XVII

SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS


La devoción a María ha seguido siempre al culto tributado a su Hijo en la oración y la vida de la Iglesia. Por eso es un componente característico de la espiritualidad católica desde los orígenes.

María en el Evangelio y en la Tradición

Los evangelios nos revelan el papel de María en los momentos decisivos de la obra redentora de Jesús. En el relato de la Anunciación que nos refiere Lucas, María otorga a la Palabra que le trae el ángel Gabriel el «fíat» de su fe, que determina la Encarnación del Hijo de Dios. Como dicen los Padres, María engendró a Jesús por su fe antes de concebirlo en la carne. La fe de María concluye la fe de Abraham recibiendo al hijo de la promesa; ella se convierte en el modelo y forma las primicias de la fe de la Iglesia. Gracias a María el Fíat creador del Génesis se ha vuelto recreador para producir el hombre nuevo.

San Juan nos muestra a María al pie de la cruz, participando de un modo único en la Pasión que sufría Jesús en la carne que ella le había dado, y recibiendo de él una maternidad nueva en la persona del apóstol que Jesús amaba.

Es también san Lucas quien nos desoribe la comunidad de los apóstoles agrupada en la oración en torno a María, para recibir la plenitud de las gracias del Espíritu el día de Pentecostés. Se puede comprender que esto fue para ella una gracia de oración situada en la fuente de la gracia apostólica, según el ejemplo de Jesús, que pasó la noche en oración antes de elegir a sus apóstoles.

La Tradición cristiana de los primeros siglos ha mantenido con firmeza, tanto en su doctrina como en su liturgia, el lugar privilegiado de María, frente a las sucesivas herejías. El concilio de Efeso, concluyendo los debates de los grandes concilios en torno a la unión personal de la humanidad y la divinidad en Jesús, como Hijo de Dios, igual al Padre, y verdadero hombre, resumió su fe en una fórmula sencilla y clara, accesible a los más humildes, que atribuye a María el título de «Theotokos», de «Madre de Dios». Esta invocación, que nos resulta tan familiar, encierra, en realidad, una extrema audacia, pues expresa un misterio que supera el entendimiento de los más sabios.

Al mismo tiempo, la liturgia, que se despliega como un árbol vigoroso en el siglo IV, tanto en Oriente como en Occidente, otorga a María un lugar de primer orden, precediendo a los apóstoles, a los mártires, a los santos y a los mismos ángeles, en el servicio de la oración. La Iglesia de los Padres dedicará a María sus más bellas basílicas, como hará, más tarda, la Edad Media con sus catedrales.

El avemaría después del Padre nuestro

La oración a María, bajo la forma del avemaría, se ha vuelto asimismo, en la piedad del pueblo cristiano, la fiel compañera de la oración enseñada por Jesús, el Padre nuestro. Esta asociación del Padre nuestro y del avemaría ha sido el fruto de una larga maduración. En efecto, el avemaría fue obra de la piedad cristiana que, primero, reunió, en honor a María, las palabras del ángel: «Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo» (Lc 1, 28) con la bendición de Isabel: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno» (1, 42). Encontramos ya reunidas estas palabras en la liturgia de san Basilio, en el siglo V, y en la antífona gregoriana del ofertorio, el 4° domingo de adviento. La unión con el Padre nuestro se llevará a cabo en la costumbre monástica, especialmente cisterciense, y después dominica, de recitar series de Padrenuestros y avemarías en lugar del salterio por los hermanos conversos que ignoraban el latín. La mención del nombre de Jesús será añadida a continuación y prescrita por el papa Urbano IV el año 1263. La segunda parte del avemaría, que comienza con la invocación a la «Madre de Dios», proviene probablemente de los cartujos en el siglo XV La recitación de las 150 avemarías, divididas como el salterio en tres series de 50, a las que se dará el nombre de rosario, por esa misma época, formará el «salterio de María» y será puntuada, cada decena, por el Padre nuestro. Irá acompañada por la meditación de los «misterios» de la vida de Jesús y de María. Así se formará la oración del rosario como una liturgia mariana adaptada a la devoción de todos los fieles.

La historia del avemaría y del Rosario nos muestra claramente el lugar de la devoción a María en la espiritualidad católica, como una continuación de la oración del Señor y un fruto de la oración de la Iglesia. Esta nos invita a meditar como un misterio originario el episodio de la Anunciación, que nos presenta la vocación y la fe de María como un modelo: ella creyó en las promesas del amor divino; en ella se hicieron fecundas la fe, la esperanza y la caridad y engendraron al Hijo de Dios. María se mantiene así, por su docilidad para con la gracia del Espíritu, junto a la fuente de toda espiritualidad cristiana.

La anunciación y la prueba de María

San Lucas es un historiador de un género particular. No nos cuenta los hechos materialmente, tal como hubiera podido verlos y narrarlos un espectador cualquiera. Los ángeles no se prestan habitualmente a nuestra observación. El evangelio nos relata un acontecimiento espiritual, tal como sólo puede testimoniarlo alguien que lo ha vivido, y comprenderlo alguien que lo ha contemplado con los ojos del espíritu. No es que la Anunciación no sea un hecho constatable, puesto que figura en el origen de un nacimiento que marcará un hito en la historia e inaugurará incluso una era nueva. Pero san Lucas, aun precisando el lugar y las circunstancias, pretende introducirnos más allá de lo que perciben los sentidos, en la intimidad de María en el momento en que la Palabra de Dios llegó a ella por la voz del ángel. Nos indica también el alcance de lo que sucedió, evocando el contexto espiritual del acontecimiento con la ayuda de pasajes de la Escritura que muestran su arraigo en la historia del pueblo elegido, así como su significación para María y para los que creerán como ella.

El relato de la Anunciación es un cuadro presentado a nuestra contemplación, a la manera de las obras maestras de Fra Angélico, pero con una inspiración aún más elevada. Tiene como finalidad formar y mantener en nosotros una fe semejante a la de la Virgen. Nos invita a la escucha y a la oración a la manera de María, a fin de que la luz de Dios nos ilumine también a nosotros.

Según la fe de Abraham

El final del Magnificat, que corona el relato de la Anunciación en forma de alabanza, nos brinda una clave de lectura situando estos acontecimientos en la línea de la Misericordia de Dios «en favor de Abraham y de su descendencia para siempre». Podemos encontrar, efectivamente, en María las tres etapas de la fe y de la esperanza de Abraham abriéndose al amor divino. Son las promesas hechas al patriarca las que se transmiten a María por medio de su renovación en favor de David: «Voy a hacerte un nombre grande... Y cuando tus días se hayan cumplido y te acuestes con tus padres, afirmaré después de ti la descendencia que saldrá de tus entrañas, y consolidaré el trono de su realeza. Yo seré para él padre y él será para mí hijo» (2 S 7, 8-14). Por eso evoca el ángel en su saludo la profecía de Sofonías. «¡Lanza gritos de gozo, hija de Sión!... ¡alégrate y exulta de todo corazón!... ¡No tengas miedo, Sión!... ¡Yahvé tu Dios está en medio de ti, guerrero vencedor!» (So 3, 14-17). María es la hija de Sión invitada a alegrarse porque Dios está en ella.

Como en el caso de Abraham, la promesa del ángel: «Concebirás en tu seno y darás a luz un hijo», respondía a su deseo, natural en una mujer, de tener un hijo, de convertirse en madre. También aquí la promesa rebasaba las esperanzas humanas; estaba asociada a la esperanza de la venida de un Mesías, una esperanza suscitada por Dios en el pueblo de Israel: «Será grande... El Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reino no tendrá fin». La promesa adquiría en estas palabras como un halo de grandeza infinita, que contrastaba con la humildad de María: «Ha fijado sus ojos en la humildad de su esclava». La turbación experimentada por María ante el saludo del ángel proviene, sin duda, de ese paso de la extrema pequeñez a la extrema grandeza, siguiendo el movimiento de la gracia que la llenaba. Antes humilde y escondida, hela ahora cargada con la esperanza de todo un pueblo.

El momento de la prueba

Con el anuncio del ángel aparece, a renglón seguido, la prueba en el corazón de María. Se manifiesta en esta pregunta que prolonga su turbación: «¿Cómo será eso, pues no conozco varón?» La cuestión sube desde el fondo de su ser de mujer judía tocada por la promesa de la maternidad mesiánica.

Se ha discutido mucho sobre el sentido de estas palabras. La tradición teológica latina, siguiendo a san Agustín (De la santa virginidad, IV), ha admitido la explicación que presupone un voto de virginidad por parte de María, lo que, no obstante, es dificil de concertar con los desposorios de que habla san Lucas. Nos parece que esta hipótesis no es indispensable y que la cuestión planteada por María es bastante clara, si se la interpreta en el marco de la escena que se nos cuenta, y a la luz de la prueba de Abraham.

Maria, como Abraham, se sentía cogida, dividida entre dos palabras de Dios que no sabía cómo conciliar. Estaba, en primer lugar, el anuncio del ángel de que ella tendría un hijo, que en este hijo se cumplirían las promesas reales hechas a David, que sería el Hijo del Altísimo y reinaría para siempre sobre la casa de Israel. Observemos que estas promesas contienen ya los dos títulos que Jesús reivindicará ante Caifás y ante Pilato: el de Hijo de Dios y el de Rey de los judíos, que constituirán la causa de su condenación. El relato de la Anunciación está bien armonizado con el conjunto del Evangelio. De este modo, Maria se sentía invadida y transportada por la gran esperanza que iba a tomar cuerpo en su hijo. ¿Se podía resistir a este impulso de la esperanza suscitada por Dios mismo desde Ios orígenes del pueblo elegido?

Pero al mismo tiempo, tras la objeción «... pues no conozco varón», puede adivinarse otro mensaje de Dios a María, muy secreto, para ella sola, sugerido por el saludo del ángel y que podríamos expresar así: del mismo modo que Abraham fue arrebatado por el amor de Dios que lo llamaba, hasta el punto de consentir sacrificarle a Isaac, al que Dios mismo llamaba «tu hijo único, al que amas», en una obediencia silenciosa y sin reservas, así María, invadida por la gracia de Dios que la colmaba, se sintió llamada a entregarse del todo a este Amor único que la visitaba y a «no conocer varón», a permanecer virgen. Maria estaba penetrada por la Palabra de Dios como por una espada de dos filos: de un lado, la esperanza de la maternidad la sublevaba, y, de otro, se formaba en ella la voluntad de consagrarse al Amor en la virginidad. Desde un punto de vista humano, no había salida entre estos mensajes contrarios, pues ¿cómo llegar a ser madre, si ella no conocía varón, y cómo entregarse a un hombre sin negarse a este Amor que quería tomarla entera? ¿Cómo podía responder a la esperanza de su pueblo y, al mismo tiempo, entregarse al absoluto del amor divino que le hablaba al corazón? ¿No le pedía este amor, como a Abraham, que también ella sacrificara al hijo de la promesa, en el mismo momento en que se le anunciaba?

María estaba sola ante esta cuestión, pues nadie, sin la luz de Dios, podía comprenderla, ni los miembros de su raza, que rechazaban la virginidad precisamente a causa de su esperanza de un Mesías, ni sobre todo José, su prometido, afectado más directamente.

María y el misterio de Jesús

María se encontraba, de hecho, frente al misterio mismo de Jesús: ¿cómo podía revestirse este niño de la humanidad, naciendo de su carne, y ser, al mismo tiempo, el Hijo de Dios, nacido del Padre y engendrado por el Espíritu? Ese misterio, que ella no podía formular con palabras eruditas, pero que experimentaba mejor que el mismo ángel, se reflejaba directamente en la elección que la dividía, entre la maternidad y la virginidad, entre la obra del Amor y la consagración al Amor, siendo que una cosa parecía exigir la renuncia a la otra: «¡Cómo será eso?»

La respuesta del ángel es mucho más que la simple solución de un problema dificil. Exige de María la fe en Dios «para quien nada es imposible», entregándose al poder del Espíritu, el único capaz de conocer y realizar los designios de Dios, que superan las consideraciones de los hombres, como el cielo dista de la tierra. El Espíritu Santo la cubrirá con su sombra, como la nube luminosa se mantenía encima del pueblo en el desierto del Sinaí, como se extenderá también sobre Jesús y los apóstoles en la Transfiguración. El Espíritu de amor realizará en María lo «imposible» haciéndola madre y confirmándole la gracia de la virginidad. María no concebirá a Jesús a pesar de su virginidad, sino a causa de ella, porque al renunciar a «conocer varón», se entrega al Espíritu que formará en ella a Jesús, que no fue engendrado, según san Juan, «ni de deseo de carne, ni de deseo de hombre, sino de Dios» (Jn 1, 13).

Mediante el humilde «sí» de su fe y mediante la audacia de su esperanza, compromete María su persona y su vida con la Misericordia de Dios, que se manifestó en ella con su poder y se humilló hacia ella en su benignidad. Por su obediencia, repara la falta de fe y la desobediencia de Eva, y se vuelve, de un modo distinto, la «Madre de los vivientes», gracias al hijo que se le ha dado como primicias del «hombre nuevo», del «hombre espiritual». Como hija de Abraham, María es ahora el modelo de la fe en Jesús, como el Hijo de Dios y el hijo de la Virgen.

La bienaventuranza de María pronunciada por Isabel: «Dichosa la que ha creído en el cumplimiento de lo que se le ha dicho de parte del Señor», retorna, en suma, la bendición del ángel otorgada a Abraham: «Por haber hecho eso, por no haberme negado a tu hijo, a tu único, te colmaré de bendiciones». El Magnificat expresa en María un júbilo semejante a la alegría de Abraham cuando recibió, por segunda vez, a Isaac de la mano de Dios: «En adelante todas las naciones me proclamarán bienaventurada».

La nueva maternidad recibida al pie de la Cruz de Jesús

El relato de la Anunciación nos introduce en el tejido profundo del Evangelio, donde todo se juega en torno a la fe en Jesús y nos invita a reconocer al Hijo de Dios en el hijo de María. Ya se perfila ante nosotros la cima del Evangelio, el relato de la Pasión ordenado enteramente a formar en nosotros una fe semejante a la de María y a la de los apóstoles, a hacernos descubrir en Jesús, humillado, sufriente y muerto en su carne, al Hijo único, al Rey de Israel. La Anunciación contiene en germen el misterio de la Cruz, la prueba del sufrimiento y de la separación, que conduce a la gloria de la Resurrección.

Fue precisamente al pie de la Cruz donde María recibió de su Hijo el don de una maternidad nueva respecto a todos los discípulos, representados por el apóstol Juan, y a la Iglesia, que iba a nacer del costado de Jesús.

El P. Braun, en su libro «La Mére des fidéles» (La Madre de los fieles) (París, 1954, 113ss.), ha mostrado claramente, siguiendo a los Padres, el lazo que existe en el evangelio de Juan entre el relato de las bodas de Caná, el primer signo en que Jesús «manifestó su gloria», y las palabras que dirigió en la cruz a María y al discípulo al que amaba: «He aquí a tu hijo... He aquí a tu madre».

En Caná, Jesús aparta, de entrada, la petición de María y somete su maternidad a la prueba de la separación: «¿Qué tengo yo contigo, mujer? Todavía no ha llegado mi hora» (Jn 2, 4). Según la interpretación de san Agustín, la hora de Jesús será la de su Pasión, cuando sufrirá en su carne y reconocerá su deuda filial para con María que se la dio; pero esto tendrá lugar a través del dolor del parto espiritual. En efecto, a través de la participación en la Pasión de su hijo, en el momento de la separación suprema en que se le pide que renueve su «fíat», es cuando María recibirá el don de una maternidad que podemos llamar resucitada, pues se realizará después de la Resurrección de Jesús, con la efusión del Espíritu. Las palabras de Jesús dirigidas a María y a Juan los invita ya a creer en la Resurrección, en el mismo instante en que todo parece perderse, en que se consuma la separación según la predicción de las Escrituras.

Nota asimismo el P. Braun que, desde Caná a la Cruz, Maria ha estado sometida a lo que el cardenal Journet llama «la voluntad separadora de Dios, que separa a la Madre del Hijo, como separará al Hijo del Padre». Sufre la prueba de las separaciones dolorosas en su afectividad materna, como lo testimonia la pregunta angustiada a su hijo cuando lo encuentra en el Templo: «Hijo, ¿por qué nos has hecho esto?» (Lc 2, 48). Más tarde, cuando lo buscaba entre la muchedumbre, le oirá decir: «¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos?» (Mt 12, 48). Pero la prueba, en vez de separarla de Jesús, realiza en ella «la identificación de las voluntades mediante la caridad transformadora». María se ve así conducida de la Anunciación a la Cruz, donde aparecen las dos facetas contrastadas del misterio de la fe y del amor. «María no había estado nunca tan separada de Jesús como lo estuvo en el Calvario, puesto que Jesús le fue arrebatado entonces corporalmente; y, sin embargo, tampoco le estuvo nunca tan unida como al participar en su sacrificio». Ante la Cruz de Jesús, la maternidad de María, aunque sigue siendo carnal, se hizo espiritual, como prearmonizada con el cuerpo resucitado de su hijo y con el Cuerpo de la Iglesia que nacerá de Pentecostés.

La unión de la maternidad y de la virginidad en María

Los evangelistas, a pesar de su relativa discreción respecto a la madre de Jesús, nos han dejado materia suficiente para nutrir la meditación de la Iglesia y procurar a María un lugar de primer plano, detrás de su hijo, en la espiritualidad católica. La devoción a María es un criterio de autenticidad espiritual, pues, desde la Anunciación, el Espíritu Santo continúa obrando por ella. No cabe duda de que conviene vigilar la calidad de esa devoción, para evitar que no acabe en sentimentalismo; debemos darle su pleno tenor evangélico y mantener con esmero el equilibrio de su subordinación a la fe en Cristo. Sin embargo, la baja y, en ocasiones, la desaparición de la devoción a María, es siempre indicio de una crisis grave de la vida espiritual y de la misma fe.

Uno de los signos más reveladores de la acción del Espíritu Santo reside en la unión de la maternidad y de la virginidad en María, que nos hace llamarla «Virgen María». Es más que un hecho milagroso y un privilegio único; es el advenimiento de una gracia plena destinada a toda la Iglesia; y manifiesta la naturaleza del amor que actúa en María y que prosigue su obra en los creyentes.

La maternidad y la virginidad proceden, una y otra, del amor de Dios que se ha revelado en Jesús. La maternidad muestra el poder y la fecundidad de este amor; la virginidad expresa su pureza, su santidad, y demuestra que es de una naturaleza distintas al amor carnal, que tiene su fuente en una altura –o en una profundidad– accesible únicamente a la fe a través de la prueba del desprendimiento y de la superación. La virginidad es un signo convincente de la transcendencia del ágape divino.

La maternidad y la virginidad no se oponen ya, en María, como lo positivo y lo negativo, como la producción y la privación, sino que se convierten en las condiciones de un único amor: la virginidad garantiza la calidad espiritual y la maduración del ágape, y esta, en virtud de su fecundidad, multiplica a «los que han nacido de Dios», renacidos a imagen de Cristo. Por eso podemos considerar la virginidad de María como una fuente privilegiada de la vocación a la castidad consagrada en la Iglesia. María no brinda aquí sólo un ejemplo; sino que nos procura una gracia que nos hace vivir.

La unión de la maternidad y de la virginidad en María demuestra, a quien quiere entenderlo, que el ideal cristiano de la virginidad no procede en el fondo, sean cuales fueren las influencias sufridas a lo largo de la historia, ni de un dualismo que opondría el alma al cuerpo y conduciría al desprecio de este último, ni de un temor sospechoso a la sexualidad. Hay que decir más bien que a través del don de su carne y de su sangre es como María se vuelve la esclava del ágape divino que la incita a la virginidad. De modo semejante, aquellos que están llamados por el Espíritu a una vida consagrada a la virginidad, la realizan mediante la ofrenda continua de su cuerpo al servicio de este amor que les ha seducido, a través del combate contra la carne manchada en favor de la carne purificada, que compromete todos los sentidos.

Existe una filiación directa entre la acción del Espíritu Santo y la virginidad por Cristo. Esta filiación se muestra por primera vez y de una manera única en María. Aparece también en la llamada a la castidad consagrada, signo e instrumento de la pureza esencial del amor de Cristo. Sólo la gracia puede realizar en nosotros esta obra de elección y hacerle producir sus frutos de santificación. Lleva la firma del Espíritu Santo.

Señalemos, por último, que la virginidad y el matrimonio no se oponen tampoco en la obra del Espíritu, porque proceden de un mismo amor que los reúne y coordina. El matrimonio, en virtud de la gracia del Espíritu, adquiere una dimensión nueva significada por la participación en el amor a Cristo y a la Iglesia, que le confiere una fecundidad espiritual (Ef 5, 29-31). Tal es precisamente el amor a Cristo Esposo, que alimenta asimismo la vida consagrada a la virginidad. Semejante vocación da testimonio ante la gente casada de la superioridad del amor espiritual, que penetra también en ellos para profundizar y purificar su afecto. A su vez, el matrimonio cristiano incluye un mensaje destinado a aquellos que han renunciado a él: la advertencia de que la vida entregada a Cristo reclama el don de toda la persona, cuerpo y alma, y debe ser espiritualmente fructuosa en la Iglesia gracias a una generosidad sin cálculo. Entre estos dos modos de vida, matrimonio y virginidad, existen los mismos vínculos profundos que entre los carismas de que habla san Pablo: están regidos por la caridad y sometidos a la ley de la consagración, que los ordena al bien de todos, con una medida superabundante que pertenece a la esencia del amor verdadero.

Más aún, podría decirse que el matrimonio y la virginidad dan testimonio, cada uno a su manera, de la persona de Cristo, tanto en la Iglesia como en Maria: el matrimonio da testimonio en favor de su humanidad y del realismo profundo de su amor; la virginidad es un signo de su divinidad y de la naturaleza espiritual de su ágape. No se pueden separar, del mismo modo que no se puede dividir la persona de Cristo, ni tampoco separarlo de la Iglesia, que es su Cuerpo.

El perfume de María

Se puede aplicar a la Virgen María lo que dijo Jesús a aquella otra María que le ungió con un perfume de gran precio cuando entraba en su Pasión: «Yo os aseguro: dondequiera que se proclame esta Buena Nueva, en el mundo entero, se hablará también de lo que ésta ha hecho para memoria suya» (Mt 26, 13).

Efectivamente, desde la Anunciación la Iglesia repite sin cesar el saludo del Evangelio: «Dios te salve, María, llena eres de gracia», porque ella vertió el perfume de la gracia de que había sido colmada mediante el «fíat» de su fe en el mensaje «imposible» del ángel, y se entregó así, sin medida, al Espíritu para que Jesús pudiera tomar de ella el cuerpo que ofrecería al Padre en la liturgia de su Pasión y de su entierro. El perfume de María de Betania se ha unido al de la Virgen para ungir el cuerpo de Jesús y significar el valor de su Amor. Este «buen olor de Cristo» (2 Co 2, 15), se ha difundido por toda la Iglesia para ungirla también a ella, y a cada uno de nosotros, con la gracia del Espíritu Santo.


BIBLIOGRAFÍA

Colab., art. Ste. Marie (Vierge), en DSAM, t. 10, 1980.

Braun, F.M., La Mire des fidéles. Essai de théologie johannique, Tournai, 1954.

De La Potterie, I., María en el misterio de la alianza, BAC, Madrid, 1993.

Duy Manoir, H., (dir.), María. Etudes sur la Sainte Vierge, 8 vols., París, 1949-1964.

Feuillet, A., Jésus et sa Mere, París, 1974.

 Laurentin, R., Court traité de théologie mariale, París, 1953.

Idem, La cuestión mariana, Taurus, Madrid. Idem, art. Marie en Catholicisme, t. 8, 1979.

Nicolás, J.H., La virginité de Marie, Friburgo, 1962.

Régamey, P.R., Los mejores textos sobre la Virgen María, Rialp, 1972.