23 de abril
SAN
ADALBERTO
(†
997)
En la
vida del mártir San Adalberto, obispo de Praga, apóstol de Hungría,
Polonia y Prusia, escrita por dos contemporáneos suyos, encontramos algo
de la pureza, simplicidad e intransigencia de la naturaleza angélica, que
acusa siempre cierta inadaptabilidad en contacto con la naturaleza humana.
El ángel, íntegro, simple y puro, que contempla continuamente la faz de
Dios, es terriblemente exigente ante nuestra flaqueza e inconstancia. No
en vano Cristo, para comprendernos mejor, según afirma el Apóstol, asumió
nuestra naturaleza.
De
hecho, San Adalberto sólo fue plenamente feliz los pocos años que pudo
llevar en el claustro una vida angélica, Nacido para el silencio, la
contemplación y la alabanza divina, se halló siempre violento en medio
de un mundo malo, que no llegó a comprender y del que tampoco fue
comprendido.
Nacido
en Libice (Bohemia) en 956, de la nobilísima y muy cristiana estirpe
checa de los Slavnikos, recibió en el bautismo el nombre de Vojtech.
Colocado sobre el altar de la Virgen, sanó de una terrible enfermedad, y
en aquel momento sus padres, que por su radiante hermosura le habían
destinado al siglo, hacen voto de consagrarle a Dios.
Si en
los primeros años de su niñez nos lo describen sus biógrafos
aprendiendo la ley divina y de memoria el Salterio entero, que será el
alimento de toda su vida, en sus estudios con el obispo de Magdeburgo
(972-981) le contemplamos consagrado a la piedad, a la limosna y al
ejercicio de todas las virtudes. Mientras los demás jugaban él se
deleitaba "saboreando las dulzuras del néctar de David", y
cuando comían él se saciaba del manjar angélico. Al ser aquí
confirmado, el obispo le impuso su propio nombre de Adalberto.
Un hecho
de este tiempo nos demuestra la extremada inocencia y simplicidad de su
alma angélica. Volviendo un día de la escuela, un compañero, jugando,
le hizo caer sobre una muchacha. Adalberto llora amarga e
inconsolablemente, creyendo que aquel simple contacto le relaciona ya para
siempre con aquella niña. "Este me ha hecho casar", exclama
entre sollozos el cándido adolescente, ante sus compañeros sorprendidos
de tanta simplicidad.
Terminados
sus estudios y fallecido el arzobispo Adalberto, vuelve a Praga, donde
ingresa en el estado clerical. Allí asiste a la terrible muerte del
obispo Dietmaro, que le impresiona profundamente. El príncipe y el pueblo
se reúnen en seguida para elegirle sucesor. El voto unánime designa a
Adalberto (983).
En la
fiesta de los Príncipes de los Apóstoles es consagrado por el obispo de
Maguncia. En honor del mártir San Wenceslao entra descalzo en su sede,
aclamado por todo el pueblo.
Allí se
esfuerza con ayunos, limosnas, y sobre todo con su continua y ferviente
oración e incesante canto de salmos, para conseguir de su pueblo lo que
no logra ni con su ejemplo ni con su predicación. Asustado ante el
pecado, crimen y perversión de los suyos, llora, exhorta, conmina
Llegando a desesperar de la salvación de las almas que tiene
encomendadas, teme por la suya propia. Lo abandona todo y corre a Roma.
"Mi grey no quiere escucharme, mis palabras no echan raíces en
aquellos corazones; allí la justicia es la fuerza; la ley, la
voluntad", exclama postrado ante el papa Juan XV. "Hijo —le
dice el Papa—, ya que no te quieren seguir, deja lo que te daña... si
no puedes aprovechar a los demás no te pierdas a ti mismo". Y con la
bendición del Sumo Pontífice, se dispone a peregrinar, pobre e ignorado,
hacia Jerusalén. Pero el abad de Montecassino le desaconseja tan largo
viaje, aunque no consigue retenerlo en aquel cenobio, pues es reconocido
como obispo.
Llama a
las puertas de Grottaferrata, pero San Nilo le da una carta para el abad
León, del monasterio de San Bonifacio y San Alejo, sito en el Monte
Aventino. Allí es recibido y, después de dura prueba, puede profesar
juntamente con su hermano Gaudencio en la noche pascual del año 990.
Ha
logrado, por fin, su vehemente deseo. El obispo ha desaparecido del todo,
sólo se ve al humilde monje, servidor de la cocina, encargado de traer
agua, de lavar las manos a todos y de "servirles en todo”.
Poco duró
su felicidad. A instancias del obispo de Maguncia y de sus volubles
diocesanos, el Papa le ordena volver a su sede (992). Se despide con lágrimas
y profundo dolor de sus hermanos y logra llevarse consigo a doce monjes,
con los cuales funda cerca de Praga el monasterio de Brevnov. Prometiendo
solemnemente la enmienda, los suyos le reciben en triunfo. Vuelve otra vez
a trabajar, llorar, exhortar y, sobre todo, a orar sin tregua. ¡Todo inútil!
Las costumbres paganas y la crueldad de sus súbditos le abruman, le
aturden, y, transcurrido poco más de un año, no pudiendo resistir más,
se fuga otra vez a su querido monasterio. Allí es recibido por el abad y
los monjes con un gozo inmenso.. "Es verdaderamente un santo" se
decían los monjes, Y, expresando un deseo general de todos los que tendían
a la perfección, añadían: "Sólo le falta el martirio". En
efecto, el Señor se lo iba preparando.
Instigado
por diversas partes, y sobre todo por una solemne delegación de Bohemia,
Gregorio V, que había sucedido a Juan XV, manda de nuevo al monje-obispo
emprender el camino de su patria.
Las
guerras, disensiones y crímenes en que está sumida la Bohemia obligan a
Adalberto a refugiarse en Maguncia, en la corte de Otón III, con quien
había contraído una íntima amistad en Roma. No pierde el tiempo en
aquella forzosa espera. Se convierte en apóstol de aquella corte y
platica largas horas con el emperador. Visita a San Martín en Tours, a
San Benito en Fleury y a San Dionisio en París. Y en rápida excursión
apostólica se llega hasta Hungría para predicar a Cristo.
Por fin
recibe una misión de los suyos que le dice paladinamente que no quieren
recibirle. Los males y disensiones continúan, Sus ancianos padres y todos
sus hermanos han sido vilmente asesinados en una refriega con el partido
contrario de los Premyslidos. "¿A qué quieres venir? —le dicen
imprudentemente los emisarios—. ¿Es que, so capa de santidad, quieres
vengarte de los tuyos? No te queremos, somos pecadores, gente de dura
cerviz..." Adalberto, lleno de gozo, exclama: "Señor, has roto
todos mis lazos; te inmolo la gloria y el sacrificio de alabanza".
Ya nada
le detiene. El celo de las almas y la sed de martirio le empujan. Ayudado
por el duque Boleslao pasa a Polonia, donde funda el monasterio de
Meseritz, y de allí a Prusia. Se detiene en Danzig, donde convierte a una
ingente multitud, predica, bautiza y celebra los divinos misterios.
Despide luego el acompañamiento que le ha prestado el duque, y con sólo
su hermano Gaudencio y otro monje se adentra más y más hacia aquellas
regiones inhóspitas y feroces del Septentrión, predicando a Cristo sin
cesar.
Un día,
mientras está cantando sus salmos en una isla, cerca de Fischausen, es
derribado por un terrible golpe en la espalda que recibe como un feliz
presagio. "Poco, a la verdad, es esto —exclama levantándose—,
pero, por lo menos, he merecido recibir un golpe por mi Crucificado."
Pasa al
otro lado, y entra en una población. Reúnense en torno suyo las gentes y
con gritos y amenazas le preguntan quién es y qué quiere. El responde
sereno e imperturbable: "Soy un hijo de Bohemia, de nombre Adalberto,
monje de profesión, antes obispo y ahora vuestro apóstol..."
Enloquecidas aquellas gentes no le dejan continuar, golpean el suelo con
sus báculos, vomitan blasfemias y le obligan a abandonar su país si
quiere salvar la vida.
Se
embarcan de nuevo. Gaudencio tiembla con sueños de martirio. Cantando
salmos —dice el biógrafo— van abreviando el camino. Llegan una mañana
a una pradera. Gaudencio celebra la misa. Adalberto comulga y luego,
murmurando otra vez un salmo, quedan profundamente dormidos. Una turba de
paganos se les echa encima cerca de Elbing. Son atados fuertemente a unos
árboles. "No os entristezcáis —dice Adalberto a sus compañeros—;
¿puede haber cosa más grande, más bella, más dulce que ofrecer la vida
por el dulcísimo Jesús?"
El
sacerdote de los ídolos que dirige la horda da la señal blandiendo el
primer dardo. Sacan los demás sus lanzas. "Un río purpúreo sale
impetuoso de siete profundas heridas”. Desátanle sus vínculos.
Adalberto extiende los brazos y ora por sus perseguidores. De pie, como su
padre San Benito, muere murmurando una oración: "Señor, ayúdame,
escucha mi oración... perdónalos, pues no saben lo que hacen...; que no
sea infructuosa mi pasión ni para mí ni para ellos... Amén".
Era el
viernes 23 de abril del 997. Adalberto pasaría poco de los cuarenta años.
Su cuerpo, rescatado por el duque Boleslao, fue trasladado con gran pompa
a Gnesen, donde su amigo y admirador Otón III vino a venerarle. Más
tarde se le trasladó a Praga.