofisita Severo de Antioquía y, por parte católica, Leoncio Bizantino (+ hacia el 543). Solamente algún padre que otro, como San Hilario de Poitiers (+ 367) y Hesiquio de Jerusalén (+ con posterioridad al 451), enseñaron que la impasibilidad había sido el estado normal de Cristo; para sentir el dolor tenía que hacer un acto especial de su voluntad o un milagro. La sentencia de San Hilario se discutió aún con pasión en los escritos teológicos de la escolástica primitiva. Unos la rechazaban como error (v.g., Armando, discípulo de Abelardo), otros le daban una interpretación más benigna (v.g., Pedro Lombardo), otros la defendían (v.g., Felipe de Harvengt), otros, en fin, sostenían que San Hilario mismo había reconocido su error (v.g., Esteban Langton).

Como Cristo estaba libre del pecado original, sus debilidades corporales no eran, como en los demás hombres, consecuencia de dicho pecado ; antes bien, al las aceptó voluntariamente : a) para expiar en lugar nuestro los pecados de los hombres, b) para mostrar que poseía verdadera naturaleza humana, y c) para dar a los hombres ejemplo de paciencia en soportar el dolor; cf. S.th. III 14, 1. Los defectos, que Cristo aceptó voluntariamente, eran para al naturales, pues se derivaban de la índole de su naturaleza humana; cf. S.th. III 14, 2.

La misión redentora de Cristo no requería más que la aceptación de los defectos universales del género humano, que se derivan de la naturaleza humana como tal («defectus o passiones universales sive irreprehensibiles» ; v.g., el hambre, la sed, el cansancio, el sentir los dolores, el ser mortal) y que no se hallan en contradicción con la perfección intelectual y moral de Cristo. Hay que descartar los defectos particulares («defectus o passiones particulares sive reprehensibiles» ; v.g., las enfermedades somáticas y psíquicas) ; cf. S.th. III 14, 4.


2. Los afectos sensitivos del alma de Cristo («passiones animar»)

Por passiones animae se entienden los movimientos del apetito sensitivo: cpropriissimae dicuntur passiones animae affectiones appetitus sensitivi» (S.th. III 15, 4).

El alma de Cristo estaba sometida a los afectos sensitivos (sent. cierta).

Según testimonio de la Sagrada Escritura, Cristo poseía una vida psíquica verdaderamente humana, con todos sus afectos correspondientes ; v.g., tristeza (Mt 26, 37: «Comenzó a entristecerse y a angustiarse»), temor (Mc 14, 33: «Comenzó a atemorizarse y a angustiarse»), cólera (Mc 3, 5 : «Miró alrededor con enojo» ; Ioh 2, 15 ; 11, 33), amor (Mc 10, 21: «Jesús, mirándole, le amó» ; Ioh 11, 36; 19, 26), alegría (Ioh 11, 15 : «Y me alegro por vosotros»). Jesús lloró conmovido ante la vista de la ciudad de Jerusalén, destinada a la destrucción por su infidelidad (Lc 19, 41), así como derramó lágrimas ante el sepulcro de su amigo Lázaro (Ioh 11, 35), y sintió júbilo en el Espíritu Santo al pensar en las obras de la gracia divina (Lc 10, 21) ; cf. Hebr 2, 17; 4, 15 ; 5, 2.

Los afectos sensitivos pertenecen a la naturaleza del hombre y son, por tanto, naturales en Cristo. Pero, como Cristo estaba libre de la concupiscencia, no podían dirigirse estos afectos a ningún objeto vedado, ni podían surgir contra su voluntad ni enseñorearse de la razón. Por ello, los teólogos afirman, con SAN JERÓNIMO (In Mt. 26, 37), que los afectos de Cristo eran únicamente propassiones (= mociones iniciales), pero no passiones (= pasiones propiamente tales). Los padres griegos llaman a estos afectos pathe anypaítia o ánamárteta; cf. SAN JUAN DAMASCENO, De fide orth. III 20; S.th. III 15, 4.