CRISTIANOS EN UNA SOCIEDAD
MULTIÉTNICA Y MULTICULTURAL

Homilía del Papa en la clausura del Sínodo europeo

Veinticuatro días para dar un fundamento espiritual al proceso de integración europea. Con estas palabras se puede resumir el segundo Sínodo del viejo continente, que concluyó el 23 de octubre en el Vaticano. Al despedirse de los participantes, durante la concelebración eucarística, Juan Pablo II afrontó los desafíos que plantea al cristianismo la nueva sociedad europea multiétnica y multicultural. Ofrecemos el texto íntegro de la homilía del Papa.

Venerables Hermanos en el Episcopado y en el Sacerdocio,

Queridísimos Hermanos y Hermanas,

1. Con esta solemne Celebración Eucarística se concluye la Segunda Asamblea Especial para Europa del Sínodo de los Obispos. A Ti, Padre omnipotente, por Ti, Hijo Redentor, en Ti, Espíritu Santo, hoy damos gracias. Expresamos nuestro agradecimiento también por la serie de Asambleas sinodales continentales, a través de las cuales la Iglesia ha llevado a cabo estos años una amplia reflexión en el umbral del Gran Jubileo de los Dos mil años de la venida de Cristo al mundo. Motivo de renovada gratitud a la divina Providencia es la misma oportunidad que se nos ha brindado de encontrarnos, escucharnos, confrontarnos: de este modo nos hemos conocido y edificado mutuamente de forma más profunda, sobre todo gracias a los testimonios de aquellos que bajo los pasados regímenes totalitarios, soportaron por la fe duras y prolongadas persecuciones.

Con espíritu agradecido hacia cada uno de vosotros, venerables Hermanos en el Episcopado, que he encontrado casi todos los días durante estas semanas de intenso trabajo, hago mías las palabras del Salmista: «Pero ellos dicen a los santos de la tierra: "¡Magníficos, todo mi gozo en ellos!"» (Sal 16, 3). Gracias de corazón por el tiempo y las energías que habéis dedicado generosamente por el bien de la Iglesia peregrina en Europa.

Quiero reservar una palabra especial de agradecimiento a todos aquellos que han colaborado en el desarrollo del Sínodo, prestando su ayuda a los Padres Sinodales; el pensamiento se dirige, especialmente, al Secretario General y a todos sus colaboradores, a los Presidentes delegados y al Relator general. Expreso mi sincero reconocimiento también a cuantos han contribuido al buen resultado de este importante evento eclesial.

2. «Jesucristo, el Nazareno, a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos» (Hch 4, 10). En los albores de la Iglesia resonó en Jerusalén esta firme palabra de Pedro: era el kerygma, el anuncio cristiano de la salvación, destinado por deseo del mismo Cristo a cada hombre y a todos los pueblos de la tierra. Después de veinte siglos, la Iglesia se presenta en el umbral del tercer milenio con este mismo anuncio, que constituye su único tesoro: Jesucristo es el Señor; en Él y en ningún otro está la salvación (cfr. Hch 4, 12); Él es el mismo ayer, hoy y siempre (cfr. Hb 13, 8).

Es el grito que resonó en el pecho de los discípulos de Emaús, que regresan a Jerusalén tras su encuentro con el Resucitado. Han escuchado su palabra ardiente y lo han reconocido cuando partía el pan. Esta Asamblea sinodal, la segunda para Europa, situada de forma oportuna bajo la imagen bíblica de los discípulos de Emaús, se cierra con el signo del testimonio alegre que emana de la experiencia de Cristo, viviente en su Iglesia. La fuente de esperanza, para Europa y para el mundo entero, es Cristo, el Verbo hecho carne, el único mediador entre Dios y el hombre. Y la Iglesia es el canal a través del cual pasa y se difunde la onda de gracia que fluye del Corazón traspasado del Redentor.

3. «Creéis en Dios: creed también en mí... Si me conocéis a mí, conoceréis también a mi Padre; desde ahora lo conocéis y lo habéis visto» (Jn 14, 1.7). Con estas palabras el Señor conforta nuestra esperanza y nos invita a dirigir la mirada hacia el Padre celestial.

En este año, el último del siglo y del milenio, la Iglesia hace suya la invocación de los discípulos: «Señor, muéstranos al Padre» (Jn 14, 8) y recibe de Cristo la respuesta confortadora: «El que me ha visto a mí, ha visto al Padre... yo estoy en el Padre y el Padre está en mí» (Jn 14, 9-10). Cristo es la fuente de la vida y de la esperanza, porque en Él «reside toda la plenitud de la divinidad» (Col 2, 9). En la experiencia humana de Jesús de Nazaret, lo Trascendente ha entrado en la historia, lo Eterno en el tiempo, lo Absoluto en la precariedad de la condición humana.

Por lo tanto, con firme convicción, la Iglesia repite a los hombres y a las mujeres del Dos Mil, y, en especial, a los que viven inmersos en el relativismo y en el materialismo: ¡acoged a Cristo en vuestra existencia! Quien lo encuentra conoce la Verdad, descubre la Vida, halla el Camino que a ella conduce (cfr. Jn 14, 6; Sal 16, 11). Cristo es el futuro del hombre: «porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos» (Hch 4, 12).

4. Este anuncio de esperanza, esta Buena Noticia es el corazón de la evangelización. Ésta es antigua en lo que concierne a su núcleo esencial, pero nueva en lo relativo al método y a las formas de expresión apostólica y misionera. Vosotros, venerables Hermanos, durante los trabajos de la Asamblea que hoy se concluye, habéis acogido la llamada que el Espíritu dirige a las Iglesias de Europa para comprometerlas frente a los nuevos desafíos. No habéis tenido miedo de mirar con ojos abiertos la realidad del Continente, evidenciando tanto sus luces como sus sombras. Es más, frente a los problemas actuales, habéis dado orientaciones útiles para que el rostro de Cristo sea cada vez más visible a través de un anuncio más incisivo, corroborado po r un testimonio coherente.

En este sentido, luz y consolación nos llegan de los Santos y Santas que llenan la historia del continente europeo. El pensamiento se dirige, en primer lugar, a las santas Edith Stein, Brígida de Suecia y Catalina de Siena a las cuales he proclamado Copatronas de Europa, poniéndolas al lado de los santos Benito, Cirilo y Metodio al inicio de esta Asamblea Sinodal. Pero, ¿cómo no pensar en los innumerables hijos de la Iglesia que, durante estos dos milenios, han vivido en la sombra de la vida familiar, profesional y social una santidad no menos generosa y auténtica? Y ¿cómo no rendir homenaje a la gran cantidad de confesores de la fe y a los muchos mártires de este último siglo? Todos ellos, como "piedras vivas" unidas a Cristo "piedra angular", han construido Europa como edificio espiritual y moral, dejando a sus descendientes la herencia más valiosa.

Nuestro Señor Jesucristo lo había prometido: «El que crea en mí, hará él también las obras que yo hago, y hará mayores aún, porque yo voy al Padre» (Jn 14, 12). Los Santos son la prueba viviente del cumplimiento de esta promesa, animándonos a creer que ello es posible también en los momentos más difíciles de la historia.

5. Si dirigimos la mirada hacia los siglos pasados, tenemos que dar gracias al Señor, pues el Cristianismo ha sido en nuestro Continente un factor primario de unidad entre los pueblos y las culturas, y de promoción integral del hombre y sus derechos.

Si ha habido comportamientos y elecciones que, desgraciadamente, han ido en sentido contrario entonces, en este momento en el que nos preparamos a atravesar la Puerta Santa del Gran Jubileo (cfr. Incarnationis mysterium, 11), sentimos la necesidad de reconocer humildemente nuestras responsabilidades. Se pide a todos los cristianos esta necesaria concienciación para que, más unidos y reconciliados, y con la ayuda de Dios, puedan acelerar la venida de Su Reino.

Se trata de una cooperación fraterna, más urgente aún en el periodo que estamos atravesando, caracterizado por una nueva fase en el proceso de integración europea y por una fuerte evolución a nivel multiétnico y multicultural. A este respecto, hago mías las palabras del Mensaje final del Sínodo deseando con vosotros, venerables Hermanos, que Europa sepa garantizar, con fidelidad creadora a su tradición humanística y cristiana, la primacía de los valores éticos y espirituales. Es éste un deseo que «nace de la firme convicción de que no hay unidad verdadera y fecunda para Europa si no está construida sobre sus fundamentos espirituales».

6. Oremos por ello durante esta celebración. Invitados por el Salmo responsorial, repitamos: «Muéstranos, Señor, el camino de la vida» (Rit. al Salmo resp.). En cada momento de la vida, Señor, muéstranos el camino que debemos recorrer. Estas palabras asoman a los labios del creyente, especialmente ahora que la Segunda Asamblea Especial para Europa está llegando a su fin: Sólo Tu, Señor, puedes indicarnos el camino que hay que seguir para ofrecer a nuestros hermanos y hermanas de Europa la esperanza que no defrauda. Y nosotros, Señor, te seguiremos dócilmente. La tradición iconográfica del Oriente cristiano nos ayuda en nuestra oración, ofreciéndonos un modelo de referencia elocuente: es el icono de la Virgen Hodigitria «que muestra el camino». La Madre indica con la mano al Hijo que lleva en brazos, recordando a los cristianos de todas las épocas y lugares que Cristo es el camino a seguir. Por su parte, la Iglesia, al reflejarse en el icono, ve en María, por así decirlo, tanto a sí misma como su misión: indicar Cristo al mundo, único camino que lleva a la Vida.

¡María, Madre solícita de la Iglesia, ven a nuestro encuentro y muéstranos a tu Hijo! Sentimos que la Virgen responde a nuestra confiada imploración indicándonos a Jesús y diciéndonos, como a los siervos de las bodas de Caná: «Haced lo que él os diga» (Jn 2, 5).

Con la mirada fija en Cristo volved, queridísimos Hermanos y Hermanas, a vuestras Comunidades, fortalecidos por la seguridad de que Él vive en la Iglesia, fuente de esperanza para Europa.

Amén.