25 de julio


LITURGIA

LECTIO DIVINA

 

SANTIAGO EL MAYOR

(Siglo I)

 

Cuando inició Jesucristo su vida pública existía en el pequeño mar de Galilea una empresa de pesca, formada por cinco socios que iban a conquistar bien pronto la mayor y más duradera celebridad del mundo.

 Los empresarios principales eran el Zebedeo y sus dos hijos, Santiago y Juan. Estaban asociados a ellos los dos hermanos pescadores de Betsaida Simón y Andrés.

 El Zebedeo, y sus hijos, como escribió el sabio Orígenes en su Libro I contra Celso, no eran simples pescadores, como Simón y Andrés, sino también verdaderos "nautas", con un navío de cabotaje, en el cual, como dice San Marcos (1, 20), tenían a su servicio "mercenarios", es decir, marineros a sueldo.

 El negocio pesquero era importante en los puertos principales de aquel mar, como Cafarnaúm, Betsaida, Magdala, Tiberíades y Tariquea. En sólo este último puerto, que no era el mayor, había, según Josefo, historiador judío casi contemporáneo, no menos de 230 naves de pesca.

 El Zebedeo, según otro historiador antiguo, Nicéforo de Constantinopla, poseía también una buena casa en lo mejor de Jerusalén, dentro de la llamada "ciudad de David", en la colina de Sión, donde estaban el Cenáculo y el palacio del Sumo Pontífice; pues dice aquel historiador que Juan, el hijo menor del Zebedeo, había vendido al pontífice Caifás una parte de su casa para ampliar el mencionado palacio. Precisamente en aquella colina de Sión, y junto al lugar en que estaba el palacio del pontífice, se levanta magnífica la llamada "basílica de la Dormición", donde es tradición que vivió y murió la Virgen María; con lo cual se confirma que estaba allí la casa del Zebedeo, donde luego Juan, cumpliendo la manda testamentaria que le hizo Jesucristo en la cruz, con respecto a su Madre Santísima, desde aquella hora el discípulo la recibió en su casa.

 La vecindad de la casa del Zebedeo con el palacio del pontífice y la compra de parte de aquélla, verificada por éste, explican cómo Juan, según dice en su Evangelio, era conocido del pontífice, y no sólo entró libremente en su palacio, durante el proceso de Cristo, sino que habló a la portera e introdujo a Pedro (lo. 18, 15-16).

 San Jerónimo añade que el hijo del Zebedeo era conocido del pontífice por la nobleza de su linaje, y no temía las asechanzas de los judíos, hasta el punto de introducir a Pedro en su atrio y ser el único de los apóstoles que estuvo junto a la cruz.

 Le acompañó en el Calvario Salomé, a la que llama San Mateo la madre de los hijos del Zebedeo (27, 56). Era una de las distinguidas señoras que, juntamente con María Magdalena y Juana, la mujer del administrador de Herodes, y otras varias, seguían a Jesús en sus viajes y le servían de sus haciendas, como apunta San Lucas (8, 3). Entre el grupo de mujeres que contemplaban a Jesucristo en la cruz menciona San Marcos especialmente a María Magdalena, María, la madre de Santiago el Menor y de José, y Salomé; las cuales, cuando estaba en Galilea, le seguían y servían (15, 40). Y eran también precisamente María Magdalena y María de Santiago y Salomé las tres animosas mujeres que, en la madrugada del Domingo de Resurrección, compraron aromas para ir a ungir a Jesús (16, 1), lo cual supone que disponían de bastante hacienda, a juzgar por el precio del ungüento que, en reciente ocasión, había indignado a Judas (Io. 12, 5).

 ¿Era Salomé aquella mujer a la que alude, sin nombrarla, San Juan cuando dice que estaban junto a la cruz de Jesús su Madre, la hermana de su Madre, María de Cleofás, y María Magdalena? (lo. 19, 25). Fernández Truyols dice que eso es lo más probable, aunque no la nombra San Juan, que tiene la modesta costumbre de no consignar nunca su nombre ni el de ninguna otra persona de su familia. Además, consta por San Marcos que estaban en el Calvario, en compañía de San Juan, Salomé y las otras dos Marías, con las cuales fue ella a comprar aromas en la mañana del Domingo de Resurrección.

 Según esto, siendo Salomé hermana de la Madre de Jesús, Santiago era primo de Jesucristo y pertenecía a la descendencia del rey David, con lo cual se explica lo que dice San Jerónimo sobre la nobleza de su linaje, que era nada menos que el del modesto carpintero de Nazaret, mencionado honoríficamente por el ángel, y resulta menos extraño que su padre poseyese una casa propia en la ciudad de David, donde su hermano Juan recibió y cuidó a la Madre de Jesús.

 La educación que Santiago y Juan recibieron de sus nobles padres debió de ser muy piadosa y muy austera, a juzgar por lo que nos dice San Epifanio acerca de los dos, afirmando que guardaron perpetua virginidad y observaron las prácticas religiosas características de los llamados nazareos.

 Esas prácticas las describió Moisés en su libro de los Números, capítulo VI, donde ordenó que los que se consagrasen a Dios con el voto de nazareato debían abstenerse de vino y de todo licor embriagante, no comer nada de cuanto produce la vid, no cortarse el cabello y observar otras normas de gran austeridad.

 Este fue el ambiente familiar, social y religioso en que ejercían su profesión Santiago y Juan, en el momento histórico en que pasó Jesucristo por las orillas del mar de Galilea y llamó definitivamente a sus cuatro primeros discípulos.

 Jesucristo encontró primeramente a dos pescadores de Betsaida, los hermanos Simón y Andrés, que estaban echando al mar su red, y les dijo: Seguidme, y haré que seáis pescadores de hombres. Y al momento dejaron las redes y le siguieron. Un poco más adelante vio a los dos hermanos Santiago y Juan, que estaban con su padre el Zebedeo y con sus mercenarios arreglando las redes, no en una simple barca, sino en el navío (en to ploio), y los llamó también, pero sin hacerles ninguna promesa, como se la hizo antes a Simón y Andrés. Los animosos jóvenes no sólo dejaron, como aquéllos, sus redes, sino también a su padre, a sus mercenarios y su navío, y le siguieron inmediatamente, sin pedir explicaciones, con la más absoluta entrega (Mt. 4, 18-22).

 Pero observa San Jerónimo que también a estos dos los hizo pescadores de hombres, y de hombres bien lejanos, cuando, viéndolos en la orilla, junto al mar de Genesaret, arreglando sus redes (no "echando la red", como a los otros), los llamó y los envió al mar grande (in magnum mare), para que, convertidos de pescadores de peces en pescadores de hombres, saliesen de Jerusalén y predicasen el Evangelio hasta el Ilírico y las Españas.

 No fueron enviados por Jesucristo a las Españas los dos hermanos, sino solamente Santiago, como luego veremos. Pero antes hubo que prepararle para esta misión, no sólo aprendiendo durante tres años la doctrina evangélica en la escuela de su divino Maestro y adquiriendo la sólida formación que exige el apostolado, sino también corrigiendo los defectos morales y temperamentales de su carácter personal.

 Santiago el Mayor había reflejado, desde el principio mismo de su llamamiento, varias de las cualidades características que había de encontrar en el pueblo cuya evangelización le confiaría más tarde su Maestro; pero también participaba de sus defectos característicos.

 Tenía, por una parte, un carácter muy resuelto, muy desprendido y muy sacrificado para llegar a emprender una profesión andariega desconocida, abandonando inmediatamente a su padre, su navío y sus mercenarios, sin fijarse en los sacrificios y trabajos que le podía deparar tan atrevida corazonada. Pero tenía también dos defectos muy característicos del pueblo hispano que luego había de evangelizar: el extremismo y el individualismo. Los hubo de corregir primero paternalmente Jesucristo, y curarlos después radicalmente el Espíritu Santo con el fuego del día de Pentecostés.

 Refiere San Lucas (9, 54-56) que Jesucristo, yendo hacia Jerusalén, pasó por Samaria, y sus discípulos entraron en una aldea para prepararle albergue; pero aquellos samaritanos eran enemigos de los judíos, y no fueron recibidos, porque iban a Jerusalén. Viéndolo sus discípulos Santiago y Juan dijeron: Señor ¿quieres que mandemos que baje juego del cielo y los consuma? Jesucristo les dio una lección de cristiana moderación y mansedumbre, reprendiéndoles con estas palabras: No sabéis de qué espíritu sois; porque el Hijo del Hombre no ha venido a perder las almas de los hombres, sino a salvarlas. Y se fueron a otra aldea.

 En otra ocasión, habiendo anunciado Jesucristo que estaba próxima su dolorosa muerte y su resurrección, creyó Salomé que era inminente la restauración del reino de David y temió que Pedro ocupase en él un puesto superior al de sus dos hijos. Dejándose vencer de un individualismo ambicioso, disfrazado de amor materno, tomó aparte a sus dos hijos, se presentó con ellos ante Jesucristo y le dijo: Dispón que estos dos hijos míos se sienten en tu reino, el uno a tu derecha y el otro a tu izquierda. Viendo Jesús que también los dos jóvenes estaban de acuerdo con su madre en esta actitud indisciplinada, les dijo a ellos, refiriéndose al cáliz de la Pasión que antes les había anunciado: No sabéis lo que pedís. ¿Podéis beber el cáliz que yo tengo que beber? Ellos contestaron intrépidamente: Podemos. Esta generosa respuesta agradó, sin duda, mucho a Jesucristo, y les dijo: Mi cáliz, sí, lo beberéis; pero el sentaros a mi derecha o a mi izquierda no me toca a mí otorgároslo a vosotros, sino a quienes está dispuesto por mi Padre (Mt. 20, 20-23).

 Esta lección de disciplina no impidió las muestras especiales de aprecio con que distinguió siempre Jesucristo a los tres contendientes: Simón, Santiago y Juan. Los tres solos fueron elegidos para ser testigos de su gloria en el Tabor; los tres solos para presenciar la resurrección de la hija de Jairo; los tres solos para ver de cerca su agonía en Getsemaní; los tres solos para llevar un apellido nuevo impuesto por él, cuando a Simón le puso el sobrenombre de Pedro y a Santiago y Juan los llamó Boanerges, es decir, Hijos del Trueno.

 Santiago, por su parte, justificó plenamente su sobrenombre, haciendo resonar de viva voz el pregón evangélico hasta la extremidad occidental del Mundo Antiguo, como Juan entregó al mundo, con su pluma, el último y más sublime de los cuatro Evangelios y la historia final de la humanidad en su incomparable Apocalipsis.

 Para dos misiones principales estaba destinado Santiago el Mayor. Cumplió las dos, con admirable rapidez, en el breve espacio de los catorce años que mediaron entre el año 30 de la era cristiana, fecha del bautismo de fuego de Pentecostés, según la mayoría de los cronólogos modernos, y el año 44 de la misma era, fecha de su glorioso martirio.

 Fue su primera misión, como nos dijo antes San Jerónimo, llevar el Evangelio hasta las Españas, es decir, hasta las tres Hispanias, la Tarraconense, la Bética y la Lusitana, en que estaba dividida nuestra Península, con tres gobiernos distintos, en los tiempos de Santiago, y en donde florecen hoy las dos naciones hispánicas y católicas de España y Portugal.

 Aquí había de tener también, como añade el mismo San Jerónimo, el sepulcro en que descansase después de su muerte; porque dice que los apóstoles, al dispersarse por las diversas provincias, lo hicieron con el designio de que uno fuese a la India, otro a las Españas, otro al Ilírico, otro a Grecia, y cada uno descansase en la provincia evangelizada y enseñada por él.

 Como San Jerónimo fue por bastante tiempo secretario del insigne papa español San Dámaso y era también amigo del historiador español Paulo Orosio, pudo saber muy bien hasta el lugar de la sepultura de Santiago en las Españas por él evangelizadas.

 El intrépido Hijo del Trueno salió de Jerusalén lo más pronto que pudo, para trasladarse por mar a las Españas. Como la Virgen María estaba al cuidado de su hermano Juan, en la casa de su padre el Zebedeo, y con frecuencia le haría también compañía su madre Salomé, es natural que hablase con ellos de su viaje hasta el antiguo "Fin de la Tierra" y que se despidiese de ellos antes de embarcarse para las Españas. Quizá entonces le anunció la Virgen aquella maravillosa visita que, según la inmemorial y honrosísima tradición de España, recibió el apóstol en Zaragoza, en aquel sagrado lugar en que se levanta el pilar marmóreo que simboliza y garantiza la firmeza, rectitud e inflexibilidad de la fe católica en las Españas del Viejo Mundo y en la gran familia de naciones hispánicas y católicas del Nuevo Mundo, prolongación espiritual de la herencia apostólica de Santiago.

 Apenas terminó Santiago la parte esencial de su primera misión al dejar asentados, bajo la protección de María Santísima, los cimientos de la Iglesia hispánica, se trasladó rápidamente a Jerusalén, con algunos de los nuevos cristianos occidentales, para cumplir allí su segunda misión de ser el primero de los apóstoles que sellase con su sangre el Evangelio.

 La presencia de Santiago, con discípulos procedentes de la gentilidad, debió causar en Jerusalén mayor asombro y revuelo que el que había producido poco antes la noticia de que San Pedro había bautizado, en Cesarea de Palestina, al centurión gentil Cornelio. Oyeron —dice San Lucas— los apóstoles y los hermanos que estaban por la Judea que también los gentiles habían recibido la palabra de Dios. Y cuando subió Pedro a Jerusalén discutían con él los de la circuncisión, diciendo que había entrado en casa de hombres incircuncisos y había comido con ellos (Act. 11, 1-3). San Pedro tuvo que pronunciar el discurso que allí copia San Lucas para defenderse a sí mismo y aquietarlos a ellos.

 Pero debió ser todavía mayor el alboroto que produjo entre los judíos Santiago con sus cristianos de España, y Herodes Agripa, que por entonces reinaba en la Judea, por nombramiento del cruel emperador Caligula, aprovechó aquella buena ocasión para congraciarse con los judíos, y, como escribe San Lucas, quitó la vida con la espada a Santiago, hermano de Juan. Y, viendo que esto había agradado a los judíos, procedió a prender también a Pedro (Act. 12, 2-3).

 Dios concedió una fecundidad maravillosa a la sangre ardiente del protomártir de los apóstoles y a su voz de trueno, que retumbó hasta la extremidad occidental del mundo conocido, para que sus hijos espirituales la extendiesen luego a través del inmenso mundo desconocido que ellos habían de descubrir y evangelizar.

 Gracias a esta singular fecundidad la herencia apostólica de Santiago el Mayor y de sus hijos espirituales abarca hoy veintidós naciones hispánicas y católicas del Viejo y Nuevo Mundo. Y el número de católicos que existen hoy en ellas supera la mitad de todos los católicos del mundo.

 En efecto, según la última estadística, aparecida recientemente en Roma, los católicos de las diecinueve repúblicas hispánicas de América suman 160 millones; los católicos de Filipinas son, por lo menos, 19 millones y medio: los de España, 29 millones; los de Portugal, con sus territorios de Asia y Africa, 10 millones y medio. Por consiguiente, los católicos de las veintidós naciones hispánicas y jacobeas suman 219.000.000.

 Ahora bien, el número total de los católicos de todo el mundo se calcula en 425.000.000. La mitad serían 212.500.000. Pero como los de las veintidós naciones hispánicas son 219.000.000, resulta que suman la mitad más 6.500.000.

 ¡Qué fuerza tan enorme podrían desplegar ahora, en el orden religioso, esos millones de hijos espirituales de Santiago el Mayor, derramados profusamente, no sólo por la península hispánica, sino también desde el Extremo Occidente hasta el Extremo Oriente, para continuar su misión apostólica, truncada en flor por la espada del tercer Herodes!

 Que él alcance de Dios para todos sus hijos de ambos mundos un gran espíritu de fraternal unión y colaboración, una nueva y espléndida floración de vocaciones sacerdotales y misioneras, y una gran anchura de corazón para transformar esta gran familia de naciones en oasis de paz y prosperidad y en crisol católico de auténtica y recia cristiandad para todos su connacionales y para todos los hijos de otros pueblos que afluyen a ellas, con ritmo creciente, en busca de espacio vital y seguridad social.

 ZACARÍAS DE VIZCARRA Y ARANA