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Una moral sin leyes

 

Ayer, la casuística

El Cardenal Léger se atrevió a decir en el aula conciliar algo muy serio: «La moral que habitualmente se enseña entre nosotros no es ni plena ni principalmente cristiana».

Si abrimos al azar cualquier manual de teología moral de hace unos años para ver cómo eran, nos encontraremos cosas como éstas:

«Pecan gravemente (por superstición):

a) Los adivinos de oficio .

b) Los que piden al adivino que consulte al demonio sobre una cosa perdida, sobre el emplazamiento de un tesoro, sobre casamientos, etc.

e) Los que regulan su vida por sueños, cartas, astros, etc.; pero no los que deciden por suertes la propiedad de una cosa en litigio, etc.» 1.

Es decir, que la moral había degenerado en casuística: Listas interminables de actos acompañados de su correspondiente valoración ética.

Semejante educación moral engendró cristianos alienados que sustituyeron su conciencia personal por el juicio de sus confesores. Al fin y al cabo, sólo los sacerdotes habían «estudiado» la calificación moral de cada acto.

Ese positivismo moral se podría haber enunciado con esta frase: «Bueno es lo que los moralistas (o los confesores) dicen que es bueno; malo, lo que dicen que es malo».

Hoy, la moral de actitudes

Es necesario enterrar la casuística: Un acto aislado significa muy poco. Los actos son como las palabras. Una palabra sólo tiene sentido dentro de una frase; y la misma frase únicamente puede ser comprendida de forma correcta dentro de todo el discurso. Como se ha dicho, un texto sin con-texto es un pretexto.

Aquel ejemplo que en otro tiempo solían proponer no pocos predicadores de ejercicios referente a un hombre de noventa y nueve años de edad que durante toda su vida fue bueno y profundamente creyente, pero cometió un pecado mortal el día que cumplió los cien años y, debido a eso, se fue al infierno, es un planteamiento inaceptable desde el punto de vista cristiano.

Basta asomarse al evangelio para ver que Jesús relativizaba profundamente la importancia de los actos concretos. Para los escribas y fariseos, una acción era buena si estaba en consonancia con la Ley. Jesús, en cambio, la llamaba buena si procedía de un interior bueno. Naturalmente, eso no significa que los actos carezcan de importancia. Sirven para manifestar cómo es la actitud interior:

«De lo que rebosa el corazón habla la boca. El hombre bueno, del buen tesoro saca cosas buenas y el hombre malo, del tesoro malo saca cosas malas» (Mt 12,35).

Pero el valor ético -insistimos- no está en los actos, sino en la actitud interior que los inspira: «Aunque repartiera todos mis bienes a los pobres si no tengo caridad nada me aprovecha» (1 Cor 13, 3).

Localizar el pecado en las actitudes y no en los actos tiene importantes consecuencias. Puede haber quien esté en pecado sin que, por falta de ocasión, haya cometido ningún acto malo. Como decía Jesús, «todo el que mira a una mujer casada deseándola, ya cometió adulterio con ella en su corazón» (Mt 05,28). ¡Cuántos jóvenes, por ejemplo, tienen las manos limpias porque aún no han tenido tiempo de manchárselas! ¿Habrá mucha diferencia moral entre un empresario explotador y un joven egoísta cuya falta de amor todavía no puede manifestarse en decisiones graves?

Y, a la inversa, podría darse el caso de que alguien cometa un acto malo sin pecar por ello. A veces «suena la flauta por casualidad». La actitud no queda siempre retratada por un acto aislado, aunque sí por el conjunto de los actos. Así, pues, si alguien quiere seguir conservando los actos como criterio de moralidad tendría que recurrir a la «evaluación continua» o a analizar todo el «curriculum vitae» del interesado.

El pecado no es tanto una trasgresión como una traición

Lo que Jesús quería es que cada uno decida sin ambigüedades cuál va a ser el norte de su existencia: «Buscad primero el Reino de Dios y su justicia ...» (Mt 6, 33). Y eso es lo que expresaban con claridad, tal como vimos en el capítulo anterior, las renuncias y la profesión de fe del bautismo.

Pues bien, la opción que hacemos en el bautismo por el Reino de Dios y sus valores se convierte para nosotros en la clave de la teología moral. La llamaremos opción «fundamental» porque, a diferencia de todas las demás, ésta se refiere al conjunto de la existencia. En lo sucesivo el bautizado no podrá ya tomar ninguna otra decisión sin preguntarse si es o no coherente con su opción fundamental.

La filosofía existencialista destacó el papel que desempeña ese proyecto vital en la vida humana:

«Yo puedo querer adherirme a un partido, escribir un libro, casarme; todo eso no es más que la manifestación de una elección más original» 2.

El pecado que llamamos «mortal» no es otra cosa que el abandono de la opción fundamental. Así, pues, habría que hablar de él más en términos de traición que de trasgresión. De hecho, en la lengua hebrea -que, como se ha observado tantas veces, carece de términos abstractos- las palabras «pecado» y «pecar» (hattah) significan «no dar en el blanco», «desviarse» (de la opción fundamental).

Obviamente, la opción fundamental sobre la que un hombre ha construido toda su vida no puede estarla abandonando cada dos por tres. El pecado mortal es algo muy serio. Con razón escribe el «Catecismo Holandés»:

«No hay que pensar demasiado aprisa que se ha cometido un pecado (mortal). Un verdadero pecado no es una fruslería. El que hace de fruslerías pecados graves, termina haciendo de pecados graves fruslerías. San Alfonso de Ligorio lo dijo una vez así: «Si se te mete un elefante en tu cuarto, tienes que verlo por fuerza». No se comete un pecado mortal por equivocación» 3.

Hasta aquí hemos hablado del pecado mortal, porque únicamente éste, que rompe con la opción fundamental, puede ser llamado «pecado» en sentido estricto. El pecado venial consistiría en una debilidad o enfriamiento de la opción fundamental, así como actos aislados que no han brotado del centro personal del hombre y, por lo tanto, no expresan su verdadera actitud interior.

Los pecados veniales no realizan plenamente la noción de «pecado» -aunque se les llame así por analogía 4 - pero eso no significa que carezcan de importancia. Bernhard Häring y otros muchos moralistas han apuntado la conveniencia de llamar al pecado venial «herida pecaminosa» porque eso permitiría entender que las heridas pueden ser más o menos peligrosas -incluso peligrosísimas- antes de que se llegue al pecado mortal.

Herida peligrosísima sería la que, sin llegar a romper todavía la opción fundamental, rompe alguna de las actitudes parciales que la constituyen (fidelidad, justicia, etc.). Algunos moralistas han propuesto hablar en este caso de pecado «grave», con lo que quedaría una división tripartita: venial, grave y mortal.

La conciencia es juez de última instancia

Si hemos dicho que el pecado no está en los actos, sino en la actitud interior de la que brotan los actos, parece evidente que no será un código, sino la conciencia personal, quien pueda decir cuándo existe pecado mortal, grave o venial.

De hecho, no pocas personas después de realizar uno de esos actos que los manuales calificaban de «mortal» siguen sintiéndose íntimamente amigos de Dios; no tienen conciencia de haber traicionado su proyecto vital.

En semejantes casos de conflicto entre la conciencia y las leyes positivas, el cristiano debe reflexionar atentamente y pedir consejo, pero en caso de persistir la discrepancia no hay que olvidar que la conciencia, y no la ley, es el juez de última instancia.

La Iglesia siempre ha defendido que es obligación obedecer a la conciencia incluso en aquellos casos en que, sin responsabilidad personal, pueda estar equivocada 5. Santo Tomás de Aquino fue muy tajante: «Toda conciencia, esté bien o mal informada, se refiera a cosas en sí malas o indiferentes, es obligatoria, pues el que actúa contra su conciencia, peca» 6. y llegaba a decir que si alguien creyera, con conciencia invenciblemente errónea, que debe fornicar, pecaría en caso de vivir castamente 7.

Debemos subrayar, no obstante, lo de «conciencia invenciblemente errónea». Es evidente que el hecho de que sea la conciencia, y no la ley, el juez de última instancia, no significa, por ejemplo, que las acciones llevadas a cabo en Auschwitz puedan considerarse una simple cuestión de gusto personal.

Una teología moral que ilumine las situaciones de pecado

Por eso no es superflua la teología moral: tiene la misión de formar conciencias capaces de discernir lo bueno de lo malo.

De hecho, detrás de la conducta de un hombre existe siempre un sistema ético. Con mucha frecuencia, quienes afirman no tenerlo ni necesitarlo acaban introyectando la «moral» del ambiente sin darse cuenta. (Ese es el «superego» que denunció Freud).

Sin duda predomina hoy el hombre inauténtico que ha convertido el «se hace» en norma de moralidad. León Tolstoi dice de uno de sus personajes que «no elegía las tendencias ni los puntos de vista, sino que éstos venían a él, exactamente lo mismo que la forma del sombrero y la de la levita: Llevaba lo que estaba de moda»8. Pues bien, es urgente denunciar que normalidad estadística no equivale a normalidad ética. Como decía un personaje de Bertolt Brecht:

«Les suplicamos expresamente: No acepten lo habitual como una cosa natural. Pues en tiempos de desorden sangriento, de confusión organizada, de arbitrariedad consciente, de humanidad deshumanizada, nada debe parecer natural» 9.

La existencia de una teología moral dentro de la Iglesia no supone, por tanto, ningún atentado contra la libertad humana. Antes bien, puede liberar al hombre de la inconsciente tiranía del «se hace».

Pongamos un ejemplo: Si alguien me pregunta cuántas formas hay de pasar las vacaciones, y yo se las explico, y le informo de las ventajas e inconvenientes de cada una, dejándole después la decisión a él, no le he quitado libertad, sino que le he hecho más libre. Tan sólo si le engaño al informarle, o ejerzo sobre él violencia, le quito libertad.

La teología moral cristiana tiene un principio vertebrador muy claro que seguramente habremos imaginado desde el momento que dijimos que la vida ética del bautizado consiste tan sólo en mantener viva la opción fundamental que un día hizo por el Reino de Dios. En efecto: Toda la teología moral se reduce a contestar una pregunta invariable: ¿Qué hay que hacer aquí y ahora, dado que ha llegado el Reino de Dios? Todos los «preceptos» concretos -desde los contenidos en el Sermón de la Montaña hasta los de las epístolas paulinas- no constituyen una masa inconexa. Se trata de pormenores de un único mensaje fundamental: La conversión para el Reino de Dios.

En consecuencia, igual que existe un «orden» o «jerarquía» en las verdades de la doctrina católica, porque es diverso el enlace de tales verdades con el fundamento de la fe cristiana 10, podemos afirmar que también existe un orden o jerarquía en las exigencias morales de la fe, según su derivación más o menos directa de lo nuclear del mensaje evangélico: Que en Jesucristo ha llegado el Reino de Dios. Sería deformador, por ejemplo, presentar como igualmente importantes la prohibición de comer carne los viernes de cuaresma y la comunicación de bienes.

Ama y haz lo que quieras

Así, pues, la teología moral es necesaria; pero una teología moral que no tiene nada que ver con la casuística que se enseñaba hasta hace unos años.

El cristiano necesita de muy pocos preceptos concretos porque «toda la Ley alcanza su plenitud en este solo precepto: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Gál 5, 14).

San Agustín supo expresarle con una frase feliz: «Ama y haz lo que quieras»11. Evidentemente, el que ama no necesita de ninguna ley que le diga lo que tiene que hacer:

«No tenemos necesidad de Ley como pedagogo los que conversamos con el Padre y estamos ante El frente a frente, como niños en cuanto a la malicia y como adultos en cuanto a la justicia y el decoro. La Ley, efectivamente, ya no tiene que decir «no adulterarás» a quien jamás deseó a la mujer del prójimo, ni «no matarás» a quien ha eliminado en sí mismo toda ira y toda enemistad, o bien «no desear el campo del otro, ni sus bienes, ni su asno» a quien no tiene deseo de las cosas terrenas, sino que acumula su tesoro en el cielo; ni dirá no al «ojo por ojo, diente por diente» a quien no considera a nadie como enemigo, sino a todos como prójimos y nunca extiende su mano por venganza; la Ley no exige los diezmos a quien ha entregado a Dios todos los bienes» 12.

¡Feliz culpa!

Lamentablemente, la realidad no es tan hermosa, y el cristiano descubre dolorido la existencia del pecado en su vida de hombre nuevo.

En la Antigua Alianza Dios volvía la espalda a los pecadores, y éstos debían suplicarle insistentemente que se volviera hacia ellos. Jesús de Nazaret vino a decirnos que, frente al pecador, la actitud de Dios es la de alguien que se siente más apenado que el propio pecador.

Por eso, si nos preguntáramos ahora cuál es la forma específicamente cristiana de hablar del pecado, no deberíamos dudar en contestar que su lenguaje es el de la esperanza.

«¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas, si pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto, y va a buscar la que se perdió hasta que la encuentra? Y cuando la encuentra, la pone contento sobre sus hombros; y llegando a casa, convoca a los amigos y vecinos, y les dice: «Alegraos conmigo, porque he hallado la oveja que se me había perdido». Os digo que, de igual modo, habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no tengan necesidad de conversión» (Lc 15, 4-7).

Pues bien, en el próximo capítulo hablaremos del sacramento de la penitencia.

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1. ARREGUI, Antonio M.. , y ZALBA , Marcelino, Compendio de Teología Moral, Mensajero, Bilbao, 21ª ed., p. 159.

2. SARTRE, Jean-Paul, El existencialismo es un humanismo, Sur, Buenos Aires, 7ª. ed., 1978, p. 18.

3. Nuevo Catecismo para adultos, Herder, Barcelona, 1969, p. 434.

4. Cfr. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, 1-2, q. 88, a. 1 (BAC, t. 5, Madrid, 1954, p. 885).

5. DS 2.302 = 1.292.

6. TOMAS DE AQUINO, Quaestiones quodlibetales, 3, a. 27.

7. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, 1-2, q. 19, a. 5 (BAC, t. 4, Madrid, 1954, pp. 523-524).

8. TOLSTOI, León, Ana Karenina, parte 1ª., cap. 3 (Obras, t. 2, Aguilar, Madrid, 4ª. ed., 1971, p. 15).

9. BRECHT, Bertolt, La excepción y la regla (Teatro Completo, t. 2, Nueva Visión, Buenos Aires, 1974, p. 115).

10. VATICANO II, Unitatis Redintegratio, 1 1.

11. AGUSTÍN DE HIPONA, Exposición de la Epístola de San Juan a los Partos, trat. 7, n. 8 (Obras completas de San Agustín, t. 18, BAC, Madrid, 1959, p. 304).

12. IRENEO DE LYON, Demostración de la enseñanza apostólica, c. 96 (PG 12, 724).