31 de julio
IGNACIO DE LOYOLA. Solo y a pie - J. Ignacio Tellechea
SAN IGNACIO DE LOYOLA
(† 1556)
El fundador de la Compañía de Jesús fue un español que nació en la casa-torre de Loyola (Azpeitia) el año 1491. Su niñez pertenece al siglo XV, siglo de otoño medieval con restos feudales y luces nuevas de humanismo, descubrimientos, aventuras; su juventud y madurez, al siglo XVI, a la época de Lutero, de Carlos V y del concilio de Trento. Algo medieval latirá siempre en el corazón de Loyola, aunque su espíritu será siempre moderno, hasta el punto de ser tenido por uno de los principales forjadores de la moderna catolicidad, organizada, práctica y apostólica.
En el verde valle que baña el río Urola, entre Azcoitia y Azpeitia, corrieron los primeros pasos de aquel niño de cara redonda y sonrosada, último vástago —el decimotercero— de una familia rica y poderosa en el país. Diéronle por nombre de bautismo Iñigo, que él cambiará en París por el de Ignacio.
Pronto murió su madre. Quizá ya estaba muy débil cuando Iñigo nació, pues, no pudiéndolo criar ella, lo puso en brazos de una nodriza campesina, cuyo marido trabajaba en las herrerías de los señores de Loyola. Allí se familiarizaría Iñigo con la misteriosa lengua vasca, de la que, siendo mayor, no pudo hacer mucho uso; allí aprendería las costumbres tradicionales del país, fiestas populares, cantos y danzas, como el zorcico y el aurresku, etc. Sabemos que siempre fue aficionado a la música, y una vez, siendo de cuarenta años, no tuvo reparo en bailar un aire de su tierra para consolar a un melancólico discípulo espiritual que se lo pedía. La educación que el niño recibió en su casa fue profundamente religiosa, si bien alguna vez llegarían a su conocimiento ciertos extravíos morales de sus parientes. Parece que su padre quería enderezarlo hacia la carrera eclesiástica, pero al niño le fascinaba mucho más la vida caballeresca y aventurera de sus hermanos mayores. Dos de ellos habían seguido las banderas del Gran Capitán en Nápoles. Un tercero se embarcó después para América, siendo comendador de Calatrava. Otro se estableció en un pueblo de Toledo, después de participar, como capitán de compañía, en la lucha contra los moriscos de Granada. Y otro, finalmente, acaudilló tropas guipuzcoanas al servicio del duque de Alba contra los franceses.
Poco antes de morir su padre, pidióle el caballero don Juan Velázquez de Cuéllar que le enviase el más joven de sus hijos, para educarlo en palacio y abrirle las puertas de la corte. Don Juan, pariente de los Loyola por parte de su mujer, María de Velasco, era contador mayor, algo así como ministro de Hacienda, del Rey Católico, y recibió a Iñigo entre sus hijos, dándole una educación exquisitamente cortesana y caballeresca, que admirarán después en el fundador de la Compañía cuantos se le acerquen: distinción en el porte, en la conversación, en el trato, hasta en el comer. En Arévalo, provincia de Avila —su residencia ordinaria—, y también en Medina del Campo, Valladolid, Tordesillas, Segovia, Madrid, en dondequiera que se hallase la corte, estaría frecuentemente don Juan Velázquez, y con él su paje Iñigo de Loyola. Toda la inmensa llanura de la vieja Castilla la pasearía éste a caballo, acostumbrando sus ojos a la redonda lejanía de los horizontes. Ejercitábase en la caza, en los torneos, en tañer la viola, en correr toros, en servir y participar en los opíparos banquetes que su señora doña María de Velasco preparaba a la reina Doña Germana de Foix, segunda esposa de Don Fernando. Devoraba ávidamente las novelas de caballerías, como el Amadís, y las poesías amatorias de los Cancioneros. "Aunque era aficionado a la fe —nos dirá más tarde su secretario—, no vivió nada conforme a ella ni se guardaba de pecados, antes era especialmente travieso en juegos y cosas de mujeres y en revueltas y cosas de armas"; mas todos reconocían en él eximias cualidades naturales: valor, magnanimidad, desinterés, fina destreza en gobernar a los hombres. Se ha dado excesiva importancia a un proceso criminal que en 1515 se entabló en Azpeitia "contra don Pero López de Loyola, capellán, e Iñigo de Loyola, su hermano, sobre cierto exceso, por ellos diz que el día de carnestuliendas últimamente pasado cometido e perpetrado". Ignoramos en qué consistió aquel exceso, que acaso se redujo a una nocturna asechanza frustrada contra alguna persona eclesiástica.
Caballerescamente se enamoró de una alta dama que "no era de vulgar nobleza; no condesa ni duquesa, mas era su estado más alto" (¿quizá la reina Doña Germana o la infanta doña Catalina?). Muerto don Juan Velázquez en 1517, Iñigo, que había pasado en Arévalo más de doce años, se acogió a otro alto pariente suyo, don Antonio Manrique, duque de Nájera y virrey de Navarra. Sirviendo al duque participó en sosegar los tumultos durante la revolución de los comuneros —espada en mano en la toma de Nájera, diplomáticamente en Guipúzcoa—, y peleó animosamente defendiendo el castillo de Pamplona contra los franceses, hasta caer herido en las piernas por una bala de cañón (20 de mayo de 1521). Impropiamente se le llama "capitán", era un caballero cortesano, o, mejor, un gentilhombre de la casa del duque.
Mientras le curaban en Loyola se hizo aserrar un hueso, encabalgado sobre otro, sólo porque le afeaba un poco, impidiéndole llevar una media elegante, y estirar con instrumentos torturadores la pierna, a fin de no perder la gallardía en el mundo de la corte; todo lo cual sufrió con estoica imperturbabilidad. En la convalecencia, no hallando las novelas de caballerías que él deseaba, se puso a leer las Vidas de los santos y la Vida de Cristo, lo cual le encendió en deseos de imitar las hazañas de aquellos héroes y de militar al servicio no de un "rey temporal", sino del "Rey eterno y universal, que es Cristo Nuestro Señor". Reflexionando sobre las desolaciones y consolaciones que experimentaba, aprendió a discernir el buen espíritu del malo con fina psicología sobrenatural. Su conversión y entrega a Dios fue perfecta.
A principios de 1522 sale de Loyola en peregrinación a Jerusalén. Detiénese unos días en el santuario de Montserrat, donde cambia sus ropas lujosas por las de un pobre; conságrase a la Santísima Virgen, hace confesión general y recibe de un monje benedictino las primeras instrucciones espirituales. Pasa un año en Manresa, llevando al principio vida de continua oración y penitencia; luego, de apostolado y asistencia a los hospitales. En una cueva de los contornos escribe, iluminado por Dios, sus primeras experiencias en las vías del espíritu, normas y meditaciones que, redondeadas más adelante, formarán el inmortal librito de los Ejercicios espirituales, "el código más sabio y universal de la dirección espiritual de las almas", como dijo Pío XI. Ya en Manresa el Espíritu Santo le transformó en uno de los místicos más auténticos que recuerda la historia. La ilustración más alta que entonces tuvo, y que le iluminó aun los problemas de orden natural, fue junto al río Cardoner. Prosiguiendo su peregrinación se embarca en Barcelona para Italia. De Roma sube a Venecia, siempre mendigando; el mismo dux veneciano le procura pasaje en una nave que va a Chipre, de donde el Santo sigue hasta Palestina. Visita con íntima devoción los santos lugares de Jerusalén, Belén, el Jordán, el Monte Calvario, el Olivete. A su vuelta, persuadido de que para la vida apostólica son necesarios los estudios, comienza a los treinta y tres años a aprender la gramática latina en Barcelona, pasa luego a las universidades de Alcalá y Salamanca, juntando los estudios con un ardiente proselitismo religioso. Falsamente le tienen por "alumbrado". No la Inquisición, como a veces se ha dicho, sino los vicarios generales de esas dos ciudades le forman proceso y le declaran inocente.
En febrero de 1528 se presenta en la célebre universidad de París, adonde confluyen estudiantes y maestros de toda Europa. Obtiene el grado de maestro en artes o doctor en filosofía (abril de 1534) y reúne en torno de sí algunos universitarios, que serán los pilares de la Compañía de Jesús: Fabro, Javier, Laínez, Salmerón, Rodrigues, Bobadilla, con quienes hace voto de apostolado, en pobreza y castidad, a ser posible en Palestina, y, si no, donde el Vicario de Cristo les ordenare (Montmartre, 15 de agosto de 1534).
De hecho el viaje a Tierra Santa resulta irrealizable, e Ignacio de Loyola va con sus compañeros a Roma, a ofrecerse enteramente al Sumo Pontífice. Una honda experiencia mística, recibida en el camino (La Storta, noviembre de 1537), le confirma en la idea de fundar una Compañía o grupo de apóstoles, que llevará el nombre de Jesús. Paulo III, el mismo que abrirá el concilio de Trento, aprueba el instituto de la Compañía de Jesús, innovador en la historia del monaquismo (27 de septiembre de 1540). Mientras los compañeros de Ignacio y sus primeros discípulos salen con misiones pontificias a diversas tierras de Italia, de Alemania y Austria, de Irlanda, de la India, de Etiopía, el fundador permanece fijo en Roma, como en su cuartel general, recibiendo órdenes inmediatas del Papa y comunicándolas a sus hijos en innumerables cartas, de las que hoy conservamos 6.795. No por eso deja de predicar, dar ejercicios, enseñar el catecismo en las plazas de Roma, remediar las plagas sociales, fundando instituciones y patronatos para atender a los pobres, a los enfermos, a las muchachas en peligro, a las ya caídas que querían redimirse, etc. Con razón ha sido llamado "el apóstol de Roma". Y no se contenta con regenerar moralmente la Ciudad Eterna. Quiere que la capital del catolicismo sea un centro de ciencia eclesiástica, con un plantel de doctores, de los que pueda disponer cuando quiera el Sumo Pontífice. Y con este fin crea el Colegio Romano (1551), que después se llamará, como en nuestros días, Universidad Gregoriana, madre fecunda de alumnos ilustres y de maestros que enseñarán en todas las naciones. A su lado surge desde 1552 el Colegio Germánico, primer seminario de la Edad Moderna, prototipo de los tridentinos, cuya finalidad era educar romanamente a los jóvenes sacerdotes alemanes que habían de reconquistar a su patria para la Iglesia. Sus estatutos fueron redactados por el mismo San Ignacio.
A sus hijos esparcidos por todo el mundo los exhortaba a dar los ejercicios espirituales, método eficaz de reforma individual; a enseñar el catecismo a los ignorantes, a visitar los hospitales. Los últimos años de su vida despliega increíble actividad, fundando colegios, orientados principalmente a la formación del clero, para lo cual se enseñará en ellos desde la gramática latina hasta la teología y los casos de conciencia. Dicta sabias normas de táctica misional para los que evangelizan tierras de infieles, para Javier en la India y Japón, Andrés de Oviedo en Abisinia, etc., y no menos prudentes reglas propone a Pedro Canisio para la restauración católica en Alemania, y a Carlos V y Felipe II para el aniquilamiento de la media luna en el Mediterráneo.
Pocas figuras de la Contrarreforma son comparables a la de Ignacio de Loyola. Su devoción al Vicario de Cristo y a "nuestra Santa Madre la Iglesia jerárquica" brota naturalmente de su apasionado amor al Redentor, "nuestro común Señor Jesús", "nuestro Sumo Pontífice", "Cabeza y Esposo de la Iglesia". Sus Reglas para sentir con la Iglesia serán siempre la piedra de toque del buen católico.
El fundador de la Compañía de Jesús murió en Roma el 31 de julio de 1556. Su magnitud histórica impone admiración a todos los historiadores, a los protestantes tanto o más que a los católicos. Quizá su misma excelsitud haya impedido que su culto popular cundiese tanto como el de otros santos, al parecer, más amables. Preciso es reaccionar contra ciertos retratos literarios que nos lo presentan tétrico y sombrío. Sus coetáneos nos lo pintan risueño y sereno siempre, tierno y afectuoso, con extraordinaria propensión a las lágrimas. "El padre Ignacio —decía Gaspar Loarte— es una fuente de óleo." Sabía hacerse amar, aunque es verdad que todos sus afectos, aun los que parecían más espontáneos, iban gobernados por la reflexión. El "reflectir" (verbo de prudencia) le brota a cada paso de la pluma; pero no menos frecuente en sus labios era el "señalarse" (verbo de audacia), es decir, el distinguirse y descollar por el heroísmo y por las aspiraciones hacia lo más alto y perfecto: Ad maiorem Dei gloriam. Nunca fue un gran especulativo, pero sí un genio práctico y organizador, grande entre los grandes. Reduciendo a esquemas simplistas sus consejos espirituales, muchos interpretaron falsamente su doctrina como un ascetismo voluntarista y árido. No era ésa su alma. Basta leer su Diario espiritual, donde con palabras entrecortadas y realistas, no destinadas al público, descubre las intimidades de su alma y las altas experiencias místicas de cada día, para persuadirnos que estamos ante una de las almas más privilegiadas con dones y carismas del Señor.
RICARDO GARCÍA-VILLOSLADA, S. I.
IGNACIO LOYOLA, VASCO UNIVERSAL
De Mundano a Santo
Era muy buen escribano, escribe el Padre Rivadeneira, pero los libros le dejaban
indiferente. Más le importaba jugar a los naipes, cuidar su ondulada cabellera
rubia, esgrimir la lanza y galantear. Fue procesado por sus graves desórdenes;
se le vio, en Pamplona, arremeter calle abajo contra una multitud que no le
guardó las debidas consideraciones, "y si no hubiera quien le detuviera, o
matara a algunos de ellos, o le mataran”.
Era, dicen los mismos compañeros de su vida cristiana, hombre metido en todas
las vanidades del mundo, soldado ducho en travesuras juveniles y mozo polido,
amigo de galas y buen vividor. No obstante, se hacía querer de todos, "porque
era recio y valiente, muy animoso para emprender cosas grandes, de noble ánimo y
liberal, y tan ingenioso y prudente en las cosas del mundo, que en lo que se
ponía y aplicaba se mostraba siempre para mucho". La gran pasión de Íñigo a los
veinte años era la guerra. Guerreando estaba en Pamplona en 1521 como ayudante
del duque de Nájera, cuando los franceses sitiaron la ciudad. Tratábase ya en el
castillo de rendirse, cuando Loyola se interpuso defendiendo la resistencia
hasta la muerte. Resistió, efectivamente, como un héroe, hasta que una bala de
cañón le dejó destrozada una pierna y herida la otra.
Obligado a capitular, el herido fue colocado en una litera y conducido a Loyola.
Allí empezó la cura de los cirujanos. Quisieron atarle, Como se acostumbraba en
semejantes operaciones, pero él no lo consintió; sereno e inmóvil, aguantó la
espantosa carnicería. Sólo un momento se le vio apretar fuertemente los puños.
Pronto advirtió que debajo de la rodilla le quedaba un hueso saliente, y no
estuvo dispuesto a sufrirlo. Le advirtieron que su desaparición le produciría
dolores atroces, pero no estaba dispuesto a hacer el ridículo en los torneos y
en las fiestas cortesanas. Y por segunda vez ofreció su pierna a la sierra con
valor estoico, y la oyó rechinar en su cuerpo sin inmutarse; "todo -dice
Rivadeneira-, poder traer una bota muy justa y muy polida, como entonces se
usaba".
EL RENACIMIENTO
Cuando entre los años 1491-1556, la corrupción del Renacimiento invadía hasta la
misma cátedra de Pedro, cuando el fermento de la Reforma protestante hervía en
las Universidades alemanas, Dios llamó al hombre destinado a oponer un dique a
esa doble inundación. Es un gentilhombre español, nacido en el seno de una noble
familia guipuzcoana. Engastada en una soberbia iglesia barroca, se levanta
todavía la casa solariega de su linaje, como una fortaleza medieval. Iñigo, el
hijo de Beltrán Yáñez de Oñaz y Loyola, no piensa todavía en conquistas
evangélicas. Con su temperamento vehemente, audaz y ambicioso, aspira al brillo
de los honores y a la gloria de las armas. Desde su adolescencia tiene un
protector poderoso, el noble caballero de Arévalo Juan Velázquez de Cuellar,
contador mayor de Castilla. Con él vive unas veces en Arévalo y otras en la
corte, entre compañeros que serán grandes políticos o famosos conquistadores. Es
un paje apuesto, generoso y batallador, con los vicios y virtudes del guerrero
español de su tiempo. Cuentan que la mujer del contador le decía: "Iñigo, no
asesarás hasta que te quiebren una pierna." Soldado desgarrado y sin letras, le
llamará el Padre Granada.
EL PODER DE LOS LIBROS
Para entretener el ocio de la convalecencia, pidió que le trajesen libros de
caballerías, el Amadís, o algún otro de los que hacían las delicias de la
juventud, pero en casa del señor de Loyola no se encontraban estas obras
profanas, y, por darle algo, le ofrecieron un “Flos Sanctorum” y la “Vida de
Cristo”, del Cartujano.
Estas lecturas empezaron a despertar en su alma sentimientos de noble emulación.
Inclinado a las más quiméricas empresas, veía abrirse ante sus ojos un mundo de
heroísmos más vasto que el que se vivía en Europa. ¿Por qué no había de hacer él
lo que hicieron los santos? ¿Por qué no había de vestir de saco, comer hierbas y
sufrir los tormentos de los mártires? Entusiasmado con su lectura, se le oía
exclamar: “Santo Domingo hizo esto, pues yo lo tengo de hacer; San Francisco
hizo esto, pues yo lo tengo de hacer." Pero apenas cerraba el libro, caía sobre
él el tumulto de los pensamientos mundanos, y se pasaba largas vigilias soñando
hazañas, fantasías y vanidades. Estaba enamorado. La señora de sus pensamientos
era mujer de alta alcurnia, cuyo nombre nunca quiso descubrir, aunque hay quien
dice que era la viuda del Rey don Fernando el Católico, Germana de Foix. "Tan
poseído en ella tenía el seso, que se estaba embebido en pensar en ella dos,
tres y cuatro horas sin sentirlo, imaginando lo que habría de hacer en su
servicio; los medios que tomaría para poder ir a la tierra donde ella estaba;
los motes, las palabras que le diría; los hechos de armas que haría por ella; y
estaba con esto tan envanecido, que no miraba cuán imposible era poderlo
alcanzar: porque la señora no era de vulgar nobleza, ni condesa, ni duquesa, mas
era su estado más alto que ninguno de estos."
Solicitado por ideas tan diversas, empezó a examinarlas y compararlas entre sí,
notando que las del mundo, aunque le deleitaban, dejaban su corazón triste y
vacío, mientras que las de Dios le llenaban de consuelo y alegría. Poco a poco
la gracia iba trabajando su espíritu, hasta que vino al fin la resolución
irrevocable, una resolución como sabía tomarlas aquella voluntad indomable.
LA CONVERSION
Una noche, se levantó del lecho, se postró de rodillas ante una imagen de la
Virgen, y prometió renunciar a sus antiguas vanidades. El caballero mundano
quedaba convertido en soldado de Dios. Fue una conversión radical, integral,
definitiva. El nunca había tenido la menor duda sobre su fe católica; sentía
particular devoción al príncipe de los Apóstoles, y hasta le cantó en trabajosos
versos al mismo tiempo que a las damas; pero desde este momento su vida entera
quedó consagrada al servicio de Dios. Su primer pensamiento fue peregrinar a
Jerusalén; luego se le ocurrió entrar en la Cartuja de Miraflores. Las horas que
antes gastaba pensando en su dama, las dedica ahora a orar, contemplando la
noche estrellada y repitiendo aquella exclamación favorita: "¡Cuán baja me
parece la tierra cuando miro al cielo!". Sigue leyendo las Vidas de Cristo y de
los santos, y para no olvidar los buenos pensamientos que se le ocurren, anota
en un libro los hechos, las ideas, los afectos piadosos que agitan su corazón y
su mente durante la lectura.
EL DON DE LA PUREZA
Escribe en su Autobiografía: “Y ya se le iban olvidando los pensamientos pasados
con estos santos deseos que tenía, los cuales se le confirmaron con una
visitación, de esta manera. Estando una noche despierto, vio claramente una
imagen de nuestra Señora con el Santo Niño Jesús, con cuya vista por espacio
notable recibió consolación muy excesiva, y quedó con tanto asco de toda la vida
pasada, y especialmente de cosas de carne, que le parecía habérsele quitado del
ánima todas las especies que antes tenía en ella pintadas. Así, desde aquella
hora hasta el agosto de 53, que esto se escribe, nunca más tuvo ni un mínimo
consenso en cosas de carne; y por este efecto se puede .juzgar haber sido la
cosa de Dios, aunque él no osaba determinarlo, ni decía más que afirmar lo
susodicho. Mas así su hermano, como todos los demás de casa, fueron conociendo
por lo exterior la mudanza que se había hecho en su ánima interiormente”.
Comenta el Padre Victoriano Larrañaga: “Esta gracia extraordinaria tuvo lugar
estando en su cama enfermo. Así lo indica la circunstancia de la hora: "Estando
una noche despierto." Y lo confirma el hecho, poco después registrado, de cuando
comenzó a levantarse un poco por casa. Una transformación radical y perpetua en
materia de pureza, unida a una "consolación muy excesiva", fue el sello
sobrenatural que quiso poner el cielo a la conversión de San Ignacio: desde ese
momento pasaba a ser la casa-torre de Loyola "la santa casa" que venerarán los
siglos. Los efectos producidos interiormente en su alma se inician visibles aun
a los ojos de sus familiares, y el tiempo que con ellos conversaba "todo lo
gustaba en cosas de Dios, con lo cual hacia provecho a sus ánimas". Es entonces
también cuando empieza a dedicar parte de las 'horas del día a la oración a
tomar los apuntes de las vidas de Cristo y de los Santos.
EL PEREGRINO.
Después de muchos meses de forzado encierro, empieza su mística aventura. Se
arrodilla primero ante la Virgen de Aranzazu, va luego a Navarrete para
despedirse del duque de Nájera, su antiguo protector; allí se separa de sus
criados, solo, montado en una mula. Cuando se dirige en peregrinación a
Montserrat, una alegría íntima llena su alma; medita penitencias,
peregrinaciones y hazañas por Cristo; y para reparar su vida de pecado, se
disciplina cada día hasta derramar sangre. En Montserrat se confiesa durante
tres días; escribe luego su confesión, regala su mula al monasterio y cuelga la
espada y la daga ante el altar de la Virgen. El soldado vanidoso y ambicioso ha
muerto para siempre y ha nacido el general de la Compañía de Dios. Aquí empieza
la parte más dramática de su vida. Su antiguo ardor bélico se dirige ahora
contra sí mismo y contra los enemigos de la fe. Faltó poco para que en el camino
de la montaña no apuñalase a un moro que atacaba la perpetua virginidad de
María. Extremoso en todo, quiso practicar todo lo que había leído de los héroes
del cristianismo.
El 24 de marzo de 1522 halló un pobre andrajoso, le dio sus vestidos de
caballero, y se vistió un traje que consistía en un saco de cáñamo, un pedazo de
cuerda para ceñirlo y una alpargata de esparto para el pie derecho, que era el
de la herida. Con estas galas y en la mano el bordón rematado en una calabaza,
pasó una noche al pie del altar de la Virgen, según la costumbre de velar las
armas de los caballeros medievales. Cojeando penosamente, llega a Manresa. Allí
vive en un hospital, y se pasa las horas muertas rezando en una gruta. Mal
formado todavía en la vida del espíritu, se imagina que toda la santidad está en
la mortificación; pasa siete horas en oración de rodillas, come lo que le dan de
limosna, se disciplina tres veces al día, y él, antes tan ufano en cuidar su
persona, se deja ahora crecer las uñas y el cabello. Se ríen de él, pero él lo
sufre con paciencia. Nadie sabe su nombre. Por las finas facciones de su rostro,
las gentes empiezan a sospechar en su vida algún misterio. El sólo se llama el
Peregrino.
EN TIEMPOS DE TURBACIÓN
Después de cuatro meses de una serenidad imperturbable, entra su alma en los más
terribles combates de la vida interior. Va a empezar su noviciado. El enemigo le
decía: "¿Quién resiste una vida semejante durante treinta años?". Pero esta
prueba se le desvanece con esta sencilla respuesta: "¿Quién me asegura que voy a
vivir una sola hora?". No tardó en advertir en medio de la oración olas
terribles de tedio y amargura, que empezaron a hacerle dudar sobre el camino que
había emprendido. Siguieron después los escrúpulos sobre su confesión,
acompañados de tales congojas, que hasta tuvo la tentación de arrojarse por un
barranco. Se le veía llorando en su habitación y pidiendo a gritos el socorro de
la divina misericordia. En aquel terrible trance, resolvió no comer ni beber
hasta recobrar la calma. Después de una semana, le echaron de menos unas mujeres
piadosas que escuchaban sus consejos, y tras muchas pesquisas le encontraron en
una ermita de la Virgen, tan extenuado, que no podía andar ni tenerse en pie, y
fue preciso que el confesor le negase la absolución, para hacerle tomar
alimento.
LA CONSOLACIÓN
Después se sintió repentinamente inundado de paz y alegría. Llegaron los días de
los regalos y las consolaciones. Escribirá en sus Ejercicios: “En tiempo de
turbación, no hacer mudanza”. Según él mismo lo declara, "Dios trataba a su
siervo de la misma manera que un maestro trata a un niño de la escuela a quien
instruye". "Aunque no existieran los libros santos –añadía- estaría dispuesto a
dar la vida por las verdades que en ellos se enseñan, sólo por lo que en la
contemplación se me ha comunicado." Un día, contemplando las cosas divinas en
las cercanías de Manresa, se sentó en el camino, que pasa a la ribera del río
Cardoner, y estuvo mirando el agua.
"Allí -dice el Padre Laínez- aprendió en una hora más de lo que hubieran podido
enseñarle todos los sabios del mundo." Recuerda aquellos versos del Doctor
Místico:
“Este saber no sabiendo
es de tan alto poder
Que los sabios arguyendo
jamás le pueden vencer
que no llega su saber
a no entender entendiendo,
toda ciencia trascendiendo”.
Tenía visiones, coloquios con los bienaventurados y raptos de ocho días. Se
había convertido en un maestro de la vida espiritual, y un grupo de mujeres, que
los maliciosos llamaban las “Iñigas”, practicaban los Ejercicios espirituales
bajo su dirección.
EL LIBRO DE LOS EJERCICIOS
Así nació un librito breve y compendioso, escrito en un lenguaje sencillo e
inteligible. Así nació el Libro de los Ejercicios. Sumergido en la meditación de
las verdades eternas, o zarandeado por las tempestades interiores, Ignacio no
cesaba de estudiar y analizar los diversos estados de su espíritu. "El Peregrino
-decía más tarde a uno de sus compañeros -observaba en su alma ya éstos, ya
aquellos afectos y se aprovechó de ello, y por ahí vino a pensar que podrían
bien aprovechar a otros, y por eso escribió los Ejercicios”. Al principio, lo
único que le importaba era conocer la voluntad divina y cumplirla perfectamente;
después coordinó sus experiencias, y al salir de la gruta completamente
transformado, se encontró con un método espiritual que podría obrar en los otros
una transformación análoga a la suya. La sustancia de esa obra, que resume el
trabajo íntimo realizado en su alma, data de estos días de Manresa. Más tarde,
los experimentos que hizo con los otros le permitieron perfeccionar su sistema,
que siguió enriqueciendo con nuevas aportaciones durante sus estudios teológicos
y en el período italiano de su vida.
EFICACIA MARAVILLOSA
La experiencia de los siglos ha confirmado su eficacia maravillosa para
transformar y educar a las almas. Las causas de esta influencia, aparte del
poder de la gracia, hay que buscarlas en la combinación y ordenación lógica de
los diversos ejercicios, en el método, en la sabia disposición de las materias,
fruto de un estudio profundo del alma humana. Escuela incomparable de hombres,
de cristianos y de apóstoles, los Ejercicios no son para leídos, sino para
practicados. Entonces es cuando tienen su eficacia, cuando producen corazones
como los de San Francisco Javier, San Francisco de Regis, San Francisco de
Sales, San Carlos Borromeo o San Pedro Canisio y un largo etcétera. Críticos de
todas las ideas han reconocido en ellos un edificio de armonioso, una verdadera
obra de arte, de unidad perfecta, un género enteramente nuevo y peculiar.
Todo resumido en la invitación de Cristo: "Toma tu cruz y sígueme.", cuya
esencia es el “abneget”, la renuncia. Sin embargo, lejos de abatir las fuerzas
naturales, las intensifican, purificándolas de lo inferior y bestial,
dirigiéndolas hacia un ideal más alto, y potenciándolas con la ayuda de la
gracia. Si dan la paz al alma, no es por el aniquilamiento de la voluntad
personal; ya que su efecto es siempre un robustecimiento de la personalidad,
orientada y polarizada en Dios. Son la obra maestra de una pedagogía. Se ha
reprochado la excesiva importancia que se da en ellos al razonamiento, se ha
dicho que la meticulosidad de las reglas es contraria a la operación del
Espíritu. Pero es que San Ignacio ve en el razonamiento la base sólida de toda
convicción. Para él no puede existir renovación sin convicción profunda. Por lo
demás, su método, con todas las apariencias de regularidad mecánica, es siempre
respetuoso con los movimientos del Espíritu, “que mueve a su ánima devota”. Hay
que tener también presente que él sólo establece el método de la oración
ordinaria. Aunque conocía las alturas de la contemplación, no se ocupa en lanzar
el alma hacia ellas. Para él la perfección de la vida espiritual no consiste
propiamente en la unión con Dios por medio de la oración. Solía decir que, de
cien personas de oración, las noventa vivían engañadas. Consideraba que se daba
más gloria a Dios con la imitación perfecta de Cristo en la vida apostólica, y a
esta imitación dirige los Ejercicios, haciéndola consistir en la renuncia al
bienestar del cuerpo y en la mortificación total del amor propio y del amor del
mundo.
CONTEMPLATIVO EN LA ACCIÓN
El período místico de Manresa sólo fue un episodio en la vida militante de San
Ignacio. Hombre de acción, se lanzó en busca de su destino. No ha llegado a
verlo todavía con claridad. Durante algún tiempo se cree llamado a predicar la
fe entre los infieles. Visita los Santos Lugares y decide permanecer en Oriente
enseñando a los mahometanos, pero el provincial de San Francisco en Jerusalén le
obliga a venir a Europa, temiendo que su celo provocase algún conflicto. En 1524
reaparece en Barcelona estudiando latín con los niños de la escuela.
Comprendiendo su necesidad de instrucción religiosa y humanística, se entregó
ardorosamente a conseguirla, a pesar de que el demonio le acometía con toda
clase de pensamientos devotos y dulzuras interiores cuando cogía la Gramática.
Siendo tan mayor entre niños el maestro le trataba con consideración, hasta que
un día le rogó con ahínco que le tratase como al menor muchacho de sus
discípulos, y que cuando le viese flojo y descuidado, le castigase y azotase
como a los demás. Con el mismo entusiasmo empieza en Alcalá el estudio de la
Filosofía y de la Teología.
ESTUDIANTE Y BUSCADOR DE ALMAS
Pero a la vez que estudiante, era un fogoso apóstol. Un grupito de gentes
piadosas escuchaba sus consejos e imitaban su vida. Algunos de sus compañeros y
devotos caminaban descalzos como él y vestían el mismo sayal pardo y grosero,
que les valió el apodo de ensayalados. En los círculos eclesiásticos y
universitarios se discutía al extraño penitente, que producía repentinos cambios
de vida. Unos le veneraban como a santo, otros empezaban a sospechar si sería
uno de aquellos alumbrados fanáticos que, entre supuestas revelaciones,
sembraban los más absurdos errores. No tardó en estallar la persecución: Ignacio
tuvo que teñir su sayo, disolver su grupo, calzar sus pies y resignarse a vestir
como los demás. A todo obedeció puntualmente; pero habiéndose reproducido las
sospechas, se le abrió un proceso canónico y se le encerró en la cárcel, donde
permaneció dos meses. Él rehusaba defenderse pero hablaba a los inquisidores con
la libertad propia de su carácter. –“¿Qué mal habéis hallado en mí, después de
tanto ínquirir?” preguntaba al Vicario de Alcalá. –“Nada -contestó el
interpelado-; si algo se hallara en vos, os castigaran y aún os quemaran”.
Respondió Iñigo: -“Así os quemaran a vos si errárades”. –“Es anssí” -replicó
secamente el Vicario. Reconocida su inocencia, Ignacio pasó de Alcalá a
Salamanca. Allí también fue acusado, procesado y encarcelado veintidós días en
un aposento viejo, destartalado, sucio y maloliente, con una cadena de doce
palmos a los pies, y sin poder dormir "por la gran multitud de bestias varias".
“¡No sabía, dijo, que fuera tan peligroso predicar a Cristo a los cristianos!”.
Absuelto una vez más por las autoridades eclesiásticas, dejó aquella Universidad
y se dirigió a la de París, montado en un asno, que llevaba sus libros y
cartapacios. Llegó el 2 de febrero de 1528, y pasó aún siete años escuchando a
los doctores de la Sorbona. Vivía de la limosna que le mandaban los mercaderes
españoles de FIandes. A los tres años obtuvo el grado de maestro en filosofía.
Durante las vacaciones viajaba hasta Brujas, Amberes y Londres para recoger
limosnas. La mirada de aquel colegial viejo, cojo y desarrapado seducía de una
manera irresistible. En Barcelona, en Alcalá, en Salamanca había encontrado
discípulos que sufrían el enojo de sus familias por seguirle e imitarle. Lo
mismo sucedía en París. El primero que se le juntó fue su compañero de celda en
el colegio de Santa Bárbara, el saboyano Pedro Fabro. Después ganó el alma
ardorosa del joven profesor navarro Francisco Javier. Siguieron Diego Laínez y
el toledano Salmerón, el portugués Rodrígues de Acevedo y el joven Alfonso de
Bobadilla, palentino.
MONTMARTRE
El 15 de agosto de 1534, seguido por estos seis, en la colina de Montmartre, en
una capilla, dedicada a San Dionisio, perteneciente a las monjas benedictinas,
oyeron la misa celebrada por Pedro Fabro, que era el único sacerdote. A la
comunión, Fabro se volvió a sus companeros con la sagrada Hostia en la mano.
Arrodillados los seis en torno del altar, fueron pronunciando uno a uno sus
votos. Después, bajaron y se sentaron alrededor de una fuente y celebraron un
frugal banquete con pan y agua. La alegría era tan grande y el fervor tal, que
se les pasaron las horas sin sentir alabando a Dios, manifestando los afectos de
sus corazones.
Al año siguiente, Ignacio se dirigió por última vez a su tierra para restablecer
su quebrantada salud. Aún no saben qué es lo que Dios quiere ellos. Por de
pronto, deciden ir en peregrinación a Tierra Santa. Los iñiguistas de la Sorbona
dan a su sociedad el nombre de Compañía de Jesús, y su jefe empieza a llamarse
Ignacio. Alentado por una visión famosa ocurrida en la Iglesia de la Storta en
la que Cristo le dijo “En Roma os seré propicio”, Ignacio viaja a Roma con dos
de sus compañeros, dispuesto a dar el paso decisivo. Aún sigue en la
incertidumbre más completa, pero su alegría sólo puede compararse con la que
sentirá Francisco Javier al entrar en la capital del Japón. “No sé lo que me
espera en Roma –decía-, ni si quiere Dios que muramos en cruz o descoyuntados;
sólo sé que Jesucristo nos será propicio."
PERSECUCIONES Y APROBACIÓN
En Roma, frialdades, indiferencias y persecuciones. En los pulpitos se
desautorizaba a aquella compañía de "sacerdotes reformados”. La causa de Ignacio
parecía perdida, cuando vino en su ayuda la influencia de algunos hombres
poderosos, ganados por la práctica de los Ejercicios. Príncipes, cardenales y
embajadores empezaban a sentirse transformados por la magia de aquel libro
prodigioso. El mismo Papa Paulo III se sintió impresionado por la grandeza moral
del fundado y en sus conversaciones con el pontífice, empezó a esbozar el plan
de una Orden nueva, que abarcase la actividad apostólica en todas sus formas, la
enseñanza literaria y teológica en todos sus grados, las obras de caridad en
todos los aspectos, las misiones entre fieles e infieles, considerando el mundo
entero campo de su acción. Tal era el gran ideal en que había cuajado
definitivamente la ambición desaforada del hidalgo español. El 27 de septiembre
de 1540 aparecía la bula por la cual el Papa Paulo III aprobaba la nueva
fundación, y el comienzo de la Compañía de Jesús. Una serie de acontecimientos,
independientes de la voluntad de Ignacio, le habían llevado a crear una vasta y
poderosa organización de enseñanza, de predicación y de dirección espiritual,
que será la barrera más fuerte de la verdad frente al protestantismo, y
colaborará de una manera decisiva en la obra del Concilio de Trento.
Innumerables obras en la Iglesia, y multitud de Santos en los altares, para la
Mayor Gloria de Dios, Ad Majorem Dei Gloriam.
EN EL GESU DE ROMA
Los quince años últimos de su vida los dedica Ignacio en el Gesú de Roma, a
perfilar, acrecentar y completar la gran obra de su vida. Escribe las
Constituciones, forma a los novicios en el Colegio Romano, envía sus teólogos al
Concilio de Trento, esparce sus discípulos por todas las partes del mundo,
escribe cartas, legisla, ordena, vigila. Quiere que el alma de su milicia
espiritual sea la obediencia, una obediencia consciente, voluntaria y alegre;
una obediencia ciega. El religioso debe ser como un cadáver, o como el bastón en
la mano del anciano. Escribiendo a San Francisco Javier, le ordenaba volver a
las Indias: "Os lo ordeno en nombre de Jesucristo. Y a fin de que vos podáis
exponer los motivos de vuestra partida a aquellos que quieren reteneros, os diré
las razones que me han decidido." Su mandato era a la vez firme y suave,
razonado y autoritario.
Medía el límite de su autoridad, como antes había medido el límite de su
obligación a obedecer. Durante el proceso de Salamanca, preguntado por los
jueces cómo se atrevía a enseñar, falto de estudios teológicos, contestó: "O es
verdad, o no es verdad lo que enseño. Si no es verdad, condénenme; si es verdad,
déjenlo estar." Y cuando le leyeron la sentencia, por la cual le declaraban
inocente y ortodoxo, mandándole al mismo tiempo que no se metiese en honduras y
distinciones sutiles, declaró que obedecería en aquello que estaba dentro de la
jurisdicción de los jueces; pero que no era justo, puesto que no se encontraba
delito en su conducta ni error en su doctrina, impedirle servir a las almas,
privándole del derecho de hablar de las cosas de Dios con libertad. Era natural
que el odio se cebase en un hombre que se presentaba como el aguafiestas del
Renacimiento, como el censor de la moral fácil de los falsos reformadores, como
el campeón de la disciplina cuando el mundo se indisciplinaba.
SU RETRATO
La pasión ha hecho de aquel gran hombre un enigma o una paradoja. Ya los
pintores empiezan por desconcertarnos: el Ignacio de Valdés Leal parece un San
Juan de la Cruz, místico y poeta, puesto en éxtasis ante la belleza del
Crucificado; el de Sánchez Coello conserva todavía algo de esa mirada suave y
lejana, contemplativa, pero insinuando una sonrisa enigmática. Dice Ribadeneira
que tenía una estatura mediana, o mejor, era pequeño y bajo de cuerpo; el rostro
autorizado, la frente ancha y sin arrugas, hundidos los ojos, encogidos y
arrugados los párpados por las muchas lágrimas que derramaba; las orejas
medianas, la nariz alta y el color vivo y templado y con la calva de muy
venerable aspecto, el rostro alegremente grave y gravemente alegre. Su serenidad
alegraba y con su gravedad componía a los que le miraban. Al trazar el retrato
de su alma, se le ha representado como un luchador y un contemplativo, como un
fino político y como un hombre que encauza exclusivamente su vida hacia el orden
social; como un corazón vehemente y como un temperamento frío y calculador; como
una inteligencia de ideas amplias y vigorosas. No era un sentimental, sino más
bien cerebral. El castellano de sus Ejercicios peca de seco y premioso; él
aprendió el castellano en Arévalo, pues su lengua materna era el vascuence.
Toda la vida de Ignacio está en el lema que señaló a la Compañía: "Ad maiorem
Dei gloriam". Este pensamiento sublime da unidad a todas sus acciones. Podrá
sentir vacilaciones en ciertos momentos de su vida; pero hay una cosa que la
ordena y armoniza por entero desde que deja el servicio del emperador y recoge y
encauza la corriente de sus energías, su ingenio, su fantasía, su memoria, su
prudencia y tenacidad, su temple de hierro y su ojo infalible para tomar la
medida exacta de las personas y las cosas, que hacen de él, sin dejar de ser un
enamorado de Cristo, el tipo perfecto del hombre de acción. Su fuerza superior,
alma de su alma, es el deseo de la gloria de Dios, que le llena y le consume.
San Ignacio, dice Papión, es el más católico de los santos.
DON DE LÁGRIMAS
Su don de lágrimas es tan excepcional que pocas veces habrá sido igualado en la
hagiografía católica ni por los mayores santos contemplativos de la Iglesia. En
los primeros cuarenta días, dedicados a la elección de la pobreza de las casas e
iglesias de la Compañía llegan hasta 175 las veces que nos habla de sus
lágrimas; es decir, que por término medio venía a derramar lágrimas cuatro veces
por día. Llamaba la atención ante todo su misma abundancia, como él anota:
"Viniendo en mucha grande devoción y muchas lágrimas intensísimas"; "cubriéndome
tanto de lagrimas": "con grande efusión de lágrimas por el rostro"; "un cubrirme
de lagrimas y de amor". Su Diario, es un caso asombroso de llevar la
contabilidad de las lágrimas, el día que no llora más que tres veces, se siente
desconsolado. Temió quedarse ciego de tanto llorar, y no podía sin mucho dolor
en los ojos salir al sol y al aire. Es amoroso, no sentimental. Vive la mística
del servicio Y su virtud preferida es la obediencia. En su mesa sólo tenía el
Nuevo Testamento y el Gersoncito "la perdiz de los libros espirituales", el
Kempis. Ignacio de Loyola (Loyola, Guipúzcoa, 1491- Roma, 1556) fundó la
Compañía de Jesús en el año 1540 y fue elegido primer superior general. En el
año 1535, un año después de haber emitido sus primeros votos, llegó a Valencia
donde residió a lo largo de varios meses y en 1542 fue nombrado prior de la
cartuja de Porta Coeli en Valencia. Continuó vinculado con la ciudad de
Valencia, donde decidió levantar un colegio jesuítico en 1544. Años más tarde,
mantuvo correspondencia periódica con los jesuitas de Valencia y, especialmente,
con Santo Tomás de Villanueva, arzobispo de Valencia entre 1544 y 1555, "con
quien le unía una estrecha amistad". Murió el 31 de julio de 1556 y fue
canonizado por Gregorio XV el 1622.
Jesús Marti Ballester