La Teología
de San Ireneo
La
Eucaristía
La eucaristía ha venido a sustituir los sacrificios
antiguos.
Está claro que Dios no exigía a los judíos sacrificios y holocaustos, sino fe
y obediencia y justicia, en orden a su salvación. En el profeta Oseas les
muestra Dios lo que quería: «Prefiero la misericordia al sacrificio, y el
conocimiento de Dios a los holocaustos» (Os 6, 6)... Y a sus discípulos les
aconseja el Señor ofrecer a Dios las primicias de las creaturas que poseen, no
porque él tenga necesidad de ellas, sino para que ellos no fueran estériles e
ingratos. Y así tomó aquel pan que es parte de la creación, y dio gracias
diciendo: Esto es mi cuerpo. Y de igual manera tomó el cáliz, que es parte de
la misma creación de la que nosotros formamos parte, y proclamó ser su sangre,
enseñando así la nueva oblación del nuevo Testamento. Esta oblación es la
que la Iglesia, que la recibió de los apóstoles, ofrece en todo el mundo al
Dios que nos da el alimento, como primicias de todos los dones que nos ha hecho
en el nuevo Testamento. Sobre esto, Malaquías, uno de los doce profetas,
profetizó lo siguiente: «Mi voluntad no está con vosotros, dice el Señor
omnipotente, y no recibiré sacrificio de vuestras manos. Porque desde el
oriente al poniente mi nombre es glorificado entre las naciones, y en todas
partes se ofrece incienso a mi nombre y se hace un sacrificio puro, ya que mi
nombre es grande entre las naciones, dice el Señor omnipotente» (Mal 1, 10).
Estas palabras indican con toda claridad que el pueblo más antiguo dejará de
ofrecer sacrificios a Dios, y en cambio se le ofrecerá en todo lugar un
sacrificio que será puro, y su nombre será glorificado entre las naciones...
74.
Sentido del sacrificio eucarístico en la nueva alianza,
La oblación de la Iglesia, que según la enseñanza del Señor se ofrece en
todo el mundo, es tenida por Dios como un sacrificio puro y le es aceptable. No
es que él necesite sacrificio alguno de nosotros, sino que más bien es el que
ofrece un sacrificio, si su ofrenda es aceptada, el que queda con ello honrado.
El que ofrece un regalo a un rey, tiene con ello, una prueba de honor y de
afecto (de parte de aquél)... Así pues, hemos de ofrecer a Dios las primicias
de su creación, como dice Moisés: «No te presentarás vacío ante la
presencia del Señor Dios tuyo» (Dt 16, 16). De esta suerte, mostrándose
agradecido con aquellas mismas cosas que ha recibido en don, el hombre recibe el
honor que viene de Dios. Así pues, no es que se haya rechazado todo género de
oblación: oblaciones tenían los judíos. y oblaciones tenemos nosotros;
sacrificios tenía el pueblo judío, y sacrificios tiene la Iglesia. Sólo que
se ha cambiado la forma, puesto que la oblación ya no la hacen esclavos, sino
hombres libres. Uno y el mismo es el Señor: pero es distinta la forma de la
oblación del esclavo y la de los libres, a fin de que aun en la forma de los
sacrificios se manifieste la condición de la libertad. Porque en lo que se
refiere a Dios no hay nada sin sentido, nada que no tenga su significado y su
razón de ser. Por esta razón, aquéllos consagraban los diezmos de sus bienes:
pero los que han alcanzado la libertad todos sus bienes los tienen a disposición
del Señor, y dan con alegría y liberalidad aquello que es menos, porque tienen
la esperanza de bienes mayores, a la manera de aquella viuda pobre que echaba
todo su sustento en las arcas de Dios (cf. Lc 21, 4).
...Ofreciendo, pues, la Iglesia su oblación con simplicidad, su don es
justamente tenido como sacrificio puro delante de Dios... Porque es conveniente
que nosotros hagamos una oblación a Dios, mostrándonos en todo agradecidos
para con el Creador, con una mente limpia, y una fe sin hipocresía, una
esperanza firme y un amor ardiente, ofreciendo las primicias de las creaturas
que son suyas. Sólo la Iglesia ofrece esta oblación pura al Creador, pues ella
le ofrece en acción de gracias lo que es parte de su creación. Porque los judíos
ya no hacen oblación, puesto que sus manos están llenas de sangre por no haber
recibido al Verbo por medio del cual se hace la oblación a Dios. Como tampoco
hacen oblación todas las congregaciones de herejes: porque unos afirman que
existe otro Padre distinto del Creador, y por tanto, si ofrecen a aquél lo que
es de nuestra creación, lo presentan como ávido de lo que no es suyo y
codicioso de lo ajeno. Por otra parte, los que dicen que nuestro mundo procede
de un defecto, una ignorancia o una pasión, si ofrecen lo que es fruto de
ignorancia, pasión o defecto, pecan contra su Padre, y lejos de darle gracias,
más bien le hacen ultraje. ¿Cómo podrán admitir que el pan sobre el que se
han dado gracias es el cuerpo de su Señor, y el cáliz es su sangre, si no
admiten que él es Hijo del Creador del mundo, es decir, su Verbo, por el cual
el árbol da su fruto, manan las fuentes, y la tierra produce primero la hierba,
luego la espiga y luego el grano lleno en la espiga? Asimismo, ¿cómo pueden
afirmar que la carne pasa a corromperse y no recibe la vida, si admiten que se
alimenta del cuerpo y de la sangre del Señor? En consecuencia, o han de cambiar
de opinión, o se han de abstener de ofrecer los dones que hemos dicho. En
cambio nuestras creencias están en armonía con la eucaristía, y a su vez la
eucaristía es confirmación de nuestras creencias. Porque ofrecemos lo que es
de él, proclamando de una manera consecuente la comunicación y la unidad que
se da entre la carne y el Espíritu. Y así como el pan que procede de la tierra
al recibir la invocación de Dios ya no es pan común, sino eucaristía,
compuesta de dos cosas, la terrena y la celestial, así también nuestros
cuerpos, cuando han recibido la eucaristía, ya no son corruptibles, sino que
tienen la esperanza de la resurrección.
Así pues, le hacemos nuestra oblación, no porque él necesite de ella, sino
como acción de gracias por sus dones y como consagración de lo creado. Dios no
necesita de nuestras cosas, pero nosotros sí necesitamos ofrecer algo a Dios,
como dice Salomón: «El que hace misericordia con un pobre, hace un préstamo a
Dios» (Prov 19, 17). Porque Dios, que no necesita de nada, acepta nuestras
buenas acciones para podernos dar en recompensa sus bienes. Así lo dice nuestro
Señor: «Venid, benditos de mi Padre, recibid el reino que os ha sido
preparado. Porque tuve hombre, y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de
beber...» (Mt 25, 34). En efecto, aunque no tiene necesidad de estas cosas, por
nuestro bien quiere que nosotros las hagamos, a saber, para que no seamos estériles.
De manera semejante el Verbo dio al pueblo judío el precepto de hacer
sacrificios, aunque no tenía necesidad de ellos, a fin de que aprendiera a
servir a Dios. E igualmente quiere que nosotros ofrezcamos también nuestro don
sobre el altar frecuentemente y sin intermisión. Porque hay un altar en los
cielos, y es allí adonde tienden nuestras oraciones y nuestros sacrificios; y
hay allí un templo, como dice Juan en el Apocalipsis: «Y se abrió el templo
de Dios» (Ap 11, 19); y hay un tabernáculo, pues dice: «He ahí el tabernáculo
de Dios, en el cual cohabitará con los hombres» (Ap 21, 3). Todos los dones,
oblaciones y sacrificios, los tenia el pueblo judío en figura, como le fue
mostrado a Moisés en eI monte por obra de uno y el mismo Dios, cuyo nombre es
ahora glorificado por todos los pueblos en la Iglesia. Porque convenía que las
cosas terrenas que fueron dispuestas para bien nuestro, fuesen figura de las
cosas celestiales, siendo unas y otras obra de un mismo Dios. No había otra
manera de hacer una imagen de las cosas espirituales... 75.
Relación entre la creación. encarnación, eucaristía y resurrección.
Son absolutamente vanos los que desprecian todo el plan de Dios, negando la
salvación de la carne y no admitiendo su regeneración, alegando que no es
capaz de incorrupción. Porque si ésta no se salva, habrá que decir que
tampoco el Señor nos redimió con su sangre (1 Cor 10, 16), y que el cáliz de
la eucaristía tampoco es la comunión de su sangre, y que el pan que partimos
tampoco es la comunión con su cuerpo. Porque no hay sangre si no es de las
venas y las carnes y de la restante sustancia del hombre: y es haciéndose
verdaderamente de esta sustancia como el Verbo de Dios nos redimió con su
sangre, como dice su Apóstol: «En él tenemos redención, por medio de su
sangre, y remisión de los pecados» (Col 1, 14). Porque somos miembros suyos, y
nos alimentamos de las creaturas. Y las creaturas es él quien nos las da,
haciendo salir su sol, y haciendo llover como quiere. El proclamó que el cáliz
que procede de la creación es su propia sangre, con la cual irriga la nuestra.
Y él confirmó que el pan de la creación es su propio cuerpo, con el cual da
incremento a nuestros cuerpos. Así pues, en cuanto el cáliz de vino templado y
el pan amasado reciben la palabra de Dios y se hace eucaristía del cuerpo de
Cristo, la sustancia de nuestra carne recibe de ella incremento y la asimila. ¿Cómo
dicen, pues, que la carne no puede recibir el don de Dios que es la vida eterna,
si se alimenta del cuerpo y de la sangre del Señor y es miembro suyo? El
bienaventurado Pablo dice en la carta a los Efesios: «Porque somos miembros de
su cuerpo, de su carne, de sus huesos» (Ef 5, 3); y esto no lo dice de un
hombre espiritual e invisible, «porque un espíritu no tiene huesos ni carnes»
(Lc 24, 39), sino de la constitución del hombre real, que está compuesto de
carne y de nervios y de huesos. Éste es el que se alimenta de su cáliz, que es
sangre de Cristo, y crece con el pan que es su cuerpo.
Y así como el tronco de la vid puesto en la tierra da fruto en el tiempo
apropiado, y el grano de trigo, al caer en la tierra y descomponerse, surge
multiplicado por el Espíritu de Dios que mantiene todas las cosas, de suerte
que luego por la sabiduría de Dios puede ser puesto a uso del hombre, y
recibiendo la palabra de Dios se convierte en la eucaristía, que es el cuerpo y
la sangre de Cristo; así también nuestros cuerpos que se alimentan con ella, y
son puestos en la tierra, y se descomponen en ella, resurgirán a su propio
tiempo, cuando la palabra del Señor les haga el don de la resurrección para
gloria de Dios Padre. Él es quien confiere en verdad la inmortalidad a lo que
es mortal, y regala la incorrupción a lo corruptible, porque el poder de Dios
se cumple en la debilidad. Y así no podemos hincharnos como si tuviéramos la
vida de nosotros mismos, ni podemos levantarnos contra Dios concibiendo un
pensamiento de ingratitud: al contrario, habiendo aprendido por experiencia que
la capacidad de permanecer para siempre la tenemos de la generosidad de Dios y
no de nuestra propia naturaleza, no nos apartemos de la gloria de Dios tal como
es, ni ignoremos nuestra propia naturaleza, sino que al contrario, consideremos
hasta dónde llega el poder de Dios y cuál es el beneficio que el hombre
recibe. Así no nos engañaremos en la concepción verdadera de la realidad de
lo que existe, es decir de Dios y de los hombres... 76.
************
74. Ibid. IV, 17, 4.
75, Ibid. IV, 18, 1ss.
76. Ibid. V, 2, 1ss.