La Teología de San Ireneo
El Espíritu Santo

Los apóstoles dijeron la verdad, a saber que «el Espíritu Santo en forma de paloma descendió sobre él» (Mt 3, 16), el mismo Espíritu del que dijo Isaías: «Y descansará sobre él el Espíritu de Dios» (Is 11, 2), así como: «El Espíritu del Señor sobre mi: por esto me ha ungido» (Is 61, 1). De este Espíritu dice el Señor: «No sois vosotros los que habléis, sino el Espíritu de vuestro Padre es el que habla en vosotros» (Mt 10, 20). Y asimismo, al dar a sus discípulos el poder de regenerar para Dios les decía: «Id y enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.» Este Espíritu es el que por los profetas prometió «que se derramaría en los tiempos postreros sobre los siervos y las siervas para que profeticen» (J1 3, 1-2), y por esto bajó sobre el Hijo de Dios, hecho Hijo del hombre, y así con él se acostumbró a habitar en el género humano y a descansar entre los hombres y a morar en la obra modelada por Dios, haciendo operativa en ellos la voluntad del Padre y renovándolos de su vetustez en la novedad de Cristo.

Este Espíritu es el que pide David para el género humano cuando dice: «Fortaléceme con tu Espíritu rector» (Sal 50, 13). El mismo Espíritu es el que Lucas dice que descendió sobre los discípulos después de la ascensión del Señor el día de Pentecostés, con poder para que todas las naciones entraran en la Vida y para abrir el Nuevo Testamento. Y por esto en todas las lenguas los discípulos entonaban a una un himno a Dios, siendo el Espíritu el que reducía a unidad las razas disgregadas y el que ofrecía al Padre las primicias de todas las naciones.

Por esta razón el Señor prometió que enviaría al Paráclito que nos hiciese conformes con Dios. Porque así como el trigo seco no se puede hacer una masa compacta ni un único pan si no es con el agua, así también nosotros, que somos muchos, no podíamos hacernos uno en Cristo Jesús sin esta Agua que viene del cielo. Y así como la tierra árida, si no recibe el agua no produce fruto, así nosotros que éramos anteriormente «un leño seco» (Lc 23, 31) nunca hubiéramos llevado fruto a no ser por esta lluvia que se nos da libremente de lo alto.

Porque nuestros cuerpos por aquel baño (del bautismo) adquirieron aquella unidad que los hace incorruptibles; pero las almas la han recibido por el Espíritu. Por esto nos son necesarios uno y otro, ya que uno y otro procuran la vida de Dios.

El Señor se compadeció de aquella samaritana pecadora, que no fue fiel a su único marido, sino que fue adúltera de muchas uniones: y le mostró y prometió el agua viva, para que ya no tuviera más sed, ni anduviera ocupada sacando laboriosamente el agua, sino que tuviera dentro de sí una fuente que brotara hasta la vida eterna. Éste es el don que el Señor recibió del Padre, y él a su vez lo entregó gratuitamente a los que participan de él, enviando por toda la tierra el Espíritu Santo.

Previendo el regalo de este don, Gedeón, el israelita a quien Dios escogió para salvar al pueblo de Israel del poder de los extranjeros, cambió su petición: sobre el vellón de lana—figura del pueblo de Israel—en la cual se había posado al principio el rocío, profetizó la sequía que había de venir, es decir, que este pueblo ya no recibirla de Dios el Espíritu Santo, como dice Isaías: «Mandaré a las nubes que no lluevan sobre aquella tierra» (Is 5, 6). En cambio sobre todo el mundo se posará el rocío que es el Espíritu de Dios, el cual se posó sobre el Señor. «Espíritu de sabiduría y de inteligencia, Espíritu de consejo y de fortaleza, Espíritu de ciencia y de piedad. Espíritu de temor de Dios» (Is 11, 2-3). Este es el Espíritu que a su vez dio el Señor a la Iglesia, enviando desde el cielo el Paráclito a todo el mundo, del que el diablo, dice el Señor, ha sido arrojado como un rayo (Lc 10, 18). Por esto nos es necesario este rocío de Dios, para que no nos quememos ni nos hagamos estériles, de suerte que allí donde tenemos un acusador, allí tengamos un Paráclito defensor 36.


El espíritu vence la debilidad de la carne

Según el testimonio del Señor, el espíritu está pronto, pero la carne es débil (cf. Mt 26, 41). El Espíritu es capaz de llevar a término cualquier cosa que se presente. Ahora bien, si este vigor del Espíritu se combina como una especie de estimulo con la debilidad de la carne, necesariamente lo que es más fuerte dominará sobre lo más débil, y la debilidad de la carne será absorbida por el vigor del Espíritu. El que esté en esta condición, ya no será carnal, sino espiritual, por razón de la comunión con el Espíritu. De esta suerte dan los mártires su testimonio y desprecian la muerte: ello se debe, no a la debilidad de la carne, sino al vigor del Espíritu. La debilidad de la carne, al ser superada, muestra la fuerza del Espíritu; y recíprocamente, el Espíritu, al dominar la debilidad, se apropia la carne como cosa suya. De ambos elementos se constituye el «hombre viviente»: viviente por la participación del Espíritu, y hombre por la condición de la carne. Por consiguiente, sin el Espíritu de Dios, la carne es cosa muerta y sin vida, y no puede poseer el reino de Dios... Pero dondequiera que está el Espíritu del Padre, allí hay un hombre viviente... y la carne, poseída por el Espíritu, se olvida de sí y asume las propiedades del Espíritu configurándose según la forma del Verbo de Dios. Por esto dice el Apóstol: «Puesto que hemos llevado la imagen de aquel que es terreno, llevemos también la imagen del que es celestial» (1 Cor 15, 49). Ahora bien, ¿qué es lo terreno? El cuerpo, ¿Qué es lo celestial? El Espíritu. Así pues, dice, ya que en otro tiempo, privados del Espíritu celestial hemos vivido a la manera antigua de la carne, desobedeciendo a Dios, ahora, acogiendo al Espíritu hemos de vivir con una vida nueva, obedeciendo a Dios. Y porque no podemos salvarnos sin el Espíritu de Dios, el Apóstol nos exhorta a que mediante la fe y una vida casta conservemos el Espíritu de Dios, Si no participamos del Espíritu Santo, no tendremos parte en el reino de los cielos. Por esto clamaba que la carne y la sangre por sí mismas no pueden entrar en la herencia del reino de Dios. Porque, si hay que hablar con verdad, la carne no hereda, sino que es heredada, según la palabra del Señor: «Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra» (Mt 5, 5): la tierra, de la que está formada la sustancia de nuestra carne, es lo que se nos dará en herencia en el Reino 37.


Ahora tenemos el Espíritu de una manera parcial, pero lo tendremos en plenitud

Por ahora hemos recibido el Espíritu de una manera parcial, que ha de ser completada y que nos prepara para la incorruptibilidad acostumbrándonos gradualmente a recibir y tener con nosotros a Dios. El Apóstol dijo que era una «prenda», es decir, una parte de aquella gloria que el Señor nos ha prometido, escribiendo en la epístola a los Efesios: «En él estáis vosotros, los que habéis prestado oído a la palabra de la verdad, al Evangelio de vuestra salvación: al creer en él, habéis sido sellados con el Espíritu Santo de la promesa, que es prenda de nuestra herencia» (Ef 1, 13). Así pues, esta «prenda» al permanecer en nosotros nos ha hecho ya «espiritualmente», haciendo que lo mortal quede absorbido por la inmortalidad. Porque, dice el Apóstol: «No vivís en la carne, sino en el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios habita en vosotros» (Rm 8, 9; cf. 2 Cor 5, 4). Esto tiene lugar, no arrojando la carne, sino pasando a tener comunión con el Espíritu. Porque aquellos a quienes escribía no vivían fuera de la carne, pero habían recibido el Espíritu de Dios, por el que clamamos Abba, Padre. Ahora bien, si ahora, que solo tenemos la «prenda», podemos clamar Abba, Padre, ¿qué será cuando resucitemos y le veamos cara a cara, cuando todos los miembros acudan en masa a cantar aquel himno de exultación glorificando al que los resucitó de los muertos y les regaló la vida eterna? Porque, si cuando el hombre no tiene más que una prenda del Espíritu en sí mismo, ya le hace exclamar Abba, Padre, ¿qué no hará la totalidad del don del Espíritu que Dios dará a los hombres? Nos hará semejantes a él y perfectos según la voluntad del Padre, ya que hará al hombre «a imagen y semejanza de Dios». Así pues, a los que tienen la prenda del Espíritu y no son esclavos de las concupiscencias de la carne, sino que se someten al Espíritu, viviendo según es razón, el Apóstol los llama con razón espirituales, ya que el Espíritu de Dios habita en ellos, Pero los espíritus incorpóreos no podrían llamarse hombres espirituales: es nuestra propia naturaleza, esto es, la unión del alma y de la carne que recibe al Espíritu de Dios, la que constituye el Hombre espiritual». En cambio, a los que rechazan las amonestaciones del Espíritu y sirven a los placeres de la carne viviendo irracionalmente y abandonándose sin freno a sus propios deseos, al no estar bajo ninguna inspiración del Espíritu divino y vivir como puercos o perros, el Apóstol los llama carnales, pues no sienten más que lo de la carne 38.


La gracia del Espíritu es como un injerto de nueva vida

No rechacemos el injerto del Espíritu por dar gusto a la carne. Dice el Apóstol: «Tú eras olivo silvestre: pero te han injertado de olivo bueno y te has hecho igual que el tronco de savia del olivo» (Ro». 11, 17). Si después del injerto el olivo silvestre sigue siendo tan silvestre como antes, «será cortado y arrojado al fuego» (Mt 7, 19); pero si aguanta el injerto y se transforma en un olivo bueno, será fructífero y digno de ser plantado en el jardín del rey. Así sucede con los hombres: si progresan en la fe, dando acogida al Espíritu de Dios y produciendo los frutos correspondientes, serán hombres espirituales, dignos de ser plantados en el jardín de Dios. Por el contrario, si resisten al Espíritu y permanecen en lo que inicialmente eran, con voluntad de seguir siendo carne y no espíritu con razón se dirá acerca de ellos que «la carne y la sangre no poseerán el reino de Dios» (1 Cor 15, 50), que es lo mismo que decir que el olivo silvestre no será trasplantado en el jardín de Dios. Realmente es maravillosa la manera cómo el Apóstol explica nuestra naturaleza y el designio de conjunto de Dios por medio de estas expresiones de la carne y sangre y del olivo silvestre 39.


Por la inserción del Espíritu, el hombre puede dar frutos agradables a Dios

El olivo, si no se cuida y se abandona a que fructifique espontáneamente, se convierte en acebuche u olivo silvestre; por el contrario, si se cuida al acebuche y se le injerta, vuelve a su primitiva naturaleza fructífera. Así sucede también con los hombres: cuando se abandonan y dan como fruto silvestre lo que su carne les apetece, se convierten en estériles por naturaleza en lo que se refiere a frutos de justicia. Porque mientras los hombres duermen, el enemigo siembra la semilla de cizaña: por esto mandaba el Señor a sus discípulos que anduvieran vigilantes. Al contrario los hombres estériles en frutos de justicia y como ahogados entre espinos, si se cuidan diligentemente y reciben a modo de injerto la palabra de Dios, recobran la naturaleza original del hombre, hecha a imagen y semejanza de Dios. Ahora bien, el acebuche cuando es injertado no pierde su condición de árbol, pero si cambia la calidad de su fruto, recibiendo un nombre nuevo y llamándose, no ya acebuche, sino olivo fructífero: de la misma manera el hombre que recibe el injerto de la fe y acoge al Espíritu de Dios, no pierde su condición carnal, pero cambia la calidad del fruto de sus obras y recibe un nombre nuevo que expresa su cambio en mejor, llamándose, ya no carne y sangre, sino hombre espiritual. Más aún, así corno el acebuche, si no es injertado, siendo silvestre es inútil para su señor, y es arrancado como árbol inútil y arrojado al fuego, así el hombre que no acoge con la fe el injerto del Espíritu, sigue siendo lo que antes era, es decir, carne y sangre, y no puede recibir en herencia eI reino de Dios. Con razón dice el Apóstol: «La carne y la sangre no pueden poseer el reino de Dios» (I Cor 15, 50); y «los que viven en la carne no pueden agradar a Dios» (Rm 8, 8): no es que haya que rechazar la sustancia de la carne, pero hay que atraer sobre ella efusión del Espíritu... 40.


La invocación trinitaria en el bautismo

Nuestro nuevo nacimiento, el bautismo, se hace con estos tres artículos, y nos otorga el nuevo nacimiento en Dios Padre, por medio de su Hijo en el Espíritu Santo. Porque los que llevan el Espíritu de Dios son conducidos al Verbo, es decir, al Hijo; el Hijo los presenta al Padre, y el Padre les confiere la incorruptibilidad. Así pues, sin el Espíritu no es posible ver al Hijo de Dios, y sin el Hijo nadie tiene acceso al Padre, ya que el conocimiento del Padre es el Hijo, y el conocimiento del Hijo de Dios se obtiene por medio del Espíritu Santo. En lo que se refiere al Espíritu, según el beneplácito del Padre lo dispensa el Hijo, como ministro, a quien el Padre quiere y como el Padre quiere 41.

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36. Ibid. III, 17, 1ss.
37. Ibid. V. 9, 2.
38. Ibid. V. 8, 1.
39. Ibid. V. 9, 5.
40. Ibid. V. 10, 1.
41. IRENEO, Demonstratio, 7.