Capítulo III

 

La Eucaristía: Misterio de Fe proclamado

 


El Magisterio de la Iglesia católica

 

21. La tradición apostólica y patrística de oriente y de occidente es la fuente primaria, de la cual se nutre el magisterio conciliar y pontificio de la Iglesia católica, para definir la fe en la Eucaristía y para responder a las desviaciones doctrinales y pastorales que una y otra vez se han presentado.

El Concilio de Trento, especialmente en tres decretos, ha definido la doctrina eucarística después de la Reforma protestante, preocupándose particularmente por la presencia verdadera, real y substancial del Señor Jesús, verdadero Dios y verdadero hombre, bajo las especies del pan y del vino. También ha afirmado que el cuerpo del Señor está presente no sólo en el pan sino también en el vino y que su sangre está presente no sólo en el vino sino también en el pan. Además, en ambas especies el Señor Jesucristo está presente también con su alma y con su divinidad. Por lo tanto, Cristo, Verbo del Padre, verdadero Dios y verdadero hombre, está presente todo entero bajo las dos especies y en cada parte de ellas.[70] El mismo concilio define también la transubstanciación,[71] el modo de recibir la comunión[72] y la relación entre el sacrificio incruento de la Misa y el sacrificio cruento de la cruz.[73] Igualmente ha afirmado que sería delictuoso e indigno entender en modo figurado, tipológico y metafórico, las palabras de la institución y el mandato de hacer memoria de ellas.[74] Por otra parte, la institución del sacrificio eucarístico hace presente el sacerdocio de Cristo, mientras la fuerza redentora de la cruz concede a los hombres el perdón de los pecados, para los vivos y para los difuntos.[75]

La naturaleza sacrificial de la Misa, profundizada por la Mediator Dei de Pío XII,[76] es confirmada por el Concilio Vaticano II: Cristo es el único sacerdote; los ministros obran en su nombre, hacen presente el único sacrificio del Nuevo Testamento que regenera continuamente la Iglesia en la espera de su venida;[77] ellos, válidamente ordenados,[78] obran in persona Christi.[79]

 

 

La naturaleza de la Eucaristía

 

22. El Concilio Vaticano II, partiendo de la doctrina tridentina sobre la Eucaristía, explica los diversos modos de la presencia de Cristo, mientras ilustra específicamente las diversas características de la presencia eucarística.[80] Así, la obra de la redención, cumplida de una vez para siempre por Jesucristo, continúa a extender sus efectos cada vez que sobre el altar se hace memoria del sacrificio de la cruz, en el cual Cristo, nuestra Pascua, ha sido inmolado.[81] En cuanto a los efectos sacramentales, la Eucaristía completa la edificación de la Iglesia, cuerpo de Cristo, y la hace crecer;[82] por lo tanto, tiene efectos salvíficos sobre los miembros de la Iglesia, confiriendo a ellos la gracia de la unidad y de la caridad, puesto que la Eucaristía es alimento espiritual del alma, antídoto contra el pecado, inicio de la gloria futura y fuente de santidad.

Pablo VI ha confirmado en la encíclica Mysterium fidei que la Misa es siempre una acción de Cristo y de la Iglesia, aún cuando sea celebrada excepcionalmente en privado, es decir, sólo por el sacerdote. Cristo no está presente en modo espiritual o simbólico, sino realmente, en la Eucaristía, que es fuente de unidad de la Iglesia, su cuerpo.[83] Según la fe que la Iglesia ha profesado desde el principio, la Eucaristía, diversamente de los otros sacramentos, es “la carne de nuestro Salvador Jesucristo, la misma que padeció por nuestros pecados, la misma que, por su bondad, fue resucitada por el Padre”.[84] En lo que se refiere a la transubstanciación de las especies, además de la encíclica, la Profesión de fe de Pablo VI confirma el vínculo causal con la presencia: Cristo se hace presente en la Eucaristía por una conversión de toda la substancia de las dos especies.[85]

La enseñanza de Pablo VI profundiza el argumento de la transubstanciación declarando que después de esta mutación substancial, las dos especies “adquieren un nuevo significado y un nuevo fin, puesto que contienen una nueva realidad que con razón denominamos ontológica”.[86]

 

 

La Eucaristía y la encarnación del Verbo

 

23. Jesús es el Hijo de Dios corporalmente presente en medio de los hombres. Esto no sólo ha sido afirmado por Él, sino también ha sido atestiguado concordemente por el Espíritu Santo y por el Padre, especialmente en el bautismo y en la transfiguración. El Señor está presente cotidianamente, “todos los días hasta el fin del mundo” (Mt 28,20), a través de las épocas históricas. Esta presencia, que tiene su origen en el Padre y que es continuamente referida a Él, se hace contemporánea para cada hombre en todos los tiempos, gracias al Espíritu. La plenitud divina del Verbo de la vida estaba en la humanidad de Jesús de Nazaret. Después de su ascensión (cf. Mc 16,19-20; Lc 24,50-53; Hch 1,9-14) permanece en el misterio de la Eucaristía, sacramento máximo de la Presencia de Dios ante el hombre. La ascensión, en efecto, no significa la desaparición de Cristo en un cielo cerrado; la apertura del cielo alude a un modo de retorno: “Por eso, ... el hijo del hombre se mostró Hijo de Dios de una manera más excelente y misteriosa cuando fue recibido en la gloria de la majestad paterna, y comenzó, de un modo más inefable, a ser más presente por su divinidad al alejarse más su humanidad ... Cuando subiré al Padre, entonces me tocaréis más perfecta y verdaderamente”.[87] Por lo tanto, a partir de la ascensión, Jesucristo no está ausente en el mundo, sino presente en un modo nuevo.

Cristo había dicho: “no me volveréis a ver hasta que digáis: Bendito el que viene en nombre del Señor” (Mt 23,39). El cáliz de la bendición fue tomado nuevamente en las manos de los apóstoles, después que Él retornó resucitado en medio a ellos; desde aquel momento la Iglesia, cuando se reúne, siempre lo aclama como ‘bendito’ y en la liturgia, después del triple Santo, agrega: Bendito el que viene en nombre del Señor.

 

24. En consecuencia, la fe cristiana no consiste en creer en la existencia de Dios o de la persona histórica de Jesús, sino en el hecho que, en Él el Verbo de Dios se ha hecho carne y continúa a habitar entre nosotros. Al comienzo de su vida terrena, con un cuerpo mortal de propiedades vinculadas al espacio y al tiempo, después, con un cuerpo resucitado no ya vinculado a ellas. Por este motivo, el Resucitado entra mientras las puertas están cerradas, supera en un instante distancias considerables, para hacerse conocer, oír, ver y tocar por los suyos. A partir del momento de la resurrección y de la ascensión su presencia es una realidad nueva.

Esta metodología de Dios, que atraviesa la historia llegando a cada hombre, es presentada en la primera carta de San Juan: “Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida, ... os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros” ( 1 Jn 1,1-3). Y San Ambrosio comenta: “... probamos la verdad del misterio con el mismo misterio de la encarnación. ¿Acaso fue seguido el curso ordinario de la naturaleza cuando el Señor Jesús nació de María?... Entonces, aquello que nosotros presentamos es el cuerpo nacido de la Virgen ... Es la verdadera carne de Cristo que fue crucificada y sepultada. Es, por lo tanto, verdaderamente el sacramento de su carne”.[88]

Por esta razón, la verdad y la realidad de la encarnación del Verbo es el fundamento del Cuerpo eucarístico y del Cuerpo eclesial,[89] de la doctrina eucarística y de la teología sacramental. San Hilario afirmaba que “verdaderamente la Palabra se ha hecho carne (cf. Jn 1, 14) y nosotros recibimos verdaderamente la Palabra hecha carne como alimento del Señor”.[90] De ahí que el Papa Juan Pablo II recuerda: “La Eucaristía, mientras remite a la pasión y la resurrección, está al mismo tiempo en continuidad con la Encarnación. María concibió en la anunciación al Hijo divino, incluso en la realidad física de su cuerpo y su sangre, anticipando en sí lo que en cierta medida se realiza sacramentalmente en todo creyente que recibe, en las especies del pan y del vino, el cuerpo y la sangre del Señor.”[91]

 

 

Luces y sombras en la comprensión del Don

 

25. El magisterio del Papa y de los obispos, después del Concilio Vaticano II, ha intervenido en diversas ocasiones para alentar la aplicación de la reforma litúrgica y para evaluar sus resultados. En la encíclica Ecclesia de Eucharistia, el Papa Juan Pablo II, después de haber señalado entre las luces, principalmente la participación de los fieles en la liturgia, “con profundo dolor” indica también las sombras: en algunos lugares el descrédito del culto de adoración eucarística y los abusos “que contribuyen a oscurecer la recta fe y la doctrina católica sobre este admirable Sacramento”.[92] Es necesario distinguir la luz de la Eucaristía como sacramento, de las sombras que son obra de los hombres. Por ejemplo, en la catequesis y en la praxis eucarística se notan insistencias unilaterales sobre el carácter convival de la Eucaristía, sobre el sacerdocio común, sobre el anuncio retenido eficaz sólo por sí mismo, sobre los ritos eucarísticos ecuménicos contrarios a la fe y a la disciplina de la Iglesia.

En el respeto de las tradiciones rituales, es necesario recuperar la unidad integral del misterio eucarístico, que comprende: la palabra de Dios proclamada, la comunidad reunida con el sacerdote celebrante in persona Christi, la acción de gracias a Dios Padre por sus dones, la transubstanciación del pan y del vino en el cuerpo y la sangre del Señor, su presencia sacramental causada por la palabra de Jesús que consagra, el ofrecimiento al Padre del sacrificio de la cruz, la comunión con el cuerpo y la sangre del Señor resucitado. Dice el Papa: “El Misterio eucarístico - sacrificio, presencia, banquete - no consiente reducciones ni instrumentalizaciones, debe ser vivido en su integridad... Entonces es cuando se construye firmemente la Iglesia y se expresa realmente lo que es”.[93]

 

26. La encíclica aclara todavía: “La Iglesia vive continuamente del sacrificio redentor, y accede a él no solamente a través de un recuerdo lleno de fe, sino también en un contacto actual, puesto que este sacrificio se hace presente, perpetuándose sacramentalmente en cada comunidad que lo ofrece por manos del ministro consagrado”.[94] La Eucaristía contiene la energía del Espíritu que se trasmite al hombre en la comunión y en la adoración del Señor realmente presente.

La vida de la gracia se transmite a través de los signos sensibles en cada sacramento, pero con más evidencia en la Eucaristía. La Iglesia no se da la vida ni se edifica a sí misma; ella vive de una realidad que la precede, es decir, que “la acción conjunta e inseparable del Hijo y del Espíritu Santo, que está en el origen de la Iglesia, de su constitución y de su permanencia, continúa en la Eucaristía”.[95] Por lo tanto, la Iglesia no nace desde abajo, porque la communio es gracia, don que viene desde lo alto.

“La Iglesia ha recibido la Eucaristía de Cristo, su Señor, no sólo como un don entre otros muchos, aunque sea muy valioso, sino como el don por excelencia, porque es don de sí mismo, de su persona en su santa humanidad y, además, de su obra de salvación. Ésta no queda relegada al pasado, pues ‘todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos’...”.[96]

 

 

La Eucaristía, signum unitatis

 

27. “Os congregáis ... en unánime fe y en Jesucristo - dice San Ignacio de Antioquía - ... rompiendo un solo pan, que es medicina de inmortalidad”.[97] Para San Juan Crisóstomo “es ésta la unidad de la fe: cuando todos somos una cosa sola, cuando todos juntos reconocemos lo que nos une”.[98] La unidad de la fe recibida en el bautismo es el presupuesto para ser admitidos en la unidad de la divina Eucaristía, porque con ella entramos en comunión con Aquel que creemos consubstancial al Padre, según la fe que profesamos en Él. ¿Cómo sería entonces posible comulgar con Cristo junto con personas que, en relación a Él, tienen un credo diverso? Seríamos reos del cuerpo y sangre del Señor (cf. 1 Co 11,27). La Iglesia, que es madre, advierte el dolor y el amor por cada hombre, no creyente, catecúmeno, lejano de la fe, pero no tiene el poder de dar la comunión a los no bautizados, ni a los heterodoxos, ni a los inmorales”.[99]

Recibiendo el único Pan, entramos en esta única vida y nos transformamos así en un único Cuerpo del Señor. Fruto de la Eucaristía es la unión de los cristianos, antes dispersos, en la unidad del único pan y del único cuerpo. Y por esta misma razón la Eucaristía puede ser recibida sólo en unidad con toda la Iglesia, superando toda separación religiosa o moral.[100]

 

28. En esta perspectiva deberíamos tratar acerca de la llamada intercomunión con la debida humildad y paciencia. En vez de ciertos experimentos que quitan al misterio su grandeza, reduciendo la Eucaristía a un instrumento en nuestras manos, es preferible disponerse, en la oración común y en la esperanza, a “respetar las exigencias que se derivan de ser Sacramento de comunión en la fe y en la sucesión apostólica”.[101]

Con las Iglesias ortodoxas compartimos la misma fe eucarística, porque ellas tienen verdaderos sacramentos.[102] Por ello, en ciertos casos la comunión eucarística es posible.[103] Sin embargo, debe prestarse especial atención a la relación entre hospitalidad eucarística y proselitismo. También algunas comunidades eclesiales de la Reforma, sobre todo luteranas, creen en la presencia de Cristo durante la celebración, pero a raíz de la falta del sacramento del orden, no han conservado la genuina e integra substancia del misterio eucarístico.[104] Hay acercamientos, pero no existe todavía un pleno consenso. En consecuencia, sólo en casos de necesidad espiritual un miembro no católico bien preparado, es decir que profese la misma fe en la Eucaristía, puede acercarse a ella; mientras un católico puede hacerlo sólo si el ministro está validamente ordenado.[105]
_______________

[70] Cf. Conc. Oecum. Tridentin., Decr. de ss. Eucharistia, sess. XIII, cap. 1, De reali praesentia D.N.I. Christi in ss. Eucharistiae sacramento, cap. 2, De ratione institutionis ss. huius sacramenti: DS 1637-41; Can. 1-5: DS 1651-55.

[71] Cf. ibidem, Decr. de ss. Eucharistia, sess. XIII, cap. 4, De Transsubstantiatione: DS 1642.

[72] Cf. ibidem, Decr. de communione euch., sess. XXI: DS 1725-1734.

[73] Cf. ibidem, Decr. de Missa, sess. XXII: DS 1738-1759.

[74] Cf. ibidem, Decr. de ss. Eucharistia, sess. XIII, cap. 1, De reali praesentia D.N.I. Christi in ss. Eucharistiae sacramento: DS 1636-1637, cap. 2, De ratione institutionis ss. huius sacramenti: DS 1638.

[75] Cf. ibidem, Decr. de Eucharistia, sess. XIII, cap. 5 - 8: DS 1643-1750; can. 1 - 3: DS 1751-1753.

[76] Cf. Pii XII, Litt. encycl. Mediator Dei (20XI.1947), II: AAS 39 (1947), 547-552.

[77] Cf. Conc. Oecum. Vat. II, Const. dogm. de Ecclesia Lumen gentium, 28.

[78] Cf. Innocentii III, Professionem fidei Waldensibus praescriptam, DS 794; Conc. Oecum. Lateranens. IV, Definitionem contra Albigenses et Catharos: DS 802; Conc. Oecum. Tridentin., Decr. de Missa, sess. XXII, cap. 1, De institutione sacrosancti Missae sacrificii: DS 1740, can. 2: DS 1752.

[79] Cf. Ioannis Pauli II, Litt. Ap. Dominicae Cenae (24.II.1980), 8: AAS 72 (1980), 127-130; Litt. encycl. Ecclesia de Eucharistia (17.IV.2003), 28-29: AAS 95 (2003), 451-453.

[80] Cf. Conc. Oecum. Vat. II, Const. de sacra Liturgia Sacrosanctum concilium, 7; Decr. de activitate missionali Ecclesiae Ad gentes, 14.

[81] Cf. Conc. Oecum. Vat. II, Const. dogm. de Ecclesia Lumen gentium, 3; Decr. de presbyterorum ministerio et vita Presbyterorum ordinis, 4-5.

[82] Cf. Conc. Oecum. Vat. II, Const. dogm. de Ecclesia Lumen gentium, 17; Decr. de Oecumenismo Unitatis redintegratio, 2,15.

[83] Cf. Pauli VI, Litt. encycl. Mysterium fidei (3.IX.1965), 17-25: AAS 57 (1965), 762-766.

[84] S. Ignatii Antiocheni, Ad Smyrnenses 7, 1: Patres Apostolici, F.X. Funk ed., Tübingen 1992, p. 230.

[85] Cf. Pauli VI, Sollemnem Professionem fidei (30.VI.1968), 25: AAS (1968), 442-443.

[86] Pauli VI, Litt. encycl. Mysterium fidei (3.IX.1965), 27: AAS 57 (1965), 766.

[87] S. Leonis Magni, Sermo 2 in Ascensione, 61 (74), 4: SCh 74bis, 280-282.

[88] De Mysteriis, 53: SCh 25bis, 186.

[89] Cf. Congregationis pro Doctrina Fidei, Declarationem Dominus Jesus (6.VIII.2000), 16: AAS 92 (2000), 756-758.

[90] De Trinitate, 8, 13: SCh 448, 396.

[91] Ioannis Pauli II, Litt. encycl. Ecclesia de Eucharistia (17.IV.2003), 55: AAS 95 (2003), 470.

[92] Ibidem, 10: AAS 95 (2003), 439.

[93] Ibidem, 61: AAS 95 (2003), 473-474.

[94] Ibidem, 12: AAS 95 (2003), 441.

[95] Ibidem, 23: AAS 95 (2003), 448-449.

[96] Ibidem, 11: AAS 95 (2003), 440-441.

[97] Ad Ephesios, 20, 2: Patres Apostolici, F.X. Funk ed., Tübingen 1992, p. 190.

[98] In epistulam ad Ephesios, 11, 3: PG 62, 83.

[99] Cf. S. Cyrilli Alexandrini, De adoratione in spiritu et veritate, 11: PG 68, 761D.

[100] Cf. Ioannis Pauli II, Litt. encycl. Ecclesia de Eucharistia (17.IV.2003), 30.44-45: AAS 95 (2003), 453-454, 462-463.

[101] Ibidem, 61: AAS 95 (2003), 473-474.

[102] Cf. Conc. Oecum. Vat. II, Decr. de Oecumenismo Unitatis redintegratio, 15.

[103] Cf. Codex Iuris Canonici, c. 844.

[104] Cf. Conc. Oecum. Vat. II, Decr. de Oecumenismo Unitatis redintegratio, 22.

[105] Cf. Ioannis Pauli II, Litt. encycl. Ecclesia de Eucharistia (17.IV.2003), 46: AAS 95 (2003), 463-464.