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El pecado original

 

 

Rara es la guerra que no acaba produciendo «hombres-topo», es decir, personas significadas del bando perdedor que. por miedo a las represalias, se encierran de por vida en una habitación a la que una persona de confianza —la única que conoce su presencia— les lleva lo necesario para subsistir. Con frecuencia ocurre que treinta o cuarenta años después de la guerra uno de ellos es descubierto por casualidad, ¡y entonces se entera.., de que no había ningún cargo contra él!

Pues bien, tengo la impresión de que algo parecido ha ocurrido con el dogma del pecado original. Su formulación tradicional —que en seguida vamos a recordar— aparece hoy tan vulnerable que muchos cristianos han hecho de ella una «doctrina-topo», arrinconándola vergonzantemente en el mismo trastero donde tiempo atrás se desterró a los reyes magos. a las brujas y a otros mil recuerdos infantiles.

No obstante, yo abrigo la esperanza de que si nos atrevemos a sacar a la luz del día la presentación que los teólogos actuales hacen del pecado original descubriremos —como en el caso de aquellos «hombres-topo»—— que nuestros contemporáneos no tienen nada contra ella.

 

 

 

¿Un fatal error gastronómico?

 

Recordemos cómo describía un viejo catecismo el pecado original:

 

«El cuerpo de Adán y Eva era fuerte y hermoso, y su espíritu era transparente y muy capaz. Gozaban así de un perfecto dominio sobre la naturaleza entera», pero pecaron, y su pecado «ha dañado a todos los hombres, pues a todos los hombres ha pasado la culpa con sus malas consecuencias». «Este pecado se llama pecado hereditario porque no lo hemos cometido nosotros mismos, sino que lo hemos heredado de Adán». «La culpa del pecado ori­ginal se borra en el bautismo, pero algunas de sus con­secuencias quedan también en los bautizados: la enfer­medad y la muerte, la mala concupiscencia y muchos otros trabajos».

 

Si fueran así las cosas, lo que ocurrió en el paraíso habría sido, desde luego, un «fatal error gastronómico», como dice irónicamente Michael Korda. Pero debemos reconocer que esa interpretación suscita hoy no pocas reservas:

En primer lugar, dada la moderna sensibilidad por la jus­ticia, parece intolerable la idea de que un pecado cometido en los albores de la humanidad podamos heredarlo los hombres que hemos nacido un millón de años más tarde. Quedaría, en efecto, muy mal parada la justicia divina si nosotros compar­tiéramos la responsabilidad de una acción que ni hemos cometido ni hemos podido hacer nada por evitarla. Se entiende que los genes transmitan el color de los ojos, pero ¿quién se atrevería a defender hoy la teoría de Santo Tomás de Aquino según la cual el semen paterno es la causa instrumental físico-dispositiva de transmisión del pecado original 2?

También son muy serias las objeciones que nos plantea la paleontología. ¿En qué estadio de la evolución situaremos esa primera pareja que—según el catecismo— era «fuerte, hermosa, de espíritu transparente y muy capaz»? ¿En el estadio del homo sapiens, una de cuyas ramas sería el hombre de Neandertal? ¿en el del homo erectus, al que pertenecen el Pitecántropo y el Sinántropo? ¿en el del homo habilis, reconstruido gracias a los sedimentos de Oldoway, o tal vez en el estadio del austrolo­pitecus? Es verdad que sobre gustos no hay nada escrito, pero cuando uno contempla las reconstrucciones existentes de todos esos antepasados remotos cuesta admitir la afirmación de los catecismos sobre su hermosura. Y en cuanto a su inteligencia... ¿para qué hablar? Después de Darwin parece imposible defender que los primeros hombres fueron más perfectos que los últimos.

Y lo peor es que también resulta difícil hablar de «una» primera pareja, porque previsiblemente la unidad biológica que evolucionó no era un individuo, sino una «población». Hoy la hipótesis monogenista se ha visto obligada a ceder terreno frente a la hipótesis poligenista. Y eso plantea nuevos problemas al dogma del pecado original. Si hubo más de una primera pareja. ¿cuál pecó? Si fue «la mía», mala suerte; pero si no...

No debe extrañarnos, pues, que el evolucionismo primero y el poligenismo después crearan un profundo malestar entre los creyentes y les indujeran a elaborar retorcidas explicaciones para poder negarlos. Philip Gosse, por ejemplo, propuso la idea de que Dios, con el fin de poner a prueba la fe del hombre, fue esparciendo por la naturaleza todos esos fósiles que en el siglo pasado empezaron a encontrar los evolucionistas.

Todavía Pío XII en la Humani Generis (¡2 de agosto de 1950), pedía a los científicos que investigaran, sí, pero después sometieran los resultados de su investigación a la Santa Sede para que ésta decidiera si la evolución había tenido lugar y hasta dónde había llegado 3.

Hoy no creo que sean muchos los que estén dispuestos a subordinar la ciencia a la fe y, cuando los datos empíricos no encajen en sus creencias, digan: «Pues peor para los datos». Y no porque su fe sea débil, sino porque el Vaticano II ha reco­nocido repetidas veces «la autonomía legítima de la cultura humana, y especialmente la de las ciencias»4.

Así, pues, lo que procede es intentar reformular, a la luz de los nuevos datos que la ciencia nos ha aportado, el dogma del pecado original, que está situado en una zona fronteriza entre la teología y las ciencias humanas.

 

 

En busca del origen del mal

 

Tratemos de reconstruir lo que ocurrió. Los datos bíblicos sobre Adán y Eva proceden únicamente de los tres primeros capítulos del Génesis (las alusiones de Sab 2, 24; Sir 25, 24; 2 Cor 11, 3 y Tim 2, 14 remiten todas ellas a dicho relato sin aportar nada nuevo) y, como es sabido ya, para interpretar co­rrectamente un texto de la Sagrada Escritura es necesario iden­tificar en primer lugar el «género literario» al que pertenece.

Pues bien, el libro del Génesis es uno de los llamados «libros históricos» del Antiguo Testamento, pero esa narración es como un meteorito que, desprendido de los «libros sapien­ciales», ha caído en medio de los históricos. Su estilo no deja lugar a dudas. Sería inútil buscar el «árbol de la ciencia del bien y del mal» en los manuales de botánica. Se trata de un término claramente sapiencial, como lo son los demás elementos de que sc ocupa el relato: la felicidad y la desgracia, la condición humana, el pecado y la muerte; temas de reflexión todos ellos de la Sabiduría oriental.

Así, pues, no podemos acercarnos al pecado de Adán con mentalidad de historiadores, como podríamos hacer con el pe­cado de David, por ejemplo. Es más: «Adán» ni siquiera es un nombre propio, sino una palabra hebrea que significa «hombre» y que, por si fuera poco, suele aparecer con artículo («el hombre»).

No debe extrañarnos que esa narración —que no es his­tórica, sino sapiencial— ignore tanto la evolución de las especies como el poligenismo. Esos tres capítulos del Génesis no resultan de poner por escrito una noticia que hubiera ido propagándose oralmente desde que ocurrieron los hechos. ¡Así es imposible cubrir un lapso superior al millón de años! Tampoco cabe pensar que estamos ante un relato para mentes primitivas escrito por un autor que personalmente estaba «mejor informado» que sus contemporáneos por haber tenido una visión milagrosa de lo que aconteció.

 

Además, carece de sentido esperar que los autores bíblicos respondan a problemas de nuestra época —como los referentes al origen de la humanidad— que eran totalmente desconocidos para ellos. Lo que sí debemos buscar, en cambio, son las res­puestas que daban a problemas comunes entre ellos y nosotros porque así, en vez de acentuar los aspectos anacrónicos de la Escritura, captaremos su eterna novedad.

Pues bien, el autor de esos capítulos se plantea un tema clásico de la literatura sapiencial que además es de palpitante actualidad: ¿Por qué hay tanto mal en el mundo que nos ha tocado vivir? «¡Oh intención perversa! ¿De dónde saliste para cubrir la tierra de engaño?» (Sir 37, 3). Y dará una respuesta original, que contrasta llamativamente con las que ofrecen las religiones circundantes.

Algunas de esas religiones daban por supuesto que. si Dios es el creador de todo, tuvo que haber creado también el mal. Por ejemplo, el poema babilónico de la creación cuenta que fue la diosa Ea quien introdujo las tendencias malas en la humanidad al amasar con la sangre podrida de un dios caído, Kingú, el barro destinado a modelar al hombre 5.

En cambio otras religiones, para salvaguardar la bondad de Dios, se ven obligadas a suponer a su lado una especie de «anti-Dios» que creó el mal. Por ejemplo, en la religión de Zaratustra la historia del mundo es entendida como la lucha entre los dos principios opuestos del bien y del mal —Ohrmazd y Ahriman6—, igualmente originarios y poderosos -

 

Daría la impresión de que no cabe ninguna otra alternativa:

O hay un solo Dios que ha creado todo (el bien y el mal) o bien Dios ha creado sólo el bien pero entonces tiene que existir otro principio originario para el mal, una especie de «anti-dios». Pues bien, nuestro autor rechaza ambas explicaciones. El mal no lo ha creado Dios, pero tampoco procede de un «anti-dios», sino que el mismo hombre lo ha introducido en el mundo al abusar de la libertad que Dios le dio. Lo que ocurre es que el autor bíblico pertenecía a una cultura narrativa y no se expresaba con esos términos abstractos. Igual que Jesús enseñaba mediante parábolas, él transmitirá su mensaje mediante una narración.

Esa narración es el relato de la creación del mundo en siete días que conocemos desde niños (Gen 1). Para afirmar que existe un principio único, dice que Dios creó todo, incluso el sol y la luna que en otros pueblos tenían consideración divina. Y para dejar claro que, a pesar de haber creado todo, no creó el mal, cada día de la creación concluye con el estribillo famoso de «vio Dios lo que había hecho, y estaba bien». En cambio más adelante se dirá que «Dios miró la tierra y he aquí que estaba toda viciada» (Gen 6, 12). Para explicar el tránsito de una situación a otra se intercala entre ambas el relato del pecado de Adán y Eva. No es una crónica histórica del pasado, sino una «reconstrucción» —un «relato etiológico» lo llaman los escri­turistas— de lo que al principio tuvo que suceder.

Evidentemente, cuando se analiza con detenimiento la so­lución propuesta, vemos que está más claro lo que niega (el mal no lo ha creado Dios, pero tampoco un segundo principio distinto de Dios) que lo que afirma (el mal lo ha introducido el hombre abusando de su libertad), porque cabría preguntarse: Y, ¿por qué el hombre abusó de su libertad, si fue creado bueno por Dios? El recurso a Satanás, que a su vez sería un ángel caído (cfr. 2 Pe 2, 4; Jds 6), sólo traslada la pregunta un poco más atrás: ¿Por qué pecaron los ángeles, si habían sido creados bue­nos por Dios?

San Agustín ya se hacía esa pregunta: «¿Quién depositó esto en mí y sembró en mi alma esta semilla de amargura, siendo hechura exclusiva de mi dulcísimo Dios? Si el diablo es el autor. ¿de dónde procede el diablo? Y si éste se convirtió de ángel bueno en diablo por su mala voluntad, ¿de dónde le viene a él la mala voluntad por la que es diablo, siendo todo él hechura de un creador bonísimo’?»7.

De modo que el autor bíblico deja en el misterio el origen absoluto, metafísico, del mal —la Escritura no tendrá reparo en hablar del «mysterium iniquitatis» (2 Tes 2, 7)—, pero no así el origen del mal concreto que había en su tiempo: Este lo habían introducido los hombres del pasado a través de una inevitable y misteriosa solidaridad.

 

 

El hombre moral en la sociedad inmoral

 

Notemos que el autor bíblico nos acaba de dar una lección de «buen hacer» teológico: La obligación de la teología es re­flexionar sobre la experiencia humana para darle una interpre­tación desde la fe. Sólo así se evitará aquella acusación que definía irónicamente al teólogo como un hombre que da res­puestas absolutamente precisas y claras a preguntas... que nadie se había hecho.

Nosotros, por tanto, vamos a seguir ese mismo camino:

Reflexionar sobre nuestra situación de hoy para descubrir en ella las huellas del pecado original. De hecho, todos sabemos que «el hombre, cuando examina su corazón, comprueba su inclinación al mal y se siente anegado por muchos males, que no pueden tener su origen en su santo Creador».

Al seguir este camino invertimos el orden de la búsqueda:

La presentación tradicional descendía de la causa al efecto. Se suponía conocido lo que ocurrió en el pasado (la trasgresión del paraíso) y se deducían las consecuencias que aquello tuvo para el presente (pérdida de la gracia y de diversos dones). Nosotros, en cambio, partiremos de los efectos (la situación de miseria moral en que vivimos, que es lo que nos resulta direc­tamente conocido) y ascenderemos en busca de la causa.

Vamos a comenzar desempolvando el concepto de respon­sabilidad colectiva. Entre los semitas la conciencia de comu­nidad es tan fuerte que, cuando tienen que aludir a la muerte de un vecino, dicen: «Nuestra sangre ha sido derramada»9. Tan intensos son sus lazos comunitarios que les parece lógico ser premiados o castigados «con toda su casa», tanto por el derecho civil como por Dios (cfr. Ex 20, 5-6; Dt 5, 9 y ss.). En medio de aquel clima fue necesario que los profetas insistieran en la responsabilidad personal de cada individuo:

 

«En aquellos días no dirán más:

“Los padres comieron el agraz,

y los dientes de los hijos sufren la dentera”;

sino que cada uno por su culpa morirá:

quienquiera que coma el agraz tendrá la dentera»

(Jer 31, 29-30; cfr. Ez 18).

 

Nosotros, en cambio, educados en el individualismo mo­derno, lo que necesitamos es más bien profetas que nos hagan descubrir la responsabilidad colectiva. Veamos algunos datos de la experiencia:

Todos los años mueren de hambre entre 14 y 40 millones de seres humanos. Ninguno de nosotros querríamos positiva­mente que murieran y muchos desearíamos poder evitarlo, pero no sabemos cómo. Sin embargo, tampoco nos sentimos ino­centes: Somos conscientes de que en nuestra mesa —en la mesa del 25 por ciento más rico de la humanidad— hemos acumulado el 83 por ciento del Producto Mundial Bruto.

Cuentan que la célebre teóloga alemana Dorothee Sólle, durante el debate que siguió a una de sus conferencias, fue criticada por uno de sus oyentes que le reprochaba no haber hablado suficientemente del pecado. «Es verdad —contestó ella—, he olvidado que como plátanos...» . En un libro pos­terior aclaró lo que quiso decir: «Con cada plátano que me como, estafo a los que lo cultivan en lo más importante de su salario y apoyo a la United Fruit Company en su saqueo de América Latina»

Nos ha transmitido la historia cómo el P. Conrad, director espiritual de Santa Isabel de Hungría, había prescrito a ésta no alimentarse ni vestirse con cosa alguna que no supiese cierta­mente que había llegado a ella sin sombra alguna de injusticia12. Pues bien, si hoy —que entendemos algo más de microeco­nomía— quisiéramos cumplir esa orden no podríamos probar bocado y deberíamos ir desnudos: Quien pretende no matar ni robar en el mundo de hoy, debe pensar que se está matando y robando en el otro extremo de la cadena que a él le trae ese bienestar al que no está dispuesto a renunciar.

La maravilla de nuestro invento consiste en que semejante violencia no la ejerce un hombre determinado contra otro igual­mente determinado —lo que resultaría abrumador para su con­ciencia—, sino que, a través de unas estructuras anónimas, el mal «se hace solo». No hay culpables. León Tolstoi, en su famosa novela «Guerra y Paz» hace esta finísima reflexión sobre la condena a muerte de Pierre Bezujov:

 

«¿Quién era el que había condenado a Pierre y le arrebataba la vida con todos sus recuerdos, sus aspira­ciones, sus esperanzas y sus pensamientos? ¿Quién? Se daba cuenta de que no era nadie. Aquello era debido al orden de las cosas, a una serie de circunstancias. Un orden establecido mataba a Pierre, le arrebataba la vida, lo ani­quilaba»13.

 

Esto es lo que Juan Pablo II ha llamado recientemente «estructuras de pecado»14. Es verdad que son fruto de una acu­mulación de pecados personales, pero cuando los pecados per­sonales cristalizan en estructuras de pecado surge algo cualita­tivamente distinto: Las estructuras de pecado se levantan frente a nosotros como un poder extraño que nos lleva a donde quizás no querríamos ir.

¡Cuántos hombres que acabaron incluso matando afirman sinceramente que ellos no quisieron hacer lo que hicieron! El «Lute» escribió en su autobiografía: «Al nacer estaba ya mar­cado. Tenía un cromosoma XYP. Sí, p de prisión» 15, Y es que no solamente el árbol tiene la culpa de los malos frutos, sino también el terreno. En un patio sin luz difícilmente crecerá bien un árbol; su mundo circundante no le da ninguna oportunidad, lo deforma. Como dice un famoso texto orteguiano: «Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me salvo yo»

Podemos dar un paso más en nuestro análisis: Esa respon­sabilidad colectiva no nos une solamente a los hombres de hoy, sino que nos liga también a los hombres del pasado. Dicho de forma analógica, ellos siguen pecando después de morir porque han dejado las cosas tan liadas que ya nadie sabe por dónde empezar a deshacer entuertos. La consecuencia es que sus pe­cados de ayer provocan los nuestros de hoy.

Lo que sirve de unión entre sus pecados y los nuestros es lo que San Juan llamaba «el pecado del mundo», en singular (Jn 1, 29; 1 Jn 5, 19); es decir, ese entresijo de responsabilidades y faltas que en su interdependencia recíproca constituye la rea­lidad vital del hombre. Hay teólogos que prefieren hablar de «hamartiosfera» (del griego hamartía = pecado). Nombres di­ferentes para referirnos a la misma realidad: Nacemos situados. Como consecuencia del pecado de quienes nos han precedido. ninguno de nosotros nacemos ya «en el paraíso».

 

 

El corazón de piedra

 

Así, pues, cuando nacemos, «otros» han empezado a es­cribir ya nuestra biografía. No obstante, entenderíamos super­ficialmente la influencia de los pecados de ayer sobre los de hoy si pensáramos que se reduce a un condicionamiento que nos llega desde fuera. Y conste que eso ya es suficientemente grave: Cualquier valor (la justicia, la verdad, la castidad, etc.) podría llegar a sernos innacesible si viviéramos en un ambiente donde no se cotiza en absoluto y nadie lo vive.

Pero aquí se trata de algo más todavía: La misma naturaleza humana ha quedado dañada, de tal modo que a veces distin­guimos nítidamente dónde está el bien, pero somos incapaces de caminar hacia él. San Pablo describe esa situación con mucha finura psicológica en el capítulo 7 de la carta a los Romanos:

 

“Realmente, mi proceder no lo comprendo” pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco. Y. si hago lo que no quiero, estoy de acuerdo con la ley en que es buena; en realidad ya no soy yo quien obra, sino el pecado que habita en mí (...) Descubro, pues, esta ley:

aun queriendo hacer el bien, es el mal el que se me presenta. Pues me complazco en la ley de Dios según el hombre interior, pero advierto otra ley en mis miembros que lucha contra la ley de mi razón y me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros» (Rom 7. 15-24).

 

De los Santos Padres fue San Agustín el gran doctor del pecado original. Igual que San Pablo, no tuvo nada más que reflexionar sobre su propia existencia. Vivió dividido, atraído por los más altos ideales morales y religiosos, pero también atado por la ambición y la sensualidad:

 

«Tus palabras, Señor, se habían pegado a mis en­trañas y por todas partes me veía cercado por ti (...) y hasta me agradaba el camino —el Salvador mismo—; pero tenía pereza de caminar por sus estrecheces. (...) Me veía y me llenaba de horror, pero no tenía adónde huir de mí mismo (...) había llegado a pedirte en los comienzos de la misma adolescencia la castidad, diciéndote: «Dame la castidad y continencia, pero no ahora». (...) Yo era el que quería, y el que no quería, yo era. Mas porque no quería plenamente ni plenamente no quería, por eso con­tendía conmigo y me destrozaba a mí mismo (...) Y por eso no era yo el que obraba, sino el pecado que habitaba en mí, como castigo de otro pecado más libre, por ser hijo de Adán»

 

Podríamos expresar esa vivencia de Pablo y Agustín di­ciendo que —por culpa de nuestros antepasados— nacemos con un «corazón de piedra», como le gustaba decir al profeta Eze­quiel (11, 19; 36, 26). Pues bien, ese «corazón de piedra» es lo que la tradición de la Iglesia —a partir precisamente de San Agustín— llamó pecado original.

Quizás pueda sorprender que llamemos «pecado» a algo que nos encontramos al nacer y es, por tanto, completamente ajeno a nuestra voluntad. Sin embargo, tiene en común cualquier otro pecado que, de hecho, supone una situación de desamor y, por tanto, de alejamiento de Dios y de los hermanos. Se distingue, en cambio, de los pecados personales en que Dios no nos puede pedir responsabilidades por él. Igual que la sal­vación de Cristo debe ser aceptada personalmente, el pecado de Adán debe ser ratificado por cada uno para ser objeto de res­ponsabilidad. De hecho, muy pocos teólogos defienden hoy el limbo, cuya existencia se postuló en el pasado por creer que los niños que mueren antes de que el bautismo les «perdone» el pecado original no podían ir al cielo

 

Conviene aclarar que del pecado original y de los pecados personales no se dice que sean «pecado» en sentido unívoco, sino en sentido análogo. Cuando hablamos del «pecado origi­nal» no queremos sugerir que se nos imputa el pecado cometido por Adán (la culpa personal —.digámoslo una vez más— no puede transmitirse), sino que nos afectan las consecuencias de su pecado.

 

 

Un paraíso que pudo haber sido y no fue

 

Veamos ahora cómo la exposición que acabamos de hacer del pecado es perfectamente compatible con los datos de la ciencia.

A Pío XII le preocupaba la posibilidad del poligenismo porque si no descendemos todos los hombres de una sola pareja que hubiera pecado, no veía cómo pudo propagarse a todos el pecado original’9. Sin embargo, si la redención ha podido ex­tenderse a todos los hombres sin que ni uno solo descienda físicamente del Redentor, Cristo, no existen razones para pensar que la tendencia al mal sólo podría transmitirse mediante la generación física. Se trata, como hemos visto, de una misteriosa solidaridad en el mal propagada a través de la «hamartiosfera».

Tampoco deben planteamos problemas las afirmaciones sobre el estado de justicia original cuyos supuestos dones (in­teligencia, ausencia de enfermedades, etc.) se perdieron tras el pecado. Fuera del ámbito de los estudios bíblicos existe la idea de que el paraíso original fue el ámbito de una felicidad fácil. regalada a los primeros hombres sin esfuerzo por su parte. No hubo, sin embargo, nada de eso.

El relato del paraíso fue construido a partir del mismo molde que el relato de la Alianza: En ambos casos Dios introduce a los hombres en un lugar llamado a ser maravilloso (bien sea el jardín del Edén o la Tierra Prometida) y les hace saber que existe una condición única para que la felicidad que les espera se haga realidad: cumplir los mandamientos de Dios (bien sea el precepto de no comer del árbol de la ciencia del bien y del mal, bien sean los preceptos dados a través de Moisés). También en ambos casos hay que decir que la desobediencia de los hom­bres frustró los planes de Dios y trajo la desgracia a los hombres. El paralelo termina con la expulsión de la tierra (deportación a Babilonia en un caso, expulsión del Edén en otro).

De hecho, el magisterio de la Iglesia nunca ha definido si el hombre dispuso alguna vez de los bienes que relacionamos con el Paraíso y los perdió después por causa del pecado, o únicamente estaba en marcha un proceso que habría llevado a su adquisición si no hubiera quedado interrumpido por el pecado. San Ireneo, por ejemplo, sostenía que la perfección de Adán era infantil, inmadura, como la de un niño que todavía no posee lo que está llamado a ser 20.

 

Podríamos comparar lo que pasó a la humanidad a lo que ocurriría a un niño que poseyera al nacer una dotes intelectuales realmente excepcionales pero que, antes de desarrollarlas, un accidente le dejara parcialmente tarado. Es de suponer que cuan­do llegue a la edad madura ese hombre estará más desarrollado intelectualmente que antes del accidente, pero ya no llegará a ser el genio que estaba llamado a ser.

 

Esto no contradice a la Escritura porque las «noticias» sobre ese supuesto estado de justicia original no proceden tanto de la Biblia como de ciertos escritos apócrifos del judaísmo, espe­cialmente la «Vida de Adán y Eva». En dicho libro se indica que, tras el pecado, Dios infirió a Adán setenta calamidades desconocidas anteriormente, que van desde el dolor de ojos hasta la muerte21 . Es verdad que Pablo afirma que la muerte entró en

el mundo por el pecado de Adán (Rom 5, 12), pero por otros pasajes de la misma carta (cfr. 6, 16; 7, 5; 8, 6; etc.) se ve que la «muerte» es para él el alejamiento de Dios.

 

 

El pecado no tiene la última palabra

 

Y ahora que hemos despojado al pecado original de la hojarasca que lo recubría dándole aspecto de mito increíble. vemos que lo que ha quedado es el testimonio de una alienación profunda de la que todos tenemos experiencia y que es un dato irrenunciable para cualquier antropología que quiera ser realista. Debería hacemos pensar el hecho de que existencialistas como Heidegger y Jaspers, que ya no comparten la fe cristiana. hayan necesitado conservar en sus filosofías los conceptos de una culpabilidad inevitable y omnipresente para explicar la situación existencial del hombre.

 

El mensaje del pecado original se resume diciendo que en el mundo y en nuestro corazón hay mayor cantidad de mal de la que podríamos esperar atendiendo a la mala voluntad de los hombres. En consecuencia, el mundo y el hombre, abandonados a sus propias fuerzas, serían incapaces de salvación. Se trataría de una empresa tan patética como la de aquel barón de Münchhausen que intentaba salir del pantano en que había caído tirando hacia arriba de su propia coleta.

El marxista y ateo Ernst Bloch lo captó muy claramente: «El hombre se halla lleno de buena voluntad y nadie le va a la zaga en ello. Allí, empero, donde tiende su mano para ayudar. allá causa un estropicio»22.

Gracias a Dios (y nunca mejor dicho), el pecado no tiene la última palabra. Después de una famosa comparación sobre las consecuencias que tiene para la humanidad la solidaridad con Adán y la solidaridad con Jesucristo, Pablo concluye di­ciendo que «donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rom 5, 20). Por eso la reflexión sobre el pecado original exige necesariamente prolongarse hacia las acciones salvíficas de Dios. En el próximo capítulo veremos la primera de ellas: El Éxodo.

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1. KORDA, Michael, Power! How to get it, how to use it, Ballantine Books, New York, 1975, p. II.

2. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, 3, q. 28, a. 1 (BAC, t. 12, Madrid, 1955, pp. 49-54). Una exposición mucho más cruda de esta teoría se encuentra en San Fulgencio, De Fide ad Petrum, 2, 16 (PL 40, 758).

3. «El magisterio de la Iglesia —escribió Pío XII— no prohíbe las investigaciones y disputas de los entendidos, con tal de que todos estén dispuestos a obedecer el juicio de la Iglesia» (DS 3896 = D 2327). Ni que decir tiene que no estamos ante una declaración ex cathedra; unos párrafos antes declaraba el mismo Papa que se trataba de «magisterio ordinario» (DS 3885 = D 2313).

4. VATICANO II, Oaudium et Spes, 36 b, 56 f, 59 e.

5. Poema babilónico de la creación, tablilla 6 (PRITCHARD. James B., La Sabiduría del Antiguo Oriente. Antología de textos. Garriga, Barcelona, 1966, p. 43).

6.  Cfr. ELIADE, Mircea, Historia de las creencias y de las ideas religiosas, t. 4 («Textos»), Cristiandad, Madrid, 1980, pp. 127-129.

7. AGUSTIN DE HIPONA, Confesiones, lib. 7. cap. 3. n.” 5 (Obras Completas de San Agustín. t. 2, BAC. Madrid, 5 ed., 1968. p. 272).

8.  VATICANO II, Gaudium et Spes. 13.

9.  VAUX, Roland de, Instituciones del Antiguo Testamento, Her­der, Barcelona, 2.’ ed., 1976, p. 35.

10. Citado en METZ, René y SCHLICK, Jean. (eds.). Los grupos informales en la Iglesia, Sígueme. Salamanca, 1975. p. 152.

11. SOLLE, Dorothee, Teología política, Sígueme, Salamanca. 1972, p. 94. (La United Fruit, que monopoliza la explotación y co­mercialización de plátanos en América Central, Colombia y Ecuador. se llama ahora United Brands)

12. CONGAR, Yves M., Los caminos del Dios vivo, Estela. Barcelona, 1964, p. 277.

13. TOLSTOI, León, Guerra y Paz (Obras de León Tolstoi, t. 1. Aguilar, Madrid, 5. ed., 1973, p. 1386).

14. JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis, 36 a, 36, b, 36 c, 36 f, 37 c, 37 d, 38 f, 39 g, 40 d, 46 e.

15. SANCHEZ, Eleuterio, Camina o revienta, EDICUSA Ma­drid 1977. p. 13.

16. ORTEGA Y GASSET, José, Meditaciones del Quijote (Obras completas, t. 1, Revista de Occidente, Madrid, 41 ed., 1957, p. 322).

13. TOLSTOI, León, Guerra y Paz (Obras de León Tolstoi, t. 1. Aguilar, Madrid, 5.~ ed., 1973, p. 1386).

14. JUAN PABLO II, Sollicitudo rei socialis, 36 a, 36, b, 36 c, 36 f, 37 c, 37 d, 38 f, 39 g, 40 d, 46 e.

15. SANCHEZ, Eleuterio, Camina o revienta, EDICUSA Ma­drid 1977. p. 13.

16. ORTEGA Y GASSET, José, Meditaciones del Quijote (Obras completas, t. 1, Revista de Occidente, Madrid, 41 ed., 1957, p. 322).

17. AGUSTÍN DE HIPONA, Las Confesiones, lib. 8 (Ibidem, pp. 310-339).

18. De esto hablaremos en el capítulo titulado «El cristiano nace dos veces», dedicado al bautismo.

19. DS 3897= D 2328.

20. IRENEO DE LYON, Adversus Haereses, 4, 38, 1-2 (PG 7, ¡.105-1.107); Epideixis, 1, 1, 14; 2, 1, 46.

21. Vida de Adán y Eva (versión griega), Vv. 8 y 27; en DIEZ MACHO, Alejandro (dir.), Apócrifos del Antiguo Testamento, t. 2, Cristiandad, Madrid, 1983, pp. 327-332.

22. BLOCH, Ernst, El principio esperanza, t. 3. Aguilar. Madrid, 1980, p. 128.