10
de noviembre
HOMILÍAS
LECTIO DIVINA
SAN
LEÓN MAGNO,
PAPA Y DOCTOR
(†
461)
La
soberana personalidad de San León Magno es, en realidad, tan grandiosa,
que apenas sabemos de él más datos —olvidados los de su infancia,
educación y juventud— que los gigantes de su pontificado.
Debió
nacer en los primeros años del siglo V o finales del anterior, época
crucial y erizada de problemas, donde habían de brillar sus dotes
excepcionales.
Parece
que fue romano, (tusco le llama
el Liber Pontificalis), y bien
lo manifiesta el fervor con el que habla en sus discursos de aquella Roma
imperial sublimada por el cristianismo, que llama su patria:
"La
que era maestra del error se hizo discípula de la verdad... Y aunque,
acumulando victorias, extendió por mar y tierra los derechos de su
imperio, menos es lo que las bélicas empresas le conquistaron, que cuanto
la paz cristiana le sometió. Y cuanto más tenazmente el demonio la tenía
esclavizada, tanto es más admirable la libertad que le donó
Jesucristo."
En
el año 430 era ya arcediano de la iglesia papal, cargo que solía llevar
la sucesión en el Pontificado. Y ya para entonces eran admiradas su
sabiduría teológica, su elocuencia magnificente y su diplomacia habilísima.
En
una legación a las Galias donde se preparaba la infecunda victoria de los
Campos Cataláunicos sobre las hordas de Atila, le sorprendió la muerte
del papa San Sixto III y su elevación al trono pontificio, acogida con
grandes aclamaciones por el pueblo romano. Era el 29 de septiembre del
440.
Puso
mano inmediatamente a la restauración de la disciplina eclesiástica, al
fomento del culto católico y la liturgia, y a la enseñanza de los dogmas
y su defensa, con tanta elocuencia y sabiduría como nos lo demuestran los
discursos y cartas que de él conservamos.
La
carta XV fue escrita a Santo Toribio de Astorga, que le consultó el modo
de obrar con los herejes priscilianistas.
Aquellos
días de San León Magno eran tan agitados y trágicos en la cristiandad,
con violentas polémicas y herejías internas, como en el exterior,
combatidos ambos imperios de Oriente y Occidente por las terribles
invasiones de los bárbaros del Norte. En ambas situaciones la figura del
Pontífice es soberana, grandiosa y eficaz.
Ecos
de las herejías que desembocaron en Nestorio y fueron condenadas en Efeso,
eran las de Eutiques, que sucumbían al error contrario. Si Nestorio
afirmaba que en Cristo había dos personas distintas, la humana y la del
Verbo divino, que habitaba en el hombre como en un templo, y la unidad
divina y humana no era mayor, según él, que la del esposo y la esposa
unidos en una carne, Eutiques ponía en Jesucristo tal unidad que la
persona humana estaba absorbida, fundida, convertida en la divina,
quedando después de la unión solamente una
naturaleza: es lo que se llamaba el monofisitismo.
Agriando
polémicas y rivalidades de Alejandría y Constantinopla, la disputa se
envenenó, y por añadidura se hizo intervenir en ella a las potestades
civiles de los emperadores, entonces ya no poco entremetidos en los
asuntos eclesiásticos.
Estalló
violenta la cuestión en un sínodo celebrado en Efeso el año 449. Ya el
año anterior, en un sínodo regional convocado por Dióscoro, patriarca
de Alejandría, hizo una razonada acusación contra Eutiques el docto y
bravo obispo Eusebio de Dorilea. Un poco rezagado se presentó al fin
Eutiques. Era archimandrita o superior de un gran monasterio cercano a la
metrópoli: vino rodeado de muchos de sus 300 monjes y de soldados de la
corte imperial.
Fue
condenado, pero no se sometió: promovieron algaradas, llenaron la ciudad
de pasquines y apelaron al Papa, primero Eutiques con Dióscoro, sucesor
de San Cirilo de Alejandría, que con su ciencia y prestigio pudiera haber
zanjado la cuestión. Luego se les une el eunuco Crisafio, favorito del
emperador, y destierran al patriarca Flaviano, que a duras penas logró
enviar también su informe al Papa, que hábilmente demoraba la respuesta
para ganar tiempo e informarse. Escribió muy hábiles cartas a Eutiques,
al mismo emperador, prometiendo un dictamen, que al fin fue la famosa Carta
dogmática a Flaviano, de 13 de junio de 449, Magnífico y definitivo
estudio teológico, que dejaba definida la cuestión y condenado el
monofisitismo y afirmada la unión hipostática de las dos naturalezas en
una sola persona divina.
No
se aquietan los herejes ni los políticos. Convocan un nuevo sínodo en
Efeso a los dos meses. El emperador impone la presidencia de Dióscoro y
tiene como guardias armados a los monjes que acaudilla el fanático Bársumas.
No se deja intervenir a los legados pontificios ni se lee la Epístola
dogmática; son excluidos Flaviano y Eusebio, y, aterrados, votan la
absolución de Eutiques 135 Padres conciliares.
Y
aún no les basta: convocan nuevo Sínodo con mayores violencias: deponen
al patriarca Flaviano y a Teodoreto de Ciro y Eusebio de Dorilea,
defensores de la ortodoxia. Los ánimos se exaltan: alborotan los monjes,
dan alaridos los herejes, arrastran los soldados al patriarca, llévanlo
al destierro: a duras penas pueden huir los legados pontificios. Uno de
ellos corre a San León Magno y le informa. También, antes de morir,
Flaviano protesta ante el Pontífice.
León
Magno escribe su epístola 93, en la que condena lo ocurrido y califica al
sínodo de latrocinio efesiano,
frase enérgica con la que pasó a la historia el inválido conciliábulo.
Intenta
el Papa sosegar los ánimos; escribe a Teodosio II y a Pulqueria,
emperadores de Oriente; procura la intervención de Valentiniano III,
emperador de Occidente.
Pero
con valor declara nulo cuanto se hiciera en los pasados sínodos, defiende
a Flaviano y condena nuevamente las violencias de Dióscoro, que se
apoyaba en Crisafio, favorito dominante del emperador.
La
Providencia quiso remediar la situación y se vio clara la tragedia de los
perseguidores de la recta doctrina. Crisafio, el eunuco, cayó en
desgracia y fue ajusticiado, el emperador tuvo una caída mortal de su
caballo. La emperatriz se casó con Marciano, hombre de paz que reprimió
la audacia y violencias de los heresiarcas y llamó del destierro a los
obispos perseguidos.
Inmediatamente
escriben a San León Magno, haciéndole homenaje de admiración y
obediencia, y le piden la convocación de un concilio ecuménico.
Realmente
no hacía falta, respondió el Papa, puesto que ya la fe estaba definida
en su Epístola dogmática. Pero
accedió para mayor esplendor de la fe y solemne ratificación de sus
definiciones: designó a sus legados, dos obispos y dos presbíteros,
Lucencio, Pascasio, Basilio y Bonifacio. No admitió la legitimidad del
patriarca Anatolio, entronizado en Constantinopla a la muerte de Flaviano,
si antes no firmaba la sumisión a las decisiones papales; y dejó una
presidencia subsidiaria a los emperadores para mantener el orden y
prevenir los alborotos de los herejes. Se sometió el patriarca nuevo y
asistió en la presidencia a los legados pontificios.
El
concilio, IV de los ecuménicos, se congregó en Calcedonia en octubre del
451. Asistieron 630 padres conciliares, de ellos cinco occidentales, dos
africanos y los demás orientales. Más los representantes del Pontífice.
Ya
en la primera sesión se presentó altanero Dióscoro con quince egipcios
de su herejía, y tuvo la audacia de acusar al Papa: latravit,
dicen expresivamente las actas, ladró contra San León Magno, pidiendo su
excomunión. Se levanta Eusebio de Dorilea y con enérgica y documentada
elocuencia venera al Papa, acusa a Dióscoro, que, viéndose en evidencia
y rechazado por la inmensa mayoría, prorrumpe con los suyos en denuestos
e injurias y acusa de nestorianos a los mejores paladines de la fe. Y al
momento la asamblea propone el enjuiciamiento de Dióscoro y sus adeptos.
Magnífica
la segunda sesión, confesó la fe de Nicea, ratificó los doce anatemas
de San Cirilo y, al terminar la lectura aclamada de la Epístola dogmática de San León Magno, prorrumpió en la famosa
profesión de fe todo el Concilio.
—Esta
es la fe católica. Pedro habló por boca de León: Petrus
per Leonem locutus est.
Frase
lapidaria que ha quedado como aclamación de la infalibilidad pontificia y
acatamiento a su autoridad apostólica.
En
las siguientes sesiones se condenó la herejía y la violencia de Dióscoro:
el emperador le condenó al destierro, lo mismo que a Eutiques y los
suyos.
Solemnísima
fue la sesión sexta, con la presencia de los emperadores Marciano y
Pulqueria. Se hizo solemne profesión de fe y de acatamiento al Papa.
Marciano pronunció un discurso que había de emular al del emperador
Constantino en el primer concilio universal, que fue el de Nicea: con
elocuencia habló de la paz y de poner término a las discusiones y polémicas
doctrinales. Con ello se daba por terminado el concilio y los legados
papales se retiraban, Pero quiso Marciano que se aclararan algunos puntos
personales y de disciplina. En mal hora, pues subrepticiamente se incluyó
entre los 28 cánones uno que, indudablemente, parecía igualar las sedes
de Roma y de Constantinopla. Llegadas las actas a Roma, protestaron los
legados, y San León Magno solamente aprobó las decisiones dogmáticas y
doctrinales.
Había
salvado la fe ortodoxa con su autoridad, ciencia y prestigio San León
Magno. Ahora le tocaba salvar a Roma.
Mientras
acaba con sus aclamaciones el concilio de Calcedonia, ya por el norte de
Italia avanzaban, entre incendios, matanzas y desolación, los bárbaros
hunos acaudillados por el feroz Atila; las frases consabidas de que
"donde pisaba su caballo no renacía la hierba" y de que era
"el azote de Dios" vengador de la disolución y pecados del
imperio lascivo y decadente, encierran una realidad absoluta.
Vencida
la barrera del Rhin, atravesados los Alpes, cruzando el Po, ya acampaban
junto a Mantua las hordas bárbaras. En Roma todo era confusión, terrores
y gritos de pánico. Sólo había una esperanza: la elocuencia y valor del
Papa.
Se
puso en camino hacia el Norte: algún senador y cónsul le acompañaban, tímidos,
a retaguardia.
Y
el Pontífice intrépido, revestido de pontifical y llevando el cruzado báculo
en sus manos, se presenta en el campamento mismo de Atila: le pide piedad
y, más, le intima la paz. Estupefacto el bárbaro caudillo le escucha y
le atiende y hasta ordena la retirada, ante el pasmo de bárbaros y
romanos.
Apoteósico
fue el recibimiento del liberador en Roma. Grandes solemnidades y pompas
triunfales lo celebraron.
Y
para memoria perenne hizo San León fundir la broncínea estatua de Júpiter
que señoreaba el Capitolio y labrar con sus metales una estatua de San
Pedro, que es la que hoy se venera con ósculos en su pie a la entrada de
la basílica principal del Vaticano.
Pero
Roma no había escarmentado: seguía la corrupción, los juegos lúbricos,
los espectáculos indecorosos, los desmanes de lujo y de procacidad hasta
en las mismas aulas imperiales.
San
León se quejaba y auguraba nuevos castigos vindicadores de la divinal
justicia.
En
un sermón del día de San Pedro, que siempre lo predicaba con un
imponente estilo, noble y elegante, se quejaba de que, aun en aquella
romana solemnidad, asistían más gentes a las termas y anfiteatros que a
la basílica pontifical. Y les aplicaba la execración amenazadora del
profeta: "Señor, le habéis herido y no quiso enterarse; le habéis
triturado a tribulaciones, y no entiende la advertencia del castigo".
Y
no se hizo esperar la nueva y más tremenda catástrofe.
Ahora
venía del Sur: eran los vándalos terribles, cuyo nombre aún se repite
como expresión de bárbaras mortandades y humeantes ruinas. Devastada el
Africa de San Agustín, ocupadas las islas periféricas, desembarcados en
la misma Italia, avanzaban sembrando la desolación y la muerte.
Pánico
en Roma: desbandadas fugitivas encabezadas por el emperador Patronio Máximo,
que asesinó a Valentiniano III y forzó a su viuda Eudoxia a unirse con
él en apresurado matrimonio. Nada extraño que ella, desesperada, llamara
al vándalo Genserico, ofreciéndole a Roma con sus puertas
desguarnecidas.
No
dio tiempo al Pontífice a salirle al encuentro como a Atila; pero aún
pudo presentarse al invasor y rogarle que, al menos, respetara las vidas y
no incendiara la urbe. Así lo concedió; pero en quince días que duró
la invasión es incalculable el número de atropellos, saqueos,
depredaciones y desmanes que saciaron la voracidad y fiereza de aquellos vándalos.
Era la primavera del 455: en su retirada se llevó cautivas a la
emperatriz y sus hijas.
Los
seis años que aún le quedaban de vida y pontificado los empleó el gran
Papa en restaurar las ruinas y continuar su obra de disciplina y
apostolado. Primeramente aún tuvo el rasgo de enviar sus presbíteros y
limosnas al Africa desolada. Y en Roma predicó la caridad, más aún con
sus crecidas limosnas que con sus sermones apremiantes.
Luego
su labor de restauración de las tres grandes basílicas romanas y la
erección de nuevos templos, dotándolos de vasos y ornamentos sagrados, y
puso guardas fijos en los sepulcros de San Pedro y de San Pablo, que la
ferocidad de los tiempos profanaba y saqueaba.
Celebraba
con mayestática devoción las funciones litúrgicas y dejó su impronta
en la misa, según recuerda el Liber
Pontificalis, añadiendo palabras venerandas, como el Hostiam
sanctam... rationabile
sacrificium, y, sobre todo, no pocas oraciones, que, aun hoy, revelan
en grandes festividades su intervención, estilo y sapiencia teológica.
Predicaba
en las solemnes festividades, y aún se recuerdan, intercalados en el
Breviario que diariamente rezan los sacerdotes, fragmentos de sus homilías
y panegíricos, que admiran por el cursus
o ritmo cadencioso y sonoro de su retórica prosa, siempre densa de
majestad y doctrina. Sus 96 sermones y 143 cartas que nos han quedado son
el broncíneo monumento que se erigió como Pontífice máximo.
El
10 de noviembre del 461 murió santamente. Había amplificado el culto,
definido la fe, exaltado el primado pontificio en la universal Iglesia,
hasta reconocido en las más famosas del Oriente, salvado a Roma incólume
una vez, sin sangre y llamas otra. Subía el gran doctor a la Iglesia
celestial, mientras la terrena iba a sufrir los desgarramientos e
incursiones que abrían los tiempos de la más fervorosa cristiandad del
Medievo.
JOSÉ
ARTERO