ABRAHAN


Para reunir a la humanidad dispersa, Dios elige a Abram llamándolo "fuera de su tierra", de su patria y de su casa' (Gn 12, 1), para hacer de él «Abraham», es decir, «el padre de una multitud de naciones» (Gn 17, 5): «En ti serán benditas todas las naciones de la tierra» (Gn 12, 3 [LXXI; cf. Ga 3, 8)» (CCE, 59).

El hombre cuyas raíces están afirmadas en la tierra de la fe. Eso es Abrahán, según la epístola a los Hebreos. El hombre venerado como modelo y símbolo de las tres grandes religiones monoteístas tiene los ojos abrumados por las arenas del desierto, por los rebrillos del desierto, por la búsqueda en el desierto. Abrahán no se apoya nunca —casi nunca— en sus propios saberes y teneres. Su caminar se apoya en el Dios, que lo llama a una misión insospechada, en el Dios que se confía a él, en el Dios que prueba y aprueba a su mejor amigo.

Abrahán, «el eterno creyente», es en el alborear de la historia el modelo típico del hombre caminante, del hombre amigo de Dios, del hombre probado por Dios.


EL HOMBRE CAMINANTE

La antropología de la itinerancia no es exclusiva de la tradición judeocristiana. También otras culturas han entendido a sus héroes como hombres del camino. Abrahán los sobrepasa a todos. Quizá no los supera en la longitud y variedad de los senderos recorridos. Pero sí en la actitud: en el abandono del que sabe que nunca volverá, nostálgico y receloso, a su lugar de partida. Evidentemente Abrahán no es Ulises. Abrahán es el emigrante que no retorna.

Si es verdad que los antepasados de los hebreos cuando habitaban al otro lado del río Éufrates adoraban a otros dioses (cf. Js 24, 2), la partida de las tierras de Ur de Caldea tuvo que ser para Abrahán una verdadera ruptura. No se abandona en la indiferencia el suelo donde están afirmadas las raíces. Sólo la búsqueda de un nuevo suelo y de una nueva firmeza justifica esa dura emigración de los espíritus, insatisfechos sin duda de sus antiguas divinidades. Salir de Ur y ponerse en marcha hacia lo desconocido, que entonces debían de ser las tierras altas de Jarán, es, entonces y ahora, el primer paso en los caminos de los buscadores. Y el primer paso es la búsqueda de un Dios diferente e insospechado (Gn 11, 3).

Si es verdad, como ahora se especula, que Abrahán pudo ser un eblaíta, no debió de ser fácil abandonar la metrópoli de Ebla o sus entornos para hacerse nómada en las estepas del Sur de Palestina. Una vez más el buscador en la fe ha de olvidar la nostalgia del valle acogedor y la comodidad confortable de Jarán para ponerse en marcha hacia lo desconocido, que ahora es el desierto del Neguev. Si la primera etapa de su viaje venía a significar la búsqueda de un Dios, la segunda etapa parece ser la búsqueda de una patria, de una comunidad, de una fraternidad (Gn 12, 1-9).

Pero Abrahán habrá de seguir nuevos caminos. En las páginas de la Escritura, Egipto no es el lugar del descanso para los verdaderos creyentes (Gn 47, 29), sino una meta nostálgica y tentadora para todos los que carecen de ideales (Ex 14, 12). Abrahán parece por una vez caer en la tentación. Sus caminos por una vez buscan la satisfacción de sus necesidades elementales, dando marcha atrás en los senderos típicos del éxodo. Bajar a Egipto, aunque sea obligado por el hambre, equivale en cierto modo a emprender el camino de la tentación. Si el primer camino significaba la búsqueda de una patria, la bajada a Egipto será al fin un camino en búsqueda de sí mismo, con todo lo que ese caminar tiene de doloroso (Gn 12, 10-20).


EL HOMBRE AMIGO DE DIOS

Evidentemente, también fuera del ambiente reflejado en las tradiciones bíblicas, otros hombres y mujeres han llegado a barruntar los proyectos de Dios. Pero Abrahán no sólo ha intentado eso, sino que ha tenido la osadía de pretender convencer a Dios, no en provecho propio, ésa es la verdad. Sólo la compasión lo empujaba a disputar con su Señor. Quizás por eso Dios lo consideró su amigo. Porque la misericordia es lo propio de Dios. Y Abrahán parece haberlo adivinado. Abrahán marca senderos de compasión para todos los amigos de Dios que pueda haber. Sus caminos son pistas para un encuentro con Dios.

Lo primero fue su encuentro con el Dios-Señor. Los sabios de la tierra dicen que no es lo mismo fe que religión. Será verdad. Pero su fe hace a Abrahán religioso, piadoso, casi beato. Su generosidad lo ha llevado a defender al sobrino Lot que está en dificultad. Pero su piedad lo lleva a ofrecer el diezmo a un Dios, aún no bien conocido, al que sirve Melquisedec, rey-sacerdote de Salem. Su iniciación religiosa pasa por el respeto a un Dios-Señor, al que reconoce y venera como dueño de los destinos de los hombres. Nadie podrá decir que en la fe de Abrahán no hubo una búsqueda respetuosa ni un atento atisbo a toda manifestación de lo sagrado (Gn 14, 17-20).

Después vino el encuentro con el Dios Aliado. Algunos se imaginan que la fe soluciona todos los problemas. El hombre-Abrahán, sin embargo, siente en sus carnes la nostalgia del hijo deseado que no acaba de llegar a la familia. Si su generosidad lo ha llevado a encontrarse con el Dios-Señor, su soledad lo llevará a encontrarse con el Dios-Aliado. Es en el vacío de las propias posibilidades donde él se manifiesta y se ofrece. Es la tarde de la vida. Pero en medio de las tinieblas, Dios le brinda la esperanza de una gran descendencia. Entonces, como ahora, Dios está dispuesto a ponerse de parte del vacío nostálgico del hombre. Él se hace presente en el misterio y en la fuerza del fuego (Gn 15).

Y, por fin, llegó el encuentro con el Dios Amigo. Algunos han pensado que Dios se les presentará un día en todo su esplendor. Y van acostumbrando sus ojos a la maravilla..., de modo que se pierden el milagro de la cotidianidad. Dios llega cuando menos se lo espera. Su hospitalidad ha llevado a Abra-hán a esperarlo siempre, con naturalidad, como se aguarda a unos caminantes que pueden necesitar agua y alimento. Al compartir el pan con el peregrino, uno descubre que también el peregrino tiene algo importante que compartir: planes para el futuro, promesas de esperanza, seguridades de alegría..., y una gran capacidad para la compasión. Desde aquel mediodía en el encinar de Mambré, el hombre-Abrahán sigue sospechando que tras todo caminante puede esconderse -o revelarse- un Dios-Amigo (Gn 18).


EL HOMBRE PROBADO POR DIOS

Dicen que para enfrentarse con el futuro hay que tener ideas claras. Que hay que ser emprendedor y optimista. Que hay que tener algo con qué contar. Seguramente Abrahán se reiría de todas esas afirmaciones tan rotundas. Como si no supiera él lo difícil que resulta seguir buscando, simplemente buscando en la fe. Como si no hubiera él experimentado las pruebas de la nostalgia, del desgarro y de la muerte.

Tal vez la primera haya sido la prueba de la nostalgia. Lo malo no fue verse envejecer, no. Lo malo no fue pensar que su herencia no tendría heredero. Lo realmente doloroso fue pensar por un momento -¿por cuántos momentos?- que Dios podría haber olvidado al que un día había llamado. Lo realmente duro fue pensar que tal vez si se intentara podría encontrarse una solución acudiendo a la antigua legislación del país hace tiempo abandonado. Tener un hijo de una esclava era un expediente permitido por las leyes de las tierras de Ur. Abrahán siente como cualquiera la tentación de nostalgia. La de volver a refugiarse al pasado, aunque sólo sea con el recuerdo, aunque sea para cumplir la promesa de fecundidad que Dios le ha hecho. Pero fue una tentación sin éxito. La tentación de la fe que quiere por una vez apoyarse en el propio saber, más que en aquella voz increíble que promete lo inverosímil. El hijo-Ismael, nacido según las leyes de Ur, no sería el hijo de las promesas de Dios (Gn 16).

Después vino la prueba del desgarro. El hijo de la esclava Agar no había de ser el heredero. Fue una amarga lección que hubo que aprender. Finalmente llegó el hijo prometido. Lo llamaron Isaac. Era risa y juego, regalo del Dios-Amigo y sorpresa inesperada, aunque siempre soñada. El hombre-Abrahán siente en la carne la tentación de reservar en activo sus propios proyectos, aunque sin rechazar, claro está, los proyectos del Dios prometedor. Si Isaac es don de Dios, Ismael es el fruto de su inquietud y de su ingenio. ¿Por qué no podrían convivir y compartir su amor y sus herencias? ¿Por qué habría que abandonar las ilusiones trabajosamente elaboradas? Despedir a Ismael en la linde misma del desierto debió de ser como sentir bramar el viejo corazón nómada (Gn 21, 8-21).

Y, finalmente, llegó la prueba de la muerte. Isaac era don de Dios. Pero qué deseos siente el hombre-Abrahán de mantenerlo en su propia estela, en su propia tradición, en su propio estilo. Pero también ese último sacrificio parece querer el Dios que llama, empuja y exige. Sacrificar a Isaac en lo alto de un monte significa, en cierto modo, renegar del largo camino de la búsqueda que viene desde Ur hasta Berseba. Pero, al mismo tiempo, subir al monte para sacrificar a Isaac significa otra larga y penosa búsqueda. Y un descubrimiento. El hallazgo de que, decididamente el Dios-Amigo se reserva las primicias de la vida, pero no quiere la sangre de los hombres, como piensan las gentes del país. El hallazgo de que es necesario ser diferente en medio de un pueblo que parece enamorado de la muerte. El hallazgo de que Dios es el enamorado de la vida (Gn 22).


EL HOMBRE MODELO PARA HOY

En el alba de la historia, como un modelo típico del hombre caminante, Abrahán ha aprendido a vivir humildemente de la fe. Y ésa es su justicia (Gn 15, 6). Abrahán, padre de las tres grandes religiones monoteístas, recuerda y actualiza la exigencia de la fe.

La Carta a los Hebreos, en el gran elogio de la fe de los antepasados, insiste particularmente en la fe de Abrahán: «Por la fe, Abrahán obedeció y salió para el lugar que había de recibir en herencia, y salió sin saber adónde iba» (Hb 11, 8; cf. Gn 12, 1-4). Por la fe, vivió como extranjero y peregrino en la Tierra prometida (cf. Gn 23, 4). Por la fe, a Sara se otorgó el concebir al hijo de la promesa. Por la fe, finalmente, Abrahán ofreció a su hijo único en sacrificio (cf. Hb 11, 17).

Abrahán realiza así la definición de la fe dada por la Carta a los Hebreos: «La fe es garantía de lo que se espera; la prueba de las realidades que no se ven» (Hb 11, 1). «Creyó Abrahán en Dios y le fue reputado como justicia» (Rm 4, 3; cf. Gn 15, 6). Gracias a esta «fe poderosa» (Rm 4, 20), Abrahán vino a ser «el padre de todos los creyentes» (Rm 4, 11.18; cf. Gn 15, 15)» (CCE, 145-146).

El que es modelo de la fe, es también modelo para la esperanza itinerante. Los creyentes que se fían de Dios miran al futuro y se atreven a emprender caminos en los que nunca habrían soñado por sus fuerzas. La esperanza cristiana no se opone a la esperanza del pueblo hebreo. Recoge y perfecciona la esperanza del pueblo elegido por Dios. Es una larga historia de confianza y de búsqueda, que tiene su origen y su modelo en la esperanza de Abrahán, que fue colmada con el nacimiento de Isaac y purificada por la prueba del sacrificio (cf. Gn 17, 4-8; 22, 1-18). La familia cristiana recuerda que Abrahán, «esperando contra toda esperanza, creyó y fue hecho padre de muchas naciones» (Rm 4, 18) (cf. CCE, 1819).

Abrahán es también modelo para la tolerancia y la fraternidad, es decir, para la caridad. El pensador judío Elle Wiesel ha escrito que por eso Abrahán es el padre de los creyentes. Porque supo adivinar que en los caminantes que llegaban a su tienda podría ser acogido el mismo Dios. La misma idea había sido ya subrayada por el autor de la Carta a los Hebreos, cuando inculcaba a los cristianos el deber sagrado de la hospitalidad (13, 2).

Al volver los ojos a Abrahán, los cristianos recuerdan y agradecen los tesoros recibidos de sus hermanos hebreos. Y saben que «el designio de salvación comprende también a los musulmanes, que profesan tener la fe de Abrahán y adoran con nosotros al Dios único y misericordioso que juzgará a los hombres al fin del mundo» (LG, 16; cf. NA, 3; CCE, 841).

 

JOSÉ-ROMÁN FLECHA ANDRÉS