19 de octubre
SAN
PABLO DE LA CRUZ
(† 1775)
Pablo
Danei, el futuro San Pablo de la Cruz, nació en Ovada el 3 de enero de 1694.
Después de haber pasado la juventud en los lares paternos ayudando a su padre
en el comercio, a los veintiséis años inició una vida de total entrega a
Dios, vistiendo el hábito de la futura Congregación de los pasionistas en la
forma que le había mostrado visiblemente la Virgen Dolorosa. Retirado durante
cuarenta días en un oscuro tugurio de la iglesia parroquial de Castellazzo,
entre la oración y la penitencia compuso las, primeras reglas.
Ordenado
sacerdote en 1727 por Benedicto XIII, se estableció definitivamente en el Monte
Argentario, en las cercanías de Orbetello (Toscana). En esta soledad maduró su
vocación de apóstol de la Pasión, recibiendo de Dios luces e inspiraciones
para la solución de los grandes problemas hacia los que debería orientar su
vida y su obra.
Ante
todo, San Pablo de la Cruz procuró plasmar esta vocación en sí mismo,
transformándose en viva imagen de Jesús crucificado, identificándose con Él
y convirtiendo su Pasión santísima en el principio regulador de su vida
espiritual. La unión de su alma con Dios hasta alcanzar las más altas cimas de
la mística no fue más que un efecto de la contemplación asidua de Jesús
crucificado y de sus esfuerzos por reproducir hasta en su mismo cuerpo al Mártir
del Gólgota.
Apartado
de todo lo que hasta remotamente pudiera distraerle, pasaba los días y las
noches en comunicación con su Dios. El altísimo espíritu de oración del apóstol
del crucifijo, frecuentemente acompañado de fenómenos místicos, fue una de
las gracias más señaladas con que Dios le favoreció.
En
este ejercicio su conocimiento y su amor a Jesús crucificado alcanzaron tal
grado de perfección, que hicieron de él uno de los santos que más
profundamente han comprendido el misterio de la cruz.
Pero
no se limitó a la contemplación de las penas del Redentor. Hambriento, según
su expresión, de cruces y sufrimientos, intentó asemejarse a Jesús
crucificado, imprimiendo en su inocente cuerpo las llagas del crucifijo.
Convencido que Dios quería de él grandes penitencias, e influido por la
educación materna y el ambiente de la época, se impuso un régimen de vida tan
austero y penitente que hasta parece imposible que alguien pudiera soportarlo.
A
las prolongadas vigilias, ayunos y abstinencias, a los cilicios, disciplinas y
demás penas con que voluntariamente se mortificaba, debemos añadir las
desolaciones y aflicciones de espíritu, las luchas y tentaciones del demonio,
con que Dios mismo quiso purificarlo poniendo a prueba su virtud. El abandono de
la cruz lo sufrió Pablo en su realidad más viva, y con tal prolongada y
angustiosa sequedad, que pudo confesar no haber pasado durante cincuenta años
un solo día sin estos sufrimientos y en casi continua aridez,
Todo
ello no fue en manos de la Providencia más que un medio eficaz y poderoso para
uniformar sus sentimientos a los de Jesús crucificado con un total abandono a
la voluntad de Dios, tanto más meritorio cuanto tuvo que superar dificultades
de todo género.
Dotado
de un carácter jovial, abierto y sobremanera sensible, de trato ameno,
exquisitamente social y delicado, sus austeras penitencias y las amarguras
interiores de su espíritu en nada disminuyeron la amable suavidad de sus
modales, que daban a su acción apostólica y a su gobierno un equilibrio
constante y una armonía espiritual perfecta.
Pero
San Pablo de la Cruz debía ser, además del santo contemplativo, el apóstol
infatigable de los sufrimientos del Redentor. De importancia decisiva en la
orientación espiritual de su vida fue la clara investidura recibida del cielo
de recordar al mundo la memoria de la pasión y muerte de Jesús crucificado.
En
su programa espiritual Pablo de la Cruz proponía a Cristo crucificado como el
divino modelo de nuestra vida cristiana, de absoluto valor v de infinita
fecundidad, y la meditación de sus sufrimientos como el medio más seguro y
eficaz para una rápida transformación y elevación de las almas. Toda la
espiritualidad del Santo se inspira en esta verdad inmutable y eterna anunciada
por San Pedro: Cristo sufrió por nosotros para que sigamos sus, pisadas. La
santidad que se inspira en la cruz es la más grande, la más genuina, la más
preciosa, la deseada por Dios, segura y secreta en su maravilloso desarrollo. El
supremo ideal del cristiano debe ser, según él, dedicar su vida a glorificar
la locura de la cruz, y sumergirse en lo más profundo de este mar sin orillas,
participando lo más posible de las penas del Redentor.
Para
perpetuar en la Iglesia este su programa de renovación y progreso espiritual,
ideó la Congregación de los pasionistas. Fundando el primer convento, que él
llamó "retiro", en 1737, obtuvo la aprobación solemne de la
Congregación en 1769 y la cuarta aprobación de las reglas en 1775.
Estableciendo
su Congregación sobre las bases austeras de un marcado espíritu de soledad,
pobreza y oración, quiso que los religiosos pasionistas fuesen con su palabra y
su ejemplo auténticos apóstoles de Jesús crucificado, obligándose con voto
particular a propagar la devoción a sus dolores. El emblema que el pasionista
lleva sobre el pecho debe recordarle a él y a los demás que no hay medio más
seguro de salvación y santificación que la pasión de Cristo bien grabada en
el corazón. En 1771, con la inauguración del primer monasterio femenino,
completó su acción como fundador. Las monjas pasionistas serán, en la soledad
de sus claustros, el complemento y la savia fecunda que alimentará el
apostolado de sus religiosos.
Combinó
con el gobierno de la familia religiosa su actividad apostólica, trazando el
camino y constituyéndose en el primer misionero de la Congregación. Durante más
de cuarenta años recorrió especialmente las ciudades y pueblos de Toscana y
Lazio, predicando misiones y dando ejercicios espirituales. El paso del padre
Pablo suscitaba un entusiasmo incontenible en el pueblo cristiano, granjeándose
la admiración y veneración no sólo de los fieles, sino también de los
sacerdotes, obispos, cardenales y hasta de los mismos Romanos Pontífices.
La
misión predicada en 1769 en la basílica de Santa María del Trastévere, en el
centro de la cristiandad, por orden del mismo Clemente XIV, fue el coronamiento
glorioso de una vida que se había consumido por la salud eterna de sus hermanos
redimidos con la sangre divina.
Como
en la soledad del "retiro" su única ocupación era la contemplación
de su Amor Crucificado, durante las misiones se dedicaba con un ardor y empeño
tal al apostolado, que terminaba completamente extenuado de fuerzas.
La
elocuencia del Santo era ardiente, viva, rica de afectividad, que a veces se
manifestaba en sollozos y gemidos, como la del amante que se ve imposibilitado
de manifestar lo que siente en su corazón.
Alimentando
su dinamismo apostólico en la contemplación de las llagas del Redentor, el
argumento central de la misión era la pasión de Jesucristo. Cuando San Pablo
de la Cruz hablaba de los sufrimientos del Hijo de Dios, se transformaba
visiblemente, haciendo descripciones tan patéticas, tan llenas de fuerza y
colorido que el auditorio, profundamente impresionado, prorrumpía con
frecuencia en llanto y gritos de perdón y misericordia.
Si,
por una parte, su espíritu apostólico era fuego abrasador e impetuoso que
deseaba destruir hasta la raíz misma del pecado si le fuera posible, por otra
se hacía dulce y suave abriendo las puertas a la más consoladora esperanza,
haciendo ver que la muerte del Redentor es un acto de misericordia infinita
hacia los pecadores y una garantía del perdón aun a los más obstinados.
La
intención del Santo en sus misiones no era solamente la conversión del
pecador. Los sufrimientos de Jesús crucificado debían inducirle al
arrepentimiento, pero no debía limitarse a sólo eso su eficacia: debían
producir la perseverancia en el bien y la consecución de todas las virtudes
cristianas.
Elemento
esencial de su método apostólico era capacitar toda clase de personas a
meditar por sí misma la pasión de Jesucristo, facilitando con el esfuerzo
personal de cada uno la acción santificadora de la gracia. Para conseguirlo más
fácilmente, al terminar sus ministerios buscaba alguna persona, con preferencia
sacerdotes, que durante su ausencia siguiesen cultivando la devoción a la pasión
de Jesucristo, dirigiendo la meditación todos los días por la mañana mientras
se escuchaba la santa misa.
En
tantos años de actividad apostólica cientos de almas de la más variada
condición social y de formación cultural y espiritual más diversa, le
escogieron por guía y maestro, alcanzando bajo su dirección firme y suave las
más asombrosas ascensiones en las vías del espíritu.
Si
bien el magisterio de San Pablo como director de almas fue principal y
sustancialmente oral y apostólico, lo continuó y completó con sus cartas,
llenas de tal sabiduría celestial y divina, que le colocan a la altura de uno
de los mayores místicos de la hagiografía cristiana.
Para
introducir un alma a la vida interior comenzaba por habituarla a la meditación
de la Pasión. La oración, en general, y la meditación de la Pasión, en
particular, la consideraba como la puerta de acceso a los secretos de la vida
interior, del trato íntimo y amigable con Dios. Se proponía que el alma
llegase a conseguir un profundo silencio interior en el que, con absoluta
abstracción de las criaturas, sólo se oyese la voz de la Sangre del Cordero
Inmaculado, que sube hasta el cielo pidiendo misericordia, o cae sobre las almas
para purificarlas de sus imperfecciones y hermosearlas con el traje rozagante y
perfumado de todas las virtudes.
El
alma que bajo su dirección se daba a la vida interior debía ser acompañada
del continuo recuerdo de las penas del Redentor. Con tal modelo y ejemplo debía
morir a todo lo creado para nacer a nueva vida, donde Jesús crucificado sería
su única riqueza y tesoro.
Estas
enseñanzas las difundía San Pablo de la Cruz no sólo entre personas
religiosas, sino que las inculcaba a las del mundo, convencido de que son
incompatibles la vida mística y la contemplación más elevada con el ejercicio
de las ocupaciones del propio estado.
Los
últimos años, reducido a la inactividad por las enfermedades y los achaques de
la vejez, fueron caracterizados por la veneración de los hombres, incluidos los
Romanos Pontífices, y de grandes y extraordinarias gracias místicas por parte
de Dios. Era como la anticipación del paraíso. Quien tanto se había asemejado
a Jesús paciente merecía que aun en vida comenzase a gustar los frutos del
triunfo de la cruz y a contemplar su gloria final.
El
18 de octubre de 1775 San Pablo de la Cruz terminaba su existencia recordando al
mundo un mensaje siempre actual y de permanente vitalidad, como actual y vital
es el objeto que lo constituye: transformarnos en otros Cristos crucificados
para cooperar con Dios a la redención del mundo.
PAULINO ALONSO DE LA DOLOROSA, C. P.