SEGUNDA PARTE


TEOLOGÍA DEL MISTERIO EUCARÍSTICO

 

PREMISA METODOLÓGICA

            La segunda parte del tratado sobre la Eucaristía intenta desarrollar de manera bastante completa una reflexión teológica sobre la Eucaristía. Dicha reflexión se expresa mediante las tres categorías clásicas de memorial-sacrificio, presencial real y banquete de comunión. Tres categorías que son en sí mismas inseparables. Por ello, no enfocamos el tratado, como se ha hecho en otros tiempos, con una distinción entre la Eucaristía como sacrificio y la Eucaristía como sacramento. En realidad, no es fácil ofrecer un tratado que sea todavía más unitario, fundiendo conjuntamente las tres categorías arriba mencionadas, también porque a dicha división temática están ligados problemas de carácter histórico y doctrinal, difícilmente reconducibles a una unidad temática. En torno a las tres temáticas se ilustrarán cuestiones particulares de teología eucarística, insertas bien en uno, o en otro capítulo.

            Precede siempre una visión histórica del tema en su evolución para poder individuar momentos de profundización o de negación; sigue la exposición de la doctrina del Magisterio distinguiendo claramente entre dogma y teología, y proponiendo los avances necesarios. Se concluye con las temáticas teológicas que están ligadas a cada uno de los grandes temas.

 

CAPÍTULO PRIMERO

LA EUCARISTÍA MEMORIAL DEL SACRIFICIO DE LA CRUZ

 

            Sumario: La exposición se articula en los siguientes puntos: 1. El sacrificio de la misa: A. Visión histórica del tema del sacrificio eucarístico. B. La doctrina del Magisterio: dogma y teología. 2. Materia y forma de la Eucaristía: A. La materia. B. La forma. Apéndice: La concelebración eucarística: cuestiones teológicas y litúrgicas.

 

            Bibliografía: Además de algunas obras que se citarán en el presente capítulo cfr. en general, los manuales citados en la bibliografía de la parte correspondiente. De modo especial:

Piolanti, Il misterio eucaristico, pp. 373-546.

L. Ligier, Il sacramento dell’Eucaristia, pp. 305-404.

 

I EL SACRIFICIO DE LA MISA: HISTORIA, DOGMA, TEOLOGÍA

 

1. La Eucaristía como sacrificio a la luz de la historia

 

            La cuestión de la Eucaristía como sacrificio, más allá del debido esfuerzo de profundización hecho a la luz de la tradición eclesial a lo largo de los siglos, no se puede comprender si no a partir de algunas discusiones históricas medievales: éstas llevan ya con J. Wycliffe a la negación de la institución de la Eucaristía por parte de Cristo como sacrificio; después con los Reformadores se llega a una ruptura con la gran tradición patrística y litúrgica sobre el misterio eucarístico, como se afirmaba en el primer milenio. A la negación del carácter sacrificial de la Eucaristía por parte especialmente de Lutero y de Calvino, el concilio de Trento opone su doctrina clásica sobre el sacrificio de la misa. Seguidamente dicha cuestión se convierte en clásica y central en la teología y en los manuales posteriores, también por el deseo de determinar cada vez mejor la especificidad del carácter de dicho sacrificio. La naturaleza sacrificial de la Eucaristía se convierte en una de las cuestiones fronterizas de la ortodoxia católica en las polémicas antiprotestantes.

            La dificultad de la cuestión no está tanto en la demostración de un cierto carácter sacrificial de la celebración eucarística, a la luz de la Escritura y de la primitiva tradición. En este punto las afirmaciones terminológicas de los Padres y de la Liturgia son tan evidentes que no se puede negar este carácter sacrificial. No se trata, obviamente, de determinar a priori una cierta noción de sacrificio recavada por la historia comparada de las religiones y verificar si dicho concepto se dará en nuestra celebración eucarística. Incluso este procedimiento es peligroso, si no se tiene en cuenta la novedad y originalidad del sacrificio de Cristo. La cuestión, sin embargo, está en lo que podríamos llamar la relación entre el único sacrificio redentor de Cristo y el sacrificio eucarístico. Se trata de saber cómo y en qué medida la Eucaristía es memorial y presencia, del único sacrificio de la cruz, y en qué medida este único sacrificio debe ser considerado presente en la Eucaristía por la Iglesia a favor de la salvación del mundo.

            Se trata, como se ve, de una cuestión de relación entre Cristología soteriológica y Cristología eucarística y sacramental. Esto nos permite captar en seguida, el nodo de la cuestión y nos hace sensibles a la exposición del tema. No es suficiente acoger las afirmaciones genéricas sobre el sentido sacrificial de la Eucaristía, sino que un recto tratamiento nos debe orientar a la búsqueda de la relación entre la Eucaristía, el sacrificio redentor de Cristo y su presencia salvífica en el hoy de la Iglesia.

 

La tradición eclesial antigua: padres y liturgia

 

            Se puede afirmar claramente que la tradición eclesial más antigua no ha hecho nunca problema sobre el sentido sacrificial de la Eucaristía, ni lo ha puesto nunca en duda. Ciertamente, ha tenido cuidado en distinguir el carácter sacrificial del banquete eucarístico de los sacrificios judíos del Antiguo Testamento, ahora caducos, y de los sacrificios paganos, considerados idolátricos. Frente a los judíos la tradición primitiva afirma, como lo ha hecho la Didaché, Justino e Ireneo el cumplimiento de la profecía de Malaquías 1, 11 y la permanencia de los sacrificios incruentos antiguos en la oblación del pan y del vino. Contra los paganos que afirman que los cristianos son ateos porque «no tienen ni templos ni altares, ni sacrificios», los apologetas presentan la celebración del banquete eucarístico como su oblación. Pero las afirmaciones genéricas sobre el sentido de la Eucaristía en línea con el culto sacrificial son coherentes con la terminología sacrificial de la muerte de Jesús, de las palabras de la institución y del cumplimiento tipológico de los sacrificios del Antiguo Testamento.

            Tal se revela la terminología utilizada por los primitivos textos de la tradición prenicena, como hemos podido advertir arriba.

            La terminología litúrgica primitiva, como aparece en las plegarias eucarísticas más antiguas, confirma la conciencia de la Iglesia en el uso de los términos: sacrificio, cuerpo-sangre, oblación, víctima... junto a los verbos de significado cultual: ofrecer, servicio sacerdotal, etc.

            Que éste fuese el pensamiento tradicional de la Iglesia desde los orígenes ya lo reconocía Lutero en su polémica contra los papistas. Una verdad confirmada también por recientes investigaciones y tomas de posición por parte de algunos protestantes, como el episcopaliano J. de Wateville, Le sacrifice dans les textes eucharistiques de premières siécles, Neuchatel 1966. Se trata de una verdad, honestamente, un tanto polémica, como reconoce J.J. Von Allmen en su libro Saggio sulla cena del Signore (pp. 161-162) recogiendo el desafío del católico R. Richardson el cual afirmaba:

            «En la Iglesia de los Padres apostólicos y de los Padres antenicenos, se habla por todas partes de la Eucaristía como de un sacrificio. Se recurre sin más en este punto a una fraseología sacrificial. No se da a este respecto excepción alguna, y no se podría negar seriamente que es desde esta óptica que los Padres de la Iglesia antigua han comprendido la tradición apostólica a propósito de la Cena. Es a aquéllos que tratan de negar toda forma de sacrificio eucarístico a los que concierne hacer la prueba de que la interpretación patrística unánime de los datos escriturísticos es falsa. Ahora bien, si lo fuera nos encontraríamos ante la proposición difícilmente creíble de que todos los doctores de la Iglesia, a partir de los tiempos de san Clemente de Roma y de san Ignacio de Antioquía estaban equivocados hasta que la verdadera doctrina fue revelada a los reformadores protestantes».

            El Dossier patrístico referente al carácter sacrificial de la Eucaristía es bastante elocuente. Más allá de los textos ya citados de Justino e Ireneo (s. II), es útil recordar algunas límpidas afirmaciones de Cipriano en el siglo III:

            «Y puesto que en todos los sacrificios hacemos memoria de la Pasión de Cristo –de hecho es la pasión de Cristo el sacrificio que nosotros ofrecemos– no podemos nosotros hacer de manera diferente a como él ha hecho» (Ep. 63, 17). «No es lícito romper el mandato del Señor en lo que respecta al sacramento de su pasión y de nuestra redención... De hecho, si el Señor y Dios nuestro, Jesucristo en persona, es el sumo sacerdote de Dios Padre, y si él el primero se ofrece a sí mismo al Padre, y mandó hacer esto en memoria suya, entonces solamente el sacerdote hace las veces de vicario de Cristo, cuando imita aquello que Cristo hizo y solamente entonces ofrece a Dios en la Iglesia un sacrificio verdadero en sentido pleno, si está dispuesto a hacer la ofrenda como la ha visto hacer a Cristo» (Ep. 63, 14).

            Una contribución especial al estudio del carácter sacrificial de la Eucaristía en los Padres ha sido ofrecida por S. Marsili, en su obra ya citada. Él articula, de hecho, los testimonios patrísticos en torno a algunos temas esenciales.

 

            1) La Eucaristía en tipología pascual (Eucaristía, pp. 35-44). Ofrece una serie de textos esenciales de la patrística de los siglos III y IV que hablan de la cena del Señor y de la Eucaristía de la Iglesia en clave de cumplimiento de la Pascua y celebración del sacrificio pascual. La primera referencia cronológica, quizás de finales del siglo II, la encontramos en la famosa homilía del Anónimo cuartodecimano, o Pseudo-Hipólito:

            «Ésta es la Pascua que Jesús deseaba padecer por nosotros... Éste era el deseo salvífico de Jesús, éste su amor totalmente espiritual: mostrar el «tipo» por aquello que es, o sea, sólo un tipo, y dar, por el contrario, a los discípulos, en su lugar su santo cuerpo: Tomad y comed...» (Homilia in S. Pascha, 49).

            La celebración de la Eucaristía, memorial de la Pascua de Cristo, se convierte en pascua cotidiana. He aquí dos textos significativos que son testimonio de una tradición unánime de Oriente y de Occidente:

            «El Señor entregó el misterio de Pascua a los discípulos en el Cenáculo, durante la cena, y el día primero de su pasión, nosotros, sin embargo, lo damos en las iglesias, antes de comer y después de su resurrección» (Gregorio Nacianceno, In S. Pascha, Or. 40, 30: PG 36, 41).

            «Nuestra celebración cotidiana de la Pascua debe ser una meditación ininterrumpida de todas estas cosas... De hecho, no debemos considerar estos días (de la Pascua) tan fuera de lo común, como para descuidar la memoria de la pasión y de la resurrección del Señor que hacemos cuando nos alimentamos cada día de su cuerpo y de su sangre» 36.

 

            2) La relación entre el misterio eucarístico celebrado y la pasión del Señor conmemorada, hecha presente. Es éste un paso adelante en la explicación de la identificación entre sacrificio de Cristo y Eucaristía. Ésta se expresa mediante una serie de vocablos mistéricos que señalan por una parte la identidad del misterio y la diferencia sacramental. Dichos vocablos son especialmente, y Marsilio cita diversos textos (o.c., pp. 45-58), los siguientes, extraídos de la terminología sacramental de los Padres: imagen (eikon), semejanza (omoioma), símbolo, tipo, misterio. Dicha terminología, verdaderamente de tipo mistérico-sacramental, es común a los Padres y a la liturgia y forma parte de la clásica distinción entre el acontecimiento histórico de la salvación y su realización sacramental. Será suficiente citar algún texto:

            He aquí la anámnesis del Eucologio de Serapión de Thmuis:

            «Hemos ofrecido este pan, semejanza (omoioma) del cuerpo del Unigénito. Este pan es semejanza del santo cuerpo...» Y después las palabras de la institución: «Por eso también nosotros hemos ofrecido el pan haciendo la semejanza de su muerte...»

            Agustín escribe:

            «Sacramento del cuerpo y de la sangre del Señor llamamos nosotros a aquellas cosas solamente, entre los frutos de la tierra, que consagradas por la oración mística, las tomamos para nuestra salvación espiritual, en memoria de la Pasión del Señor» 37.

            Algún Padre de la Iglesia se propone resolver de algún modo una ulterior cuestión. ¿Qué relación hay entre la Cruz y la misa, entre el único sacrificio y las muchas celebraciones, entre el único sacerdote y los muchos ministros? La reflexión quizás más clarividente es la expresada por Crisóstomo en este conocidísimo texto:

            «¿Acaso no ofrecemos nosotros el sacrificio cada día? Ciertamente, pero celebrando la memoria de su muerte, y este sacrificio es uno solo y no muchos. ¿Cómo uno sólo y no muchos? Porque él fue ofrecido sólo una vez, como también la víctima de expiación llevada al santuario. Este sacrificio de Cristo es un tipo de aquello, así como el nuestro es un tipo de aquél. En efecto, nosotros ofrecemos siempre un único e idéntico Cordero, no hoy uno y mañana otro, sino siempre el mismo. Consecuentemente, hay una única víctima. Y por el hecho de que Cristo es ofrecido en muchos lugares, ¿se dan, acaso, muchos Cristos? ¡En absoluto! Sino que en todas partes es el único Cristo. Aquí en su totalidad y allá en su totalidad, un solo cuerpo. Ahora bien, del mismo modo que él es ofrecido en muchos lugares y es un solo cuerpo, no muchos cuerpos, así se da un único sacrificio. Nuestro sumo Sacerdote es aquél que ha ofrecido el sacrificio que nos purifica. Nosotros ofrecemos ahora aquel mismo sacrificio ofrecido entonces y que no puede ya ser consumado. El actual se da en memoria de lo que sucedió entonces. En efecto, él dice: «Haced esto en memoria mía...» Nosotros no celebramos un sacrificio diferente de aquél que ofreció entonces el sumo sacerdote, sino siempre el mismo. O mejor, nosotros celebramos el memorial del sacrificio (anámnesim ergazómetha thysias)» 38.

            Nos hacemos eco de las palabras de Crisóstomo Teodoro de Mopsuestia en sus Catequesis mistagógicas (XV, 19-20) en las que pone de relieve la diferencia entre el sacerdocio y los sacrificios del Antiguo Testamento y del Nuevo:

            «Los presbíteros de la Nueva Alianza repiten continuamente en todo lugar y en todo momento el mismísimo sacrificio. En efecto, único es el sacrificio ofrecido por nuestro Señor, cuando por nosotros ha aceptado la muerte. Con la oblación de este sacrificio Cristo ha procurado la perfección, como dice Pablo (esto es, la Carta a los Hebreos): “Con una única oblación ha hecho perfectos para siempre a aquéllos que santifica”. Todos nosotros pues, en cada lugar, en todo momento, y continuamente, celebramos el memorial de este mismísimo sacrificio: “Cada vez que comemos de este pan y bebemos de este cáliz conmemoramos la muerte del Señor hasta que vuelva”» 39.

            Agustín, por su parte, elabora una precisa terminología sacramental y ofrece esta fórmula alusiva al sacrificio de Cristo: «un único y verdadero sacrificio antes de la venida de Cristo era prometido mediante víctimas prefigurativas, en la pasión de Cristo fue ofrecido en la realidad, después de la ascensión de Cristo fue celebrado en el sacramento memorial» 40.

            Posteriormente Gregorio Magno elabora desde una consciente perspectiva pascual el sentido de la inmolación eucarística: «Este sacrificio hace presente en el misterio la muerte ya acontecida (illam mortem), y es para aquél que le concierne vivo e inmortal, sin embargo para nosotros está todavía inmolado en este misterio de la santa oblación... ¡Qué valor tiene para nosotros este sacrificio, que imita siempre la Pasión del Señor!» 41

            Sintetiza, con algunos puntos de sistematicidad pre-escolástica el concepto san Isidoro de Sevilla: «Deriva el nombre de sacrificio de “sacrum facere”, porque es consagrado por una plegaria mística, cumplida en memoria de la pasión del Señor por nosotros» 42.

 

La teología medieval

 

            La teología medieval no ha avanzado mucho en la reflexión sobre el sacrificio eucarístico. La verdad es confesada en continuidad con la tradición eclesial y forma parte de la conciencia celebrativa, con la fuerza y la belleza de las expresiones sacrificiales de la liturgia romana, de modo especial del venerable canon romano que permanece como monumento de teología eucarística y expresa de la manera más noble y bella la teología sacrificial y sacerdotal. El texto del canon romano, se remonta al siglo IV, pero hoy estudiosos como E. Mazza, hacen remontar sus raíces verbales a una época más primitiva 43.

            Entre los autores que formulan algún estudio en la explicitación de la relación entre el sacrificio de la misa y el de la cruz citamos los más característicos. Entre los preescolásticos citamos: Lanfranco Di Pavia 44, Algero Di Liegi 45 y Durando Di Troarn 46 47.

            Entre los escolásticos es suficiente referirse a los grandes Maestros:

            P. Lombardo afirma en el libro IV de las Sentencias, dist. 12, n. 7 que la misa se llama (como en el canon romano) «sacrificio y oblación porque es memoria y representación (repraesentatio) del verdadero sacrificio y de la santa inmolación hecha sobre el ara de la cruz... él es inmolado cada día en el sacramento, porque en el sacramento se cumple la memoria de cuanto ha sido hecho una sola vez» (PL 192, 866).

            Santo Tomás no trata de manera articulada el tema del sacrificio, sin embargo, expresa, en diversas cuestiones de la S. Theologiae III, qq. 73-83 varios matices de la doctrina tradicional.

            Una primera afirmación se tiene en la q. 73, a. 4 ad c. y ad 3: La Eucaristía «est sacramentum commemorativum Dominicae passionis, quae fuit verum sacrificium... Dicitur sacrificium in quantum repraesentat ipsam passionem Christi». De manera más clara en la misma q. a. 5 ad 2 y 3: «Eucharistia est sacramentum perfectum Dominicae passionis, tamquam continens ipsum Christum passum... memoriale Dominicae passionis».

            En la cuestión 79 a.1 y 2 ad c. utiliza la categoría de representación, sin ulteriores explicaciones: «ex eo quod per hoc sacramentum repraesentatur quod est passio Christi»; «passio eius repraesentata».

            En la q. 83 a. 1 utiliza, a propósito de la misa, la expresión «imago quaedam repraesentativa passionis Christi».

            Más allá de las sobrias afirmaciones que hacen referencia a la naturaleza sacrificial de la Eucaristía y a la conexión con la pasión del Señor y su inmolación sacramental, según el juicio de los autores que han estudiado a santo Tomás, no hay muchas investigaciones ulteriores. Él, a fin de cuentas, es sobrio en sus exposiciones.

            La visión popular del sacrificio eucarístico en el medievo está condicionada por la aplicación de las alegorías o explicaciones alegóricas de la misa de manera que pueda establecer una relación entre la pasión del Señor y la celebración eucarística. En este sentido se pasa de una «repraesentatio» de carácter sacramental a una «repraesentatio» de carácter simbólico-alegórico. En esta línea han ejercido gran influjo algunos autores como Ammalario di Metz ((837), seguido por otros, comprendido santo Tomás, aunque con mayor sobriedad 48.

            A esta dimensión menos bella de la comprensión de la Eucaristía es preciso añadir la praxis celebrativa de la época; ella, de algún modo, altera el genuino sentido de la Eucaristía. Por una parte es necesario afirmar la gran fe del pueblo hacia la Eucaristía, fe que se traduce en deseo de ver la hostia, de poner de relieve la elevación de las especies sacramentales en la consagración, en el culto y veneración de la presencia real. Pero la comunión eucarística disminuye progresivamente. Se multiplican las misas privadas sin participación. Para llegar al deseo de los fieles de aplicar las misas por los difuntos y por los vivos se inventan las misas «secas» (sin consagración ni comunión) y las misas bi-tri-cuatri-fachadas con diversas celebraciones repetitivas de la primera parte y con una única celebración a partir del ofertorio 49.

            Ya en los albores de la Reforma protestante se dan también interpretaciones teológicas que tienden a una cierta excentricidad de la salvación, cumplida sólo por la participación en la misa por medio del estipendio.

            Max Thurian 50 pone de relieve algunos prejuicios que provocaron la reacción de los Reformadores contra una cierta doctrina y praxis de los teólogos católicos:

1)         Parece que se minimiza el carácter cristológico del sacrificio y de la intercesión y la unicidad del sacrificio de la cruz.

2)         Se exaspera la eficacia de los efectos de la misa «ex opere operato» pero no se insiste sobre la participación activa y responsable en comunión con Cristo y con su sacrificio.

3)         Se exagera el carácter propiciatorio de la misa para la remisión de los pecados, pero de modo que la misa parece dejar en la sombra el sacrificio de la cruz. En efecto, la misa aparece como un sacrificio diferente del de la misa. La Confesión de Ausburgo en el art. XXIV sobre la misa rechaza una teoría que parece atribuible a los católicos. Según dicha teoría: «Jesucristo, por medio de su muerte, habría expiado sólo el pecado original y habría, además, instituido la misa para los otros pecados. Por eso, habría hecho de la misa un sacrificio para los vivos y para los muertos, destinado a cancelar su pecado y a hacer la paz con Dios» 51.

Se añade a esto la serie de abusos que existían en la celebración de la Misa. En el concilio de Trento se recopiló una curiosa reseña de abusos y de peticiones de los Padres conciliares 52.

 

La posición antisacrificial de los reformadores

 

            La Reforma protestante con sus máximos representantes Lutero, Melanchthon, Zwinglio y Calvino, presenta un global, significativo y unánime rechazo del carácter sacrificial de la Eucaristía. Hay matices diferentes en la postura de los diversos autores que reflejan sus posiciones teológicas tanto de tipo general soteriológico, como de naturaleza sacramental. He aquí una síntesis de sus posiciones.

 

            Lutero. La posición del monje agustino está expresada en sus obras, desde los primeros sermones sobre el Cuerpo de Cristo y sobre la Misa (a. 1519-1520) en la obra clásica De captivitate babilonica (1521) en la De abroganda missa privata, del mismo año, hasta en la Formula missae et comunionis y en el opúsculo de 1525 contra el canon de la Misa.

            En relación con la doctrina soteriológica afirma que el hombre sólo puede ser justificado por Dios por medio de la fe y no de las obras. Y que la misa es sólo una obra humana con la cual queremos conquistar la reconciliación con Dios. Además, el sacrificio de la cruz es único y perfecto. No puede haber otro sacrificio.

            Desde el punto de vista más estrictamente sacramental Lutero tiene una clara conciencia de gritar contra la tradición unánime de la Iglesia. Tanto es verdad que critica la misma doctrina de los Padres y deroga el canon de la misa, también venerable en su antigüedad. Según él, Cristo ha instituido la Eucaristía no como sacrificio sino como sacramento. No es algo que nosotros ofrezcamos a Dios (sacrificium), sino un don que Dios nos entrega a nosotros (beneficium). Y afirma en una de sus tesis fundamentales: «Allí donde deberíamos ser agradecidos por el don recibido, nosotros, soberbiamente, transformamos en ofrenda aquello que debemos sólo acoger. Nosotros damos a Dios, como obra nuestra, lo que nos fue dado a nosotros como don, y así no será ya el testador (Cristo) el que nos distribuya sus beneficios, sino que ¡él deberá aceptar los beneficios que nosotros le ofrezcamos!»

            En consecuencia, Lutero deroga el canon de la misa (igual en esto en la gran tradición anafórica oriental) por el hecho de que en las plegarias que preceden y siguen a la consagración expresa dicha doctrina sacrificial. Así, niega, prácticamente, el valor de las otras plegarias eucarísticas tradicionales. Por lo tanto, suprime, arbitrariamente, en el canon romano todas las plegarias y deja sólo las palabras de la institución tras una breve invitación del prefacio. Elimina igualmente las misas privadas.

            En su doctrina Lutero parece haber estado muy influenciado por Melanchthon, del cual, en esta materia, recibió no pocas tesis doctrinales y prácticas.

 

            Zwinglio ha expuesto su doctrina respecto al sacrificio en su opúsculo De canone missae epichiresis, y en otras obras. Fundamentalmente su tesis se expresa en estas palabras suyas: «Cristo se ha ofrecido a sí mismo una sola vez... La misa no es un sacrificio sino sólo memorial de él y garantía de la redención dadas a nosotros por Cristo».

 

Calvino ha expuesto su pensamiento en diversas obras, especialmente en el Petit traité de la sainte cène, en la Institutio religiones christianae y en algunos comentarios bíblicos.

            Su posición está muy articulada. Destaca la afirmación del único sacerdocio de Cristo que excluye todo sucesor o vicario. Reafirma la unicidad del sacrificio de la cruz. La misa haría olvidar este único sacrificio y desconocer sus frutos atribuyéndolos a una obra humana. La Cena que es sólo un don de Dios a los hombres se convierte en un don de los hombres a Dios. Siempre piensa en la Eucaristía como en el don de la Cena del Señor hecho a nosotros. En algún comentario permanece indeciso ante la noción sacramental de la representación del sacrificio único de la cruz, según las afirmaciones de los Padres, o de la aplicación del único sacrificio de la Cruz. Pero, finalmente, la rechaza. En efecto, en respuesta a algunos teólogos católicos que se esforzaban en presentar dicha doctrina, Calvino afirma que es una astucia de los católicos el hecho de decir que la Misa no es un sacrificio nuevo, sino sólo una aplicación del único sacrificio 53.

            A estas posturas dará una respuesta articulada el concilio de Trento en la sesión XXII (cfr. infra).

 

La teología católica postridentina

 

            Toda una generación de teólogos postridentinos se puso manos a la obra con el noble empeño de confutar las posiciones de los Reformadores y explicar la doctrina del concilio de Trento. Pero los resultados no fueron muy alentadores y en muchos casos decepcionantes. En lugar de hacer una exégesis más sobria y lineal de la doctrina de Trento se embarcaron en la búsqueda de diferentes teorías para explicar el sacrificio de la misa, a partir de una noción apriorística de sacrificio, según un concepto religioso general. Sus opiniones convencieron bien poco a los protestantes que se reafirmaron en las propias posiciones, aunque no faltaron nuevas síntesis y búsquedas sobre el tema, como documenta adecuadamente Max Thurian en su libro 54.

            Nuestro siglo, insatisfecho por las explicaciones de los autores postridentinos, ha recorrido nuevos caminos de carácter más teológico hasta nuestros días, como demuestra la buena reseña soteriológico-sacramental de E. Quarello 55.

            A nivel pastoral, a pesar de la notable renovación litúrgica, se ha notado en los últimos decenios un cierto minimalismo en la afirmación del sacrificio eucarístico, quizás por la dificultad inherente a la explicación del mismo y a las múltiples teorías propuestas. Dicho minimalismo perjudica el sentido mismo de la celebración que no puede reducirse a simple banquete y mortifica el sentido genuino del sacrifico de Cristo y de su Iglesia. El Magisterio de la Iglesia ha tenido cuidado de reafirmar el sentido y el contenido del sacrificio de la Misa, como sacrificio de Cristo y de la Iglesia, sacramental y existencial al mismo tiempo.

 

La posición actual de los protestantes

 

            La posición de los protestantes al respecto ha sufrido seguidamente muchas evoluciones en los últimos decenios, teniendo en cuenta también la falta de propuestas autorizadas e unánimes por parte de las Iglesias.

            Autores individuales han expuesto su opinión. Baste recordar a Max Thurian, el cual mucho antes de su conversión al catolicismo ya señalaba, en su conocida obra, algunas razones para justificar el carácter de sacrificio, en la línea bíblica del Memorial, por varias razones. He aquí sus palabras:

            «La Eucaristía es un sacrificio por tres motivos: a) es la presencia sacramental del sacrificio de la cruz por el poder del Espíritu Santo y de la Palabra, y la presentación litúrgica de este sacrificio del Hijo por medio de la Iglesia al Padre, en acción de gracias por todas sus bendiciones y en intercesión para que le recuerde todavía; b) es la participación de la Iglesia en la intercesión que el Hijo hace unido al Padre en el Espíritu Santo, por la aplicación de la salvación a todos los hombres y por la venida del Reino en la gloria; c) es la ofrenda que la Iglesia hace de sí al Padre, unida al sacrificio y a la intercesión del Hijo, como su suprema adoración y perfecta consagración en el Espíritu Santo» 56.

            Von Allmen, en su obra ya citada 57 plantea el problema y busca una solución positiva del carácter sacrificial de la Eucaristía a partir de tres razones fundamentales: el móvil soteriológico, el carácter litúrgico y la finalidad escatológica. Las páginas de este autor están entre las más bellas y sugestivas sobre este argumento, escrito por un calvinista, reformado.

            Posiciones irónicas y conciliadoras sobre el carácter sacrificial de la Eucaristía se encuentran en los documentos ecuménicos de diálogo católico-anglicano y católico-luterano, aunque estamos todavía lejos de alcanzar formulaciones unánimes. En la misma línea se sitúa el esfuerzo del Documento de Lima, Bautismo, Eucaristía, Ministerios, 1982 (BEM), divulgado por el Consejo Ecuménico de las Iglesias, del cual, por otra parte, la Iglesia católica en su respuesta ha criticado las no pocas ambigüedades y reticencias 58.

 

2. La doctrina del Magisterio: dogma y teología

 

            Tras la exposición histórica del tema en líneas generales, debemos afrontar ahora, de manera articulada, las cuestiones doctrinales bajo la guía del Magisterio de la Iglesia. Las cuestiones que se afrontarán son de valor teológico diverso. En algunas está comprometido el Magisterio solemne de la Iglesia con carácter dogmático. En otras se trata de una doctrina teológica autorizada que permanece todavía abierta a las interpretaciones de los teólogos. La afirmación fundamentalmente dogmática del Magisterio puede ser sintetizada en esta proposición en dos partes:

 

La misa es un verdadero sacrificio,

relativo al sacrificio de la cruz.

 

Buscamos ahora una amplia exposición sistemática de la cuestión central.

 

Algunas nociones y premisas importantes

 

            Antes de exponer el pensamiento del Magisterio de la Iglesia parece oportuno clarificar las nociones que están en juego. Se trata de explicitar el sentido del sacrificio a la luz de la noción general natural y de su especificidad y originalidad bíblica.

            Por sacrificio se entiende, de manera general, con una noción sacada de la historia comparada de las religiones, «un acto supremo de religión y de culto con el cual se manifiesta la soberanía de Dios y la dependencia de la persona humana en sus relaciones».

            En el sacrificio han de considerarse: a) los actos o actitudes internos como la entrega, el culto, la oblación, la adoración, la obediencia y la sumisión... b) los actos externos: oblación concreta de algo o de alguien, la inmolación o destrucción de la víctima; con esta oblación se demuestra también externamente que todo pertenece a Aquél por el cual se cumple el sacrificio, comprendiendo el valor supremo de la vida mediante la inmolación victimal incluso de la misma persona.

            Desde la perspectiva del Antiguo Testamento resulta claro que el pueblo que Dios se ha elegido entre los pueblos de la tierra conoce y practica el verdadero culto y el verdadero sacrificio. Israel, en efecto, conoce diferentes sacrificios, acogidos por la cultura que lo circunda o recibidos por revelación. Todos son finalizados, en la dimensión de las progresivas alianzas (a partir de Abel, Abraham y Melquisedec, como recuerda el canon romano y la tradición iconográfica de Ravena en la Basílica de San Vital) para expresar la total obediencia a Dios y su querer y para celebrar su alianza. Todos los sacrificios son provisorios y parciales, en vista del nuevo y definitivo sacrifico universal, como se expresa en la profecía de Ml 1, 10 y ss., aplicada por los textos eucarísticos primitivos a la realización del sacrificio eucarístico.

            En el Nuevo Testamento la vida, la pasión y la muerte gloriosa de Jesús, aceptada voluntariamente como obediencia al designio de la voluntad del Padre para nuestra salvación, es el verdadero y definitivo sacrificio de la Nueva Alianza. La muerte de Cristo en la teología de Pablo y de Juan y, especialmente en la teología de la Carta a los Hebreos, es propuesta como un sacrificio; es explicada con las categorías rituales del Antiguo Testamento: oblación voluntaria, expiación e inmolación del verdadero Cordero. Dicha teología está también contenida en las palabras mismas de la institución eucarística.

 

Este sacrificio es:

supremo, culmen de todos los otros,

definitivo, y por lo tanto anula el valor de los otros,

único, ofrecido una vez para siempre.

 

En la descripción teológica de este sacrificio es presentado además como:

sacrificio victimal,

ejercicio del sacerdocio eterno, y

oblación voluntaria.

 

Es, además, un sacrificio cruento que reclama el rito de la expiación y de la propiciación. Pero es un sacrificio ofrecido por obediencia y por amor, de manera voluntaria y con suprema libertad, vivido en el culmen del dolor espiritual y en la confiada donación al Padre. En el caso de Cristo el oferente es también la víctima, único sujeto, por lo tanto, de la oblación y de la inmolación.

            Se debe observar que en la teología sacrificial del Antiguo y del Nuevo Testamento se pone de relieve la dimensión espiritual del sacrificio grato a Dios; el sacrificio es acompañado por la plegaria, es cumplido en obediencia a la alianza y tiene valor si se presenta como expresión del cumplimiento de la voluntad del Señor.

            Tal es el carácter del sacrificio de Jesús, el Hijo amadísimo, en la anticipación de la cena, en la aceptación plena del huerto de los Olivos y en la consumación en la cruz.

            La Iglesia celebra la Eucaristía como memorial del sacrificio de Cristo. Ésta es un verdadero sacrificio. Un sacrificio que puede ser llamado también espiritual, inserto en una plegaria, acompañado con la ofrenda de sí y con la intercesión a fin de que, toda la Iglesia sea perfecta en el amor, uniendo a la ofrenda ritual la ofrenda de la vida para una conducta digna de la vida según la caridad.

            Estas notas del sacrificio en sentido bíblico y cristológico son necesarias para comprender la naturaleza del sacrificio eucarístico 59.

Pero hay que hacer otra precisión. ¿Cuál es la relación entre el sacrificio de la cruz y el de la Eucaristía? En el fondo se trata de responder a las objeciones de los protestantes, que son válidas, sobre la naturaleza de esta relación, y que deben estimular la reflexión teológica y la «intelligentia fidei» para una adecuada comprensión de la voluntad de Cristo y de la praxis de la Iglesia. A tales objeciones se responde genéricamente con la doctrina del Magisterio que afirma:

            La misa es un sacrificio esencialmente relativo al sacrificio de la cruz,

no añadido, no yuxtapuesto, no diferente ni sustitutivo,

sino hecho presente de manera sacramental.

Tal es, como se ha visto, la posición tradicional de la Iglesia, desde la comprensión de las palabras de la institución y a la luz del memorial bíblico. Y es aquí en donde entran algunas cuestiones de orden teológico.

• ¿Cómo salvaguardar la unicidad y la plenitud del sacrificio de la cruz?

• ¿Cómo salvaguardar juntos la verdad del mandato de Cristo de hacer lo que él ha hecho como su memorial?

• ¿Por qué la misa es sacrificio?

• ¿No sería suficiente el de la cruz?

• Y ¿cómo establecer un nexo entre aquel sacrificio y nuestra Eucaristía?

En el fondo la cuestión se reduce a poner en una relación coherente y lógica los dos principios de la revelación que están en juego:

           

1) La teología de la carta a los Hebreos: el «semel», «ephapax» una vez para siempre, a partir de la unicidad y eternidad del sacerdocio de Cristo (Hb 7, 23-28), la unicidad del sacrificio redentor (Hb 9, 23ss.), el valor infinito y definitivo del sacrificio de la cruz (Hb 10, 8-14).

 

2) La teología del memorial: el «quotiescumque», «osákis» cada vez que se anuncia y celebra la muerte del Señor (1 Co 11, 26). Y todo esto a partir de la real comprensión que la Iglesia ha tenido, los Padres han expresado y la liturgia ha celebrado en el sentido de las palabras del canon: «memores offerimus», celebrando el memorial ofrecemos el sacrificio...

 

La doctrina del Magisterio

 

a. El concilio de Trento

            La doctrina del Concilio está expuesta de manera autorizada en la sesión XXII: Doctrina del Sanctissimo Eucharistiae sacrificio (17-IX-1562). El conjunto costa de un breve prólogo, nueve capítulos fundamentales, de los cuales los dos primeros son los más importantes desde el punto de vista doctrinal. Nueve cánones resumen la doctrina 60.

 

Doctrina y cánones acerca del santísimo sacrificio de la Misa

 

El sacrosanto, ecuménico y universal concilio de Trento, legítimamente reunido en el Espíritu Santo, presidiendo en él los mismos legados de la Sede Apostólica, a fin de que la antigua, absoluta y de todo punto perfecta fe y doctrina acerca del grande misterio de la Eucaristía, se mantenga en la santa Iglesia Católica y, rechazados los errores y herejías, se conserve en su pureza; enseñado por la ilustración del Espíritu Santo, enseña, declara y manda que sea predicado a los pueblos acerca de aquélla, en cuanto es verdadero y singular sacrificio, lo que sigue

 

Cap. 1. De la institución del sacrosanto sacrificio de la Misa

Como quiera que en el primer Testamento, según testimonio del Apóstol Pablo, a causa de la impotencia del sacerdocio levítico no se daba la consumación, fue necesario, por disponerlo así Dios, Padre de las misericordias, que surgiera otro sacerdote según el orden de Melquisedec [Sal 110,4; Hb 5,6.10; 7,11.17; cfr. Gn 14,18], nuestro Señor Jesucristo, que pudiera consumar y llevar a perfección a todos los que habían de ser santificados [Hb 10, 14]. Así, pues, el Dios y Señor nuestro, aunque había de ofrecerse una sola vez a sí mismo a Dios Padre en el altar de la cruz, con la interposición de la muerte, a fin de realizar para ellos [v. l: allí] la eterna redención; como, sin embargo, no había de extinguirse su sacerdocio por la muerte [Hb 7, 24 y 27], en la última Cena, la noche que era entregado, para dejar a su esposa amada, la Iglesia, un sacrificio visible, como exige la naturaleza de los hombres [Can. l], por el que se representara aquel suyo sangriento que había una sola vez de consumarse en la cruz, y su memoria permaneciera hasta el fin de los siglos [1 Co 11, 23 ss.], y su eficacia saludable se aplicara para la remisión de los pecados que diariamente cometemos, declarándose a sí mismo constituido para siempre sacerdote según el orden de Melquisedec [Sal 110, 4; Hb 5,6 7,17], ofreció a Dios Padre su cuerpo y su sangre bajo las especies de pan y de vino y bajo los símbolos de esas mismas cosas, los entregó, para que los tomaran, a sus Apóstoles, a quienes entonces constituía sacerdotes del Nuevo Testamento, y a ellos y a sus sucesores en el sacerdocio, les mandó con estas palabras: Haced esto en memoria mía, etc. [Lc 22, 19; 1 Co 11, 24] que los ofrecieran. Así lo entendió y enseñó siempre la Iglesia [Can. 2]. Porque celebrada la antigua Pascua, que la muchedumbre de los hijos de Israel inmolaba en memoria de la salida de Egipto [Ex 12, 1 ss.], instituyó una Pascua nueva, que era Él mismo, que había de ser inmolado por la Iglesia por ministerio de los sacerdotes bajo signos visibles, en memoria de su tránsito de este mundo al Padre, cuando nos redimió por el derramamiento de su sangre, y nos arrancó del poder de las tinieblas y nos trasladó a su reino [Col 1, 13].

Y ésta es ciertamente aquella oblación pura, que no puede mancharse por indignidad o malicia alguna de los oferentes, que el Señor predijo por Malaquías [1, 11] había de ofrecerse en todo lugar, pura, a su nombre, que había de ser grande entre las naciones, y a la que no oscuramente alude el Apóstol Pablo escribiendo a los corintios, cuando dice, que no es posible que aquellos que están manchados por la participación de la mesa de los demonios, entren a la parte en la mesa del Señor [1 Co 10, 21], entendiendo en ambos pasos por mesa el altar. Ésta es, en fin, aquella que estaba figurada por las varias semejanzas de los sacrificios, en el tiempo de la naturaleza y de la ley [Gn 4,4; 8,20; 12,8; 22, 1-19; Ex passim], pues abraza los bienes todos por aquéllos significados, como la consumación y perfección de todos.

 

Cap. 2. El sacrificio visible es propiciatorio por los vivos y por los difuntos

Y porque en este divino sacrificio, que en la Misa se realiza, se contiene e incruentamente se inmola aquel mismo Cristo que una sola vez se ofreció Él mismo cruentamente en el altar de la cruz [Hb 9, 14.27 ss.]; enseña el santo Concilio que este sacrificio es verdaderamente propiciatorio [Can. 3], y que por él sé cumple que, si con corazón verdadero y recta fe, con temor y reverencia, contritos y penitentes nos acercamos a Dios, conseguimos misericordia y hallamos gracia en el auxilio oportuno [Hb 4, 16]. Aplacado el Señor por la oblación de este sacrificio, con la gracia y el don de la penitencia, perdona los crímenes y pecados, por grandes que sean. Una sola y la misma es, en efecto, la víctima, y el que ahora se ofrece por el ministerio de los sacerdotes, es el mismo que entonces se ofreció a sí mismo en la cruz, siendo sólo distinta la manera de ofrecerse. Los frutos de esta oblación suya (de la cruenta, decimos), ubérrimamente se perciben por medio de esta incruenta: tan lejos está que a aquélla se menoscabe por ésta en manera alguna [Can. 4]. Por eso, no sólo se ofrece legítimamente, conforme a la tradición de los Apóstoles, por los pecados, penas, satisfacciones y otras necesidades de los fieles vivos, sino también por los difuntos en Cristo, no purgados todavía plenamente [Can. 3].

 

Cap. 3. De las misas en honor de los Santos

Y si bien es cierto que la Iglesia a veces acostumbra a celebrar algunas misas en honor y memoria de los Santos; sin embargo, no enseña que a ellos se ofrezca el sacrificio, sino a Dios solo que los ha coronado [Can. 5]. De ahí que «tampoco el sacerdote suele decir: Te ofrezco a ti el sacrificio, Pedro y Pablo», sino que, dando gracias a Dios por las victorias de ellos, implora su patrocinio, para que aquellos se dignen interceder por nosotros en el cielo, cuya memoria celebramos en la tierra [Misal].

 

Cap. 4. Del canon de la misa

Y puesto que las cosas santas santamente conviene que sean administradas, y este sacrificio es la más santa de todas; a fin de que digna y reverentemente fuera ofrecido y recibido, la Iglesia Católica instituyó muchos siglos antes e1 sagrado canon, de tal suerte puro de todo error [Can. 6], que nada se contiene en él que no sepa sobremanera a cierta santidad y piedad y no levante a Dios la mente de los que ofrecen. Consta él, en efecto, ora de las palabras mismas del Señor, ora de tradiciones de los Apóstoles, y también de piadosas instituciones de santos Pontífices.

 

Cap. 5. De las ceremonias solemnes del sacrificio de la misa

Y como la naturaleza humana es tal que sin los apoyos externos no puede fácilmente levantarse a la meditación de las cosas divinas, por eso la piadosa madre Iglesia instituyó determinados ritos, como, por ejemplo, que unos pasos se pronuncien en la Misa en voz baja [Can. 9], y otros en voz algo más elevada; e igualmente empleó ceremonias [Can. 7], como misteriosas bendiciones, luces, inciensos, vestiduras y muchas otras cosas a este tenor, tomadas de la disciplina y tradición apostólica, con el fin de encarecer la majestad de tan grande sacrificio y excitar las mentes de los fieles, por estos signos visibles de religión y piedad, a la contemplación de las altísimas realidades que en este sacrificio están ocultas.

 

Cap. 6. De la misa en que sólo comulga el sacerdote

Desearía ciertamente el sacrosanto Concilio que en cada una de las misas comulgaran los fieles asistentes, no sólo por espiritual afecto, sino también por la recepción sacramental de la Eucaristía, a fin de que llegara más abundante a ellos el fruto de este sacrificio; sin embargo, si no –siempre eso sucede, tampoco condena como privadas e ilícitas las misas en que sólo el sacerdote comulga sacramentalmente [Can. 8], sino que las aprueba y hasta las recomienda, como quiera que también esas misas deben ser consideradas como verdaderamente públicas, parte porque en ellas comulga el pueblo espiritualmente, y parte porqué se celebran por público ministro de la Iglesia, no sólo para sí, sino para todos los fieles que pertenecen al Cuerpo de Cristo.

 

Cap. 7. Del agua que ha de mezclarse al vino en el cáliz que debe ser ofrecido

Avisa seguidamente el santo Concilio que la Iglesia ha preceptuado a sus sacerdotes que mezclen agua en el vino en el cáliz que debe ser ofrecido [Can. 9], ora porque así se cree haberlo hecho Cristo Señor, ora también porque de su costado salió agua juntamente con sangre [Jn 19, 34], misterio que se recuerda con esta mixtión. Y como en el Apocalipsis del bienaventurado Juan los pueblos son llamados aguas [Ap 17, 1.15], [así] se representa la unión del mismo pueblo fiel con su cabeza Cristo.

 

Cap. 8. Que de ordinario no debe celebrarse la misa en lengua vulgar y que sus misterios han de explicarse al pueblo

Aun cuando la Misa contiene una grande instrucción del pueblo fiel; no ha parecido, sin embargo, a los Padres que conviniera celebrarla de ordinario en lengua vulgar [Can. 9]. Por eso, mantenido en todas partes el rito antiguo de cada Iglesia y aprobado por la Santa Iglesia Romana, madre y maestra de todas las Iglesias, a fin de que las ovejas de Cristo no sufran hambre ni los pequeñuelos pidan Pan y no haya quien se lo parta [cfr. Lm 4, 4], manda el santo Concilio a los pastores y a cada uno de los que tienen cura de almas, que frecuentemente, durante la celebración de las Misas, por sí o por otro, expongan algo de lo que en la Misa se lee, y entre otras cosas, declaren algún misterio de este santísimo sacrificio, señaladamente los domingos y días festivos.

 

Cap. 9. Prolegómeno de los cánones siguientes

Mas, porque contra esta antigua fe, fundada en el sacrosanto Evangelio, en las tradiciones de los Apóstoles y en la doctrina de los Santos Padres, se han diseminado en este tiempo muchos errores, y muchas cosas por muchos se enseñan y disputan, el sacrosanto Concilio, después de muchas y graves deliberaciones habidas maduramente sobre estas materias, por unánime consentimiento de todos los Padres, determinó condenar y eliminar de la santa Iglesia, por medio de los cánones que siguen, cuanto se opone a esta fe purísima y sagrada doctrina.

 

Cánones sobre el santísimo sacrificio de la misa

Can. 1. Si alguno dijere que en el sacrificio de la misa no se ofrece a Dios un verdadero y propio sacrificio, o que el ofrecerlo no es otra cosa que dársenos a comer Cristo, sea anatema [cfr. 938].

Can. 2. Si alguno dijere que con las palabras: Haced esto en memoria mía [Lc 22, 19; 1 Co 11, 24], Cristo no instituyó sacerdotes a sus Apóstoles, o que no les ordenó que ellos y los otros sacerdotes ofrecieran su cuerpo y su sangre, sea anatema [cfr. 938].

Can. 3. Si alguno dijere que el sacrificio de la misa sólo es de alabanza y de acción de gracias, o mera conmemoración del sacrificio cumplido en la cruz, pero no propiciatorio; o que sólo aprovecha al que lo recibe; y que no debe ser ofrecido por los vivos y los difuntos, por los pecados, penas, satisfacciones y otras necesidades, sea anatema [cfr. 940].

Can. 4. Si alguno dijere que por el sacrificio de la misa se infiere una blasfemia al santísimo sacrificio de Cristo cumplido en la cruz, o que éste sufre menoscabo por aquél, sea anatema [cfr. 940].

Can. 5. Si alguno dijere ser una impostura que las misas se celebren en honor de los santos y para obtener su intervención delante de Dios, como es intención de la Iglesia, sea anatema [cfr. 941].

Can. 6. Si alguno dijere que el canon de la misa contiene error y que, por tanto, debe ser abrogado, sea anatema [cfr. 942].

Can. 7. Si alguno dijere que las ceremonias, vestiduras y signos externos de que usa la Iglesia Católica son más bien provocaciones a la impiedad que no oficios de piedad, sea anatema [cfr. 943].

Can. 8. Si alguno dijere que las misas en que sólo el sacerdote comulga sacramentalmente son ilícitas y deben ser abolidas, sea anatema [cfr. 944].

Can. 9. Si alguno dijere que el rito de la Iglesia Romana por el que parte del canon y las palabras de la consagración se pronuncian en voz baja, debe ser condenado; o que sólo debe celebrarse la misa en lengua vulgar, o que no debe mezclarse agua con el vino en el cáliz que ha de ofrecerse, por razón de ser contra la institución de Cristo, sea anatema [cfr. 943 y 945 s].

 

            Para una lectura de las líneas teológicas más importantes del texto ofrecemos estas pistas:

Cap. 1. De la institución del sacrosanto sacrificio de la Misa

            a) La teología de la cruz. En la cruz tenemos la plenitud de los sacrificios antiguos y la redención perfecta. Inutilidad y caducidad de los sacrificios del Antiguo Testamento. Sublimidad del sacerdocio de Cristo que perfecciona y consuma los sacrificios antiguos. La cruz como sacrificio único y pleno. El sacerdocio de Cristo es perenne y eterno.

            b) La teología de la cena. La institución en la noche de su pasión. Cristo como sacerdote eterno ofrece al Padre su cuerpo y su sangre, lo ofrece a los discípulos, que en aquel momento constituye sacerdotes y manda repetirlo como su memorial. Esta es la interpretación unánime y constante de la Iglesia católica. Institución de la nueva Pascua, para que Cristo sea inmolado por sus sacerdotes, como memorial de su paso al Padre y de nuestra redención.

            c) La teología de la misa. La misa, pues, es un sacrificio visible, como conviene a la naturaleza de la Iglesia, para representar y hacer memoria del único sacrificio de la cruz, para aplicar su fuerza saludable y redentora por los pecados de cada día. Éste es el sacrificio aceptable que debe ser ofrecido desde Oriente a Occidente, según la profecía de Malaquías y la interpretación de Pablo. Esto es, perfección y cumplimiento de los sacrificios antiguos.

 

Cap. 2. El sacrificio visible y propiciatorio por los vivos y por los difuntos

            El mismo Cristo es contenido e incruentamente inmolado. Y, por lo tanto, un sacrificio propiciatorio exige: amor, fe, reverencia y temor, penitencia y contrición para recibir la misericordia de Dios. Por este sacrificio se nos da la gracia y se redimen los pecados. Tenemos el mismo sacerdote y la misma víctima de la cruz. Es diferente la forma de ser ofrecido, por el ministerio de los sacerdotes. La misa no abroga la cruz. Con razón, por lo tanto, es ofrecido por los vivos y por los difuntos.

            Cuanto se dice en los dos primeros capítulos es de carácter dogmático y es resumido en los cánones:

• c. 1: La misa es un verdadero sacrificio.

• c. 3: No es solamente sacrificio de alabanza y de acción de gracias o pura conmemoración del sacrificio de la cruz, y no sirve sólo a quien recibe la Eucaristía. También propiciatorio, para los vivos y difuntos, por la remisión de los pecados y de las penas y la satisfacción de las culpas y otras necesidades.

            El contenido de estos capítulos y cánones, que obviamente se refieren a la negación de los Reformadores, es de carácter dogmático.

 

b. Otros textos del Magisterio

            La doctrina de Trento ha sido confirmada recientemente por el Magisterio en otros documentos autorizados.

 

            Pío XII en la Encíclica Mediator Dei de 1947. El Pontífice reproduce la doctrina tridentina, desarrolla la reflexión en torno a los fines del sacrificio eucarístico (latréutico, eucarístico, propiciatorio, impetratorio...), desarrolla el tema de la ofrenda de la Iglesia con Cristo en el sacrificio y precisa a nivel teológico la naturaleza del sacrificio en la doble consagración del pan y del vino en los cuales Cristo aparece, por la separación de las dos especies en estado de víctima.

 

            Pablo VI en la Encíclica Mysterium Fidei (1965) precisa la doctrina, insiste en la ofrenda de la Iglesia, citando la doctrina del Vaticano II (LG n.3 y 11) y reafirma la índole pública y social de la misa celebrada por un solo sacerdote, aunque sin la participación del pueblo.

 

            En el Vaticano II el tema del sacrificio no es afrontado directamente. Pero hay muchos textos que lo aluden: SC 6.47; LG 3.11; PO 5. Cambia ligeramente la perspectiva teológica porque se parte de la visión de la resurrección del Señor: SC 6.47; LG 26; AG 14; PO 4.5; UR 15). En el Documento Eucharisticum mysterium (1967) se subraya el carácter sacrificial de la Eucaristía junto a los otros aspectos y se pone de relieve la participación de la Iglesia en la oblación de Cristo.

 

            En la Institutio Generalis Missalis Romani (1970), tras una primera redacción bastante criticada, se precisa en algunos números la naturaleza sacrificial de la Eucaristía, especialmente en los nn. 7, 48, 55 d.

 

            Juan Pablo II en la carta Dominicae Coenae n. 9 profundiza en el sentido existencial del sacrificio de Cristo en la cruz y en la misa.

 

            El Catecismo de la Iglesia Católica articula claramente la doctrina sobre el sacrificio de la misa con estas afirmaciones:

• Se trata de un sacrificio sacramental.

• Éste es el memorial del sacrificio de Cristo.

• La categoría fundamental para comprender el sacrificio es la del memorial bíblico: la Eucaristía es, pues, el memorial de la Pascua de Cristo y verdadero sacrificio (nn. 1362-1365).

• El carácter de sacrificio está en el hecho de que re-presenta el sacrificio de la cruz, de él es el memorial y aplica sus frutos (n. 1366).

• El sacrificio de Cristo en la cruz y el de la Iglesia son un único sacrificio; la Iglesia se asocia al sacrificio de Cristo y se une en la ofrenda y en la intercesión, en la comunión de los santos y por los difuntos (nn. 1367-1371).

• Agustín, en un célebre texto, resume este sentido cristológico y eclesial del sacrificio de la misa (n.1372).

 

c. Intento de exposición sistemática

 

La clave de la doctrina de Trento: relación entre la cena, la cruz, la misa.

 

En la Cena Cristo anticipa sacramentalmente su sacrificio de la cruz y dispone repetirlo en adelante como su memorial.

            En la cruz gloriosa tenemos el misterio pleno y absoluto de la oblación y de la inmolación de Cristo.

            En la misa se cumple el memorial de la cruz, a partir del mandato de la Cena y con su estructura de banquete sacrificial. Pero la Misa no representa o hace presente de nuevo la Cena, sino la cruz de manera directa. La cruz es plenitud y punto de referencia para la cena y para la misa.

            El concilio de Trento es sobrio al dirimir las cuestiones escolásticas sobre el sacrificio y da una visión general de molde bíblico. No se pronuncia sobre las opiniones que preguntaban si la Cena era ya un sacrificio pleno.

            Si desde el Cenáculo la cruz se ve desde la perspectiva sacrificial, con una rendija de gloria, desde la misa la cruz se entrevé, como afirman el Tridentino y el Vaticano II (SC 6) desde la dimensión pascual y gloriosa. Y el «paschale mysterium» (SC 5) es recordado en el canon de la misa en la anámnesis, tanto en Oriente como en Occidente. La Resurrección es la realidad operante de la eficacia del sacrificio de la cruz, la demostración epifánica de la aceptación del sacrificio por parte del Padre y la plenitud de la redención en la efusión del Espíritu Santo.

            La misa no deroga la cruz, sino que la afirma; no es un sacrificio diferente, sino representado. Es justo entonces preguntarse: ¿Por qué la misa cuando está la cruz es un sacrificio pleno y definitivo? Un intento de respuesta, con las palabras del Tridentino, se desarrolla en estos términos:

 

• Por la naturaleza de la Iglesia, histórica y visible, es institución y acontecimiento a la vez, que tiene necesidad de estar en contacto vivo y sacramental con el momento de su nacimiento, el misterio pascual (cfr. SC 5). Esto explica la necesidad de hacer presente en el tiempo el misterio de la cruz gloriosa, de aplicar los frutos en continuidad en todo tiempo y lugar donde la Iglesia está presente y de algún modo «renace» cotidianamente por la celebración eucarística. El hoy de la salvación de Cristo se hace presente en el hoy de la Iglesia, transmite el sacerdocio y el sacrificio de Cristo presente en la gloria y presente en el tiempo.

• Por la necesidad de ser siempre redimida por los pecados que se cometen cada día y de recibir la plenitud de la salvación.

 

Relaciones y diferencias entre la cruz y la misa

 

            Las relaciones que median entre la misa y la cruz pueden ser resumidas, recogiendo cuanto afirma el Magisterio en estas tres palabras: Identidad, diversidad, novedad.

 

            Identidad: Tenemos el mismo sacerdote y la misma víctima (dogma). Tenemos la presencia actual del mismo sacrificio (teología).

            En efecto, como en la cruz, en plena armonía con la doctrina de la Carta a los Hebreos, puesto que Cristo posee un sacerdocio eterno, se ofrece a sí mismo como sacerdote y como víctima gloriosa y actual. La responsabilidad de la ofrenda sacrificial fue asumida totalmente por Él y sólo en Él tiene valor. No solamente porque él ha instituido el sacrificio, sino porque él lo actualiza siendo el ministro principal y la víctima. Hay que afirmar, incluso en la identidad de la persona de Cristo, la diversidad de la situación en la Cena, en la cruz y en la gloria. Ahora el Cristo no muere ya. Ha resucitado. La Encíclica Mediator Dei confirma la doctrina clásica en el sentido de que Cristo, sacerdote y víctima, está presente y asume el sacrificio sacramental que se celebra.

 

            Diversidad: De modo incruento (sacramental) y por el ministerio de los sacerdotes, se trata, pues, de una inmolación por parte de la Iglesia y por lo tanto litúrgica, sacramental.

            La expresión «de modo incruento», para distinguir la misa de la cruz, quizás no es la más feliz. No hay efusión de sangre. Mejor decir que se trata de una inmolación sacramental que se expresa con la presencia del pan y del vino eucaristizados, cuerpo entregado y sangre derramada, y con las palabras de la consagración y de la anámnesis-ofrenda.

            La alusión al ministerio de los sacerdotes es un enlace que viene de Cristo mismo que ha mandado a sus discípulos hacer esto en su memoria, pero también en su persona, y en la dimensión del mismo Espíritu Santo que actuaba en Cristo y actúa ahora por el ministerio de los sacerdotes: «in persona Christi ed in virtute Spiritus Sancti». Es una alusión al ministerio sacerdotal de la plegaria de epiclesis, de la consagración y de la oblación. Además, sólo el sacerdote, válidamente ordenado puede cumplir el ministerio eucarístico 61.

 

            Novedad: La Iglesia se ofrece cada día con Cristo al Padre en el Espíritu Santo.

            Es la novedad de hecho y el empeño de cada celebración eucarística que en tal sentido tiene su «novitas» sacramental y existencial. Y es también la dimensión que expresa mejor el objetivo de la celebración eucarística: aplicar «hic et nunc» el único sacrificio de Cristo y obtener también la respuesta con la cual la Iglesia, cuerpo de Cristo, pasa cada día con Cristo al Padre con los mismos sentimientos de obediencia y amor sacrificial. Esto vale para toda la Iglesia: el sacerdote que celebra, la asamblea que participa y la Iglesia universal presente en la celebración.

 

            La Iglesia ofrece:

            El sentido de dicha oblación es éste: La Iglesia hace presente el don de Cristo, que es su sacrificio y su presencia, lo presenta de nuevo al Padre como única oblación. Es la doctrina que expresa el Magisterio actual de la Iglesia con gran fuerza, pero que tuvo una cierta dificultad para ser aceptada porque no parecía muy ortodoxo hablar de la misa como «sacrificio de la Iglesia».

 

            La Iglesia se ofrece:

            Se ofrece actualmente a sí misma, y esto es una novedad respecto a la cruz, en cada celebración, tanto en sentido ritual –con las palabras y con los sentimientos expresados por las plegarias eucarísticas– como a nivel existencial, de manera que se convierte en una ofrenda agradable al Padre con toda su vida (LG 3.7.11.34). Y cuanto expresan las Anáforas: «Él haga de nosotros un sacrificio a ti grato...» (PE III), «convierta en ofrenda viva y alabanza de su gloria» (PE IV). Así el sacrificio de Cristo alcanza su cuerpo más alto, que es el de suscitar en la Iglesia el mismo movimiento de oblación y ofrenda de Cristo mismo en relación con el Padre. Y la teología del sacrificio eucarístico expresada admirablemente por san Agustín en su libro De civitate Dei, X, 6, 20. «Éste es el sacrificio de los cristianos: Muchos y un solo cuerpo en Cristo. La Iglesia celebra este misterio con el sacramento del altar, conocido a los fieles, para que en él se le releve que en lo que ofrece ella misma es ofrecida» 62. En efecto, tenemos en la Eucaristía el «sacrificio cotidiano de la Iglesia, en él, de hecho, la Iglesia, siendo cuerpo de Cristo, aprende a ofrecerse a sí misma por medio de él».

            Con noble expresión escribía el teólogo reformado J.J. von Allmen:

            «La Eucaristía, (este término por sí solo tiene ya resonancia sacrificial) es el momento en el que la Iglesia hace la ofrenda de sí misma, en el que, se puede decir, ella se precipita hacia la brecha que ha abierto en el cielo, en otro tiempo obstruido, la muerte de Jesús, hacia el que avanza procesionalmente para darse a sí misma y por su medio lo que ella lleva consigo. San Agustín tiene toda la razón. Celebrando el sacrificio de Cristo, aprende que ella misma es ofrecida en el sacrificio que celebra. Llegará a decir que la Iglesia debe renunciar a ser el cuerpo de Cristo si quiere renunciar a comprender la Cena, incluso de manera sacrificial» 63.

 

Una cuestión de teología eucarística: la esencia del sacrificio de la misa.

 

            La teología eucarística del Magisterio de la Iglesia se detiene, en general, en las afirmaciones arriba referidas, a las cuales se añaden algunos corolarios sobre los dos fines y frutos de la Misa (cfr. infra). Sin embargo, en la tradición de la teología eucarística se inserta, en este punto, una de las más «vexatae quaestiones» del tratado, que durante mucho tiempo ha monopolizado, de algún modo, espacio y atención. No se puede dejar de decir una palabra al respecto, aunque hoy se tenga la impresión de que la cuestión sea de menor interés en el panorama teológico.

            Se trata, obviamente, de un «theologumenon», de una cuestión teológica. El sentido y el interés de dicha cuestión pueden ser determinados en pocas palabras. Los teólogos postridentinos, más allá de las afirmaciones del Magisterio, han tratado de determinar, en concreto, en qué sentido en la misa se puede decir que existe un sacrificio, una oblación y una inmolación de Cristo. Y en qué sentido se puede progresar en la comprensión de la relación entre el sacrificio de Cristo en la cruz y el sacrificio de la misa: ¿se trata de un único acto? ¿Cómo se puede dar?

            El interés de la cuestión, más que de carácter teológico-cultural y de obligada información sobre un argumento clásico de teología eucarística, puede ser de diverso género:

 

En sentido negativo: para descartar definitivamente todas las teorías que, aunque propuestas por autores eminentes y no condenadas por la Iglesia, no pueden ser sostenidas hoy, porque difícilmente respetan los datos globales de la doctrina del Magisterio. Se trata, pues de una función purificadora y liberadora, al menos, de aquéllas que P. Cheng, OP, llamaba las teorías antiprotestantes pero «sanguinarias» sobre el sacrificio de la misa.

 

En sentido positivo: para escrutar con sobriedad el misterio eucarístico en la medida en que se le da a nuestra razón el examinar y contemplar los misterios, sin apegarse a una u otra sentencia.

 

Ya en el concilio de Trento, particularmente en círculos teológicos, aparecían diversas sentencias sobre el argumento. El Concilio no ha querido entrar en dichas cuestiones. En general, el Magisterio se ha mantenido al margen de opciones por una u otra sentencia, si excluimos el intento de Pío XII en la Mediator Dei de referirse a la cuestión en la línea de la representación mistérica del sacrificio y por la presencia de las especies separadas del pan y del vino que muestran a Cristo en estado de víctima 64.

 

a. Teorías teológicas sobre el sacrificio de la misa

 

            Teorías de la inmolación mediante la mutación o cambio en la víctima

 

            Algunos teólogos postridentinos han querido individuar en la noción general de sacrificio la real inmolación de la víctima. Y han tratado de demostrar cómo dicha inmolación se realiza en la consagración de la Eucaristía o en la comunión eucarística.

 

            F. Suárez ha individuado el cambio de la víctima en el hecho de la mutación (mutatio) del pan en cuerpo y del vino en sangre. Un cambio del que, en realidad, interesan sólo las especies eucarísticas.

 

            R. Bellarmino ha querido ver el cambio o destrucción de la víctima en la comunión, al menos, del sacerdote celebrante.

 

            El cardenal Cienfuegos ha visto el sacrificio en la humillación con la cual el Cristo eucarístico se abaja en el sacramento y es privado de sus actos vitales. Teorías similares han sido propuestas por algunos teólogos como J. de Lugo, seguido más tarde por J. Franzelin, que han hablado de la realidad sacrificial que supone para Cristo el estado más bajo («status declivior») de la presencia eucarística, con una kénosis interna y externa.

 

            J. Lessius propone la teoría de la inmolación realizada mediante la presencia real de Cristo bajo las dos especies, pero que en realidad se convierte en una inmolación por la separación del cuerpo de la sangre en virtud de las palabras del sacerdote que son como una especie de Mactatio mystica cumplida con la espada de la lengua («gladio linguae») para inmolar a Cristo.

 

            Todas estas teorías son rechazadas porque parten de una noción prejudicial de sacrificio, para fomentar una concepción del sacrificio de la Misa diferente del de la cruz, por no tener en cuenta la realidad del Cristo de la gloria, de su impasibilidad como víctima gloriosa.

 

Teorías de la oblación mística

 

            En reacción contra las teorías de la inmolación muchos autores de nuestro siglo, siguiendo las huellas de algunos autores postridentinos (Maldonado, Estius) y de la escuela francesa de espiritualidad, han querido poner el acento no en la inmolación, sino en la oblación interna que expresa el sentido del don de sí a Dios.

 

            M. Lepin pone de relieve el sentido sacrificial oblativo e interior de Cristo en su pasión que se actualiza en cada celebración eucarística.

 

            M. de la Taille 65 propone de nuevo la misma tendencia oblacionista pero con una sugestiva simetría, entre los tres momentos implicados en la Eucaristía. Así establece:

• La cena es la oblación de la víctima que será inmolada (oblatio victimae immolandae).

• La cruz es la inmolación de la víctima ofrecida (immolatio victimae oblatae).

• La misa es la oblación de la víctima inmolada (oblatio victimae immolatae).

            En estas teorías, de carácter más teológico, se critica una devaluación del sentido de la inmolación, tanto de la cruz (en la teoría de De la Taille), como de la misa (en la teoría del mismo autor y en la de M. Lepin).

 

Teoría de la inmolación mística

 

            Esta teoría, propuesta inicialmente por el jesuita Vázquez y repropuesta por la escuela romana de los años treinta, ha sido ilustrada por autores como el cardenal L. Billot, R. Garrigou Lagrange, J. Filograssi... Se funda en la hipótesis que quiere aplicar al sacrificio, al mismo tiempo, el doble momento de la oblación y de la inmolación. La oblación, como ya enseñaba D. Scoto y había retomado Vázquez después del concilio de Trento, es la misma de Cristo en la cruz que perdura siempre y es actualizada por él en la misa. La inmolación, sin embargo, es una inmolación mística, representativa, mediante la separación sacramental del cuerpo y de la sangre del Señor en la consagración (al menos, «vi verborum», en virtud del significado directo de las palabras). Dicha inmolación no es real, porque Cristo está presente en cada una de las especies en su totalidad, pero desde el punto de vista sacramental, aparece en los signos en estado de víctima.

            Esta teoría parece resonar en las siguientes expresiones de la Encíclica de Pío XII Mediator Dei: «La divina sabiduría ha encontrado el modo admirable de hacer manifiesto el sacrificio de nuestro Redentor con signos exteriores que son símbolos de muerte. Ya que por medio de la transustanciación del pan en cuerpo y del vino en sangre de Cristo, igual que se tiene realmente su cuerpo también se tiene su sangre; las especies eucarísticas, después, bajo las cuales está presente simbolizan la cruenta separación del cuerpo y de la sangre. Así el memorial de su muerte real sobre el Calvario se repite en cada sacrificio singular del altar, porque por medio de símbolos distintos se significa y demuestra que Jesucristo está en estado de víctima» (DS 3848).

 

Teorías de la presencia sacramental

 

            En nuestro siglo son diferentes las explicaciones que, de algún modo, coinciden en torno a la noción de un sacrificio sacramental o de una presencia del sacrificio de la cruz; en forma sacramental o mistérica el sacrificio se hace presente en la misa. En la base de estas teorías podemos ver tanto la teología de la presencia de los misterios de O. Casel, como una explicación teológica del memorial, o bien una interpretación de la teoría de los Padres y del mismo santo Tomás que habla de una «repraesentatio».

            Nos limitamos aquí a exponer con sus mismas palabras la intuición del gran teólogo tomista, creado cardenal por Pablo VI, Ch. Journet 66. En el capítulo IV de su obra ya citada, encontramos una exposición sistemática, recogida, a nuestro parecer, en esta síntesis de su introducción: «Se dirá que en la misa es Cristo glorioso quien viene a nosotros, pero para encontrarnos mediante su cruz. Las apariencias sacramentales nos traerán la presencia sustancial del Cristo glorioso y la presencia real operativa del sacrificio cruento. El Cristo glorioso ratifica en el cielo el único sacrificio redentor mediante el cual él ha querido salvar a todos los hombres, primero por anticipación, según la antigua economía de la salvación, después y, más íntimamente, por derivación según la nueva economía. Cuando él viene a nosotros en el momento mismo en que la transustanciación repite el sacrificio incruento de la Cena, es para tocarnos a través de la cruz, es para dar valor y actualizar para nosotros su sacrificio redentor único, siempre presente y actual a los ojos de Dios, en el cual están pre-contenidas todas las gracias de la economía de la salvación. Pero el acto del sacrificio redentor, ¿no está el mismo terminado? Si éste está presente siempre en la eternidad divina, ¿puede estar presente entre nosotros que somos arrastrados por el flujo del tiempo? La respuesta es que este acto se da con respecto a nosotros, bajo aspectos diferentes, terminado y presente a la vez, en el tiempo y por encima del tiempo. En el tiempo: es un momento irreversible de la vida temporal de Cristo. Por encima del tiempo. Tocado de la divinidad es capaz de alcanzar a través de su virtud espiritual, su contacto, su presencia, todo el sucederse de generaciones a medida que se asoman a la existencia. Toda consagración, renovando el sacrificio incruento de la Cena, hace presente a Cristo ahora sustancialmente glorioso. Pero las especies sacramentales del pan y del vino que recuerdan el cuerpo de Cristo entregado por nosotros y su sangre derramada por nosotros, manifiestan y testimonian que la gracia escondida en cada misa es la gracia de la redención. Al igual que la Cena, la misa es un sacrificio verdadero y propio; no otro sacrificio diferente del único sacrificio redentor, sino otra presencia para nosotros, una presencia sacramental de este único sacrificio. El sacrificio incruento ni se sobrepone, ni sustituye al sacrificio cruento, se subordina para transportar la virtud hasta nosotros. Multiplicar las misas significa multiplicar los puntos de aplicación entre nosotros, multiplicar las presencias reales operativas entre nosotros del único sacrificio redentor: «Cada vez que es celebrada la conmemoración de esta hostia, se cumple la obra de nuestra redención».

            La idea de Ch. Journet por su autoridad moral y su segura tradición tomista ha sido compartida por muchos autores, incluso por diversas facciones de la teología, pero con diferentes matices. A. Piolanti ofrece abundante bibliografía sobre este tema y distingue entre las diferentes opiniones de los autores la teoría del sacrificio descendente de E. Quarello, la del sacrificio eternizado de F.X. Durwell y finalmente la del sacrificio sacramentalizado de Cristo y de la Iglesia de L. Ligier. Otros autores como G. Vagaggini, S. Marsili, J.A. Sayés se mueven en esta línea, aunque es difícil establecer los puntos delimitadores. La cuestión queda siempre casi inaccesible en su conjunto.

            Como exponente del sacrificio de Cristo en el sacrificio de la Iglesia, podemos citar además a L. Ligier y a S. Marsili, el cual remitiéndose también fuertemente a la teología sacrificial de san Agustín completa la visión con la obligada referencia al sacrificio de Cristo hecho presente sacramentalmente en la misa, con y a través del sacrificio de la Iglesia. Escribe el ilustre benedictino: «Es sobre el sacerdocio de Cristo que se modela la Iglesia. Al igual que Cristo fue sacerdote, es decir, oferente de sí mismo en virtud de su sacrificio espiritual, así lo es la Iglesia: no puede ofrecer otra cosa más que a sí misma. Pero este auto-ofrecimiento, para que pueda ser digno del Padre debe pasar por las manos y por el sacrificio mismo del sumo sacerdote Cristo. Es lo que sucede en cada eucaristía. Ésta, mientras presenta de nuevo el sacrificio de Cristo ofrecido una vez para siempre, pone en perenne ejercicio su sacerdocio, en cuanto que es por medio suyo que el «sacrificio espiritual» de los cristianos, inserto en el de Cristo, asume aquella dignidad que lo hace grato a Dios» (o.c. p. 186).

 

b. Para un intento de síntesis

 

            El tema del sacrificio eucarístico y las teorías sobre su esencia o naturaleza (metafísica se decía entonces) no parece muy actual en el debate teológico. Se contenta por una parte con explicaciones genéricas en la línea de la presencia sacramental o en fórmulas de consenso ecuménico, hablando de memorial sacramental, con la conciencia de no llegar en el fondo a expresar una teoría que lo explique todo completamente. La dificultad de la cuestión será siempre doble: por una parte llegar a captar cuál es la «veritas» de la oblación que, aunque eterna en Cristo se actualiza en cada celebración; por otra parte se trata de explicar, con categorías adaptadas, la intuición de O. Casel, purificada por la teoría de E. Schillebeckx, sobre Mysteriengegenwart, la presencia de los misterios de Cristo en los sacramentos y en la Eucaristía, para poder decir que el único acto histórico de la cruz se hace sacramentalmente presente en cada celebración.

            Hoy, además, con una visión más completa del misterio pascual, se une de modo indisoluble la muerte y la resurrección de Cristo. Todo es visto desde la realidad del Señor glorificado en el cual están presentes sus misterios salvíficos. El sacrificio de Cristo se contempla a partir de la Pascua y el «quotiescumque» del sacrificio eucarístico es visto a partir del «hoy» perenne de la presencia eterna de Cristo glorioso.

            Podemos intentar una síntesis a nivel bíblico, litúrgico y teológico. Las tres vías están coligadas.

 

            La vía bíblica. La categoría bíblica de memorial, entendida en sentido de una presencia o de una presencialidad trans-histórica del acontecimiento que se hace vivo y actual para ser participado en todas las generaciones, como la Pascua para Israel, permanece fundamental para la Eucaristía a partir de las palabras de la institución. La Eucaristía es memorial, es decir, es aquella categoría bíblica del Antiguo Testamento que es asumida ahora por Cristo para proyectar en el tiempo la presencia de su sacrificio pascual y de sus efectos salvíficos. Los acuerdos ecuménicos hablan de buena gana de esta categoría para unir el «semel» de la cruz y el «quotiescumque» de la misa. Pero en buena teología se debe notar que la diferencia del memorial del Antiguo Testamento respecto de Cristo es abismal. Nuestro memorial, nuestra Pascua, no es sólo un acontecimiento, es una persona: Cristo, sacerdote y víctima. La Pascua no es un acontecimiento que ha quedado en el flujo del tiempo irreversible, como la liberación de Egipto, sino que ha entrado en el hoy perenne de la eternidad, mediante la resurrección. Una realidad eternamente presente ante Dios y por eso capaz de hacerse presente en la historia. Las antiguas homilías pascuales, sobre la estela de la afirmación de Pablo (cfr. 1 Co 5, 7) «Cristo nuestra pascua ha sido inmolado» personalizan el sentido de la pascua: «El misterio de la Pascua que es Cristo» o «Cristo es la Pascua de nuestra salvación» 67. Gregorio Nacianceno afirma: «Yo te hablo a ti (Pascua), como a una persona viviente» 68.

 

            La vía litúrgica. La celebración de la Eucaristía es la forma concreta de hacer presente el memorial en la triple dimensión de palabra que anuncia y hace presente, de plegaria que en la dimensión de eucaristía (acción de gracias) hace anámnesis (recuerdo), cumple la epiclesis (invocación) y ofrece y se ofrece en una «acción sacramental» que hace presente de forma sacramental el sacrificio de Cristo. El modo de expresar la presencia del sacrificio y la ofrenda actualizada es claro y sobrio en la variedad de las expresiones litúrgicas orientales y occidentales. En la anámnesis después de la consagración se recuerda el misterio pascual (de la santa pasión, de la resurrección de los muertos y de la gloriosa ascensión) pero también en algunas anáforas del misterio de la Encarnación y de la espera de su venida. Las palabras de la última Cena son actualizadas con algunos gestos, aunque pertenezcan a un género discursivo, para indicar una cierta presencialidad del misterio de la Cena y de la Cruz. Se actualiza la ofrenda de la víctima gloriosa y del sacrificio santo de Cristo que es el ministro principal de la Eucaristía. Y la Iglesia se asocia en la ofrenda con Cristo al Padre y participa con la comunión eucarística. La liturgia, pues, explicita el sentido del memorial bíblico en una efectiva acción memorial de la cual Cristo es el celebrante principal.

 

            La vía teológica. Desde la perspectiva de la celebración litúrgica debemos explicitar el sentido del sacrificio con estas precisiones:

 

            A nivel de realidad: en la consagración y después de la consagración tenemos sobre el altar la presencia del «Totus Christus». Tenemos sobre el altar el «Christus passus», no el «Christus patiens», la «victima gloriosa», el Cordero inmolado, «tamquam occisus» (Ap 5, 6). Así es en el cielo: víctima santa y gloriosa y sacerdote eterno, siempre vivo para interceder por nosotros. Cristo no puede tener en el sacramento otra presencia si no la actual del cielo, gloriosa. Él, en su persona de Hijo de Dios y en su naturaleza humana, es nuestro sacrificio como ofrenda hecha a nosotros por el Padre y como ofrenda hecha por nosotros al Padre.

 

            A nivel de signos: el pan y el vino, acompañados por las palabras de la Institución, hacen referencia al cuerpo dado y a la sangre derramada del Señor, a la realidad de sus sacrificios. Su presencia sacramental a través de los signos –elementos y palabras– indican específicamente el don sacrificial, no otros misterios de la vida de Cristo: señalan su sacrificio. Está claro que en el Cristo de la gloria queda para siempre, como eternizado y sacramentalizado en su cuerpo y en su alma, el sacrificio redentor en su voluntad inmutable y siempre actual. Además, su cuerpo con los estigmas gloriosos de la pasión es como un sacramento, en la perennidad de su oblación y de la actualidad de su intercesión y propiciación por nosotros y por todos.

            Este acto eterno de Cristo y este Cristo en la plenitud de su misterio pascual, para estar siempre ante el Padre en la eternidad, se hace presente, actual, temporal en cada celebración eucarística. La misa es, por lo tanto, un momento de «tiempos-eternidad» en el cual en dimensión descendente se hace presente en el tiempo el sacrificio de la cruz, permanentemente presente en la eternidad, en aquél que es el único sacerdote y la única víctima. Y en dimensión ascendente, la Iglesia, acogiendo del Padre el don del Hijo le presenta de nuevo en el tiempo el único sacrificio presente eternamente en el cielo.

 

            Por lo tanto, dos palabras son la clave para comprender el misterio: la presencia descendente del don del Padre personalizado en Cristo –el verdadero beneficio de la redención operada– y la presentación litúrgica ascendente de este don por parte de la Iglesia al Padre. Cristo se nos ofrece activamente a nosotros y se ofrece al Padre. La Iglesia acoge y hace presente sacramentalmente el don y lo presenta de nuevo al Padre, no como cosa propia sino como don de Dios («te ofrecemos lo que es tuyo, que viene de ti», dice la liturgia oriental de san Juan Crisóstomo; «de tuis donis ac datis», apremia el canon romano. Y se ofrece también a sí misma junto a Cristo. La Eucaristía convierte así lo eterno en el tiempo, el sacrificio de Cristo en el de la Iglesia, y el único sacrificio de Cristo penetra en el tiempo y en el espacio a través del ministerio de la Iglesia y transmite el sacerdocio de Cristo comunicado a los presbíteros.

            De este modo el único sacrificio de Cristo se hace presente en cada celebración y la Iglesia participa en ella, añadiendo al único sacrificio redentor el propio sacrificio cotidiano, de modo que participando por la mediación de Cristo en la salvación, responde al Padre con la propia oblación junto a Cristo: «en efecto, nadie participa del cuerpo y la sangre de Cristo si no transformándose en lo que recibimos», «ut in hoc quod sumimos transeamus» 69.

            La participación eucarística requiere el empeño de la fe, la ofrenda real del propio sacrificio de la vida en el sacrificio de la Iglesia, la participación plena, posiblemente, con la comunión eucarística y la implicación del sacrificio espiritual de toda la existencia. Por eso la celebración de la Eucaristía requiere la continuidad de la vida, la efectiva participación en la ofrenda sacrificial del sacerdocio de los fieles que se actúa en la existencia cotidiana.

            Esta síntesis teológica está en armonía con la exposición sintética del Catecismo de la Iglesia Católica, que hemos expuesto arriba, aunque más ampliamente articulada.

 

Conclusión

 

            La teología del sacrificio de la misa parece no estar hoy muy de moda. Sin embargo, es importante tener una comprensión global del misterio celebrado.

            Una buena comprensión, a la luz de cuanto hemos dicho, viene sin duda por una mejor inteligencia del memorial, de la situación de Cristo en la gloria y de la asunción de la Iglesia en este sacrificio.

            La liturgia queda como punto de referencia con todo su dinamismo: la liturgia de la Palabra, como alianza con Dios en su palabra que lleva al sacrificio de la alabanza y a la ofrenda de la vida como sacrificio, no debe dejarse de lado en esta comprensión del misterio. La plegaria eucarística, así como el conjunto de las plegarias eucarísticas, son también expresión genuina del sacrificio.

            Permanecen válidas las investigaciones de carácter especulativo, pero deben ser tratadas con sobriedad, evitando cuestiones bizantinas y distinciones excesivas. También un cierto «apofatismo» ante el misterio es importante.

            La investigación ecuménica sobre este punto es siempre motivo de esperanza. Nos permitimos remitirnos a algunos autores que han tratado desde diversos puntos de vista una renovada visión del sacrificio eucarístico:

• Por parte ortodoxa: A. Schemann, The Eucharist, Sacrament of the Kingdom, New York, St. Vladimyr’s Seminary Press, 1988; existe versión en francés.

• Por parte protestante, los ya citados ensayos de M. Thurian, antes de su conversión al catolicismo 70.

• Por parte católica: F.X. Durwell 71.

 

Fines y frutos del sacrificio de la misa

 

            Con esta terminología, a modo de corolario teológico, el Magisterio de la Iglesia habla de algunos efectos y consecuencias del sacrificio eucarístico. La terminología y la impostación se resienten todavía de una forma minimalista de considerar el sacrificio eucarístico, especialmente en algunos manuales. Sin embargo, es necesario completar este tema con algunas anotaciones de tipo teológico.

 

a. Los fines del sacrificio eucarístico

 

            La doctrina clásica sobre este punto se encuentra en el capítulo 3 de la sesión XXII del concilio de Trento y en la amplia exposición de la Encíclica de Pío XII Mediator Dei.

            Se habla en general de cuatro fines: latréutico, eucarístico, propiciatorio e impetratorio. Los primeros hacen referencia a algunos actos y sentimientos en las relaciones con Dios; los dos últimos se refieren a la Iglesia y a la humanidad. La dificultad está en la precisión del modo de aplicación de los dos últimos.

            La expresión teológica, litúrgica y espiritual de estos fines debemos estudiarla a la luz de las plegarias eucarísticas (cfr. infra) para captar el sentido más auténtico, según la praxis y la doctrina de la Iglesia de hoy y a la luz de la doctrina tradicional expresada por las anáforas.

 

            Latréutico. La misa es un acto supremo de adoración y culto, «latria». Dicho aspecto debe ser visto en la dimensión real del amor oblativo filial de Cristo al Padre en la cruz y en la perenne actualidad de sus actitudes de oblación en el cielo; en este acto supremo Cristo implica ahora su Cuerpo que con Él y en Él adora al Padre en el Espíritu Santo. La glorificación de Dios Padre se expresa en la celebración eucarística y se manifiesta especialmente en la gran plegaria eucarística. La glorificación consiste en el hecho de que la santidad de Dios sea reconocida y refulja en Cristo sobre el rostro de la Iglesia. La gloria de Dios es el hombre viviente. La máxima glorificación de Dios es que él sea amado y reconocido con los mismos sentimientos filiales de Cristo. La plegaria eucarística celebra y expresa dicha glorificación.

 

            Eucarístico. La misa, como indica su nombre más auténtico y verdadero, es «Eucaristía», por antonomasia. Cristo celebró la última Cena según las palabras de la institución, en una actitud de alabanza y de acción de gracias al Padre, anticipando así el sentido de su oblación en la cruz. Toda la plegaria eucarística o anáfora está invadida por esta actitud noble de la alabanza y de la acción de gracias, desde el prefacio hasta la doxología. Las plegarias eucarísticas expresan la acción de gracias por Dios mismo, por sus dones en la historia de la salvación y por el misterio que se hace presente en cada celebración. La celebración enseña a vivir en una constante actitud de acción de gracias.

 

            Impetratorio. La misa es un sacrificio de intercesión y de súplica tanto por los vivos como por los difuntos. Está fundado en la misma intercesión celeste de Cristo, siempre vivo para interceder en favor nuestro (Rm 8, 34; Hb 7, 25). En realidad, él mismo es nuestra intercesión viviente y no hay distinción entre su plegaria y su persona, hecha intercesión y mediación ante el Padre por nosotros. Esta impetración-intercesión por los vivos y por los difuntos es expresada con gran precisión por las plegarias eucarísticas, que han heredado de la gran plegaria de la liturgia, la Tephillàh, este movimiento de súplica por el bien de los otros, especialmente por la salvación escatológica. Dicha súplica es concorde con el sentido del sacrificio de Cristo, ofrecido por todos, sin exclusión. Si los protestantes negaban esta dimensión del sacrificio eucarístico no era tanto por la realidad en sí misma, hoy ampliamente afirmada 72, cuanto porque pensaban que los católicos defendían una aplicación puramente material y casi matemática «ex opere operato», por los vivos y por los difuntos, sin la implicación necesaria, al menos por parte de los vivos. Está claro que se trata de una aplicación limitada, según el querer de Dios y la efectiva respuesta de las personas, como se dirá más adelante.

 

            Propiciatorio. La propiciación en sentido teológico significa que se trata de un sacrificio para la remisión de los pecados y de las culpas. Es la valiente afirmación del Tridentino contra los protestantes que negaban la naturaleza sacrificial de la Eucaristía y de sus efectos. Según sus posiciones, arriba recordadas, sólo el sacrificio de la cruz ha redimido los pecados y sólo por la confiada acogida de sus frutos obtenemos la remisión de los pecados y de las culpas. La doctrina católica afirma al mismo tiempo el carácter sacrificial, sus efectos, y también el modo y las exigencias de la aplicación de esta propiciación que no se realiza de modo extrínseco y matemático, sino con las debidas disposiciones de los fieles, según cuanto afirma el tridentino en el capítulo 2 del Decreto sobre el sacrificio de la misa. En sentido más pleno, mediante la Eucaristía se obtiene no sólo la remisión de los pecados, sino puesto que es el sacrificio de la nueva alianza, se obtiene también sobre la Iglesia y sus fieles individuales, como afirman las plegarias eucarísticas, la efusión del Espíritu Santo, don de la nueva alianza en la sangre de Cristo.

            Es útil para la precisión, más allá de la afirmación de los fines de la misa, explicar el sentido de su aplicación.

            En sentido general el sacrificio de Cristo y su memorial sacramental tienen un valor infinito. Esto vale, de modo absoluto y sin límites, para los dos primeros fines, el latréutico y el eucarístico, en vistas de la presencia y de la acción de Cristo sacerdote y víctima.

            Para los otros dos fines se debe hablar de un valor infinito en sí mismo, pero de una aplicación limitada. Y esto por diversos factores:

• por la voluntad salvífica de Dios, que permanece libre en la aplicación de la impetración y de la propiciación;

• por la capacidad y receptividad de las personas humanas, que permanecen también libres en las relaciones con Dios,

• por la necesaria y activa cooperación de las personas, con la gracia impetrada y con la remisión de los pecados obtenida.

En términos teológicos la misa tiene un valor infinito en sus fines «ex opere operato» (mejor, sin embargo, decir personalizando la obra de Cristo «ex opere operantis Christi»), pero su aplicación queda limitada «ex opere operantes hominis», en el sentido de que depende de la preparación, de la acogida y de la respuesta al don de la gracia obtenida mediante el sacrificio de Cristo. Esto vale tanto para la impetración como para la propiciación.

            Debemos, pues, estar atentos a mantener en tensión verdadera y auténtica estas dos dimensiones. Por una parte la gratuidad de la presencia y del don de Dios en la Eucaristía que no depende de nuestros méritos y de nuestras condiciones, la infinita liberalidad de Dios en la aplicación de estos dones como quiere y con quien quiere, en virtud de su libre voluntad salvífica y de la mediación única y universal de Cristo. Por otro lado, debemos estar atentos, por nuestra parte, a una adecuada respuesta teologal y de real implicación en la participación en el sacrificio eucarístico y en sus consecuencias, para una auténtica vida eucarística en conformidad con el don recibido. El equilibrio entre las dos dimensiones es necesario para no negar a Dios su libertad y liberalidad en el don de la gracia, y para no atribuir una salvación que no comporte por parte nuestra, bajo la gracia de Dios, una respuesta necesaria de libre acogida y una coherencia de vida respecto al don recibido.

 

b. Una cuestión complementaria

 

            Una limitación de la aplicación del fin propiciatorio de la misa la tenemos en las relaciones que se dan entre Eucaristía y Penitencia. Se trata de un tema propio del tratado sobre la Penitencia, pero sobre el cual se debe decir una palabra también sintética en este contexto.

            La relación entre Eucaristía, remisión de los pecados y sacramento de la Penitencia ha sido tratada en el concilio de Trento, confirmada por Pablo VI en la Instrucción Eucharisticum mysterium 35 y en la Exhortación de Juan Pablo II Reconciliatio et Poenitentia 27, con una propuesta idéntica.

            El principio general permanece el mismo. La Eucaristía, en cuanto actualización del sacrificio redentor, permanece como la fuente de la remisión de los pecados (concilio de Trento, sesión XXII, cap. 2). A su vez, sin embargo, la Eucaristía permanece como culmen de la remisión de los pecados graves, y de manera admirable de los pecados veniales, en el específico sacramento de la reconciliación y de la penitencia, según cuanto prescribe el cap. 7 del Decreto sobre la Eucaristía de la sesión XIII del mismo concilio de Trento y en el respectivo canon 7 (Denzinger 1646-1647 y 1661).

            Recientemente, muchos teólogos, tras un cuidadoso estudio de las fuentes litúrgicas y patrísticas antiguas, han expresado también de manera más completa la doctrina de la Iglesia que afirma que mediante el sacrificio de la misa se redimen los pecados. Algunas afirmaciones, tomadas en sí mismas y fuera de todo el contexto sacramental y teológico, fuera de la praxis de la Iglesia, parecen querer afirmar que la Eucaristía perdona los pecados, e incluso prescinde de su concreta aplicación mediante el sacramento de la penitencia. Según estos autores que enfatizan las afirmaciones litúrgicas y patrísticas la Eucaristía en sí misma, incluso prescindiendo de la confesión, perdonaría no sólo los pecados veniales, sino también los pecados mortales. La invitación de la antigüedad cristiana a reconciliarse antes de celebrar la Eucaristía perdonaría sólo algunos pecados que antiguamente eran considerados como extremadamente graves como el homicidio, el adulterio, la idolatría e impedían la participación en la Eucaristía... Obviamente, esta remisión comportaría una participación en la Eucaristía con sentimientos de plena penitencia, contrición, confianza en el contacto vivo con el cuerpo y sangre de Cristo, deseo de recibir este don de la remisión de los pecados por el contacto vivo sacramental con el Redentor y Salvador en el acto de sus sacrificio, en la comunión en su cuerpo y sangre, con la obligación de reconciliarse también de modo específico en el momento oportuno mediante el sacramento de la penitencia.

            Este sentido que contempla al mismo tiempo la posibilidad de la remisión de los pecados y del deseo de acercarse al sacramento con un auténtico sentido de pureza y de arrepentimiento sería expresado varias veces durante la celebración eucarística, tanto en el actual acto penitencial, como en las diferentes plegarias penitenciales de la misa, según las fórmulas orientales y occidentales. Por eso, tanto en Oriente como en Occidente una plegaria de preparación a la comunión está siempre invadida de sentimientos de arrepentimiento, para poder recibir dignamente la Eucaristía. Son particularmente bellas y sentidas las plegarias que en la liturgia bizantina los fieles recitan en voz alta antes de recibir la comunión.

            ¿Qué decir de todo esto? La cuestión queda oscura desde el punto de vista de la praxis antigua y de la praxis de algunas iglesias, particularmente orientales, que tienen diversas formas de expresar el sentido penitencial para la remisión de los pecados más allá del sacramento de la penitencia verdadero y propio. Además, los textos que indican la remisión de los pecados mediante la Eucaristía son sopesados por otros textos, tal vez de los mismos autores, como en el caso de san Ambrosio y de san Agustín que dicen acercarse a la celebración de la Eucaristía después de haberse reconciliado con Dios y con la Iglesia.

            Está claro que la doctrina de la Iglesia actualmente, sobre la estela de la tradición, quiere salvaguardar la especificidad de los dos sacramentos –Eucaristía y Penitencia– para la remisión de los pecados y, al mismo tiempo, la ordenación de uno al otro. Por una parte la Eucaristía es fuente para la remisión de los pecados, por otra es culmen y supone, según la praxis de la Iglesia una reconciliación sacramental, que debe darse efectivamente, para los pecados graves, mediante el sacramento de la Penitencia. Tal es la doctrina de la Iglesia que queda como guía autorizada y segura desde el punto de vista de la doctrina y de la praxis. Queda siempre, en caso de necesidad, la excepción expresada por el concilio de Trento y confirmada por la Iglesia en sus recientes intervenciones citadas: «La costumbre de la Iglesia muestra que aquella prueba (cfr. 1 Co 11, 28) es necesaria, para que nadie, consciente de estar en pecado mortal, por cuanto se crea contrito se acerque a la santa Eucaristía, antes de la confesión sacramental... Quien se encuentre en caso de necesidad y no tenga modo de confesarse, haga primero un acto de contrición perfecta» (Eucharisticum Mysterium 35). El Catecismo de la Iglesia Católica reafirma la misma posición en los nn. 1385-1386 donde refiere algunas bellas plegarias latinas y orientales de preparación a la comunión.

 

Bibliografía:

Para un tratamiento del argumento a la luz del Sínodo sobre la Reconciliación y la Penitencia con relativa bibliografía cfr.:

A. Marranzini, Eucaristia e Penitenza, en «La Civiltà Cattolica» 135 (1984) n. 3223, pp. 16-30.

Id., Eucaristia e remissione dei peccati dal concilio di Trento ad oggi, en Ibid., n. 3225, pp.221-236.

 

c. Los frutos del sacrificio eucarístico

 

            Bajo el nombre de frutos del sacrificio eucarístico, se alude a la participación en la Eucaristía y a la forma de recibir los beneficios de la misa, siempre teniendo en cuenta las afirmaciones hechas antes sobre el valor infinito y la modalidad de la aplicación.

            En orden jerárquico, y según la doctrina y la praxis de la Iglesia, expresada en la celebración misma, participan en los frutos de la misa:

 

1) Toda la Iglesia y la humanidad. La universalidad de la intercesión por la Iglesia y por el mundo está expresada de modo autorizado en las plegarias eucarísticas.

 

2) Toda la asamblea celebrante. Ella «hic et nunc» es sujeto integral, en la diversidad de los ministerios y en la efectiva participación ritual y espiritual que tiene su culmen en la ofrenda de sí y en la comunión eucarística.

 

3) El ministro de la Eucaristía. Por su acción en el nombre de Cristo y de la Iglesia, particularmente comprometido en la verdad de cuanto proclama, realiza y ora.

 

4) Un fruto especial, según la tradición y la praxis de la Iglesia debe ser reconocido para aquéllos por los cuales es celebrada con una intención particular la Eucaristía, sin que esto sea considerado como una especie de derecho exclusivo

 

En dicha cuestión vuelve a entrar el tema del estipendio de la misa. A nivel histórico éste depende de la costumbre de la comunión de bienes ligada a la celebración del sacrificio eucarístico y del deseo de aplicar la misa, con la mediación de una limosna, por los propios amigos tanto vivos como difuntos. Teológicamente no es preciso forzar mucho la cuestión del estipendio. Se debe decir que en virtud del don ofrecido y de la intención del donante, Dios, según su voluntad, puede aplicar los frutos del sacrificio de la misa, por estas intenciones. A nivel litúrgico y pastoral está bien mantener una cierta sobriedad y verdad en la efectiva forma de recordar estas intenciones, evitando mediante la catequesis apropiada que los fieles crean en una exclusividad de la misa por sus intenciones y tanto menos el hecho de que compran la misa y tienen derecho exclusivo 73.