V

LA LEY NUEVA O LA GRACIA DEL
ESPÍRITU SANTO


La vida cristiana es rica y compleja. Es interior y espiritual, mas, para llevarla a cabo, tenemos necesidad tanto de realidades tangibles, como de escritos para instruirnos, de reglas para dirigirnos, de instituciones para apoyarnos y organizarnos en la comunidad eclesial. Por eso necesitamos una fórmula sencilla, que reúna y ordene los múltiples componentes de la vida espiritual, a fin de poner claridad y orden en ella. Del mismo modo que es preciso conocer nuestro propio cuerpo para practicar la gimnasia de modo útil, también conviene evaluar correctamente las fuerzas y los medios de que disponemos para llevar a cabo el combate espiritual, comparable, según san Pablo, a una carrera o a un pugilato (1 Co 9, 26).


1. La «fórmula» de la Ley nueva

La definición de la Ley nueva elaborada por santo Tomás en la Suma teológica nos proporciona una excelente fórmula. Cuenta con el mérito de ser la expresión teológica de la poderosa renovación evangélica que supuso el siglo de santo Domingo y san Francisco; puede aplicarse igualmente a nuestra época, puesto que, al concentrarse en lo esencial, es una definición que caracteriza el evangelismo de todos los tiempos.

Tomás, miembro de una orden que acababa de darse unas constituciones consideradas como una obra maestra legislativa, tuvo la audacia de definir la Ley evangélica, en contra de la opinión corriente, como una ley no textual en su esencia, como una ley interior, que él identifica con regulación por el Espíritu Santo. No obstante, a diferencia de los espirituales franciscanos, tentados por la ruptura con las instituciones existentes en nombre del espíritu profético, Tomás tuvo la sabiduría de mantener firmemente los lazos de esta ley del Espíritu con los elementos visibles, tanto en la Escritura como en la Iglesia, que le son necesarios para llegar y guiar a los creyentes.

Aquí se impone una observación para evitar ciertos errores. El término de ley ha adquirido en nuestras lenguas un sentido duro. Designa habitualmente un texto jurídico que significa la voluntad del legislador, bajo una forma imperativa, reforzada por la amenaza de sanciones. El guardia es el agente visible de la ley. Si queremos aplicar esta noción a la vida, tenemos que volver a una acepción más profunda y dinámica de ley. La vida se desarrolla, bajo todas sus formas, siguiendo ciertas leyes internas que no son constricciones, sino más bien líneas de fuerza orientadas hacia el crecimiento. Cabe comparar también este tipo de ley con la columna vertebral, que sostiene, con firmeza y agilidad, los movimientos del cuerpo. Así es como la Ley evangélica será la regla interior de la vida espiritual.

Tampoco se trata aquí de una ley determinante, de la que se podría extraer una técnica de aplicación a la manera de las leyes físicas. La Ley nueva expresa el ordenamiento de la vida del espíritu en nosotros, comprometiendo la cabeza y el corazón, en una acción que procede de nuestro libre querer y se ordena a través de la rectitud del amor. Por eso nos podríamos atrever a llamarla «ley de libertad», porque tiene como efecto desarrollar nuestra libertad. En consecuencia, si queremos comprender la obra del Espíritu en nosotros y en la Iglesia, tenemos que suavizar nuestro vocabulario en contacto con la experiencia espiritual.

He aquí, pues, la «fórmula» de la Ley nueva o Ley evangélica, que comentaremos a continuación en este ensayo sobre la vida espiritual. Tomás la expone en el primer artículo de las cuestiones 106 a 108 de la Prima Secundae.

La ley nueva incluye dos niveles:

el elemento principal, en el que reside toda su fuerza,
    es la gracia del Espíritu Santo
    recibida por la fe en Cristo,
    que obra por la caridad.

Éste es el corazón o el alma de la Ley nueva. Es el principio interior de vida. —Los elementos secundarios son:


II. Las fuentes de la ley nueva

Las fuentes escriturísticas

Señalemos, de entrada, las fuentes escriturísticas en que se inspira nuestra definición. Estas anuncian una Alianza nueva, tras el fracaso de la antigua.

Citaremos, en primer lugar, ese texto de Jeremías, que puede ser considerado como la cumbre espiritual de este libro profético, retomado y confirmado por la carta a los Hebreos (8, 8-10): «He aquí que días vienen –oráculo de Yahvé– en que yo pactaré con la casa de Israel una nueva alianza... pondré mi Ley en su interior y sobre sus corazones la escribiré, y yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo» (31, 31-33). Podemos añadirle la profecía de Ezequiel: «Derramaré sobre vosotros un agua pura y seréis purificados... Y os daré un corazón nuevo, quitaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne. Pondré mi espíritu en vosotros y os haré caminar según mis leyes...» (36, 25-27).

San Pablo, en la carta a los Romanos, nos presenta una serie de expresiones decisivas para calificar esta ley de nuevo cuño. Habla de la «ley de la fe», de la «ley del Espíritu de vida que nos ha liberado en Cristo Jesús».

Meditando estos textos en su «De Spiritu et littera», nos explica san Agustín: «Del mismo modo que la ley de las obras fue escrita en dos tablas de piedra, así la ley de la fe fue escrita en el corazón de los fieles». Y precisa magníficamente: «i,Qué son, pues, estas leyes divinas escritas por Dios mismo en Ios corazones, sino la presencia misma del Espíritu Santo?»

Todos estos pasajes, que figuran entre los más bellos de la Escritura, convergen hacia la afirmación de Tomás: la Ley nueva es una ley interior, en el sentido de que ha sido inscrita por el Espíritu Santo en los corazones por medio de la fe en Cristo. Es la misma gracia del Espíritu Santo, que infunde en nosotros una luz y una vida nuevas al ritmo de sus impulsos.

La fuente espiritual de la Ley nueva

Acabamos de hablar de las fuentes textuales de la doctrina de santo Tomás; mas no hay que equivocarse: para él la verdadera fuente, sin la que las otras quedarían secas, es la gracia del Espíritu Santo que «escribe» (recibe el nombre de «Dedo de Dios») en el corazón de los fieles a través del acto de fe e inspira sus movimientos de acuerdo con los textos de la Escritura, cuya inspiración procede del mismo Espíritu.

La ley adquiere aquí un sentido sorprendente para nosotros. Como ya hemos observado, ésta no significa ya una constricción exterior, como un código o un dique que detiene el flujo de la vida, sino que viene a situarse en el interior del movimiento espiritual, en su origen, y designa el principio director, la Sabiduría motriz que inspira y regula sus actos. Esta ley consiste en la presencia activa del Espíritu, que, ocupando ahora el sitio de Jesús junto a los discípulos, como «otro Paráclito» (Jn 14, 16), los inclina a poner en práctica su enseñanza, para introducirlos en la comunión de las personas divinas.

Conviene asimismo darle un sentido particular a la novedad de esta Ley. No es nueva sólo porque haya reemplazado a la Ley antigua, no debemos olvidar que cuenta ya con dos mil años, lo que le habría procurado ampliamente el tiempo de envejecer a su vez. La Ley evangélica posee el poder de renovar incesantemente los espíritus y los corazones, porque se identifica con la gracia del Espíritu Santo. Por eso estuvo en el origen de todas las renovaciones espirituales producidas en la Iglesia. Se trata de una ley de renovación continua, que garantiza entre los fieles la formación y el crecimiento del «Hombre nuevo» del que habla san Pablo: «Despojaos del hombre viejo con sus obras, y revestíos del hombre nuevo, que se va renovando hasta alcanzar un conocimiento perfecto, según la imagen de su Creador» (Col 3, 9-10). De este modo, el Espíritu forma en nosotros eso que santo Tomás no vacila en llamar instinto espiritual, del que debemos decir que, a diferencia del instinto animal, es superiormente inteligente y libre.

La doctrina de la Ley nueva nos conduce así a redescubrir, más allá del racionalismo y del voluntarismo ético del que seguimos siendo tributarios, la espontaneidad del Espíritu: intuición, aspiración e impulso todo a la vez, como una fuente profunda que explotarán las virtudes teologales y los dones.

Una fuente secreta

Sin embargo, no tenemos que ocultárnoslo, esta fuente espiritual escapa ampliamente a nuestras posibilidades de aprehensión. Está situada por encima de nuestras ideas y de nuestros proyectos, aunque sea ella la que los inspire, por encima de nuestros sentimientos y de nuestras voliciones, aunque sea ella la que los anime. Es del orden de «lo que el ojo no vio, lo que el oído no oyó, lo que no ha subido al corazón del hombre» (1 Co 2, 9), aquello que, no obstante, ha preparado Dios para ponerlo en el corazón de los creyentes.

Por eso, al definir santo Tomás la ley nueva como una ley interior, se ve obligado a usar una paradoja. En efecto, ha tenido que clasificar la ley, en general, entre los principios exteriores de la acción humana, a diferencia de las virtudes, y he aquí que introduce una ley, la más perfecta a sus ojos, en la interioridad del hombre, como una regla y una causa de acción espontánea. De un lado, la exterioridad es la mayor posible, pues la ley del Espíritu es superior a cualquier inteligencia creada, y, de otro, la interioridad es la más íntima que pueda haber, como la que se da en una comunión de amor. Tomás se unía así, a su manera, a la experiencia de Agustín cuando dice a Dios: «Tú me eras más íntimo que lo íntimo de mí mismo y superior a lo más alto que hay en mí» («intimius intimo meo et superius summo meo», Conf., 1. III, VI, 11).

Observemos, además, que la distancia entre la Ley del Espíritu, en su origen, y nosotros, que la recibimos, no es un espacio sereno. Es ahí donde, de hecho, está plantada la Cruz de Cristo y donde deberá expirar el hombre viejo, para que pueda nacer el hombre espiritual, engendrado por la fe y el bautismo. Esa es la tierra donde el grano del Espíritu debe hundirse para hacernos morir y revivir según su Ley.

Una ley interior

Jeremías describe la penetración de la Ley nueva en nosotros como una «escritura en el corazón», cosa que traduce santo Tomás hablando de una ley «indita», puesta en nosotros al modo como se inspira un sentimiento —miedo, alegría—a alguien. La imagen de la escritura es rica. El «corazón» designa la parte más íntima del hombre, a la que sólo Dios tiene acceso. Lo distinguimos de lo que se ve. El corazón es la sede de la inteligencia y del amor, en él se forman los pensamientos y los sentimientos, las palabras y las acciones. Constituye el centro profundo de la vida religiosa y moral; en el corazón asimismo recibe el hombre, por la fe, el don del Espíritu.

Al evocar la Ley de Moisés inscrita en unas tablas de piedra, el pasaje de Jeremías nos presenta la Ley nueva como una obra de la Sabiduría divina, que instruye al hombre a la manera de un padre que enseña y educa a su hijo, no sólo mediante palabras que se inscriban en su memoria, lo que puede ser significado por la inscripción en la piedra, sino con el impulso del amor que mueve el corazón. La Ley nueva conduce así a su perfección la obra de la educación divina, por medio de una comunicación de la sabiduría, que pertenece al Verbo de Dios, y a través de un don del amor que procede propiamente del Espíritu. Ahora, aquel que ha recibido la Ley nueva, puede, consultando su corazón, conocer la voluntad de Dios: «Ya no tendrá que instruir cada uno a su prójimo, cada uno a su hermano... Pues todos me conocerán, desde los más pequeños hasta los mayores» (Jr 31, 34). Gracias a esta Ley, el Espíritu se convierte verdaderamente en el «Maestro interior».


III. La obra del Espíritu Santo y sus signos

Se ha acusado a la teología católica postridentina de no haber otorgado al Espíritu Santo el lugar que le corresponde en la vida cristiana. El reproche tenía fundamento en la medida en que las clasificaciones de la época separaron excesivamente la vida moral de la vida espiritual y acantonaron la intervención del Espíritu en la mística.

Nuestra definición de la Ley nueva nos ayuda a restablecer la situación. La acción del Espíritu Santo queda tan extendida como el don de la gracia y como la predicación del Evangelio. Se ejerce en todos los fieles y recubre todo el campo de la moral, a la que otorga una dimensión y una finalidad espirituales. Nuestra definición nos permite precisar cómo se ejerce la acción del Espíritu Santo desde el don de la gracia, por medio de las virtudes, hasta el nivel del obrar concreto.

El Espíritu de Jesús

La mención del Espíritu Santo en nuestra definición evoca todo lo que nos enseña el Nuevo Testamento sobre su misión, primero respecto a Cristo, desde la Anunciación hasta la Resurrección; a continuación, respecto a la Iglesia, a partir de Pentecostés, en su formación y crecimiento gracias a los ministerios y los carismas; y, por último, respecto a cada fiel, en la obra de la santificación que lleva a plenitud la de la justificación por la fe que obra por la caridad.

Incontestablemente, para retomar los términos de san Pablo, la vida cristiana es, al mismo tiempo, una «vida en Cristo» y una «vida según el Espíritu». Estas expresiones se reclaman entre sí, para designar la acción del Espíritu prometido y enviado por Jesús a los apóstoles, a fin de recordarles todas sus palabras y realizar con ellos la obra de salvación cuyas bases había echado él 1.

Así pues, en modo alguno podemos separar al Espíritu Santo de la persona de Cristo. Su misión consiste precisamente en hacernos vivir en Cristo. No obstante, en el seno de la Trinidad y en el alma de los fieles, el Espíritu tiene su personalidad y su función propia. Así podríamos redactar su carnet de identidad: es el Espíritu del Padre, éste es su origen; es el Espíritu de Jesucristo, es su nacionalidad cristiana; es el Espíritu de la Iglesia, ése es el domicilio que se construye y donde le gusta habitar.

Estos rasgos nos proporcionan los criterios esenciales para ejercer el discernimiento indispensable y evitar confundir el Espíritu Santo con cualquier soplo que agite a los hombres, con cualquier idea o sentimiento que conmueva e indigne a la opinión.

La fe en Cristo

San Juan nos indica el primer criterio y la principal línea de fuerza de la acción del Espíritu Santo: «Queridos, no os fiéis de cualquier espíritu, sino examinad si los espíritus vienen de Dios... Podréis conocer en esto el espíritu de Dios: todo espíritu que confiesa a Jesucristo, venido en carne, es de Dios» (1 Jn 4, 1-2). La identidad es precisa y segura: es el Espíritu quien nos insufla, hoy como en los tiempos de los apóstoles, la fe en Jesús, como Hijo de Dios, nacido de la Virgen María, que sufrió en su cuerpo y resucitó bajo Poncio Pilato. Notemos aquí el vínculo entre el Espíritu y la carne de Jesús, que se opone a toda mitificación gnóstica e indica al mismo tiempo la penetración de la gracia hasta en nuestro cuerpo. San Pablo nos confirma en este punto: «Nadie puede decir: "Jesús es Señor", sino con el Espíritu Santo» (1 Co 12, 3). Tal es, pues, la primera tarea del Espíritu: revelarnos, aportarnos el testimonio interior de que Jesús es el Hijo de Dios, que es nuestro Señor.

Existe, pues, un vínculo esencial entre la acción del Espíritu Santo y la fe en el Cristo de los Evangelios, tal como expresa el Credo cristiano. Por eso santo Tomás hace entrar con toda justicia la fe en Jesús en la definición de la Ley nueva. La vinculación no es sólo dogmática; es espiritual y vital. El Espíritu planta en nosotros la fe como la raíz de donde procede la savia de la gracia y nos injerta como ramas nuevas en el olivo franco que es Cristo (Rm 11, 24). Por medio

1. Para las relaciones entre Cristo y el Espíritu Santo, cfr. F. PRAT, La théologie de saint Paul, t. II, París, 1949, 352-355; 479-480. Asimismo L. CERFAUX, Le Christ dans la théologie de saint Paul, París, 1951, livre II, ch. IV, Le Christ selon V Esprit (existe traducción española en DDB, 1967).

del impulso de la fe, dirige las miradas de nuestro corazón hacia el misterio de Jesús y fija en El el amor que inspirará nuestra vida.

En concreto, el Espíritu nos enseña la humildad sencilla y la obediencia amorosa de la fe, a imitación del Cristo humilde y obediente a la voluntad del Padre. Sólo el Espíritu puede enseñarnos cómo aceptar el sufrimiento, sufrir la prueba y llevar nuestra cruz con esperanza siguiendo al Señor. Nos vuelve asimismo dóciles a la Escritura, inclinándonos a dejarnos juzgar por ella, hasta cuando nos acusa, en vez de juzgarla nosotros desde arriba de nuestra pequeña ciencia o de adaptarla a nuestras ideas y a nuestros gustos.

La oración al Padre

El segundo signo es la revelación del Padre, especialmente en la oración: «Recibisteis un espíritu de hijos adoptivos que nos hace exclamar: ¡Abba, Padre! (como Jesús en Getsemaní) El Espíritu mismo se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios. Y, si hijos, también herederos (de los dones del Espíritu)...» (Rm 8, 15-17). «EI Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables...» (8, 26).

Al parecer no se puede recitar como conviene el Padre nuestro sin la gracia del Espíritu Santo, que nos hace experimentar cómo esta oración nos eleva por encima de las palabras y de los sentimientos: expresa nuestra condición espiritual de hijos de Dios y nos hace tomar conciencia de ello. Mediante la moción del Espíritu que ora en nosotros, el Padre nuestro nos une a la oración misma de Jesús ante su Padre y lo hace presente en medio de los que se reúnen en su Nombre (cfr. Mt 18, 20). Por esta razón la Iglesia en sus oraciones se dirige al Padre por Cristo en el Espíritu. Este movimiento de la revelación cristiana manifiesta la intención de fondo que orienta toda la vida espiritual.

Concretamente, el Espíritu crea en nosotros el deseo y el gusto de la oración; él nos impulsa a otorgarle la prioridad en nuestras ocupaciones y nos inclina a «orar incesantemente».

La edificación de la Iglesia

El Espíritu Santo se revela también —y es éste un tercer signo— en su obra principal: la edificación de la Iglesia como el Cuerpo de Cristo, tal como nos la describe san Pablo con sus diferentes ministerios y carismas unidos en la caridad, y tal como se desarrollará a continuación, a lo largo de los siglos, sobre estas bases. La Iglesia es la obra de predilección del Espíritu Santo; es la novia que va preparando pacientemente para el encuentro con el Esposo, Cristo, conformándola con él, tanto en sus sentimientos como en su conducta.

La acción del Espíritu Santo se reconoce, por consiguiente, en que se sitúa en la Iglesia y se ejerce siempre en favor de la Iglesia, con la mirada puesta en su crecimiento. El celo constructivo y desinteresado por la Iglesia es la marca del verdadero profetismo.

En concreto, el Espíritu Santo nos insufla el amor a la Iglesia y nos incita a asumir en ella, con abnegación, los servicios y los ministerios, a ejemplo de Cristo, que se hizo siervo de todos. A los que ejercen alguna autoridad, el Espíritu les enseña a «apacentar la grey de Dios... de buen grado..., de corazón..., convirtiéndose en modelos del rebaño» (1 P 5, 1-3). A los fieles les inculca una obediencia similar, pronta y generosa, benevolente en la interpretación e inteligente en la educación, sin detenerse en las faltas y en las debilidades que nos son comunes.

Conviene anotar aquí lo que podríamos llamar los dos polos de la acción del Espíritu: ésta es, al mismo tiempo, muy personal y completamente eclesial. Es personal en virtud de la fe, que nos liga a la persona de Cristo y nos impulsa a orar al Padre en lo secreto. Se puede decir incluso que el Espíritu nos «personaliza», puesto que nos enseña a través de la experiencia interior que cuanto más nos adherimos a Cristo hasta olvidarnos de nosotros mismos, siguiendo su ejemplo, mejor se desarrolla el yo profundo que va formando en nosotros el amor. La comunión con el Padre a través de la oración, con el Hijo en la Eucaristía, con el Espíritu en la vida, ahonda en nosotros la conciencia de nuestra calidad y de nuestra dignidad de «personas».

Ahora bien, precisamente en este recinto «secreto», en el que no puede penetrar la mirada de otro, más allá de las relaciones y de los afectos humanos, es donde se anudan en torno a Cristo, sobre la base de la caridad, los lazos de fraternidad que nos hacen convertirnos en células de la Iglesia, en miembros activos del Cuerpo de Cristo, en partícipes de la «comunión de los santos».

El Espíritu de paz

Podemos considerar también, ciertamente, como criterios de discernimiento la lista de los frutos del Espíritu que presenta la carta a los Gálatas (cap. 5): la caridad, la alegría, la paz, la paciencia, la servicialidad, la bondad, la confianza en los otros, la mansedumbre, el dominio de sí, y, con ciertos manuscritos, podemos añadir la castidad, que es, de hecho, una obra específica del Espíritu. Estas cualidades, rodeando a la caridad, se cogen de la mano y se confortan entre ellas.

Vamos a fijarnos especialmente en la paz, recomendada por la tradición de los Padres del desierto como un criterio seguro para el discernimiento de los espíritus. La acción del Espíritu Santo, por muy molesta que sea a causa de sus exigencias, pone la paz en el corazón de aquel que le responde. La acción del demonio, por el contrario, aunque se encubra con palabras de paz, se produce habitualmente en medio de la agitación, del ruido, y engendra la turbación en el alma, extremo que muestra bien la lista de los pecados que produce la carne, según el mismo pasaje de la carta a los Gálatas: impureza, odio, discordia, celos, envidia...

¿Hay que precisar que la paz producida por el Espíritu Santo no tiene nada de perezosa? Esta paz es la recompensa de aquellos que han combatido con coraje

el combate espiritual y «crucificado la carne con sus codicias». Está destinada asimismo a los que hayan dado testimonio de Cristo en las pruebas de la vida y hayan descubierto en ellas la alegría prometida por las bienaventuranzas. Esta alegría constituye también un signo de la presencia del Espíritu, en contra de la tristeza de alma y del enojo que nos dejan los falsos profetas.


IV. La gracia del Espíritu Santo. El don espiritual

La gracia designa el don de Dios en su generosidad y en su gratuidad (cfr. 2 Co 8, 9: «Conocéis la "gracia" de nuestro Señor Jesucristo, el cual, siendo rico, por nosotros se hizo pobre...»). Es digno de destacar que la teología cristiana haya atribuido al Espíritu Santo el vocablo «don», porque es el Amor en el seno de la Trinidad (I, q. 38). Ese es el nombre propio del Espíritu Santo: él es el don de Dios por excelencia, el don del Padre enviado por el Hijo; él es asimismo el dispensador de los dones, de todas las gracias. Conviene, pues, confiarle particularmente la Ley nueva que es aquí abajo el don divino más perfecto en su orden.


A. La gracia y la misericordia

El término «gracia» es rico en significaciones. Quizás nosotros lo hayamos conceptual izado y materializado en exceso. La gracia nos remite a la experiencia evangélica primitiva: el encuentro del pecador con el perdón de Dios ofrecido por Jesús en la conversión, la «metanoia», que le da la vuelta, cura y purifica el corazón (Mt 4, 17). Para designar la fuente de esta gracia, debemos devolver su fuerza y su riqueza al viejo término cristiano de «misericordia», abandonado con demasiada facilidad por los traductores de la Biblia. Designa este término un amor que sobrecoge en las entrañas como la ternura de una madre, que compromete el corazón como el afecto de un padre o de un hermano. Si le añadimos la idea de fidelidad que implican también estas relaciones familiares, tenemos entonces en «misericordia» la mejor traducción del término hebreo «hesed», que significa el amor de Dios por su pueblo, que le hace permanecer fiel al mismo incluso en su miseria y su pecado. La gracia es el don mismo de esta misericordia.

Así pues, en la experiencia de la conversión a Dios, que se prolonga a lo largo de toda la vida a través de la conciencia y la confesión humilde y confiada del pecado, es donde mejor podemos adivinar lo que significa la misericordia y comprender cómo la gracia es una merced, un don de pura y suave benevolencia que nos transforma y nos libera. Ahí es donde tenemos que volver para apartar el obstáculo que, frecuentemente, nos detiene en la cuestión de la gracia: la idea recibida de una moral demasiado jurídica, la idea de que existe, entre la libertad y la gracia, una relación de fuerzas medible mediante el cálculo de los pecados y de los méritos en la balanza de la justicia legal. Ahora bien, en el Evangelio, la gracia se manifiesta mejor precisamente por su libertad en relación con semejante contabilidad, poniéndose gustosamente del lado de los «pecadores» más bien que del de los «justos» o de los «merecedores» a los ojos de los hombres.


B. La gracia y el tema del matrimonio espiritual

Para elucidar lo que contiene la experiencia de la misericordia de Dios y discernir mejor lo que es la gracia del Espíritu, conviene recurrir a los temas del amor conyugal y de la amistad, que la Escritura pone en práctica y que serán explotados por la teología y la mística.

La Escritura sitúa siempre el amor en el marco de la Alianza entre Dios y su pueblo, comparada por los profetas con unos desposorios, y después con un matrimonio. «Yo te desposaré conmigo para siempre; te desposaré conmigo en justicia y en derecho, en amor y en compasión, te desposaré conmigo en fidelidad, y tú conocerás a Yahvé» (Os 2, 21-22). «Como se casa joven con doncella, se casará contigo tu edificador, y con gozo de esposo por su novia se gozará por ti tu Dios» (Is 62, 5).

El tema será retomado por san Pablo y aplicado, en su meditación sobre el matrimonio cristiano, a la unión de Cristo con la Iglesia (Ef 5, 32). Volvemos a encontrarlo en el Apocalipsis, donde la Jerusalén celestial desciende del cielo «engalanada como una novia ataviada para su esposo» (Ap 21, 2). Este libro concluye, además, con la invitación: «El Espíritu y la Novia dicen: "¡Ven!" Y el que oiga, diga: "¡Ven!" (es el Marana Tha de los primeros cristianos dirigido al Cristo-Esposo). Y el que tenga sed, que se acerque, y el que quiera, reciba gratis agua de vida» (Ap 22, 17).

Los místicos cristianos aplicarán más tarde el tema del matrimonio a las relaciones del alma con Dios y se servirán de él para describir las etapas de su experiencia. El Cantar de los cantares será para ellos el libreto de este amor.

La imagen del amor conyugal

El amor conyugal, tal como ha sido asumido por la Palabra de Dios, nos brinda, efectivamente, una base tanto mejor para ilustrar nuestras relaciones con la gracia, por el hecho de que la caridad es el don principal del Espíritu Santo. Es cierto que existe entre los esposos unos vínculos jurídicos, una serie de derechos y deberes fijados en un contrato que regula su alianza. Mas estos datos legales están al servicio del amor que les une; de él reciben su sentido profundo y su auténtico valor. El matrimonio, lo mismo que los desposorios, se abre en virtud del amor a la significación espiritual que le otorga la Escritura, para expresar las relaciones entre Dios y su pueblo, entre el alma y Dios, prefiguradas ya en la creación del hombre y de la mujer a imagen de Dios.

Ahora bien, la ley característica de este amor no reside en el débito legal, sino en el don gratuito a través del cual la persona se ofrece espontánea, libre y gozosamente. Se puede decir que los esposos se dispensan gracias mutuamente. En

este sentido, la gracia designa lo que hay de más específico en los intercambios del amor, ya entre Ios novios y los esposos, y aún más entre Dios y el alma.

Las significaciones de la gracia

En este marco la gracia adquiere, además, varias acepciones. No pierde su sentido principal de «agraciar», pues la esposa debe ser purificada de sus manchas para presentarse ante su Esposo. Por eso se entregó Cristo por la Iglesia «para santificarla, purificándola mediante el baño del agua, en virtud de la palabra» (Ef 5, 26). Pero la gracia designa asimismo la belleza de la esposa, que suscita el amor: «Y presentársela resplandeciente a sí mismo; sin que tenga mancha ni arruga ni cosa parecida, sino que sea santa e inmaculada» (5, 27). Esta belleza incluye la gracia en los gestos y la mantiene, a través de las palabras y la conducta, especialmente en los movimientos del alma.

Ahora bien, estas significaciones tienen su raíz en la iniciativa libre y gratuita de la voluntad amorosa: primero en Dios y, después, en nosotros que le respondemos. ¿No es acaso la del corazón la belleza más graciosa? ¿No es acaso ella la que mejor irradia en los rasgos y en las acciones? La gracia designa la obra más amable de Dios en nosotros; de ella afirma santo Tomás, siguiendo a san Agustín, que es mayor que la creación del cielo y de la tierra (I-II, q. 113, a. 9): a pesar de que éramos pecadores, la gracia filial nos confiere una semejanza activa con Dios y la capacidad de volvernos bellos y amables a sus ojos, a imitación de su Hijo, mediante la contemplación de su Belleza y mediante la acogida dócil de su Amor. La gracia convierte así realmente nuestra alma en novia, en esposa, y nos otorga la libertad de hablarle a Dios en la oración, con la confianza que procuran los vínculos del afecto, como si Dios encontrara su mayor placer en vernos ejercer nuestra libertad en relación con él y usar los derechos que él mismo nos ha concedido en su misericordia.


C. La gracia y el tema de la
amistad

La amistad de Cristo según santo Tomás de Aquino

Para dar cuenta de la naturaleza y de los movimientos de la gracia, podemos servirnos también del tema de la amistad, que santo Tomás puso por delante en su análisis de la pasión del amor (I-II q. 26-28) y en su definición de la caridad (II-II q. 23). Para hacerlo se apoya en el discurso que siguió a la última Cena, referido por san Juan en el cap. 15, donde Jesús se sirve de la comparación de la viña para mostrar a sus discípulos cómo «permanecer en su amor» y concluye así: «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos. Vosotros sois mis amigos, si hacéis lo que yo os mando. No os Llamo ya siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su amo; a vosotros os he llamado amigos, porque todo lo que he oído ami Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15, 13-15).

Santo Tomás emplea asimismo el término de «comunión» («koinónia»), tan rico en el lenguaje de la Iglesia primitiva 2, para calificar la comunión amistosa que establece la caridad y que la fundamenta como amistad. Cita a este respecto el preámbulo de la primera carta a los Corintios: «Pues fiel es Dios, por quien habéis sido llamados a la comunión con su Hijo Jesucristo, Señor nuestro» (1, 9). Podríamos añadir a esto el deseo final de la segunda carta, retomado por la liturgia, que conviene exactamente a nuestro tema: «La gracia del Señor Jesucristo, el amor de Dios y la comunión del Espíritu Santo sean con todos vosotros» (13, 13).

Finalmente, en el corazón del tratado sobre la Ley nueva, a propósito de los consejos que incluye, nos presenta santo Tomás a Cristo como el Amigo por excelencia. «Los consejos de un amigo lleno de sabiduría son de una gran utilidad, como está escrito: "El aceite y los perfumes ponen el corazón alegre y los buenos consejos de un amigo son un bálsamo para el alma" (Pr 27, 9). Ahora bien, Cristo es el sabio y el amigo por excelencia. Sus consejos son, por tanto, de la mayor utilidad y conveniencia» (I-II, q. 108, a. 4 sed c.).

Esta particularidad de la Ley evangélica –la de incluir consejos– nos muestra que posee una naturaleza diferente a las leyes jurídicas: nos eleva a una condición nueva inspirada por la amistad, en la que Cristo no se dirige ya a nosotros de modo imperativo, como a siervos, sino a modo de consejo y apelando a nuestra libre iniciativa. Efectivamente, entre amigos no conviene darse órdenes, sino ayudarse mutuamente por medio de consejos y de exhortaciones, como en la catequesis apostólica. Por eso la Ley nueva merece llamarse «ley de libertad» y, podríamos decir, ley de gracia amistosa.

Si santo Tomás ha situado la Ley nueva bajo el signo de la amistad, se debe a que esta ocupaba, a sus ojos, al igual que al de los antiguos, un lugar de predilección en la moral, en relación con las virtudes que la fundamentan. La amistad lleva a cabo la armonía en las relaciones humanas; constituye el fin superior de la ley en la sociedad, la realización más acabada del amor. Se anuda a través de la reciprocidad y de la comunión de los sentimientos y los intercambios. Presupone o establece la igualdad dinámica de las personas.

Ambos temas –el de la amistad y el del amor conyugal–, uno más masculino, más femenino el otro, centrados en la persona de Cristo, van juntos en la teología y en la espiritualidad cristianas. Hay que evitar oponerlos; ambos se completan y nos ayudan a dar cuenta de las riquezas de la misericordia de Dios, manifestada en Cristo, lo que ninguna obra de espiritualidad puede expresar adecuadamente.

La libertad, la reciprocidad y la igualdad en la amistad con Cristo

El tema de la amistad, en lo que concierne a la gracia y a su obra, puede servir para mostrar la grandeza del don divino: la caridad como amistad, partiendo de la mayor desigualdad entre el Creador y la criatura, entre el pecador y la san-

2. Cfr. Biblia de Jerusalén, 1 Co 1, 9, nota b.

tidad divina, nos une a Dios en la libertad, la reciprocidad y la igualdad de una comunión activa.

La puerta de entrada de la amistad es la libertad: se penetra en ella voluntariamente; y no puede mantenerse más que mediante el respeto atento y benevolente de la libertad del otro. La amistad es el espacio de una experiencia única en el que se aprende cómo pueden compenetrarse dos personalidades, y después, al mismo tiempo, afirmarse y reforzarse la una por la otra. En la amistad se puede percibir, quizás de un modo más claro que en el amor, cómo se establece la comunicación entre las libertades, especialmente por medio de los consejos, que son gracias, regalos de sabiduría ofrecidos al amigo para ayudarle en su progreso.

El lazo de la amistad se anuda a través de la reciprocidad de los intercambios a nivel de Ios sentimientos, de las ideas, de las voluntades y de los bienes, a través de la puesta en común y del compartir, bajo el signo de la gratuidad. Sin embargo, aquí, y lo mismo ocurre con la obra de la gracia, las cosas no marchan por sí solas. En efecto, el ejercicio de la amistad reclama una educación, la adquisición de una madurez personal mediante la paciente labor de las virtudes, que proporcionan la base firme de la amistad verdadera, pues sólo ellas nos enseñan la generosidad y forman la necesaria estima mutua.

La caridad tomará como base principal la amistad con Cristo, fundamentada por la fe sobre la roca de su Palabra confirmada por el testimonio interior del Espíritu; obrará con la ayuda de las otras virtudes haciéndonos espontáneamente dóciles a los mandamientos y a los consejos del Señor, especialmente a través del ejercicio de la misericordia fraterna. La espiritualidad cristiana es así una educación en la amistad con Cristo bajo la dirección del Espíritu Santo.

Por último, la ley de la amistad es la igualdad. Que el hombre pueda entrar en relaciones de amistad con Dios, a pesar de la infinita distancia que los separa, constituye la gracia más asombrosa. Es propiamente sobrenatural. Procede del misterio de la encarnación y culmina en la redención. Tiene por objeto hacemos participar, como hijos adoptivos, en la intimidad y en la igualdad que reinan entre Cristo y su Padre, reunirnos asimismo en el seno de la Iglesia, como hermanos y hermanas, como amigos, sea cual fuere la diversidad de las vocaciones, de los ministerios y de las condiciones.

Una igualdad semejante es espiritual. Tiene como medida y como modelo la persona de Cristo. Posee un dinamismo que le es propio y que caracteriza los movimientos de la gracia. Sigue la lógica paradójica que expresa el Evangelio en muchas ocasiones como una ley fundamental: «El mayor entre vosotros será vuestro servidor. Pues el que se ensalce, será humillado; y el que se humille, será ensalzado» (Mt 23, 11-12). He aquí una sorprendente igualdad: se adquiere no reivindicándola, incluso abandonándola; se ejerce por medio de la humildad y el servicio fraterno, a imitación de Cristo, que ha venido «a servir y a dar su vida en rescate por muchos» (Mt 20, 28).

Encontramos ya en la amistad humana, señalémoslo, un esbozo de esta ley, pues el amigo se complace en ponerse al servicio de su amigo, y hasta de sus allegados a causa de él; previene espontáneamente sus deseos, sus necesidades, mejor de lo que pudiera hacerlo un siervo. La igualdad no es aquí material ni querida por sí misma en primer lugar; es personal, entregada al otro y recibida de él en reciprocidad con ayuda del servicio mutuo y gracioso.

El tema de la amistad, enriquecido con numerosos datos provenientes de la experiencia proporcionada por los tratados clásicos de Aristóteles y de Cicerón, entre otros, puede ser utilizado, consiguientemente, por la teología y la espiritualidad cristianas. Sufrirá, no obstante, hondas transformaciones, como el tema del amor, mediante su elevación al nivel de la vida de la gracia y de la experiencia espiritual. Proporciona también, y no en menor medida, una base natural al estudio de la caridad teologal.

Amor y amistad

La ventaja del tema de la amistad consiste en ayudar a expresar de una manera más serena, más comedida, más completa, sin duda, los movimientos y el trabajo de la gracia en nosotros y en la Iglesia; el tema del amor posee, en cambio, más calor, más sentido dramático y, posiblemente, mayor hondura. Uno conviene mejor a la espiritualidad contemplativa y a la teología armoniosa de santo Tomás; el otro es más apto para describir las luchas contra el pecado, los ardores, las exigencias y las peripecias de un amor que rebasa la medida humana, como es el caso de la Cruz de Cristo bajo la moción del Espíritu.

Los temas de la misericordia, del amor y de la amistad, se concentran todos ellos en la persona de Jesús en la experiencia cristiana. El es el Esposo, el Amigo, la Fuente de la gracia misericordiosa. También es él quien, por su Espíritu, nos ayuda mejor a comprender que su gracia y nuestra libertad no son rivales, sino que se reclaman entre sí y se apoyan mutuamente. La gracia no puede fructificar sin nuestra libertad y ésta, sin la gracia, sólo puede replegarse sobre sí misma y volverse estéril. El lazo que las reúne y las ata es el Espíritu de vida, que escribe en el fondo de nosotros la Ley nueva.


BIBLIOGRAFÍA

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