8
de agosto
OTRA BIOGRAFÍA
HOMILÍAS
LECTIO
DIVINA
SANTO
DOMINGO DE GUZMAN
(†
1221)
Nació
en Caleruega (Burgos), a fines de 1171. Su padre se llamaba Félix de Guzmán,
"venerable y ricohombre entre todos los de su pueblo". Y era de
los nobles que acompañaban al rey en todas sus guerras contra los moros.
Y muy emparentado con la nobleza de entonces. Su madre, la Beata Juana de
Aza, era la verdadera señora de Caleruega, cuyo territorio pertenecía a
los Aza por derecho de behetría. Mujer verdaderamente extraordinaria, era
querida y respetada por todos, muy caritativa, sinceramente piadosa y
siempre dispuesta a sacrificarse por la Iglesia y por los pobres. De ella
recibió Domingo su educación primera.
Hacia
los seis años fue entregado a un tío suyo, arcipreste, para su educación
literaria. Y hacia los catorce fue enviado al Estudio General de Palencia,
el primero y más famoso de toda esa parte de España, y en el que se
estudiaban artes liberales, es
decir, todas las ciencias humanas, y sagrada teología. A esta última se
dedicó Domingo con tanto ardor que aun las noches las pasaba en la oración
y el estudio sobre todo de las Sagradas Escrituras y de los Santos Padres.
Sobre estos textos sagrados iba él organizando en sus cuadernos una síntesis
ordenada de toda la doctrina teológica.
Vivía
solo, con su pequeño mobiliario y sus libros. Y así podía distribuir
mejor su tiempo en el día y en la noche. Para mayor mortificación
suprimió el vino, que en su casa tomaba. Suprimir el sueño para estudiar
no era para él mortificación, sino gozo, pues la doctrina sagrada le
embelesaba. Por eso su estudio tenía tanto de oración y de meditación
como de estudio propiamente dicho. Tenía fama de vivir tan recogido, que
más bien parecía un viejo que un joven de dieciocho o veinte Su vida
anterior le había preparado para ello, tanto en su propia casa como en la
de su tío el arcipreste.
Por
aquellos tiempos de guerras casi continuas con los moros y entre los
mismos príncipes cristianos, con arrasamientos de campos, de pueblos y
ciudades, con dificultades enormes para traer de fuera lo que en un pueblo
o en una región faltaba, eran, como no podía por menos de suceder,
frecuentes las hambres, y en ciertos momentos espantosas. Por toda la región
de Palencia se extendió una de esas hambres terribles que llevaban a la
muerte muchas gentes. Domingo convirtió su cuarto en una Limosna,
como entonces se decía, o sea en un lugar donde se daba todo lo que había
y todo lo que se podía alcanzar. Y, claro está, en esa su habitación no
quedaron bien pronto más que las paredes. ¡Ah! Y los libros en que Santo
Domingo estudiaba, su más preciado tesoro. Tan preciado, que de ellos podía
depender su porvenir. No había entonces librerías para comprarlos; había
que copiarlos o hacerlos copiar; y de estas dos clases eran los libros de
Domingo. Pero, además, esos libros suyos estaban llenos de anotaciones y
resúmenes dictados por él mismo. Labor, como se ve, de dinero y de
trabajo, nada fácil de realizar. ¡Y cómo duele desprenderse de un
manuscrito propio —al que se tiene mas cariño que a un hijo— para
nunca más volverlo o ver!...
Pues
cuando a estos libros de Domingo les llegó su vez, ahí está ese tesoro
suyo del alma para venderse también. ¿Que el corazón se le desgarra al
venderlos? "Pero, ¿cómo podré yo seguir estudiando en pieles
muertas (pergaminos), cuando hermanos míos en carne viva se mueren de
hambre?" Esta fue la exclamación de Domingo a los que le reprochaban
aquella venta. Y bien vale la exclamación por toda una epopeya. Pero hay
todavía más: Domingo vendió cuanto tenía. Pero, ¿y las palabras del
Señor: "Amaos como Yo os he amado?" ¿Y no quiso el mismo
Cristo ser vendido por nosotros
y para nuestro bien? A la Limosna,
que Domingo había establecido en su propia habitación, llega un día una
mujer llorando amargamente y diciendo: "Mi hermano ha caído
prisionero de los moros". A Domingo no le queda ya nada que dar sino
a sí mismo, Pues bien; ahí está él; irá a venderse como esclavo para
rescatar al desgraciado por el cual se le rogaba.
Estos
actos de Domingo conmovieron a Palencia; y entre estudiantes y profesores
se produjo tal movimiento de piedad y caridad que se hizo innecesario
vender libros ni vender personas, sino que de las arcas, en que se hallaba
escondido, salió en seguida dinero suficiente para todo. Y hasta salieron
de aquí algunos que luego, al fundar Domingo su Orden, le siguieron,
consagrándose a Dios hasta la muerte. Y no sólo por Palencia corrió la
voz de estos hechos, sino por todo el reino de Castilla, dando lugar a que
el obispo de Osma, don Martín Bazán, que andaba buscando hombres
notables para su Cabildo, viniese a Domingo, rogándole que aceptase en su
catedral una canonjía.
La aceptación de esta canonjía suponía para Domingo un paso decisivo
hacia el ideal de vida apostólica con que soñaba. Estos Cabildos
regulares bajo la regla de San Agustín, fundados durante el último siglo
con espíritu religioso y ansias de perfección, con vida común y pobreza
personal voluntaria, eran verdaderas comunidades religiosas, aunque en los
últimos tiempos habían decaído mucho. El obispo de Osma, en cosa de
seis años, tuvo que sustituir a nueve de sus doce canónigos por
inobservantes. Por eso buscaba santos, como el joven Domingo, para
sustituirlos. Y fue tan honda la reforma de este Cabildo, que perseveró
en su vida de perfección hasta fines del siglo XV, en que todos los
Cabildos de España se habían ya secularizado. Tenía Domingo unos
veinticuatro años cuando aceptó esa canonjía. Y poco después, al
cumplir la edad canónica de veinticinco, fue ordenado sacerdote.
Desde el primer momento el canónigo Domingo comenzó a brillar por su
santidad y ser modelo de todas las virtudes; el último siempre en
reclamar honores, que aborrecía, y el primero para cuanto significaba
humillaciones y trabajos. Su virtud atraía. Y, como de él se dijo en su
vida de apostolado, nadie se acercaba a él que no se sintiese dulce y
suavemente atraído hacia la virtud. Era entonces prior del Cabildo don
Diego de Acevedo, elemento importante de esta reforma y sucesor del obispo
don Martín a su muerte en 1201. A Domingo debieron elegirle subprior sus
compañeros apenas le hicieron canónigo, pues como tal subprior aparece
bastante antes de la muerte del obispo Bazán. En 1199 aparece también,
como sacristán del Cabildo, es decir, director del culto de la catedral.
Estos dos cargos obligaron a Domingo a darse más de lleno al apostolado y
ser modelo de perfección en todo.
A diferencia de los antiguos monjes, que alternaban la oración con el
trabajo manual, los canónigos regulares debían dedicarse más de lleno
que a la vida contemplativa, al culto divino y a los sagrados ministerios;
a éstos, sobre todo, los que para ellos eran especialmente dedicados.
Domingo, pues, como subprior del Cabildo y como sacristán, tendría a su
cargo la enseñanza de la religión, que en la catedral se daba; la
predicación no sólo en la catedral, sino también en otras iglesias que
del Cabildo dependían, bautizar, confesar, dar la comunión, dirigir el
culto, etc., todo ello junto con una vida de apartamiento del mundo y de
pobreza voluntaria, teniéndolo todo en común a imitación de los apóstoles.
El rey Alfonso VIII había encargado al obispo de Osma, don Diego de
Acevedo, en 1203, la misión de dirigirse a Dinamarca a pedir para su hijo
Fernando, de trece años, la mano de una dama noble. El obispo aceptó. Y
por compañero espiritual de viaje escogió a Domingo, subprior suyo,
dirigiéndose con él por Zaragoza a Tolosa de Francia. Pero allí
observaron que toda esta región, y aun, al parecer, toda Francia,
Flandes, Renania, y hasta Inglaterra y Lombardía, estaban, grandemente
infectadas de perniciosas herejías. Los cátaros, los valdenses o pobres
de Lyón, y otras herejías procedentes del maniqueísmo oriental, lo
llenaban todo. Tenían hasta obispos propios. Y hasta llegaron a celebrar
un concilio, presidido por un tal Nicetas, que se decía papa, venido de
Constantinopla. Los poderes civiles, en general, de manera más o menos
solapada, les favorecían. Su aspecto exterior era de lo más austero:
vestían de negro, practicaban la continencia absoluta y se abstenían de
carnes y lacticinios. Negaban todos los dogmas católicos, la unicidad de
Dios, la redención por la cruz de Cristo, los sacramentos, etc., etc. Con
la afirmación de dos dioses, uno bueno y otro malo, su religión venía a
ser solamente una actitud pesimista frente a la vida, de la cual había
que librarse por esa austeridad y mortificaciones con las que deslumbraban
a las muchedumbres.
Desde San Bernardo, sobre todo, se venía luchando contra ellos sin
conseguir apenas resultado alguno. En esta zona de Francia se les llamaba
albigenses, por tener en la ciudad de Albi uno de sus centros principales.
Providencialmente la misma primera noche de su estancia en Tolosa tuvo
Domingo ocasión de encontrarse cara a cara con uno de ellos, su propio huésped,
quedando horrorizado. Le pidió razón de sus errores, y el hereje se
defendió como pudo. Y así la noche entera. Hasta que, al fin, el hereje,
profundamente impresionado por el amor y la ternura con que le hablaba
Domingo, reconoció sus propios errores y abandonó la herejía. A la mañana
siguiente Acevedo y Domingo continuaron su viaje a Dinamarca, donde
cumplieron bien su misión, aunque el matrimonio, concertado así por
poder o por procurador, no llegó jamás a consumarse, a pesar de un
segundo viaje hecho en 1205 por los mismos dos embajadores. Los cuales habían
descubierto al norte de Europa un mundo no ya de herejes, sino de paganos,
con mucho mayores dificultades para su evangelización, mundo que ya no se
borrará jamás de su alma.
Vueltos Acevedo y Domingo a Provenza, y conociendo más y más los
estragos de la herejía, que todo lo iba dominando, pues se servía de
toda clase de armas, la calumnia, el incendio, el asesinato..., decidieron
quedarse allí. La lucha entre herejes y católicos era sumamente
desigual. Pues, además de que los herejes no reparaban en medios, tenían
bandas de predicadores que iban por todas partes propagando su doctrina.
Por parte de los católicos, en cambio, sólo podían predicar los obispos
o algunos delegados suyos; y algunos, muchos menos, delegados del Papa,
pero siempre, y en todo caso, con misiones muy concretas de tiempos y
lugares. Además, los herejes apenas tenían otros dogmas que negaciones.
Pero, en cambio, alardeaban de practicar a la perfección la moral evangélica
y acusaban a la Iglesia de no practicar nada de lo que enseñaba. Para
esto se fijaban, sobre todo, en la forma como venían a predicarles los
legados pontificios, que solían venir con grande pompa y boato, por creer
que lo contrario hacia desmerecer su autoridad.
En el seno de la Iglesia hacía un siglo que se venían haciendo reformas
en Cabildos catedrales, como hemos visto, y en Ordenes religiosas, como la
de Cluny, la del Cister y otras. Pero estas reformas no siempre lograban,
mantenerse en el primer fervor y con frecuencia fracasaban por completo, a
poco de haberse iniciado.
Además, estas comunidades, por mucha perfección que practicasen, vivían
separadas del pueblo, mientras que los herejes vivían con el mezcladísimos.
Por otra parte, al pueblo suelen preocuparle menos los dogmas que la
moral, y cree siempre más en las obras que en las palabras. Cuando el
obispo de Osma y el subprior llegaron a darse cuenta por completo de la
situación, comenzaron a advertir al Papa que no era nada a propósito
para combatir a los herejes presentarse como sus legados se presentaban.
Entre aquella inmensa corrupción, que lo inundaba todo, comenzaban a
sentirse por doquier ansias de verdadera vida evangélica, y se hacía
cada vez más claro que para conquistar al mundo, tan extraviado y
corrompido, había que volver al modo de predicar y de vivir que los
mismos apóstoles practicaron.
En la primavera de 1207 hubo un encuentro en Montpellier entre algunos
legados cistercienses del Papa, por una parte, y el obispo de Osma y
Domingo, por otra, sobre el sistema a seguir en la lucha contra los
herejes. El de Osma renunció a todo su boato episcopal para abrazar con
Domingo la vida estrictamente apostólica, viviendo de limosnas, que
diariamente mendigaban, renunciando a toda comodidad, caminando, a pie y
descalzos, sin casa ni habitación propia en la que retirarse a descansar,
sin más ropa que la puesta, etc., etc. Domingo por ese tiempo ya no quería
que le llamasen subprior ni canónigo, sino tan sólo fray
Domingo, y su obispo se había adaptado también perfectamente a esta
pobreza de vida.
Con estas cosas el aspecto de la lucha contra los herejes fue cambiando más
y más a favor de los católicos. Los misioneros papales aumentaron
notablemente en cantidad y calidad, llevando una vida enteramente apostólica
y repartiéndose por toda la región en torno a ciertos centros escogidos.
Domingo se quedó en un lugarcito llamado Prulla, cerca de Fangeau, junto
a una ermita de la Virgen y algunas pocas viviendas, pero con buenas
comunicaciones. Era ya predicador
pontificio y delegado del Papa para dar certificados de reconciliación
con el sello de toda la Empresa Misional. Este sello contenía solamente
la palabra Predicación. Al jefe
de la misión, en este caso a Domingo, se le llamaba magister
praedicationis. Se fundaron no pocos de estos centros; pero como el
personal de la misión, en general, era temporero, a los pocos meses
comenzaron a cansarse y se fueron a sus abadías, quedando en pie
solamente el centro de Prulla, que dirigía y sostenía Domingo.
Por este mismo tiempo comenzó Domingo a reunir en Prulla un grupo
de damas convertidas de la herejía, a las que él fue dando poco a poco
algunas normas y reglas de vida, que más tarde se convirtieron en
verdaderas constituciones religiosas, calcadas sobre las mismas de los
dominicos. Y habiéndose ido a sus abadías los abades cistercienses que
formaban el grupo principal de la misión; habiéndose ido, por otra
parte, a Osma don Diego de Acevedo para arreglar sus asuntos y volver a
Francia, cosa que no pudo realizar por sorprenderle la muerte; habiendo
sido asesinado el principal legado del Papa y director de aquella gran
misión, las cosas cambiaron súbitamente, y Domingo, cuando más ayudas
necesitaba, se quedó solo. El asesinato de Pedro de Castelnau se atribuyó
al conde de Tolosa, por lo cual éste fue excomulgado, el Papa exoneró a
sus súbditos de la obediencia debida y promovió contra él una cruzada,
capitaneada por Simón de Montfort, que marca uno de los períodos más
sangrientos y difíciles de toda esta época.
Domingo no era partidario de estos procedimientos; para defender la religión
no aceptaba otras armas que los buenos ejemplos, la predicación y la
doctrina; por lo cual, cuando toda aquella región era el escenario de una
guerra de las más sangrientas, él se recluyó en Prulla, para sostener
allí, cuando menos, un grupito de compañeros, que ya tenía, y otro
grupo mayor de mujeres convertidas, base del convento de monjas que allí
se estaba formando. En 1212 quisieron hacerle obispo de Cominges; pero él
rehusó humildemente, alegando que no podía abandonar la formación de
esta doble comunidad, en edad tan tierna todavía.
En 1213, calmada un poco la guerra, aparece Domingo predicando la Cuaresma
en Carcasona. En esta ciudad, emporio de la herejía, peligraba hasta la
vida de los predicadores; se les escupía, se les tiraba piedras y barro,
se les dirigía toda clase de insultos y calumnias; y precisamente por eso
Domingo tenía a esta ciudad un especial cariño. El obispo le nombró
vicario suyo in spiritualibus,
es decir, en cuanto a la predicación, al confesonario, a la reconciliación
de herejes, etc., pero no en causas judiciales o administrativas. Al año
siguiente le nombró capellán suyo,
es decir párroco en Fangeaux (25 de mayo de 1214). En 1215 el arzobispo
Auch, con el voto unánime de sus canónigos, quiso hacerle obispo de
Conserans, diócesis sufragánea suya. Domingo vuelve a resistirse con
invencible tenacidad.
Estando en Fangeaux una noche en oración, parece haber tenido una
revelación especial, de la cual, como es natural, no queda documento
fehaciente; queda solamente un monumentito de tiempo posterior llamado
Seignadou. Y allí parece haber tenido el Santo cierta
visión que le impresionó grandemente. ¿La revelación del rosario?
Los santos nunca suelen sacar al público estos secretos. Entrar con más
detalles en esto de la fundación del rosario no es cosa nuestra. La
tradición, unánime hasta tiempos muy recientes, avalada por gran
multitud de documentos pontificios y con multitud de argumentos de toda
clase, a Santo Domingo atribuye la fundación del rosario.
Desde 1214 vuelve Domingo a sus continuas andanzas de predicación y
apostolado, y en plan verdaderamente apostólico. Los testigos del proceso
de su canonización nos ofrecen datos abundantísimos. Nunca iba solo,
sino con un compañero por lo menos, pues Jesucristo enviaba a sus discípulos
a predicar de dos en dos. Solía llevar consigo un bastón con un palito
atravesado en lo alto, como empuñadura. Uno de estos bastones se conserva
todavía en Bolonia. Ninguna clase de equipaje ni bolsillos ni alforjas,
sino tan sólo, en la única túnica remendada y pobrísima con que se
cubría, una especie de repliegue sobre el cinturón, en el que llevaba el
Evangelio de San Mateo, las Epístolas de San Pablo y una navajita sin
punta, sin duda para cortar el pan duro que pidiendo de puerta en puerta
le daban. Iba ceñido con una correa, a estilo de los canónigos de San
Agustín a que pertenecía.
Caminaba siempre descalzo. Lo cual dio lugar a que un hereje se le
ofreciese en cierta ocasión como guía para conducirle a un lugar
desconocido, en que tenía que predicar. Lo llevó por los sitios más
malos, llenos de piedras y espinos, de modo que al poco rato Domingo y su
compañero llevaban los pies deshechos y ensangrentados. Domingo entonces
comenzó a dar gracias a Dios y al guía, porque con aquel sacrificio, decía,
era bien seguro que su predicación produciría gran fruto. Y así fue,
porque hasta el mismo guía se convirtió.
En los caminos iba siempre hablando de Dios y predicando a los compañeros
de viaje. Y cuando esto no era posible se separaba del grupo y comenzaba a
cantar himnos y cánticos religiosos. Cuando el concilio de Montpellier,
para diferenciarles de los herejes, prohibió a los predicadores católicos
ir descalzos, Santo Domingo llevaba sus zapatos al hombro y sólo se los
ponía al entrar en pueblos y ciudades. Ninguna defensa llevaba en sus
viajes contra el sol, aun en lo más ardiente del verano, ni contra la
lluvia o la nieve. Y cuando llegaba a un pueblo con su túnica de lana
empapadísima y le invitaban a que, como todos los demás, se acercase al
fuego para secarse, él se disculpaba amablemente yéndose a rezar a la
iglesia. A consecuencia de lo cual solía estar lleno de dolores, en los
que se gozaba. Sus mortificaciones eran continuas e inexorables. Su camisa
estaba tejida con ásperas crines de cola de buey o de caballo, como
declaran en su proceso las señoras que se la preparaban. Por debajo de
ella tenía otros cilicios de hierro y, fuertemente ceñida a la cintura,
una cadena del mismo metal, que no se quitó hasta su muerte. Con
cadenillas de hierro también se disciplinaba todas las noches varias
veces. No tuvo lecho jamás, y, cuando en sus viajes se lo ponían, lo
dejaba siempre intacto, durmiendo en el suelo y sin utilizar siquiera una
manta para cubrirse, aun en tiempos de mucho frío. En los conventos ni
celda siquiera tenía, pasando la noche en la iglesia en oración en
diversas formas, de rodillas, en pie, con los brazos en cruz o tendido en
venia a todo lo largo. Para morir tuvieron que llevarle a una celda
prestada. Parcísimo en el comer, ayunaba siempre en las cuaresmas a sólo
pan y agua.
Jamás tuvo miedo a las amenazas que los herejes continuamente le dirigían.
El camino que desciende a Prulla desde Fangeaux era muy a propósito para
emboscadas y asaltos. Y, sin embargo, casi a diario lo recorría Domingo
bien entrada la noche. Un día unos sicarios, comprados por los herejes,
le esperaban para matarle. Mas providencialmente aquel día no pasó por
allí el siervo de Dios. Y, habiéndole encontrado tiempo más tarde, le
dijeron que qué hubiera hecho de haber caído en sus manos, a lo cual
Domingo les respondió: "Os hubiera rogado que no me mataseis de un
solo golpe, sino poco a poco, para que fuese más largo mi martirio; que
fuerais cortando en pedacitos mi cuerpo y que luego me dejaseis morir así
lentamente, hasta desangrarme del todo". ¡Qué grandeza! ¡Que amor
a la cruz y al que en ella quiso por nosotros morir!
Dejemos a Domingo seguir en sus ininterrumpidas predicaciones. Por el mes
de abril dos importantes caballeros de Tolosa se le ofrecieron a Domingo
para seguirle, no como los demás discípulos que le acompañaban, sino
incorporándose plenamente con él, con un juramento o voto de fidelidad y
de obediencia. Uno de ellos, Pedro Seila, iba a heredar de su padre tres
casas en la ciudad de Tolosa, y de aquí salió la primera fundación de
dominicos, pues antes del año estaban las tres llenas de gente. El
obispo, al aprobarles la fundación, había declarado a Domingo y a sus
compañeros vicarios suyos en orden a la predicación, y esto en forma
permanente y sin especial nombramiento, cosa hasta entonces completamente
desconocida en la historia de la Iglesia. Como no podemos seguir paso a
paso esta historia, baste recordar que, cuando, en vez del obispo, sea el
Papa el que tome una determinación parecida en orden a Domingo y sus
compañeros, la Orden de Predicadores quedará fundada. Los compañeros de
Domingo eran todos clérigos y vestían, como él, túnica blanca, como
los canónigos de San Agustín. Y Domingo se preocupó inmediatamente de
buscarles un doctor en teología que les pusiera clase diaria, a fin de
prepararles para la predicación. Primero doctores
y luego predicadores.
Por el mes de noviembre de 1215 celebróse en Roma el IV Concilio de Letrán,
el más importante acaso de la Edad Media. En este concilio, canon 13, se
prohibió la fundación de nuevas Ordenes religiosas. ¿Qué sería de la
recién nacida, aunque aún no confirmada por Roma, Orden de Predicadores?
El Papa, sin embargo, declaró, como ampliación de ese canon prohibitivo,
que admitiría fundaciones con tal de que se acogiesen a una de las
antiguas reglas, completada en los detalles por especiales constituciones,
para mejor adaptarlas a los tiempos. Esto lo dijo el mismo Inocencio III a
Domingo, asegurándole que cuantas constituciones adicionales le
propusiese él se las confirmaría. Pero, unos meses después, muere el
Papa y es elegido Honorio III. Domingo había reunido a sus hijos el día
de Pentecostés de 1216 para redactar esas nuevas constituciones, que son
aún hoy la base de las constituciones de la Orden dominicana; pero,
cuando quiso ir a Roma, para que el Papa cumpliese su palabra de confirmárselas,
el Papa era nuevo y se resistía a prescindir de un canon del concilio
para aprobar una Orden que con tantas novedades se presentaba. Sobre todo
lo de la predicación, como
privilegio concedido a los dominicos sólo por serlo, levantaba por todas
partes una grande oposición. Había también en esta nueva Orden otras
novedades, por ejemplo, las constituciones hechas por Domingo, a
diferencia de las de todas las Ordenes religiosas existentes, eran leyes
meramente penales, pues no obligaban a culpa, sino a pena. Además, la
doctrina de las dispensas se cambiaba por completo. No sólo se dispensaba
una ley por no poder cumplirla, sino también cuando, aun pudiendo,
estorbaba a otra ley o precepto de orden superior y más directamente
conducente al fin último de la Orden, etc., etc.
El Papa, sin embargo, quería y veneraba mucho a Domingo, y cuanto más le
iba tratando más le veneraba y le quería. Y, al fin, después de algunas
vacilaciones y muchas consultas, dio su bula de 21 de enero de 1217,
concediéndole a Domingo la confirmación deseada. Y tan amigo de Domingo
y protector de su Orden llegó a ser que desde esa fecha hasta 1221, por
agosto, en que Domingo expiró, le fueron dirigidos por el Papa sesenta
documentos entre bulas, breves, epístolas, etc., llegando a eximirle de
pagar los gastos que todos estos documentos debían pagar en la curia
pontificia.
Por este tiempo, estando Domingo en Roma, se le aparecieron una noche en
oración los apóstoles San Pedro y San Pablo y, entregándole un báculo
y un libro, le dijeron ambos a la vez: "Ve y predica". Esto lo
refirió el mismo Domingo más tarde a alguno de sus hijos, que lo
transmitió a la historia.
Confirmada la Orden, volvió Domingo a Francia, y el 15 de agosto de 1217
reunió a sus dieciséis discípulos en Tolosa, para dispersarles por el
mundo contra la opinión de casi todos, incluso algunos obispos amigos. De
estos dieciséis dominicos envió siete a París, dándoles por superior
al único doctor con que hasta entonces contaba, fray Mateo de Francia, y
poniendo, además, entre ellos dos con fama de contemplativos, uno de éstos
su propio hermano. A España envió cuatro. Tres los dejó en Tolosa, y
los otros dos se quedaron en Prulla, donde, además de las monjas, habían
comenzado a congregarse hacía algunos años un grupito de discípulos.
Poco tiempo más tarde envió también religiosos a Bolonia, al lado de la
otra universidad de fama mundial que entonces brillaba.
En 1219 visitó Domingo su comunidad de París, que tenía ya más de
treinta dominicos, varios de ellos ingresados en la Orden con el título
de doctor. De este modo, no sólo tenían derecho a enseñar, sino que podían
hacerlo en su propia casa, que ya entonces estaba establecida en lo que
fue después, y vuelve a ser hoy, famosísimo convento de Saint Jacques.
En Bolonia le sucedió una cosa parecida, pues en 1220, por la acción del
Beato Reginaldo, doctor también de Paris, y otros varios, que por él habían
ingresado, en la Orden, la universidad se encontraba en las más íntimas
relaciones con los dominicos. Podemos decir que tanto el convento de París
como el de Bolonia comenzó a ser desde el principio una especie de
Colegio Mayor, o, aún más, una sección de la misma universidad,
incorporada a ella totalmente.
En 1220 las herejías de cátaros, albigenses, etc., se habían extendido
muchísimo por Italia, especialmente por la región del norte. El papa
Honorio III, para detener los progresos de la herejía, determinó
organizar una gran Misión. Pero, en vez de poner al frente de ella algún
cardenal como legado suyo, o algunos abades cistercienses, encomendó la
dirección a Domingo, no sólo con facultad para declarar misioneros a
cuantos quisiese de sus propios hijos, sino también para reclutar
misioneros entre los mismos cistercienses, benedictinos, agustinos, etc.
Esto era una novedad que, aunque presentida, llamó mucho la atención.
Seguir las peripecias de esta gran misión nos es absolutamente imposible.
Domingo acabó en ella de agotar sus fuerzas por completo. Venía
padeciendo mucho de varias enfermedades, sin querer cuidarse lo más mínimo
ni dejar de predicar un solo día muchas veces y a todas horas.
El día 28 de julio por la noche llegó a su convento de Bolonia
verdaderamente deshecho y casi moribundo. Pero no quiso celda ni lecho,
sino que, como de costumbre, después de predicar a los novicios, se fue a
la iglesia a pasar la noche en oración. El 1 de agosto no pudo levantarse
del suelo ni tenerse en pie, y por primera vez en su vida aceptó que le
pusieran un colchón de lana en el extremo del dormitorio, y poco después
en una celda, que le dejaron prestada, pues en la Orden no hubo nunca
dormitorios corridos, sino celditas, en las que cabía un colchón de paja
—de lana para los enfermos— y un pupitre para estudiar y escribir. La
intensidad de la fiebre le transpone a ratos. Otras veces toma aspecto
como de estar en contemplación y otras mueve los labios rezando, otras
pide que le lean algunos libros; jamás se queja; cuando tiene alientos
para ello habla de Dios, y la expresión de su rostro demacrado sigue
siempre dulce y sonriente.
El 6 de agosto habla a toda la comunidad del amor de las almas, de la
humildad, de la pureza, condición necesaria para producir grande fruto.
Después hace confesión general con los doce padres más graves de la
comunidad, que más tarde declararon no haber encontrado en él ningún
pecado, sino muy leves faltas.
Después, ante la sospecha, que le sugirieron, de que quisieran llevar a
otra parte su cuerpo, dijo: "Quiero ser enterrado bajo los pies de
mis hermanos”. Y viéndoles a todos llorar, añadía: "No lloréis,
yo os seré más útil y os alcanzaré mayores gracias después de mi
muerte". Y ante una súplica del prior levantó las manos al cielo,
diciendo: "Padre Santo, bien sabes que con todo mi corazón he
procurado siempre hacer tu voluntad. He guardado y conservado a los que me
diste. A Ti te los encomiendo: Consérvalos, guardalos". Y volviéndose
a la comunidad, preparada para rezar las preces por los agonizantes, les
dijo: "Comenzad". Y, al oír: "Venid en su ayuda, santos de
Dios", levantó las manos al cielo y expiró. Era el 6 de agosto de
1221, cuando no había cumplido aún cincuenta años. Ofició en sus
funerales el cardenal Hugolino, legado del Papa, al que había de suceder
bien, pronto, y que le había de canonizar.
Una de las monjas admitidas por él en el convento de San Sixto, de Roma,
hace de Domingo la siguiente descripción, confirmada por el dictamen técnico
que sobre su esqueleto se dio en 1945, al abrir su sepultura, por temor de
que fuese Bolonia bombardeada: "De estatura media, cuerpo delgado,
rostro hermoso y ligeramente sonrosado, cabellos y barba tirando a rubios,
ojos bellos. De su frente y cejas irradiaba una especie de claridad que
atraía el respeto y la simpatía de todos. Se le veía siempre sonriente
y alegre, a no ser cuando alguna aflicción del prójimo le impresionaba.
Tenía las manos largas y bellas. Y una voz grave, bella y sonora. No
estuvo nunca calvo, sino que tenía su corona de pelo bien completa,
entreverada con algunos hilos blancos."
Fue canonizado por Gregorio IX en 1234. Y sus restos descansan en la magnífica
basílica del convento de Predicadores de Bolonia, en una hermosísima y
artística capilla.
ALBINO
GONZÁLEZ MENÉNDEZ-REIGADA, O. P.