La Teología
de San Ireneo
La Iglesia
El Señor confió a los apóstoles el Evangelio.
La única fe verdadera y vivificante es la que la Iglesia distribuye a sus
hijos, habiéndola recibido de los apóstoles. Porque, en efecto, el Señor de
todas las cosas confió a sus apóstoles el Evangelio, y por ellos llegamos
nosotros al conocimiento de la verdad, esto es de la doctrina del Hijo de Dios.
A ellos dijo el Señor, «el que a vosotros oye a mí me oye, y el que a
vosotros desprecia a mí me desprecia y al que me envió» (/Lc/10/16). No hemos
llegado al conocimiento de la economía de nuestra salvación si no es por
aquellos por medio de los cuales nos ha sido transmitido el Evangelio. Ellos
entonces lo predicaron, y luego, por voluntad de Dios, nos lo entregaron en las
Escrituras, para que fuera columna y fundamento de nuestra fe (cf. 1 Tim 3, 15).
Y no se puede decir, como algunos tienen la audacia de decir, que ellos
predicaron antes de que alcanzaran el conocimiento perfecto. Los tales se glorían
en enmendar a los mismos apóstoles. Porque, después que nuestro Señor resucitó
de entre los muertos y «fueron revestidos de la fuerza de lo alto por el Espíritu
Santo que vino sobre ellos» (Lc 24, 49; Act 1, 8), fueron llenados de todos los
dones y alcanzaron el «conocimiento perfecto». Entonces partieron a los
confines de la tierra, predicando el evangelio de los bienes que nos vienen de
Dios y anunciando la paz del cielo a los hombres (cf. Is 52, 7): y todos y cada
uno de ellos poseían por igual el Evangelio de Dios. Y así, Mateo, estando
entre los hebreos, dio a luz en su lengua un escrito del Evangelio, al tiempo en
que Pedro y Pablo evangelizaban en Roma y fundaban allí la Iglesia. Y después
de la muerte de éstos, Marcos, discípulo e intérprete de Pedro, nos dejó
también por escrito lo que Pedro había predicado. Asimismo Lucas, compañero
de Pablo, consignó en un escrito lo que aquél había predicado; y luego, Juan,
discípulo del Señor, el que había descansado sobre su pecho, publicó también
su evangelio, cuando vivía en Efeso de Asia.
Todos éstos nos han enseñado que hay un solo Dios, creador del cielo y de la
tierra, anunciado por la ley y los profetas, y que hay un solo Cristo, Hijo de
Dios. Si alguno no admite esto, hace ofensa a los que fueron compañeros del Señor,
hace ofensa al mismo Señor, y aun hace ofensa al Padre: con lo cual, él mismo
se condena, resistiéndose y oponiéndose a su propia salvación. Esto es lo que
hacen todos los herejes 66.
Los herejes frente a la Escritura y a la tradición.
Cuando a los herejes se les arguye con las Escrituras, se ponen a atacar las
mismas Escrituras, afirmando que están corrompidas, o que no son auténticas, o
que no concuerdan, pretendiendo que no se puede sacar de ellas la verdad si no
es que uno conozca la tradición que no fue transmitida por escrito, sino de
viva voz. Esta seria la razón por la que Pablo habría dicho: «Hablamos la
sabiduría entre los perfectos: una sabiduría que no es de este mundo» (1 Cor
2, 6). Cuando ellos hablan así de «sabiduría», cada uno se refiere a la que
él mismo por su cuenta se ha inventado, es decir, el fruto de su imaginación;
y así, según ellos, no hay nada que objetar a que la verdad esté unas veces
en Valentín, y otras en Marción, y otras en Cerinto... Cada uno de éstos, en
un colmo de perversión, no se avergüenza de «predicarse a si mismo» (2 Cor
4, 5) haciendo caso omiso de la regla de la verdad.
Si, por el contrario, apelamos a la tradición que viene de los apóstoles y que
se conserva en las Iglesias por la sucesión de los presbíteros, entonces ellos
se oponen a esta tradición, afirmando que ellos saben más no sólo que los
presbíteros, sino aun que los mismos apóstoles, pues ellos han encontrado la
verdad pura. Porque, según ellos, los apóstoles mezclaron con las palabras del
Salvador los preceptos de la ley; y no sólo los apóstoles, sino que aun el
mismo Señor hablaba a veces como demiurgo (es decir, como el Dios del Antiguo
Testamento), a veces como ser intermedio y a veces como Ser supremo. Ellos, en
cambio, sin lugar a dudas y sin ninguna contaminación ni impureza, han llegado
a conocer el «misterio escondido». Tal es la suma impudencia con que blasfeman
del Creador. En realidad, lo que sucede es que no están de acuerdo ni con la
Escritura ni con la Tradición...
Pero la tradición de los apóstoles está bien patente en todo el mundo y
pueden contemplarla todos los que quieran contemplar la verdad. En efecto,
podemos enumerar a los que fueron instituidos por los apóstoles como obispos
sucesores suyos hasta nosotros: y éstos no enseñaron nada semejante a los
delirios (de los herejes). Porque si los apóstoles hubiesen sabido «misterios
ocultos» para ser enseñados exclusivamente a los «perfectos» a escondidas de
los demás, los hubiesen comunicado antes que a nadie a aquellos a quienes
confiaban las mismas Iglesias, pues querían que éstos fuesen muy «perfectos»
e irreprensibles (1 Tim 3, 2) en todos los aspectos, como que los dejaban como
sucesores suyos para ocupar su propia función de maestros. De su recta conducta
dependía un gran bien; en cambio, si ellos fallaban, se había de seguir una
gran ruina 67.
El orden sucesorio de las Iglesias. La Iglesia romana.
SECTAS/TRADICION TRADICION/SECTAS: Seria muy largo en un escrito como el
presente enumerar la lista sucesoria de todas las Iglesias. Por ello indicaremos
cómo la mayor de ellas, la más antigua y la más conocida de todas, la Iglesia
que en Roma fundaron y establecieron los dos gloriosísimos apóstoles Pedro y
Pablo, tiene una tradición que arranca de los apóstoles y llega hasta
nosotros, en la predicación de la fe a los hombres (cf. Rom 1, 8), a través de
la sucesión de los obispos. Así confundimos a todos aquellos que, de cualquier
manera, ya sea por complacerse a si mismos, ya por vana gloria, ya por ceguedad
o falsedad de juicio, se juntan en grupos ilegítimos.
PRIMADO/PAPA: En efecto, con esta Iglesia (romana), a causa de la mayor
autoridad de su origen, ha de estar necesariamente de acuerdo toda otra Iglesia,
es decir, los fieles de todas partes; en ella siempre se ha conservado por todos
los que vienen de todas partes aquella tradición que arranca de los apóstoles.
En efecto, los apóstoles, habiendo fundado y edificado esta Iglesia, entregaron
a Lino el cargo episcopal de su administración; y de este Lino hace mención
Pablo en la carta a Timoteo. A él le sucedió Anacleto, y después de éste, en
el tercer lugar a partir de los apóstoles, cayó en suerte el episcopado a
Clemente, el cual había visto a los mismos apóstoles, y había conversado con
ellos; y no era el único en esta situación, sino que todavía resonaba la
predicación de los apóstoles, y tenia la tradición ante los ojos, ya que
sobrevivían todavía muchos que habían sido enseñados por los apóstoles. En
tiempo de este Clemente, surgió una no pequeña disensión entre los hermanos
de Corinto, y la Iglesia de Roma envió a los de Corinto un escrito muy adecuado
para reducirlos a la paz y para restaurar su fe y dar a conocer la tradición
que hacía poco habían recibido de los apóstoles, a saber, que hay un solo
Dios todopoderoso, creador del cielo y de la tierra, creador del hombre, que
causó el diluvio y llamó a Abraham, que sacó a su pueblo de Egipto, habló a
Moisés, estableció la ley, envió a los profetas y «preparó el fuego para el
diablo y para sus ángeles» (Mt 25, 41). Que este Dios es predicado por las
Iglesias como el Padre de nuestro Señor Jesucristo, pueden comprobarlo a partir
de este mismo escrito los que quieran. Asimismo pueden conocer en él cuál es
la tradición apostólica de la Iglesia, ya que esta carta es más antigua que
los que ahora enseñan falsamente e inventan un segundo Dios por encima del
creador y hacedor de nuestro universo.
A Clemente sucedió Evaristo. y a éste Alejandro. Luego, en el sexto lugar a
partir de los apóstoles, fue nombrado Xisto, y después de éste Telesforo, que
tuvo un martirio gloriosisimo. Luego, Higinio; luego, Pío, y luego Aniceto; y
habiendo Sotero sucedido a Aniceto, ahora, en el duodécimo lugar después de
los apóstoles, ocupa el cargo episcopal Eleuterio. Según este orden y esta
sucesión, la tradición de la Iglesia que arranca de los apóstoles y la
predicación de la verdad han llegado hasta nosotros. Esta es una prueba
suficientísima de que una fe idéntica y vivificadora se ha conservado y se ha
transmitido dentro de la verdad en la Iglesia desde los apóstoles hasta
nosotros 68.
La pureza de la fe y la tradición de la Iglesia.
Era tal el cuidado que tenían los apóstoles y sus discípulos, que ni siquiera
querían tener comunicación verbal con alguno de los que desfiguran la verdad,
tal como dice el Apóstol: «Después de una primera y una segunda admonición,
evita al hereje, pues has de saber que tal hombre es un pervertido, que está en
pecado y es autor de su propia condenación» (/Tt/03/10/Ireneo).
Existe una carta muy bien escrita de Policarpo a los de Filipos; en ella los que
quieran y los que se preocupan de su salvación pueden aprender las características
de la fe de aquél y la verdad que predicaba.
Asimismo, la Iglesia de Efeso, fundada por Pablo y en la que vivió Juan hasta
los tiempos de Trajano, es un testigo verdadero de la tradición de los apóstoles
69,
Hay que recurrir a la tradición apostólica.
I/VERDAD: Siendo nuestros argumentos de tanto peso, no hay para qué ir a buscar
todavía de otros la verdad que tan fácilmente se encuentra en la Iglesia, ya
que los apóstoles depositaron en ella, como en una despensa opulenta, todo lo
que pertenece a la verdad, a fin de que todo el que quiera pueda tomar de ella
la bebida de la vida. Y esta es la puerta de la vida: todos los demás son
salteadores y ladrones. Por esto hay que evitarlos, y en cambio hay que poner
suma diligencia en amar las cosas de la Iglesia y en captar la tradición de la
verdad (quae sunt Ecclesiae summa diligentia diligere et aprehendere veritatis
traditionem). Y esto ¿qué implica? Si surgiese alguna discusión, aunque fuese
de alguna cuestión de poca monta, ¿no habría que recurrir a las iglesias
antiquísimas que habían gozado de la presencia de los apóstoles, para tomar
de ellas lo que fuere cierto y claro acerca de la cuestión en litigio? Si los
apóstoles no nos hubieran dejado las Escrituras, ¿acaso no habría que seguir
el orden de la tradición, que ellos entregaron a aquellos a quienes confiaban
las Iglesias? Precisamente a este orden han dado su asentimiento muchos pueblos
bárbaros que creen en Cristo; ellos poseen la salvación, escrita por el Espíritu
Santo sin tinta ni papel en sus propios corazones (cf. 2 Cor 3, 3) y conservan
cuidadosamente la tradición antigua, creyendo en un solo Dios...
Los que tal fe aceptaron sin letras, pueden ser bárbaros en cuanto al idioma,
pero en lo que se refiere a sus ideas, sus costumbres y a su modo de vida, por
medio de la fe se han hecho sapientísimos, y Dios se complace en ellos, y viven
con una justicia, castidad y sabiduría perfectas. Si alguno, hablando con ellos
en su propia lengua, les anuncia las invenciones de los herejes, al punto,
cerrando sus oídos, se escaparán lo más lejos que puedan, incapaces ni
siquiera de oir estas conversaciones blasfemas. De esta forma, a causa de
aquella antigua tradición de los apóstoles, ni siquiera pueden admitir en su
mente la idea de cualquiera de esas cosas de tan extraños discursos 70.
La Iglesia, custodio de la fe, por la presencia del Espíritu en ella.
La predicación de la Iglesia es la misma en todas parras y permanece igual a sí
misma, pues se apoya en el testimonio de los profetas y de los apóstoles y de
todos los discípulos, a través de los comienzos, el medio y el fin, a través
de la economía divina y de la acción ordinaria de Dios que se manifiesta en
nuestra fe en orden a la salud del hombre. Esta fe que la Iglesia ha recibido,
nosotros la custodiamos, y es como un licor exquisito que se guarda en un vaso
de calidad y que, bajo la acción del Espíritu de Dios se rejuvenece
constantemente y hace rejuvenecer al mismo vaso en el que está colocado.
Porque, en efecto, a la Iglesia ha sido confiado este don de Dios a la manera
como Dios confió su soplo al barro modelado, a fin de que al recibirlo todos
los miembros recibieran la vida; y con este don va implicada la transformación
en Cristo, es decir, el Espíritu Santo, que es prenda de incorrupción, fuerza
de nuestra fe y escala por la que subimos hasta Dios. Porque, dice Pablo (1 Cor
12, 28): «Dios puso en su Iglesia apóstoles, profetas y doctores» y todas las
demás manifestaciones de la acción del Espíritu, del cual no participan
quienes no se acogen a la Iglesia. Estos se engañan a sí mismos y se excluyen
de la vida por sus doctrinas malas y sus acciones perversas.
I/ES/IRENEO: Porque, donde está la Iglesia, allí está el Espíritu de Dios; y
donde está el Espíritu de Dios, allí está la Iglesia y la totalidad de la
gracia. El Espíritu es la verdad (Ubi enim Ecclesia, ibi et Spiritus Dei; et
ubi Spiritus Dei, illic Ecclesia et omnis gratia. Spiritus autem Veritas.) Por
esto, los que no participan del Espíritu, ni van a buscar el alimento de la
vida en los pechos de su madre (la Iglesia), ni reciben nada de la limpidísima
fuente que brota del Cuerpo de Cristo, sino que por el contrario «ellos mismos
se construyen cisternas agrietadas» (/Jr/02/13) hurgando la tierra y beben el
agua maloliente del fango, al querer escapar a la fe de la Iglesia por temor de
equivocarse rechazan el Espíritu, y así no pueden recibir enseñanza alguna.
Puesto que se han apartado de la verdad, es natural que se revuelvan en toda
suerte de errores y que se sientan zarandeados por ellos: sobre una misma cosa,
ahora piensan esto y luego piensan lo otro sin que consigan nunca afirmarse en
opinión alguna firme: prefieren antes ser sofistas de palabras que discípulos
de la verdad. Y ello, porque no están fundados sobre la única Piedra, sino
sobre la arena que está compuesta de multitud de chinillas.
Esto es lo que hace que se fabriquen muchos dioses, y que tengan siempre una
excusa para «buscar» (y en esto se manifiestan cegatones): pero jamás llegan
a alcanzar nada, ya que reniegan del Creador, que es el Dios verdadero y el que
nos hace capaces de «encontrar», y en cambio piensan haber encontrado «otro
Dios», u «otro pleroma» u «otra economía» 71.
Los presbíteros de la Iglesia tienen el carisma de la verdad.
Hay que obedecer a los presbíteros que están en la Iglesia, a saber, a los que
son sucesores de los apóstoles y que juntamente con su sucesión en el
episcopado han recibido por voluntad del Padre el carisma seguro de la verdad.
En cambio, hemos de sospechar de aquellos que se separan de la linea sucesora
original, reuniéndose en cualquier lugar: o son herejes y perversos en sus
doctrinas, o al menos cismáticos, orgullosos y autosuficientes, o bien hipócritas
que actúan por deseo de lucro o de vana gloria. Todos ellos se apartan de la
verdad... y de todos ellos hay que apartarse. Por el contrario, como acabamos de
decir, hay que adherirse a los que conservan la doctrina de los apóstoles y a
los que dentro del orden presbiteral hablan palabras sanas y viven
irreprochablemente para ejemplo y enmienda de los demás... Los tales viven en
la Iglesia... y el apóstol Pablo nos enseña dónde podemos encontrarlos cuando
dice: «Puso Dios en la Iglesia, primero los apóstoles, luego los profetas, y
en tercer lugar los doctores» (l Cor 12, 28). Así pues, allí donde han sido
depositados los carismas de Dios, allí hay que ir a aprender la verdad, es
decir, de los que tienen la sucesión eclesial que viene de los apóstoles, de
los que consta que tienen una vida sana e irreprochable y una palabra no
adulterada ni corrupta. Estos son los que conservan nuestra fe en el Dios único
que hizo todas las cosas, y los que nos hacen crecer en el amor para con el Hijo
de Dios que ha cumplido en favor nuestro tan grandes designios, y los que nos
declaran las Escrituras de una manera segura, sin blasfemar de Dios, sin
deshonrar a los patriarcas y sin despreciar a los profetas... En cuanto a
aquellos que muchos tienen por presbíteros, pero que están al servicio de sus
placeres, que no ponen ante todo el temor de Dios en sus corazones, sino que se
dedican a vejar a los demás y se hinchan con la hinchazón de sentarse en la
presidencia, mientras que en lo oculto obran el mal y dicen «nadie nos ve»
(Dan 13, 20), serán reprendidos por el Verbo, el cual no juzga según la fama
ni mira al rostro, sino al corazón... Así pues, hay que apartarse de los
hombres de este género, y al contrario, como hemos dicho, hay que adherirse a
los que guardan la sucesión de los apóstoles y, dentro del orden presbiteral,
ofrecen una palabra sana y una conducta irreprochable para ejemplo y enmienda de
los demás... 72.
Dispersión doctrinal de la herejía, frente a la unidad de la Iglesia.
Todos estos herejes son muy posteriores a los obispos a los cuales los apóstoles
entregaron las Iglesias... Y puesto que son ciegos para la verdad, esos herejes
tienen necesidad de salirse del camino trillado y de buscar andando por caminos
siempre nuevos. Esta es la razón por la que los elementos de su doctrina no
concuerdan y están dispersos sin orden alguno. En cambio el camino de los que
están en la Iglesia da la vuelta al mundo entero y tiene la tradición segura
que procede de los apóstoles: en ella se puede ver que todos tienen una única
e idéntica fe, que todos admiten un mismo y único Dios Padre, todos creen en
la misma economía de la encarnación del Hijo de Dios, todos tienen la misma
conciencia de que les ha sido dado el Espíritu Santo, todos practican los
mismos mandamientos y guardan de la misma manera las ordenaciones eclesiásticas,
todos esperan la misma venida del Señor y esperan la misma salvación de todo
el hombre, es decir, del alma y del cuerpo.
Porque la predicación de la Iglesia es verdadera y firme, y en ella se propone
al mundo entero un único e idéntico camino de salvación. A ella, en efecto,
le fue confiada la luz de Dios, y por esto la sabiduría de Dios con la que
salva a todos los hombres «es proclamada por los caminos, actúa con libertad
en las plazas, se predica desde lo alto de los muros y no cesa de hablar en las
puertas de la ciudad» (Cf. Prov 1, 20-21). Porque por todas partes predica la
Iglesia la verdad. Esta es la lámpara de siete brazos, que lleva la luz de
Cristo. Los que abandonan la predicación de la Iglesia acusan de ignorancia a
los santos presbíteros, sin observar que vale mucho más un hombre religioso
aunque ignorante, que un sofista blasfemo e insolente. Esto es lo que son todos
los herejes y los que creen haber encontrado algo más allá de la verdad.
Empezando como hemos dicho, van siguiendo su camino, cada uno distinto y a su
manera y a ciegas, cambiando de opinión sobre unas mismas cosas, como ciegos
que se dejan guiar por ciegos, que han de caer necesariamente en la hoya de la
ignorancia que les acecha. Siempre andan inquiriendo, pero jamás encuentran la
verdad. Por esto hay que evitar sus opiniones, y hay que precaverse
cuidadosamente, no sea que nos hagan algún daño. Por el contrario, hemos de
refugiarnos en la Iglesia, para educarnos en su seno y alimentarnos con las
Escrituras del Señor. La Iglesia ha sido plantada como un paraíso en este
mundo: y el Espíritu de Dios dice que podemos comer los frutos de cualquier árbol
del paraíso, es decir, de cualquier Escritura del Señor: pero no comáis del
árbol de la autosuficiencia, ni toquéis para nada la disensión de los
herejes. Porque ellos mismos proclaman que tienen el conocimiento del bien y del
mal, y levantan sus ideas impías por encima del Dios que los creó. Sus
pensamientos se levantan por encima de lo que es dado pensar, y por esto dice el
Apóstol: «No saber más de lo que conviene saber, sino saber la prudencia» (Rom
12, 3). No hemos de comer su ignorancia, que quiere saber más de lo que
conviene, no sea que seamos arrojados del paraíso de la vida. Porque Dios
introduce en el paraíso a los que obedecen a su mandato, «recapitulando en si
mismo todas las cosas, las de los cielos y las de la tierra» (Ef 1, 10): ahora
bien, las de los cielos son espirituales, pero las de la tierra son de condición
humana. Él recapituló, pues, en sí mismo estas cosas, juntando al hombre y al
espíritu y poniendo el espíritu en el hombre, haciéndose a sí mismo cabeza
del espíritu y haciendo que el espíritu sea cabeza del hombre: porque por él
vemos y oímos y hablamos 73.
.....................
66. Ibid. III, 1, 1.
67. Ibid. III, 2, 1.
68. Ibid. III, 3, 2ss.
69. Ibid. III, 3, 4.
70. Ibid. III, 4, 1ss.
71. Ibid. III, 24, 1.
72. Ibid. lV, 26, 2.
73. Ibid. IV, 20, 1ss