II. MATERIA Y FORMA DE LA EUCARISTÍA

 

            Como cuestión complementaria, y aunque el tema pueda ser tratado en otro lugar, conviene recordar ahora algunos principios que afectan a la materia y a la forma de la Eucaristía. El interés que sugiere tratar en este momento el tema, mejor que en el momento de hablar de la presencia eucarística, está especialmente en las páginas dedicadas a la forma de la Eucaristía y en ella a la plegaria eucarística.

 

1. La materia de la Eucaristía

            La materia de la Eucaristía es descrita por el concilio de Florencia en el Decreto para los Armenios (DS n. 1320): pan de trigo y vino de uva, mezclado con agua.

 

El pan

            Según los relatos de la institución eucarística, Jesús instituyó la Eucaristía con pan y vino. Con toda probabilidad Jesús se adecuó a la tradición judía, de la cena que precedía el pan ácimo y el vino tinto, mezclado con agua, para temperar su fuerza. El pan era, obviamente, de trigo. En el curso de la historia el uso del pan para la Eucaristía ha sido de diferente calidad, manteniendo siempre el pan de trigo. Lo mismo se dice del vino, que más allá del color se ha requerido siempre vino de la vid y no una bebida alcohólica, extraída de otros frutos y aparentemente similar al vino.

            Los occidentales han permanecido fieles al uso del pan ácimo. Los orientales, sin embargo, han usado el pan fermentado. De esta variedad de usos ha brotado también en ciertos momentos una gran polémica para justificar el uso del pan ácimo o del pan fermentado. Para los occidentales las razones a favor del pan ácimo son, más allá del uso hecho por el Señor, el sentido de pureza del pan no fermentado, según las palabras de Pablo que recuerda la pureza pascual: «Purificaos de la levadura vieja, para ser masa nueva; pues sois ácimos. Porque nuestro cordero pascual, Cristo, ha sido inmolado. Así que, celebremos la fiesta, no con vieja levadura, ni con levadura de malicia e inmoralidad, sino con ácimos de pureza y verdad» (1 Co 5, 7-8). Pero en el primer milenio, hasta el siglo XI, también en Occidente se usaba el pan normal. Los orientales, sin embargo, justifican el uso del pan fermentado para distinguirse de los hebreos, para expresar, por lo tanto, la novedad de la comida pascual de Cristo Resucitado y para subrayar que se trata de pan que tiene en sí el sabor del Espíritu Santo y se presenta mejor como signo de alimento.

            En la Institución general del Misal Romano n. 282 se confirma la norma del uso del pan ácimo por la Iglesia latina como única materia de la Eucaristía. Sin embargo, el n. 283 expresa el siguiente principio: «la naturaleza de signo exige que la materia de la celebración eucarística se presente verdaderamente como alimento». Hay diversos intentos en la Iglesia para hacer más adecuada esta doble exigencia del pan ácimo y de la forma del alimento. El canon 924, § 2, precisa la naturaleza del pan que debe ser sólo de trigo y elaborado recientemente, de modo que no haya peligro de alteración. El c. 926 recuerda la obligación de celebrar en cualquier parte de la Iglesia latina con pan ácimo. En el Códice de los cánones de la Iglesia Oriental (CCEO) c. 706 se habla de pan de trigo, hecho recientemente.

 

El vino

 

            Según las prescripciones de la Iglesia en la Institución General del Misal Romano n. 284 y en el c. 924, § 1 y 3, la única materia válida para la Eucaristía es el vino que debe ser puro, del fruto de la vid, natural y genuino, sin sustancias extrañas y no alterado, mezclado con un poco de agua.

            En la traducción latina el vino era mezclado con agua. La costumbre de mezclar el agua con el vino viene probablemente de la antigüedad para temperar su fuerza, Dicho uso parece ya indicado por Justino en la descripción de la celebración eucarística. Pero a este uso se añaden varias simbologías que provenían de diversas tradiciones. Una se relaciona con la «sangre y agua» que surgieron del costado de Cristo (Jn 19, 34). Otra proviene de la teología eucarística de san Cipriano que ve en el agua mezclada con el vino del cáliz la participación de la Iglesia en el sacrificio de Cristo: «Así pues cuando en el cáliz el agua se mezcla con el vino, es el pueblo quien se mezcla con Cristo, es el pueblo de los creyentes quien se junta y se une a aquél en quien cree. Esta mezcla, esta unión del vino y del agua en el cáliz del Señor es indisoluble. Así la Iglesia, es decir, el pueblo que está en la Iglesia y que fielmente, firmemente, persevera en la fe, no podrá ya ser separado de Cristo, sino que le será fiel de un amor que de dos hará uno solo» (Epist. 63, 13). Una tercera interpretación señala en el agua mezclada con el vino la doble naturaleza divina y humana en Cristo, como parece sugerir la plegaria que acompaña actualmente el gesto de introducir el agua en el vino: «El agua unida al vino sea signo de nuestra unión con la vida divina de aquél que ha querido asumir nuestra naturaleza humana». La cuestión del significado teológico y simbólico fue explicada por el concilio de Florencia en el Decreto para los Armenios, el cual añade también el significado del agua como referida al pueblo según el Apocalipsis (DS n. 1320).

            En la tradición oriental tenemos hoy, sin embargo, la prescripción del uso del vino purísimo, sin ser mezclado con agua (CCEO c. 706). Pero la tradición bizantina conoce también el «zeon» o agua caliente mezclada con el vino de la primera comunión eucarística como signo del fervor del Espíritu Santo. N. Cabasilas interpreta este gesto con las siguientes palabras:

            «Esta agua que no es sólo agua, sino que participa de la naturaleza del fuego, al estar caliente simboliza el Espíritu Santo... Este rito eucarístico significa, pues, el misterio de Pentecostés... Así a los sagrados dones, que ahora han alcanzado la perfección, se añade esta agua simbólica» 74.

            Según la prescripción del c. 927: «No es, en absoluto, lícito, incluso en el caso de urgente y extrema necesidad, consagrar una materia sin la otra o incluso la una y la otra, fuera de la celebración eucarística».

            La consideración de la materia de la Eucaristía, a la luz de la Biblia y de la institución por parte de Jesús, debe ser llevada a la altura teológica que se destina al tema. Pan y vino, en su simplicidad sacramental, y en el denso significado simbólico a nivel humano, bíblico y eclesial, nos recuerdan al mismo tiempo la realidad del banquete y del sacrificio, o si queremos del banquete sacrificial en el cual la plena participación y comunión con la víctima se cumple a través del gesto fuerte y altamente significativo, a nivel antropológico, del comer y del beber al mismo tiempo. En esta comunión se expresa la verticalidad de la relación con Cristo y con su sacrificio y la horizontalidad de la comunión de todos los participantes en el único banquete y en la única víctima. La Eucaristía subraya la perfecta comunión y la realización de esta comunión a través de las realidades humanas fundamentales del alimento y de la bebida sagrada que suponen una verdadera y comprometedora participación también de nuestra corporeidad.

            La fuerza expresiva del banquete eucarístico debe ser puesta de relieve, especialmente por la comunión en la Eucaristía bajo las dos especies del pan y del vino, según las prescripciones de la Iglesia que suponen una cierta largueza que debería ser siempre más favorecida por las Conferencias Episcopales 75.

            Lo mismo se dice sobre el uso de la comunión con las hostias consagradas en la misma Misa (Ibid., 56 h) y Eucharisticum Mysterium n. 31.

 

¿Inculturación de la materia de la Eucaristía?

 

            La tentación de cambiar la materia de la Eucaristía ha estado siempre presente en la Iglesia por diferentes razones. En la antigüedad los acuarios consagraban sólo con agua y los artotiritas querían celebrar con pan y queso. Se debe decir que, a pesar de las dificultades que la Iglesia tuvo en su expansión misionera para encontrar el pan y el vino para la Eucaristía, ha sido siempre fiel al mandato del Señor. Hoy que no se dan problemas para encontrar la materia de la Eucaristía la cuestión se presenta bajo el perfil de la inculturación.

            Se han planteado recientemente problemas acerca de una inculturación de la materia del pan y del vino para sustituirla con materias que constituyen el alimento y la bebida propios de las diferentes culturas.

            El problema se presenta de manera equivocada cuando se habla de una imposición de la materia de la Eucaristía a las Iglesias autóctonas de África y de Asia, por parte de una Iglesia occidental. En realidad, en el caso de la Eucaristía, como en el caso de los otros sacramentos, se trata simplemente de una aceptación en pleno de la cultura asumida por Cristo para cumplir su revelación y para darnos la realidad sacramental de su economía de salvación. Donde el Señor ha fijado claramente los elementos sacramentales, nosotros no podemos cambiarlos. Y todos juntos, occidentales y orientales, romanos y africanos, acogemos el don que Cristo nos hace. En la celebración eucarística no somos nosotros los que disponemos nuestro alimento y bebida para el Señor, sino que es el Señor mismo quien nos prepara a nosotros el alimento y la bebida de su cuerpo y de su sangre, los signos de su sacrificio. Por eso, éstos deben ser conformes a su voluntad y no a la nuestra.

            El tema ha sido suscitado también en los últimos años en el área protestante. Von Allmen ofrece en su libro un estado de la cuestión y una respuesta pacata y serena. También el BEM en el n. 28 hace una breve y discreta alusión al tema a nivel ecuménico.

            La cuestión se hizo particularmente ardua en el área de las Iglesias africanas, hace algunos años, ante la dificultad de celebrar la Eucaristía por la temida amenaza y chantaje de prohibir la importación de trigo en el Zaire para poner en aprietos a la Iglesia. Sobre este argumento cfr. la discusión, con amplia reseña de opiniones, y la propuesta del teólogo africano L. Mpongo 76.

 

Nuevos problemas de carácter médico

            Por cuanto respecta a la materia de la Eucaristía quedan abiertos algunos problemas, especialmente a causa de algunas cuestiones de orden médico-sanitario.

            Como es sabido, una sutil y escondida enfermedad, la celiaquía, o alergia al gluten del trigo impide comulgar con hostias que contengan gluten.

            Algunos sacerdotes que sufren de alergia al alcohol o para los cuales también la mínima parte de alcohol en el vino es dañina, han planteado el problema de la posibilidad de usar vino sin alcohol.

            La cuestión ha sido objeto de una Carta de la Congregación para la Doctrina de la Fe a todos los Presientes de las Conferencias Episcopales (18 de mayo de 1995).

            En ella se dan algunas normas que hacen referencia tanto a la materia de la Eucaristía, como a la situación de las personas que no tienen posibilidad de comulgar con la materia válida.

 

            1º. No son materia válida de la Eucaristía las hostias a las cuales se les ha quitado el gluten. Son, por el contrario, materia válida si se ha conservado la cantidad suficiente de gluten que garantice la panificación. Los sacerdotes y los fieles, afectados por la celiaquía, pueden obtener la licencia del Obispo para celebrar y comulgar con dicho tipo de hostias.

 

            2º. En lugar del vino fermentado pueden usar el mosto los sacerdotes que no pueden por prescripción médica, tomar ni siquiera la mínima cantidad de alcohol en el vino 77.

 

2. La forma de la Eucaristía

 

            El tema de la forma de la Eucaristía, requiere una explicación algo más compleja de cuanto se encuentra generalmente en los tratados sistemáticos. Éste de hecho exige la integración de alguna cuestión que hoy se ha convertido en importante para la comprensión del tema, como es por ejemplo la plegaria eucarística.

            Teológicamente podemos afirma que el fundamento de la forma sacramental de la Eucaristía se encuentra en la ejecución de las palabras de Jesús: «Haced esto en memoria mía». Esto, según la tradición de la Iglesia significa en su forma más plena: cumplir el memorial con los mismos gestos del Señor, con la repetición de sus palabras, en un marco de acción de gracias y de alabanza, como él ha hecho.

            Históricamente se debe decir que lo que hoy llamamos la forma de la Eucaristía son los mismos relatos de la institución, tal como se muestra en la exégesis histórico-literaria son ya fórmulas breves y mnemónicas, por lo tanto, litúrgicas en uso en la primitiva comunidad para celebrar el memorial del Señor. Sin embargo, en la antigüedad tenemos algunos textos, como la Didaché y quizás la antigua anáfora de Addai y Mari, que no nos han transmitido el relato de la institución en el interior de la plegaria eucarística. Tal ausencia está justificada para algunos por la necesidad de observar la ley del arcano. Justino en su Apología I, cap. LXVI parece indicar que la plegaria con la que son eucaristizados el pan y el vino contiene la palabra del Señor, es decir, la narración de la institución. A partir de la primera Anáfora occidental conocida, la de la Tradición Apostólica, el relato de la institución aparece en todas las plegarias eucarísticas por extensión, aunque sea con curiosas variantes tanto para el pan como para el vino.

            Según el Magisterio de la Iglesia, expresado por el concilio de Florencia en el Decreto para los Armenios se indican estas palabras: «Forma de este sacramento son las palabras con las que el Salvador lo ha consagrado» (DS 1321). Pero en el Decreto para los Coptos se añade, precisando la fórmula anterior, son consideradas como palabras que constituyen la forma de la Eucaristía aquéllas que entonces se encontraban en el canon romano ad litteram, es decir: Hoc est enim corpus meum; Hic est enim calix sanguinis mei, novi et aeterni testamenti, mysterium fidei, qui pro vobis et pro multis effundetur in remissionem peccatorum» (DS 1352).

            Con la Constitución Apostólica Missale Romanum, del 3 de abril de 1969, Pablo VI modificó algo estas palabras en el canon romano y en las otras plegarias eucarísticas, añadiendo a la predicha fórmula latina sobre el pan quod pro vobis tradetur, y quitando de la fórmula del cáliz la expresión mysterium fidei, puesta ahora al final de la consagración como palabra del sacerdote a la cual el pueblo responde con la aclamación.

            No entramos en la discusión casuística sobre el modo de pronunciar las palabras y sobre las palabras precisas que es necesario, al menos, pronunciar para tener una consagración válida. Consideramos como necesariamente válidas todas las palabras de la consagración pronunciadas adecuadamente con los labios.

            Creemos, sin embargo, oportuno extender la cuestión de la forma de la Eucaristía en su contexto más adecuado para el cual nos parece obligado tratar a nivel teológico, aunque sea brevemente, estas tres cuestiones que atañen a:

• la teología de la palabra,

• la teología de la plegaria eucarística en general,

• la teología de la epiclesis en especie.

 

Teología de la palabra eucarística

 

Un modo de revalorizar el tema de la forma de los sacramentos y de modo especial el de la Eucaristía ha venido de manos del teólogo K. Rahner en su artículo Parola ed Eucaristía 78. Nuestro autor pone de relieve cómo la forma de la Eucaristía es una auténtica proclamación-predicación de la fe por medio de las palabras eucarísticas de Jesús. Es aquel «proclamad la muerte del Señor» de la fórmula eucarística de Pablo. Ahora, además de la teoría general sobre la composición de los sacramentos con una palabra eficaz que proclama y cumple cuanto anuncia, en la Eucaristía tenemos una palabra especialísima que Rahner llama el Urkerigma, o kerigma original, en cuanto que proclama el misterio que está en el centro de nuestra fe, es decir, la muerte salvífica del Señor por nosotros: «el cuerpo entregado... la sangre de la nueva alianza». De este modo la Eucaristía es también la apoteosis de la Palabra el momento más alto de la Palabra en la Iglesia, porque en ella la Palabra se hace carne. Una palabra pronunciada con fe, proclamada con la fuerza del Espíritu Santo con la cual se tiene la máxima eficacia y la máxima densidad de la Palabra. De tal modo que se puede afirmar que cada palabra en la Iglesia tiende hacia la Eucaristía. En este sentido la Eucaristía es Palabra hecha carne. Y tras la pronunciación fonético–consagratoria de las palabras, éstas quedan en la Eucaristía como adherentes al misterio. De modo que también después de la consagración y mientras duran las especies sacramentales materia y forma permanecen unidas y en el silencio también adorante de la Eucaristía es preciso saber escuchar de nuevo la palabra que está en la Eucaristía: «éste es mi cuerpo entregado por vosotros... mi sangre ofrecida por vosotros».

            El Catecismo de la Iglesia Católica (n. 1375) expresa convenientemente con dos textos patrísticos de Juan Crisóstomo y de Ambrosio la fuerza de la palabra del sacerdote que, en el poder del Espíritu, cumple el misterio eucarístico.

 

Teología de la plegaria eucarística

 

            La cuestión de la teología de las plegarias eucarísticas merece en el conjunto del tratado teológico sobre la Eucaristía una atención particular. Sin embargo, aunque no podamos dedicar a este tema el espacio deseado, queremos, al menos, ofrecer en síntesis las líneas fundamentales, remitiendo para un tratamiento más exhaustivo a la Bibliografía adjunta.

 

a. Las raíces y el desarrollo

 

            Las raíces de la plegaria eucarística se encuentran en las plegarias de la liturgia judía de las comidas, de la Cena pascual y también de las plegarias del templo. Más allá de la evidente dependencia de la acción de gracias de la Cena pascual, como hemos indicado, o de la Birkat-ha-mazon (E. Mazza), con la fórmula tripartita, bendición, acción de gracias y súplica, diversos autores hacen remontar nuestra plegaria a la Todà, con la doble expresión de proclamación y súplica; posiblemente expresada con plegarias de proclamación, arrepentimiento y ofrenda que acompañan al sacrificio de alabanza zebah-todà (C. Giraudo). Otros como L. Bouyer encuentran raíces en las plegarias matinales del Yotzer con el canto de la Queduschà (Santo, Santo, Santo...), y la Tephillah, o Sermonè Esrè, o plegaria de las dieciocho bendiciones, con intenciones de diversas intercesiones.

            Más sabia es la sentencia de L. Ligier que afirma que, fundamentalmente, la Iglesia ha querido cumplir lo que Jesús ha hecho en la Cena. El núcleo fundamental de la plegaria eucarística es, pues, la narración de la institución, con otras partes que han sido añadidas después.

            En la Iglesia antigua se pasa de los primeros formularios, como el de la Didaché, a las plegarias espontáneas (según un esquema lógico-interno), a la codificación de los diversos formularios, los primeros de los cuales se encuentran en la Tradición Apostólica, en las Constituciones Apostólicas y en el Eucologio de Serapión... Sólo la antigua plegaria de los apóstoles Mar Addai y Mar Mari se distingue porque no tiene el relato de la Institución.

            A partir del siglo IV se forman las diversas tradiciones anafóricas con estructuras propias, con una evolución y creatividad que alcanza en algunas iglesias hasta el medievo. Entre las diferentes tradiciones anafóricas orientales recordamos las de la tradición alejandrina (coptos y etíopes), las de la tradición siro-antioquena (particularmente rica), con las diversas anáforas de las iglesias maronitas, caldeas y armenias. La tradición bizantina ha conservado el uso de las dos venerables anáforas de san Juan Crisóstomo y de san Basilio, a las cuales se añade alguna vez también la alejandrina de san Atanasio.

            En Occidente, Roma ha mantenido la unidad del canon romano con la variedad de prefacios. El rito ambrosiano poseía algunas particularidades en la anáfora del Jueves Santo. La liturgia hispánica, sobre la base de una misma fórmula de consagración, tenía diversas variantes en las inlatio y en el Vere sanctus y en el post-mysterium o postridie, después de la consagración.

            En la liturgia romana, con la reforma postconciliar, se introdujeron nuevas plegarias eucarísticas en 1968. Otras fueron añadidas en 1975 y 1976 como plegarias para la reconciliación y para las misas con niños. En 1973 una carta de la Congregación para el Culto Divino fijó las normas sobre el uso y creación de las plegarias eucarísticas. Algunas Conferencias Episcopales han obtenido el permiso para utilizar algunas plegarias por diversas circunstancias. Las concedidas para la celebración del Sínodo de Suiza, han sido aprobadas sucesivamente por otras naciones, y recientemente retocadas, con una nueva versión original en lengua latina.

 

b. Carácter teológico de la plegaria eucarística

 

            La plegaria eucarística es una plegaria presidencial, reservada al Obispo o al presbítero. Es una plegaria en la cual se expresa el ministerio del sacerdote celebrante en nombre de Cristo y de la Iglesia.

            Sin embargo, para subrayar que se trata de una plegaria de toda la Iglesia, muchos son los elementos que en las diversas liturgias son también propios del pueblo, como las aclamaciones, distribuidas a lo largo de toda la plegaria eucarística y, con frecuencia, numerosas. Recientes plegarias eucarísticas, como la de la misa con niños, han acogido este sentido dialógico de la plegaria eucarística que subraya y solicita la participación del pueblo.

 

c. Elementos de la plegaria eucarística

 

            Teniendo presente la Institución General del Misal Romano n. 55, podemos recordar cuáles son los elementos característicos de la plegaria eucarística en el rito romano en orden lógico: a) La acción de gracias que se expresa especialmente en el prefacio; b) la aclamación de la asamblea con el Sanctus; c) la epiclesis para pedir el Espíritu Santo a fin de que transforme el pan y el vino en el cuerpo y en la sangre de Cristo; d) la narración de la institución y la consagración; e) la anámnesis o memorial del misterio pascual de Cristo; f) la oblación de la Iglesia que en el Espíritu Santo ofrece al Padre la víctima inmaculada y a sí misma; g) las intercesiones, en comunión con la iglesia celeste y terrestre, por los vivos y por los difuntos y h) la doxología final que expresa la glorificación de Dios y se concluye con la aclamación del pueblo: Amén.

            El Amén del pueblo, subrayado ya por Justino, era particularmente sentido y solemne y en las iglesias sonaba, según el testimonio de Girolamo, como un trueno.

            Todos estos elementos se encuentran en las diversas plegarias de Oriente y de Occidente, pero con diversas combinaciones, como muestra este cuadro sinóptico.

 

ALEJANDRÍA                       ANTIOQUÍA             CANON ROMANO              ROMA. NUEVO

Diálogo                                   Diálogo                        Diálogo                                   Diálogo
Prefacio fijo                             Prefacio fijo                 Prefacio variable                      Prefacio
Intercesiones

 

Sanctus                                   Sanctus                        Sanctus                                   Sanctus
Vere sanctus                            Vere Sanctus               1ª Intercesión                          Vere sanctus
1ª Epiclesis                                                                 1ª Epíclesis:                             1ª Epíclesis
                                                                                  Quam oblationem
Institución                                Institución                    Institución                                Institución
Anámnesis                               Anámnesis                   Anámnesis                               Anámnesis
2ª Epiclesis                              Epíclesis                      2ª Epíclesis                              2ª Epíclesis
                                                                                  Supplices
                                               Intercesiones                2ª Intercesión                          Intercesiones
Doxología                                Doxología                    Doxología                                Doxología

 

d. Estructura teológica de la plegaria eucarística

 

            En el centro de la plegaria eucarística se encuentra siempre el relato de la institución eucarística como palabra-plegaria-acción de Cristo. Éste es actualizado en el memorial-oblación que sigue a la consagración y responde al mandato del Señor: «Haced esto en memoria mía». La Iglesia, pues, «celebrando el memorial, ofrece...» Además la conciencia de la Iglesia, de celebrar el misterio de Cristo en la gracia y en la fuerza del Espíritu Santo, se expresa en la epiclesis por la consagración de los dones, para el agrado del sacrificio, para la santificación de la asamblea eucarística. Toda la plegaria, desde el principio hasta el final, está invadida por un profundo sentido eucarístico de acción de gracias, alabanza, memoria de las maravillas de Dios. Finalmente, la Iglesia tiene conciencia de celebrar el misterio en comunión con todos los fieles, vivos y difuntos y de orar para que el fruto de la Eucaristía alcance a todos hasta el don de la vida eterna; esto se da por medio de las intercesiones. La doxología concluye solemnemente la plegaria de alabanza dirigida al Padre, a través de la mediación de Cristo y en la unidad del Espíritu Santo, en la santa Iglesia.

            De esta simple enumeración de los elementos y de su íntima relación teológica, se puede creer fácilmente que sólo en el conjunto de la plegaria eucarística, con los textos de la tradición de la Iglesia o aprobados por ella recientemente, podemos captar el profundo sentido material y formal de las palabras de la consagración. Fuera de este marco están privados de su genuino y perfecto sentido. Por eso el uso de plegarias no aprobadas es ilícito y el riesgo de usar plegarias de dudosa validez sacramental, debe hacer a los sacerdotes y a los fieles usar las plegarias aprobadas por la Iglesia.

 

            Bibliografía:

            Para los textos de las plegarias eucarísticas de la tradición y de la actualidad cfr., además del citado libro de

• L. Bouyer, A. Hanggi-I. Pahl, Prex eucharistica. Textus e variis liturgiis antiquioribus selecti. Ed. Universitaires, Friburgo 1968; Preghiere eucaristiche della tradizione cristiana, Messaggero, Padua, 1983; Pregare l’Eucaristia. Preghiere eucaristiche di ieri e di oggi, Brescia, Queriniana, 1982.

• V. Martín Pindado-J.M. Sánchez Caro, La gran oración eucarística. Textos de ayer y de hoy, Madrid, La Muralla, 1969.

L. Maldonado, La plegaria eucarística. Estudio de teología bíblica y litúrgica sobre la misa, Madrid, BAC, 1967.

E. Mazza, Le odierne preghiere eucaristiche, Bologna, Dehoniane, 19912.

Id., L’anafora eucaristica, Roma, ELV, 1992; Segno di unità. Le più antiche eucaristie delle chiese, Edizioni Quiqajon, 1996.

Aa.Vv., Proclamiamo la tua risurrezione. La preghiera eucaristica, Roma, Edizioni liturgiche, 1992.

J. Castellano, La spiritualità della preghiera eucaristica, en Ibidem, pp. 67-111.

Id., Teología y espiritualidad de las plegarias eucarísticas. El testimonio de Oriente y de Occidente, en «Revista de espiritualidad» 54, (1995), pp. 45-74.

 

e. La epiclesis

            Una cuestión importante y polémica inserta en los temas que hacen referencia a la forma de la Eucaristía es el valor de la epiclesis eucarística para la consagración de los dones. Dicha cuestión se presenta de forma polémica, referida a las diferencias de opiniones entre occidentales y orientales; para los primeros sólo las palabras de la consagración tienen una fuerza sacramental; para los orientales es la epiclesis la que consagra los dones eucarísticos. Propuesta de este modo la cuestión parece demasiado superficial y en parte queda superada. Conviene, pues, explicar mejor el sentido de las cosas.

            Como hemos visto, la epiclesis es una invocación hecha por la Iglesia al Padre a fin de que envíe el Espíritu Santo para cambiar el pan y el vino en el cuerpo y en la sangre de Cristo. El puesto de la epiclesis es variable, según las diversas tradiciones. En la tradición alejandrina y en el canon romano, aunque se dé de una manera más bien escondida, la invocación al Espíritu es doble: una primera de la consagración (Quam oblationem...), para la consagración de las ofrendas, una segunda después de la anámnesis y la oblación, para pedir la santificación de los comulgantes y la aceptación del sacrificio (Supplices te rogamos...).

            En la tradición antioquena, y de modo especial, en las Anáforas de san Juan Crisóstomo y de san Basilio, se da una única epiclesis omnicomprensiva que se encuentra después de las palabras de la consagración, la anámnesis y la oblación. El terno de esta epiclesis es de una gran expresividad y solemnidad y suena como una auténtica plegaria de consagración, según las palabras de la Anáfora de san Juan Crisóstomo que es una de las más representativas de la tradición antioquena, y la más conocida en Oriente.

            «De nuevo te ofrecemos este sacrificio espiritual e incruento, te invocamos, te pedimos, te suplicamos: Envía tu santo Espíritu sobre nosotros y sobre estos dones puestos sobre el altar. Haz de este pan el precioso cuerpo de tu Cristo, y de lo que hay en este cáliz la preciosa sangre de tu Cristo, trasmudándola por virtud de tu Santo Espíritu, a fin de que para aquéllos que los comulgan sean prenda de purificación para el alma, remisión de los pecados, comunicación del Espíritu Santo, alcance del reino de los cielos, título de libre confidencia ante ti y no motivo de juicio y de condena».

El tenor de esta plegaria, después de las palabras de la consagración, parece atribuir en este momento y a la acción del Espíritu la consagración de los dones. Tanto más que la bendición del sacerdote, el canto, las mismas ceremonias y gestos de los celebrantes y del pueblo (a la vez que la postración profunda), subrayan todavía hoy en las iglesias ortodoxas el momento culminante de la consagración.

            Si consideramos, pues, la convicción de los orientales, alimentada por estas palabras y, por otra parte, consideramos que las epiclesis del canon romano están un tanto escondidas y la referencia explícita al Espíritu Santo es nula, es normal que se haya creado por la praxis litúrgica una interpretación teológica diferente. Para los latinos medievales era impensable atribuir la consagración a la epiclesis que prácticamente no conocían. Para ellos la consagración se daba mediante las palabras de la institución.

            Para los orientales, sin embargo, era lógico atribuir, sin negar la eficacia de las palabras de la institución, la plenitud de la consagración de los dones a las palabras de la epiclesis y a la acción del Espíritu Santo.

            Una reflexión más profunda debe llevar hoy a insistir sobre el sentido de las palabras y sobre el momento de la consagración y sobre la necesaria acción del Espíritu Santo invocado en la epiclesis a partir de una reflexión teológica en la cual emergen estos datos.

 

            1. Según los Padres de la Iglesia de Oriente y de Occidente el cambio del pan y del vino es atribuido a las palabras del Señor y a su omnipotencia, y a la fuerza transformadora del Espíritu Santo. Justino habla de las palabras del Señor. Ireneo insiste en la invocación del Espíritu. La Tradición Apostólica refiere después de la consagración una epiclesis consagratoria. Los Padres Orientales como Juan Crisóstomo hablan de la eficacia del trueque del pan y del vino. Es esta doble convicción la que ordena, aunque de modo diverso, en la plegaria eucarística el sentido de las palabras de la consagración y las de la epiclesis. La conciencia de la necesidad de la acción del Espíritu Santo para el cambio del pan y del vino, es afirmada en línea con la teología pneumatológica que atribuye al Espíritu Santo el poder para hacer nuevas todas las cosas y que junto con Cristo está presente y actúa en la Encarnación, en el Bautismo, en la Pasión, en la Resurrección y en Pentecostés. Toda obra de salvación se cumple en el Espíritu Santo. Por lo tanto, también la Eucaristía. La epiclesis subraya esta verdad y expresa y propone en una humilde plegaria esta conciencia teológica.

 

            2. La tradición alejandrina anticipa una epiclesis pre-consacratoria sacando a la luz claramente la necesidad de la acción del Espíritu Santo y coligando esta primera epiclesis a las palabras del cántico de los serafines: «Sanctus... Benedictus... Qui venit... Pleni sunt...» («santifica, bendice, ven, llena...»)

 

            3. La tradición antioquena, siguiendo un esquema trinitario en la exposición de la economía de la salvación de las anáforas, sólo después de las palabras de Cristo y su memorial, recuerda la acción del Espíritu Santo, poniendo énfasis en resaltar una continuidad entre el misterio pascual, evocado en la anámnesis, y la realización de Pentecostés, revelada y actualizada en la epiclesis con la venida del Espíritu Santo.

 

            4. En la diversa posición teológica del Oriente bizantino y de la tradición latina, tenemos quizás algún subrayado. Occidente quiere subrayar que el sacerdote actúa en la persona de Cristo (pero lo hace también en la fuerza del Espíritu Santo). El Oriente bizantino quiere poner de relieve que el misterio eucarístico no es una obra humana, sino una acción del Espíritu Santo.

 

            5. Sin embargo, esta tradición subraya también la solemnidad de las palabras de la consagración a las cuales el pueblo se une con un doble Amén.

 

            6. En realidad en ambas tradiciones, pero con diversos matices, y en la diversa manera de expresar en continuidad discursiva con la plegaria eucarística la doble acción, se pone de relieve que la Eucaristía es obra de Cristo y de su Espíritu. La eficacia de la acción sacramental y sacrificial ha de atribuirse a la palabra de Cristo y a la acción del Espíritu, proferidas por el sacerdote.

 

            7. Muy oportunamente precisa L. Bouyer: «Durante mucho tiempo Oriente y Occidente se han encontrado en oposición sobre este punto: saber si la Eucaristía era consagrada con la recitación de las palabras de la institución sobre el pan y el vino, o bien con la plegaria de la epiclesis, que invoca sobre ellos la venida del Espíritu. Seguramente es preciso responder que toda la realidad de la Eucaristía procede de la sola palabra divina, proferida en el Hijo que nos da su carne como alimento y su sangre como bebida. Pero esta realidad es dada a la Iglesia, como la realidad prometida en su «eucaristía», a la plegaria con la cual ella se adhiere en la fe a la palabra salvadora. Y el objeto último de esta plegaria es que el Espíritu Santo de Cristo hace en nosotros viviente la palabra de Cristo. En otros términos, el consagrador de todas las eucaristías queda solo Cristo, Palabra hecha carne, en cuanto que él es el dispensador del Espíritu, porque se ha entregado a la muerte y ha resucitado mediante el poder de este mismo Espíritu. Pero en el conjunto inseparable de la Eucaristía, esta Palabra evocada por la Iglesia y su plegaria que invoca la realización de la Palabra con la fuerza del Espíritu Santo, se unen para la realización misteriosa de las promesas divinas» (Eucaristía... pp. 473-474). Con idéntico espíritu irénico y ecuménico P. Congar sintetiza: «En el fondo, toda consagración se cumple por medio de las palabras del Señor, pronunciadas una vez por todas en la Última Cena y de ellas, referidas por el sacerdote, el Espíritu Santo actualiza la eficacia en nuestras celebraciones».

 

            8. Hoy podemos decir con certeza que la polémica ha decaído algo por parte de los católicos. Nosotros creemos que la consagración se realiza mediante la acción de Cristo y del Espíritu. Y que esta acción conjunta se expresa en la plegaria de epiclesis y en la proclamación de las palabras de la institución. Las nuevas plegarias eucarísticas han puesto de relieve este obligado equilibrio, con la primera epiclesis antes de la consagración, en la línea tradicional alejandrina y del mismo canon romano, pero con mayor claridad. Por otra parte, las plegarias de la tradición antioquena están en uso entre las iglesias orientales católicas sin que esto suponga un perjuicio a la fe común en la acción de Cristo y del Espíritu en la Eucaristía.

 

            9 El Catecismo de la Iglesia Católica propone este título significativo para hablar de la presencia eucarística: La presencia de Cristo obrada por el poder de su Palabra y del Espíritu Santo (n. 1373). Y cita, hablando de la epiclesis 79 este texto de Juan Damasceno: «¿Tú preguntas de qué modo el pan se convierte en el Cuerpo de Cristo y el vino... en la Sangre de Cristo? Te lo digo yo: el Espíritu Santo irrumpe y realiza lo que supera toda palabra y todo pensamiento... Te basta saber que esto sucede por obra del Espíritu Santo, del mismo modo que de la Santa Virgen y por medio del Espíritu Santo, el Señor, por sí mismo y en sí mismo asume la carne» 80.

 

APÉNDICE: LA CONCELEBRACIÓN: CUESTIONES TEOLÓGICAS Y LITÚRGICAS

 

            La concelebración eucarística es una forma, bastante corriente hoy, de celebración del sacrificio eucarístico en la cual muchos sacerdotes ofrecen juntos el santo sacrificio. En su forma litúrgica actual y en la frecuencia con que es celebrada, tras su amplia extensión a partir del Vaticano II representa, ciertamente, una novedad respecto a la antigüedad cristiana y a la práctica residual que allí había permanecido, antes y después del concilio de Trento. Hoy incluso cuando la práctica de la concelebración es pacífica y está regulada por la doctrina de la Iglesia, se dan algunos problemas de orden histórico, litúrgico y teológico que merecen también una breve ilustración.

 

1. El problema histórico

            La existencia de una celebración de la Eucaristía presidida por un Obispo o presbítero en la cual participan otros obispos y sacerdotes, parece acertada por diversos testimonios. Tal parece el contenido de un testimonio de Eusebio a propósito del Papa Aniceto que ofreció a Policarpo presidir la celebración eucarística en Roma 81. Más explícito es el testimonio de la Tradición Apostólica, cap. 4, a propósito de la celebración de la consagración del Obispo en la cual los obispos y presbíteros participan de la Eucaristía. Otros testimonios se encuentran en los libros litúrgicos de la Iglesia romana como son los Ordines Romani.

            Menos claras son las noticias referentes al modo preciso de la concelebración y la forma de participar en ella por parte de los sacerdotes. También por lo que respecta a los ritos orientales la tradición de la concelebración es cierta, las formas permanecen ambiguas. Algunas iglesias parece que no conocen una verdadera y propia concelebración sacramental compartida por todos los sacerdotes participantes, como parece comprobado en la iglesia armenia, incluso cuando los sacerdotes están en torno al altar.

            De las rúbricas de las Ordines Romani se deduce que la concelebración se manifestaba con algunos gestos comunes, como la posición de los sacerdotes en torno al altar, o la elevación de la patena por parte de los sacerdotes durante el canon, uniéndose a la recitación de las plegarias junto al celebrante principal. El uso de la concelebración en Occidente, reservado a algunas grandes solemnidades, pero siempre más rarefacto, prácticamente desaparece en el medievo y se conserva sólo a nivel sacramental en el rito latino en la ordenación del Obispo y en la ordenación de los neosacerdotes. Por el contrario, se conserva en algunos lugares un tipo de concelebración denominada ritual pero no sacramental, en la cual, los sacerdotes, revestidos de sus vestiduras, participan en la concelebración de la Eucaristía sin que haya allí intención de concelebrar sacramentalmente. Por cuanto respecta a la concelebración en Oriente, la situación es más compleja y parece que ha habido y subsisten formas de concelebración sacramental y de concelebración puramente ritual.

            Antes de la reforma conciliar, el c. 803 del CIC de 1917 reconocía la existencia de la concelebración sólo en el caso de la consagración episcopal y de las ordenaciones sacerdotales.

            Cuando hacia los años cincuenta de nuestro siglo, en la renovación teológica avanza el deseo de restablecer más ampliamente la concelebración, probando formas menos claras de expresar la concelebración ritual-sacramental, reduciéndola a las misas comunitarias de más sacerdotes asistentes a la misa de un presbítero, o en la forma de misas sincronizadas, el Magisterio de la Iglesia con el Papa Pío XII confirma algunos principios fundamentales.

 

            – El 2-11-1954 con la alocución Magnificate Dominum rechazaba la teoría de algunos teólogos según los cuales una misa en la cual participasen muchos sacerdotes, aunque no diciendo las palabras de la consagración equivalía a una concelebración sacramental 82.

 

            – El 22-9.1956 en el Discurso al II Congreso de Pastoral Litúrgica de Asís confirmaba la necesidad de pronunciar por parte de todos los concelebrantes las palabras de la consagración y de unirse de este modo a la celebración y ofrenda del sacrificio de Cristo 83. Dicha doctrina, contra toda indecisión y todavía válida hoy, era confirmada por una dudosa propuesta a la S.S. del Santo Oficio, de 27 de mayo de 1957, a la cual se respondía con estas palabras: «Ex institutione Christi ille solus valide celebrat, qui verba consecratoria pronunciat» (DS 3928).

 

            En la constitución Sacrosanctum Concilium, nn. 57-58, se restablecía ampliamente la concelebración en la Iglesia y con el Decreto Ecclesiae semper, de 7 de marzo de 1965, se promulgaba el nuevo rito de la concelebración, precisado ulteriormente en la IGMR nn. 161-208 y en la Declaración sobre la concelebración de 7 de agosto de 1972.

 

            La disciplina litúrgica actual referente a la concelebración eucarística no es una simple vuelta al pasado, sino que en realidad posee una cierta novedad y es un legítimo desarrollo de las formas antiguas tanto por cuanto respecta al ritual de la concelebración, como por la frecuencia misma de la concelebración. Tienen, pues, razón los teólogos y los historiadores de la concelebración al considerar que la concesión del Vaticano II ha ido bastante más allá de los datos de la tradición. Se equivocan, sin embargo, aquéllos que no quieren reconocer en esto un legítimo desarrollo teológico y litúrgico, cumplido por la Iglesia bajo la asistencia del Espíritu Santo.

 

2. La teología de la concelebración

 

            El sentido teológico de la concelebración, ha sido propuesto en los recientes documentos de la Iglesia reafirmando la triple unidad que ella expresa: la unidad del sacrificio, la unidad del sacerdocio y la unidad del Pueblo de Dios. Verdaderamente, dicha doctrina se encuentra expresada por santo Tomás en la Suma Teológica III, q. 82, a. 2 ad 2 y 3. En efecto, como confirma el doctor Angélico «multi (sacerdotes) sunt unum in Christo», todos, de hecho, actúan en la misma persona de Cristo.

            Un problema que se plantea hoy sobre la concelebración es éste: ¿cuántos sacrificios se ofrecen en una concelebración, tantos cuantos sacerdotes concelebrantes haya, o bien, un solo sacrificio? La respuesta más cuerda, en la línea de santo Tomás, es la de la unidad del único sacrificio que viene del único sacerdote. Dicha respuesta no pone en dificultad el poder percibir el estipendio por parte de cada uno de los sacerdotes concelebrantes, lo que es en realidad una norma eclesiástica y depende de las costumbres de las iglesias.

            A esta cuestión teológica y a su lógica respuesta, algunos teólogos querrían añadir una observación de carácter teológico, espiritual y eclesiológico, más o menos en estos términos. Si la concelebración de muchos sacerdotes es un solo sacrificio, sería mejor no concelebrar, sino celebrar singularmente para no privar a Dios y a la Iglesia de los fines y de los frutos que corresponderían a tantas celebraciones como serían las misas de los sacerdotes individuales. Se trata de un argumento sutil, pero ante el cual, quizás, no es preciso ceder con demasiada credulidad casi insinuando que la concelebración reste valor al sacrificio de Cristo y que en el fondo sería mejor disminuir el número de concelebrantes para aumentar el número de los sacrificios de la misa.

            Digamos que si infinito es el valor de cada sacrificio, infinito es también el valor de una misa concelebrada. Tanto una única misa concelebrada como los diferentes sacrificios de las misas singulares dependen de los méritos infinitos de Cristo y de la actual participación de los sacerdotes. Se tratará siempre de valorar al máximo, tanto en las misas singulares como en las misas concelebradas, esta plena y espiritual participación. Cuantificar el valor infinito de tantas misas singulares en confrontación con una concelebración parece arduo. Ciertamente, mucho depende de la calidad de la participación de los celebrantes y de los concelebrantes; y esto se aplica en la misma medida para la misa singular como para la concelebración. La Iglesia es sabia y ofrece la necesaria libertad para concelebrar y para celebrar de manera singular la misa. Está claro que la concelebración ofrece también notables ventajas, no sólo pastorales y funcionales, sino también teológicas y espirituales, especialmente en orden a favorecer y manifestar la dimensión de la comunidad sacerdotal y la unidad del Pueblo de Dios. Por otra parte es verdad, y la cuestión fue observada hace tiempo por Max Thurian, conviene que el sacerdote no concelebre siempre, corriendo el riesgo de empobrecer su dimensión de presidente de la asamblea, sino que sepa celebrar solo, poniendo en acto cuanto comporta su plena participación en la celebración eucarística. El equilibrio es necesario, incluso a nivel espiritual y pastoral entre la concelebración y la celebración individual de la misa, especialmente con el pueblo.

 

3. Dimensión litúrgica

 

            La actual disciplina de la concelebración en el Rito romano expresa claramente la voluntad de la Iglesia en el modo de participar en la concelebración. Se trata, pues, de una concelebración sacramental expresada de manera coherente con determinadas formas rituales. Ella requiere esencialmente, según el citado Decreto del S. Oficio, que todos los sacerdotes concelebrantes pronuncien las palabras de la consagración. Sin dicha participación no se da una verdadera concelebración sacramental. Además, todos los sacerdotes deben participar en la plegaria eucarística según las fórmulas prescritas y comulgar bajo las dos especies. A estas dos condiciones de máxima importancia, es preciso añadir también la norma de concelebrar según las otras prescripciones de la Iglesia. Fuera de estas condiciones la concelebración ritual y sacramental, hecha, por lo tanto, según la voluntad de la Iglesia, en realidad no existe.

 

            Bibliografía esencial:

M. Auge, Concelebrazione, en NDL pp. 259-269, con bibliografía.

C. Vagaggini, Il valore teologico e spirituale della concelebrazione, en «Rivista liturgica» 52 (1965) pp. 189-219.

            Muy interesante para el estudio de los ritos orientales:

M. Hannsens, De concelebratione missae in ritibus orientalibus, en «Divinitas» 10 (1966) 482-559.

Desde el punto de vista teológico y pastoral cfr.

– Documento de la Comisión Episcopal de Liturgia del Canadá: La concélébration. Repères théologiques pour une pratique renouvelée, en «Notitiae» 29 (1993) pp. 187-243.