Sección segunda

LA OBRA DIVINA DE LA CREACIÓN


Capítulo primero

LA DOCTRINA REVELADA ACERCA DE LAS COSAS
MATERIALES O COSMOLOGÍA CRISTIANA

 

§ 11. EL HEXAMERÓN BÍBLICO


1. Principios generales

Para resolver las contradicciones aparentes entre los datos de las ciencias naturales y el relato bíblico de la creación, hay que tener en cuenta los siguientes principios generales:

a) Aunque toda la Sagrada Escritura está inspirada y es palabra de Dios, no obstante, siguiendo a SANTO TOMÁS (Sent. II d. 12 q. 1 a. 2), hemos de distinguir entre las cosas inspiradas per se y las que lo están per accidens. Como la verdad revelada, que se halla depositada en la Sagrada Escritura, tiene por fin darnos enseñanzas de índole religiosa y moral, la inspiración se extiende per se a las verdades religiosas y morales. Las noticias profanas (científicas o históricas) que se contienen en la Sagrada Escritura están inspiradas tan sólo per accidens, es decir, por su relación con las verdades religiosas y morales. También lo inspirado per accidens es palabra de Dios y, por tanto, se halla libre de error. Ahora bien, como los hagiógrafos, cuando se trataba de cosas profanas, utilizaron una forma literaria vulgar, es decir, no científica, sino acomodada a las ideas de su época, por lo mismo, cabe en este punto una interpretación más amplia. El magisterio de la Iglesia nunca hace declaraciones positivas en cuestiones que son objeto de la ciencia profana, sino que únicamente se limita a advertirnos de los errores que ponen en peligro la fe. En estas cuestiones falta también la convicción unánime de los santos padres, pues ellos en este caso no hablan como testigos de la fe, sino que reflejan su propia opinión en consonancia con las ideas de su tiempo.

b) Como el conocimiento natural de la razón humana y el conocimiento sobrenatural de la fe provienen de la misma fuente, que es Dios, no puede haber verdadera contradicción entre los resultados ciertos de la ciencia profana y la palabra de Dios entendida como es debido. El concilio del Vaticano declara : <Nulla unquam inter fidem et rationem vera dissensio esse potest» ; Dz 1797.

c) En la exégesis bíblica hay que distinguir entre el fondo y la forma. <Para descubrir la intención de los hagiógrafos, entre otras cosas hay que atender a los géneros literarios» (Vaticano II, const. Dei Verbum, n. 12).


2. Declaraciones de la Comisión Bíblica (30-6-1909)

a) Los tres primeros capítulos del Génesis contienen relatos sobre sucesos reales ((rerum vere gestarum narrationes, quae scilicet obiectivae realitati et historicae veritati respondeant») y no mitos ni puras alegorías o 'símbolos de verdades religiosas ; no contienen, en fin, leyendas ; Dz 2122.

b) Cuando se trata de hechos que atañen a Ios fundamentos de la religión cristiana (rquae christianae religionis fundamenta attingunt»), hay que aceptar el sentido literal e histórico. Tales hechos son, entre otros, la creación de todas las cosas por Dios al principio de los tiempos y la creación especial del hombre ; Dz 2123.

c) No es necesario entender en sentido propio todas y cada una de las palabras y frases. Los lugares que han sido interpretados diversamente por los santos padres y los teólogos podrán exponerse según el propio y bien ponderado dictamen de cada uno, estando dispuestos, naturalmente, a someterse al juicio de la Iglesia y guardando siempre la analogía de la fe; Dz 2124s.

d) Como el hagiógrafo no pretendió exponer con rigor científico la constitución interna de las cosas o el orden en que fueron realizadas las distintas obras de la creación, antes bien se sirvió de un modo de expresarse popular y acomodado al lenguaje y a la ideología de su tiempo, no hay que entender tampoco, las palabras en su significado rigurosamente científico («proprietas scientifici sertnonis») cuando se efectúa la exégesis de un pasaje.

e) La palabra "día» no hay que entenderla en sentido de un día natural de 24 horas, sino que puede tomarse también como expresión de un período de tiempo más largo; Dz 2128. Cf. acerca de esta cuestión en su totalidad la Carta del Secretario de la Comisión Bíblica al cardenal Suhard, de 16 de enero de 1948 (Dz 3002).


3. Explicación de las obras de los seis días

Todo lo que la Sagrada Escritura dice sobre la duración y el orden con que Dios fue formando el mundo, es puro ropaje literario para expresar la verdad religiosa de que el mundo entero comenzó a existir porque lo sacó de la nada la palabra creadora de Dios. Para ello el hagiógrafo se sirvió de la imagen precientífica del mundo corriente en su época. El que sean seis los días de la creación hay que considerarlo coma un antropomorfismo. La labor creadora de Dios es expuesta según una estructuración rigurosamente esquemática (opus distinctionis — opus ornatus) a imagen de la semana laboral del hombre, figurándose el cese de la labor creadora con el descanso sabático. El fin de semejante ropaje literario es dar fundamento al trabajo semanal y al descanso sabático en el ejemplo del mismo Dios ; cf. Ex 20, 8 ss.

Las numerosas teorías que se han ido formando para explicar el hexamerón bíblico se dividen en dos grupos. El primero de ellos ve en el capítulo primero del Génesis un relato histórico sobre el orden y la duración de la obra divina de la creación (teorías realísticas). El segundo grupo renuncia a la historicidad del relato en lo tocante al orden y duración de las obras, y, para evitar todo conflicto con las ciencias naturales, supone que la división en seis días hay que explicarla por una idea del hagiógrafo (teorías idealísticas). Entre el primer grupo se cuentan la «teoría verbal», defendida por la mayor parte de los santos padres y doctores de la escolástica, la teoría de la restitución, la teoría del diluvio universal y diversas otras teorías de tendencia armonizante, que explican los seis días de la creación como seis períodos de tiempo. Al grupo segundo pertenecen el alegorismo de San Agustin, la teoría de la visión, el poetismo, la explicación antropomorfística antes mencionada y el mitismo condenado por el magisterio eclesiástico ; Dz 2122.

 

§ 12. LA DOCTRINA DEL EVOLUCIONISMO A LA LUZ DE LA REVELACIÓN

1. El evolucionismo materialista (E. Haeckel), que supone la existencia de una materia eterna e increada y que explica el origen de todos los seres vivientes : plantas,. animales y el mismo hombre (en cuanto al cuerpo y al alma), por una evolución mecánica de aquella materia eterna, se halla en contradicción con la verdad revelada, la cual nos enseña que la materia fue creada en el tiempo y que fue formada por Dios.

2. El evolucionismo que se sitúe en el plano de una concepción teísta del mundo, señalando a Dios como causa primera de la materia y de la vida, y que enseñe que los seres orgánicos han ido evolucionando a partir de potencias germinales (San Agustín) o de formas primitivas (teoría de la descendencia), creadas al principio por Dios y que fueron evolucionando según el plan dispuesto por Él, es compatible con la verdad revelada. Sin embargo, con respecto al hombre, hemos de aceptar que éste fue creado especialmente por Dios, al menos por lo que respecta al alma espiritual («peculiaris creatio hominis» ; Dz 2123). Algunos santos padres, sobre todo San Agustín, admitieron ya cierta evolución de los seres vivientes. Partiendo del supuesto de que Dios lo había creado todo al mismo tiempo (cf. Eccli 18, 1), enseñaron que Dios había puesto en la existencia en estado perfecto a una parte de las criaturas, mientras que otras las creó en un estado no desarrollado en forma de gérmenes iniciales («rationes seminales o causales»), de los cuales se irían desarrollando poco a poco. Mientras que los santos padres y los doctores escolásticos, al hablar del evolucionismo, se refieren a la evolución de todas las especies vivientes a partir de una forma primitiva especial creada por Dios, la moderna teoría evolucionística (teoria de la descendencia) concibe la evolución como paso de una especie a otra distinta. Según se suponga en el vértice de las líneas genéticas la existencia de varias formas primitivas o de una sola forma (célula original), se habla de evolución polifilética o monofilética. Desde el punto de vista de la revelación, se puede afirmar la posibilidad de ambas modalidades. Desde el punto de vista de las ciencias naturales, oigamos el juicio de F. BIRKNER: «Hay que deshacer la evolución monofilética (de un solo tronco) de los vivientes, pues faltan las formas de transición de un grupo a otro. Todo parece hablarnos en favor de una evolución polifilética (a partir de varios troncos independientes). Mas, por desgracia, hasta hoy día no nos ha sido posible averiguar cuántas formas primitivas u organizaciones fundamentales debieron de existir» (Klerusblatt 24 [1943] 4b).

 

Capítulo segundo

LA DOCTRINA REVELADA ACERCA DEL HOMBRE
O ANTROPOLOGÍA CRISTIANA

 

1. LA NATURALEZA DEL HOMBRE


§ 13. EL ORIGEN DE LA PRIMERA PAREJA HUMANA Y LA UNIDAD DEL GINERO HUMANO


1. Origen del primer hombre

El primer hombre fue creado por Dios (de fe).

El concilio Iv de Letrán y el concilio del Vaticano nos enseñan : «utramque de nihilo condidit creaturam, spiritualem et corporalem... ac deinde humanam quasi communem ex spiritu et corpore constitutam» ; Dz 428, 1783. El acto creador de Dios, que dio existencia al primer hombre, hay que considerarlo con respecto al alma como creatio prima y con respecto al cuerpo como creatio secunda.

Hay que rechazar el evolucionismo materialista, según el cual todo el ser del hombre — el cuerpo y el alma — se deriva mecánicamente por evolución a partir del reino animal. El alma del primer hombre fue creada inmediatamente por Dios de la nada. Con respecto al cuerpo, no se puede afirmar con seguridad que Dios lo formara inmediatamente de materia inorgánica. En principio, existe la posibilidad de que Dios infundiera el alma espiritual en una materia orgánica, en un cuerpo que fuera primitivamente de un animal. En efecto, la paleontología y la biología presentan argumentos dignos de tenerse en cuenta, aunque no sean decisivas, en favor de un parentesco genético del cuerpo humano con las formas superiores del reino animal.

Parece, sin embargo, que en este caso la infusión del alma no habría podido tener lugar sin una previa modificación orgánica que transformara el organismo animal preexistente .en un sujeto apto para ser informado por el alma y en el cual ésta encontrara un instrumento adecuado para el pleno despliegue de sus posibilidades.

La encíclica Humani generis del papa Pío xII (1950) hace constar que el problema acerca del origen del cuerpo humano es objeto de libre investigación por parte de científicos y teólogos, exhortando a que se examinen con todo esmero las razones que hablan en favor y en contra de su origen de una materia ya animada y advirtiéndonos que no creamos que los datos acumulados hasta hoy día por la ciencia prueban con certeza semejante origen del cuerpo humano, ni que nada hay en las fuentes de la revelación que exija proceder en este asunto con suma cautela y moderación (Dz 3027) ; cf. Dz 2286.

La Sagrada Escritura relata en dos lugares la creación del primer hombre; Gen 1, 27: «Y creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios le creó, y los creó varón y hembra» ; Gen 2, 7: «Formó Yahvé Dios al hombre del polvo de la tierra, y le inspiró en el rastro aliento de vida, y fue así el hombre ser animado».

Conforme al sentido obvio y literal de este pasaje, Dios formó directamente de materia inorgánica el cuerpo del primer hombre («de polvo de la tierra») y lo animó infundiéndole el alma espiritual. La idea de que el alma humana fue creada para animar un cuerpo de bruto se halla muy Iejos del tenor literal de la Sagrada Escritura y de la interpretación que dieron los santos padres. La cuestión de si el hombre procedía filogenéticamente del reino animal surgió por vez primera bajo el influjo de la moderna teoría evolucionista. El texto bíblico no excluye la respuesta afirmativa al problema. Igual que hacíamos en el relato sobre la creación del mundo, podemos distinguir también en el relato bíblico sobre la creación del hombre entre la verdad religiosa inspirada per se (a saber: que el hombre ha sido creado por Dios en cuanto al cuerpo y al alma) y la exposición inspirada per accidens —• y de índole notablemente antropomórfica—del modo como tuvo lugar aquella creación. Mientras que es necesario admitir en su sentido literal que el hombre fue creado por Dios, podemos apartarnos, por razones importantes, de la interpretación literal del modo como se verificó la formación del cuerpo del primer hombre.

Según Gen 2, 21 ss, el cuerpo de la primera mujer fue formado del cuerpo del primer hombre; Gen 2, 22: «Y de la costilla que de Adán tomara, formó el Señor a la mujer.» Este relato, de intenso colorido antropomorfístico, fue interpretado por la mayoría de los santos padres al pie de la letra. Con todo, algunos santos padres y teólogos lo. entendieron en sentido alegórico (los alejandrinos, Cayetano, Lagrange) o como una visión (Hummelauer, Hoberg). Puesto que, a pesar de que la Comisión Bíblica en su respuesta (Dz 2123) menciona la «formación de la primera mujer del primer hombre», el modo de la creación de la primera mujer difícilmente puede contarse entre los hechos que afectan a los fundamentos de la religión cristiana, no hay necesidad alguna de ajustarse a la interpretación literal, siendo suficiente admitir una relación ideal en el sentido de que la mujer fue creada en igualdad esencial con el hombre. Cf. Eccl 17, 5 (Vg); 1 Cor 11, 8.

Los santos padres enseñan unánimemente que Dios creó directamente a todo el hombre en cuanto al cuerpo y en cuanto al alma. En el modo de la creación de Eva ven figurada la igualdad esencial de la mujer con el hombre, la institución divina del matrimonio y el origen de la Iglesia y los sacramentos del costado herido de Cristo, segundo Adán ; cf. SAN AGUSTÍN, In loh. tr. 9, 10.


2. Unidad del género humano

Todo el género humano procede de una sola pareja humana (sent. cierta).

Contra la teoría de los preadamitas (defendida primeramente por el calvinista Isaac de La Peyrére, 1655) y la concepción de algunos naturalistas modernos, que enseñan que las distintas razas humanas se derivan de varios troncos independientes (poligenisnio), la Iglesia nos enseña que los componentes de la primera pareja humana : Adán y Eva, fueron los protoparentes de todo el género humano (monogenismo). La doctrina de la unidad del género humano no es dogma de fe, pero es base necesaria de los dogmas del pecado original y de la redención del hombre. Según declaración de la Comisión Bíblica, la unidad del género humano es uno de aquellos hechos que afectan a los fundamentos de la religión cristiana y que, por tanto, deben ser entendidos en su sentido literal e histórico (Dz 2123). La encíclica Humani generis de Pío xii (1950) rechaza el poligenismo por considerarlo incompatible con la doctrina revelada acerca del pecado original ; Dz 3028.

El segundo relato de la creación de Gen 2, 4b-3, 24 presenta la creación de una única pareja humana de la que todos los demás hombres descienden. Se hace hincapié en que aún no existía ningún hombre que cultivara la tierra (2, 5), que el hombre creado por Dios se hallaba solo (2, 18), que Eva había de ser la madre de todos los vivientes (3, 20). Al considerar el género literario de los primeros capítulos del Génesis resulta problemático si el monogenismo implicado en estas expresiones pertenece al fondo o a la forma de ellas. La exégesis bíblica puede ser entendida como «simbolización plástica de la unicidad de la humanidad en determinación, historia, salvación y perdición» (K. Rahner). El monogenismo, pues, no puede demostrarse por Gen 2-3, como tampoco la creación inmediata de las distintas especies por Gen 1. Sap 10, 1 y Act 17, 26 no van, en cuanto al fondo, más allá de Gen 2-3.

La doctrina paulina de que por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte (Rom 5, 12 ss; 1 Cor 15, 21 s), no encierra ninguna doctrina de la descendencia, aunque hay que admitir que la relación de todos los hombres con Adán referida a Gen 2-3 se interpreta en el sentido de la descendencia física. Cf. Hebr 2, 11.

Desde el punto de vista científico el monogenismo no puede ser demostrado, pero a su vez tampoco puede serlo el poligenismo, pues los hallazgos de la paleontología nada dicen sobre este particular. Las diferencias raciales sólo afectan a las características externas. La coincidencia esencial de todas las razas en la constitución física y en las disposiciones psíquicas parece indicar un origen común.

 

§ 14. Los ELEMENTOS CONSTITUTIVOS DE LA NATURALEZA HUMANA


1. Los dos constitutivos esenciales del hombre

El hombre consta de dos partes esenciales: el cuerpo material y el alma espiritual (de fe).

El concilio Iv de Letrán y el del Vaticano nos enseñan: «deinde (condidit creaturam) humanam quasi communem ex spiritu et corpore constitutam» ; Dz 428, 1783.

Se opone a la doctrina de la Iglesia el espiritualismo exagerado de Platón y de los origenistas. Éstos enseñan que el cuerpo es carga y estorbo para el alma ; es ni más ni menos que su mazmorra y sepultura. Tan sólo el alma constituye la naturaleza humana; el cuerpo no es sino una especie de sombra. Según la doctrina de la Iglesia, el cuerpo es parte esencialmente constitutiva de la naturaleza humana.

Cuando San Pablo nos habla de lucha entre la carne y el espíritu (Rom 7, 14 ss), y cuando suspira por verse libre de este cuerpo de muerte (Rom 7, 24), no piensa en la condición física del cuerpo, sino en el deplorable estado de desorden moral en que se halla por el pecado.

Es igualmente incompatible con el dogma católico el tricotomismo que enseñaron Platón, los gnósticos, maniqueos y apolinaristas, y en los tiempos modernos Anton Günther. Esta doctrina enseña que el hombre consta de tres partes esenciales: el cuerpo, el alma animal y el alma espiritual.

El VIII concilio universal de Constantinopla (869-870) condenó semejante doctrina bianimica declarando como dogma católico que el hombre no posee más que una sola alma racional : «unam animam rationabilem et intellectualem habere hominem» ; Dz 338. El alma espiritual es principio de la vida espiritual y, al mismo tiempo, lo es de °la vida animal (vegetativa y sensitiva) ; Dz 1655, nota 3.

La Sagrada Escritura nos enseña que el hombre es un compuesto de dos partes esenciales, unión que ha de volver a disolverse en dos partes; Gen 2, 7: «El Señor Dios formó al hombre del polvo de la tierra y sopló en su rostro el aliento de vida (spiraculum vitae = principio vital, alma), y así el hombre vino a ser un ser viviente»; Eccl 12, 7: «[Acuérdate de tu Hacedor] antes de que el polvo se vuelva a la tierra de donde salió y el espíritu retorne a Dios que le dio el ser»; cf. Mt 10, 28; 1 Cor 5, 3; 7, 34.

No hay que entender en el sentido de una tricotomía platónica la distinción entre alma y espíritu que vemos en algunos lugares de la Sagrada Escritura. En Lc 1, 46 s. obedece al parallelismus membrorum, propio de la poesía semítica. San Pablo emplea esta distinción para expresar las fuerzas superiores e inferiores del alma, que radican en el mismo principio psíquico (Hebr 4, 12), o para designar el principio de la vida natural y el de la sobrenatural (1 Thes 5, 23; cf. 1 Cor 2, 14 s). Esta manera de hablar de la Escritura es seguida por los padres. Muchos rechazan expresamente la doctrina de las dos almas en su Lucha contra el error cristológico del apolinarismo, basado en el tricotomismo; cf. SAN GREGORIO NISENG, De hominis opificio 14; GENADIO, Liber eccl. dogm. 15.

Se prueba especulativamente la unicidad del alma en el hombre por testimonio de la propia conciencia, por la cual somos conscientes de que el mismo yo es principio de la actividad espiritual lo mismo que de la sensitiva y vegetativa.


2. Relación entre el alma y el cuerpo

El alma racional es inmediatamente la forma sustancial del cuerpo (de fe).

El cuerpo y el alma no se hallan vinculados por una unión meramente extrínseca o por sola unidad de acción, como un recipiente y su contenido o como un piloto y su nave (Platón, Descartes, Leibniz) ; antes bien, cuerpo y alma constituyen una unión intrínseca o unidad de naturaleza, de suerte que el alma espiritual es por sí misma y esencialmente la forma del cuerpo. El concilio de Vienne (1311-1312) definió: «quod anima rationalis seu intellectiva sit forma corporis humani per se et essentialiter» ; Dz 481 ; cf. 738, 1655.

Esta declaración del concilio va dirigida contra el teólogo franciscano Pedro Juan Olivi (t 1298), el cual enseñaba que el alma racional no era por sí misma (inmediatamente) la forma sustancial del cuerpo, siéndolo únicamente por medio de la forma sensitiva y vegetativa realmente distinta de ella. Con ello perecería la unidad sustancial de la naturaleza humana, quedando suplantada por una mera unidad dinámica de acción. La definición del concilio de Vienne no significa el reconocimiento dogmático de la doctrina tomista sobre la unicidad de la forma sustancial ni del hilomorfismo que enseña el aristotelismo escolástico.

Según Gen 2, 7, la materia del cuerpo se convierte en cuerpo humano vivo en cuanto se le infunde el alma, la cual, según Gen 1, 26, es espiritual, pasando entonces el cuerpo a formar parte constitutiva de la naturaleza humana. Según la visión de Ezequiel 37, 1 ss, los miembros muertos del cuerpo se despertaron a la vida por el alma espiritual.

Los santos padres entendían que la unión de cuerpo y alma era tan íntima que llegaron a compararla con la unión hipostática ; cf. el símbolo Quicumque (Dz 40). SAN AGUSTÍN enseña : «Por el alma tiene el cuerpo sensación y vida» (De civ. Dei xxt 3, 2); cf. SAN JUAN DAMASCENO, De fide orth. u 12.


3. Individualidad e inmortalidad del alma

Cada hombre posee un alma individual e inmortal (de fe).

El v concilio universal de Letrán (1512-17) condenó a los neo-aristotélicos de tendencia humanista (Pietro Pomponazzi), los cuales renovaron el monopsiquismo averroista enseñando que el alma racional es en todos los hombres la misma numéricamente y que solamente esa alma universal es la que goza de inmortalidad : «damnamus et reprobamus omnes asserentes animam intellectivam mortalern esse aut unicam in cunctis hominibus». «Condenamos y reprobamos a todos los que afirman que el alma intelectiva es mortal o que es una sola en todos los hombres» ; Dz 738. La individualidad del alma es presupuesto necesario de la inmortalidad personal.

En el Antiguo Testamento, resalta mucho la idea de la retribución en esta vida. Sin embargo, aun los libros más antiguos (contra lo que afirma la crítica racionalista) conocen la fe en la inmortalidad. La vida sobre la tierra, según apreciación de la Sagrada Escritura en Gen 47, 9, es un morar en país extraño. Los muertos van a reunirse con sus padres (Gen 15, 15), se juntan con los de su pueblo (Gen 25, 8 y 17, etc.), van a dormirse con sus padres (Deut 31, 16; 3 Reg 2, 10, etc.). El alma, después de la muerte, entra en el seol, es decir, en una mansión común donde moran las almas separadas de los cuerpos (Gen 37, 35). Los libros más modernos, sobre todo el libro de la Sabiduría, abundan en testimonios de la fe en la inmortalidad del alma que abrigaba el pueblo israelita ; cf. especialmente Sap 2, 23: «Dios creó al hombre para la inmortalidad y le hizo a imagen de su propia inmortalidad» (según otra variante : «de su propia naturaleza»).

La fe en la vida futura, claramente expresada en el Nuevo Testamento, se apoya en la firme convicción de la inmortalidad personal. Jesús enseñaba : «No temáis a los que matan el cuerpo, que al alma no pueden matarla» (Mt 10, 28). SAN PABLO está convencido de que inmediatamente después de la muerte (no después de la resurrección) alcanzará la unión con Cristo : «Deseo morir para estar con Cristo» (Phil 1, 23). La doctrina sobre la muerte del alma (tnetopsiquismo) es totalmente desconocida en la Sagrada Escritura ; cf. Mt 10, 39 ; 16, 25 ; Lc 16, 19 ss ; 23, 43; Ioh 12, 25 ; Act 7, 59; 2 Cor 5, 6-8.

El siguiente lugar del Eclesiastés (3, 21) : *Quién sabe si el espíritu [= el principio vital] de los hijos de los hombres sube arriba y el espíritu de los animales desciende a la tierra?», parece que pone en duda la inmortalidad. Pero si examinamos el contexto, nos percataremos de que se refiere tan sólo a la faceta animal del hombre, según la cual es tan perecedero como una bestia. Otros pasajes del mismo libro nos hablan de la inmortalidad del alma de una forma que no deja lugar a duda; cf. 12, 7; 9, 10.

Los santos padres no sólo testifican unánimemente el hecho de la inmortalidad, sino que al mismo tiempo la razonan con argumentos filosóficos.

Orígenes la propugna contra el tnetopsiquismo, muy difundido en Arabia. Tratan de ella desde un punto de vista filosófico SAN GREGORIO NISENo en su Dialogus de anima et resurrectione y SAN AGUSTÍN en su monografía De immortalitate animae.

La razón natural prueba la inmortalidad del alma por su simplicidad física. Como no está compuesta de partes, no puede tampoco disolverse en partes. Dios podría, sin duda, aniquilar el alma; pero es conforme a la sabiduría y bondad de Dios que satisfaga en la vida futura el ansia natural del alma por alcanzar la verdad y la dicha, y es conforme con la justicia divina que retribuya cumplidamente al alma en la otra vida.

 

§ 15. EL ORIGEN DE CADA ALMA HUMANA

En los descendientes de Adán, el origen del alma está vinculado a la generación natural. Sobre este hecho existe conformidad, pero hay diversidad de opiniones cuando se trata de explicar cómo tiene origen el alma.


1. Preexistencianismo

Esta doctrina, ideada por Platón y enseñada en los primeros tiempos del Cristianismo por Orígenes y algunos seguidores suyos (Didimo de Alejandría, Evagrio Póntico, Nemesio de Emesa) y por los priscilianistas, mantiene que las almas preexistían antes de unirse con sus respectivos cuerpos (según Platón y Orígenes, desde toda la eternidad), y luego, como castigo de algún delito moral, se vieron condenadas a morar en el cuerpo del hombre, desterradas' de los espacios etéreos. Semejante doctrina fue condenada en un sínodo de Constantinopla (543) contra los origenistas y en un sínodo de Braga (561) contra los priscilianistas ; Dz 203, 236.

Es completamente extraña a la Sagrada Escritura la idea de que las almas existieran antes de su unión, con el cuerpo y de que en dicho estado cometiesen una culpa moral. Incluso el pasaje del libro de la Sabiduría, 8, 19 s : «Era yo un niño de buen natural, que recibió en suerte un alma buena. Porque siendo bueno vine a un cuerpo sin mancilla», no se puede entender en el sentido de la preexistencia platónica, pues las ideas antropológicas del 'libro de la sabiduría son radicalmente distintas de las de Platón. Según testimonio expreso de la Sagrada Escritura, el primer hombre, creado por Dios, era bueno en cuanto al cuerpo y en cuanto al alma (Gen 1, 31). El pecado entró en el mundo por la desobediencia de nuestros primeros padres (Gen 3, 1 ss ; Rom 5, 12 ss). San Pablo excluye directamente la idea de un pecado cometido en un estadio precorporal : «Cuando todavía no habían nacido ni habían hecho aún bien ni mal» (Rom 9, 11).

Los santos padres, con muy pocas excepciones, son contrarios al preexistencianismo de Orígenes; cf. SAN GREGORIO NACIANCENO, Or. 37, 15; SAN GREGORIO NISENO, De anima et resurr., § 15, 3; SAN AGUSTÍN, Ep. 217, 5, 16; SAN LEÓN I, Ep. 15, 10. Contra la teoría de la preexistencia del alma nos habla también el testimonio de la propia conciencia; cf. S.th. t 118, 3.


2. Emanatismo

El emanatismo, representado en la antigüedad por el dualismo de los gnósticos y maniqueos y enseñado en la edad moderna por los panteístas, sostiene que las almas se originan por emanación de la sustancia divina. Tal doctrina contradice la absoluta simplicidad de Dios y fue condenada como herética, juntamente con el panteísmo, en el concilio del Vaticano; Dz 1804; cf. Dz 347. SAN AGUSTÍN dice : «El alma no es una partícula de Dios, pues, si así fuera, sería inmutable e indestructible bajo cualquier respecto» (Ep. 166, 2, 3).


3. Generacionismo

El generacionismo atribuye el origen del alma humana, lo mismo que el del cuerpo humano, al acto generador de los padres. Ellos son causa del cuerpo y del alma. La forma más material de generacionismo es el traducianisno, defendido por Tertuliano, el cual enseña que con el semen orgánico de Ios padres pasa al hijo una partícula de la sustancia animica de los mismos (tradux). La forma más espiritual de generacionismo, considerada posible por San Agustín y defendida en el siglo pasado como probable por Klee, Rosmini y algunos otros, mantienen la espiritualidad del alma, pero enseña que el alma del hijo procede de un semen spirituale de los padres.

El generacionismo es incompatible con la simplicidad y espiritualidad del alma. El papa Benedicto xti exigió a los armenios como condición indispensable para la unión que abjuraran de la doctrina generacionista; I)z 533. León xiit condenó la doctrina de Rosmini; Dz 1910.


4. Creacionismo

Cada alma es creada directamente por Dios de la nada (sent. cierta).

El creacionismo, defendido por la mayor parte de los santos padres, de los escolásticos y de los teólogos modernos, enseña que cada alma es creada por Dios de la nada en el instante de su unión con el cuerpo. Tal doctrina no está definida, pero se halla expresada indirectamente en la definición del concilio v de Letrán («pro corporum, quibus infunditur, multitudine multiplicanda» ; Dz 738). Alejandro vii, en una declaración sobre la Concepción Inmaculada de María que sirvió como base de la definición dogmática de Pío Ix, habla de la «creación e infusión» del alma de la Virgen en su cuerpo («in primo instanti creationis atque infusionis in corpus»); Dz 1100; cf. Dz 1641. Pío xii enseña en la encíclica Humani generis (1950) : «que la fe católica nos enseña a profesar que las almas son creadas inmediatamente por Dios» ; Dz 3027; cf Dz 348 (León Ix).

No nos es posible presentar una prueba contundente de Escritura en favor del creacionismo. No obstante, lo hallamos insinuado en Eccl 12, 7 («El espíritu retorna a Dios, que fue quien le dio»), Sap 15, 11 (infusión del alma por Dios) y Hebr 12, 9 (distinción entre los padres de la carne y el Padre del espíritu = Dios).

La mayor parte de los santos padres, sobre todo los griegos, son partidarios del creacionismo. Mientras que San Jerónimo salió decididamente en favor del creacionismo, SAN AGUSTÍN anduvo vacilando toda su vida enre el generacionismo y el creacionismo (Ep. 166). Le impedía confesar decididamente el creacionismo la dificultad que hallaba en conciliar la creación inmediata del alma por Dios con la propagación del pecado original. Por influjo de San Agustín, perduró en los tiempos siguientes cierta vacilación, hasta que con el periodo de apogeo de la escolástica el creacionismo halló plena aceptación. SANTO TOMÁS llegó incluso a calificar de herética la doctrina generacionista; S.th. i 118, 2.

Instante en que es creada e infundida el alma.

Según la opinión del escolasticismo aristotélico, en el embrión humano se suceden temporalmene tres formas vitales distintas, de suerte que la forma subsiguiente viene a asumir las funciones de la correspondiente anterior, a 'saber: la forma vegetativa, la sensitiva y, por último (después de 40 a 90 días), la espiritual. De ahí la distinción que hicieron los escolásticos entre foetus informis y foetus formatos, la cual se pretenda fundar en un pasaje bíblico (Ex 21, 22; según la versión de los Setenta y la Vetus latina). El feto informe era considerado como un ser puramente animal: y el feto formado, como ser humano; siendo juzgada como asesinato la voluntaria occisión de este último. La filosofía cristiana moderna sostiene de forma unánime la sentencia de que en el mismo instante, o poco después, de la concepción tiene lugar la creación e infusión del alma espiritual; cf. Dz 1185; CIC 747.


II. LA ELEVACIÓN DEL HOMBRE Al. ESTADO
SOBRENATURAL


§ 16. CONCEPTO DE LO SOBRENATURAL


1. Definición

a) Natural, por contraposición a sobrenatural, es todo aquello que forma parte de la naturaleza o es efecto cíe la misma o es exigido por ella: «Naturale est, quod vel constitutive vel consecutive vel exigitive ad naturam pertinet»; o, en una palabra: «Naturale est, quod naturae debetur.» El orden natural es la ordenación de todas las criaturas al fin último correspondiente a su naturaleza.

San Agustín usa frecuentemente la palabra «natural» conforme a su etimología (natura=nascitura), en el sentido de «original» o «primitivo» (originalis), y algunas veces también en el sentido de «conforme o conveniente a la naturaleza» (conveniens). Según esta acepción de San Agustín el conjunto de dones «naturales» del hombre comprende también Ios dones sobrenaturales en su estado primitivo de elevación; cf. Dz 130: naturales possibilitas.

b) Sobrenatural es todo aquello que no constituye parte de la naturaleza ni es efecto de ella ni entra dentro de las exigencias a las que tiene título la misma, sino que está por encima del ser, de las fuerzas y de las exigencias de la naturaleza. Lo sobrenatural es algo que rebasa las potencias y exigencias naturales y que es añadido a los dones que una criatura tiene por naturaleza : «Supernaturale est donum Dei naturae indebitum et superadditum.» El orden sobrenatural es la ordenación de las criaturas racionales a un fin último sobrenatural.


2. División

Lo sobrenatural se divide en :

a) Sobrenatural sustancial («supernaturale secundum substantiam») y sobrenatural modal («supernaturale secunduni modum»). Es sobrenatural sustancial lo que por su ser interno excede a la naturaleza de una criatura, v.g., conocer el misterio de la Santísima Trinidad, poseer gracias actuales, la gracia santificante, la visión beatífica de Dios. Es sobrenatural modal un efecto que por su ser interno es natural, mas por el modo con que es producido supera las fuerzas naturales de la criatura, v.g., una curación milagrosa.

b) Sobrenatural absoluto, o simplemente tal («supernaturale simpliciter»), y sobrenatural relativo, o en un determinado respecto ("supernaturale secundum quid»). El sobrenatural absoluto comprende bienes de orden divino y supera, por tanto, las fuerzas de toda criatura, v.g., la gracia santificante, la visión beatífica de Dios. El sobrenatural relativo comprende bienes de orden creado, y aunque es sobrenatural para una determinada criatura, no lo es para todas, v.g., la ciencia infusa que es natural en el ángel y, en cambio, en el hombre es algo sobrenatural. Entre lo sobrenatural relativo se cuentan los dones llamados preternaturales del estado primitivo en que Dios creó al hombre.

 

§ 17. RELACIÓN ENTRE LA NATURALEZA Y LO SOBRENATURAL


1.
La capacidad de la naturaleza para la recepción de lo sobrenatural

La naturaleza de la criatura posee una capacidad receptiva de lo sobrenatural (sent. cierta).

Aun cuando lo sobrenatural se halle muy por encima de la naturaleza, con todo esta última posee un punto de partida o cierta receptibilidad para lo sobrenatural: la llamada potencia obediencial. Por ella entendemos la potencia pasiva, propia de la criatura y fundada en su total dependencia del Hacedor, para ser elevada por éste a un ser y actividad sobrenatural ; cf. S.th. III 11, 1.

Según la doctrina escolástica, el poder del Creador educe lo sobrenatural de la potencia obediencial ; esto quiere decir que la potencia pasiva, existente en la naturaleza de la criatura, es actuada por la omnipotencia de Dios. Tal doctrina es esencialmente distinta y nada tiene que ver con la teoría modernista de la «inmanencia vital», según la cual todo lo tocante a la religión brota cíe forma puramente natural de las exigencias de la naturaleza humana.

SAN AGUSTÍN dice: «Posse habere fidem, sicut posse habere caritatem, naturae est hominum; habere autem fidem, quemadmodum habere caritatem, gratiae est fidelium» (De praedest. sanct. 5, 10).


2. Vinculación orgánica de la naturaleza con lo sobrenatural

a) Lo sobrenatural presupone la naturaleza (sent. común).

Lo sobrenatural no subsiste en sí mismo, sino en otro; no es, por tanto, sustancia, sino accidente. Lo sobrenatural requiere una naturaleza creada en que pueda sustentarse y actuar.

b) Lo sobrenatural perfecciona la naturaleza (sent. común).

Lo sobrenatural no es algo que se añada de forma extrínseca a la naturaleza, sino que constituye con ella una unión intrínseca y orgánica. Penetra la esencia y las fuerzas de la naturaleza perfeccionándola, o bien dentro del orden creado (dones prenaturales), o bien elevándola al orden divino del ser y del obrar (dones absolutamente sobrenaturales). Los padres de la Iglesia y los teólogos comparan lo sobrenatural con el fuego que encandece el hierro o con el vástago fértil de exquisita planta, injertado en un patrón silvestre.


3. El fin natural y sobrenatural del hombre

Dios ha señalado al hombre un fin último sobrenatural (de fe).

El concilio del Vaticano funda la necesidad absoluta de la revelación en la destinación del hombre a un fin sobrenatural : «Deus ex infinita bonitate sua ordinavit hominem ad finem supernaturalem, ad participanda scilicet bona divina, quae humanae mentis intelligentiam omnino superant» ; Dz 1786; cf. Dz 1808. El fin último sobrenatural consiste en la participación del conocimiento que Dios tiene de sí mismo, fin cuya consecución redunda en gloria sobrenatural para Dios y en dicha sobrenatural para el hombre; cf. 1 Cor 13, 12; 1 loh 3, 2 (v. De Dios Uno y Trino, § 6).

El fin natural del hombre, que consiste en el conocimiento y amor natural de Dios y del cual redunda una glorificación natural de éste y una felicidad natural del hombre, se halla subordinado al fin sobrenatural. Todo el orden natural no es más que un medio para conseguir el fin último sobrenatural. El hombre, por razón de su total dependencia de Dios, está obligado a procurar la consecución de su fin último sobrenatural. Si yerra en este propósito, no podrá conseguir tampoco el fin natural ; cf. Mc 16, 16.

 

§ 18. DONES SOBRENATURALES DEL PRIMER HOMBRE


1. La gracia santificante

Nuestros primeros padres estaban dotados de gracia santificante antes del pecado original (de fe).

a) El concilio de Trento, frente al pelagianismo y al moderno racionalismo, enseña : «primum hominem Adam... sanctitatem et iustitiam, in qua constitutus fuerat, amisisse» ; Dz 788; cf. Dz 192.

Contra Bayo y el jansenista Quesnel, el sagrado magisterio de la Iglesia declaró el carácter sobrenatural de los dones del estado primitivo del hombre; Dz 1021-1026, 1385; cf. Dz 1516, 2318.

En la narración bíblica se da a entender la elevación del hombre al estado sobrenatural por el tono filial con que tratan nuestros primeros padres a Dios en el Paraíso. Una prueba cierta de tal elevación la hallamos en la soteriología del apóstol San Pablo. El Apóstol nos enseña que Cristo, segundo Adán, ha restaurado lo que el primero había echado a perder, a saber : el estado de santidad y justicia. Si Adán lo perdió, tuvo que poseerlo antes ; cf. Rom 5, 12 ss ; Eph 1, 10 ; 4, 23 s ; 1 Cor 6, 11; 2 Cor 5, 17; Gal 6, 15 ; Rom 5, 10 s ; 8, 14 ss.

Los santos padres entendieron que la dotación sobrenatural del hombre en el Paraíso estaba indicada en Gen 1, 26 (similitudo = semejanza sobrenatural con Dios), en Gen 2, 7 (spiraculum vitae = principio de la vida sobrenatural) y en F_ccl 7, 30; «He aquí que sólo he hallado esto: que Dios creó al hombre recto» (rectum=iustum). SAN AGUSTÍN comenta que nuestra renovación (Eph 4, 23) consiste en «recibir la justicia que el hombre había perdido por el pecado» (De Gen. ad litt. vi 24, 35). SAN JUAN DAMASCENO afirma: (El Hacedor concedió al hombre su gracia divina, y por medio de ella le hizo participante de su propia vida» (De fide orth. it 30).

b) En cuanto al instante en que tendría lugar tal elevación, la mayor parte de los teólogos están de acuerdo con Santo Tomás y su escuela en afirmar que nuestros primeros padres fueron ya creados en estado de gracia santificante. Por el contrario, Pedro Lombardo y la Escuela Franciscana enseñan que los protoparentes, al ser creados, recibieron únicamente los dones preternaturales de integridad, debiendo disponerse con ayuda de gracias actuales a la recepción de la gracia santificante. El concilio de Trento dejó intencionadamente sin resolver esta cuestión (por eso dice: «in qua constitutus erat», y no «creatus erat» ; Dz 788). Los santos padres exponen la misma sentencia de Santo Tomás; cf. Dz 192; SAN JUAN DAMASCENO, I)e fide orth. ii 12; S.th. r 95, 1.


2. Los dones de integridad

La dotación sobrenatural de nuestros primeros padres (iustitia originalis) comprendía, además de la gracia santificante absolutamente sobrenatural, ciertos dones preternaturales, los denominados dona integritatis:

a) El don de rectitud o integridad en sentido estricto, es decir, la inmunidad de la concupiscencia (sent. próxima a la fe).

Concupiscencia, en sentido dogmático, es la tendencia espontánea, bien sea sensitiva o espiritual, que precede a toda reflexión del entendimiento y toda resolución de la voluntad y que persiste aun contra la decisión de esta última. El don de integridad consiste en el dominio perfecto del libre albedrío sobre toda tendencia sensitiva o espiritual, pero deja subsistir la posibilidad del pecado.

El concilio tridentino declara que la concupiscencia es denominada «pecado» por San Pablo porque deriva del pecado e inclina al mismo («quia ex peccato et ad peccatum inclinat» ; Dz 792). Y si procede del pecado, señal de que no existía antes de él ; cf. Dz 2123, 1026.

La Sagrada Escritura da testimonio de la perfecta armonía que existía entre la razón y el apetito sensitivo; Gen 2, 25: «Estaban ambos desnudos... sin avergonzarse por ello». El sentimiento del pudor se despertó por el pecado ; Gen 3, 7 y 10.

Los santos padres defendieron el don de integridad frente a los pelagianos, los cuales no veían en la concupiscencia un defecto de la naturaleza (defectus naturae), sino un poder de la misma (vigor naturae). SAN AGUSTÍN enseña que nuestros primeros padres podían evitar fácilmente el pecado gracias al don de integridad (posse non peccare; De corrept. et gratia 12, 33).

b) El don de la inmortalidad, es decir, la inmortalidad corporal (sent. próxima a la fe).

El concilio de Trento enseña que Adán, por el pecado, incurrió en el castigo de la muerte corporal : «Si quis non confitetur, primum hominem Adam... incurrisse, per offensam praevaricationis huiusmodi, iram et indignationem Dei, atque ideo mortem, quam antea illi comminatus fuerat Deus...» a. s. ; Dz 788; cf. Dz 101, 175, 1078, 2123.

La Sagrada Escritura refiere que Dios conminó con la muerte si se desobedecía al precepto que 1~1 había dado ; y así lo hizo después de la transgresión de nuestros primeros padres (Gen 2, 17; 3, 19) ; cf. Sap 1, 13 : «Dios no hizo la muerte» ; Rom 5, 12 : «Por un hombre entró el pecado en el mundo, y por el pecado la muerte».

Debemos representarnos el don de la inmortalidad, tal como nos enseña SAN AGUSTfN, como posse non mori (De Gen. ad litt. vi 25, 36) (como posibilidad de no morir), y no como non posse mori (como imposibilidad de morir). Los santos padres opinaron que la inmortalidad les era proporcionada por el árbol de la vida ; Gen 2, 9; 3, 22.

Partiendo del principio de que el pecado no cambió la naturaleza del hombre, algunos teólogos modernos entienden así el don de la inmortalidad : el hombre inocente en su estado originario moriría ciertamente, si bien la muerte no le sería tan dolorosa como lo es para el hombre caído en el pecado. El concilio de Trento, que declara la muerte como consecuencia del pecado, no dice nada en contra, toda vez que él se refiere a la muerte empírica, tal como es experimentada por el hombre.

c) El don de impasibilidad, es decir, la inmunidad de sufrimientos (sent. común).

Aclaremos que este don debemos concebirlo como posse non pati (posibilidad de quedar libres del sufrimiento); guarda íntima relación con el don de la inmortalidad corporal.

La Sagrada Escritura considera el dolor y el sufrimiento como consecuencia del pecado ; Gen 3, 16 ss. Antes de pecar, nuestros primeros padres vivían en un estado de felicidad no turbada por ninguna molestia (cf. Gen 2, 15 [Vg] : «in paradiso voluptatis»). Pero advirtamos que impasibilidad no significa inactividad. Nuestros primeros padres, poco después de haber sido creados por Dios, recibieron el encargo divino de cultivar la tierra (Gen 2, 15) participando a su modo en la obra de la creación.

Algunos teólogos modernos entienden la impasibilidad en el sentido de que los dolores no habrían faltado, ciertamente, si bien el hombre en estado de inocencia y lleno del amor a Dios no los habría sentido tan dolorosamente como el hombre culpable.

d) El don de ciencia, es decir, el conocimiento infundido por Dios de muchas verdades naturales y sobrenaturales (sent. común).

Como nuestros primeros padres, según se desprende de la narración bíblica, comenzaron a existir en edad adulta y estaban destinados a ser los primeros maestros y educadores de toda la humanidad, era conveniente que Dios les dotara con conocimientos naturales correspondientes al grado de edad en que habían sido creados y a la misión que tenían que desempeñar, dándoles, además, toda la cantidad necesaria de conocimientos sobrenaturales para el logro del fin sobrenatural que les había sido asignado. La Sagrada Escritura nos indica el profuso conocimiento de Adán al referir que éste fue imponiendo nombres a todos los animales (Gen 2, 20) y que en seguida conoció cuál fuera la naturaleza y misión de la mujer (Gen 2, 23 s); cf. SAN AGUSTÍN, Op. imperf. c. lul. v, 1.

La escolástica ha aumentado abusivamente el saber profano de los primeros padres (cf. S.th. 194, 3). La Sagrada Escritura no ofrece para ello punto alguno de apoyo. El sentido de la imposición de nombres (Gen 2, 20) es expresar la supremacía del hombre sobre los animales. Teólogos modernos reducen el saber profano del primer hombre a un comportamiento instintivo seguro frente a su medio.

Sobre la duración del estado primitivo nada puede inferirse de la revelación. Se puede pensar que el primer acto de libre decisión del hombre fue el pecado. En este caso, la duración del estado primitivo debió ser sumamente breve.


3. Los dones primitivos, dones hereditarios

Adán no sólo recibió para si la gracia santificante, sino también para transmitirla a sus descendientes (sent. cierta).

El concilio de Trento enseña que Adán no sólo perdió para sí la santidad y justicia (= gracia santificante) que había recibido de Dios, sino que la perdió también para nosotros ; Dz 789. De ahí inferimos que él no la recibió únicamente para sí, sino también para nosotros sus descendientes. Lo mismo se puede decir, según consentimiento unánime de los santos padres y teólogos, de los dones preternaturales de integridad (exceptuando el don de ciencia) ; pues éstos fueron concedidos por razón de la gracia santificante. Adán no recibió los dones del estado primitivo como un mero individuo particular, sino como cabeza del género humano; ellos constituían un regalo hecho a la naturaleza humana como tal (donum naturae) y debían pasar, conforme a esta ordenación positiva de Dios, a todos los individuos que recibieran por generación la naturaleza humana. La justicia primitiva tenía, por tanto, carácter hereditario.

Los santos padres comentan que nosotros, descendientes de Adán, recibimos la gracia de Dios y la perdimos por el pecado. Este modo de hablar presupone claramente que las gracias concedidas primitivamente a Adán debían pasar a sus descendientes ; cf. SAN BASILIO (?), Sermo asc. I : «Volvamos a la gracia primitiva, de la que fuimos despojados por el pecado» ; SAN AGUSrlN, De spir. et litt. 27, 47; S.th. 1100, 1; Comp. theol. 187.

 

§ 19. Los DISTINTOS ESTADOS DE LA NATURALEZA HUMANA

Por estado de la naturaleza humana se entiende la situación interna de la susodicha naturaleza con respecto al fin último señalado por Dios. Se distingue entre estados históricos o reales y estados meramente posibles.

1. Estados reales

a) Estado de naturaleza elevada (o de justicia original); en él se encontraban los protoparentes antes de cometer el primer pecado, poseyendo el don absolutamente sobrenatural de la gracia santificante y los dones preternaturales de integridad.

b) Estado de naturaleza caída (o de pecado original); tal fue el estado que siguió inmediatamente al pecado de Adán, en el cual el hombre, como castigo por el pecado, carece de la gracia santificante y de los dones de integridad.

c) Estado de naturaleza reparada. Estado en que fue restaurado por la gracia redentora de Cristo ; en el que el hombre posee la gracia santificante, mas no los dones preternaturales de integridad.

d) Estado de naturaleza glorificada. Es el estado de aquellos que han alcanzado ya la visión beatífica de Dios, que es el último fin sobrenatural del hombre. Comprende en sí la gracia santificante en toda su perfección. Después de la resurrección de la carne, abarcará también, con respecto al cuerpo, los dones preternaturales de integridad en toda su perfección (no poder pecar, ni morir, ni sufrir).

Es común a todos los estados reales el fin último sobrenatural de la visión beatífica de Dios.


2. Estados meramente posibles

a) Estado de naturaleza pura, en el cual el hombre poseería todo aquello —y nada más que aquello— que pertenece a su naturaleza humana, y en el cual no podría conseguir más que un fin último puramente natural.

Lutero, Bayo y Jansenio negaron que fuera posible semejante estado de naturaleza pura, pero la Iglesia enseña con certeza su posibilidad. Así se desprende lógicamente de sus enseñanzas acerca del carácter sobrenatural de los dones concedidos a nuestros primeros padres en el estado de justicia original. Pío v condenó la proposición de Bayo : «Deus non potuisset ab initio talem creare hominem, qualis nunc nascitur» ; Dz 1055. De suerte que Dios pudo haber creado al hombre sin los dones estrictamente sobrenaturales y preternaturales, pero no en estado de pecado.

San Agustín y los doctores de la escolástica enseñan expresamente que es en sí posible el estado de naturaleza pura; cf. SAN AGUSTfN, Retract. 18 (9), 6; SANTO TOMÁS, In Sent. ii d. 31 q. 1 a. 2 ad 3.

b) Estado de naturaleza integra, en el cual el hombre hubiera poseído, juntamente con todo lo debido a su naturaleza, los dones preternaturales de integridad para conseguir más fácil y seguramente su fin último natural.

 

III. EL HOMBRE Y SU CAÍDA DEL ESTADO SOBRENATURAL


§ 20. EL PECADO PERSONAL DE NUESTROS PRIMEROS PADRES O PECADO ORIGINAL ORIGINANTE


1. El acto pecaminoso

Nuestros primeros padres pecaron gravemente en el Paraíso transgrediendo el precepto divino que Dios les había impuesto para probarles (de fe, por ser doctrina del magisterio ordinario y universal de la Iglesia).

El concilio de Trento enseña que Adán perdió la justicia y la santidad por transgredir el precepto divino; Dz 788. Como la magnitud del castigo toma como norma la magnitud de la culpa, por un castigo tan grave se ve que el pecado de Adán fue también grave o mortal.

La Sagrada Escritura refiere, en Gen 2, 17 y 3, 1 ss, el pecado de nuestros primeros padres. Como el pecado de Adán constituye 1a, base de los dogmas del pecado original y de la redención del género humano, hay que admitir en sus puntos esenciales la historicidad del relato bíblico. Según respuesta de la Comisión Bíblica del año 1909, no es lícito poner en duda el sentido literal e histórico con respecto a los hechos que mencionamos a continuación : a) que al primer hombre le fue impuesto un precepto por Dios a fin de probar su obediencia ; b) que transgredió este precepto divino por insinuación del diablo, presentado bajo la forma de una serpiente; c) que nuestros primeros padres se vieron privados del estado primitivo de inocencia ; Dz 2123.

Los libros más recientes de la Sagrada Escritura confirman este sentido literal e histórico; Eccli 25, 33: «Por una mujer tuvo principio el pecado y por ella morimos todos» ; Sap. 2, 24: «Por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo» ; 2 Cor 11, 3: «Pero temo que, como la serpiente engañó a Eva con su astucia, también corrompa vuestros pensamientos apartándolos de la entrega sincera a Cristo»; cf. 1 Tim 2, 14; Rom 5, 12 ss ; Ioh 8, 44. Hay que desechar la interpretación mitológica y la puramente alegórica (de los alejandrinos).

El pecado de nuestros primeros padres fue en su índole moral un pecado de desobediencia ; cf. Rom 5, 19: «Por la desobediencia de uno, muchos fueron hechos pecadores.» La raíz de tal desobediencia fue la soberbia ; Tob 4, 14: «Toda perdición tiene su principio en el orgullo»; Eccli 10, 15: «El principio de todo pecado es la soberbia.» El contexto bíblico descarta la hipótesis de que el pecado fuera de índole sexual, como sostuvieron Clemente Alejandrino y San Ambrosio. La gravedad del pecado resulta del fin que perseguía el precepto divino y de las circunstancias que le rodearon. SAN AGUSTÍN considera el pecado de Adán como «inefablemente grande» («ineffabiliter grande peccatum» : Op. imperf. c. Iul. I 105).


2. Las consecuencias del pecado

a) Los protoparentes perdieron por el pecado la gracia santificante y atrajeron sobre sí la cólera y el enojo de Dios (de fe; Dz 788).

En la Sagrada Escritura se nos indica la pérdida de la gracia santificante al referirse que nuestros primeros padres quedaron excluidos del trato familiar con Dios ; Gen 3, 10 y 23. Dios se presenta como juez y lanza contra ellos el veredicto condenatorio ; Gen 3, 16 ss.

El desagrado divino se traduce finalmente en la eterna reprobación. Taciano enseñó de hecho que Adán perdió la eterna salvación. SAN IRENEO (Adv. haer. Itt 23, 8), TERTULIANO (De poenit. 12) y SAN HIPÓLITO (Philos. 8, 16) salieron ya al paso de semejante teoría. Según afirman ellos, es doctrina universal de todos los padres, fundada en un pasaje del libro de la Sabiduría (10, 2: «ella [la Sabiduría] le salvó en su caída»), que nuestros primeros padres hicieron penitencia, y (por la sangre del Señor» se vieron salvados de la perdición eterna; cf. SAN AGUSTfN, De peccat. roer. et rem. u 34, 55.

b) Los protoparentes quedaron sujetos a la muerte y al señorío del diablo (de fe; Dz 788).

La muerte y todo el mal que dice relación con ella tienen su raíz en la pérdida de los dones de integridad. Según Gen 3, 16 ss, como castigo del pecado nos impuso Dios los sufrimientos y la muerte. El señorío del diablo queda indicado en Gen 3, 15, enseñándose expresamente en Ioh 12, 31 ; 14, 30 ; 2 Cor 4, 4; Hebr 2, 14; 2 Petr 2, 19.

 

21. EXISTENCIA DEL PECADO ORIGINAL


1. Doctrinas heréticas opuestas

El pecado original fue negado indirectamente por los gnósticos y maniqueos, que atribuían la corrupción moral del hombre a un principio eterno del mal: la materia; también lo negaron indirectamente los origenistas y priscilianistas, los cuales explicaban la inclinación del hombre al mal por un pecado que el alma cometiera antes de su unión con el cuerpo.

Negaron directamente la doctrina del pecado original los pelagianos, los cuales enseñaban que:

  1. El pecado de Adán no se transmitía por herencia a sus descendientes, sino porque éstos imitaban el mal ejemplo de aquél (imitatione, non propagatione).

  2. La muerte, los padecimientos y la concupiscencia no son castigos por el pecado, sino efectos del estado de naturaleza pura.

  3. El bautismo de los niños no se administra para remisión de los pecados, sino para que éstos sean recibidos en la comunidad de la Iglesia y alcancen el «reino de los cielos» (que es un grado de felicidad superior al de «la vida eterna»).

La herejía pelagiana fue combatida principalmente por SAN AGUSTÍN y condenada por el magisterio de la Iglesia en los sínodos de Mileve (416), Cartago (418), Orange (529) y, más recientemente, por el concilio de Trento (1546) ; Dz 102, 174 s, 787 ss.

El pelagianismo sobrevivió en el racionalismo desde la edad moderna hasta los tiempos actuales (socinianismo, racionalismo de la época de la «Ilustración», teología protestante liberal, incredulidad moderna).

En la edad media, un sínodo de Sens (1140) condenó la siguiente proposición de PEDRO AREIARDO: «Quod non contraximus culpam ex Adam, sed poenam tantum» ; Dz 376.

Los reformadores, bayanistas y jansenistas conservaron la creencia en el pecado original, pero desfiguraron su esencia y sus efectos, haciéndole consistir en la concupiscencia y considerándole como una corrupción completa de la naturaleza humana; cf. Conf. Aug., art. 2.


2. Doctrina de la Iglesia

El pecado de Adán se propaga a todos sus descendientes por generación, no por imitación (de fe).

La doctrina de la Iglesia sobre el pecado original se halla contenida en el Decretum super peccato originali, del concilio de Trento (sess. v, 1546), que a veces sigue a la letra las definiciones de los sínodos de Cartago y de Orange. El tridentino condena la doctrina de que Adán perdió para sí solo, y no también para nosotros, la justicia y santidad que había recibido de Dios ; y aquella otra de que Adán transmitió a sus descendientes únicamente la muerte y los sufrimientos corpora'les, pero no la culpa del pecado. Positivamente enseña que el pecado, que es muerte del alma, se propaga de Adán a todos sus descendientes por generación, no por imitación, y que es inherente a cada individuo. Tal pecado se borra por los méritos de la redención de Jesucristo, los cuales se aplican ordinariamente tanto a los adultos como a 'los niños por medio del sacramento del bautismo. Por eso, aun los niños recién nacidos reciben el bautismo para remisión de los pecados ; Dz 789-791.


3. Prueba tomada de las fuentes de la revelación

a) Prueba de Escritura.

El Antiguo Testamento solamente contiene insinuaciones sobre el pecado original ; cf. particularmente Ps 50, 7: «He aquí que nací en culpa y en pecado me concibió mi madre» ; Iob 14, 4 (según la Vulgata): «¿Quién podrá hacer puro al que ha sido concebido de una inmunda semilla?» (M: <<Quién podrá hacer persona limpia de un inmundo?»). Ambos lugares nos hablan de una pecaminosidad innata en el hombre, bien se entienda en el sentido de pecado habitual o de mera inclinación al pecado, pero sin relacionarla causalmente con el pecado de Adán. No obstante, el Antiguo Testamento conoció ya claramente el nexo causal que existe entre la muerte de todos los hombres y el pecado de nuestros primeros padres (la herencia de la muerte) ; cf. Eccli 25, 23 ; Sap 2, 24.

La prueba clásica de Escritura es la de Rom 5, 12-21. En este pasaje, el Apóstol establece un paralelo entre el primer Adán, que transmitió a todos los hombres el pecado y la muerte, y Cristo —segundo Adán — que difundió sobre todos ellos la justicia y la vida ; v 12 : «Así pues, por un hombre entró el pecado en el mundo y, por el pecado, la muerte, y así la muerte pasó a todos los hombres, por cuanto todos habían pecado» (in quo omnes peccaverunt)... v 19: «Pues, como por la desobediencia de uno muchos fueron hechos pecadores, así también por la obediencia de uno muchos serán hechos justos».

a) El término pecado (amartía) está tomado aquí en su sentido más general y se le considera personificado. Está englobado también el pecado original. Se pretende expresar la culpa del pecado, no sus consecuencias. Se hace distinción explícita entre el pecado y la muerte, la cual es considerada como consecuencia del pecado. Está bien claro que San Pablo, al hablar del pecado, no se refiere a la concupiscencia, porque según el v 18 s nos vemos libres del pecado por la gracia redentora de Cristo, siendo así que la experiencia nos dice que, a pesar de todo, la concupiscencia sigue en nosotros.

ß) Las palabras in quo (v 12 d) fueron interpretadas en sentido relativo por San Agustín y por toda la edad media, refiriéndolas a unum hominem: «Por un hombre..., en el cual todos pecaron.» Desde Erasmo de Rotterdam, se fue imponiendo cada vez más la interpretación conjuncional, mucho mejor fundada lingüísticamente y que ya fue sostenida por numerosos santos padres, sobre todo griegos : éf' ó = épí touto óti = «por causa de que todos hemos pecado», o «por cuanto todos hemos pecado». Véanse los lugares paralelos de 2 Cor 5, 4; Phil 3, 12; 4, 10; Rom 8, 3. Mientras el pecado de todos es interpretado por la exégesis tradicional colectivamente del pecado de todos en Adán, lo cual coindide con la interpretación de san Agustín, la exégesis moderna lo interpreta individualmente del pecado personal de los distintos hombres pecadores, como en Rom 3, 23. Según esta interpretación, el v. 12d no constituye testimonio alguno del pecado original. El punto esencial de la prueba es, pues, el v 19, en que se alude a la desobediencia de Adán como causa de la esencia pecadora de muchos.

y) Las palabras «Muchos (oí polloi) fueron hechos pecadores» (v 19 a) no restringen la universalidad del pecado original, pues la expresión «muchos» (por contraste con un solo Adán o un solo Cristo) es paralela a «todos» (pantes), que es empleada en los vv 12d y 18a.

b) Prueba de tradición

SAN AGUSTÍN invoca, contra el obispo pelagiano Julián de Eclana, la tradición eclesiástica : «No soy yo quien ha inventado el pecado original, pues la fe católica cree en él desde antiguo; pero tú, que lo niegas, eres sin duda un nuevo hereje» (De nupt. et concup. II 12, 25). SAN AGUSTÍN, en su escrito Contra lulianum (1. I y u), presenta ya una verdadera prueba de tradición citando a Ireneo, Cipriano, Reticio de Autún, Olimpio, Hilario, Ambrosio, Inocencio I, Gregorio Nacianceno, Juan Crisóstomo, Basilio y Jerónimo como testimonios de la doctrina católica. Muchas expresiones de los padres griegos, que parecen insistir mucho en que el pecado es una culpa personal y parecen prescindir por completo del pecado original, se entienden fácilmente si tenemos en cuenta que fueron escritas para combatir el dualismo de los gnósticos y maniqueos y contra el preexistencianismo origenista. SAN AGUSTÍN salió ya en favor de la doctrina del Crisóstomo para preservarla de las torcidas interpretaciones que le daban los pelagianos : «vobis nondum litigantibus securius loquebatur» (Contra lul. 16, 22).

Una prueba positiva y que no admite réplica de lo convencida que estaba la Iglesia primitiva de la realidad del pecado original, es la práctica de bautizar a los niños «para remisión de los pecados» ; cf. SAN CIPRIANO, Ep. 64, 5.


4. El dogma y la razón

La razón natural no es capaz de presentar un argumento contundente en favor de la existencia del pecado original, sino que únicamente puede inferirla con probabilidad por ciertos indicios : "Peccati originalis in humano genere probabiliter quaedam signa apparent» (S.c.G. Iv 52). Tales indicios son las espantosas aberraciones morales de la humanidad y la apostasía de la fe en el verdadero Dios (politeísmo, ateísmo).

 

§ 22. ESENCIA DEL PECADO ORIGINAL


1. Opiniones erróneas

a) El pecado original, contra lo que pensaba Pedro Abelardo, no consiste en el reato de pena eterna, es decir, en el castigo condenatorio que los descendientes de Adán habrían heredado de éste, que era cabeza del género humano (pena original y no culpa original). Según doctrina del concilio de Trento, el pecado original es verdadero y estricto pecado, es decir, reato de culpa; cf. Dz 376, 789, 792. San Pablo nos habla de verdadero pecado ; Rom 5, 12: «...por cuanto todos hemos pecado» ; cf. Rom 5, 19.

b) El pecado original, contra lo que enseñaron los reformadores, bayanistas y jansenistas, no consiste tampoco en la concupiscencia mala habitual (es decir : en la inclinación habitual al pecado), que persistiría aun en los bautizados como verdadero y estricto pecado, aunque tratándose de éstos no se les imputara ya a efectos del castigo. El concilio de Trento enseña que 'por el sacramento del bautismo se borra todo lo que es verdadero y estricto pecado y que la concupiscencia (que permanece después del bautismo como prueba moral) solamente puede ser considerada como pecado en sentido impropio ; Dz 792.

Es incompatible con la doctrina de San Pablo (que considera la justificación como una transformación y renovación interna) el que el pecado permanezca en el hombre, aunque no se le impute a efectos del castigo. El que ha sido justificado se ve libre del peligro de la reprobación,• porque tiene lejos de sí la razón de la reprobación, que es el pecado; Rom 8, 1: «No hay, pues, ya condenación alguna para los que son de Cristo Jesús.»

Como la naturaleza humana se halla compuesta de cuerpo y espíritu, la concupiscencia existiría también en el estado de naturaleza pura como un mal natural, y, por tanto, no puede ser considerada en sí como pecaminosa; porque Dios lo hizo todo bien ; Dz 428.

c) El pecado original, contra lo que enseñaron Alberto Pighio (+ 1542) y Ambrosio Catarino, O. P. (t 1553), no consiste en una imputación meramente extrínseca del pecado actual de Adán (teoría de la imputación). Según doctrina del concilio de Trento, el pecado de Adán se propaga por origen a todos sus descendientes y es inherente a cada uno de ellos como pecado propio suyo: «propagatione, non imitatione transfusum omnibus, inest unicuique proprium» ; Dz 790; cf. Dz 795: «propriam iniustitiam contrabunt». El efecto del bautismo, según doctrina del mismo concilio, es borrar realmente el pecado y no lograr tan sólo que no se nos impute una culpa extraña; Dz 792; cf. 5, 12 y 19.


2. Solución positiva

El pecado original consiste en el estado de privación de la gracia, que, por tener su causa en el voluntario pecado actual de Adán, cabeza del género humano, es culpable (sent. común).

a) El concilio de Trento denomina al pecado original muerte del alma (mors animae; Dz 789). La muerte del alma es la carencia de la vida sobrenatural, es decir, de la gracia santificante. En el bautismo se borra el pecado original por medio de la infusión de la gracia santificante (Dz 792). De ahí se sigue que el pecado original es un estado de privación de la gracia. Esto mismo se deduce del paralelo que establece San Pablo entre el pecado que procede de Adán y la justicia que procede de Cristo (Rom 5, 19). Como la justicia que Cristo nos confiere consiste formalmente en la gracia santificante (Dz 799), el pecado heredado de Adán consistirá formalmente en la falta de esa gracia santificante. Y la falta de esa gracia, que por voluntad de Dios tenía que existir en el alma, tiene carácter de culpa, como apartamiento que es de Dios.

Como el concepto de pecado en sentido formal incluye el ser voluntario (ratio voluntarii), es decir, la voluntaria incurrencia en el mismo, y los niños antes de llegar al uso de razón no pueden poner actos voluntarios personales, habrá que explicar, por tanto, la nota de voluntariedad en el pecado original por la conexión que guarda con el voluntario pecado actual de Adán. Adán era el representante de todo el género humano. De su libre decisión dependía que se conservaran o se perdieran los dones sobrenaturales que no se le habían concedido a él personalmente sino a la naturaleza del hombre como tal ; dones que, por la voluntaria transgresión que hizo Adán del precepto divino, se perdieron no sólo para él, sino para todo el linaje humano que habría de formar su descendencia. Pío v condenó la proposición de Bayo que afirma que el pecado original tiene en sí mismo el carácter de pecado sin relación alguna con la voluntad de la cual tomó origen dicho pecado; Dz 1047; cf. SAN AGUSTÍN, Retract. i 12 (13), 5 ; S.th. I 11 81, 1.

b) Según doctrina de Santo Tomás, el pecado original consiste formalmente en la falta de la justicia original, y materialmente en la concupiscencia desordenada. Santo Tomás distingue en todo pecado un elemento formal y otro material, el apartamiento de Dios (aversio a Deo) y la conversión a la criatura (conversio ad creaturam). Como la conversión a la criatura se manifiesta ante todo en la mala concupiscencia, SANTO TOMÁS, juntamente con San Agustín, ve en la concupiscencia, la cual en sí es una consecuencia del pecado original, el elemento material de dicho pecado: «peccatum originale materialiter quidem est concupiscentia, formaliter vero est defectus originalis iustitiae» (S.th. s ii 82, 3). La citada doctrina de Santo Tomás se halla por una parte bajo el influjo de San Anselmo de Canterbury, que coloca la esencia del pecado original exclusivamente en la privación de la justicia primitiva, y por otra parte bajo el influjo de SAN AGUSTÍN, el cual define el pecado original como la concupiscencia con su reato de culpa (concupiscentia cum suo reatu) y comenta que el reato de culpa se elimina por el bautismo, mientras que la concupiscencia permanece en nosotros como un mal, no como un pecado, para ejercitarnos en la lucha moral (ad agonem) (Op. irnperf. c. Iul I 71). I.a mayoría de los teólogos postridentinos no consideran la concupiscencia como elemento constitutivo del pecado original, sino como consecuencia del mismo.

 

§ 23. PROPAGACIÓN DEL PECADO ORIGINAL

El pecado original se propaga por generación natural (de fe).

El concilio de Trento dice: «propagatione, non imitatione transfusum omnibus» ; Dz 790. Al bautizar a un niño, queda borrado por la regeneración aquello en que se había incurrido por la generación; Dz 791.

Como el pecado original es peccatum naturae, se propaga de la misma forma que la naturaleza humana : por el acta natural de la generación. Aun cuando tal pecado en su origen es uno solo (Dz 790), a saber : el pecado de nuestro primer padre (el pecado de Eva no es causa del pecado original), se multiplica tantas veces cuantas comienza a existir por la generación un nuevo hijo de Adán. En cada generación se transmite la naturaleza humana desnuda de la gracia original.

La causa eficiente del pecado original no es Dios, sino sólo el pecado de Adán. La condición de su transmisión es, en virtud de un mandamiento positivo de Dios, el acto natural de la generación, por el cual se establece la conexión moral del individuo con Adán, cabeza del género humano. La concupiscencia actual vinculada al acto generativo (el placer sexual; libido), contra lo que opina SAN AGUSTÍN (De nuptiis et concup. 123, 25; 24, 27), no es causa eficiente ni condición indispensable para la propagación del pecado original. No es más que un fenómeno concomitante del acto generativo, acto que, considerado en sí, no es sino causa instrumental de la propagación del pecado original; cf. S.th. I II 82, 4 ad 3.

Objeciones: De la doctrina católica sobre la transmisión del pecado original no se sigue, como aseguraban los pelagianos, que Dios sea causa del pecado. El alma que Dios crea es buena considerada en el aspecto natural. El estado de pecado original significa la carencia de una excelencia sobrenatural para la cual la criatura no puede presentar título alguno. Dios, por tanto, no está obligado a crear el alma con el ornato sobrenatural de la gracia santificante. Además, Dios no tiene la culpa de que al alma que acaba de ser creada se le rehúsen los dones sobrenaturales; el culpable de ello ha sido el hombre, que usó mal de su libertad. De la doctrina católica no se sigue tampoco que el matrimonio sea en si malo. El acto conyugal de la procreación es en sí bueno, porque objetivamente (es decir, según su finalidad natural) y subjetivamente (esto es, según la intención de los procreadores) tiende a alcanzar un bien, que es la propagación del género humano, ordenada por Dios.

En caso de tener la humanidad un origen poligenéíico, algunos hombres habrían llegado a la existencia por otro medio que el de la procreación humana. Ahora bien, a tales hombres no podría aplicárseles la declaración del concilio de Trento sobre la transmisión del pecado original. Pero, puesto que para el Tridentino todavía era desconocido el problema del poligenismo, hay que admitir que la declaración conciliar tiene en consideración la humanidad actual, en la que todos los hombres reciben la existencia mediante generación humana. La dificultad de cómo el pecado de Adán, el primer hombre llegado al uso de razón, hubiera abarcado incluso a quienes no descendieran de él, podría resolverse arguyendo que en vista del evolucionismo todos los hombres proceden de una primera materia común creada por Dios como substrato de la hominización, y así constituyen una unidad de origen. Otra posibilidad de resolver la dificultad la ofrece la idea bíblica de la «persona corporativa», cuya acción determina la suerte de toda la comunidad. Adán es una persona corporativa en la que simultáneamente está incorporada toda la humanidad llamada a un fin común.

 

§ 24. CONSECUENCIAS DEL PECADO ORIGINAL

Los teólogos escolásticos, inspirándose en Lc 10, 30, resumieron las consecuencias del pecado original en el siguiente axioma: El hombre ha sido, por el pecado de Adán, despojado de sus bienes sobrenaturales y herido en los naturales («spoliatus gratuitis, vulneratus in naturalibus»). Téngase en cuenta que el concepto de gratuita de ordinario se extiende sólo a los dones absolutamente sobrenaturales, y que en el concepto de naturalea se incluye el don de integridad de que estaban dotadas las disposiciones y fuerzas naturales del hombre antes de la caída (naturadia integra); cf. SANTO TOMAS, Sent. II, d. 29, q. 1 a. 2; S.th. i II 85, 1.


1. Pérdida de los dones sobrenaturales

En el estado de pecado original, el hombre se halla privado de la gracia santificante y de todas sus secuelas, así como también de los dones preternaturales de integridad (de fe por lo que respecta a la gracia santificante y al don de inmortalidad; Dz 788 s).

La falta de la gracia santificante, considerada como un apartarse el hombre de Dios, tiene carácter de culpa ; considerada como un apartarse Dios del hombre, tiene carácter de castigo. La falta de los dones de integridad tiene como consecuencia que el hombre se halle sometido a la concupiscencia, a los sufrimientos y a la muerte. Tales consecuencias persisten aun después de haber sido borrado el pecado original, pero entonces ya no son consideradas como castigo, sino como poenalitates, es decir, como medios para practicar la virtud y dar prueba de la propia moralidad. El que se halla en pecado original está en servidumbre y cautividad del demonio, a quien Jesús llamó príncipe de este mundo (Ioh 12, 31 ; 14, 301, y San Pablo le denomina dios de este mundo (2 Cor 4, 41; cf. Hebr 2, 14; 2 Petr 2, 19.


2. Vulneración de la naturaleza

La herida que el pecado original abrió en la naturaleza no hay que concebirla como una total corrupción de la naturaleza humana, como piensan los reformadores y jansenistas. El hombre, aunque se encuentre en estado de pecado original, sigue teniendo la facultad de conocer las verdades religiosas naturales y realizar acciones moralmente buenas en el orden natural. El concilio del Vaticano enseña que el hombre puede conocer con certeza la existencia de Dios con las solas fuerzas de su razón natural; Dz 1785, 1806. El concilio tridentino enseña que por el pecado de Adán no se perdió ni quedó extinguido el libre albedrío ; Dz 815.

La herida, abierta en la naturaleza, interesa al cuerpo y al alma. El concilio II de Orange (529) declaró : atotum, i.e. secundum corpus et animam, in deterius hominem commutatum (esse)» (Dz 174) ; cf. Dz 181, 199, 793. Además de la sensibilidad al sufrimiento (passibilitas) y de la sujeción a la muerte (mortalitas), las dos heridas que afectan al cuerpo, los teólogos, siguiendo a SANTO TOMÁS (S.th. 1 II 85, 3), enumeran cuatro heridas del alma, opuestas respectivamente a las cuatro virtudes cardinales : a) la ignorancia, es decir, la dificultad para conocer la verdad (se opone a la prudencia) ; b) la malicia, es decir, la debilitación de nuestra voluntad (se opone a la justicia) ; c) la fragilidad (infirmitas), es decir, la cobardía ante las dificultades que encontramos para tender hacia el bien (se opone a la fortaleza) ; d) la concupiscencia en sentido estricto, es decir, el apetito desordenado de satisfacer a los sentidos contra las normas de la razón (se opone a la templanza). La herida del cuerpo tiene su fundamento en la pérdida de los dones preternaturales de impasibilidad e inmortalidad ; la herida del alma en la pérdida del don preternatural de inmunidad de la concupiscencia.

Es objeto de controversia si la herida abierta en la naturaleza consiste exclusivamente en la pérdida de los dones preternaturales o si la naturaleza humana ha sufrido además, de forma accidental, una debilitación intrínseca. Los que se deciden por la primera sentencia (Santo Tomás y la mayor parte de los teólogos) afirman que la naturaleza ha sido herida sólo relativamente, esto es, si se la compara con el estado primitivo de justicia original. Los defensores de la segunda sentencia conciben la herida de la naturaleza en sentido absoluto, es decir, como situación inferior con respecto al estado de naturaleza pura.

Según la primera sentencia, el hombre en pecado original es con respecto al hombre en estado de naturaleza pura como una persona que ha sido despojada de sus vestidos (desnudada) a otra persona que nunca se ha cubierto con ellos (desnuda; nudatus ad nudum). Según la segunda sentencia, la relación que existe entre ambos es la de un enfermo a una persona sana (aegrotus ad sanum).

Hay que preferir sin duda la primera opinión, porque el pecado actual de Adán — una acción singular — no pudo crear en su propia naturaleza ni en la de sus descendientes hábito malo alguno, ni por tanto la consiguiente debilitación de las fuerzas naturales; cf. S.th. i u 85, 1. Pero hay que conceder también que la naturaleza humana caída, por los extravíos de los individuos y de las colectividades, ha experimentado cierta corrupción ulterior, de suerte que se encuentra actualmente en un situación concreta inferior a la del estado de naturaleza pura.

 

§ 25. LA SUERTE DE LOS NIÑOS QUE MUEREN EN PECADO ORIGINAL

Las almas que salen de esta vida en estado de pecado original están excluidas de la visión beatifica de Dios (de fe).

El segundo concilio universal de Lyón (1274) y el concilio de Florencia (1438-45) declararon : elllorum animas, qui in actuali mortali peccato vel solo originali decedunt, mox in infemum descendere, poenis tamen disparibus puniendas» ; Dz 464, 693 ; cf. 493 a.

Este dogma se funda en las palabras del Señor : (Si alguien no renaciere del agua y del Espíritu Santo [por medio del bautismo], no podrá entrar en el reino de los cielos» (Ioh 3, 5).

Los que no han llegado todavía al uso de la razón pueden lograr la regeneración de forma extrasacramental gracias al bautismo de sangre (recuérdese la matanza de los santos inocentes). En atención a la universal voluntad salvífica de Dios (1 Tim 2, 4) admiten muchos teólogos modernos, especialmente los contemporáneos, otros sustitutivos del bautismo para los niños que mueren sin el bautismo sacramental, como las oraciones y deseo de los padres o de la Iglesia (bautismo de deseo representativo ; Cayetano) o la consecución del uso de razón en el instante de la muerte, de forma que el niño agonizante pudiera decidirse en favor o en contra de Dios (bautismo de deseo; H. Klee), o que los sufrimientos y muerte del niño sirvieran de cuasisacramento (bautismo de dolor; H. Schell). Éstos y otros sustitutivos del bautismo son ciertamente posibles, pero nada se puede probar por las fuentes de la revelación acerca de la existencia efectiva de los mismos; cf. Dz 712. AAS 50 (1958) 114.

Los teólogos, al hablar de las penas del infierno, hacen distinción entre la pena de daño (que consiste en la exclusión de la visión beatífica) y la pena de sentido (producida por medios extrínsecos y que, después de la resurrección del cuerpo, será experimentada también por los sentidos). Mientras que SAN AGUSTÍN y muchos padres latinos opinan que los niños que mueren en pecado original tienen que soportar también una pena de sentido, aunque muy benigna («mitissima omnium poena» ; Enchir. 93), enseñan los padres griegos (v.g. SAN GREGORIO NACIANCENO, Or. 40, 23) y la mayoría de los teólogos escolásticos y modernos que no sufren más que la pena de daño. Habla en favor de esta doctrina la explicación dada por el papa Inocencio «Poena originalis peccati est carentia visionis Dei (= poena damni), actualis vero poena peccati est gehennae perpetuae cruciatus (= poena sensus)» ; Dz 410. Con la pena de daño es compatible un estado de felicidad natural; cf. SANTO Tom.Ás, De malo, Sent. H d. 33 q. 2 ad 2.

Los teólogos suelen admitir que existe un lugar especial adonde van los niños que mueren sin bautismo y al cual llaman limbo de los niños. Pío vt salió en defensa de esta doctrina frente a la interpretación pelagiana de los jansenistas, que falsamente querían explicarlo como un estado intermedio entre la condenación y el reino de Dios; Dz 1526.

 

Capítulo tercero

LA VERDAD REVELADA ACERCA DE LOS ÁNGELES O ANGELOLOGÍA CRISTIANA

 

§ 26. EXISTENCIA, ORIGEN Y NÚMERO DE LOS ÁNGELES


1. Existencia y origen de Ios ángeles

Dios, al principio del tiempo, creó de la nada unas sustancias espirituales que son llamadas ángeles (de fe).

La existencia de los ángeles la negaron los saduceos (Act 23, 8: «Porque los saduceos niegan la resurrección y la existencia de ángeles y espíritus, mientras que los fariseos profesan lo uno y lo otro») y la han negado el materialismo y el racionalismo de todas las épocas. Los racionalistas modernos consideran a los :ingeles como personificaciones de atributos y acciones divinas, o ven en la angelología judeocristiana vestigios de un politeísmo primitivo o elementos tomados de las ideologías pérsicas y habilónicas.

Los concilios iv de Letrán y del Vaticano declaran: «simul ab initio temporis utramque de nihilo condidit creaturam, spiritualem et corporalem, angelicam videlicet et mundanam» ; Dz 428, 1783. No está definido que el mundo angélico fuera creado al mismo tiempo que el mundo material (simul puede también significar : pariter, igualmente, tanto la una como la otra; cf. Eccli 18, 1); pero es sentencia común hoy día que así sucedió.

La Sagrada Escritura da testimonio, aun en los libros más antiguos, de la existencia de los ángeles, los cuales glorifican a Dios y, como servidores y mensajeros suyos, son los encargados de traer sus mensajes a los hombres ; cf. Gen 3, 24; 16, 7 ss ; 18, 2 ss; 19, 1 ss ; 22, 11 s ; 24, 7; 28, 12; 32, 1 s. La creación de los ángeles la refiere indirectamente el Exodo 20, 11 : «En seis días hizo Yahvé los cielos y la tierra, el mar y cuanto en ellos se contiene» ; v directamente la refiere Col 1, 16: «En El fueron creadas todas las cosas del cielo y de la tierra, las visibles y las invisibles, los tronos, las dominaciones, los principados, las potestades» ; cf. Ps 148, 2-5.

El testimonio de la tradición es unánime desde un principio. Los apologetas de los primeros tiempos del cristianismo, al rechazar la acusación de ateísmo que se lanzaba contra los cristianos, presentan, entre otras pruebas, la fe en la existencia de los ángeles (SAN JUSTINO, Apol. 16; ATENÁGORAS, Suppl. 10). La primera monografía acerca de Ios ángeles fue compuesta hacia el año 500 por el SEUDO-DIONISIO AREOPAGITA, y llevaba el título : De caelesti hierarchia. Entre los padres latinos, San Agustín y San Gregorio Magno hicieron profundos estudios acerca de Ios ángeles. La liturgia de la Iglesia nos ofrece también numerosos testimonios sobre su existencia.

La razón natural no puede probar con rigor la existencia de los ángeles, pues éstos fueron creados por una libre decisión de la voluntad divina. Mas la serie en que van ascendiendo las perfecciones ontológicas de las criaturas (seres puramente materiales — seres compuestos de materia y espíritu) nos permite deducir con su probabilidad la existencia de seres creados puramente espirituales


2. Número de los ángeles

El número de los ángeles, por lo que dice la Sagrada Escritura, es muy elevado. La Biblia nos habla de miríadas (Hebr 12, 22), de millares y millares (Dan 7, 10; Apoc 5, 11), de legiones (Mt 26, 53). Los distintos nombres con que los llama la Biblia nos indican que entre ellos existe una jerarquía. Desde el Seudo-Areopagita, se suelen enumerar nueve coros u órdenes angélicos, fundándose en los nombres con que se les cita en la Sagrada Escritura ; cada tres coros de ángeles constituyen una jerarquía : serafines, querubines y tronos — dominaciones, virtudes y potestades — principados, arcángeles y ángeles ; cf. Is 6, 2 ss ; Gen 3, 24 ; Col 1, 16 ; Eph 1, 21 ; 3, 10; Rom 8, 38 s; Iud 9; 1 Thes 4, 16.

La división del mundo angélico en nueve órdenes y la doctrina a ella unida de la iluminación de los órdenes inferiores por los superiores (inspirada en el neoplatonismo) no son verdades de fe, sino mera opinión teológica, a la que es libre asentir o no. Lo mismo se diga de aquella otra división que hacen Ios escolásticos fundándose en Dan 7, 10, entre angeli assistentes y angeli ministrantes (asistentes al trono divino — mensajeros de Dios). En el primer grupo se encuadran los seis coros superiores ; en el segundo, los tres coros inferiores del Seudo-Dionisio. Notemos, sin embargo, que conforme al testimonio explícito de la revelación no se excluyen mutuamente las funciones de ser asistentes y servidores de Dios; cf. Tob 12, 15; Lc 1, 19 y 26.

Según doctrina de Santo Tomás, derivada de su concepción del principio de individuación, los ángeles se distinguen entre sí específicamente. Cada ángel constituye por sí solo una especie distinta. En cambio, otros teólogos enseñan o bien que todos los ángeles no forman más que una sola especie (San Alberto Magno), o bien que cada jerarquía o coro forma una especie distinta (Escuela Franciscana, Suárez).


§ 27. NATURALEZA DE LOS ÁNGELES


1. Inmaterialidad de la naturaleza angélica

La naturaleza de los ángeles es espiritual (de fe).

El concilio iv de Letrán y el del Vaticano establecen una distinción entre la creación de la naturaleza espiritual y de la corporal, identificando la primera con la naturaleza angélica ; Dz 428, 1783 : «spiritualem et corporalem (creaturam), angelicam videlicet et mundanam».

A diferencia de la naturaleza humana, compuesta de cuerpo y alma espiritual, la naturaleza angélica es puramente espiritual, es decir, libre de toda ordenación a la materia.

La Sagrada Escritura llama expresamente «espíritus» a los ángeles (spiritus, pneúmata); cf. 3 Reg 22, 21; Dan 3, 86; Sap 7, 23; 2 Mac 3, 24; Mt 8, 16; Lc 6, 19 (G 18) ; 10, 20; 11, 24 y 26; Hehr 1, 14; Apoc 1, 4. San Pablo contrapone «los espíritus de maldad» (esto es : los ángeles caídos) a «la carne y la sangre» (es decir, los hombres) ; Eph 6, 12: «No es nuestra lucha contra la carne y la sangre, sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos de los aires». Esta contraposición indica claramente que San Pablo concebía a los ángeles caídos como seres inmateriales.

luda 6-7 parece presentar una dificultad en contra de la inmaterialidad de los ángeles, si las palabras «que de igual modo que ellos habían fornicado» (v 7) se refieren a los ángeles antes citados y no a los habitantes de Sodoma y Gomorra. Si la primera interpretación es exacta, habrá que ver en ella, como en el v 9, una alusión a la tradición muy extendida en el judaísmo tardío y en los primeros siglos del cristianismo, según la cual los ángeles habrían tenido contacto carnal con las mujeres (cf. Gen. 6, 2) y habrán sido castigados por Dios por esta razón. El autor de la epístola recordaría a sus lectores esta tradición, ya conocida por ellos, para explicarles en un ejemplo la justicia punitiva de Dios, sin querer dar ninguna indicación formal sobre la naturaleza de los ángeles.

Una gran parte de los santos padres, entre ellos San Agustín, sufrieron el influjo de las doctrinas estoicas y platónicas, e interpretando equivocadamente algunas expresiones de la Escritura (Ps 103, 4; Gen 6, 2; angelofanías), atribuyeron a los ángeles cierto cuerpo sutil, etéreo o semejante al fuego; mientras que otros, como Eusebio de Cesarea, San Gregorio Nacianceno, el Seudo-Dionisio y San Gregorio Magno, profesaron la pura espiritualidad de los ángeles. SAN GREGORIO MAGNO dice : «El ángel es solamente espíritu; el hombre, en cambio, es espíritu y cuerpo» (Moralia iv 3, 8). Durante el período de apogeo de la escolástica, la Escuela Franciscana suponía, aun en las sustancias creadas puramente espirituales, una composición de materia y forma (elemento determinado y elemento determinante), mientras que SANTO TOMÁS y su escuela consideraron las sustancias puramente espirituales como formas subsistentes sin materia o formas separadas; S.th. 1 50, 1-2.


2. Inmortalidad natural de los ángeles

Los ángeles son por naturaleza inmortales (sent. común).

De la pura espiritualidad de la naturaleza angélica se deriva su inmortalidad natural ; cf. 1,c 20, 36: «Ellos [los resucitados] ya no pueden morir, pues son semejantes a los ángeles». La felicidad celestial de los ángeles buenos y la reprobación de los malos es de duración eterna, según testimonio de la revelación ; Mt 18, 10: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y sus ángeles».

No es exacto lo que afirma SAN JUAN DAMASCENO (De fide orth. Ir 3) y con él algunos escolásticos (Escoto, Biel) de que la inmortalidad de los ángeles sea don de la gracia. En efecto, no es otra cosa que una consecuencia necesaria de su naturaleza espiritual; S.th. 150, 5.


3. Entendimiento, voluntad y poder de los ángeles

Como sustancias espirituales, los ángeles poseen entendimiento y libre voluntad. El conocimiento y volición de los ángeles, por ser su naturaleza puramente espiritual, son mucho más perfectos que el conocimiento v volición humanos ; mientras que por ser la naturaleza angélica finita y limitada su conocimiento y volición son esencialmente inferiores al infinito conocimiento y volición de Dios. Los ángeles no conocen los secretos de Dios (1 Cor 2, 11), ni pueden escudriñar los corazones (3 Reg 8, 39), ni tienen tampoco presciencia cierta de las acciones libres futuras (Is 46, 9 s) ; desconocen el día y hora del juicio (Mt 24, 36; Mc 13, 32). Su voluntad es mudable.

El modo con que conocen los ángeles está de acuerdo con su naturaleza puramente espiritual. No proceden como el hombre, que se forma las especies inteligibles por abstracción de la experiencia sensible, sino que, al ser creados, los ángeles reciben esas especies de Dios juntamente con la potencia intelectiva (ciencia infusa o indita); cf. S.th. I 55, 2. El conocimiento natural de Dios que poseen los ángeles es mediato y adquirido por la contemplación de las perfecciones creadas, y particularmente de sus propias perfecciones; cf. S.th. r 56, 3.

La Libre voluntad es presupuesto necesario para que pecaran los ángeles malos y sufrieran, en consecuencia, la condenación eterna; 2 Petr 2, 4: «Dios no perdonó a Ios ángeles que pecaron.»

Como los ángeles están elevados por su naturaleza sobre todas las demás criaturas, por lo mismo poseen un poder mucho más perfecto que todas ellas. Según 2 Petr 2, 11, los ángeles son superiores en fuerzas y poder a los hombres. Sin embargo, los ángeles carecen del poder de crear de la nada y de obrar milagros estrictamente tales, poderes que competen únicamente a Dios.

 

§ 28. LA ELEVACIÓN SOBRENATURAL Y LA PRUEBA A LA QUE FUERON SOMETIDOS LOS ÁNGELES


1. Elevación al estado de gracia

Dios ha fijado a los ángeles un fin último sobrenatural, que es la visión inmediata de Dios, y para conseguir este fin les ha dotado de gracia santificante (sent. cierta).

a) Pío v condenó la doctrina de Bayo, el cual aseguraba que la felicidad eterna concedida a los ángeles buenos era una recompensa por sus obras naturalmente buenas y no un don de la gracia ; Dz 1033 s.

Jesús nos asegura, cuando reprueba el escándalo : «Sus ángeles no cesan de contemplar el rostro de mi Padre, que está en los cielos» (Mt 18, 10) ; cf. Tob 12, 19. La condición indispensable para alcanzar la visión beatífica de Dios es hallarse en posesión de la gracia santificante.

Los santos padres testifican expresamente la elevación de los ángeles al estado de gracia. SAN AGUSTÍN enseña que todos los ángeles, sin excepción, fueron dotados de gracia habitual para ser buenos y ayudados incesantemente con la gracia actual para permanecer siendo buenos (De civ. Dei XII 9, 2; De corrept. et gratia, e. 11, n. 32). SAN JUAN DAMASCENO enseña: «Por el Logos fueron creados todos los ángeles, siendo perfeccionados por el Espíritu Santo para que cada uno, conforme a su dignidad y orden, fuera hecho partícipe de la iluminación y de la gracia» (De fide orth. II 3).

b) Por lo que respecta al momento en que fueron elevados Ios ángeles al estado de gracia, enseñan PEDRO LOMBARDO (Sept. II d. 4-5) y la Escuela Franciscana de la edad media que los ángeles fueron creados sin dones sobrenaturales, debiendo prepararse con ayuda de gracias actuales a la recepción de la gracia santificante. Esta última solamente llegó a confiarse a los ángeles fieles. Por el contrario, SANTO ToMÁs, siguiendo a San Agustín, enseña en sus últimos escritos que los ángeles fueron creados en estado de gracia santificante: «probabilius videtur tenendum et magis dictis sanctorum consonum est, quod fuerunt creati in gratia gratum faciente» ; S.th. I, 62, 3; cf. SAN AGUSTÍN, De civ. Dei xii 9, 2: «angelos creavit... simul eis et condens naturam et largiens gratiam». El Catecismo Romano (I 2, 17) sigue la doctrina cíe San Agustín y Santo Tomás, que pone más de relieve el carácter gratuito cíe la elevación sobrenatural.


2. La prueba de los ángeles

Los ángeles fueron sometidos a una prueba moral (sent. cierta respecto de las ángeles caídos ; sent. común respecto de los buenos).

Los ángeles se encontraron primero en estado de peregrinación (in statu viae), por el cual debían merecer, con la ayuda de la gracia y mediante su libre cooperación a ella, la visión beatífica de Dios en un estado definitivo (in statu termini). Los ángeles buenos que salieron airosos de la prueba recibieron como recompensa la felicidad eterna del cielo (Mt 18, 10; Tob 12, 15 ; Hebr 12, 22; Apoc 5, 11; 7, 11), mientras que los ángeles malos, que sucumbieron a la prueba, fueron condenados para siempre (2 Petr 2, 4; Iuda 6).

Con respecto a los ángeles caídos, conocemos el hecho de que fueron sometidos a una prueba moral por testimoniarnos la Sagrada Escritura que dichos ángeles pecaron (2 Petr 2, 4). Con respecto a los ángeles buenos, no podemos fundarnos en la Biblia con la misma certeza, pues la felicidad celestial de éstos no es considerada expresamente como recompensa a su fidelidad. La opinión, sostenida por muchos santos padres, de que los ángeles fueron creados en estado de gloria es incompatible, tratándose de los ángeles malos, con el hecho de su caída en el pecado. San Agustín sostuvo mucho tiempo (desistiendo después de esta sentencia) que desde un principio existieron dos reinos angélicos distintos: el reino superior de los ángeles creados en estado de gloria, y que son, por tanto, impecables, y el reino inferior de los ángeles con posibilidad de pecar, los cuales debían merecer la felicidad completa por medio de un fiel cumplimiento de su deber; tal opinión parece inverosímil, porque establece una distinción totalmente infundada en la conducta inicial de Dios con respecto a los ángeles ; S.th. 162, 4-5.

 

§ 29. PECADO Y REPROBACIÓN DE LOS ÁNGELES MALOS


1. La caída en el pecado

Los espíritus malos (demonios) fueron creados buenos por Dios; pero se hicieron malos por su propia culpa (de fe).

El concilio iv de Letrán (1215) definió contra el dualismo de los gnósticos y maniqueos : «Diabolus enim et alii daemones a Deo quidem natura creati sunt boni, sed ipsi per se facti sunt mali» ; Dz 428; cf. Dz 427.

La Sagrada Escritura enseña que parte de los ángeles no resistieron la prueba, cayendo en el pecado grave y siendo arrojados al infierno en castigo a su rebeldía ; 2 Petr 2, 4: «Dios no perdonó a los ángeles que pecaron, sino que, precipitados en el tártaro, los entregó a las prisiones tenebrosas, reservándolos para el juicio» ; Iuda 6: «A los ángeles' que no guardaron su dignidad y abandonaron su propia morada los tiene reservados en perpetua prisión, en el orco, para el juicio del gran día» ; cf. Ioh 8, 44 : «El [el diablo] no se mantuvo en la verdad».

Los pasajes de Lc 10, 18 («Veía yo a Satanás caer del cielo como un rayo») y Apoc 12, 7 ss (lucha de San Miguel y sus ángeles contra el dragón y los suyos, y caída del dragón y sus ángeles a tierra) no se refieren, si examinamos el contexto, a la caída de los ángeles al principio de los tiempos, sino al destronamiento de Satanás por la obra redentora de Cristo; cf. Ioh 12, 31.

El pecado de los ángeles fue, desde luego, un pecado de espíritu, y, según enseñan San Agustín y San Gregorio Magno, un pecado de soberbia; de ninguna manera fue un pecado carnal, como opinaron muchos de los santos padres más antiguos (San Justino, Atenágoras, Tertuliano, San Clemente Alejandrino, San Ambrosio), e igualmente la tradición judía, fundándose en Gen 6, 2, donde se narra que los «hijos de Dios» tornaron por mujeres a las «hijas de los hombres», e interpretando que esas uniones matrimoniales tuvieron lugar entre los ángeles (hijos de Dios) y las hembras del linaje humano. Aparte de que el pecado de los ángeles hay que situarlo temporalmente con anterioridad al pasaje del Gen 6, 2, diremos que la pura espiritualidad de la naturaleza angélica habla decididamente en contra de esta teoría; cf. Eccli 10, 15: «El principio de todo pecado es la soberbia.» Los santos padres y teólogos aplican típicamente al pecado del diablo la frase, referida en Ier 2, 20, que pronuncia Israel en su rebeldía contra Dios: «No te serviré» ; e igualmente aplican típicamente aquella predicción del profeta Isaías (14, 12ss) sobre el rey de Babilonia: «¡Cómo caíste del cielo, lucero esplendoroso, hijo de la aurora (qui mane oriebaris) !... Tú dijiste en tu corazón: Subiré a los cielos; en lo alto, sobre las estrellas, elevaré mi trono... seré igual al Altísimo»; cf. SAN GREGORIO MAGNO, Moralia xxxiv 21; S.th. 163, 3: «angelus absque omni dubio peccavit appetendo esse ut Deus».


2. Reprobación eterna

Así corno la felicidad de los ángeles buenos es de eterna duración (Mt 18, 10), de la misma manera el castigo de los espíritus malos tampoco tendrá fin; Mt 25, 41 : «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado para Satanás y sus ángeles» ; cf. Iuda 6: «en perpetua prisión» ; Apoc 20, 10: «Serán atormentados día y noche por los siglos de los siglos».

La doctrina de Orígenes y de varios de sus seguidores (San Gregorio Niseno, Didimo de Alejandría, Evagrio Póntico) sobre la restauración de todas las cosas (apocatastasis panton; cf. Act 3, 21), y que sostiene que los ángeles y hombres condenados, después de un largo período de purificación, volverán a conseguir la gracia y retornarán a Dios, fue condenada como herética en un sínodo de Constantinopla (543) ; Dz 211; cf. 429.

 

§ 30. ACTIVIDAD DE LOS ÁNGELES BUENOS


1. Relaciones con Dios

La misión primaria de los ángeles buenos es la glorificación y servicio de Dios (sent. cierta).

La Sagrada Escritura invita a los ángeles a que alaben a Dios, y testifica que, por medio de la alabanza de estos espíritus, Dios es glorificado ; cf. Ps 102, 20s: «Bendecid a Yahvé, todos vosotros, ángeles suyos» ; cf. Ps 148, 2; Dan 3, 58; Is 6, 3 ; Apoc 4, 8 ; 5, 11 s ; Hebr 1, 6. El servicio de Dios redunda en alabanza del mismo. Como mensajeros de Dios, los ángeles son los encargados de transmitir a los hombres revelaciones y encargos de parte de la divinidad ; cf. I,c 1 , 11 s ; 1 , 26 ss ; Mt 1 , 20 s ; Lc 2, 9 ss ; Mt 2, 13 y 19 s ; Act 5, 19 s ; 8, 26; 10, 3 ss ; 12, 7 ss.


2. Relaciones con los hombres

a) La misión secundaria de los ángeles buenos es proteger a los hombres y velar por su salvación (de fe en virtud del magisterio ordinario y universal de la Iglesia).

La Iglesia celebra desde el siglo xvi una fiesta especial para honrar a los santos ángeles custodios. El Catecismo Romano (iv 9, 4) enseña : «La Providencia divina ha confiado a los ángeles la misión de proteger a todo el linaje humano y asistir a cada uno de los hombres para que no sufran perjuicios».

La Sagrada Escritura testifica que todos los ángeles se hallan al servicio de los hombres; Hebr 1, 14: «;No son todos ellos espíritus servidores, enviados para servicio de los que han de heredar la salvación ?» Ps 90, 11 s, pinta la solicitud de los ángeles por los escogidos ; cf. Gen 24, 7; Ex 23, 20-23; Ps 33, 8; Judith 13, 20; Tob 5, 27; Dan 3, 49; 6, 22.

Según ORÍGENES (De princ. I, praef. 10), «es parte esencial de las enseñanzas de la Iglesia que existen ángeles de Dios y poderes buenos que le sirven a Bl para consumar la salvación de los hombres» ; cf. ORÍGENES, Contra Celsum vlii 34.

b) Cada creyente tiene su particular ángel de la guarda desde el día de su bautismo (sent. cierta).

Según doctrina general de los teólogos, no sólo cada creyente, sino cada hombre (también los infieles) tiene desde el día de su nacimiento un ángel de la guarda particular. Tal aserto se funda bíblicamente en la frase del Señor que refiere Mt 18, 10: «Mirad que no despreciéis a uno de esos pequeños, porque en verdad os digo que sus ángeles ven de continuo en el cielo la faz de mi Padre, que está en los cielos» ; cf. Act 12, 15 : «Su ángel es [el de Pedro]».

SAN BASILto, fundándose en Mt 18, 10, enseña : «Cada uno de ios fieles tiene a su lado un ángel como educador y pastor que dirige su vida» (Adv. Eunomium tu 1). Según testimonio de San Gregorio Taumaturgo y San Jerónimo, cada persona tiene, desde el día de su nacimiento, un ángel de la guarda particular. San Jerónimo comenta a propósito de Mt 18, 10: el Cuán grande es la dignidad de las almas [humanas], que cada una de ellas, desde el día del nacimiento («ab ortu nativitatis»), tiene asignado un ángel para que la proteja!»; cf. SAN GREGORIO TAUMATURGO, Discurso de gratitud a Orígenes, c. 4; S.th. t 113, 1-8.


3. El culto a Ios ángeles

El culto tributado a los ángeles encuentra su justificación en las relaciones, antes mencionadas, de los mismos para con Dios y para con los hombres. Todo lo que el concilio de Trento nos enseña acerca de la invocación y culto de Ios santos (Dz 984 ss) se puede aplicar también a los ángeles. La censura que hizo San Pablo (Col 2, 18) del culto a los ángeles se refería a una veneración exagerada e improcedente de los mismos, inspirada en errores gnósticos. SAN JUSTINO mártir nos atestigua ya el culto tributado en la Iglesia a los ángeles (Apol. 1, 6).

 

§ 31. ACTIVIDAD DE LOS ÁNGELES MALOS

1. Dominio del diablo sobre Ios hombres

El diablo, por razón del pecado de Adán, posee cierto dominio sobre los hombres (de fe).

El concilio de Trento cita, entre las muchas consecuencias del pecado de Adán, la esclavitud bajo el poder del diablo; Dz 788; 793. Esta fe de la Iglesia encuentra su expresión litúrgica en las ceremonias del bautismo.

Cristo llama al diablo «príncipe de este mundo» (Ioh 12, 31; 14,30). San Pablo le llama «dios de este mundo» (2 Cor 4, 4). La acción redentora de Cristo venció en principio al poderío del diablo; loh 12, 31: «Ahora el príncipe de este mundo será arrojado fuera» ; Hebr 2, 14 : Jesús tomó carne y sangre «para destruir por la muerte al que tenía el imperio de la muerte, esto es, al diablo» ; cf. Col 1, l3; 2, 15; 1 Ioh 3, 8. En el juicio universal, sufrirá un completo y definitivo quebranto el dominio del diablo; cf. 2 Petr 2, 4 ; Iuda 6.


2. Formas con que el diablo ejerce su dominio

a) Los espíritus del mal procuran hacer daño moral a los hombres incitándoles al pecado (tentatio seductionis); 1 Petr 5, 8: «Estad alerta y velad, que vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda rondando y busca a quién devorar» ; cf. Mt 13, 25 y 39 (la cizaña sembrada entre el trigo) ; Eph 6, 12. Ejemplos bíblicos son el pecado de nuestros primeros padres (Gen 3, 1 ss ; Sap 2, 24; Ioh 8, 44), el fratricidio de Caín (Gen 4, 1 ss; 1 Ioh 3, 12), la traición de Judas (Ioh 13, 2 y 27), la negación de Pedro (Lc 22, 31), la mentira de Ananías (Act 5, 3). La tentación del diablo no fuerza al hombre a pecar, pues éste sigue conservando su libertad natural. El enemigo malo solamente puede tentar al hombre en la medida en que Dios se lo permita con su divina prudencia ; cf. 1 Cor 10, 13: «Dios no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas».

b) Los malos espíritus procuran inferir también al hombre daños físicos causándole mal físico (infestatio); cf. Tob 3, 8; Iob 1, 12; 2, 6; 1 Cor 5, 5.

c) Otra especie de infestación diabólica es la posesión (obsessio, possessio), por la cual el mal espíritu se apodera violentamente del cuerpo humano dominando los órganos del mismo y las fuerzas inferiores del alma, pero no las superiores. El testimonio explícito de Cristo habla en favor de la posibilidad y realidad efectiva de este fenómeno. Jesús mismo expulsó malos espíritus (Mc 1, 23 ss; Mt 8, 16; 8, 28 ss; 9, 32; 12, 22; 17, 18) y confirió a sus discípulos poder sobre los malos espíritus (Mt 10, 1 y 8 ; Mc 16, 17; Ls 10, 17 ss) ; cf. los exorcismos dispuestos por la Iglesia.

Los racionalistas opinan que los posesos de que nos habla la Sagrada Escritura eran sólo enfermos física o psíquicamente, y que Jesús se acomodó a la creencia en el diablo, universal entre el pueblo judío. Pero esta teoría es incompatible con la seriedad de la palabra divina y con la veracidad y santidad del Hijo de Dios.

Cuando se trate de comprobar la existencia de influjos demoníacos, habrá que precaverse tanto de la credulidad ingenua como del escepticismo racionalista. Como el inferir daños físicos es una forma extraordinaria de acción diabólica, habrá que examinar diligentemente si no es posible explicar los efectos de que se trate por causas naturales. La inclinación exagerada a considerar cualquier fenómeno raro como acción diabólica ocasionó hacia el final de la edad media el lamentable desvarío de ver brujerías en todas partes.

La opinión patrocinada por varios escritores de los primeros tiempos del cristianismo (Pastor de HERMAS, Orígenes, Gregorio Niseno, Juan Casiano), la escolástica (PEDRO LOMBARDO, Sent. ii 11, 1) y algunos teólogos modernos (Suárez, Scheeben), según la cual a cada persona le asigna el diablo, desde el día mismo de su nacimiento, un espíritu malo para que le incite sin cesar al mal (réplica al ángel de la guarda), carece de fundamento suficiente en las fuentes de la revelación, siendo además difícilmente compatible con la bondad y misericordia de Dios. Los lugares de la Escritura que generalmente se citan en apoyo de esta teoría (Ioh 13, 2; Ps 108, 6; Zach 3, 1; Iob 1-2; 2 Cor 12, 7) no tienen fuerza probativa.