JACOB-ISRAEL
Patriarca

 

Según el relato del libro del Génesis, Jacob, el tercero de los grandes patriarcas, es hijo de Isaac y nieto de Abrahán. El texto nos cuenta que su madre, Rebeca, dio a luz dos gemelos que se peleaban en su vientre. En el momento de salir, el segundo agarraba al primero, Esaú, por el talón (en hebreo aqueb, parónimo de acob). La anécdota no sólo trata de explicar su nombre, sino que anticipa la adversidad entre ambos hermanos por asegurarse los derechos de primogenitura y hasta las futuras luchas entre los clanes que de ellos descienden.

Al pensar en Jacob, uno recuerda el cuadro pintado por Ribera que, en el Museo del Prado, nos presenta a Jacob en el tendido claroscuro de su sueño. O el otro cuadro de Delacroix, en San Sulpicio de París, que capta el destello nocturno de la lucha de Jacob contra el ángel. Jacob es el hombre nómada. Emigrante en tierras extrañas. Peregrino entre la astucia y la simplicidad, pasando por la lucha. Un camino agónico y atormentado, de día en día, de noche en noche.
 

LA NOCHE DE BETEL

Según el Génesis, Jacob es un hombre casero, aficionado a la tienda más que a las correrías por los campos (Gn 25, 27). Su padre Isaac prefiere al primogénito que le trae las mejores piezas de caza. Rebeca, en cambio, prefiere a Jacob. Es ella quien le sugiere la famosa estratagema mediante la cual compra por un guiso de lentejas la primogenitura de su hermano (Gn 25, 29-34) y lo suplanta ante su padre ciego, de quien recibe las mejores bendiciones (Gn 27, 1-45).

Escapando de las tiendas familiares de Berseba, se encuentra en camino hacia Jarán, la tierra de sus antepasados. La noche y el cansancio le obligan a la pausa y al sosiego. Jacob dormita y sueña escalas que unen la tierra con el cielo. Y ángeles que suben y bajan. Al despertar, tantea a su alrededor. Sólo descubre la piedra usada como cabezal. Es ésa una noche que en su vida marcará el descubrimiento de las cosas (Gn 28, 10-22).

En su vida, como en la vida de todo hombre, ha serpeado la tentación de convertir al hermano en un rival. La tentación de despojar al hermano de sus derechos para apropiarse de sus cosas. Las cosas han sido para él instrumentos de mentira (Gn 27, 20-22). Había utilizado hasta el nombre de su Dios para engañar al anciano Isaac. Jacob había vivido en la codicia y la mentira. Las cosas habían sido para él motivo de discordia y enemistad con el hermano (Gn 27, 41-45). Las cosas han desencadenado la cólera de Esaú desposeído. Pero siempre han revelado la cobardía del Jacob desposeedor.

Despertado de su sueño, Jacob recuerda en la noche su propia inseguridad, que, habituada a la mentira, siempre ha exigido juramentos (Gn 25, 33). Sin duda, recuerda también su propia astucia, apoyada en la complicidad de la madre (Gn 27, 8) y reconocida por la ciega clarividencia del padre (Gn 27, 35). A veces se pregunta si no será cierto que tiene la voz zalamera de Jacob y las ágiles manos de Esaú (Gn 27, 22). La treta del vellón que cubrió sus brazos le parece ahora la trampa de su propia astucia, alienada e insatisfecha.

Recuerda, por fin, el grito amargo de Esaú (Gn 27, 34-38). El llanto de su hermano brotaba de la rabia por el despojo de sus derechos y también del dolor por unas relaciones fraternales que el engaño ha destrozado. Jacob tendrá que recorrer largos caminos de dolor antes de aprender a sollozar.

Despertado de su sueño, Jacob comprende que cualquier cosa y cualquier lugar pueden ser una «Puerta del Cielo» (Betel: Gn 28, 17). La tradición goza en atribuir al huidizo patriarca la fundación de ese lugar santo. Al consagrar la piedra en que se apoyaba la convierte en un hito que marca el camino que ha de intentar recorrer hasta el final (Gn 28, 20). Allí mismo hace un voto al Señor, prometiendo entregar como una ofrenda los bienes que Dios le otorgue (Gn 28, 22). Pero aún le faltan días y caminos para llegar a comprender que las cosas han sido hechas para ser compartidas entre los hombres: que en lugar de arrebatar, el hombre ha de aprender a compartir y a regalar (Gn 32, 8).


LA NOCHE DE YABBOQ: «ISRAEL,

Aquella noche, allá en Betel, Jacob estaba huyendo de su hermano. Se encontraba aprisionado por su codicia. Y la piedra le descubrió una nueva relación con las cosas. La revelación del Dios de la escala le desveló el sentido de su peregrinar y le prometió la posesión sobre aquella tierra.

Años más tarde lo encontramos de nuevo en marcha. Huyendo esta vez de su suegro Labán, Jacob ha llegado hasta Majanáyim, donde le salen al encuentro los ángeles de Dios. Los ángeles marcaron su escapada y señalan su retorno a la tierra de las promesas. ¿Y el largo paréntesis intermedio? Nunca se le mostraron los ángeles en Jarán. Ahora recuerda todas las amarguras que allí pasó. Ahora quisiera arrancarse finalmente la máscara, abominar de sí mismo para descubrir, aunque sea dolorosamente, el otro ser de sí mismo. También esta noche junto al torrente Yabboq marcará su vida para siempre (Gn 32, 23-33).

Esta noche Jacob siente repugnancia ante su propia imagen. Va recordando su llegada suplicante hasta Jarán. Recuerda sus largos años de pastoreo para beneficio y prosperidad de Labán. Ha sido astutamente engañado hasta en su noche de bodas (Gn 29, 15-30). Ha tenido que servir siete años más para conseguir a Raquel, la bien-amada, después de tener que cargar con Lía. Es como si siempre hubiera vivido en la oscuridad de la noche.

Y luego se ha sentido como un juguete en manos de dos mujeres comidas por los celos (Gn 30, 14-24). Se ha sentido prisionero de su propia nostalgia (Gn 30, 25). Dominado por su antigua ansiedad ante las cosas y codicioso de rebaños (Gn 30, 32-43). Marcado para siempre por su antigua fama de usurpador (Gn 31, 1). Enemistado con Labán y obligado a justificar su prosperidad ante sus propias esposas (Gn 31, 2- 16).

De nuevo se encuentra huyendo (Gn 31, 27). En la reciente disputa con Labán ha descubierto su ácida altanería, basada en la trampa y el engaño, como siempre (Gn 31, 36-42). A medida que avanza hacia el Sur le asalta el miedo a su hermano Esaú, del que ni la distancia ni los regalos han conseguido liberarlo (Gn 32, 8).

Esta noche Jacob tendrá que descender al abismo más insondable de sí mismo. Es un momento crucial en la vida de todo hombre. Gozoso o dolorido, el encuentro consigo mismo es inevitable. Quién sabe si, allá en el fondo, no le duele su insignificante papel ante Dios. Sólo una vez ha aflorado a sus labios ese vago sentimiento. Dios le ha dado riquezas. Pero nunca le ha mostrado la íntima amistad que parecía unirlo con Abrahán. Nunca ha apostado por él, como cuando se hizo «padrino» y valedor de Isaac (Gn 31, 42-53).

Jacob ha tenido que andar muchos caminos para llegar aquí: a la lucha decidida y descarnada con su otro yo. Se encuentra solo ante el murmullo del torrente Yabboq. Y ante esa fuerza que lo obliga a luchar antes de atravesar la frontera que aún lo separa de las promesas. Ésta es la noche de la verdad. La noche de la sinceridad sin máscaras. La noche de la agonía sin testigos.

Como toda persona, Jacob ha tenido que enfrentarse con lo mejor de sí mismo: con las exigencias de Dios. Dios no quiere que sus hijos roben las bendiciones cubriéndose con pieles de cordero. Sus bendiciones las otorga él a quien se consume en el anhelo de ver el rostro de su Dios.

Esta noche Jacob adquiere ante Dios la grandeza de sus antepasados. Y Dios le otorga el nombre nuevo que corresponde al hombre nuevo que acaba de nacer en él: Israel, el «fuerte contra Dios» (Gn 32, 29).

Jacob, que se encuentra a sí mismo en la lucha con Dios, será en verdad un hombre renacido. Su vieja codicia ante las cosas se torna generosidad ante el rostro de su hermano (Gn 33, 1-11).

Desde ese momento perderá el miedo y será capaz de tomar decisiones libres y responsables. Será capaz de echar raíces en la tierra y de edificar un futuro en la libertad (Gn 33, 12-20).


LA NOCHE DE BERSEBA

Pasan los años. Jacob es demasiado anciano para volver a emigrar. Los hijos han ido poco a poco asumiendo el cuidado de los rebaños. Y allá en la tienda en que se cobija Jacob parece ir madurando en la paz. El joven ladino y codicioso que fue, el hombre astuto y luchador que también fue, se ha convertido en un anciano paciente y profundo como el pozo que recuerda su nombre en las tierra de Siquén.

Al fin se ha hecho la luz en la vida del hombre que ha ido descubriéndose a sí mismo en el silencio de la noche. Pero hay otra noche en Berseba, en la que Dios se hace presente en la vida del nómada. Es la noche del descubrimiento de Dios (Gn 46, 1-5).

A la hora de esta visión, Jacob ha pasado ya por muchas pruebas, como el rapto de su hija Dina y la terrible venganza que Simeón y Leví tomaron de Siquén y de sus gentes (Gn 34). Sobre el anciano se alza el fantasma de la enemistad y la contienda que presidiera su juventud.

Ha perdido a Raquel, la bien-amada, cuando le traía a la luz al segundo hijo, tan esperado, y la ha sepultado junto al camino de Belén, mientras el hijo mayor, Rubén, rompía indecorosamente la honestidad del clan (Gn 35, 16-22).

Ha recibido un día la túnica ensangrentada de su hijo José (Gn 37, 10) y ha llorado amargamente sobre el vestido multicolor que un día regalara a aquel extraño hijo soñador e idolatrado (Gn 37, 3). La familia, que fue siempre motivo de orgullo para él, ha sido fuente de dolores y de continuo estupor.

A la hora de esta visión, en la noche de Berseba, Jacob ha experimentado con los suyos el hambre de la tierra que obliga a frecuentar los silos y graneros de Egipto (Gn 42, 1-2). Ha sentido la ausencia de su hijo Simeón, retenido como rehén por los poderosos señores del Nilo (Gn 43, 36). Pero también ha aprendido una nueva capacidad para el regalo, enviando a Egipto por medio de sus hijos lo mejor de lo que tiene (Gn 43, 11). Ha aprendido una serena actitud de confianza en su Dios, al que acostumbra a llamar «Dios de las Montañas» (Gn 43, 14).

Su hijo José vive y es poderoso, allá en Egipto. Y, entre la incredulidad y la alegría, Jacob decide que nunca es demasiado tarde para volver a ponerse en camino (Gn 45, 26-28).

A la hora de esta visión, tras el sacrificio de Berseba, Jacob ha empezado a conocer a su Dios: un Dios nómada. Un Dios amigo, que invita a abandonar el temor y que, al manifestarse, lo hace en la promesa de un «éxodo liberador». Él volverá para sacar de Egipto a los suyos (Gn 46, 2-4). El Dios protector, en cuya presencia caminaron sus padres y que ha sido compañero y guía de sus caminos (Gn 48, 15). El Dios de la gracia, que concede su bendición a los pequeños y a los que no parecen tener ningún derecho a los puestos de privilegio (Gn 48, 19). El Dios cercano a su pueblo, que siempre estará con él en todos sus amigos y le devolverá la tierra de sus padres (Gn 48, 21). La tierra de la gran añoranza en la que Jacob quiere destacar junto a los suyos (Gn 49, 29-33).

La leyenda de Jacob nos lo sitúa en un largo camino y en muchos años de exilio. La suya es una búsqueda atormentada en medio de la noche. Jacob recorre tortuosos caminos que van desde la astucia a la sencillez, de la altanería a la simplicidad, de la confianza en sus cosas y artimañas al abandono en el Dios de las promesas. Su peripecia humana y su aventura de fe es como la parábola del gran adviento de la humanidad que busca y aguarda la salvación. Una salvación que trasciende todos los anhelos.

JOSÉ-ROMÁN FLECHA ANDRÉS