Trinidad, Santísima. Teología B. Síntesis Especulativa

 

1. Las procesiones divinas del Hijo y del Espíritu Santo. 2. Las relaciones y las Personas divinas. 3. La imagen de Dios en el hombre. 4. Misiones divinas e inhabitación. 5. La Trinidad y la Iglesia.

La exposición sistemática del misterio trinitario, es decir, el análisis y comparación de los distintos elementos y conceptos a través de los cuales la Revelacón nos da a conocer ese misterio con vistas a obtener una mayor inteligencia del mismo, es algo que comienza ya en los Padres Apologistas griegos y que se va perfeccionando más y más hasta llegar a los grandes tratados monográficos de los s. IV y V y las síntesis medievales (V. A). El esfuerzo de los Padres por conservar la pureza de la fe cristiana contra las herejías trinitario-cristológicas se centra y parte del dato revelado, en el cual hallan directa o indirectamente todas áquellas analogías creadas (procesión, relación, persona, misión, imagen) que expresan de algún modo la realidad sublime de Dios, la no-contradicción de los elementos del misterio así como su profunda riqueza espiritual. Es eso lo que vamos a exponer en este artículo.

Tal vez sea oportuno hacer dos advertencias previas. En primer lugar, que se trata siempre de analogías y de analogías imperfectas que no pueden pretender agotar la riqueza de la Trinidad, porque ésta es un misterio estricto, es decir, una realidad que excede de tal modo a nuestra razón que sólo podemos conocer su existencia si nos es revelada y que, una vez conocida, no podemos abarcarla ni comprenderla exhaustivamente: el análisis teológico del misterio trinitario debe no sólo abrirse, sino estar informado, por una actitud de respeto religioso. En segundo lugar, que la Revelación nos da a conocer al mismo tiempo una ontología divina, es decir, la verdad de que Dios es uno en esencia y trino en Personas, y una economía, es decir, la acción llena de amor y de misericordia por la que el Dios Trino atrae hacia Sí a los hombres: el Padre como creador mediante su Verbo; el Hijo, enviado por el Padre, que se encarna para redimirnos con su pasión y muerte, y el Espíritu Santo, enviado por el Padre y el Hijo, que viene al Cuerpo de Cristo y a nuestros corazones para santificarnos (cfr. Conc. Vaticano II, Const. Lumen genflum, 2-4). Ambas realidades deben ser tenidas presentes en todo tratado De Trinitate, de manera que no se olvide el aspecto vital o activo del mismo, ni -en el otro extremo- se dejen en la sombra los aspectos ontológicos, antes bien éstos deben constituir el objeto fundamental de la exposición sistemática de todo tratado trinitário, ya que, como dice S. Agustín, es ahí donde «se dan los errores más peligrosos, la búsqueda más laboriosa y los hallazgos más fructíferos» (De Trinitate, 1,3,5).

1. Las procesiones divinas del Hijo y del Espíritu Santo. a) Datos generales. La Revelación divina nos habla de dos procesiones o procedencias en Dios, cuyos términos son el Hijo y el Espíritu Santo, a los que atribuye propiedades divinas o llama expresamente Dios. Así, p. ej., Cristo dice de sí mismo: «Yo procedi de Dios y vine» (lo 8,42); en donde el término proceder, si se tiene en cuenta que Cristo es el Verbo o Hijo Unigénito de Dios encarnado (lo 1,18), resulta referido a la generación eterna, y el término venir, a su encarnación. Asimismo, Cristo dice del Espíritu Santo: «Cuando venga el Abogado, que yo os enviaré de parte del Padre, el Espíritu de verdad, que procede del Padre, él dará testimonio de mí» (lo 15,16). Los Santos Padres y los concilios recogen esta doctrina bíblica y la proclaman como dogma de fe. El Símbolo Niceno-Constantinopolitano profesa su fe en Jesucristo «Dios de Dios, luz de luz, Dios verdadero de Dios verdadero, engendrado no creado» y en el Espíritu Santo «que procede del Padre» (Denz.Sch. 150). El Conc. Lateranense IV declara solemnemente que el Hijo naceldel Padre y que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo (Denz.Sch 800). De la misma forma se expresan los Conc. de Lyon (Denz.Sch. 850) y el Florentino (ib. 1300), etc.

¿Qué significa en general procesión y como se aplica ese concepto a Dios? Procesión o procedencia significa salir de, proceder de. Este concepto se ha de aplicar a Dios sólo por analogía -y no por univocidad- con las procedencias en las cosas creadas, es decir, hay que apartar de él, al aplicarlo a Dios, todo lo que indique limitación, potencialidad o temporalidad. El concepto puro de procedencia indica simplemente que «uno tiene su origen de otro» (origo unius ab alio: Sum. Th. 1 q27 al), y la Revelación nos exige evidentemente entender de ese modo puro las procesiones divinas. Toda procesión presupone una operación en la que se funda. Al hablar de las procesiones divinas, no puede tratarse de una operación transeúnte es decir, que produzca un efecto realmente distinto de Dios como sucede en la creación (v.), ya que la Revelación nos dice que el Hijo y el Espíritu Santo son Dios; sino de una operación inmanente, es decir, en la que, tanto la acción divina como el término de la misma se realizan en el interior de la misma naturaleza divina, de tal modo que el originante y el originado son consustanciales (homooúsioi), como ha sido definido por la Iglesia contra toda clase de subordinacionismos (v.) y de modalísmos (v.).

La analogía más perfecta de esas procesiones inmanentes en Dios nos la ofrece la vida misma de nuestra alma, creada a imagen y semejanza divina (Gen 1,26). El acto de conocerse, recordarse y amarse a sí misma es, como puso de relieve S. Agustín basándose en los datos bíblicos, un reflejo remoto pero fiel de la vida íntima de Dios. La estructura de nuestro ser, hecho a imagen divina, deteriorado, pero no destruido, por el pecado de origen y restaurado por Dios uno y trino, presente en nosotros, mediante la gracia y las virtudes teologales que Jesucristo nos mereció con su pasión y muerte, es lo que, guiados por la Revelación, nos permite conocer algo de la vida divina, y a la vez la base de toda la antropología cristiana.

b) La procesión del Hijo. La fe cristiana al respecto puede resumirse así: el Hijo procede del Padre por generación espiritual, según la operación del entendimiento.

1) Datos de fe. La procesión del Hijo como verdaderamente engendrado por el Padre es una de las verdades de fe más explícitas en el N. T.: son innumerables las veces que Cristo llama a Dios Padre mío, por contraste con todos los demás que se hacen hijos adoptivos por su gracia (Mt 11,25-27; lo 1,12; 5,18; etc.; cfr. Rom 8,15 y 23; Gal 4,5; Eph 1,5); sólo Él es el Unigénito, el Hijo propio o por naturaleza del Padre: «Dios unigénito, que está en el seno del Padre, ése nosle ha dado a conocer» (lo 1,18; 1,14; 3,18; 1 lo 4,9); «El que no perdonó a su propio Hijo, antes le entregó por todos nosotros» (Rom 8,32); «¿A cuál de los ángeles dijo alguna vez: Tú eres mi Hijo, yo te he engendrado hoy; y luego: Yo seré para él Padre, y él será Hijo para mí?» (Heb 1,5). Es lo que significa también la expresión «mi Hijo amado» en las teofanías del bautismo de jesús (Mt 3,16-17, y paral.) y en la transfiguración (Mt 17,5, y paral.). Es éste un dogma de fe solemnemente proclamado en el Símbolo Niceno-Constantinopolitano: «Hijo unigénito de Dios, nacido del Padre antes de todos los siglos... engendrado, no creado» (Denz.Sch. 150), y reafirmado después múltiples veces: Conc. de Calcedonia (ib. 302), Lateranense IV (ib. 804), etc. Es evidente que a Dios sólo se le puede atribuir el concepto de generación tomándolo en su sentido puro, sin limitación alguna de espacio o de tiempo, es decir, el que expresa la definición clásica de los escolásticos: «origen de un ser viviente de otro ser viviente que le comunica su misma sustancia o naturaleza» («origo viventis a principio vivente coniuncto, in similitudinem naturae»). La divinidad del engendrado nos indica que el Padre comunica al Hijo su misma sustancia o naturaleza divina mediante una acción vital eterna. Esto es lo que diferencia al concepto de generación del simple concepto de origen.

Pero la doctrina cristiana nos dice también que ese origen es según la operación del entendimiento. Así se nos insinúa en la S. E. de diversas maneras. El nombre de Verbo (Logos) que se le da (lo 1,1; Apc 19,13; 1 lo 1,1) ha indicado siempre una relación especial con el entendimiento tanto en los libros sapienciales, en los que la expresión palabra (v.) de Dios (Dabar Yahwéh), designa a la razón que todo lo dirige, al entendimiento o decreto que procede del mismo, como en el lenguaje griego. Sentido intelectual tienen también los nombres Sabiduría de Dios e Imagen atribuidos a Cristo especialmente por S. Pablo (t Cor 1,24.30; 2 Cor 4,4; Col 1,15). La unanimidad de los Concilios y de los Padres en atribuir al Hijo esos títulos bíblicos nos indica que se trata de una verdad teológicamente cierta. Los Padres, a partir de los apologetas del s. II, han usado además siempre la analogía de nuestro verbo o palabra para explicar de algún modo la generación del Hijo: así S. lustino, Teófilo de Antioquía, Tertuliano, S. Atanasio, S. Basilio, S. Cirilo Alejandrino, etc. S. Agustín le da una nueva dimensión o desarrollo en muchas de sus obras, especialmente en los últimos libros De Trinitate, y los escolásticos, especialmente S. Tomás de Aquino (Sum. Th. 1 q27 a2; Contra gentes 4,11), recogen la doctrina patrística y ampliaron y desarrollaron la analogía.

2) Explicación de la analogía con el conocimiento. S. Agustín, a partir del libro 8 del De Trinitate y basándose en la afirmación de Gen 1,26, busca en nuestra alma la imagen de la T. y la encuentra en la tríada de potencias: memoria, inteligencia y voluntad. Después de un profundo análisis de las mismas, ve que reflejan mejor la vida íntima de Dios si se las considera en acto, es decir: como mente, noticia (verbum mentis) y amor. El Padre, al conocerse a sí mismo, forma una idea (verbum mentis) o imagen perfecta de sí mismo, distinta de él, pero inmanente. Es, pues, una generación espiritual (ad modum prolis) producida por el acto intelectivo divino, de la cual es una pálida analogía el origen de nuestras ideas, especialmente de nuestro autoconoc ¡miento: nuestra mente forma una idea o imagen de nosotros mismos, que es de algún modo distinta de ella y a la vez interna o inmanente. Sólo que en nuestro autoconocimiento esa idea o imagen es de un orden puramente intencional o intelectivo, no constituye una persona distinta e implica potencialidad, temporalidad y finitud (De Trinitate, 1,5,22,42). Dada la consustancialidad de las divinas Personas, se debe aplicar aquí el concepto puro de generación: el Hijo procede de la acción vital del Padre al autoconocerse; el Padre le comunica al Hijo su misma naturaleza divina; el Hijo es por eso su imagen connatural y perfectísima (cfr. Sum. Th. 1 q27 a2).

c) La procesión del Espíritu Santo. La fe cristiana puede resumirse así: el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo como de un solo principio, a modo de voluntad y, por lo mismo, no es engendrado.

1) Datos de fe. Cristo dice expresamente que el Espíritu Santo procede del Padre (lo 15,26) y añade que es enviado por Él, es decir, por el Hijo (lo 15,25; 16,7), y que recibe de Él toda la verdad para comunicarla a sus discípulos, porque todas las cosas del Padre son también del Hijo (lo 16,13-15). Es claro, por otra parte -así lo exige la consustancialidad e igualdad de las divinas Personas- que no puede admitirse entre ellas más dependencia que la de origen o procesión. Las frases bíblicas indicadas no pueden, pues, interpretarse más que como indicación de que el Espíritu Santo procede también del Hijo: de lo contrario, el «ser enviado» y el «recibir» equivaldrían a una inferioridad entitativa y por lo mismo a una negación de la divinidad del Espíritu Santo. Así lo ha definido el Magisterio de la Iglesia: es dogma de fe que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo como de un solo principio (ab utroque, ex Patre Filioque), según lo proclaman los Conc. ecuménicos Lateranense IV (Denz.Sch. 800) y 11 de Lyon (ib. 850). Los Padres griegos, aun usando esa fórmula, acuden con más frecuencia a otra: el Espíritu Santo procede del Padre por el Hijo (a Patre per Filium). Ambas fórmulas, según la interpretación dada por el Conc. de Florencia, son equivalentes (ib. 1300-1301), ya que, como precisa el Concilio, la expresión «a Patre per Filium» pone de manifiesto que todo lo que tiene el Hijo, también el que el Espíritu Santo proceda de Él, lo tiene el Hijo como recibido del Padre. La fórmula «Patre Filioque» subraya que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo como de un solo principio y por una sola espiraciónl- la «a Patre per Filium», la fontalidad del Padre: ambas, pues, no se excluyen, sino que están al contrario íntimamente compenetradas. Sobre la historia del «Filioque» y su inclusión en el Símbolo, v. I, B.

Es dogma de fe que el Espíritu Santo no es engendrado, es decir, que su procesión no es una generación sino algo diverso. El título de Unigénito, exclusivo del Hijo I nos indica que en Dios no hay más generaciones. Así lo proclama el Símbolo «Quicuínque» (V. FE II), cuando dice que el Espíritu Santo «no hecho, ni creado, ni engendrado, sino procedente» (Denz.Sch. 75). El Conc. Lateranense IV afirma: «El Padre engendra, el Hijo nace, el Espíritu Santo procede» (ib. 800); y lo mismo afirma el Florentino (ib. 1330).

Un tercer punto debe ser precisado: la procesión del Espíritu Santo es por la voluntad. En la S. E. se nos insinúa que el Espíritu Santo procede como amor o don de Dios. A él se le atribuye la donación de la caridad (Rom 5,5) y de los carismas (1 Cor 12,4 ss.; Gal 5,22); se le llama virtud o fuerza (Act 1,8); se le atribuyen en general los principales sucesos y medios de salvación que indican unión o amor entre Dios y los hombres: la concepción virginal de María, la regeneración po_- el bautismo, el perdón de los pecados, etc. Toda la Tradición ha puesto con frecuencia de relieve la relación en - tre el Espíritu Santo y el amor; S. Agustín es particularmente explícito al respecto (De Trinitate 15,19,33-36). Es cierto que también se le llama «Espíritu de verdad» (lo 14, 26; 16,13), y que los Padres de los s. II-III lo identifican frecuentemente con la Sabiduría, pero ello no destruye lo anterior sino que debe ser interpretado a su luz. S. Agustín se planteó esta cuestión en los libros sexto y séptimo del De Trinitate, y la resuelve diciendo que la expresión Sabiduría de Dios nos habla principalmente de la persona del Hijo, pero que, como es propiamente un atributo esencial de Dios, puede ser atribuido también al Padre y al Espíritu Santo (7,3,5 y 7,4,6).

2) Explicación de la analogía con el amor. De un modo desarrollado se encuentra por primera vez en S. Agustín. Mientras que el entendimiento -dice- produce una imagen (verbum mentis) del todo semejante al objeto conocido, como una generación espiritual (ad modum prolis), la voluntad, en cambio, se limita a dirigirse hacia lo captado por la imagen por ella engendrada y, por lo mismo, no es una nueva generación sino una tendencia o lazo de unión. Del mismo modo, el Espíritu Santo, amor o don mutuo del Padre y del Hijo, procede de ambos como de un solo principio, al igual que el amor procede de la mutua relación entre la mente y su imagen, pero no es una nueva imagen y, por tanto, no es engendrado. Citemos sus palabras textuales: «Sabes muy bien que hay en ti un verbo (palabra, idea) verdadero, cuando es engendrado de tu ciencia o saber, es decir, cuando decimos lo que sabemos; aunque no pensemos ni digamos la palabra apropiada en ningún idioma humano, sino formando nuestro pensamiento de aquello que sabemos, ya se da en el que piensa una imagen del todo semejante al pensamiento que estaba contenido en su memoria, siendo la voluntad o el amor como un tercer elemento que los une a ambos, es decir, como al padre y a su hijo («ita duo scilicet velut parentem ac prolem tertia voluntate sive dilectione iungente»). El que pueda que discierna cómo la voluntad procede del pensamiento (pues nadie quiere aquello cuyo ser o cualidad desconoce en absoluto), y con todo no es imagen del pensamiento; de hecho, aquí se nos insinúa en el mundo inteligible una cierta diferencia entre el nacimiento y la procesión, puesto que no es lo mismo ver con el pensamiento que desear o gozar con la voluntad» (De Trinitate, 15,27,50: PL 42, 1097).

S. Tomás recoge y amplía esta explicación agustiniana. Para él la palabra Espíritu, aunque puede tener un sentido esencial (Dios es espíritu), en otro respecto indica propiamente a la tercera Persona de la T. por expresar una cierta moción o impulso vital, en cuanto que alguien es movido o impulsado por el amor a hacer alguna cosa (Sum. Th. 1 q27 a4). Y explica y desarrolla plenamente como ' al ser una procesión por vía de la voluntad, se explica que no sea generación, aunque -como es claro- quien de ella se origina el Espíritu Santo, sea de la misma naturaleza que el P¿dre y el Hijo: «La procesión del amor en Dios no debe llamarse generación. Para entenderlo tómese en cuenta que el entendimiento se pone en acto debido a que el objeto entendido está en él por su semejanza, y, en cambio, la voluntad se pone en acto, no porque en ella haya semejanza alguna de lo querido, sino porque hay una cierta inclinación a lo que quiere. Así, pues, la procesión que se toma según la razón del intelecto es según la razón de semejanza, y, por consiguiente, puede tener razón de generación, porque todo el que engendra engendra algo semejante a él. Pero la que se toma según la razón de voluntad no tiene razón de semejanza, sino más bien razón de impulso o movimiento hacia algo, y, por consiguiente, lo que en Dios procede por modo de amor no procede como engendrado ni como hijo, sino más bien como espíritu» (1 q27 a4).

2. Las relaciones y las Personas divinas. a) Las relaciones reales subsistentes en Dios. 1) Existencia de relaciones en Dios. La revelación de las procesiones divinas nos conduce a otra noción que, tomada de la realidad creada, nos ayuda a conocer la T.: la de relación. El hecho mismo de que haya una procedencia u origen en las Personas divinas indica que en el seno de Dios hay unas relaciones reales. Los nombres de Padre e Hijo son además nombres relativos. Por eso, aunque la palabra misma relación no aparezca en la S. E., los Padres acudieron pronto a ella. A partir de S. Atanasio y más expresamente los Capadocios, emplean abundantemente la analogía de la relación (siésis, jaraktér) para demostrar de algún modo a los arrianos que los tres relativos en Dios no destruyen la unidad de la naturaleza divina. S. Agustín desarrolla profundamente la doctrina de la relación (De Trín., lib. 5), aunque al aplicarla a la T. no habla de tres relaciones sino de tres relativos, expresión que implica ya en sí la noción de tres personas o sujetos personales. S. Anselmo (De processione Spiritus Sancti) y posteriormente S. Tomás (Sum. Th. 1 q28) desarrollan y perfilan el concepto. El Conc. de Florencia proclama que en Dios todo es realmente idéntico excepto cuando hay oposición de relación: «Estas tres personas son un solo Dios, y no tres dioses; porque las tres tienen una sola divinidad, una sola inmensidad, una sola eternidad, y todo es uno, donde no obsta la oposición de relación» (Denz.Sch. 1330).

2) Concepto de relación. Para entender bien lo dicho es necesario tener presente el concepto puro o formal de relación, ya que sólo así puede ser atribuido a la vida íntima trinitaria, corno sucede con todas las demás analogías creaturales. Por eso vamos a analizar en primer término la doctrina escolástica en su esfuerzo por definir la relación con respecto a las Personas divinas, sin perjuicio de intentar asumir luego algunas precisiones modernas sobre la persona como ser relacional.

S. Tomás nos da el concepto puro y formal de la relación diciendo que es la «simple ordenación mutua entre varias cosas» (ordo unius ad aliud: De Potentia q7 a9 ad7). Dentro del concepto caben diversas manifestaciones que no presentan todas las mismas características. Veamos, pues, las diversas clases de relaciones:a) Relación trascendental es la que existe entre los primeros principios del ser, y, según S. Tomás, la que existe entre la potencia y el acto bajo cualquiera de sus formas (materia y forma, sustancia y accidentes, etc.). Implica, pues, algo absoluto, como son los principios del ser, pero al mismo tiempo la ordenación mutua de los mismos para constituir el ser completo. Se le llama trascendental, porque supera todas las categorías o predicamentos aristotélicos, que presuponen ya el ser constituido o completo. Como es lógico, esta relación no se puede atribuir a Dios, porque implica siempre potencialidad y composición.

b) Relación predicamental es un accidente que presupone ya el ser constituido; por eso forma parte de las categorías o predicamentos aristotélicos. Su razón formal o concepto puro es ser a (esse ad, tó prós ti: De Pot. q7 a9 ad7). Sólo implica esa ordenación mutua (ordo,habitudo) entre varias cosas, y no necesariamente potencialidad o imperfección.

c) Relación predicamental real es la que se da entre seres reales implicando un fundamento real. Requiere siempre los siguientes elementos: el esse ad (ser con respecto a otro), que es el concepto puro o formal de la relación; como esta relación predicamental en las criaturas es siempre un accidente, necesita adherirse o estar en (esse in), que es, pues, el segundo elemento (propiamente hablando el esse in no es algo realmente distinto del esse ad, e indica sólo que la relación es un accidente y que inhiere, está en un sujeto); y, finalmente, tercer elemento, el fundamento real, ya que la relación predicamental es real cuando una realidad nueva o fundamento viene al sujeto ya constituido; así, la generación activa y pasiva son el fundamento real de la relación de paternidad y filiación.

d) Relación predicamental lógica o de razón es aquella que se da entre conceptos, aquella que tiene su fundamento en la sola operación de la mente humana, sin implicar algo en la realidad extramental de las cosas. Obviamente no es esta relación la que nos sirve de analogía para expresar el misterio de la T.; reducir a esto las relaciones divinas sería negar el misterio mismo, cayendo en el modalismo (v.). Es, pues, la relación predicamental real la que podemos predicar de Dios, haciendo todas las correcciones que implica la analogía, según diremos a continuación.

3) La relación en las criaturas y en Dios. En las criaturas, toda relación predicamental real al igual que su fundamento son accidentes. Implica, pues, potencialidad y composición. En Dios, acto puro y simplicíslmo, no puede haber composición alguna y, por lo mismo, no puede haber nada accidental; las relaciones en Dios no son accidentales, sino sustanciales o subsistentes y realmente idénticos con la naturaleza divina (relatio subsistens). Por eso, la relación en Dios no es simplemente predicamental, sino sólo analógicamente o a modo de la predicamental (ad modum praedicamentalis). Tengamos presente que el concepto puro o formal de la relación real (esse ad) no implica de por sí potencialidad o imperfección alguna, sino sólo pura distinción, oposición y ordenación mutuas; es por ello por lo que puede atribuirse analógicamente a Dios (cfr. S. Tomás, In I Sent. d26 q2 a2). El hecho mismo de la distinción de razón entre el esse ad y el esse in de la relación en las criaturas nos indica que no repugna metafísicamente la existencia en Dios de tres esse ad realmente distintos u opuestos entre sí (paternidad-filiación-espiración pasiva), aunque su esse in sea idéntico (las tres relaciones se identifican con la esencia divina).

4) Distinción real entre las relaciones divinas opuestas. De la doctrina bíblica y teológica sobre las procesiones o procedencias divinas se deduce que en Dios hay cuatro relaciones, correspondiendo dos a cada una de las procesiones: paternidad, filiación, espiración activa y espiración pasiva. Ahora bien; sólo hay tres relaciones reales opuestas entre sí y por lo mismo realmente distintas (cfr. Conc. de Florencia, Denz.Sch. 1330): a) la paternidad y la filiación como es obvio se oponen entre sí y, por tanto, se distinguen realmente; b) la espiración activa se dice, según hemos visto, del Padre y del Hijo como de un solo principio y, por tanto, se identifica realmente con la paternidad y la filiación; c) la espiración pasiva se opone a la espiración activa (o paternidad y filiación) y exige un término real distinto de las mismas: el Espíritu Santo. Las tres relaciones reales distintas entre sí son, pues: paternidad, filiación y espiración pasiva (cfr. S. Tomás, Sum. Th. 1 q28 a3-4).

5) Las relaciones se identifican realmente con la esencia divina. Así lo def"ó el Conc. de Florencia en el texto ya citado: las relaciones no guardan con la esencia divina oposición relativa de ningún género y se identifican con ella. Negarlo sería poner división en Dios, es decir, afirmar no un Dios en tres Personas, sino tres dioses. En la Edad Media esta cuestión dio lugar a varias definiciones: Gilberto Porreta (v.) en el s. XII defendió la distinción real entre la esencia divina y las relaciones reales, cayendo así en el error de sostener una «cuaternidad» en Dios, lo que motivó su condena en el Conc. de Reims (Denz.Sch. 745); por otra parte, el abad Joaquín de Fiore (v.) acusó de sostener una «cuaternidad» a Pedro Lombardo, usando expresiones según las cuales parecía concebir de tal modo la identidad entre las personas y la esencia que caía en un triteísmo (v.), siendo condenado en el Conc. Lateranense IV (Denz.Sch. 803807). Digamos, pues, en resumen, que las relaciones auténticamente distintas entre sí se identifican realmente con la esencia divina; sólo cabe entre ellas y la esencia una distinción de razón fundada en la diversidad de los conceptos, es decir, lo que los escolásticos llaman una distinción de razón «raciocinada»: en efecto, la esencia significa propiamente algo que existe en sí y para sí (in se et ad se), mientras que las relaciones indican simplemente una ordenación a otra cosa (ad aliud).

Terminamos diciendo que lo importante en esta exposición sobre las relaciones en Dios consiste en que nos hace vislumbrar de algún modo cómo tres relativos distintos y opuestos entre sí pueden ser idénticos con una misma esencia o naturaleza divina, conduciendo así a una mayor intelección del dogma trinitario: tres Personas y un solo Dios.

b) Las Personas divinas. 1) El concepto de persona. La Iglesia ha expresado su fe trinitaria en una fórmula clara: una naturaleza, tres personas (cfr. 1, B). Se atribuye así a Dios por analogía el concepto de persona, que designa el ser más perfecto en la naturaleza creada. Ahora bien, ¿cómo se puede definir con precisión la persona? Sin entrar aquí en todas las dimensiones del tema (v. para eso la voz PERSONA), digamos que la revelación del misterio trinitario obliga a todos los cristianos a admitir una distinción real entre la naturaleza y la persona, y, por tanto, a intentar una definición precisa de la misma. Hitos en esa línea son los Capadocios, Leoncio de Bizancio (que la define como «ser según sí mismo»), luan Damasceno Boecio, y finalmente, S. Tomás, que da una definición que se ha hecho clásica: «distinto subsistente en la naturaleza intelectual» («distinctum subsistens in natura intellectuali» (Sum. Th. 1 q29 al-2). La persona indica un sujeto particular, concreto, distinto de otros, de naturaleza intelectual.

La reflexión escolástica se prolongó, sobre todo a partir del s. XIV, intentando determinar con exactitud lo que se denominó el constitutivo formal de la persona: si la naturaleza y la persona se distinguen, como indica el dogma trinitario (y el cristológico), ¿qué es exactamente el elemento por el que la naturaleza deviene persona? La solución que se dé a esa cuestión contribuye a precisar algunos puntos de la terminología trinitaria, y a su vez debe ser juzgada desde el dogma mismo. Para una exposición de las diversas posiciones, v. PERSONA I, 4.

2) Las Personas se constituyen por las relaciones. S. Tomás prosigue su exposición diciendo que el nombre de persona, que indica lo más perfecto que hay en toda lanaturaleza, debe ser atribuido a Dios, pero, añade, «no le compete del mismo modo que a las criaturas, sino de modo más excelente» (ib. 1 q29 a3). En el artículo siguiente precisa que en Dios el nombre de persona significa la relación: «persona, cualquiera que sea su naturaleza, significa lo que es distinto en aquella naturaleza. Y así, en la naturaleza humana, significa esta carne, estos huesos, esta alma, que son los principios que individúan al hombre y que, si ciertamente no entran en el significado de persona en general, están contenidos en el de persona humana. Pero en Dios no puede haber más distinción que la que proviene de las relaciones de origen. En Dios la relación no es como un accidente que inhiere a un sujeto, sino que es la misma esencia divina, que es subsistente... Por consiguiente la persona divina significa la relación en cuanto subsistente» (ib. a4).

3) La persona como ser relacional. Los escolásticos siguen un método que se puede calificar de ascendente, es decir: parten de una definición filosófica de la persona humana y tratan después de aplicarla por analogía al misterio trinitario. En cambio, algunos autores contemporáneos, fundados en que se trata de una cuestión manifestada únicamente por la Revelación, proponen un método descendente, que parte de lo que la Revelación nos dice sobre las Personas divinas para aplicarlo después por analogía a la subsistencia o razón formal de la persona humana.

Dejando para luego esta perspectiva, digamos que -a nuestro parecer- la explicación teológica del dogma trinitario cobra todo su realce si como analogado supremo tenemos presente un ser relaciona¡ y no una mera relación. Pensamos que para ello da apoyo S. Agustín, que define a la persona como poseedora de la naturaleza racional (habens naturam) y de su triple dinamismo (memoria, inteligencia, voluntad), imagen pálida de la Trinidad (De Trinitate, 15,22,42). Sólo que las Personas divinas se identifican realmente con la naturaleza que poseen, mientras que la persona humana no se identifica con la suya. Lo que realmente distingue a las Personas divinas es su ser relacional o relativo (tria relativa): «porque (la Persona divina) es lo que posee, excepto lo que se le atribuye relativamente o con respecto a la otra» (De Civitate De¡, 11,10,1). Ese ser relacional, que implica alteridad o respectividad, según la expresión de Zubiri (Sobre la Esencia, Madrid 1962, 433-435), es lo que constituye propiamente a la Persona divina,4) Intercomunicación e igualdad de las Personas divinas. Las tres divinas Personas están mutuamente compenetradas, están la una en la otra, nunca se separan. Como dice el Conc. de Florencia: «Por razón de esta unidad, el Padre está todo en el Hijo, todo en el Espíritu Santo; el Hijo está todo en el Padre ' todo en el Espíritu Santo; el Espíritu Santo está todo en el Padre, todo en el Hijo» (Denz.Sch. 1331). La razón más honda de esta intercomunicación (circumincessio, en latín; perichoresis, en griego) es la unidad numérica de la esencia divina poseída por las tres Personas (Sum. Th. 1 q42 a5).

Por eso mismo las tres divinas Personas son iguales en dignidad y poder. La distinción de los tres relativos en Dios es puramente relacional y, por lo mismo, no implica imperfección alguna en los otros: el no-ser Padre, o Hijo, o Espíritu Santo no implica un no-ser en el orden del ser, sino únicamente en el orden relacionaL Ese ser relaciona¡ es lo único exclusivamente propio (propiedad) de cada Persona divina; todo lo demás, tanto en el orden de los atributos divinos como en el de las operaciones, es común a las tres Personas. «Las obras de la Trinidad son inseparables», decía S. Agustín (Sermo 213, 6,6); y el Conc. IV de Letrán enseña que el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo son «un único principio de todas las cosas creadas» (Denz.Sch. 800). Si algún atributo u operación se atribuye en ocasiones de modo especial a una Persona es sólo por apropiación, es decir, por la analogía o relación que guarda con su propiedad personal, a fin de facilitarnos de esa forma el relacionarnos vitalmente con cada una de las Tres Personas (cfr. Sum. Th. 1 q39 a7-8).

3. La imagen de Dios en el hombre. a) Datos generales. Como hemos visto, la reflexión teológica sobre la T. ha consistido, en parte, en desarrollar lo que nos dice la Revelación misma sobre ese misterio con la ayuda de la analogía que nos ofrece el hombre, basándose para ello en las afirmaciones bíblicas sobre el hombre como imagen de Dios. Detengámonos un poco en ese punto, ya que, siguiendo el método descendente antes apuntado, nos permite poner de manifiesto algunas cuestiones centrales de la antropología y la soteriología cristianas.

Las enseñanzas de la S. E. sobre el hombre como imagen de Dios han sido ya ampliamente estudiadas (v. HOMBRE II; IMAGEN DE DIOS); centrémonos por eso en los Padres. Conviene resaltar que los Padres griegos, especialmente Orígenes, tienden a interpretar el texto de Gen 1,26 sobre el hombre como hecho a imagen y semejanza de Dios dando a la imagen un sentido natural o creacional, mientras que a la semejanza le dan un sentido sobrenatural o de asimilación a Dios por la gracia. Como fue la semejanza lo que destruyó el pecado y lo que Cristo restaura por el Bautismo, su antropología suele moverse con preferencia en el ámbito sobrenatural. Los Padres latinos, por el contrario, suelen identificar la imagen y la semejanza, por lo que expresan la distinción naturalsobrenatural refiriéndola indistintamente a la imagen o a la semejanza. S. Agustín corrige expresamente a Orígenes, porque para él no puede haber una imagen que no sea al mismo tiempo semejante al original; si bien el grado de esa semejanza es susceptible de variación y de aumento. Un lenguaje análogo se encuentra en S. Tomás (Sum. Th. 1 q93).

La amplia especulación teológica de S. Agustín en su De Trinitate, en el que aplica la analogía no sólo a la procesión de¡ Hijo -como había hecho la tradición precedente-, sino también a la del Espíritu Santo, y en la que estudia no sólo la T. en sí misma, sino también el desarrollo de la imagen divina en el hombre, hacen que su obra tenga especial importancia. Vamos, pues, a fijarnos en él para analizar brevemente este último tema.

b) Imagen de Dios trino en el hombre: su deterioro y su reforma. El espíritu humano posee un dinamismo que le es consustancial; es propio del alma acordarse de sí, conocerse a sí misma, amarse (De Trin. 14,14,18). Por eso la imagen trinitaria está naturalmente impresa por Dios en nuestra alma («ín sua mente naturaliter divinitus instituta», ib. 15,20,39, cfr. 14,14,19). Sin embargo, esa imagen divina sufrió un deterioro muy profundo por el pecado de origen; «suo vitio in deterius commutata», «por su propia culpa fue modificada a un estado peor» (ib. 15, 20,39), y necesita ser reformada para recuperar de nuevo el esplendor primitivo. Esta reforma no puede obtenerla el hombre por sí mismo, sino que la alcanza sólo con la ayuda de la gracia: «Pudo deformarse a sí mismo, pero no puede reformarse» (ib. 14,16,22).

A partir de ahí S. Agustín va a desarrollar una exposición del dinamismo de las Personas divinas en nuestraregeneración, que pone de manifiesto el carácter escatológico de la gracia sanante. En la reforma de su imagen en nosotros, Dios nos otorga primero una justicia inicial, que no es meramente extrínseca, sino impresa realmente en el alma: «No (es) sólo aquella (justicia) por la que Él (Dios) es justo, sino la que da al hombre cuando justifica al impío» (ib. 14,12,15). Esta justicia inicial reforma el sustrato de nuestra alma, hecha a imagen divina, a semejanza del Padre, fuente y principio de toda la vida trinitaria, y el dinamismo de nuestro obrar, a semejanza del Hijo y del Espíritu Santo. S. Agustín pone en relación las virtudes teologales de fe, esperanza y caridad que van sanando las heridas de la ignorancia y la concupiscencia desordenada y divinizando nuestro actuar, con la Segunda y la Tercera Persona de la T.; y lo hace acudiendo a los conceptos de causalidad ejemplar y eficiente; el Verbo, Sabiduría de Dios encarnado para ser el Medicus humilis de nuestras llagas, es el ejemplar y, por apropiación, la causa eficiente de la fe o sabiduría divina que cura nuestra ignorancia; y el Espíritu Santo, amor mutuo del Padre y del Hijo, es el divino ejemplar y, por apropiación, la causa eficiente de la caridad que sana la concupiscencia desordenada y nos hace amar con amor divino (ib. 14,12,15).

La salud completa, sin embargo, y por ende la restauración total de nuestra imagen divina solamente alcanzarán su plenitud en la visión eterna: Sólo entonces la semejanza de nuestra imagen con su divino ejemplar llegará al grado sumo de su perfección; «Cuando se dé la perfecta visión de Dios, entonces habrá en su imagen la perfecta semejanza a El» (ib. 14,17,23).

4. Misiones divinas e inhabitación. a) Las misiones divinas. La realidad de las misiones divinas es afirmada claramente en la S. E., en la que se habla expresamente de la misión del Hijo por el Padre, y de la misión del Espíritu Santo por el Padre y el Hijo (lo 6,57; 11,42; 17,18; 20,21; 14,26; 16,7; Gal 4,4; Lc 10,16; 24,29, etcétera). Hasta el s. IV los Padres se limitaron a repetir la doctrina bíblica sin elaborar una teología propiamente tal de las misiones divinas. Pero la situación cambió profundamente en el s. iv, cuando los arrianos intentaron fundarse en las misiones divinas para negar la divinidad del Hijo y del Espíritu Santo: el enviado, decían, es siempre inferior que aquel que lo envía; por tanto, el Hijo no es consustancial al Padre que lo envía, ni el Espíritu Santo es consustancial al Padre y al Hijo, sino -decían los macedonianos (v.) y pneumatórnacos (v.)una «criatura del Hijo». Frente a estos errores, la Iglesia definió la consustancialidad de las Personas divinas y los Padres griegos comenzaron a elaborar una teología de la misión divina poniendo de manifiesto su relación con las procesiones o procedencias eternas en el seno mismo de la Trinidad. Esa teología fue perfeccionada por S. Agustín y posteriormente por S. Tomás y los escolásticos hasta nuestros días.

S. Agustín expone ampliamente el concepto de misión en los libros 2 a 4 de su De Trinitate. La misión divina --dice- implica dos elementos: a) la procesión o procedencia en el seno mismo de la T.; por tanto, el Padre nunca puede ser enviado; el Hijo es enviado sólo por el Padre, y el Espíritu Santo por el Padre y el Hijo, puesto que procede de ambos; b) una cierta manifestación temporal de esa procesión eterna, que puede ser visible, como en la Encarnación del Verbo y en las teofanías neotestamentarias del Espíritu Santo en forma de paloma o de lenguas de fuego, o invisible, como en la iluminación sapiencial por parte del Verbo, Sabiduría de Dios, cuando la mente percibe que esa sabiduría procede del Padre, o en la infusión de la caridad por parte del Espíritu Santo, amor y don mutuo del Padre y del Hijo, cuando el alma al amar a Dios y al prójimo por Dios percibe que está en ella de un modo especial el Espíritu Santo. La relación entre el que envía y el enviado no es, pues, de inferioridad, sino simplemente de procedencia.

S. Tomás dedica a las misiones la última cuestión del tratado sobre la T. de la Sum. Th. «En el concepto de misión se incluyen dos cosas -explica-, de las cuales una es la relación del enviado a aquel que lo envía, y la otra la relación del enviado con el término de su misión... Por consiguiente, la misión puede corresponder a una persona divina, por una parte, en cuanto incluye la relación de origen respecto al que lo envía, y por otra, en cuanto implica un nuevo modo de estar en alguien» (1 q43 al); la misión, por tanto, «incluye la procesión eterna, y añade algo, es decir, un efecto temporal» (a2 ad3). Distingue entre misiones visibles (a7) y misión invisible, deteniéndose sobre todo en esta última. La misión invisible de una Persona divina a la criatura racional puede hacerse sólo por razón de la gracia santificante, ya que «ningún otro efecto que la gracia santificante puede ser la razón de que la persona divina esté de un modo nuevo en la criatura racional» (a3; cfr. a6). Sólo el Hijo y el Espíritu Santo pueden ser enviados, ya que sólo ellos proceden; el Padre no es enviado, sino que se da a sí mismo (a4 y S).

b) La inhabitación de las tres divinas Personas en los justos. 1) El hecho de la inhabitación. Es una verdad de fe que la T. está presente de un modo especial o habita en las almas de los justos como en su templo. La S. E. atribuye esta inhabitación unas veces a Dios y otras veces a las divinas Personas por separado: «Si alguien me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él y haremos en él nuestra morada» (lo 14,23); «¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguien profana el templo de Dios, Dios le destruirá. Porque el templo de Dios es santo, y ese templo sois vosotros» (1 Cor 3,16-17); «¿No sabéis que vuestros miembros son templo del Espíritu Santo?» (1 Cor 6,19); «Vosotros sois templo del Dios vivo» (2 Cor 6,16); cfr. además lo 15,4; 14,16; 1 lo 4,12; Rom 8,8, etc. Esta doctrina tan profundamente bíblica ha sido ampliamente comentada por la patrística y fielmente conservada por toda la teología católica como un venero de riqueza espiritual. En los últimos tiempos ha sido objeto de amplia atención por varios documentos de magisterio eclesiástico: la Enc. Divinum Illud de León XIII (Leonis XIII Pont. Max. Acta, Roma 1899, vol. 17, 125-148; la Enc. Mystici Corporis de Pío XIL AAS 35, 1943, 79-80, y la Const. Lumen gentium del Conc. Vaticano 11, no 4,7,9,40,42,48).

Antes de considerar los diversos intentos de profundización teológica, señalemos que si bien la inhabitación está relacionada con la misión invisible de las Personas no debe confundirse con ella: basta pensar que sólo pueden ser enviados el Hijo y el Espíritu Santo, mientras que la inhabitación en los justos se refiere a las tres divinas Personas.

2) Explicaciones teológicas. Partiendo del hecho, claramente afirmado por la Revelación, de la inhabitación de la T. en el hombre en gracia, los teólogos católicos siguen diversas opiniones al intentar penetrar en esa verdad y explicar el modo como esa inhabitación se realiza; lo que implica poner en relación esa verdad conotros puntos de la fe, concretamente la omnipresencia de Dios en todas las cosas por vía de su acción creadora (V. DIOS IV, 9) y el hecho de que las acciones divinas ad extra sean, como ya decíamos, comunes a las tres Personas. Exponemos a continuación las diversas posiciones.

(1) Presencia divina por el conocimiento y el amor. Es la explicación dada por S. Tomás: «Hay un modo especial (de estar Dios presente) que conviene a la criatura racional, en la cual se dice que se halla Dios como lo conocido en el que conoce y lo amado en el que ama. Y puesto que la criatura racional, conociendo y amando, alcanza por su operación hasta al mismo Dios, según este modo especial no solamente se dice que Dios está en la criatura racional, sino también que habita en ella como en su templo» (Sum. Th. 1 q43 a3; cfr. 1 q8 a3; In I Sent. dl4 q2 al; d37 ql a2). En esa línea se sitúan numerosos teólogos posteriores, bien ateniéndose a la misma doctrina literal del Angélico, bien prolongándola en uno u otro sentido. Así Suárez, y con él Billuart, Gonet, Franzelin, Dalmau, etc., atienden en especial a la amistad que surge entre el justo y Dios y que en cierto modo exige la presencia más perfecta posible o sustancial (cfr. Suárez, De Trinitate 12, cap. 5, no 13-14). Por su parte luan de Santo Tomás prefiere atender al conocimiento y amor experimentales que el justo adquiere de Dios como consecuencia del ejercicio de los dones del Espíritu Santo; de este modo la inhabitación se diferenciaría de la omnipresencia en cuanto que por la gracia y por los dones, especialmente el de sabiduría, Dios está presente en el justo como un objeto experimentalmente cognoscible y amable (Tractatus de sacro Trinitaris mysterio, disp. 17 a, 3, no 10-12). Le siguen en lo esencial A. Gardeil, R. Garrigou-Lagrange, 1. H. Nicolas, H. Bouessé, etc.

(2) Presencia divina por la producción de la gracia. Gabriel Vázquez (In Ja- q8 a3 disp. 30, cap. 3, no 11) intenta explicar el nuevo modo de presencia divina en los justos atendiendo exclusivamente a la causalidad divina eficiente, y, por tanto, a la producción y conservación de la gracia y de los dones que le son anejos. Como en Dios se identifican la virtud operativa y la esencia, doquier actúe su virtud operativa -afirma- se halla también presente su esencia. Dios se haría así sustancialmente presente en los justos por el hecho mismo de producir y conservar en ellos la gracia santificante y los dones sobrenaturales; de tal modo que, si no estuviese ya presente en todas partes, bastaría la producción de la gracia para hacerse presente en los justos. Siguen esta misma opinión Ruiz, Alarcón, Oberndórffer y I. B. Terrien. Se suele oponer a esta opinión que no da razón del carácter vital de la inhabitación, y que recurre a la discutible hipótesis de que si Dios no estuviera omnipresente bastaría la producción de la gracia para hacerlo sustancialmente presente.

Paul Galtier (o. c. en bibi.) ha tratado de completar la opinión de Vázquez atendiendo al mismo tiempo a la causalidad divina eficiente y ejemplar en la producción de la gracia. Según él, la producción de la gracia cumple de por sí todas las condiciones necesarias para que la inhabitación sea una presencia de orden ontológico distinta de la simple omnipresencia, condición que él cree indispensable para respetar la doctrina de la tradición bíblico-patrística. Porque -dice- la acción de Dios que produce la gracia no es como la acción creadora: «La imagen de Dios en nosotros es producida por la aplicación directa e inmediata que las Personas nos hacen de su sustancia» (p. 218). Por tanto, los elementos que constituyen la inhabitación no son el conocimiento y amor fruitivos de Dios y la omnipresencia, sino una presencia ontológica distinta de la omnipresencia, cuyo elemento específico es la producción misma de la gracia como una acción especial de Dios, causa eficiente y ejemplar, directa e inmediata de la misma. Siguen esta opinión, al menos en lo esencial, Joret, Retailleau, Chambat, Meriéndez-Reigada, Urdánoz, etc.

(3) Presencia divina por la causalidad cuasi-formal. M. De La Taille (Actuation créée par Acte incréé. Lumielre de gloire, gráce sanctifiante, union hypostatique: «Revue de Sciences religieuses» 18, 1928, 253-268) admite, además de la causalidad eficiente y ejemplar divina, otra causalidad formal o, como dice Karl Raliner (v.), cuasiformal. Cada una de las divinas Personas -dice- comunica al alma del justo la misma vida divina, y lo hace de un modo relativamente distinto en conformidad con su propio carácter personal o hipostático y con su diferencia relativa con respecto a las otras Personas; de aquí nacerían una relación y unión especiales del alma con cada una de las divinas Personas. Le siguen junto al ya niencionado K. Ralmer, P. De Letter, M. J. Donnelly, F. Bourassa, Ch. Baunigartrier, etc. Se opone a esta teoría que el concepto de causalidad cuasi-formal no resulta nada claro, ya que si se lo interpreta en sentido benévolo parece carecer de contenido, si en cambio se da a las palabras toda su fuerza parece aproximarse a un cierto panteísmo.

(4) Presencia dinámica de diálogo. Queremos terminar exponiendo la explicación que puede deducirse de la doctrina de S. Agustín (cfr. nuestro estudio Eres templo de Dios, o. c. en bibl.). S. Agustín concibe la omnipresencia de Dios en las criaturas como resultado de la operación divina continuada que produce y conserva su ser; Dios, dice, «en aquellas cosas que ha creado, obra sin interrupción» (De Genesi ad litteram 4,12,22-23). Dios es por eso inmanente a las cosas, pero al mismo tiempo trascendente, porque es subsistente en sí mismo (in seipso), es decir, su ser no depende de las cosas creadas: Dios «no está contenido en aquellas cosas en que está presente» (Ep. 187, 6,18). Dios es inmutable y eterno y, por lo mismo, su operación es única e inmanente, aunque produzca diversos efectos según el propio querer divino. El elemento específico de la inhabitación es la misma y única operación divina diferenciada únicamente por el nuevo efecto producido en la criatura racional, que es específicamente distinto del que produce en virtud de la omnipresencia puramente creacional. Ese efecto nuevo es la justicia de Dios participada por nosotros, que para S. Agustín equivale a la gracia santificante con su séquito de virtudes.

Esto implica necesarimente en el adulto un diálogo de entrega amorosa y obediente al Dios Amor que lo justifica. «No de tal manera debe el hombre convertirse a Dios que se separe de Él una vez que ha sido hecho justo, sino de tal manera que siempre esté siendo justificado. Si no se aparta de Él, será justificado por su presencia, e iluminado, y beatificado por Dios que obra y defiende a aquel que obedientemente se le somete» (De Genesi ad litteram, 8,12,25). En este contexto S. Agustín contempla la unidad real de toda nuestra vida espiritual y su carácter esencialmente escatológico: la justificación, la donación del Espíritu Santo, la reforma de nuestra imagen trinitaria y la inhabitación: «Será plena la justicia, cuando sea plena la salud; será plena lasalud, cuando sea plena la caridad, porque la plenitud de la ley es la caridad (Rom 13,10); y será plena la caridad cuando le veamos tal y como Él es (I lo 3,2)» (De perfectione ¡ustitiae hominis, 3,8). V. t. GRACIA III, 4; FILIACIóN DIVINA; ESPíRTU SANTO II, 4 y III.

5. La Trinidad y la Iglesia: V. IGLESIA III, 1; ESPíRITU SANTO II, 4.


A. TURRADO TURRADO.
 

BIBL.: Manuales: M. CUERVO, Introducción a la Sum. Th. de S. Tomás 1 q27-43, ed. BAC, 2-3, 3 ed. Madrid 1959, 3-461; M. SCHMAUS, Teología Dogmática.- 1. La Trinidad de Dios, 2 ed. Madrid 1963; L. BILLOT, De Deo uno et trino, 7 ed. Roma 1935; J. M. DALMAU, Sacrae Theologiae Summa, II, Madrid 1955; J. F. FRANZELIN, Tractatus de Deo trino secundum personas, 4 ed. Roma 1895; R. GARRIGou-LAGRANGF, De Deo Trino et Creatore, Turín 1943; E. HUGON, De Deo uno et trino, París 1920; P. PARENTE, De Deo Uno et Trino, 4 ed. Turín 1956; C. PESCH, Praelectiones dogmaticae, Friburgo de B. 1899; A. STOLZ, Manuale Theologiae dogmaticae: De Trinitate, Friburgo de B. 1939; M. J. SCHEEBEN, Los misterios del cristianismo, 3 ed. Barcelona, 26-214; A. MICHEL, Trinité (IV, Synthése théologique), en DTC 15,1802-1855.
 

Cortesía de Editorial Rialp. Gran Enciclopedia Rialp, 1991