Capítulo I

 

El Sacramento de la Nueva y Eterna Alianza

 

 

 

La Eucaristía en la historia de la salvación

 

6. El ofrecimiento y el sacrificio hechos a Dios como gesto de agradecimiento, de súplica, de reparación de los pecados, representan en el Antiguo Testamento el contexto preparatorio remoto de la última Cena de Jesucristo. Ésta es evocada por la figura del siervo de Yahveh, que se ofrece en sacrificio, derramando su sangre para la nueva alianza (cf. Is 42,1-9; 49,8), en substitución y en favor de la humanidad. También las comidas religiosas de los hebreos, especialmente la pascual, memorial del Éxodo y del banquete sacrificial, servían para expresar el agradecimiento a Dios por los beneficios recibidos y para entrar en comunión con Él gracias a las víctimas del sacrificio (cf. 1 Cor 10,18-21). También la Eucaristía hace entrar en comunión con el sacrificio de Jesucristo. Además, en la tradición y en el culto hebraicos, la bendición (berakà) constituía, por un lado, la comunicación de la vida de Dios al hombre, y por otro lado, el reconocimiento, con asombro y adoración, de la obra de Dios de parte del hombre. Esto sucedía mediante el sacrificio en el templo y la comida en la casa (cf. Gn 1,28; 9,1; 12,2-3; Lc 1,69-79). La bendición era al mismo tiempo eulogia, es decir alabanza a Dios, y eucaristía, es decir, acción de gracias; este último aspecto terminará por identificar en el cristianismo la forma y el contenido de la anáfora o plegaria eucarística.

Los hebreos consumían también una comida sacra o sacrificio convival (tôdâ; cf. Sal 22 y 51), habitual en tiempos de Jesús, caracterizado por la acción de gracias y por el sacrificio incruento del pan y del vino. Se puede comprender así otro aspecto de la última Cena: el del sacrificio convival de acción de gracias. El rito del Antiguo Testamento sobre la sangre derramada en el sacrificio constituye el tema de fondo de la alianza que Dios gratuitamente establece con su pueblo (cf. Gn 24,1-11). Preanunciado por los profetas (cf. Is 55,1-5; Jer 31,31-34; Ez 36,22-28) y absolutamente necesario para comprender la última Cena y toda la revelación de Cristo, este mismo rito lleva un nombre (berit, traducido en griego por diatheke) que indicará también el conjunto de los escritos del Nuevo Testamento. En efecto, el Señor sancionó en la última Cena la alianza, su testamento con sus discípulos y con toda la Iglesia.

Los signos proféticos y el memorial preanunciados en el Antiguo Testamento (la cena en Egipto, el don del maná, la celebración anual de la Pascua) se cumplen en los sacramentos o misterios de la Iglesia. En ellos está contenida la potencia divina de la santificación, de la transformación y de la divinización de la muerte y resurrección del Señor, celebrada el domingo y cotidianamente en la Pascua cristiana. Dice San Ambrosio: “Ahora, presta atención si es más excelente el pan de los ángeles o la carne de Cristo, la cual es indudablemente un cuerpo que da la vida... Aquel evento era una figura, éste es la verdad”.[14]

 

 

El único sacrificio y sacerdocio de Jesucristo

 

7. El hecho histórico de la última Cena es narrado en los evangelios de San Mateo (26, 26-28), San Marcos (14, 22-23), San Lucas (22, 19-20) y por San Pablo en la primera carta a los Corintios (11, 23-25), que permiten comprender el sentido del acontecimiento: Jesucristo se entrega (cf. Jn 13,1) como alimento del hombre, ofrece su cuerpo y derrama su sangre por nosotros. Esta alianza es nueva porque inaugura una nueva condición de comunión entre el hombre y Dios (cf. Hb 9,12); además es nueva y mejor que la antigua porque el Hijo en la cruz se entrega a sí mismo y a cuantos lo reciben les da el poder de ser hijos del Padre (cf Jn 1, 12; Gal 3, 26). El mandamiento “Haced esto en conmemoración mía” indica la fidelidad y la continuidad del gesto, que debe permanecer hasta el retorno del Señor (cf 1 Co 11, 26).

Cumpliendo este gesto, la Iglesia recuerda al mundo que entre Dios y el hombre existe una amistad indestructible gracias al amor de Cristo, que ofreciéndose a sí mismo ha vencido el mal. En este sentido la Eucaristía es fuerza y lugar de unidad del género humano. Pero la novedad y el significado de la última Cena están inmediata y directamente relacionados con el acto redentor de la cruz y con la resurrección del Señor, “palabra definitiva” de Dios al hombre y al mundo. De este modo, Cristo, con su deseo ardiente de celebrar la Pascua, de ofrecerse (cf Lc 22, 14-16), se transforma en nuestra Pascua (cf. 1 Co 5,7): la cruz comienza en la Cena (cf 1 Co 11, 26). Es la misma persona, Jesucristo, que, en la Cena en modo incruento y en la cruz con su propia sangre, es sacerdote y víctima que se ofrece al Padre: “sacrificio que el Padre aceptó, cambiando esta entrega total de su Hijo, que se hizo “obediente hasta la muerte” (Flp 2,8), con su entrega paternal, es decir, con el don de la vida nueva e inmortal en la resurrección, porque el Padre es el primer origen y el dador de la vida desde el principio”.[15] Por este motivo no puede separarse la muerte de Cristo de su resurrección (cf. Rm 4, 24-25), con la vida nueva que surge de ella y en la cual somos sumergidos en el bautismo (cf Rm 6,4).

 

8. El evangelio de Juan se refiere al misterio eucarístico en el capítulo sexto. Según un esquema similar al de la última Cena, es descripto el milagro de aquellos pocos panes distribuidos a una multitud y al mismo tiempo Jesús habla del pan que da la vida, es decir, de su carne y de su sangre, que son el verdadero alimento y la verdadera bebida; quien tiene fe en Jesucristo come su carne y logra vivir eternamente. Es difícil comprender el discurso sobre la Eucaristía: sólo quien busca a Jesús y no a sí mismo puede entenderlo (cf. Jn 6,14 s. 26). Tal consciencia se ha manifestado, después de Pentecostés, en la participación frecuente de los bautizados, fieles a las enseñanzas apostólicas, a la comunión fraterna y a la fractio panis (cf. Hch 2, 42.46; 20, 7-11), en la “Cena del Señor” (cf. 1 Co 11,20). Éste es el fundamento de la dimensión apostólica de la Eucaristía. Las narraciones del Nuevo Testamento sobre la Eucaristía, vivida como acción de gracias y memoria sacramental, muestran que al reconocer el cuerpo y la sangre del Señor en la comunión del pan y del vino consagrados, se reconoce su presencia. Al mismo tiempo se retiene grave, una verdadera falta, confundir la ‘Cena del Señor’ con cualquier otra comida (cf. 1 Co 11, 29). Además, el Apóstol da por supuesto que la presencia del Señor en su cuerpo y sangre no depende de la condición de quien lo recibe y que la comunión con ellos hace de todos un solo cuerpo, porque de ellos fluye la vida de Cristo. Ser un solo corazón y una sola alma (cf. Hch 2, 46; 4, 32-33), hasta hacer posible la comunión de los bienes, era la característica de la Iglesia apostólica, que compartía los gozos y los sufrimientos de sus miembros, es decir, que vivía la caridad (cf. 1 Co 12, 26-27).

Del cuadro bíblico emergen los siguientes puntos de referencia en relación a la verdad sobre la Eucaristía, que hacen del sacramento del altar una única realidad sacrificial y sacerdotal: la acción de gracias y de alabanza al Padre, el memorial del Misterio pascual, la presencia permanente del Señor.[16]

 

 

La acción de gracias y de alabanza al Padre

 

9. En la memoria de la Iglesia, en el centro de la celebración eucarística, están las palabras de la presencia de Jesús en medio a nosotros. “Esto es mi cuerpo, ... éste es el cáliz di mi sangre”. Jesús se ofrece a sí mismo como verdadero y definitivo sacrificio, en el cual alcanzan su cumplimiento todas las imágenes del Antiguo Testamento. En Él se recibe lo que siempre había sido deseado y jamás había hallando realización.

Pero Jesús, a la luz de la profecía (cf. Is 53, 11s.) sufre por la multitud y demuestra que en Él se cumple la espera del verdadero sacrificio y del verdadero culto. Él mismo es aquel que, estando delante de Dios, intercede, no por sí mismo, sino en favor de todos. Esta intercesión es el verdadero sacrificio, la oración, la acción de gracias a Dios, en la cual nosotros mismos y el mundo somos restituidos a Dios. La Eucaristía es, por lo tanto, sacrificio a Dios en Jesucristo para recibir el don de su amor.

 

10. Jesucristo es el Viviente y está en la gloria, en el santuario del cielo donde ha entrado gracias a la propia sangre (cf. Hb 9,12); se encuentra en el estado inmutable y eterno del sumo sacerdote (cf. Hb 8,1-2), “posee un sacerdocio perpetuo” (Hb 7, 24 s), se ofrece al Padre y en razón de los infinitos méritos de su vida terrena continúa a irradiar la redención del hombre y del cosmos que en Él se transforma y recapitula (cf. Ef 1,10). Todo esto significa que el Hijo Jesucristo es mediador de la nueva alianza para aquellos que han sido llamados a la herencia eterna (cf Hb 9,15). Su sacrificio permanece para siempre en el Espíritu Santo, el cual recuerda a la Iglesia todo lo que el Señor ha realizado como sumo y eterno sacerdote (cf Jn 14, 26; 16, 12-15). San Juan Crisóstomo advierte que el verdadero celebrante de la divina liturgia es Cristo: Aquel que ha celebrado la Eucaristía “ en la última cena, ése mismo es el que lo sigue haciendo ahora. Nosotros ocupamos el puesto de los ministros suyos, mas el que santifica y transforma la ofrenda es Él”.[17] Por lo tanto, “no es una imagen o una figura del sacrificio, sino un sacrificio verdadero”.[18]

Dios se ha dignado aceptar la inmolación de su Hijo como víctima por el pecado y la Iglesia ora para que el sacrificio aproveche para la salvación del mundo. Hay una identidad plena entre sacrificio y renovación sacramental instituida en la Cena, que Cristo ha ordenado celebrar en memoria suya, como sacrificio de alabanza, de acción de gracias, de propiciación y de expiación.[19] Por lo tanto, a raíz del amor sacrificial del Señor “la Misa hace presente el sacrificio de la cruz, no se le añade y no lo multiplica”.[20] Por ello, el acto prioritario es el sacrificio. Luego viene el convivio en el cual recibimos como alimento el Cordero inmolado en la Cruz.

 

 

El Memorial del Misterio Pascual

 

11. Hacer memoria de Cristo significa ciertamente recordar toda su vida, porque en la Misa se hacen presente, en cierto modo durante el curso del año, los misterios de la redención; pero especialmente, según San Pablo, la humillación (cf. Flp 2), el amor supremo que lo ha hecho obediente hasta la cruz. Cada vez que comemos su cuerpo y bebemos su sangre anunciamos su muerte, hasta que Él vuelva (cf. 1 Co 11,26), y también su resurrección (cf. Hch 2,32-36; Rm 10,9; 1 Co 12,3; Flp 2,9-11). De ahí que Él es el Cordero pascual inmolado (cf. 1 Co 5,7-8), que permanece de pie porque ha resucitado (cf. Ap 5,6).

La institución de la Eucaristía ha comenzado en la última Cena: las palabras que allí pronuncia Jesús son la anticipación de su muerte; pero también ésta restaría vacía, si su amor no fuera más fuerte que la muerte, para llegar a la resurrección. He aquí el motivo por el cual la muerte y la resurrección son llamadas en la tradición cristiana mysterium paschale. Esto significa que la Eucaristía es mucho más que una simple cena; su precio ha sido una muerte que ha sido vencida con la resurrección. Por ello, el costado abierto de Cristo es el lugar originario del cual nace la Iglesia y provienen los sacramentos que la edifican, el bautismo y la Eucaristía, don y vínculo de caridad (Jn 19,34). Así, en la Eucaristía adoramos al que estuvo muerto y ahora “vive por los siglos de los siglos” (Ap 1,18). El Canon Romano expresa esto inmediatamente después de la consagración: “Por eso, Señor, nosotros, tus siervos, y todo tu pueblo santo, al celebrar este memorial de la pasión gloriosa de Jesucristo, tu Hijo, nuestro Señor; de su santa resurrección del lugar de los muertos y de su admirable ascensión a los cielos, te ofrecemos, Dios de gloria y majestad, de los mismos bienes que nos has dado, el sacrificio puro, inmaculado y santo: pan de vida eterna y cáliz de eterna salvación”.

Durante la ‘cena mística”,[21] en la persona de Jesucristo coexisten como pasado el Antiguo Testamento, como presente el Nuevo Testamento y como futuro la inmolación inminente.[22] Con la Eucaristía entramos en otra dimensión temporal no ya sujeta a nuestras categorías. Entramos en un tiempo en el cual el futuro, iluminando el pasado, se nos ofrece como estable presente; por lo tanto, el misterio de Cristo, alfa y omega, se hace contemporáneo a cada hombre en todo tiempo.[23] El tiempo se ha abreviado (cf. 1 Co 7,29), esperamos la resurrección de los muertos y ya vivimos en el cielo: “Este misterio hace que la tierra se transforme en cielo”.[24]

 

 

 

 

La Presencia permanente del Señor

 

12. En todos los sacramentos Jesucristo actúa a través de signos sensibles que, sin cambiar la apariencia, asumen una capacidad de santificar. En la Eucaristía, Él está presente con su cuerpo y sangre, alma y divinidad, entregando al hombre toda su persona y su vida. En el Antiguo Testamento Dios, a través de sus enviados, señalaba su presencia en la nube, en el tabernáculo, en el templo; con el Nuevo Testamento, en la plenitud de los tiempos, Él viene a habitar entre los hombres en el Verbo hecho carne (cf. Jn 1,14), siendo realmente Emanuel (cf. Mt 1,23) habla por medio del Hijo, su heredero (cf. Hb 1,1-2).

San Pablo, para explicar lo que sucede en la comunión eucarística, afirma: “Mas el que se une al Señor, se hace un solo espíritu con Él” (1 Co 6,17), en una nueva vida que proviene del Espíritu Santo. San Agustín ha profundamente comprendido esto, pero antes que él Ignacio de Antioquía y, después, muchos monjes, místicos y teólogos. La Divina Liturgia es esta presencia de Cristo “que reúne (ekklesiázon) a todas las criaturas”,[25] las convoca en torno al santo altar y “providencialmente las une a sí mismo y entre ellas”.[26] Dice San Juan Crisóstomo: “Cuando estás por acercarte a la Santa Misa, cree que allí está presente el Rey de todos”.[27] Por ello la adoración es inseparable de la comunión.

¡Grande es el misterio de la presencia real de Jesucristo!.[28] Ella tiene para el Concilio Vaticano II el mismo sentido de la definición tridentina: con la transubstanciación el Señor se hace presente en su cuerpo y sangre.[29] Los padres orientales hablan de metabolismo[30] del pan y del vino en cuerpo y sangre. Son dos modos significativos de conjugar razón y misterio, porqué, como afirmó Pablo VI, el modo de presencia de Cristo en la Eucaristía “constituye en su genero el mayor de los milagros”.[31]
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[14] De Mysteriis, 47: SCh 25bis, 182.

[15] Ioannis Pauli II, Litt. encycl. Redemptor hominis (4.III.1979), IV, 20: AAS 71 (1979), 309-316.

[16] Cf. Catechismum Catholicae Ecclesiae, 1356-1381.

[17] In S. Matthaeum, 82, 5: PG 58, 744.

[18] N. Cabasilae, Expositio divinae liturgiae, 32, 10: SCh 4bis, 204.

[19] Cf. Institutionem Generalem Missalis Romani (20.IV.2000), 2; Conc. Oecum. Vat. II, Const. de sacra Liturgia Sacrosanctum concilium, 3, 28; Decr. de Presbyterorum ministerio et vita Presbyterorum ordinis, 2,4,5.

[20] Ioannis Pauli II, Litt. encycl. Ecclesia de Eucharistia (17.IV.2003), 12: AAS 95 (2003), 441.

[21] Esta expresión de los Orientales, muy hermosa y significativa, indica la "última Cena" o "Cena del Señor"; el adjetivo "última" debe entenderse en relación al deseo de Cristo de comer por última vez la Pascua, según el rito judío, antes de morir, para darle el significado "nuevo y eterno", como "alianza mística". En este sentido puede ser considerada la >clave hermenéutica= de la Eucaristía, inseparable del misterio pascual, que comprende no sólo la muerte y resurrección, sino también la encarnación.

[22] Cf. S. Ioannis Chrysostomi, In S. Matthaeum, 82, 1: PG 58, 737-738.

[23] Cf. N. Cabasilae, De vita in Christo, I, 1: SCh 355, 74.

[24] S. Ioannis Chrysostomi, In epistula I ad Corinthios, 24, 5: PG 61, 205.

[25] S. Gregorii Nisseni, Homilia in Ecclesiastem, III: PG 44, 469.

[26] S. Maximi Confessoris, Mystagogia, 1: PG 91, 664.

[27] Homilia in Oziam, 6, 4: PG 56, 140.

[28] Cf. Ioannis Pauli II, Litt. encycl. Ecclesia de Eucharistia (17.IV.2003), 15: AAS 95 (2003), 442-443.

[29] Cf. Conc. Oecum. Vat. II, Const. de sacra Liturgia Sacrosanctum concilium, 7, 47; Decr. de Presbyterorum ministerio et vita Presbyterorum ordinis, 5,18; Institutionem Generalem Missalis Romani (20.IV.2000), 3.

[30] Cf., e.g., S. Cyrilli Ierosolomitani, Catechesin mystagogicam, IV, 2, 1-3; IV, 7,5-6; V, 22, 5: SCh 126bis, 136. 154. 172.

[31] Pauli VI, Litt. encycl. Mysterium fidei (3.IX.1965), 26: AAS 57 (1965), 766.