VII

LA COMUNIÓN EN CRISTO DE LOS
MIEMBROS DE LA IGLESIA


1. La comunión de los fieles que peregrinan con los bienaventurados: invocación e intercesión de los santos

El concilio Vaticano II hizo suya «con gran piedad, la venerable fe de nuestros antepasados acerca del consorcio vital con nuestros hermanos que se hallan en la gloria celeste o que aún están purificándose después de la muerte»1. Con estas palabras, el Concilio profesa el artículo de fe en la «comunión de los santos» 2. Tal comunión abarca a «todos los que son de Cristo por poseer su Espíritu, [los cuales] constituyen una misma Iglesia» 3, es decir, a todos los miembros de la Iglesia, que viven en Cristo4, de los que «unos peregrinan en la tierra; otros ya difuntos, se purifican; otros, finalmente, gozan de la gloria, contemplando "claramente a Dios mismo, Uno y Trino, tal corno es"» 5. El elemento que funda la comunión de todos esos fieles entre sí, aunque se encuentren en los diversos estados enumerados de peregrinación, purificación o triunfo definitivo, es la caridad en el sentido estricto del término 6. Por ello, el texto conciliar insiste en que todos ellos están «unidos en una misma caridad para con Dios y para con el prójimo», aunque sea «en forma y grado diverso» 7. La unión de caridad existe ya entre los miembros vivos de la Iglesia terrena, y es un lazo que no se rompe por la muerte, sino que después de ella se prolonga de modo incesante: «la unión de los viatores con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo de ninguna manera se interrumpe; antes bien, según la perenne fe de la Iglesia, se fortalece con la comunicación de bienes espirituales» 8.

Esta doctrina que el concilio Vaticano II ofrece de un modo sintético, contiene una serie de matices que vale la pena señalar. Ante todo, desde el punto de vista de la eclesiología, aparece una de las tendencias de fondo más importantes del capítulo escatológico de la Constitución dogmática Lumen gentium: mostrar que la realidad de la Iglesia no es solamente terrena, sino que consta de tres estados eclesiales diversos (Iglesia que peregrina en la tierra, Iglesia que en situación postmortal se purifica e Iglesia que reina con Cristo en el cielo) 9, pero en comunión entre sí. De este modo, es claro que la parte más noble de la Iglesia no se encuentra ya en la tierra, sino en la bienaventuranza celeste10. Por otra parte, la comunión de que habla el texto del Concilio, se da entre miembros que viven «unidos en una misma caridad» y «que son de Cristo por poseer su Espíritu». La primera fórmula («unidos en una misma caridad») es clara, si se es consciente del sentido teológico estricto en que se utiliza la palabra «caridad» en el texto del Concilio. En cuanto a la segunda («poseer el Espíritu de Cristo») es una alusión a Rm 8, 9 («si alguno no tiene el Espíritu de Cristo, ése no es de Él»), y significa, en la Constitución dogmática sobre la Iglesia, estar en estado de gracia 11. El cristiano que dentro de la Iglesia peregrinante está en pecado mortal, queda fuera de la perspectiva con que se aborda el tema de la comunión de los santos o comunión entre los tres estados eclesiales, aunque ello no significa que el cristiano pecador no sea realmente miembro de la Iglesia 12 La comunión de los santos es unión vital que no podría darse con respecto a un miembro muerto; y el católico en pecado mortal es miembro de la Iglesia, pero no es miembro vivo.

La posición de la Iglesia se distancia así de todos los intentos de exigir el estado de gracia como condición para ser miembro de la Iglesia, de modo que el pecador no pueda ser considerado miembro de ella; tal posición teológica lleva a la concepción de una Iglesia invisible, que no es, en modo alguno, aceptable 13. Por ello, es necesario mantener la no identidad de contenidos entre el artículo de fe en la Iglesia Católica y el de la comunión de los santos. Se trata de una distinción a la que se contrapone la afirmación de Lutero, quien sostiene la identidad de ambos artículos con estas palabras: «La fe llama la santa Iglesia cristiana a la comunión de los santos. Una comunidad de los santos» 14. Pero hay que decir que a la Iglesia pertenecen, como miembros, también los fieles pecadores 15, los cuales no son partícipes de la comunión de los santos, mientras permanecen en su estado de pecado 16; por otra parte, se da comunión de los santos entre todos los justos de todos los tiempos, tanto vivos como difuntos; en la comunión de los santos se incluye así también a los justos, que no hayan pertenecido de hecho (re) a la Iglesia visible; conviene, sin embargo, añadir que nadie llega a la justificación sin pertenecer a la Iglesia de Cristo, al menos in voto, es decir, con deseo que puede ser implícito, pero, en todo caso, informado por la caridad 17 En este sentido se comprende la noción que de este artículo de la fe ofrece L. Ott: «Los miembros, santificados por la gracia redentora de Cristo, que pertenecen al reino de Dios sobre la tierra y al de la vida futura, están unidos con Cristo, su Cabeza, y todos entre sí, formando una comunión de vida sobrenatural» 18.

La comunión de los santos es, ante todo, una realidad ontológica: la existencia de una misma vida de la gracia, común a la Iglesia que peregrina, a la que se purifica y a la que triunfa 19. De esta realidad ontológica común se sigue «una mutua comunicación de bienes en Cristo» 20. Ulteriormente la comunión de los santos ofrece también a los cristianos que viven en la tierra, «la posibilidad de comunicar con los queridos hermanos ya arrebatados por la muerte» 21. Esta comunicación se hace por las diversas formas de oración.

En su oración el cristiano que vive en la Iglesia y, con él y como él, la Iglesia misma que peregrina, se sienten unidos a la Iglesia celeste en su oración. En el Apocalipsis de Juan, la vida del cielo se describe como una liturgia celeste. Las almas de los bienaventurados participan en ella. Por nuestra parte, en nuestra liturgia terrena, sobre todo «al celebrar [...] el sacrificio Eucarístico, nos unimos sumamente al culto de la Iglesia celeste, comunicando y venerando la memoria, en primer lugar, de la gloriosa siempre Virgen María, pero también del bienaventurado José y de los bienaventurados apóstoles y mártires y todos los santos» 22 Esta voluntad de unir nuestro culto terreno con la liturgia del cielo se expresa muy claramente en la liturgia romana. Así en la anáfora 1 de la liturgia renovada después del concilio Vaticano II, es decir, en el antiguo canon romano, esta voluntad aparece, no sólo en la oración «Communicantes, et memoriam venerantes» 23 (al menos en su forma actual) 24, sino también en el paso del prefacio al canon al querer repetir incluso las palabras con que ángeles y santos alaban a Dios en el cielo (el «Sanctus» que, según ls 6, 3, cantan los serafines, y que en Ap 4, 8, reaparece como elemento de la liturgia celeste) 25, y en la oración «Te rogamos humildemente», donde se pide que la oblación terrena sea llevada al sublime altar del cielo (con alusión al altar de Ap 8, 3-5) 26.

Los santos interceden por nosotros. En efecto, la liturgia celeste no consiste sólo en la alabanza. Su centro es el Cordero que está en pie como degollado (cfr. Ap 5, 6), es decir, «Cristo Jesús, el que murió; más aún el que resucitó, el que está a la diestra de Dios, y que intercede por nosotros» (Rm 8, 34; cfr. Hb 7, 25). A Él se unen los santos en su culto celeste. De este modo, las almas de los bienaventurados, participan de una liturgia que es también de intercesión, y tienen consecuentemente en ella cuidado de nosotros y de nuestra peregrinación, «como quiera que interceden por nosotros y con su fraterna solicitud ayudan grandemente a nuestra flaqueza» 27. El fundamento de la intercesión de los santos consiste en que presentan ante el Padre «los méritos que en la tierra consiguieron por el Mediador único entre Dios y los hombres, Cristo Jesús (cfr. 1 Tm 2, 5), como fruto de haber servido al Señor en todas las cosas y de haber completado en su carne lo que falta a los padecimientos de Cristo en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia (cfr. Col 1, 24)» 28. Esto, sin embargo, no significa que la intercesión de los santos sea meramente la validez permanente de sus vidas por el mundo delante Dios 29 de modo que deban excluirse auténticas actuaciones intercesorias, incluso referidas a intenciones particulares 30.

La actitud primera que surge en el creyente que sabe que los santos interceden por él, es la de gratitud hacia ellos. Porque al vivir la unión entre la liturgia celeste y la terrena nos hacemos conscientes de que los bienaventurados oran por nosotros, «conviene [...] sumamente que amemos a estos amigos y coherederos de Jesucristo, hermanos también y eximios bienhechores nuestros, [y] que demos a Dios las debidas gracias por ellos» 31. El amor a los santos es una actitud católica fundamental, que la «Confessio Helvetica posterior» todavía conservaba en ambiente reformado: a los santos «los amamos, por tanto, como hermanos» 32.

Ulteriormente la Iglesia nos exhorta con empeño a «invocarlos con nuestras súplicas y recurrir a sus oraciones, ayuda y auxilio para impetrar beneficios de Dios por medio de su Hijo Jesucristo Señor nuestro, que es el único Redentor y Salvador» 33. Esta invocación de los santos es un acto por el que el creyente se entrega confiadamente a la caridad de ellos. Por ser Dios la fuente de la que toda caridad se difunde (cfr. Rm 5, 5), toda invocación de los santos es reconocimiento de Dios, como fundamento supremo de la caridad que se da en ellos, y tiende, en último término, a Dios, ya que es esencialmente glorificación de su obra en los santos 34.

Melanchton en la Apología de la Confesión de Augsburgo acepta que los santos en el cielo oran por la Iglesia, como también los vivos en la tierra oran por ella, pero rechaza que se invoque a los santos; la no justificación bíblica de esta invocación haría dudoso que ella sea agradable a Dios o que los santos lleguen a conocer nuestras oraciones 35. Esta posición se insinuaba ya en la misma Confesión de Augsburgo, al afirmar: «La Escritura no enseña invocar a los santos o pedir de los santos auxilio, porque nos propone únicamente a Cristo como mediador, propiciatorio, pontífice e intercesor» 36. Algo más tarde, en los Artículos de Esnralcalda, el mismo Lutero agudiza la oposición

diciendo que «la invocación de los santos es también parte de los abusos y errores del Anticristo» 37. Por el contrario, el concilio de Trento defiende la legitimidad de la invocación de los santos: los obispos han de enseñar a los fieles con respecto a los santos «que es bueno y provechoso invocarlos con nuestras súplicas y recurrir a sus oraciones, ayuda y auxilio para impetrar beneficios de Dios por medio de su Hijo Jesucristo Señor nuestro, que es nuestro único Redentor y Salvador; y que impíamente sienten aquellos que niegan deban ser invocados los Santos que gozan en el cielo de la eterna felicidad, o los que afirman que o no oran ellos por los hombres o que invocarlos para que oren por nosotros, aun para cada uno, es idolatría o contradice la palabra de Dios y se opone a la honra del único mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo [cfr. 1 Tm 2, 51, o que es necedad suplicar con la voz o mentalmente a los que reinan en el cielo» 38.

Teniendo en cuenta el hecho de la intercesión de los santos, atestiguado en el Nuevo Testamento (ya he evocado el tema y el sentido, también intercesorio, de la liturgia celeste en el Apocalipsis), en el cristianismo primitivo se pasó, del modo más natural, a invocarlos, probablemente casi como una consecuencia del hecho de su actividad intercesora. La invocación de aquellos fieles a los que se consideraba piadosamente difuntos y que, por tanto, reinaban con Cristo, y muy especialmente de los mártires, se remonta a los tiempos anteriores a la paz constantiniana, y está atestiguada en numerosísimas inscripciones de las catacumbas 39.

Los testimonios patrísticos sobre la práctica de la invocación de los santos, sobre todo de los mártires, son también frecuentes. Baste citar dos de ellos, uno griego y otro latino40. San Basilio Magno decía en un sermón: «Acordaos del mártir cuantos habéis gozado de su presencia en sueños, cuantos habéis venido a este lugar y lo habéis encontrado ayudándoos en la oración; cuantos habéis invocado su nombre y a los que él ha asistido en vuestros trabajos; vosotros a los que él ha hecho volver del viaje, a los que ha restablecido de vuestras enfermedades, vosotros a cuyos hijos ha llamado de nuevo a la vida, vosotros a los que ha prolongado los días, juntad todos estos favores para componer de vuestra común aportación su elogio» 41. Por su parte, san Jerónimo exhorta a los fieles a dirigir sus oraciones a los mártires: «Los mártires deben ser invocados, cuyo patrocinio nos parece reivindicar por una cierta garantía del cuerpo. Ellos pueden orar por nuestros pecados, ellos que han lavado sus pecados, si los tenían, en su propia sangre; ellos son mártires de Dios, nuestros jefes, testigos de nuestra vida y de nuestras acciones. No nos avergoncemos de tomarlos como intercesores en nuestra debilidad. También ellos han conocido las debilidades del cuerpo, también cuando las vencían» 42.


2. La evocación de los espíritus 43

Con este concepto de invocación de los santos no puede confundirse, en modo alguno, la idea de evocación de los espíritus, como explicaremos en seguida. Por lo pronto, nótese que el mismo concilio Vaticano II que recomendó invocar las almas de los bienaventurados, recordó también los principales documentos emanados del magisterio de la Iglesia «contra cualquier forma de evocación de los espíritus» 44. Concretamente se aducen la prohibición de Alejandro IV en la Bula Quod super nonnullis (27 de septiembre de 1258) 45, una Carta Encíclica del Santo Oficio a los obispos en el Pontificado de Pío IX (4 de agosto de 1856) 46 y una respuesta del mismo Santo Oficio en el Pontificado de Benedicto XV (24 de abril de 1917) 47.

De estas dos últimas intervenciones del Santo Oficio podemos retener que, en la primera de ellas, se rechaza con términos duros «evocar las almas de los muertos, recibir respuestas, descubrir cosas lejanas y desconocidas, y practicar otras supersticiones por el estilo» 48; en la segunda, se responde negativamente en todas sus partes a la pregunta sobre «si es lícito por el que llaman medium, o sin el medium, empleado o no el hipnotismo, asistir a cualesquiera alocuciones o manifestaciones espiritistas, siquiera a las que presentan apariencia de honestidad o de piedad, ora interrogando a las almas o espíritus, ora oyendo sus respuestas, ora sólo mirando, aun con protesta tácita o expresa de no querer tener parte alguna con los espíritus malignos» 49.

He citado algunas frases más características de ambos documentos del Santo Oficio, porque con ellas es posible conseguir una descripción de lo que se entiende por evocación de los espíritus 50. De ellos puede concluirse que «hay una diferencia fundamental entre invocación y evocación: ésta pretende siempre una comunicación perceptible; aquélla no es más que una forma de oración o súplica» 51

También en el concilio Vaticano II, la Comisión doctrinal explicó qué se entiende con la palabra «evocación»: ésta sería cualquier método «por el que se intenta provocar con técnicas humanas una comunicación sensible con los espíritus o las almas separadas para conseguir diversas noticias y diversos auxilios» 52. Este conjunto de técnicas para comunicar con los espíritus se suele designar generalmente con el nombre de «espiritismo» 53. Con frecuencia –como se dice en la respuesta ya citada de la Comisión doctrinal del Concilio–por la evocación de los espíritus se pretende la obtención de noticias ocultas54

Generalmente se buscan, por este camino, noticias sobre el más allá, sobre particularidades de la existencia después de la muerte o sobre la suerte concreta de un ser querido en su existencia postmortal. Pero la voluntad de Cristo es que, en este campo, los fieles se rijan por lo que Dios ha revelado, y se contenten con lo que en la revelación se nos comunica: «Tienen a Moisés y a los profetas; que los oigan» (Lc 16, 29). El cristiano no tiene derecho a alimentar una ulterior curiosidad en esta materia, sobre la cual posee, revelado por Dios, todo el conocimiento que necesita; durante su peregrinación terrena, la vida de fe le obliga a abrazar las incertezas que la fe con respecto al más allá deja todavía abiertas 55

Esta prohibición por parte de la Iglesia tiene origen bíblico ya en el Antiguo Testamento 56. El mismo pueblo de Israel recibió un encargo formal de Yahveh: «Cuando llegares al país que el Señor Dios tuyo te va a dar, no aprenderás a obrar conforme a las abominaciones de aquellos pueblos. No debe hallarse en ti [...] quien practique la adivinación, ni los presagios, ni los augurios, ni los encantamientos; ni quien pronuncia fórmulas mágicas, ni el que interroga a un espíritu, ni el ocultista, ni el que consulta a los muertos; pues abominación es para el Señor quienquiera que hace estas cosas, y a causa de tales abominaciones el Señor Dios tuyo los va a expulsar ante ti. Irreprensible has de ser con el Señor tu Dios. En efecto, estos pueblos de los que vas a apoderarte, atienden a los observadores de las nubes y a los adivinos; pero para ti nada de eso ha instituido el Señor Dios tuyo» (Dt 18, 9-14) 57.

La prohibición de acudir a los adivinos es taxativa: «No os volveréis a los nigromantes ni a los adivinos: no los consultaréis para haceros impuros como ellos» (Lv 19, 31) 58. A esta prohibición se añade la amenaza de un castigo de Dios a quien la quebrante: «En cuanto a la persona que se vuelve a los nigromantes y a los adivinos para prostituirse detrás de ellos, yo volveré mi rostro contra tal persona y la exterminaré de en medio de su pueblo» (Lv 20, 6) 59. Aunque pueda resultar muy dura, es significativa la orden de que se mate a los adivinos o hechiceras (cfr. Lv 20, 27; Ex 22, 17)60.

Es muy conocido el relato de la evocación del espíritu de Samuel (`ób) 61, realizada por el rey Saúl (1 S 28, 3-25) 62. La crisis que dio ocasión para que Saúl consultara a una pitonisa, fue una grave amenaza militar (v. 4-5). Naturalmente Saúl acudió primero a los medios normales con que se pedía consejo a Yahveh, pero Yahveh no respondió (v. 6). En su desesperación, Saúl dio a sus oficiales la orden de buscarle una pitonisa para consultarla. Disfrazado y de noche, el rey visitó a la mujer y le dijo: «Te ruego que me predigas el porvenir por medio de un espíritu ['ób] y que me evoques a quien yo te diga» (v. 8). Después de que la pitonisa recibió de su cliente una promesa de protección, es decir, de no aplicarle las sanciones que él mismo había decretado contra los nigromantes (v. 10), Saúl le comunica el nombre del espíritu que debe evocar: «Evócame a Samuel» (v. 11). La pitonisa tiene una visión: «Veo espíritus [elohim] subir de la tierra» (v. 13); la visión se concreta más en cuanto que la mujer ve al espíritu de Samuel como «un anciano que sube y está envuelto en su manto» (v. 14) 63. Saúl no tuvo visión alguna; sin embargo, recibe un mensaje de Samuel (v. 16-19)64. La Escritura considera el proceder de Saúl un grave pecado; a ese pecado atribuye el rechazo de Saúl por parte de Dios, más aún su muerte: «Saúl murió a causa de la infidelidad que había comentido contra Yahveh, porque no guardó la palabra de Yahveh y también por haber interrogado y consultado a una nigromante, en vez de consultar a Yahveh, por lo que le hizo morir y transfirió el reino a David, hijo de Jesé» (1 Cro 10, 13-14) 65.

En el Nuevo Testamento se mantiene la misma prohibición. Consta la existencia de un rechazo por parte de los apóstoles con respecto a todas las artes mágicas 66. En el libro de los Hechos son muy característicos: el encuentro de san Pablo en Chipre con un mago llamado Bar-Jesús (Hch 13, 6-12), a quien Pablo castiga con la ceguera por cierto tiempo (v. 11) 67; en Filipos, san Pablo interpreta como si se debiera a posesión diabólica, la actividad de una muchacha pitonisa (Hch 16, 16-18) 68; la misma interpretación reaparece durante la estancia de Pablo en Éfeso a propósito de las pretendidas actuaciones de exorcistas que ejercitaban los siete hijos de un tal Esceva, sacerdote judío (Hch 19, 13-20) 69: los hijos de Esceva fueron atacados por el espíritu malo (v. 16) y, como consecuencia de ello, muchos neófitos, impresionados por lo ocurrido, «venían a confesar y manifestar sus prácticas 70. Y bastantes de los que habían practicado artes mágicas [nrQLepya] 71, llevando consigo sus libros, los quemaban en presencia de todos; y calculando su precio, hallaron que llegarían a cincuenta mil monedas de plata» (v. 18-19).

El rechazo de las prácticas mágicas se prolonga en los Santos Padres, aunque hay que reconocer que se fijan, ante todo, en aquellos casos en que tales prácticas tienen origen demoníaco, o apoyan su rechazo en una atribución de ellas al demonio. Ya san Justino no duda que es el demonio quien en la magia engaña a los hombres; así lo hizo, en efecto, «cuando obró por medio de los magos de Egipto, o por medio de los falsos profetas en tiempo de Elías» 72. Según Taciano, los demonios prometen devolver la salud por remedios mágicos; pero, en realidad, engañan y no curan a nadie: «y apenas ven que los hombres aceptan su servicio usando esos medios, seducen a los hombres y los hacen esclavos suyos» 73. Atenágoras cree que los demonios están junto a los ídolos, ellos son los que atraen a los hombres a esas estatuas de los dioses falsos, «andan en tomo a la sangre de las víctimas y se la lamen» 74. Aceptando esta presencia demoníaca oculta tras los ídolos, Minucio Félix atribuye a ella las manifestaciones mágicas que se producen en tomo al culto idolátrico: «Estos espíritus impuros, los demonios, como lo han mostrado los magos, los filósofos y Platón, se esconden bajo las estatuas e imágenes consagradas y con su influencia consiguen una autoridad como de una deidad presente, inspirando, a veces, a los adivinos, habitando en los templos, haciendo palpitar, en algunas ocasiones, las entrañas de las víctimas, dirigiendo el vuelo de las aves, rigiendo las suertes, haciendo oráculos entretejidos con muchas mentiras. En efecto, se engañan y engañan, como quienes no saben la verdad con exactitud y la que conocen, no la publican porque resultaría su perdición» 75. Sin duda, debió de ser fácil que se formara la persuasión de una presencia de los demonios en los ídolos y que se diera una consecuente atribución a los demonios, de determinados efectos mágicos que tenían lugar en torno a esos ídolos, en ambientes cristianos que en Sal 96 [95], 5, leían en griego o en latín: «Todos los dioses de los paganos son demonios» 76.

Tertuliano atribuye a influjo diabólico, «si los magos hacen aparecerse fantasmas y hasta envilecen a las almas de los muertos [al realizar la evocación de tales almas]; si matan niños para conseguir oráculos; si con sus juegos giratorios de prestidigitación hacen muchos prodigios; si incluso envían sueños con la asistencia del poder de ángeles y demonios invitados, por los que se ha hecho algo ordinario que hasta las cabras y las mesas adivinen» 77. San Agustín aunque se muestra crítico con respecto a muchas narraciones paganas de cosas maravillosas, admite «muchos prodigios de artes humanas y mágicas, es decir, demoníacas a través de hombres o de los mismos demonios por sí mismos; si quisiéramos negar esos prodigios, nos opondríamos a la misma verdad de las Sagradas Escrituras, en la que creemos» 78. Seguramente san Agustín alude aquí a casos de actuaciones mágicas, reseñados en la Biblia, como pueden ser los que, como veíamos, recordaba ya san Justino 79. El Santo Obispo de Hipona piensa que a quienes se dedican a la magia 80, les sucede que «por un oculto juicio divino, sean entregados, para ser burlados y engañados, a los ángeles prevaricadores que se burlan de ellos y los engañan como merecen sus malas voluntades» 81. San Agustín concluye que «todas estas prácticas de una superstición frívola o nociva, fundada en una especie de asociación pestilente entre hombres y demonios, constituida como una especie de pactos de una amistad infiel y engañosa, han de ser completamente repudiadas y evitadas por el cristiano» 82. Es de gran interés que san Agustín haya llegado a escribir un tratado entero contra las prácticas de adivinación 83; en él rechaza, de modo muy severo, toda práctica de adivinación y no admite siquiera que en un caso extremo se abra la Biblia al azar para encontrar una regla de conducta inmediata 84..

Junto a esta interpretación frecuente que atribuye los fenómenos mágicos a intervención diabólica, vale también la pena reseñar la mayor insistencia de Eusebio de Cesarea en mostrar que los oráculos paganos «no son obra de un dios ni siquiera obra de un demonio malo. En efecto, las respuestas de los oráculos, sabiamente ordenadas en versos, provienen de hombres no carentes de habilidad: son invenciones muy cuidadosamente elaboradas para engañar; están compuestas de manera ambigua y equívoca, lo que les permite adaptarse no sin habilidad a las dos salidas probables de la predicción; en cuanto a los prodigios de los que ciertos aspectos extraordinarios permiten descarriar al vulgo, están ligados a causas naturales» 85.

El fenómeno actual de las sectas, especialmente agudo en algunas regiones del mundo, es difícilmente describible por su misma complejidad. En su propaganda proselitista, las argumentaciones con que se critican determinados puntos de la doctrina católica, no se caracterizan siempre por su cuidado en exponerla con exactitud. A veces, al rechazar la invocación de los santos, tal y como se realiza en el catolicismo, se apela incluso a que ésta sería objeto de una prohibición bíblica. En este tipo de planteamientos se tiene la impresión de que no se distingue entre invocación de los santos y la evocación de los espíritus 86. En todo caso, por nuestra parte, una pastoral equilibrada que permita hacer frente al reto de las sectas, ha de fomentar la religiosidad popular que constituye una gran riqueza de los pueblos de tradición católica. «La religión del pueblo tiene capacidad de congregar multitudes», y, gracias a ella, «el mensaje evangélico tiene oportunidad, no siempre aprovechada pastoralmente de llegar "al corazón de las masas"» 87. Pero hemos de enseñar también a los fieles a eliminar los aspectos supersticiosos que se infiltran, a veces, en esa religiosidad 88. De este modo, la religiosidad popular ganará en vigor 89. Y, a la vez, se evitará ofrecer a las sectas ocasión alguna para mantener el equívoco que confunde la invocación a los santos con determinadas prácticas de origen pagano, que están ciertamente prohibidas en la Biblia 90.


3.
Los sufragios por los difuntos
que necesitan ser ulteriormente purificados

El concilio Vaticano II nos recuerda que, con respecto a las almas de los difuntos que después de la muerte necesitan todavía purificación, «la Iglesia de los peregrinos desde los primeros tiempos del cristianismo [...] ofreció también sufragios por ellos» 91. El punto de partida de esta práctica debe colocarse ya en un texto del Antiguo Testamento 92. En efecto, en 2 M 12, 42-45, se cuenta que después de una batalla victoriosa contra Gorgias en la que cayeron algunos judíos, cuando el primer día de la semana fueron a recoger sus cadáveres, encontraron, debajo de las túnicas de cada uno de ellos, objetos consagrados a los ídolos de Jamnia; entonces Judas Macabeo y su ejército «comenzaron una rogativa, pidiendo que el pecado cometido fuera totalmente borrado; y el noble Judas exhortó a la multitud a que se mantuviera sin pecado, después de haber visto con sus ojos lo sucedido a causa del pecado de los que habían caído. Y habiendo recogido dos mil dracmas por una colecta, las envió a Jerusalén para ofrecer un sacrificio por el pecado, obrando muy bien y pensando noblemente de la resurrección, porque esperaba que resucitarían los caídos, considerando que a los que habían muerto piadosamente, está reservada una magnífica recompensa; por eso mandó ofrecer el sacrificio de propiciación por los difuntos, para que fueran librados de su pecado» 93. Sin entrar ahora en la cuestión del modo en que debe concebirse el estado postmortal en que se encuentran tales almas 94, el texto supone que los caídos en aquella batalla aunque han incurrido en una superstición, no pueden ser equiparados simplemente con los «impíos»; por éstos no habría tenido sentido interceder, ya que la remisión de su pecado de impiedad no es posible después de la muerte 95, sino que están definitivamente excluidos de la «resurrección para la vida» (cfr. 2 M 7, 14)96. Judas «deduce la no apostasía de sus soldados caídos del hecho de haber muerto por defender la alianza contra los impíos: han muerto con piedad, es decir, fieles a la alianza» 97. La situación moral de tales caídos es compleja: no son impíos, pero han cometido un pecado. En tal caso, «pueden ser librados de su culpa pecaminosa por oración de intercesión y por el sacrificio» 98. Es importante que el texto bíblico no sólo califica con una valoración positiva, la acción de Judas («obrando muy bien»), sino también su modo de pensar («pensando noblemente») que estaría así sustentado por la verdad 99.

Ya en los tiempos cristianos, prescindiendo de la posibilidad de que el bautismo por los muertos de que se habla en 1 Co 15, 29, sea un rito deprecatorio por los difuntos 100, las inscripciones sepulcrales en las catacumbas frecuentemente piden oraciones por los difuntos allí sepultados 101, o contienen oraciones a favor de esos mismos difuntos, en las cuales muchas veces se recurre también a la intercesión de los santos 102.

Cito un par de ejemplos, uno de oración directa a Cristo y el otro que recurre a la intercesión de los santos Pedro y Pablo: «Señor, tú que has dado a todos la llamada [a la salvación o a la vida], recibe el alma de Bonifacio por tu santo nombre» 103; «Pedro, Pablo, bienaventurados mártires recomiendo [el difunto] a vosotros» 104.

De este uso que se prolonga sin interrupción en siglos posteriores hasta nuestros días, debe concluirse que la Iglesia cree que a las almas que después de la muerte necesitan de purificación, «les aprovechan los sufragios de los fieles vivos, tales como el sacrificio de la Misa, oraciones y limosnas, y otros oficios de piedad, que los fieles acostumbran practicar por los otros fieles, según las instituciones de la Iglesia» 105.

Las inscripciones sepulcrales de las catacumbas que citaba más arriba, contienen oraciones por las almas de los difuntos y el recurso a la intercesión de los santos. Como síntesis de esta múltiple relación oracional existente en la comunión de los santos, puede citarse un texto de la «Institución general del Misal romano», hecha después de la renovación litúrgica posconciliar, el cual explica muy bien el sentido del consorcio de todos los miembros de la Iglesia, que alcanza su culminación en la celebración litúrgica de la Eucaristía: por las intercesiones «se expresa que la Eucaristía se celebra en comunión con toda la Iglesia tanto celeste como terrena, y que la oblación se hace por ella y todos sus miembros vivos y difuntos, los cuales están llamados a participar de la redención y de la salvación adquirida por el Cuerpo y la Sangre de Cristo» 106. En efecto, en tales oraciones de la plegaria eucarística se pide la intercesión de la Iglesia celeste a favor de la Iglesia terrena, y ésta, por su parte, se une a la Iglesia celeste para, en comunión con ella, rogar por los miembros difuntos de la Iglesia que todavía se purifican después de su muerte.

  1. Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 51: AAS 57 (1965) 57.

  2. Para la riqueza de contenido de este artículo de fe que se encuentra en el Credo Apostólico (DS 30), cfr. H. de Lubac, Sanctorum communio, en Théologies d'occasion (Paris 1984) 11-35; J. Mejía, La Comunión de los Santos, en «Creo en la vida eterna» (Toledo 1989) 231-243; A. Piolanti, Il mistero della comnumione dei Santi nella rivelazione e nella teologia (Roma 1957); Id., Gemeischaft der Heiligen: LThK 4, 651-653.

  3. Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 49: AAS 57 (1965) 54-55.

  4. Esta interpretación de la «comunión de los santos» es la que De Lubac. Sanctorum communio: Théologies d'occasion, 17-26, llama «significación interpersonal» de este artículo del Credo.

  5. Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 49: AAS 57 (1965) 54. La frase entre comillas es una cita del Concilio de Florencia, Decreto para los griegos: DS 1305.

  1. Sobre el estricto sentido teológico de la palabra cfr. C. Pozo, Teología de la fe (Granada 1966) 103-104.

  2. Cfr. concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 49: AAS 57 (1965) 54.

  3. Ibid., 49: AAS 57 (1965) 55.

  4. Cfr. Pozo, La índole escatológica de la Iglesia peregrinante y su unión con la Iglesia celeste, en Profesores de la Facultad de Teología de Granada, Constitución dogmática sobre la Iglesia. Texto y comentario (Madrid 1967) 333-334. Por el contrario, el infierno no es un estado eclesial y cae, por ello, fuera de la perspectiva del n. 49 de la Constitución dogmática Lumen gentium, que trata exclusivamente de los tres estados eclesiales. Por ello, se comprende fácilmente que en el Concilio se rechazara un intento de introducir aquí ese tema y su problemática. Cfr. Congregatio Generalis 124 (17 de noviembre de 1964), Modi ad caput VII de Ecclesia, 40: Acta Synodalia 3/8 (Typis Polyglottis Vaticanis 1976) 144-145.

  5. Se comprende la lógica con que la Constitución dogmática Lumen gentium, en su forma definitiva, pasa del capítulo 7 al 8 sobre la Santísima Virgen: «Así se justifica el hecho de que el tema de la Santísima Virgen se sitúa en la Constitución sobre la Iglesia y, por cierto, al final, a modo de coronación, porque la que es Madre de Dios y, a la vez, madre de aquellos que constituyen el "pueblo de Dios", es también tipo y ejemplar de la Iglesia». Congregatio Generalis 80 (15 de septiembre de 1964), Scbema Constitutionis de Ecclesia, c. 8, Relatio generolis: Acta Synodalia 3/1 (Typis Polyglottis Vaticanis 1973) 375. Para la función de transición que tiene el capítulo escatológico, entre los capítulos 1 al 6 que tratan de la Iglesia peregrinante, y el capítulo mariano, cfr. Card. M. Browne, Congregatio Generalis 80, Relatio de cespite VII: ibid., 377. Por otra parte, después de tratar de la escatología (c. 7), es posible presentar a María como la realización consumada de la vocación escatológica de la Iglesia (c. 8), en cuanto que se encuentra en la gloria celeste en toda su realidad existencial humana, es decir, en cuerpo y alma por su Asunción; cfr. Const. dogmática Lumen gentiurn, 59: AAS 57 (1965) 62.

  1. La fórmula aparece también en Const. dogmática Lumen gentium, 14: AAS 57 (1965) 18, donde se exige el estado de gracia para estar plenamente incorporado a la Iglesia; el sentido de la expresión fue explicado entonces oficialmente; cfr. Congregatio Generalis 80, Schema Constitutionis de Ecclesia, c. 2, Relatio de n. 14, olim n. 8, littera G: Acta Synodalia 3/1, 203: «Porque los pecadores, aunque pertenecen a la Iglesia, no están plenamente incorporados, la Comisión decidió añadir, según Rm 8, 9: "teniendo el Espíritu de Cristo"».

  2. En Congregatio Generalis 124, Modi ad capuz VII de Ecclesia, 34: Acta Synodalia 3/8, 143, se rechaza la petición de un Padre que deseaba una corrección en el n. 49 para que se enunciara en él «la doctrina católica sobre los miembros de la Iglesia», y se le remite al n. 14 de la Constitución donde la perspectiva es la de los diversos grados de incorporación a la Iglesia.

  3. Ésta fue la posición de los cátaros medievales y, más tarde, de Juan Wyclif y Juan Hus; sobre ellos cfr. Y. Congar, Die Lehre von der Kirche. Von Augustinus bis zum Abendldndischen Schisma [Handbuch der Dogmengeschichte III, 3c] (Freiburg-Basel-Wien 1971) 127-135; Id., Die Lehre von der Kirche. Vom Abendldndischen Schisma bis zur Gegenwart [Handbuch der Dogmengeschichte III, 3d] (Freiburg-Basel-Wien 1971) 3-6. Para la Iglesia «invisible» o «escondida» (Ecclesia invisibilis, Ecclesia abscondita) en los reformadores protestantes véase ibid., 43-45.

  4. Dergrofle Katechismus, Auslegung des Glaubens, 3. Art.: WA 30/1, 189.

  5. La Iglesia es «santa, aunque abarque en su seno pecadores». Pablo VI, Profesión de fe, 19: AAS 60 (1968) 440. Cfr. Pozo, El Credo del Pueblo de Dios. Comentario teológico, 2a ed. (Madrid 1975) 175-177.

  6. Cfr. Catecismo Romano 1, 9, 26 (Madrid [BAC] 1956) 249.

  1. Cfr. Santo Oficio, Carta al Arzobispo de Boston (8 de agosto de 1949): DS 3871-3872.

  2. Manual de Teología Dogniótica, trad. esp., 6° ed. (Barcelona 1969) 471.

  3. La Iglesia «no goza de otra vida que de la vida de la gracia». Pablo VI, Profesión de fe. 19: AAS 60 (1968) 440.

  4. Concilio Vaticano II, Congregalio Generalis 80, Schema Constitutionis de Ecclesia, Relatio de n. 49, olim n. 55, littera C: Acta Svnodalia 3/1, 343.

  5. Concilio Vaticano II, Const. pastoral Gaudium e l spes, 18: AAS 58 (1966) 1038.

  6. Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 50: AAS 57 (1965) 57.

  7. En una traducción literal al español sería: «Comunicando [es decir: estando en comunión[ y venerando la memoria»; la oración continúa poniendo, como objeto de esa comunión y de esa memoria, a la Santísima Virgen y a diversos santos del cielo.

  8. Es posible que en su estructura primitiva tuviera otro sentido, si se acepta la teoría de L. Eizenh0fer, «Te igitur» und «Conununicantes» im rimischen Meflkanon: Sacris erudiri 8 (1956) 14-57. En realidad, se trata de una idea que ya había propuesto anteriormente el Card. 1. Schuster, Liber Sacramentorum, t. 2 (Tormo-Roma 1920) 63-68, según la cual «Te igitur» y «Communicantes» habrían

formado una oración, que el Memento de vivos posteriormente habría interrumpido. En su estructura original el participio «communicantes» se referiría a la frase final del «Te igitur» y sería así una afirmación de comunión con el Papa y con los obispos de fe recta: «una cum famulo tuo Papa nostro N. et Antistite nostro N. et omnibus orthodoxis atque catholicae fidei cultoribus contnnmicmnes» (la palabra «cultoribus» se refiere a los pastores; cfr. J. A. Jungmann, Missarum sollentnia, IV, 2, 7, t. 2, 5a ed. [Wien 1962] 196-197). Téngase en cuenta, sin embargo, la posición de Jungmann, ibid., IV, 2, 9, t. 2, 213, nota 1, quien niega la posibilidad de esta estructura, es decir, que «Te igitur» y «Communicantes» hayan estado alguna vez en conexión inmediata; en la edición 4a de esta obra (t. 2, 589ss) hubo un «Nachtrag» contra la explicación de Eizenhbfer.

  1. Cfr. Jungmann, o.c., IV, 2, 3-4, t. 2, 159-162. «Únete al pueblo santo y aprende palabras arcanas, di con nosotros lo que los serafines de seis alas cantan juntamente con los cristianos perfectos». San Gregorio de Nisa, De baptismo: PG 46, 421. Por lo demás, es interesante que el «Sanctus» tanto en Ap 4, 8 (nótese el cambio de fórmula «el que viene», cuando debía esperarse «el que será», que señalaba ya E. Peterson, Von den Engebi, en Theologische Traktate IMünchen 19511 333-335), como en la liturgia de la Iglesia terrena está dirigido a Cristo, el Verbo Encamado; cfr. A. Gerhards, Le phénoméne du Sanctus adressé au Christ. Son origine, sa signification et so persistance dans les Anaphores de 1'Église d'Orient, en A.M. Triacea-A. Pistoia, Le Christ dans la liturgie (Roma 1981) 65-83.

  2. Cfr. Jungmann, o.c., IV, 2, 15, t. 2, 287-291.

  3. Pablo VI, Profesión de fe, 29: AAS 60 (1968) 444. Cfr. Concilio Vaticano 11, Const. dogmática Lumen gentiron, 49: AAS 57 (1965) 55.

  4. Concilio Vaticano 11, Const. dogmática Lumen gentiunr, 49: AAS 57 (1965) 55.

  5. De este modo reductivo parece concebir la intercesión de los santos H. Vorgrimler, Heiligenverehrung: LThK 5, 106.

  6. Para toda la cuestión Cfr. P. Molinari,1 Santi e il loro culto (Roma 1962) 112-113, nota 98.

  1. Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 50: AAS 57 (1965) 56.

  2. Confessio et expositio simplex ordtodoxae fidei (1566), 5, en Bekenntnisschr?en und Kirchenordnungen der nach Gottes Wort refonnierten Kirche, 3a ed. (Zollikon-Zürich s.a.) 228.

  3. Concilio de Trento, Ses. 25', Decreto sobre la invocación [...] de los Santos: DS 1821. Cfr. Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentium, 50: AAS 57 (1965) 56.

  4. Cfr. Pozo, Dos declaraciones ecuménicas marianas. De Zaragoza (1979) a Malta (1983): Scripta de Maria 7 (1984) 531, a propósito de la declaración ecuménica de Zaragoza, aunque allí se trata del culto de alabanza a María y a los santos.

  5. Art. 21, en Die Bekennuisschrifien der evangelisch-lutherischen Kirche, 3a ed. (Góttingen 1956) 318-319. Cfr. también M. Chemnitz, Examen Concilii Tridentini, Pars 3s, Locus 4us, Sectio 3a (Francofurti ad Moenum 1578) 696-702. Para el conjunto del tema de la comunión de los santos en el luteranismo véase C. R. Muess, La Conmuation des Saints dans l'Égllse luthérienne, en La Mére de Jésus-Christ et /a Conununion des Saints daos la liturgie (Roma 1986) 209-228.

  6. Art. 21: Die Bekenntnisschriften der evangelisch-huherischen Kirche, 83b. Cfr. P. Manns, Die Heiligenverehrung nach C.A. XXI, en E. Iserloh, Confessio Augustana et Confutado. Der Augsburger Reichstag 1530 und die Einheit der Kirche (Münster 1980) 596-640.

  1. 2, 2: Die Bekenninisschriften der evangelisch-lutherischen Kirche, 424.

  2. Ses. 25, Decreto sobre la invocación [...] de los Santos: DS 1821.

  3. Cfr. H. Delehaye, Sanctus. Essai sur le culte des saints dans l'antiquité (Bruxelles 1927) 151-154; Id., Les origines du culte des martyrs, 2' ed. (Bruxelles 1933) 100-140; J. Janssens, Vilo e'norte del cristiano negli epitaffi di Roma anteriori al sec. Vil (Roma 1981) 298-300 y 302.

  4. Más textos de Santos Padres pueden verse en Delehaye, Les origines du culte des martyrs, 2' ed., 110-114.

  5. Hornilla in sanctum martvrem Mamantem, 1: PG 31, 589.

  1. De viduis 9, 55: PL 16, 251.

  2. Cfr. B. Kloppenburg, Espiritismo. Orientñcao para os católicos (Sao Paulo 1986).

  3. Const. dogmática Lumen gentimn, 49, nota 148: AAS 57 (1965) 55.

  4. § 4: Bullarium Romanum, t. 3 (Augustae Taurinorum 1858) 664, que trata de las adivinaciones y sortilegios.

  5. Del abuso del magnetismo: DS 2823-2825.

  6. Del espiritismo: DS 3642.

  7. DS 2825.

  8. DS 3642.

  9. Sobre la doctrina de ambos documentos cfr. L. Roure, Spiritisme: DThC 14, 2520-2521.

  1. Kloppenburg, Espiritismo, 51.

  2. Congregado Genercdis 124, Modi ad capa[ VL1 de Eccles/a, 35: Acta Svnodalia 3/8, 144.

  3. Cfr. Roure, Spiritisme: DThC 14, 2507.

  4. Véase también el párrafo de la Encíclica del Santo Oficio al que hace referencia, en este mismo capítulo, la nota 46; allí la evocación de los espíritus se dirige a «recibir respuestas» y así «descubrir cosas lejanas y desconocidas».

  5. Cfr. Kloppenburg, Espiritismo. 55.

  6. Cfr. ibid., 51-53.

  7. Cfr. H. Junker, Das' Buch Deuteronotnimn (Bonn 1933) 84. Para el significado de los diversos términos véase R. Criado, Deuteronomio, en La Sagrada Escritura. Texto y comentario. Antiguo Testamento, t. 1 (Madrid 1967) 867-868.

  1. W. Kornfeld, Leviticus (Würzburg 1983) 77-78.

  2. Cfr. ibid., 80.

  3. Cfr. ibid., 82: J. Scharbert, Exodus (Würzburg 1989) 94.

  4. Sobre el sentido de esta palabra (en plural 'libó() véase más arriba la referencia a F. Asensio en el capítulo 3, nota 29. Cfr. también el artículo de H. A. Hoffner,'ób: ThWAT 1, 141-145.

  5. Para la exégesis del pasaje cfr. F. Buck, Los dos libros de Samuel: La Sagrada Escritura. Texto y comentario. Antiguo Testamento, t. 2 (Madrid 1968) 357-361; K.A. Leimbach, Die Bücher Samuel (Bonn 1936) 116-121.

  6. Cfr. Hoffner, a.c.: ThWAT 1, 144-145. Para el uso de la palabra e(o/1bn en el v. 13 para designar la aparición véase Buck, Los dos libros de Samuel: La Sagrada Escritura. Texto y comentario. Antiguo Testamento, t. 2, 360.

  7. Cfr. Buck, ibid.

  8. Cfr. J. Becker, 1 Chronik (Würzburg 1986) 53.

  1. Cfr. Kloppenburg, Espiritismo, 53.

  2. Cfr. G. Ricciotti, Gli Atti degli Apostoli (Roma 1951) 215-222; G. Schneider, Die Apostelgeschichte, t. 2 (Freiburg-Basel-Wien 1982) 120-124.

  3. Ricciotti, Gli Atti degli Apostoli, 273-274; Schneider, Die Apostelgeschichte, t. 2, 214-215.

  4. Ricciotti, Gli Alti degli Apostoli, 319-322; Schneider, Die Apostelgeschichte, t. 2, 269-271.

  5. Con la palabra neálet5, «prácticas», hay que sobreentender «mágicas»; los cristianos a los que se alude, probablemente manifestaban «recetas» o fórmulas mágicas secretas para conseguir algún efecto determinado, y manifestándolas, renunciaban a ellas; cfr. M. Zerwick, Analysis philologica Novi Testamenti graeci, 2' ed. (Romae 1960) 304.

  6. Cfr. F. Zorell, nrgí.eeyoS: Lexicon graecum Novi Testamenti, 2' ed. (Parisüs 1931) col. 1036-1037.

  7. Dialogus cum Trvphone ludaeo, 69: ed. G. Archambault, t. 1 (Paris 1909) 332 (PG 6, 636).

  8. Oratio adversus Graecos, 17: ed. M. Whittaker, (Oxford 1982) 34 (PG 6, 844).

  9. Legado pro christianis, 26, 1: ed. W.R. Schoedel (Oxford 1972) 64 (PG 6, 949-952).

  1. Octavius, 27: CSEL 2, 39 (PL 3, 336-338).

  2. En los LXX se dice Satµóvta, y tanto en la Vetus Latina como en la Vulgata «daemonia». Sin embargo, el texto hebreo emplea la palabra elilim, es decir, «nada". En el fondo, en este salmo se trata de contraponer el poder del Creador a la vaciedad de los dioses paganos. Cfr. R. Arconada, Los Salinos: La Sagrada Escritura. Texto e comentario. Antiguo Testamento, t. 4 (Madrid 1969) 315.

  3. Apologeticum, 23, 1: CCL 1, 130 (PL 1, 470-471).

  4. De Civitate Dei 21, 6, 1: CCL 48, 767 (PL 41, 717).

  5. Véase en este mismo capítulo el pasaje al que se refiere la nota 72.

  6. En el contexto, san Agustín habla de la astrología; cfr. De doctrina christiana 2, 22, 33-34: CCL 32, 56-57 (PL 34, 51-52).

  7. De doctrina christiana 2, 23, 35: CCL 32, 57-58 (PL 34, 52).

  1. De doctrina christiana 2, 23, 36: CCL 32, 58 (PL 34, 53).

  2. De divinatione daemonum: CSEL 41, 597-618 (PL 40, 581-592). Sobre este tratado cfr. T.G. Ter Haar, De divinatione daemonum, en Miscellanea Augustiniana (Amsterdam 1930) 323-340.

  3. Cfr. el estudio de Ter Haar, citado en la nota anterior.

  4. Praeparatio erangelica 4. 1, 8: SC 262, 78 (PG 21, 232). Es interesante ibid, 9-11: SC 262, 78-84 (PG 21, 232,-233). cómo Eusebio recurre a diversas causas naturales no sólo físicas, sino también psicológicas, para explicar ciertos fenómenos paganos mágicos que pretenden presentarse como carentes de explicación natural.

  5. Véase el texto de Kloppenburg al que hace referencia en este mismo capítulo, la nota 51. quien expone allí, con una fórmula muy precisa, la diferencia entre ambos conceptos.

  6. 111 Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Puebla. La evangelización en el presente y en el futuro de América Latina, 449 (Madrid [BACA 1979) 188.

  1. Para los aspectos negativos de la religiosidad popular concretamente en América Latina, pero que no son patrimonio exclusivo de esa zona del mundo, cfr. III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Puebla, 456, 190-191.

  2. Ello quería expresarse en Puebla con la expresión «la religión del pueblo debe ser evangelizada siempre de nuevo»; gracias a esa tarea, se conseguiría «que el catolicismo popular sea asumido, purificado, completado y dinamizado por el Evangelio». III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano, Puebla, 457, 191.

  3. Aun fuera del ambiente de las sectas es notable encontrar en teólogos protestantes, valoraciones del culto católico de los santos, tan tajantes como la siguiente: «Desde el punto de vista de la historia de las religiones hay que hacer constar que la veneración de los santos representa una irrupción del culto precristiano de los muertos, como también que los santos entran en lugar de divinidades paganas». K. Nitzschke, Heiligenverehrung: Evangelisches Kirchenlexikon 2, 63.

  4. Concilio Vaticano II, Const. dogmática Lumen gentilun, 50: AAS 57 (1965)55.

  5. No vale la pena detenerse aquí a discutir sobre la índole deuterocanónica de 2 M. En todo caso, se encuentra en el canon del Antiguo Testamento ya en el llamado Decretan? Damasi: DS 179; su canonicidad ha sido definida en el Concilio de Trento, Seso 4a, Decreto sobre la aceptación de los Libros Sagrados y las tradiciones de los apóstoles: DS 1502.

  6. Sobre este texto cfr. W. Dommershausen, 1. Makkabüer - 2 Makkabüer (Würzburg 1985) 165; Felipe de Fuenterrabia. El purgatorio en la literatura judía precristiana, en XV Semana Bíblica Española

En torno al problema de la Escatología individual del Antiguo Testamento (Madrid 1955) 115-150; F. Marín, Libros de los Macabeos: La Sagrada Escritura. Texto y comentario. Antiguo Testamento, t. 3 (Madrid 1969) 410-413; J. Ntedika, L'évocation de l'au-delá daos la priére pour les morts (Louvain-Paris 1971) 1-7; E. O'Brien, The Scriptural Proof for the Eristence of Purgatorv from 2 Machabees 12, 43-45: Sciences Ecclesiástiques 2 (1949) 80-108. Traduzco los versículos 43-45 según la lectura crítica del texto griego que propone O'Brien en el último artículo que cito, 105.

  1. De ello tratamos más adelante en el capítulo 8.

  2. El rechazo de tal intercesión por los impíos difuntos está atestiguado en Libro eslavo de Henoch 53, 1, en R.H. Charles, The Apocrypha and Pseudoepigrapha of die Old Testament, t. 2 (Oxford 1913) 462; Apocalipsis siríaco de Baruc 85, 12: ibid., 525-526; 4 Esdras 7, 102-105: ibid., 589-590.

  3. Para este concepto y el de una resurrección para la «no-vida» cfr. C. Marcheselli-Casale, Risorgeremo, ma come? (Bologna 1988) 337-338.

  4. Marín, Libros de los Macabeos: La Sagrada Escritura. Texto y comentario. Antiguo Testamento, t. 3, 412.

  5. Dommershausen, 1 Makkabder - 2 Makkabüer, 165.

  6. Cfr. O'Brien, a.c.: Sciences Ecclesiástiques 2 (1949) 108.

  7. Sobre la cuestión cfr. E.B. Allo, Saint Paul, Premiére Epiae aux Corinthiens, 2' ed. (Paris 1934) 411-414; A. Manrique, Teología bíblica del bautismo. Formulación de la Iglesia primitiva (Madrid 1977) 254-257; M. Rissi, Die Taufe fiir die Toten (Zürich-Stuttgart 1962).

  8. Cfr. Janssens, Vita e nuorte del cristiano negli epitaffi di Roma anteriori al sec. VII, 294-295.

  9. Ibid., 295-298.

  1. Inscriptiones christianae urbis Roncee septimo saeculo antigniores, Nova Sedes, 1, ed. A. Silvagni (Roma 1922) 1548.

  2. Inscriptiones christianae urbis Rouae septimo saeculo antiquiores, Nova Series, 5, ed. A. Ferrua (Roma 1971) 136(X).

  3. Concilio de Florencia, Decreto para los griegos: DS 1304.

  4. Missale Romanunn (editio typica 1970), Instihrtio gene/Mis Missalis Romani, 55, g, 40.

Cándido Pozo
La Venida del Señor en la Gloria