La
palabra "reforma" fue reiteradamente proferida a lo largo del
siglo XVI con las más dispares intenciones y con muy variada fortuna.
Eran los días del Renacimiento. Toda Italia, hondamente sacudida por el
afán de la cultura grecolatina, vivía en la embriaguez de la belleza y
de las formas estéticas. Pero el retorno al clasicismo, perdida la
moderación, no pudo verificarse sin grave daño para la piedad y la vida
cristiana. El espíritu del paganismo se infiltraba en las artes plásticas
y en la literatura, en las diversiones públicas y en las costumbres,
llegando a contaminar al mismo clero.
Lutero
en los castillos de Germania lanzaba su grito de reforma aprovechando la
corrupción reinante en ciertas esferas clericales para rebelarse contra
el Pontificado y propagar los errores de su secta. El papa León X reunía
en 1512 el V concilio de Letrán para promover una auténtica y sana
reforma de costumbres, bajo el lema con que Egidio Canisio de Viterbo
iniciaba el programa de renovación en el discurso inaugural del concilio:
“Los hombres han de ser trocados por la religión, no la religión por
los hombres", pero la legislación conciliar había quedado en letra
muerta por la ineficacia de la acción oficial ante los estragos de la
Roma pagana, que intentaba arrollar a traición la Roma de Pedro y de
Pablo.
El
Oratorio del Amor Divino, aparecido en Roma y otras ciudades de Italia
como un cenáculo de almas selectas dedicadas totalmente al servicio de
Jesucristo y su Iglesia, brindaba un fermento de enorme capacidad
constructiva y renovadora, creando un clima de austeridad y de vida
sobrenatural que iniciaba la tan ansiada Reforma sobre las bases seguras
de la santificación personal.
Uno
de los fundadores del Oratorio romano fue San Cayetano de Thiene,
protonotario apostólico en la corte Pontificia. Pronto comprendió el
virtuoso prelado que las metas del Oratorio del Amor Divino debían ser
rebasadas con un despliegue más general de fuerzas y una estrategia más
acusadamente sacerdotal y apostólica. Para ello, en aquel mismo ambiente
de fervor religioso, elaboró su plan genial de reforma católica, cifrado
en la restauración de la forma de vida apostólica para la santificación
del clero, a fin de que, restituido éste a su excelsa categoría de sal
de la tierra y luz del mundo, fuera digno instrumento para lograr, a las
órdenes del Papa, la ansiada renovación de la vida cristiana.
Con
tan santos y ambiciosos proyectos fundaba Cayetano de Thiene en la basílica
de San Pedro, el día de la Exaltación de la Santa Cruz de 1524, la Orden
de los clérigos regulares, llamados después teatinos, en compañía de
Juan Pedro Carafa, arzobispo de Brindis y obispo de Chieti, que había
renunciado a las dos sedes; de Bonifacio de Coille y de Pablo Consiglieri.
Sobre el mismo sepulcro de San Pedro, del centro de la iglesia santa, como
escribió Pío XI, surgió, pues, el gran movimiento de la reforma católica
encabezado por Cayetano y sus hijos, los cuales abrieron un nuevo capítulo
en la historia del estado religioso al señalar rutas inéditas a la vida
canónica sacerdotal y dar paso a las sucesivas Ordenes de clérigos
regulares.
Este
fermento renovador de la obra de San Cayetano penetró en las altas
esferas eclesiásticas y transfundió su savia a los más delicados órganos
del gobierno pastoral. Cuando el papa Paulo III decidió, por fin,
convocar un concilio ecuménico que acometiera la reforma católica con
garantías de éxito, no podía fiarse del ambiente frívolo que le
rodeaba, so pena de repetir la triste experiencia de una legislación
inoperante. Era de absoluta necesidad crear un clima adecuado e instalar
en la curia romana a los personajes más caracterizados por sus ardientes
deseos de reforma para encargarles la preparación del concilio. Con tal
motivo fueron llamados al Vaticano para recibir la púrpura cardenalicia
las figuras más señeras del Oratorio del Amor Divino, y en primera línea
el obispo de Chieti, Juan Pedro Carafa, el más ilustre compañero de San
Cayetano y que más tarde fue Papa con el nombre de Paulo IV.
Cuando,
reunido ya el concilio de Trento, los Padres acuñaban en sapientísimos cánones
todo el vasto programa de reforma católica, las Ordenes de clérigos
regulares ofrecían en numerosas e importantes facetas de la vida y del
apostolado sacerdotales la norma justa y esplendente que había preparado
e hizo fructificar la reforma tridentina. Una vez terminado el concilio
debía comenzar la ingente y humanamente ingrata tarea de poner en marcha
todo el colosal engranaje de la legislación reformadora, la cual, sin un
nutrido cuadro de obispos celosos y competentísimos, podía quedar
reducida a un mero código, ineficaz.
Uno
de los mayores méritos que puede atribuirse a la obra de San Cayetano es
el haber brindado a la Sede Apostólica una cantera de varones integérrimos
que, elevados a las sillas episcopales, supieron infundir espíritu y vida
a la legislación del Tridentino para implantar con firmeza y sabiduría
en sus diócesis la auténtica reforma católica. Entre ellos destaca, con
fulgores de santidad y exquisitas dotes de gobierno, el Beato Pablo Burali
d'Arezzo.
En
la población de Itri, situada cerca de la costa meridional de Italia,
entre Fondi y Gaeta, nacía en 1511 el segundo de los cuatro, hijos que
concedió el cielo a los nobles esposos Pablo Burali de Arezzo y Victoria
Olivers, siéndole impuesto en el bautismo el nombre de Escipión. La
antigua familia de los Burali procedía de la ciudad toscana de Arezzo y
se había distinguido por los meritorios servicios prestados a la monarquía
en el reino de Nápoles. El padre de Escipión era gentilhombre del rey
católico de España y diplomático al servicio de Clemente VII. Su madre,
Victoria Olivers, pertenecía a la alta nobleza de Barcelona.
La
infancia del gentil retoño de los Burali se caracterizó por precoces
manifestaciones de una inteligencia despejada, ardientes muestras de amor
a Dios y generosos sentimientos de compasión y afecto hacia los pobres y
desgraciados. En el año 1524, en que Cayetano de Thiene fundaba en Roma
su Orden de clérigos regulares, la antigua universidad de Salerno abría
sus puertas al joven Escipión, que en la flor de sus trece años emprendía
la ruta de sus estudios literarios para ser más tarde gloria fulgente de
la misma Orden.
Pocos
años después fue Bolonia, la milenaria y docta ciudad de las cien
torres, la que con el prestigio de su rancio abolengo cultural atrajo las
miradas y el corazón del joven D'Arezzo. En su célebre Universidad, que
resplandecía como "antorcha del derecho", completó su formación
intelectual y cursó con brillantez los estudios de derecho civil y canónico,
desentrañando ágilmente los áridos latines del Digesto,
del Decreto de Graciano y de las
decretales de los pontífices, que eran los textos vigentes en aquel
tiempo. En la grave teoría de sus togados profesores emerge la relevante
figura de Hugo Buoncompagni, el futuro Papa reformador del calendario, del
cual será Burali, al correr de los años, colega en el Sacro Colegio
Cardenalicio. En una época en que no existía una clara línea divisoria
entre las disciplinas sacras y profanas, el novel jurisconsulto fue
investido a los veinticinco años con la birreta doctoral en ambos
derechos, avalando su ciencia jurídica con una profunda formación en
teología dogmática y moral.
El
foro napolitano fue la palestra donde, por espacio de doce años, ejerció
el flamante jurista su carrera de abogado. Sus excepcionales dotes de
prudencia y sinceridad, su insobornable lealtad y su acrisolado amor a los
pobres, le granjearon bien pronto las generales simpatías de los
napolitanos, los cuales rindieron homenaje a su sabiduría y a su virtud
al designarle con este mote asaz honorable y expresivo: "el doctor de
la verdad".
En
1550 una fuerte crisis religiosa, acompañada de lacerantes escrúpulos,
le obligó a dejar las ocupaciones del foro para retirarse a su amada
soledad de Itri y buscar en el silencio y trato íntimo con Dios la ruta
definitiva que diera paz y consuelo a su espíritu, A los dos años el
virrey de Felipe II, don Pedro de Toledo, le llamó otra vez a Nápoles y
le nombró consejero regio y juez de lo criminal. Con repugnancia, y sólo
por consejo de su director espiritual, aceptó Burali estos importantes
cargos, que procuró servir con toda fidelidad y diligencia.
Cinco
años antes, en 1547, había fallecido santamente, en la casa teatina de
San Pablo el Mayor, Cayetano de Thiene. La bella Parténope, que había
recibido con gozo el apostolado multiforme del fundador de los teatinos,
postrada ahora ante su sepulcro, se nutría de su enjundiosa
espiritualidad e imploraba su celestial protección. El padre Juan
Marinonio, compañero e íntimo amigo de Cayetano, había recogido su
herencia y presidía la Casa de San Pablo con la madurez de un magisterio
lúcido en la dirección de los espíritus.
El
jurisconsulto Burali frecuentaba la Casa de San Pablo y era hijo
espiritual de Marinonio, lo mismo que otro abogado famoso, Andrés
Avelino, que era ya sacerdote. Conquistados ambos por la espiritualidad
teatina, suplicaron a su director y prepósito de la Casa su ingreso en la
Orden, haciendo juntos el noviciado bajo la sabia dirección del mismo
Marinonio. Exquisita amistad de tres almas excelsas, que se compenetraron
tan intensamente hasta escalar las tres cumbres de la santidad y ser
venerados en los altares. Más tarde un discípulo de Avelino, el padre
Lorenzo Escúpoli, acuñará en uno de los más famosos libros de ascética,
El combate espiritual, esa recia
espiritualidad teatina que provocó el clima de la reforma católica y
troqueló tan egregias figuras de santidad.
Al
ingresar Burali, en 1557, en la Orden de clérigos regulares cambió su
nombre de Escipión por el de Pablo, cuyo amor a Cristo deseaba imitar. La
humildad y el desprecio absoluto de los bienes terrenos son notas básicas
de la espiritualidad teatina. Por ello, al solicitar a sus cuarenta y seis
años su entrada en la Orden, pidió ser admitido en calidad de hermano
coadjutor, porque se reputaba indigno del ministerio sacerdotal. Marinonio
no sólo no accedió a sus deseos, sino que, antes de terminar el
noviciado, le mandó recibir las órdenes menores y el subdiaconado. En la
festividad de la Purificación de María de 1558 emitió el antiguo
consejero regio su profesión religiosa, y pocos meses después fue
ordenado diácono y presbítero, celebrando su primera misa el domingo de
Pascua de Resurrección.
Entonces
comenzó la lucha entre la humildad del padre Burali, que desplegaba toda
su sagacidad para esquivar honores y dignidades, y la providencia del Señor,
que se complacía en elevarlo a los más altos cargos para que fuera uno
de los mejores adalides de la reforma católica, Venció el brazo de Dios,
que quiso hacer cosas grandes en su siervo. Pero éste exclamará
humildemente a lo largo de su vida, con los ojos arrasados en lágrimas:
“Dios le perdone al padre Juan, que quiso que yo me ordenase
sacerdote".
El
capítulo general le nombró en 1560 prepósito de la Casa de San Pablo, y
poco después Felipe II le ofreció el obispado de Cortona y el
arzobispado de Brindis. El padre Burali los rehusó muy de corazón, no
sin haber recibido un aviso del papa Pío IV, que le decía: "Te
ruego aceptes estos cargos, que podrán ser gravosos para ti, pero serán
provechosos para las almas".
En
1565, temerosos los napolitanos de que Felipe II implantara en el reino la
Inquisición española, decidieron enviar a Madrid una embajada
prestigiosa que disuadiera al monarca de tal propósito. La ciudad escogió
al padre Burali para llevar a término tan delicada misión diplomática.
La elección fue vista con muy buenos ojos por el virrey don Perafán de
Ribera, duque de Alcalá, y por la misma Santa Sede. Burali se resistía
con todas sus fuerzas. Carlos Borromeo, secretario de Estado de Pío IV,
tuvo que escribirle varias cartas en nombre del Papa y, por fin, un
mandato formal para que aceptara la embajada.
El
padre Burali fue acogido en Madrid con singulares muestras de consideración
y de afecto. Felipe II le recibió con toda deferencia, escuchó atento el
mensaje de la ciudad y prometió estudiarlo con cariño, queriendo que el
embajador napolitano celebrara la misa en su presencia en la capilla del
real alcázar. Con motivo de las fiestas de Navidad se ausentó el monarca
de la capital, esquivando dar en un asunto tan vidrioso como el de la
Inquisición una respuesta categórica. Burali se mantuvo impertérrito en
la corte, fiel a su legacía. Después de varios meses de ausencia regresó
Felipe II a Madrid y accedió, en parte, a los deseos de los napolitanos,
a los cuales prometió en breve una visita. Conmovida la ciudad, tributó
a su embajador un recibimiento triunfal, que revistió caracteres de
fervoroso plebiscito.
Nombrado
en abril de 1567 prepósito de la Casa de San Silvestre, de Roma, el padre
Burali pasó a residir en la Ciudad Eterna. El papa San Pío V desplegaba
una enérgica actividad apostólica para convertir en sustancia y vida de
la Iglesia los decretos reformadores del concilio de Trento. San Carlos
Borromeo, cardenal arzobispo de Milán, implantaba en su sede la reforma
con celo enardecido. La vecina diócesis de Plasencia vegetaba en franca
decadencia religiosa. El padre Burali fue preconizado obispo de la misma
en el consistorio de julio de 1568. Esta vez su humildad no pudo hallar
escapatoria, Obligado por el Papa, recibió la consagración episcopal el
1 de agosto siguiente en la propia iglesia de San Silvestre, de manos del
cardenal de Pisa, monseñor Escipión Rebiba, haciendo su entrada solemne
en la diócesis el 29 de septiembre.
El
celo pastoral del prelado, unido al talento y sentido humano del antiguo
jurista, transformaron en plazo breve la diócesis placentina, promulgando
en ella la legislación del Tridentino. Animado por el espíritu litúrgico
de la Orden, restauró la catedral y veló por el esplendor del culto
divino, asistiendo cada domingo a la misa mayor y a las vísperas. Llamó
a los teatinos, capuchinos y somascos para que fundaran en la diócesis.
Pero centró toda su actividad apostólica en tres empresas importantísimas,
pilares básicos de la reforma católica: la visita pastoral, que realizó
meticulosamente varias veces; el sínodo diocesano, que celebró dos
veces, y la fundación del seminario, uno de los primeros de Italia, y
cuyo primer director espiritual fue San Andrés Avelino, el cual se
multiplicaba para complacer a sus dos amigos Burali y Borromeo.
En
el consistorio del 27 de mayo de 1570, San Pío V creó al obispo de
Plasencia cardenal presbítero del título de Santa Pudenciana. Otra gran
"tribulación" para el obispo teatino —así calificaba él a
los honores—, al cual no quedó más remedio que ir a Roma para recibir
el capelo de manos de Su Santidad. Al retornar a su diócesis, toda
Plasencia saltó de júbilo y dispensó al que llamaba "el obispo
santo" un recibimiento apoteósico.
Mas
los cantos de alegría se trocaron en lágrimas de dolor al ser promovido
en 1576 a la sede arzobispal de Nápoles. Durante ocho años había
laborado incansable en la diócesis placentina, en amigable colaboración
con San Carlos Borromeo, asistiendo al III concilio provincial de Milán
que éste convocó. Reunido en 1572 el cónclave que debía dar sucesor a
San Pío V, los votos de los purpurados se polarizaron en torno a dos
grandes figuras del Sacro Colegio: Hugo Buoncompagni y Pablo Burali.
Elevado aquél al solio de San Pedro con el nombre de Gregorio XIII, quiso
recompensar el celo reformador de su antiguo alumno de Bolonia enviándole
a la sede de San Jenaro.
En
Nápoles desplegó el cardenal Burali el mismo celo apostólico y
renovador. Pero a los dos años escasos, macerado por las mortificaciones
y agobiado por los achaques, la fractura de una pierna le llevó al
sepulcro. Devotísimo siempre de la Santísima Virgen, había hecho
edificar un templo en su honor y visitaba con fervor sus imágenes más
veneradas. Con frecuencia se le veía con el rosario en la mano y cada
noche lo rezaba con sus familiares. Postrado ahora en el lecho del dolor,
recibidos con ejemplar piedad los Santos Sacramentos, hizo colocar junto a
su cama una imagen de María y, fijando en ella su mirada de hijo amantísimo,
expiró santamente en el ósculo del Señor el día 16 de junio de 1578, a
los sesenta y siete años de edad.
El
papa Clemente XIV, el día 18 de junio de 1772, procedió a la beatificación
de este hijo insigne de San Cayetano, que por su extraordinario celo en
favor de la reforma católica mereció el título de "obispo ideal
del renacimiento tridentino".